América es la obra clásica de España.
América
es ayer; pero ayer es, para la historia, el lapso de cuatro siglos y medio
que nos separan de su descubrimiento. Y no obstante la emoción histórica de
este momento en que un continente vastísimo surge de entre mares inmensos,
cabeza y pies adentrados en los polos opuestos de la tierra, poblado por razas
desconocidas, con sus mil lenguas y sus dioses incontables, con climas que
corren desde la zona tórrida a los hielos polares; esta emoción, digo, y el
ideal que de ella pudo nacer, ya no hace vibrar el alma del mundo. Es que
el mundo, egoísta, ha preferido echarse sobre las Américas con ansia de mercader
-iba a decir con hambre de Sancho- y no a sopesar y encauzar, con alma hidalga,
los valores espirituales del magno acontecimiento.
Este es el fondo único de todos los problemas del americanismo: el concepto
materialista o espiritualista de la vida y de la historia. Tal vez la humanidad
hubiese cantado con mejor plectro el hecho inmortal, si no hubiera sido España,
la entonces envidiada y temida, hoy la cenicienta de Europa, la que arrancó
al Atlántico sus seculares secretos. Quizá hubiera sido mayor la gloria, para
las Américas y para la historia, si no se hubiese torcido el movimiento inicial
de la conquista, espiritualista ante todo.
Y, no obstante, el hecho está ahí, el más trascendental de la historia; y
ésta pide una interpretación y una aplicación legítima del hecho. Porque "la
mayor cosa después de la creación del mundo -le decía Gomara a Carlos V- sacando
la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de las Indias".
Colón, descubriendo las de Occidente, y Vasco de Gama, las de Oriente, son
los dos brazos que tendió Iberia sobre el mar, con los que ciñó toda la redondez
del globo. "El mundo es mío, pudo decir el hombre, con todas sus tierras,
sus tesoros y sus misterios; y este mundo que Dios crió y redimió, yo lo he
de devolver a Dios." Este fue el hecho y éste debió ser el ideal. La
grandeza del hecho la cantaba Camoens, cuando decía:
Del Tajo a China el portugués impera,
De un polo al otro el castellano boga,
Y ambos extremos de la terrestre esfera
Dependen de Sevilla o de Lisboa.
El ideal lo proclamaba la gran Isabel la Católica en su lecho de muerte, cuando
dictaba al escribano real testamento. "Atraer los pueblos de Indias y
convertirlos a la santa fe católica." Nuestro gran Lope pondrá más tarde
este doble ideal en boca del conquistador de Méjico:
Al rey, infinitas tierras,
A Dios, infinitas almas.
Dejemos a los hermanos de Portugal sus legítimas glorias. A España le corresponde
la mayor y la mejor, porque Colón fue el adelantado de los mares, a quien
siguió la pléyade de navegantes a él posteriores, y porque les arrancó el
más rico de los mundos. Y esta gloria de Colón es la gloria de España, porque
España y Colón están como consustanciados en el momento inicial del hallazgo
de las Américas, y porque, cuando el genio del gran navegante terminó su misión
de descubridor, España siguió, un siglo tras otro, la obra de la conquista
material y moral del Nuevo Mundo.
¡Excelsos destinos los de España en la historia, señores! Dios quiso probarla
con el hierro y el fuego de la invasión sarracena; ocho siglos fue el baluarte
cuya resistencia salvó la cristiandad de Europa; y Dios premió el esfuerzo
gigante dando a nuestro pueblo un alma recia, fortalecida en la lucha, fundida
en el troquel de un ideal único, con el temple que da al espíritu el sobrenaturalismo
cristiano profesado como ley de la vida y de la historia patria. El mismo
año en que terminaba en Granada la reconquista del solar patrio, daba España
el gran salto transoceánico y empalmaba la más heroica de las reconquistas
con la conquista más trascendental de la historia.
