Los primeros franciscanos de México
Prólogo
del Evangelio en México (1519, 1523)
Preparativos
de la primera expedición franciscana
La
Instrucción del P. Quiñones (1523)
Llegada
a México de los Doce (1524)
Primeros
diálogos y predicaciones
Hermanos
pobres de los indios
Lengua,
catequesis y libros
Administración
de los sacramentos
Construcción
de templos
Alzamiento
de cruces
Escuelas
cristianas
Conflictos
entre frailes y civiles
Tolerancia
con los indios
Tolerancia
con los españoles
La
conversión de los indios fue verdadera
Fray
Martín de Valencia (1474-1534)
Fray
Toribio de Benavente, Motolinía (1490-1569)
Fray
Pedro de Gante (+1572)
Fray
Andrés de Olmos (+1571)
Fray
Bernardino de Sahagún (+1590)
Fray
Gerónimo de Mendieta (1525-1604)
Apostolado
de santidad
Prólogo
del Evangelio en México (1519, 1523)
Durante
la entrada en México, acompañaron a las tropas el mercedario Bartolomé de
Olmedo, capellán de Cortés, el clérigo Juan Díaz, que fue cronista, después
otro mercedario, Juan de las Varillas, y dos franciscanos, fray Pedro Melgarejo
y fray Diego Altamirano, primo de Cortés (Ricard, Conquista cp.1). Todos ellos
fueron capellanes castrenses, al servicio pastoral de los soldados, de modo que
el primer anuncio del Evangelio a los indios fue realizado más bien por el
mismo Cortés y sus capitanes y soldados, aunque fuera en forma muy elemental,
mientras llegaban frailes misioneros.
Por
esos años, de varios reinos europeos, muchos religiosos se dirigieron a España
con el fin de conseguir del Emperador licencia para pasar a las Indias. Tres
franciscanos flamencos consiguieron ir a América en 1523 con licencia del
Emperador, aunque sin misión del Papa: fray Juan de Tecto (Johann Dekkers),
guardián del convento de Gante, fray Juan de Aora (Johann van den Auwera), y el
hermano lego Pedro de Gante (Peter van der Moere), pariente de Carlos I. El
empeño evangelizador de estos tres franciscanos, según lo describe Diego Muñoz
Camargo, es conmovedor:
«Diremos
de la grande admiración que los naturales tuvieron cuando vinieron estos
religiosos, y cómo comenzaron a predicar el Santísimo y sagrado Evangelio de
Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Como no sabían la lengua, no decía sino
que en el infierno, señalando la parte baja de la tierra con la mano, había
fuego, sapos y culebras; y acabando de decir esto, elevaban los ojos al cielo,
diciendo que un solo Dios estaba arriba, asimismo, apuntando con la mano. Lo
cual decían siempre en los mercados y donde había junta y congregación de
gentes. No sabían decir otras palabras [para] que los naturales les
entendiesen, sino era por señas. Cuando estas cosas decían y predicaban, el uno
de ellos, que era un venerable viejo calvo, estaba en la fuerza del sol de
mediodía con espíritu de Dios enseñando, y con celo de caridad diciendo estas
cosas, y a media noche [continuaba diciendo] en muy altas voces que se
convirtiesen a Dios y dejasen las idolatrías. Cuando predicaban estas cosas
decían los señores caciques: «¿Qué han estos pobres miserables? Mirad si tienen
hambre y, si han menester algo, dadles de comer». Otros decían: «Estos pobres
deben de ser enfermos o estar locos... Dejadlos estar y que pasen su enfermedad
como pudieren. No les hagáis mal, que al cabo éstos y los demás han de morir de
esta enfermedad de locura»» (Hª Tlaxcala I,20).
Éste
fue el humilde principio del Evangelio en México. De estos tres primeros
franciscanos flamencos, Juan de Tecto y Juan de Aora murieron en la fracasada
expedición de Cortés a Honduras. Tecto habría muerto de hambre, según Mendieta,
«arrimándose a un árbol de pura flaqueza»; y Aora, a los pocos días de su
regreso a México. Fray Pedro de Gante, como veremos, había quedado en Texcoco
aprendiendo la lengua.
Con
intención de pasar a las Indias vinieron a España otros dos franciscanos de
gran categoría humana y religiosa: el flamenco fray Juan Clapión, que había
sido confesor del Emperador, y fray Francisco de los Angeles (Quiñones de
apellido), más tarde Cardenal Quiñones, hermano del conde de Luna. León X les
había dado amplias facultades (Bula 25-4-1521) para predicar, bautizar,
confesar, absolver de excomunión, etc. (Mendieta IV,4). Muerto el Papa, su
sucesor Adriano VI, que había sido maestro del Emperador, confirma lo dispuesto
por su antecesor (Bula 9-5-1522). Y con esto, el Emperador decide que sean
franciscanos los primeros misioneros de la Nueva España.
No
pudieron cumplir sus deseos ni fray Juan Clapión, que murió, ni el P. Quiñones,
que fue elegido en 1523 General de la orden franciscana. Pero éste -todo es
providencial-, lo primero que hizo fue poner un extraordinario cuidado en
elegir Doce apóstoles para la expedición que ya estaba decidida.
Preparativos
de la primera expedición franciscana
El
P. General eligió como cabeza de la misión a fray Martín de Valencia, superior
de la provincia franciscana de San Gabriel, muy distinguida por el fervor
espiritual con que guardaban la Regla de San Francisco. Según Mendieta,
«contentóle en este varón de Dios la madurez de su edad, la gravedad y
serenidad de su rostro, la aspereza de su hábito, junto con el desprecio que
mostraba de sí mismo, la reportación de sus palabras, y sobre todo, el espíritu
de dentro le decía: "éste es el que buscas y has menester"; porque
realmente en aquél, sobre tantos y tan excelentes varones, se le representó el
retrato del espíritu ferviente de San Francisco» (IV,5).
Con
la venia del Emperador, el P. Quiñones mandó a fray Martín, en un capítulo
reunido en Belvis, que eligiera bien unos compañeros y pasara a evangelizar los
indios de la Nueva España. Los Doce apóstoles, conducidos por fray Martín de
Valencia, fueron éstos: Francisco de Soto, Martín de Jesús (o de la Coruña),
Juan Suárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente (Motolinía),
García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas, Francisco Jiménez, y los
frailes legos Andrés de Córdoba y Juan de Palos.
La
Instrucción del P. Quiñones (1523)
Reunidos
los Doce, el P. General quiso verles y hablarles a todos ellos, y darles una
Instrucción escrita para que por ella fielmente se rigiesen. Este documento,
que como dice Trueba (Doce 23) es la Carta Magna de la civilización mexicana,
merece ser transcrito aquí, aunque sea en forma extractada:
«Porque
en esta tierra de la Nueva España, siendo por el demonio y carne vendimiada,
Cristo no goza de las almas que con su sangre compró, me pareció que pues a
Cristo allí no le faltaban injurias, no era razón que a mí me faltase
sentimiento de ellas. Y sintiendo esto, y siguiendo las pisadas de nuestro padre
San Francisco, acordé enviaros a aquellas partes, mandando en virtud de santa
obediencia que aceptéis este trabajoso peregrinaje».
