{Marcelino Menéndez Pelayo}

MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO

Polígrafo español, nació y murió en Santander(1.856-1.912). Hizo el bachillerato en su ciudad natal y prosiguió los estudios de Filosofía y Letras en Barcelona y se licenció en Valladolid y en 1.875 obtuvo el doctorado en la Universidad de Madrid, de la que llegó a ser catedrático de Literatura tres años después hasta 1.898 en que fue nombrado director de la Biblioteca Nacional.

Fue Marcelino Menéndez Pelayo una figura genial; su talento claro y luminoso, su prodigiosa memoria, que le permitía recordar cuanto había leído y muchas veces, hasta páginas dónde se hallaban párrafos o conceptos interesantes, su capacidad de trabajo, que parece inconcebible en persona humana y su acendrado amor a España, produjeron una obra ingente, que llena la historiografía literaria de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Al mismo tiempo ejerció un doctorado magistral, influyendo bastante en la formación de excelentes discípulos como Bonilla San Martín o Menéndez Pidal.

De él afirmó "Azorín": "Menéndez Pelayo es un autor vivo, el más eficaz, enérgico y pintoresco de nuestros escritores modernos. Para quien ameel idioma, Menéndez Pelayo es una continua delicia. Los libros del Maestro deben circular de mano en mano. ÉL ES UN CREADOR DE LA PATRIA. Las GENERACIONES NUEVAS NECESITAN DE ÉL PARA LA INICIACIÓN EN EL AMOR A LA PATRIA. Los adultos, los viejos, lo NECESITAMOS para nuestra CORROBORACIÓN EN EL AMOR A ESA MISMA PATRIA"

Sus obras: Antología de poetas líricos castellanos. Antología de poetas hispanoamericanos. Orígenes de la novela. Estudios de crítica literaria. Calderón y su teatro. Lope de Vega y su tiempo. Historia de los heterodoxos españoles. Ensayos de crítica filosófica. Historia de las ideas estéticas. Horacio en España. Epístola a Horacio.

Sus restos reposan en la catedral de Santander, donde fueron trasladados en el año 1.958.

Menéndez Pelayo es el prototipo del polígrafo contemporáneo por la amplitud de su temática intelectual, pero su faceta dominante fue la de historiador.

No es ninguna sorpresa que el bagaje cultural de Menéndez Pelayo fue inmenso, como fehacientemente lo demuestran sus grandes obras Además, las lecturas del polígrafo, que tenía a su alcance las mejores bicliotecas de España, no se reducían a la suya particular, extraordinaria.

Los autores insisten en lo que proclaman que han valorado a Menéndez Pelayo como historiador: la selección de las fuentes, la agudeza crítica,, al fidelidad al dato y la extraordinaria capacidad de ´síntesis.

Los españoles debemos a Menéndez Pelayo saber qué hemos sido, "antes de él lo ignorábamos", como dijo Valera. La ciencia española debe a don Marcelino Menéndez y Pelayo la fundación de una escuela de Historia a la altura de la modernidad, que ha engendrado cumbres como la de Mnéndez Pidal y Sánchez Albornoz. No fue exagerada la conocida sentencia del hispanista Farinelli:"la suya era como la voz de todo un pueblo". El actual silencio de esa voz está conduciendo a la disolución de la conciencia nacional y a la deisgregación política. Los españoles deberíamos tener siempre presente a Menéndez Pelayo, el padre de nuestra historiografía, el talento excepcionalmente capaz del dato exacto y de la gran síntesis. Quienes como Ortega, han juzgado con impresentable mezquindaz al genio montañés, son estentóreamente desmentidos por los obvios hechos.

PRÓLOGO DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES

¿Qué se deduce de todo esto? A mi entender lo siguiente:

Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad de sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe o más bien regocijándose de ella. Fuera de algunos rasgos nativos de selvática y feroz independencia, el carácter español no comienza a acentuarse sino bajo la dominación romana. Roma, sin anular del todo las viejas costumbres, nos lleva a la unidad legislativa, ata los extremos de nuestro suelo con una red de vías militares, siembra en las mallas de esa red colonias y municipios, reorganiza la propiedad y la familia sobre fundamentos tan robustos, que en lo esencial aún persisten; nos da la unidad de lengua, mezcla la sangre latina con la nuestra, confunde nuestros

dioses con los suyos y pone en los labios de nuestros oradores y de nuestros poetas el rotundo hablar de Marco Tulio y los hexámetros virgilianos. España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo.

Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime, sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común, sin ver visibles sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en sus hijos, en la casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos y consagra con el óleo de la justicia la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño, ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de valentía al torrente de los siglos?

Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ello fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colectivas, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribieron en su draconiano código los Padres de ïlíberis: brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio, y en Roma sobre la frente de San Dámaso; la cantó en versos de hierro celtibérico: triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano; civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación del Occidente; escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios de nuestros templos; comenzó a levantar, entre los despojos de la antigua doctrina, el alcázar de la ciencia escolástica por manos de Luciano, de Tajón y de San Isidoro; borró en el Fuero juzgo la inicua ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares; dio el jugo de sus pechos, que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar`ben Hufsun; mandó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó bajo el manto prelaticio del arzobispo D. Raimundo y bajo la púrpura del emperador Alfonso VII la ciencia semítica española...¿Quién contará todos los beneficios de vida social que a esa unidad debimos, si no hay en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de algún santuario en ruinas? Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un pastor, una Iglesia, un a liturgia, una cruzada eterna y una legión de santos que combaten por nosotros desde Causegadia hasta Almería, desde el Muradal hasta la Higuera.

Dios nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de la Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata y donde brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.

¿Dichosa edad aquella, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada aparecía ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas conla espada en la boca y el agua a la cinta y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía

España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de taifas.

A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, todo lo anárquico, todo los desbocado de nuestro carácter se conserva ileso, y sale a la superficie cada día con más pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual se pierde en infecunda soledad o sólo aprovecha para el mal. No nos queda ni ciencia indígena, ni política nacional, ni a duras penas, arte y literatura propia. Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado. Somos incrédulos por moda y por parecer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas o a positivistas, lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario y en lo grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí; todas nacen y mueren entre cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades y servir de pábulo a dos o tres discusiones pedantescas. Con la continua propaganda irreligiosa, el espíritu católico, vivo aún en la muchedumbre de los campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y, aunque no sean muchos los librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor casta de impíos que se conocen en el mundo, porque, a no estar dementado como los sofistas de cátedra, el español que ha dejado de ser católico es incapaz en creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común y práctico, las más veces burdo, egoístas y groserísimo. De esta escuela utilitaria suelen salir los aventureros políticos y económicos, los arbitristas y regeneradores de la Hacienda y los salteadores literarios de la baja prensa, que, en España, como en otras partes, es un ceganal fétido y pestilente. Sólo algún aumento de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces que estamos en Europa, y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento general.

No sigamos en estas amargas reflexiones. Contribuir a desalentar a su madre, es ciertamente obra impía, en que yo no pondré las manos. ¿Será cierto, como algunos benevolamente afirman, que la masa de nuestro pueblo está sana, y que sólo la hez es la que sale a la superficie? ¡Ojalá sea verdad! Por mi parte prefiero no creerlo, sin escudriñarlo mucho. Los esfuerzos de nuestras guerras civiles no prueban ciertamente falta de virilidad en la raza; lo futuro ¿quién lo sabe?. No suelen venir dos siglos de oro sobre una misma nación; pero mientras sus elementos esenciales permanezcan los mismos por lo menos en sus últimas esferas sociales; mientras sea capaz de creer, amar y esperar; mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aún puede esperarse su regeneración, aún puede esperarse que, juntas las almas por la caridad, torne a brillar para España la gloria del Señor y acudan las gentes a su lumbre y los pueblos al resplandor de Oriente.

El cielo apresure tan felices días. Y entre tanto, sin escarnio, sin baldón, ni menosprecio de nuestra madre, dígale toda la verdad el que se sienta con aliento para ello. Yo, a falta de grandezas que admirar en lo presente, he tomado sobre mis flacos hombros, la deslucida tarea de testamentario de nuestra antigua cultura. En este libro he ido quitando las espinas; no será maravilla que de su contacto se me haya pegado alguna aspereza. He escrito en medio de la contradicción y de la lucha, no de otro modo que los obreros de Jerusalén, en tiempo de Nehemías, levantaban las paredes del templo, con la espada en una mano y el martillo en la otra, defendiéndose de los comarcanos que sin cesar los embestían. Dura ley es, pero inevitable en España, y todo el que escriba conforme al dictado de su conciencia, ha de pasar por ella, aunque en el fondo abomine, como yo, este hórrido tumulto y vuelva los ojos con amor a aquellos serenos templos de la antigua sabiduría, cantados por Lucrecio:

Edita doctrina sapientum templa serena

M. MENÉNDEZ PELAYO

7 de junio de 1.882

A MENÉNDEZ PELAYO

PADRE Y Maestro: si el saber no fuera

la mejor gala de la estirpe humana,

de tu sabiduría sobrehumana

la suma gloria el mundo recibiera.

Cristiano y español, tu magisterio

hizo saber al Orbe, ese maravilla,

que, mientras suena el habla de Castilla,

nunca se pone el sol en nuestro Imperio.

Eras tú, cuando toda nuestra gloria

en tu obra ingente revivir supiste,

cuando del claro ayer fuiste el espejo...,

cuando dabas lecciones a la Historia...,

y eras tú ¡todo tú! cuando dijiste:

"Yo guardo con amor un libro viejo".

MANUEL MACHADO

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