Ningún pueblo mejor preparado que el español. La convivencia con árabes y
judíos había llevado las ciencias geodésicas y náutica a un esplendor extraordinario,
hasta el punto de que las naciones del norte de Europa mandaban sus navegantes
a España para aprender en instituciones como el colegio de cómitres y la universidad
de los mareantes, de Sevilla. Libre España de la pesadilla del sarraceno,
sabia en el arte de correr mares, situada en la punta occidental de Europa,
con una reina que encarnaba todas las virtudes de la raza: fe, valor, espíritu
de proselitismo cristiano, recibe la visita de Colón, desahuciado en Génova
y Portugal. Y España, que podía haber dedicado su esfuerzo a restrañar sus
heridas y a reconstruir su rota hacienda y reorganizar los cuadros de sus
instituciones civiles y políticas, oye a Colón, cree en sus ensueños, que
otra cosa no eran cuando emprendió su primera ruta, fleta sus famosas carabelas
y envía sus hombres a que rasguen, con su pecho de bronce, las tinieblas del
Atlántico. Y hoy se cumplen cuatrocientos cuarenta y dos años desde que las
proas de las naves españolas besaban, en nombre de España, esta tierra virgen
de América. Tendido quedaba el puente entre ambos continentes.
América es obra de España por derecho de invención. Colón, sin España, es
genio sin alas. Sólo España pudo incubar y dar vida al pensamiento del gran
navegante, que luchó con nosotros en Granada; a quien ampararon los Medinaceli,
a quien alentó, en la Rábida, el padre Marchena, a quien dispensó eficaz protección
mi insigne predecesor el gran cardenal Mendoza, que halló un corazón como
el de Isabel y hombres bravos para saltar de Palos a San Salvador. Sin España
no hubiese pasado de sueño de poeta o de remembranza de una vieja tradición
la palabra de Séneca: "Algunos siglos más, y el océano abrirá sus barreras:
una vasta comarca será descubierta, un nuevo mundo aparecerá al otro lado
de los mares, y Tule no será el límite del universo."
Al descubrimiento sigue la conquista. Cuando se funda -ha dicho alguien- no
se sabe lo que se funda. Cuando España, el día del Pilar de 1492, aborda en
las playas de San Salvador, no sabe que tiene a uno y otro lado de sus naves
diez mil kilómetros de costa y un continente con 40.000.000 de kilómetros
cuadrados. Ignora que lo pueblan millones de seres humanos, partidos en cien
castas, con una manigua de idiomas más distintos entre sí que los más diversos
idiomas de Europa. No sabe que la antropofágia, la sodomía, los sacrificios
humanos, son las grandes lacras de aztecas y pieles rojas, caribes y guaraníes,
quechuas, araucanos y diaguitas. No importa: España es pródiga, no cicatera;
tiene el ideal a la altura de su pensamiento cristiano; no mide sus empresas
por sus ventajas, y se lanzará, con toda su alma, a la conquista del nuevo
mundo.
Imposible hablar de la conquista y colonización de América. Una epopeya de
tres siglos no cabe en una frase; y la obra de España en América es más que
una epopeya: es una creación inmensa, en la que no se sabe qué admirar más,
si el genio militar de unos capitanes que, como Cortés, conquistan con un
puñado de irregulares un imperio como Europa, o el espíritu de abnegación
con que Pizarro, el porquerizo extremeño, vencido por la calentura, traza
con su puñal una línea y les dice a sus soldados que quieren disuadirle de
la conquista: "De esta raya para arriba está la comodidad y el Panamá;
para abajo, están las hambres y los sufrimientos, pero al fin, el Perú";
o el valor invicto de aquellos pocos españoles que sojuzgan a los indios del
Plata, "altos como jayanes -dice la historia-, tan ligeros que, yendo
a pie, cogen un venado, que comen carne humana y viven ciento cincuenta años",
fundando la ciudad de Santa María del Buen Aire, hoy la Buenos Aires excelsa;
o el celo de obispos y misioneros que abren la dura alma de aquellos salvajes
e inoculan en ella la santa suavidad del Evangelio; o el genio de la agricultura,
que aclimata en estas tierras las plantas alimenticias de Europa, que llevarán
la regeneración fisiológica a aquellas razas y que hoy son la mayor riqueza
del mundo; o el afán de cultura que sembró de escuelas y universidades estos
países y que hacía llenar de libros las bodegas de nuestros buques; o aquel
profundo espíritu, saturado de humanidad y caridad cristiana, que con el consejo
de Indias, año tras año, elaboró ese código inmortal de las llamadas leyes
de Indias, de las que puede decirse que nunca, en ninguna legislación, rayó
tan alto el sentido de justicia, ni se hermanó tan bellamente con el de la
utilidad social del pueblo conquistado.