Les
recuerda, en primer lugar, que los santos Apóstoles anduvieron «por el mundo
predicando la fe con mucha pobreza y trabajos, levantando la bandera de la Cruz
en partes extrañas, en cuya demanda perdieron la vida con mucha alegría por
amor de Dios y del prójimo, sabiendo que en estos dos mandamientos se encierra
toda la ley y los profetas».
Les
pide que, en situación tan nueva y difícil, no se compliquen con nimiedades:
«Vuestro cuidado no ha de ser aguardar ceremonias ni ordenaciones, sino en la
guarda del Evangelio y Regla que prometisteis... Pues vais a plantar el
Evangelio en los corazones de aquellos infieles, mirad que vuestra vida y
conversación no se aparten de él» (Mendieta III,9).
Los
Doce estuvieron el mes de octubre de 1523 reunidos con el General de la orden,
en el convento de Santa María de los Angeles. El día 30 les dió éste la patente
y obediencia con que habían de partir. Y allí les abre otra vez su corazón:
«Entre los continuos trabajos que ocupan mi entendimiento, principalmente me
solicita y acongoja de cómo por medio vuestro, carísimos hermanos, procure yo
librar de la cabeza del dragón infernal las almas redimidas por la preciosísima
sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y hacerlas que militen debajo de la bandera
de la Cruz, y que abajen y metan el cuello bajo el dulce yugo de Cristo».
Los
frailes han de ir «a la viña, no alquilados por algún precio, como otros, sino
como verdaderos hijos de tan gran Padre, buscando no vuestras propias cosas,
sino las que son de Jesucristo [+Flp 2,21], el cual deseó ser hecho el último y
el menor de los hombres, y quiso que vosotros sus verdaderos hijos fuéseis
últimos, acoceando la gloria del mundo, abatidos por vileza, poseyendo la muy
alta pobreza, y siendo tales que el mundo os tuviese en escarnio y vuestra vida
juzgasen por locura, y vuestro fin sin honra: para que así, hechos locos al
mundo convirtiéseis a ese mismo mundo con la locura de la predicación. Y no os
turbéis porque no sois alquilados por precio, sino enviados más bien sin
promesa de soldada» (ib.).
Y
así fue, efectivamente, en pobreza y humildad, en Cruz y alegría, en amor
desinteresado y pleno, hasta la pérdida de la propia vida, como los Doce fueron
a México a predicar a Cristo, y formaron allí «la custodia del Santo
Evangelio».
Llegada
a México de los Doce (1524)
En
1524, los Doce apóstoles franciscanos partieron de San Lúcar de Barrameda, el
25 de enero, alcanzaron Puerto Rico en veintisiete días de navegación, se
detuvieron seis semanas en Santo Domingo, y llegaron a San Juan de Ulúa, junto
a Veracruz, puerta de México, el 13 de mayo.
Cuenta
Bernal Díaz del Castillo (cp.171) que, en cuanto supo Cortés que los
franciscanos estaban en el puerto de Veracruz, mandó que por donde viniesen
barrieran los caminos, y los fueran recibiendo con campanas, cruces, velas
encendidas y mucho acatamiento, de rodillas y besándoles las manos y los
hábitos. Los frailes, sin querer recibir mucho regalo, se pusieron en marcha
hacia México a pie y descalzos, a su estilo propio. Descansaron en Tlaxcala,
donde se maravillaron de ver en el mercado tanta gente, y, desconociendo la
lengua, por señas indicaban el cielo, dándoles a entender que ellos venían a
mostrar el camino que a él conduce.
Los
indios, que habían sido prevenidos para recibir a tan preclaros personajes, y
que estaban acostumbrados a la militar arrogancia de los españoles, no salían
de su asombro al ver a aquel grupo de miserables, tan afables y humildes. Y al
comentarlo, repetían la palabra motolinía, hasta que el padre Toribio de
Benavente preguntó por su significado. Le dijeron que quiere decir pobre. Y
desde entonces fray Toribio tomó para siempre el nombre de Motolinía (Mendieta
III,12).
Ya
cerca de México, como vimos, Hernán Cortes salió a recibirles con la mayor
solemnidad. Y los indios se admiraban sobremanera al ver a los españoles más
grandes y poderosos besando de rodillas los hábitos y honrando con tanta
reverencia a aquellos otros tan pequeños y miserables, que venían, como dice
Bernal, «descalzos y flacos, y los hábitos rotos, y no llevaron caballos sino a
pie, y muy amarillos». Y añade que desde entonces «tomaron ejemplo todos los
indios, que cuando ahora vienen religiosos les hacen aquellos recibimientos y
acatos» (cp.171). Esta entrada de los Doce en México, el 17 de junio de 1524,
fue una fecha tan memorable para los indios que, según cuenta Motolinía, a ella
se refieren diciendo «el año que vino nuestro Señor; el año que vino la fe»
(Historia III,1, 287).
Primeros
diálogos y predicaciones
Hace
no mucho se ha conocido un códice de la Biblioteca Vaticana, el Libro de los
coloquios y la doctrina cristiana, compuesto en náhuatl y castellano por Bernardino
de Sahagún, en el que se refieren «todas las pláticas, confabulaciones y
sermones que hubo entre los Doce religiosos y los principales, y señores y
sátrapas de los indios, hasta que se rindieron a la fe de nuestro Señor
Jesucristo y pidieron con gran insistencia ser bautizados» (Gómez Canedo,
Pioneros 65-70). Estas conversaciones se produjeron en 1524, «luego como
llegaron a México», según Mendieta. Y el encuentro se planteó no como un
monólogo de los franciscanos, sino como un diálogo en el que todos hablaban y
todos escuchaban.
El
Libro constaba de treinta capítulos, y de él se conservan hoy catorce. En los
capítulos 1-5 se recoge la exposición primera de la fe en Dios, en Cristo y en
la Iglesia, así como la vanidad total de los ídolos. La respuesta de los indios
principales, 6-7, fue extremadamente cortés: «Señores nuestros, seáis muy bien
venidos; gozamos de vuestra venida, todos somos vuestros siervos, todo nos
parece cosa celestial»... En cuanto al nuevo mensaje religioso «nosotros, que
somos bajos y de poco saber, ¿qué podemos decir?...No nos parece cosa justa que
las costumbres y ritos que nuestros antepasados nos dejaron, tuvieron por
buenas y guardaron, nosotros, con liviandad, las desamparemos y destruyamos».
