IGLESIA CATÓLICA

 

La Iglesia, puesta en el mundo sin fundamentos humanos, después de haberle sacado del abismo de la corrupción, le sacó de la noche de la barbarie. Ella ha combatido siempre los combates del Señor; y habiendo sido en todos atribulada, ha salido en todos vencedora. Los herejes niegan su doctrina, y triunfa de los herejes; todas las pasiones humanas se rebelan contra su imperio, y triunfa de todas las pasiones humanas. El paganismo pelea con ella su último combate, y ella rinde a sus pies al paganismo. Emperadores y reyes la persiguen, y la ferocidad de sus verdugos es vencida por la constancia de sus mártires. Pelea sólo por su santa libertad y el mundo le da el imperio.

Bajo su imperio fecundísimo han florecido las ciencias, se han purificado las costumbres, se han perfeccionado las leyes y han crecido con rica y espontánea vegetación todas las grandes instituciones domésticas, políticas y sociales. Ella no ha tenido anatemas sino para los hombres impíos, para los pueblos rebeldes y para los reyes tiranos. Ha defendido la libertad, contra los reyes que aspiraron a convertir la autoridad en tiranía; y la autoridad, contra los pueblos que aspiraron a una emancipación absoluta; y contra todos, los derechos de Dios y la inviolabilidad de santos mandamientos. No hay verdad que la iglesia no haya proclamado, ni error a que no haya sido anatema. La libertad, en la verdad, ha sido para ella santa; y en el error, como en el error mismo, abominable; a sus ojos el error nace sin derechos y vive sin derechos, y por esta razón ha ido a buscarle, y a perseguirle, y a extirparle en lo más recóndito del entendimiento humano. Y esta perpetua ilegitimidad, y esa desnudez perpetua del error, así como ha sido un dogma religioso, ha sido también un dogma político, proclamado en todos los tiempos por todas las potestades del mundo. Todas han puesto fuera de discusión el principio en que descansan; todas han llamado error, y han despojado de toda legitimidad y de todo derecho al principio que le sirve de contraste. Todas se han declarado infalibles a sí propias en esa calificación suprema; y si no han condenado todos los errores políticos, no consiste esto en que la conciencia del género humano reconozca la legitimidad de ningún error, sino en que no ha reconocido nunca en las potestades humanas el privilegio de la infalibilidad en la calificación de los errores. Sólo el catolicismo ha dado una solución satisfactoria a este problema temeroso. El catolicismo enseña lo siguiente: " El hombre viene de Dios; el pecado, del hombre; la ignorancia y el error, como el dolor y la muerte, del pecado; la falibilidad, de la ignorancia; de la falibilidad, lo absurdo de las discusiones." Pero añade después:" El hombre fue redimido", lo cual si no significa que por el acto de la redención, y sin ningún esfuerzo suyo, salió de la esclavitud del pecado, significa, a lo menos, que por la redención adquirió la potestad de romper esas cadenas y de convertir la ignorancia, el error, el dolor y la muerte en medios de su santificación con el buen uso de la libertad, ennoblecida y restaurada. Para este fin instituyó Dios su Iglesia inmortal, impecable e infalible. La Iglesia representa la naturaleza humana sin pecado, tal como salió de las manos de Dios, llena de justicia original y de gracia santificante; por eso es infalible y por eso no está sometida a la muerte. Dios la ha puesto en la tierra para que el hombre ayudado de la gracia, que a nadie se niega, pueda hacerse digno de que se le aplique la sangre derramada por Él en el Calvario, sujetándose libremente a sus divinas inspiraciones. Con la fe vencerá su ignorancia; con su paciencia, el dolor y con su resignación la muerte; la muerte, el dolor y la ignorancia no existen sino para ser vencidas por la fe, por la resignación y por la paciencia. Síguese de aquí que sólo la Iglesia tiene el derecho de afirmar y de negar, y que no hay derecho fuera de ella para afirmar lo que ella niega, para negar lo que ella afirma.