Se ha acusado a España de codicia en la obra de la conquista: Auri rabida
sitis -decía en frase exagerada Pedro Mártir- a cultura hispanos avertit.
España, no; muchos españoles, sí, vinieron a las Américas tras el cebo del
oro; como acá vinieron muchos extranjeros mezclados con las expediciones españolas;
como muchos otros, piratas, para quienes era mucho más cómodo desvalijar los
galeones que regresaban a España con el botín. Pero el oro vino más tarde;
antes tuvieron que pasar los españoles por la dura prueba de la miseria y
del clima tropical que los diezmaba.
¡Que los españoles fueron crueles! Muchos lo fueron, sin duda; pero ved que
la dureza del soldado, lejos de su patria y ante ingentes masas de indígenas,
había de suplir el número y las armas de que carecía. Y ved que la primera
sangre derramada sobre aquella tierra virgen es la de los treinta y nueve
españoles de la Santa María, primeros colonos de América, sacrificados por
los indios en la Española.
La obra de España en América está hoy por encima de las exageraciones domésticas
de Las Casas y de las cicaterías de la envidia extranjera. Es inútil, ni cabe
en un discurso, reducir a estadísticas lo que acá se hizo, en poco más de
un siglo, en todos los órdenes de la civilización. Al esfuerzo español, surgieron,
como por ensalmo, las ciudades, desde Méjico a Tierra del Fuego, con la típica
plaza española y el templo, rematado en cruz, que dominaba los poblados. Fundáronse
universidades, que llegaron a ser famosas, en Méjico y Perú, en Santa Fe de
Bogotá, en Lima y en Córdoba de Tucumán, que atraía a la juventud del Rió
de la Plata. Con la ciencia florecían las artes; la arquitectura reproduce
la forma meridional de nuestras construcciones, pero recibe la impresión del
genio de la raza nueva; y el gótico, el mudéjar, el plateresco y el barroco
de Castilla, León y Extremadura, logran un aire indígena al transplantarse
a las florecientes ciudades del Nuevo Mundo. La pintura y la escultura florecen
en Méjico y Quito, formando escuela; trabajan los pintores españoles para
las iglesias de América, y particulares opulentos legan sus colecciones de
cuadros a las ciudades americanas. Fomentan la expansión de la cultura la
sabia administración de virreyes y obispos, las audiencias, castillo roquero
de la justicia cristiana, los cabildos y encomiendas, que forman paulatinamente
un pueblo que es un trasunto del pueblo colonizador.
Porque ésta es la característica de la obra de España en América: darse toda
y darlo todo, haciendo sacrificios inmensos que tal vez trunquen en los siglos
futuros su propia historia para que los pueblos aborígenes se den todos y
lo den todo a España; resultando de este sacrificio mutuo una España nueva,
con la misma alma de la vieja España, pero con distinto sello y matiz en cada
una de las grandes demarcaciones territoriales. Yo no sé si os habéis fijado
en esas rollizas matronas que nos legó el arte del Renacimiento y que representan
la virtud de la caridad; al aire los senos opulentos, de los que cuelgan mofletudos
rorros, mientras otros, a los pies de la madre o asomando por encima de sus
hombros, aguardan su turno para chupar el dulce néctar. Es España, que hizo
más que ninguna madre, porque engendró y nutrió, para la civilización y para
Dios, a veinte naciones mellizas, que no la dejaron ni las dejó hasta que
ellas lograron vida opulenta y ella quedó exangüe.
Porque la obra de España ha sido, más que de plasmación, como el artista lo
hace con su obra, de verdadera fusión, para que ni España pudiese ya vivir
en lo futuro sin sus Américas ni las naciones americanas pudiesen, aun queriendo,
arrancar la huella profunda que la madre les dejó al besarlas, porque fue
un beso de tres siglos, con el que transfundió su propia alma.