Informados
los sacerdotes aztecas, hubo en seguida otra reunión, en la que uno de los
«sátrapas», después de manifestar admiración suma por «las celestiales y
divinas palabras» traídas por los frailes en las Escrituras, y tras mostrarse
anonadado por el temor de provocar la ira del Señor si rechazaban el mensaje de
«aquél que nos dio el ser, nuestro Señor, por quien somos y vivimos», aseguró
que sería locura abandonar las leyes y costumbres de los antepasados: «Mirad
que no incurramos en la ira de nuestros dioses, mirad que no se levante contra
nosotros le gente popular si les dijéramos que no son dioses los que hasta aquí
siempre han tenido por tales». Lo que los frailes les han expuesto, en modo
alguno les ha persuadido. «De una manera sentimos todos: que basta haber
perdido, basta que nos han tomado la potencia y jurisdicción real. En lo que
toca a nuestros dioses, antes moriremos que dejar su servicio y adoración».
Hablaban así con gran pena, pero con toda sinceridad.
Tras
esta declaración patética, los misioneros reiteran sus argumentos. Y al día
siguiente, capítulos 9-14, hicieron una exposición positiva de la doctrina
bíblica. De lo que sigue, sólo se conservan los títulos. El 26 contiene «la
plática que los señores y sátrapas hicieron delante de los Doce, dándoles a
entender que estaban satisfechos de todo lo que habían oído, y que les agradaba
mucho la ley de nuestro señor Dios». Finalmente, se llegó a los bautismos y
matrimonios «después de haber bien examinado cuáles eran sus verdaderas
mujeres». Y a continuación los frailes «se despidieron de los bautizados para
ir a predicar a las otras provincias de la Nueva España». Este debió ser el
esquema general de las evangelizaciones posteriores.
Después
de esto los Doce, con algun franciscano que ya vino antes, se reunieron
presididos por fray Martín de Valencia, que fue confirmado como custodio.
Primero de todo hicieron un retiro de oración durante quince días, pidiendo al
Señor ayuda «para comenzar a desmontar aquella su tan amplísima viña llena de
espinas, abrojos y malezas», y finalmente decidieron repartirse en cuatro
centros: México, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo (III,14).
Hermanos
pobres de los indios
Estos
frailes, sin la dura arrogancia de los primeros conquistadores, se ganaron el
afecto y la confianza de los indios. En efecto, los indios veían con admiración
el modo de vivir de los frailes: descalzos, con un viejo sayal, durmiendo sobre
un petate, comiendo como ellos su tortilla de maíz y chile, viviendo en casas
bajas y pobres. Veían también su honestidad, su laboriosidad infatigable, el
trato a un tiempo firme y amoroso que tenían con ellos, los trabajos que se
tomaban por enseñarles, y también por defenderles de aquellos españoles que les
hacían agravios.
Con
todo esto, según dice Motolinía, los indios llegaron a querer tanto a sus
frailes que al obispo Ramírez, presidente de la excelente II Audiencia, le
pidieron que no les diesen otros «sino los de San Francisco, porque los
conocían y amaban, y eran de ellos amados». Y cuando él les preguntó la causa,
respondieron: «Porque éstos andan pobres y descalzos como nosotros, comen de lo
que nosotros, asiéntanse entre nosotros, conversan entre nosotros mansamente».
Y se dieron casos en que, teniendo los frailes que dejar un lugar, iban
llorando los indios a decirles: «Que si se iban y los dejaban, que también
ellos dejarían sus casas y se irían tras ellos; y de hecho lo hacían y se iban
tras los frailes. Esto yo lo vi por mis ojos» (III,4, 323).
Nunca
aceptaron ser obispos cuando les fue ofrecido, «aunque en esto hay diversos pareceres
en si acertaron o no», pues, como dice Motolinía, «para esta nueva tierra y
entre esta humilde generación convenía mucho que fueran obispos como en la
primitiva Iglesia, pobres y humildes, que no buscaran rentas sino ánimas, ni
fuera menester llevar tras sí más de su pontifical, y que los indios no vieran
obispos regalados, vestidos de camisas delgadas y dormir en sábanas y
colchones, y vestirse de muelles vestiduras, porque los que tienen ánimas a su
cargo han de imitar a Jesucristo en humildad y pobreza, y traer su cruz a
cuestas y desear morir en ella» (III,4, 324).
A
la hora de comer iban los frailes al mercado, a pedir por amor de Dios algo de
comer, y eso comían. Tampoco quisieron beber vino, que venía entonces de España
y era caro. Ropa apenas tenían otra que la que llevaban puesta, y como no
encontraban allí sayal ni lana para remendar la que trajeron de España, que se
iba cayendo a pedazos, acudieron al expediente de pedir a las indias que les
deshiciesen los hábitos viejos, cardasen e hilasen la lana, y tejieran otros
nuevos, que tiñieron de azul por ser el tinte más común que había entre los
indios.
Lengua,
catequesis y libros
Lo
primero era aprender la lengua, pues sin esto apenas era posible la educación y
la evangelización de los indios. Y en esto los mismos niños les ayudaron mucho
a los frailes, pues éstos, refiere Mendieta, «dejando a ratos la gravedad de
sus personas, se ponían a jugar con ellos con pajuelas o pedrezuelas el rato
que les daban de huelga, para quitarles el empacho con la comunicación», y
siempre tenían a mano un papel para ir anotando las palabras aprendidas
(III,17).
Al
fin del día, los religiosos se comunicaban sus anotaciones, y así fueron
formando un vocabulario, y aprendiendo a expresarse mal o bien. Un niño, Alfonsito,
hijo de una viuda española, que tratando con otros niños indios había aprendido
muy bien la lengua de éstos, ayudó especialmente a los frailes. Vino a ser
después fray Alonso de Molina. De este modo, el Señor «quiso que los primeros
evangelizadores de estos indios aprendiesen a volverse como al estado de niños,
para darnos a entender que los ministros del Evangelio que han de tratar con
ellos... conviene que dejen la cólera de los españoles, la altivez y presunción
(si alguna tienen), y se hagan indios con los indios, flemáticos y pacientes
como ellos, pobres y desnudos, mansos y humildísimos como lo son ellos»
(III,18).
A
medida que aprendían las lenguas indígenas, con tanta rapidez como trabajo, se
iba potenciando la acción evangelizadora. «Después que los frailes vinieron a
esta tierra -dice Motolinía- dentro de medio año comenzaron a predicar, a las
veces por intérprete y otras por escrito. Pero después que comenzaron a hablar
la lengua predicaban muy a menudo los domingos y fiestas, y muchas veces entre
semana, y en un día iban y andaban muchas parroquias y pueblos. Buscaron mil
modos y maneras para traer a los indios en conocimiento de un solo Dios
verdadero, y para apartarlos del error de los ídolos diéronles muchas maneras
de doctrina. Al principio, para les dar sabor, enseñáronles el Per signum
Crucis, el Pater noster, Ave Maria, Credo, Salve, todo cantado de un canto muy
llano y gracioso. Sacáronles en su propia lengua de Anáhuac [náhualt] los
mandamientos en metro y los artículos de la fe, y los sacramentos también
cantados. En algunos monasterios se ayuntan dos y tres lenguas diversas, y
fraile hay que predica en tres lenguas todas diferentes» (III,3, 318).