La intolerancia doctrinal de la Iglesia ha salvado el mundo del caos. Fuera de cuestión la verdad política, la verdad doméstica, la verdad social y la verdad religiosa; verdades primitivas y santas, que no están sujetas a discusión, porque son el fundamento de todas las discusiones; verdades que no pueden ponerse en duda un momento, sin que en ese momento mismo el entendimiento oscile, perdido entre la verdad y el error, y se oscurezca y enturbie el clarísimo espejo de la razón humana. Eso sirve para explicar por qué, mientras que la sociedad emancipada de la Iglesia no ha hecho otra cosa sino perder el tiempo en disputas efímeras y estériles, que, teniendo su punto de partida en un absoluto escepticismo, no pueden dar por resultado sino un escepticismo completo. La Iglesia, y la Iglesia sola, ha tenido el santo privilegio de las discusiones fructosas y fecundas. La teoría cartesiana, según la cual la verdad sale de la duda, como Minerva de la cabeza de Júpiter, es contraria a aquella ley divina que preside al mismo tiempo a la generación de los cuerpos y a la de las ideas, en virtud de la cual los contrarios excluyen perpetuamente a sus contrarios, y los semejantes engendran siempre a los semejantes. En virtud de esta ley, la duda sale perpetuamente de la duda, y el escepticismo del escepticismo, como la verdad de la fe, y de la verdad la ciencia.

A la comprensión profunda de esta ley de la generación intelectual de las ideas se deben las maravillas de la civilización católica. A esta portentosa civilización se debe todo lo que admiramos y todo lo que vemos. Sus teólogos, aún considerados humanamente, afrentan a los filósofos modernos y a los filósofos antiguos; sus doctores causan pavor por la inmensidad de su ciencia; sus historiadores oscurecen a los de la antigüedad por su mirada generalizadora y comprensiva. La Ciudad de Dios, de San Agustín, es aún hoy día el libro más profundo de la Historia, que el genio iluminado por los resplandores católicos ha presentado a los atónitos ojos de los hombres. Las actas de sus concilios, dejando aparte la divina inspiración, son el monumento más acabado de la prudencia humana. Las leyes canónicas vencen en sabiduría a las romanas y a las feudales. ¿Quién vence en ciencia a Santo Tomás, en genio a San Agustín, en majestad a Bossuet, en fuerza San Pablo? ¿Quién es más poeta que Dante? ¿Quién iguala a Khakespeare? ¿Quién aventaja a Calderón? ¿Quién, como Rafael, puso jamás en el lienzo inspiración y vida? Poned a las gentes a la vista de las pirámides de Egipto, y os dirán: "Por aquí ha pasado una civilización grandiosa y bárbara.? Ponedlas a la vista a la vista de las estatuas griegas y de los templos griegos, y os dirán: "Por aquí ha pasado una civilización graciosa, efímera y brillante". "Ponedlas a la vista de un monumento romano, y os dirán: "Por aquí ha pasado un gran pueblo". Ponedlas a la vista de una catedral, y al ver tanta majestad unida a tanta belleza, tanta grandeza unida a tanto gusto, tanta gracia junta con una hermosura tan peregrina, tan severa unidad en tan rica variedad, tanta mesura junta con tanto atrevimiento, tanta morbidez en las piedras, y tanta suavidad e sus contornos, y tan pasmosa armonía entre el silencio y la luz, las sombras y los colores, os dirán: "Por aquí ha pasado el pueblo más grande de la Historia y la más portentosa de las civilizaciones humanas; ese pueblo ha debido de tener del egipcio lo grandioso, del griego lo brillante, del romano lo fuerte; y sobre lo fuerte, lo brillante y lo grandioso, algo que vale más que lo grandioso, lo fuerte y lo brillante: lo inmortal y lo perfecto".

Si se pasa de las ciencias, de las letras y de las artes al estudio de las instituciones de la Iglesia vivificó con su soplo, alimentó con su sustancia, mantuvo con su espíritu y abasteció con su ciencia, este nuevo espectáculo no ofrecerá menores maravillas y portentos. El catolicismo, que todo lo refiere y todo lo ordena a Dios, y que, refiriéndolo y ordenándolo a Dios todo, convierte la suprema libertad en elemento constitutivo del orden supremo, y la infinita variedad en elemento constitutivo de la unidad infinita, es por su naturaleza la religión de las asociaciones vigorosas, unidas todas entre sí por afinidades simpáticas. En el catolicismo el hombre no está solo nunca: para encontrar un hombre entregado a un aislamiento solitario y sombrío, personificación suprema del egoísmo y del orgullo, es necesario salir de los confines católicos.

En el inmenso círculo que describen esos confines inmensos, los hombres viven agrupados entre sí, y se agrupan obedeciendo el impulso de sus más nobles atracciones. Los grupos mismos entran los unos en los otros, y todos en uno más universal y comprensivo, dentro del cual se mueven anchamente, obedeciendo a la ley de una soberana armonía. El hijo nace y vive en la asociación doméstica, ese fundamento divino de las asociaciones humanas. Las familias se agrupan entre sí de una manera conforme a la ley de su origen, y agrupadas de esta manera, forman aquellos grupos superiores que llevan el nombre de clases; las diferentes clases se agrupan en diferentes funciones: unos cultivan las artes de la paz, otras las artes de la guerra; unas conquistan la gloria, otras administran la justicia y otras acrecientan la industria; y todas las clases ordenadas jerárquicamente entre sí, constituyen el Estado.