Fusión de sangre, porque España hizo con los aborígenes lo que ninguna nación
del mundo hiciera con los pueblos conquistados: cohibir el embarque de españolas
solteras para que el español casara con mujeres indígenas, naciendo así la
raza criolla, en la que, como Garcilaso de la Vega, tipo representativo del
nuevo pueblo que surgía en estos países vírgenes, la robustez del alma española
levantaba a su nivel a la débil raza india. Y el español, que en su propio
solar negó a judíos y árabes la púrpura brillante de su sangre, no tuvo empacho
en amasarla con la sangre india, para que la vida nueva de América fuera,
con toda la fuerza de la palabra, vida hispanoamericana. Ved la distancia
que separa a España de los sajones y a los indios de Sudamérica de los pieles
rojas.
Fusión de lengua en esta labor pacientísima con que los misioneros ponían
en el alma y en los labios de los indígenas el habla castellana, y absorbían,
al mismo tiempo -sobre todo de labios de los niños de las doctrinas-, el abstruso
vocabulario de cerca de doscientas, no lenguas, sino ramas de lenguas que
se hablaban en el vastísimo continente. Gramáticas, diccionarios, doctrinas,
confesonarios y sermonarios, elaborados con amor de madre y paciencia benedictina,
fueron la llave que franqueó a los españoles el secreto de las razas aborígenes
y que permitió a éstas entrar en el alma de la madre España. Y paulatinamente
se hizo el milagro de una Babel a la inversa, trocándose un pueblo de mil
lenguas en una tierra que, valiéndome de la frase bíblica, no tenía más que
un labio y una lengua, en la que se entendieron todos. Era la lengua ubérrima,
dulce, clara y fuerte de Castilla.
Con la fusión de lengua vino la fusión, mejor, la transfusión de la religión.
Porque el español, hasta el aventurero, llevaba a Jesucristo en el fondo de
su alma y en la médula de su vida, y era por naturaleza un apóstol de su fe.
Se ha dicho que el conquistador español, mostrando al indio con la izquierda
un crucifijo y blandiendo en su diestra una espada le decía: "Cree o
muere." ¡Mentira! Eso puede denunciar un abuso, no un sistema. La palabra
cálida de los misioneros, su celo encendido y sus trazas divinas, su amor
inexhausto a los pobres indios fueron, con la gracia, los que arrancaron al
alma india de sus supersticiones horribles y la pusieron a los pies del Dios
crucificado.
Y a todo esto siguió la transfusión del ideal: el ideal personal del hombre
libre, que no se ha hecho para ser sacrificado ante ningún hombre, ni siquiera
ante ningún dios, sino que se vale de su libertad para hacer de sí mismo un
dios, por la imitación del hombre-Dios. Y el ideal social, que consiste en
armonizarlo todo alrededor de Dios, el super omnia Deus, para producir en
el mundo el orden y el bienestar y ayudar al hombre a la conquista de Dios.
Esto es la suma de la civilización, y esto es lo que hizo España en estas
Indias. Hizo más que Roma al conquistar su vasto imperio, porque Roma hizo
pueblos esclavos, y España les dio la verdadera libertad. Roma dividió el
mundo en romanos y bárbaros; España hizo surgir un mundo de hombres a quienes
nuestros reyes llamaron hijos y hermanos. Roma levantó un panteón para honrar
a los ídolos del imperio; España hizo del panteón horrible de esta América
un templo al único Dios verdadero. Si Roma fue el pueblo de las construcciones
ingentes, obra de romanos hicieron los españoles y rutas y puentes que, al
decir de un inglés hablando de las rutas andinas, compiten con las modernas
de San Gotardo; y si Roma pudo concentrar en sus códigos la luz del derecho
natural, España dictó este cuerpo de las seis mil leyes de Indias, monumento
de justicia cristiana en que compite la grandeza del genio con el corazón
inmenso del legislador.
Tal es la América que hizo España; una extensión de su propio ser, lograda
con el esfuerzo más grande que ha conocido la historia: Nueva España, Nueva
Granada, Nueva Extremadura, Nueva Andalucía, Nuevo Toledo, son la réplica,
aquende el Atlántico, de la España vieja, su verdadera madre. Y a tal punto
llegó el amor de esta madre, que, como dice un historiador francés, todo su
afán fue modificar sus leyes con el designio de hacer a sus nuevos vasallos
más felices que a los propios españoles.
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