Los
misioneros prestaron un inmenso servicio a la conservación de las lenguas indígenas.
Juan Pablo II, en un discurso a los Obispos de América Latina, decía:
«Testimonio parcial de esa actividad es, en el sólo período de 1524 a 1572, las
109 obras de bibliografía indígena que se conservan, además de otras muchas
perdidas o no impresas. Se trata de vocabularios, sermones, catecismos, libros
de piedad y de otro tipo», escritos en náhuatl o mexicano, en tarasco, en
totonaco, otomí y matlazinga (Sto. Domingo 12-10-1984). Concretamente, 80 obras
de este período proceden de franciscanos (llegados en 1524), 16 de dominicos
(1526), ocho de agustinos (1533), y 5 más anónimas (Ricard apénd.I; +Gómez
Canedo 185; Mendieta IV,44).
Concretamente,
los Catecismos en lenguas indígenas de México comenzaron muy pronto a
componerse y publicarse. Entre otro, además del compuesto por fray Pedro de
Gante, del que luego hablaremos, podemos recordar la Doctrina cristiana breve
(1546), de fray Alonso de Molina, y la Doctrina cristiana (1548), más larga,
del dominico Pedro de Córdoba, estos últimos impresos ya en México a instancias
del obispo Zumárraga, que en 1539 consiguió de España una imprenta, ya
solicitada por él en 1533. Algunos frailes usaron en la predicación y
catequesis «un modo muy provechoso para los indios por ser conforme al uso que
ellos tenían de tratar todas sus cosas por pintura. Hacían pintar en un lienzo
los artículos de la fe, y en otro los diez mandamientos de Dios, y en otro los
siete sacramentos, y lo demás que querían de la doctrina cristiana», y
señalando con una vara, les iban declarando las distintas materias (Mendieta
III,29).
Administración
de los sacramentos
El
bautismo fue vivamente deseado por los indios, según se aprecia en diversos
relatos. Al paso de los frailes, dice Motolinía, «les salen los indios al
camino con los niños en brazos, y con los dolientes a cuestas, y hasta los
viejos decrépitos sacan para que los bauticen... Cuando van al bautismo, los
unos van rogando, otros importunando, otros lo piden de rodillas, otros alzando
y poniendo las manos, gimiendo y encogiéndose, otros lo demandan y reciben
llorando y con suspiros» (II,3, 210).
Al
principio de la evangelización, «eran tantos los que se venían a bautizar que
los sacerdotes bautizantes muchas veces les acontecía no poder levantar el
jarro con que bautizaban por tener el brazo cansado, y aunque remudaban el
jarro les cansaban ambos brazos... En aquel tiempo acontecía a un solo
sacerdote bautizar en un día cuatro y cinco y seis mil» (III,3, 317). Con todo
esto, dice Motolinía, «a mi juicio y verdaderamente, serán bautizados en este
tiempo que digo, que serán 15 años, más de nueve millones» (II,3, 215). En los
comienzos, bautizaron sólo con agua, pero luego hubo disputas con religiosos de
otras órdenes, que exigían los óleos y ceremonias completas (II,4, 217-226). Y
antes de que hubiera obispos, sólo Motolinía administró la confirmación, en
virtud de las concesiones hechas por el Papa a estos primeros misioneros.
El
sacramento de la penitencia comenzó a administrarse el año 1526 en la provincia
de Texcoco, y al decir de Motolinía, «con mucho trabajo porque apenas se les
podía dar a entender qué cosa era este sacramento» (II,5, 229). Por esos años,
siendo todavía pocos los confesores, «el continuo y mayor trabajo que con estos
indios se pasó fue en las confesiones, porque son tan continuas que todo el año
es una Cuaresma, a cualquier hora del día y en cualquier lugar, así en las
iglesias como en los caminos... Muchos de éstos son sordos, otros llagados» y
malolientes, otros no saben expresarse, o lo hacen con mil particularidades..,«Bien
creo yo que los que en este trabajo se ejercitaren y perseveraren fielmente,
que es un género de martirio, y delante de Dios muy acepto servicio» (III,3,
319).
A
veces los indios se confesaban por escrito o señalando con una paja en un cuadro
de figuras dibujadas (II,6, 242). Acostumbrados, como estaban, desde su antigua
religiosidad, a sangrarse y a grandes ayunos penitenciales, «cumplen muy bien
lo que les es mandado en penitencia, por grave cosa que sea, y muchos de ellos
hay que si cuando se confiesan no les mandan que se azoten, les pesa, y ellos
mismos dicen al confesor: «¿por qué no me mandas disciplinar?»; porque lo
tienen por gran mérito, y así se disciplinan muchos de ellos todos los viernes
de la Cuaresma, de iglesia en iglesia», sobre todo en la provincia de Tlaxcala
(II,5, 240). Realmente en esto los frailes se veían comidos por los fieles
conversos. «No tienen en nada irse a confesar quince y veinte leguas. Y si en
alguna parte hallan confesores, luego hacen senda como hormigas» (II,5, 229).
Al
principio la comunión no se daba sino «a muy pocos de los naturales», pero el
papa Paulo III, movido por una carta del obispo dominico de Tlaxcala, fray
Julián Garcés, «mandó que no se les negase, sino que fuesen admitidos como los
otros cristianos» (II,6, 245). La misma norma fue acordada en 1539 por el
primer concilio celebrado en México.
La
celebración de matrimonios planteó problemas muy graves y complejos, dada la
difusión de la poligamia, sobre todo entre los señores principales, que a veces
tenían hasta doscientas mujeres. «Queriendo los religiosos menores poner
remedio a esto, no hallaban manera para lo hacer, porque como los señores
tenían las más mujeres, no las querían dejar, ni ellos se las podían quitar, ni
bastaban ruegos, ni amenazas, ni sermones para que dejadas todas, se casasen
con una en faz de la Iglesia. Y respondían que también los españoles tenían
muchas mujeres, y si les decíamos que las tenían para su servicio, decían que
ellos también las tenían para lo mismo» (II,7, 250). De hecho, el marido tenía
en sus muchas mujeres una fuerza laboral nada despreciable, de la que no estaba
dispuesto a prescindir.
No
había modo. En fin, con la gracia de Dios, pues «no bastaban fuerzas ni
industrias humanas, sino que el Padre de las misericordias les diese su divina
gracia» (III,3, 318), fueron acercándose los indios al vínculo sacramental del
matrimonio. Y entonces, «era cosa de verlos venir, porque muchos de ellos
traían un hato de mujeres y hijos como de ovejas», y allí había que tratar de
discernir y arreglar las cosas, para lo que los frailes solían verse ayudados
por indios muy avisados y entendidos en posibles impedimentos, a quienes los
españoles llamaban licenciados (II,7, 252; +Ricard 200-209).