El mejor filósofo de la Historia de España del siglo XX, Manuel García Morente, con frases elocuentísimas hace una descripción inigualable, incomparable y única de la Historia de España, hace una descripción detallada e individualista que informa el talante del pueblo español, la agudeza psicológica de Morente ha llegado a una perfección no superada por ningún escritor anterior y posterior a él. "Porque, en efecto - dice -, tal es y ha sido siempre su tradición histórica. La hispanidad es consustancial con la religión cristiana"... Y admirado ante este hecho insólito en la historia universal, con entusiasmo lírico de español que ha recobrado la fe, hace una apología brillantísima de la espiritualidad y religiosidad española. "Los que por especial favor de la Providencia hemos nacido y vivido en esta vieja y amada piel de toro, al extremo occidente de Europa, o en las fabulosas tierras allende los mares, que la savia hispánica ha vivificado hasta el tuétanos, gozamos de un privilegio único en el orbe: el de que nuestra naturaleza nacional se identifique con nuestra espiritualidad religiosa. Español y católico son sinónimos. En ningún otro lugar de la tierra sucede otro tanto. Ya " sé que por desgracia se dan entre nosotros casos aislados de heterodoxos. Pero su heterodoxia es más aparente que real. Dentro de sus almas y oculta bajo montones de especiosos razonamientos e imágenes, sigue ardiendo - si que ellos se den cuenta - la fe tradicional del espíritu español, y bastará alguna profunda conmoción de la vida para romper la costra superficial de los sistemas ideológicos y sacar a plena luz del día "la honda palpitación de la fe inextinguible"..."el alma española es esencialmente católica".

"Europa, sin embargo, descristianizada, se ha ido tras el progreso técnico. La verdadera Europa es la Europa cristiana. La otra, la del alegre librepensamiento y la del ceñudo paganismo es una efímera degeneración. De ella sí que puede decirse "que tiene sus días contados". Y que quedarán sepultados en el olvido los episodios filosóficos y sociales de estos últimos siglos, que tan revueltos y en desorden han traídos a las sociedades de los últimos siglos.

La Iglesia espera. Tiene ante sí la eternidad. Y su esperanza no ha de tardar mucho en verse superabundantemente satisfecha. España también espera. Y puede esperar con firme confianza en el porvenir. Se ha jugado su vida histórica a la buena carta. Se ha vinculado inquebrantablemente con Cristo. Y Cristo, siempre es, a la postre el que triunfa, gane quien gane. Y para triunfar con Cristo, España no necesita más que desenvolverse tranquilamente desde los senos de su más auténtica personalidad. Sin prisas ni demoras, pero con el tesón del cristiano verdadero que lleva en su alma la fecunda paz del justo. Medio mundo es ya nuestro hermano de raza, de sangre y de creencia. Mantengámonos estrechamente unidos, por una parte, con la Iglesia de Cristo, y por otra parte, con ese "mundo común", de las naciones hispánicas, retoño de nuestra savia secular. A la Iglesia de Cristo nos une la definición misma de nuestra esencia, que desde hace mil quinientos años se afirma como servicio de Cristo y de su Iglesia. Con nuestros hermanos de América nos une la sangre, el idioma, y, sobre todo, la religión. No olvidemos que si esos hermanos de Ultramar tienen allá en su lejano Continente problemas distintos de los nuestros, formas políticas distintas de las nuestras y para nosotros siempre respetables, tienen, empero, algo que, por encima de todo lo diferente, nos aprieta en vínculo estrechísimo: la hispanidad, la esencia personal del caballero cristiano, la sustancia colectiva de una misma fe en el destino eterno y trascendente de las criaturas. La unidad religiosa es el lazo más sólido que podemos apretar entre los dispersos miembros de la hispanidad. Cultivémoslo con amor y con celoso empeño. Si algún día lograsen todas las jóvenes generaciones hispánicas de acá y de allá asirse unas a otras por las manos, para iniciar juntas la ascensión de la cristiandad ecuménica a los cielos bajo la custodia de la Iglesia orante y militante, ese día habríase inaugurado un nuevo período de gloria y esplendor en la historia temporal del caballero cristiano".

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