Construcción
de templos
La
construcción de iglesias fue sorprendentemente temprana. Viéndolas ahora,
produce asombro comprobar que aquellos frailes construyeran tan pronto con
tanta solidez y belleza, como si estuvieran en Toledo o en Burgos, con una
conciencia cierta de que allí estaban plantando Iglesia para siglos.
Ya
a los quince años de llegados los españoles, puede decir Motolinía que «en la
comarca de México hay más de cuarenta pueblos grandes y medianos, sin otros
muchos pequeños a éstos sujetos. Están en sólo este circuito que digo, nueve o
diez monasterios bien edificados y poblados de religiosos. En los pueblos hay
muchos iglesias, porque hay pueblo, fuera de los que tienen monasterio, de más
de diez iglesias; y éstas muy bien aderezadas, y en cada una su campana o campanas
muy buenas. Son todas las iglesias por de fuera muy lucidas y almenadas, y la
tierra en sí que es alegre y muy vistosa, y adornan mucho a la ciudad» (III,6,
340).
Quien
hoy viaja por México, sobre todo por la zona central, se maravilla de ver
preciosas iglesias por todas partes. En regiones como Veracruz, Puebla, el
valle de Cholula, hay innumerables iglesias del siglo XVI. Los templos
dedicados a San Francisco o a Santo Domingo, que suelen ser en México los más
antiguos, son muestras encantadoras del barroco indiano. En los retablos, y
especialmente en los camerinos de la Virgen, el genio ornamental indígena se
muestra deslumbrante. Y junto al templo de religiosos, ya al exterior, se
abrían amplísimos atrios bien cercados, con una cruz al medio y capillas en los
ángulos, donde se concentraba la indiada neocristiana, y que hoy suelen ser
jardines contiguos a las iglesias...
La
grandiosidad a un tiempo sobria e imponente de estos centros misioneros
conventuales -y lo mismo los conventos de dominicos y agustinos-, se explica
porque no sólo habían de servir de iglesia, convento, almacén, escuela,
talleres, hospital y cuántas cosas más, sino porque debían ser también ante los
indios una digna réplica de las maravillosas ciudades sagradas anteriores:
Teotihuacán, Cholula, Cacaxtla, Monte Alban...
Alzamiento
de cruces
Ya
vimos que Hernán Cortés «doquiera que llegaba, luego levantaba la cruz». Los
misioneros, igualmente, alzaron el signo de la Cruz por todo México: en lo alto
de los montes, en las ruinas de los templos paganos, en las plazas y en las
encrucijadas de caminos, en iglesias, retablos y hogares cristianos, en el
centro de los grandes atrios de los indios... Siempre y en todo lugar, desde el
principio, los cristianos de México han venerado la Cruz como signo máximo de
Cristo, y sus artesanos han sabido adornar las cruces en cien formas diversas,
según las regiones.
No
exageraba, pues, Motolinía al escribir: «Está tan ensalzada en esta tierra la
señal de la cruz por todos los pueblos y caminos, que se dice que en ninguna
parte de la cristiandad está tan ensalzada, ni adonde tantas y ni tales ni tan
altas cruces haya; en especial las de los patios de las iglesias son muy
solemnes, las cuales cada domingo y cada fiesta adornan con muchas rosas y
flores, y espadañas y ramos», como todavía hoy puede verse (II,10, 275).
Escuelas
cristianas
Los
frailes edificaban junto a los monasterios unas grandes salas para escuela de
niños indios. En 1523, apenas llegado, fray Pedro de Gante inició en Texcoco
una primera escuela, y poco después pasó a enseñar a otra en México. En seguida
surgieron otras en Tlaxcala, en Huejotzingo, en Cuautitlán, el pueblo de Juan
Diego, y en Teopzotlán, y más adelante en muchos sitios más. En cambio, «los
dominicos no fundaron en sus misiones de la Nueva España ningún colegio
secundario; era hostiles a estas instituciones y, en particular, a que se
enseñara latín a los indios. No compartían los agustinos esta desconfianza»
(Ricard 333).
Rápidamente
se fue multiplicando el número de estos centros educativos, de modo que, en
buena parte, la evangelización de México se hizo en las escuelas, a través de
la educación de los indios. Los frailes recogían a los niños indios, como
internos, en un régimen de vida educativa muy intenso, y «su doctrina era más
de obra que por palabra». Allí, con la lectura y escritura y una enseñanza
elemental, se enseñaba canto, instrumentos musicales y algunos oficios
manuales; «y también enseñaban a los niños a estar en oración» (Mendieta
III,15). A partir de 1530, bajo el impulso del obispo franciscano Zumárraga, se
establecieron también centros de enseñanza para muchachas, confiados a
religiosas, en Texcoco, Huehxotzingo, Cholula, Otumba y Coyoacán.
La
costumbre de las escuelas pasó a las parroquias del clero secular, e incluso el
modelo mexicano se extendió a otros lugares de América hispana. Decía fray
Martín de Valencia en una carta de 1531, que en estas escuelas «tenemos más de
quinientos niños, en unas poco menos y en otras mucho más» (Gómez Canedo 156).
Se solía recibir en ellas sobre todo a los hijos de principales. Estos, al
comienzo, recelosos, guardaban sus hijos y enviaban hijos de plebeyos.
Pero
cuando vieron los señores que éstos prosperaban y venían a ser maestros,
alcaldes y gobernadores, muy pronto entregaron sus hijos a la enseñanza de los
frailes. Y como bien dice Mendieta, «por esta humildad que aquellos benditos
siervos de Dios mostraron en hacerse niños con los niños, obró el Espíritu
Santo para su consuelo y ayuda en su ministerio una inaudita maravilla en
aquellos niños, que siéndoles tan nuevos y tan extraños a su natural aquellos
frailes, negaron la afición natural de sus padres y madres, y pusiéronla de
todo corazón en sus maestros, como si ellos fueran los que los habían
engendrado» (III,17). Por otra parte, los muchachos indios mostraron excelentes
disposiciones para aprender cuanto se les enseñaba.
«El
escribir se les dio con mucha facilidad, y comenzaron a escribir en su lengua y
entenderse y tratarse por carta como nosotros, lo que antes tenía por maravilla
que el papel hablase y dijese a cada uno lo que el ausente le quería dar a
entender» (IV,14). En la escritura y en las cuentas, así como en el canto, en
los oficios mecánicos y en todas las artes, pintura, escultura, construcción, muy
pronto se hicieron expertos, hasta que no pocos llegaron a ser maestros de
otros indios, y también de españoles. El profundo e ingenuo sentido estético de
los indios, liberado de la representación de aquellos antiguos dioses feos,
monstruosos y feroces, halló en el mundo de la belleza cristiana una atmósfera
nueva, luminosa y alegre, en la que muy pronto produjo maravillosas obras de
arte.
En
la música, al parecer, hallaron dificultad en un primer momento, y muchos «se
reían y burlaban de los que los enseñaban». Pero también aquí mostraron pronto
sus habilidades: no había pueblo de cien vecinos que no tuviera cantores para
las misas, y en seguida aprendieron a construir y tocar los más variados
instrumentos musicales. Poco después pudo afirmar el padre Mendieta: «En todos
los reinos de la Cristiandad no hay tanta copia de flautas, chirimías,
sacabuches, orlos, trompetas y atabales, como en solo este reino de la Nueva
España. Organos también los tienen todas cuasi las iglesias donde hay
religiosos, y aunque los indios no toman el cargo de hacerlo, sino maestros
españoles, los indios son los que labran lo que es menester para ellos, y los
mismos indios los tañen en nuestros conventos» (IV,14). El entusiasmo llevó al
exceso, y el Concilio mexicano de 1555 creyó necesario moderar el estruendo en
las iglesias, dando la primacía al órgano. Junto a la música, también las
representaciones teatrales y las procesiones tuvieron una gran importancia
catequética, pedagógica y festiva.
Antes
de la fundación de la Universidad de México, en 1551, el primer centro
importante de enseñanza fue, en la misma ciudad, el Colegio de Santa Cruz de
Tlatelolco para muchachos indígenas. A los doce años «desde que vino la fe», es
decir, en 1536, fue fundado por el obispo Zumárraga y el virrey Antonio de
Mendoza, y puesto bajo la dirección de fray García de Cisneros, uno de los
Doce. En este Colegio, en régimen muy religioso de internado, los muchachos
recibían una enseñanza muy completa, compuesta de retórica, filosofía, música y
medicina mexicana. Dirigido por los franciscanos, allí enseñaron los maestros
más eminentes, como Bernardino de Sahagún, Andrés de Olmos, Arnaldo de Basacio,
Juan Focher, Juan Gaona y Francisco Bustamente, y lo hicieron con muchos y
buenos frutos, entre los que destaca el indio don Antonio Valeriano, verdadero
humanista, que ocupó cátedra en el Colegio, enseñó a religiosos jóvenes, y tuvo
entre sus alumnos a indios, españoles y criollos.
Conflictos
entre frailes y civiles
Entre
1524 y 1526, estando ausente Cortés en las expedición de las Hibueras
(Honduras), se produjeron bandos y tumultos entre los españoles, tan graves que
sin los frailes se hubieran destrozado unos a otros, dando lugar a que los
indios acabaran con ellos. Aquí se vio, como en otras ocasiones, que los
frailes, pobres y humildes, eran también fuertes y decididos ante sus paisanos
españoles. Éstos a veces no hacían de ellos demasiado caso, concretamente en lo
de sacar y ajusticiar a los perseguidos que se acogían a la Iglesia. Así las
cosas, en aquella ocasión, fray Martín de Valencia, tras intentar ponerles en
razón con buenas palabras, hubo de presentar los breves de León X y Adriano VI,
y comenzó a usar de su autoridad, llegando a maldecir ante Dios a los españoles
si no hacían caso de sus mandatos. Esto los acalló por el momento.
Pero
por esos años, todavía desordenados y anárquicos, las críticas a los frailes
fueron, al parecer, amargas y frecuentes, pues éstos denunciaban los abusos que
se daban. Según refiere don Fernando de Alva Ixtlilxochitl, en aquellos
primeros años, «los españoles estaban muy mal con los religiosos, porque
volvían por los indios, de tal manera que no faltó sino echarlos de México; y
aun vez hubo, que un cierto religioso estando predicando y reprendiendo sus
maldades, se amotinaron de tal suerte contra este sacerdote, que no faltó sino
echarlo del púlpito abajo» (Relación de la venida de los españoles y principio
de la ley evangélica 278: en Sahagún, ed. mex. 863).
Cuenta
Motolinía que algunos decían: «Estos frailes nos destruyen, y quitan que no
estemos ricos, y nos quitan que se hagan los indios esclavos; hacen bajar los
tributos y defienden a los indios y los favorecen contra nosotros; son unos
tales y unos cuales» -expresión muy mexicana que, como se ve, viene de antiguo-
(III,1, 288). A todo lo cual respondían los frailes: «Si nosotros no
defendiésemos a los indios, ya vosotros no tendríais quién os sirviese. Si
nosotros los favorecemos, es para conservarlos, y para que tengáis quién os
sirva; y en defenderlos y enseñarlos, a vosotros servimos y vuestras
conciencias descargamos; porque cuando de ellos os encargasteis, fue con
obligación de enseñarlos; y no tenéis otro cuidado sino que os sirvan y os den
cuanto tienen o pueden haber» (III,4, 325).
Otra
veces «los españoles también se quejaban y murmuraban diciendo mal de los
frailes, porque mostraban querer más a los indios que no a ellos, y que los
reprendían ásperamente. Lo cual era causa que les faltasen muchos con sus
limosnas y les tuviesen una cierta manera de aborrecimiento». Los frailes a
esto respondían: «No costaron menos a Jesucristo las ánimas de estos indios
como las de los españoles y romanos, y la ley de Dios obliga a favorecer y a
animar a éstos, que están con la leche de la fe en los labios, que no a los que
la tienen ya tragada por la costumbre» (III,4, 325).
Tampoco
veían bien algunos españoles que los frailes, concretamente en el Colegio de
Santa Cruz de Tlatelolco, dieran una instrucción tan elevada a los indios,
poniéndoles a la altura de los conquistadores, y a veces más alto. A lo que el
padre Mendieta replica: «Si Dios nos sufre a los españoles en esta tierra, es
por el ejercicio que hay de la doctrina y aprovechamiento espiritual de los
indios, y faltando esto, todo faltaría y acabaría. Porque fuera de esta
negociación de las ánimas (para lo cual quiso Dios descubrirnos esta tierra)
todo lo demás es cobdicia pestilencial y miseria de mal mundo» (IV,15). Así de
claro.
Tolerancia
con los indios
En
aquellas circunstancias misioneras, tan nuevas y difíciles, la pastoral de los
primeros franciscanos en Méxicos dio pruebas de un sentido muy amplio y
flexible. Lo vimos en referencia al bautismo y a la confesión, y es de notar
también en lo relativo al culto litúrgico. Los frailes infundieron en los indios,
que ya estaban hechos a una vida profundamente religiosa, una gran devoción a
la Cruz y la Eucaristía, a las Horas litúrgicas, a la Virgen, a las diversas
fiestas del Año litúrgico.
Y
admitieron, contra el parecer de algunos, con gran amplitud de criterio, que
los indios acompañasen los actos religiosos con sus cantos y danzas, con sus
ceremonias y variadas representaciones, a todo lo cual estaban muy
acostumbrados por su anterior religión. Incluso admitieron la llamada misa
seca, en la que, faltando el sacerdote, se reunían los fieles y, sin
consagración ni comunión, celebraban las oraciones y lecturas de la ecuaristía
(Gómez Canedo 106).
Tolerancia
con los españoles
Los
franciscanos primeros en México no tuvieron la tentación demagógica de fulminar
a los españoles con excomuniones colectivas, ni pensaron -como Las Casas- en
declarar que todos eran criminales, usurpadores y que todos estaban «en pecado
mortal». Ellos fueron mucho más humildes y realistas. Denunciaron con energía
cuantos abusos veían, pero en modo alguno pensaron en descalificar globalmente
la acción de España en América, ni quisieron tampoco calumniar al conjunto de
los españoles que allí estaban.
Motolinía,
por ejemplo, refiriéndose a la primera y trágica experiencia de las Antillas,
habla de que allí muchos españoles vivían «tratando a los hombres peor que a
bestias, y tuviéronlos en menos estima, como si en la verdad no fuesen criados
a la imagen de Dios» (I,3, 65). Y en referencia a la Nueva España, él mismo
denuncia con amargura a aquellos españoles que no vinieron a América sino a
«buscar el negro oro de esta tierra que tan caro cuesta, y a enriquecerse y
usurpar en tierra ajena lo de los pobres indios, y tratarlos y servirse de
ellos como de esclavos» (III,11, 391).
Sin
embargo, ya en las fechas en que escribe, hacia 1540, Motolinía dice en el
mismo texto: «Aunque yo sé y lo veo cada día que [algunos españoles] quieren
ser más pobres en esta tierra que con minas y sudor de indios tener mucho oro;
y por esto hay muchos que han dejado las minas. Otros conozco que, de no estar
bien satisfechos de la manera como acá se hacen los esclavos, los han ahorrado.
Otros van modificando y quitando mucha parte de los tributos y tratando bien a
sus indios. Otros se pasan sin ellos, porque les parece cargo de conciencia
servirse de ellos. Otros no llevan otra cosa más de sus tributos modificados, y
todo lo demás de comidas, o de mensajeros, o de indios cargados, lo pagan, por
no tener que dar cuenta de los sudores de los pobres. De manera que éstos
tendría yo por verdaderos prójimos» (I,3, 66).
El
franciscano Lino Gómez Canedo, historiador español actual residente en México,
piensa que «los abusos a que se refiere [Motolinía] existieron en los primeros
años: según otros testimonios del tiempo -especialmente las cartas de los
franciscanos de 1532 y 1533- fue de 1525 a 1530, bajo el gobierno de los
sucesores de Cortés y la Primera Audiencia. Empezaron a disminuir con Zumárraga
y la Segunda Audiencia, y fueron casi del todo eliminados por los dos primeros
virreyes, Mendoza y Velasco (1535-1564). El propio Motolinía pinta otra
situación muy distinta en su carta de 1555 [a Carlos I], refutando las
exageraciones de Las Casas» (219).
La
conversión de los indios fue verdadera
«A
mi juicio y verdaderamente, asegura Motolinía, serán bautizados en este tiempo
que digo [1537], que serán 15 años, más de nueve millones de ánimas de indios»
(II,3, 215). Sea esta cifra exacta, en más o en menos, es indudable que la
evangelización de México fue rapidísima en sus primeros años. Y ello hizo que
algunos, ya en aquel entonces, pusieran en duda la realidad de aquellas
conversiones. Sin embargo, el testimonio favorable de los misioneros,
concretamente el de Motolinía, es convincente.
Esta
gente, dice, es «naturalmente temerosa y muy encogida, que no parece sino que
nacieron para obedecer, y si los ponen al rincón allí se están como enclavados.
Muchas veces vienen a bautizarse y no lo osan demandar ni decir... Pues a estos
tales no se les debe negar lo que quieren, pues es suyo el reino de Dios,
porque apenas alcanzan una estera rota en qué dormir, ni una buena manta que
traer cubierta, y la pobre casa en que habitan, rota y abierta al sereno de
Dios. Y ellos simples y sin ningún mal, ni condiciosos de intereses, tienen gran
cuidado de aprender lo que les enseñan, y más en lo que toca a la fe; y saben y
entienden muchos de ellos cómo se tienen de salvar y irse a bautizar dos y tres
jornadas. Sino que es el mal, que algunos sacerdotes que los comienzan a
enseñar los querrían ver tan santos en dos días que con ellos trabajan, como si
hubiese diez años que los estuviesen enseñando, y como no les parece tales,
déjanlos. Parécenme los tales a uno que compró un carnero muy flaco y diole a
comer un pedazo de pan, y luego atentóle la cola para ver si estaba gordo»
(IV,4, 220).
Muchos
datos concretos hacen pensar que la conversión de los indios fue real.
Antes,
por ejemplo, los indios «vendíanse y comprábanse estos esclavos entre ellos, y
era costumbre muy usada. Ahora como todos son cristianos, apenas se vende
indio, antes muchos de los convertidos tornan a buscar los que vendieron y los
rescatan para darles libertad» (II,5, 239)... «En el año pasado [1540] en sola
esta provincia de Tlaxcalan ahorraron los indios [dieron libertad a] más de
veinte mil esclavos, y pusieron grandes penas que nadie hiciese esclavo, ni le
comprase ni vendiese, porque la ley de Dios no lo permite» (II,9, 266).
Igualmente, en el sacramento de la penitencia, «restituyen muchos de los
indios, antes que vengan a los pies del confesor, teniendo por mejor pagar
aquí, aunque queden pobres, que no en la muerte» (II,5, 233). Habiendo sido la
antigua religiosidad azteca tan dura y severa, los indios estaban acostumbrados
a ayunar y sangrarse en honor de los dioses. Ahora, ya convertidos, pedían los
indios análogas penitencias. «Ayunan muchos viejos la Cuaresma, y levántanse
cuando oyen la campana de maitines, y hacen oración, y disciplínanse, sin nadie
los poner en ello» (II,5, 237). Y en cuanto al matrimonio, «de cinco o seis
años a esta parte, comenzaron algunos a dejar la muchedumbre de mujeres que
tenían y a contentarse con una sola, casándose con ella como lo manda la
Iglesia» (II,7, 250).
Iguales
mejoras indudables se daban en otros aspectos de la vida moral.
«También
se han apartado del vicio de la embriaguez y hanse dado tanto a la virtud y al
servicio de Dios, que en este año pasado de 1536 salieron de esta ciudad de
Tlaxcalan dos mancebos indios confesados y comulgados, y sin decir nada a
nadie, se metieron por la tierra adentro más de cincuenta leguas, a convertir y
enseñar a otros indios. Y allá anduvieron padeciendo hartos trabajos y hicieron
mucho fruto. Y de esta manera han hecho otros algunos en muchas provincias y
pueblos remotos»(II,7, 253).
Por
otra parte, «en esta Nueva España siempre había muy continuas y grandes
guerras, los de unas provincias con los de otras, adonde morían muchos, así en
las peleas, como en los que prendían para sacrificar a sus demonios. Ahora por
la bondad de Dios se ha convertido y vuelto en tanta paz y quietud, y están
todos en tanta justicia que un español o un mozo puede ir cargado de barras de
oro trescientos y cuatrocientas leguas, por montes y sierras, y despoblados y
poblados, sin más temor que iría por la rúa de Benavente» (II,11, 284).
En
fin, estos indios «tenían otras muchas y endiabladas hechicerías e ilusiones
con que el demonio los traía engañados, las cuales han ya dejado en tanta
manera, que a quien no lo viere no lo podrá creer la gran cristiandad y
devoción que mora en todos estos naturales, que no parece sino que a cada uno
le va la vida en procurar de ser mejor que su vecino o conocido. Y
verdaderamente hay tanto que decir y tanto que contar de la buena cristiandad
de estos indios, que de sólo ello se podría hacer un buen libro» (II,9, 264).
Los
datos que ofrece fray Gerónimo de Mendieta hacia 1600 son quizá todavía más
impresionantes:
«Entre
los viejos refranes de nuestra España, éste es uno: que quien bien quiere a
Beltrán, bien quiere a su can... Los que son amigos y devotos de las cosas que
pertenecen al servicio de Dios, lo serán también del mismo Dios, y lo querrán
mucho y amarán». Mientras «los malvados herejes que destruyen las iglesia y
lugares sagrados, y queman las imágenes y figuras de Dios y de sus santos, y
niegan el santo sacrificio de la misa y los demás secramentos, y persiguen y
matan a los sacerdotes, y burlan de las bendiciones de que usa la Iglesia
católica», dice Mendieta en alusión a los protestantes de Europa, «para
confusión de estos apóstatas descendientes de católicos cristianos, proveyó
Dios que los pobrecillos indios, que poco ha eran idólatras y ahora nuevos en
la fe que los otros dejaron, tengan [todo eso] en grandísima devoción y
reverencia. Cosa maravillosa fue el fervor y la diligencia con que los indios
de esta Nueva España procuraron edificar en todos sus pueblos iglesias»,
algunos tienen sus oratorios privados y muchos traen imágenes para bendecir.
Grande es su devoción a los sacerdotes, a los que acuden siempre con gran cariño:
«Bendíceme, amado Padre». Son muy piadosos y devotos de la Virgen, y «entre
ellos parece no es cristiano el que no trae rosario y disciplina». Es muy
grande su devoción a los templos, «y se precian los viejos, por muy principales
que sean, de barrer las iglesias, guardando la costumbre de sus antepasados en
tiempo de su infidelidad». Así lo hacía el primer señor de Toluca que se
bautizó, que «acabó sus días continuando la iglesia y barriéndola, como si
fuera un muchacho de escuela». En fin, de todo esto y de tanto más «bien se
puede colegir que en efecto son cristianos de veras y no de burla, como algunos
piensan» (IV,18).
Fray
Martín de Valencia (1474-1534)
Entre
los franciscanos primeros que, junto con otros religiosos, principalmente
dominicos y agustinos, hicieron la primera evangelización de México, debemos
recordar algunos nombres muy señalados.
Fray
Martín de Valencia nació el año 1474 en Valencia de Don Juan -entre León y
Benavente- y fue provincial de la provincia franciscana de Santiago. Motolinía,
que nos dejó escrita la vida de este jefe de los Doce (Historia III,2,
295-314)), afirma: «además de lo que yo vi en él, porque le conocí por más de
veinte años, oí decir a muchos buenos religiosos que en su tiempo no habían
conocido religioso de tanta penitencia, ni que con tanto tesón perseverase
siempre en allegarse a la cruz de Jesucristo».
Amigo
de soledad y silencio, pasó años de terribles noches oscuras y tentaciones,
quedando tan flaco y desmejorado «que no parecía tener sino los huesos y el
cuero». Un día que andaba en Robleda pidiendo para comer, una buena mujer le
dijo: «¡Ay, padre! ¿Y vos qué tenéis? ¿Cómo andáis que parece que queréis
expirar de flaco; y cómo no miráis por vos, que parece que os queréis morir?».
En ese momento, como quien despierta de un sueño, quedó libre de los engaños
del demonio, tuvo una gran paz y comenzó a comer.
Fray
Martín, aun siendo tan recogido y contemplativo, siempre deseaba «padecer
martirio, y pasar entre los infieles a los convertir y predicar. Este deseo y
santo celo alcanzó el siervo de Dios con mucho trabajo y ejercicios de
penitencia, de ayunos, disciplinas, vigilias y muy continuas oraciones». El
Señor le había asegurado en la oración que «venida la hora de Dios le llamaría,
y que de ello estuviera cierto».
En
1516 se instituyó la custodia franciscana de San Gabriel, muy evangélica y
observante, y en 1518 fue elegido Fray Martín como su primer provincial. Fue un
superior bueno, que gobernó a sus hermanos «más por ejemplo que por palabras. Y
siempre iba aumentando en sus penitencias»: cilicio y ayunos, vigilias y ceniza
en la comida.
Por
fin, en 1523, «cuando más descuidado estaba, llamó Dios de esta manera»: el
Padre General, fray Francisco de los Angeles (Quiñones) le encomendó pasar con
doce compañeros a evangelizar la Nueva España. El mandato, como sabemos, fue
cumplido prontamente, estando ya él por los cincuenta años. En el viaje
«padeció mucho trabajo, porque como era persona de edad, y andaba a pie y
descalzo, y el Señor que muchas veces le visitaba con enfermedades, fatigábase
mucho; y por dar ejemplo, como buen caudillo siempre iba adelante». Aunque lo
intentó, ya a su edad no logró aprender la lengua de los indios, sino sólo
algunas palabras, y «holgábase mucho cuando otros predicaban, y poníase junto a
ellos a orar mentalmente y a rogar a Dios que enviase su gracia al predicador y
a los que le oían. Asimismo a la vejez aumentó la penitencia, que
ordinariamente ayunaba cuatro días en la semana con pan y legumbres».
Revivía
a veces la Pasión de Cristo, y él mismo, muy callado para hablar de sí, hubo de
confesar en una ocasión: «Desde la Dominica in Pasione hasta la Pascua, estas
dos semanas siente tanto mi espíritu, que no lo puedo sufrir sin que
exteriormente el cuerpo lo sienta y lo muestre como veis». Una vez, predicando
sobre la Pasión del Señor, «fue tanto el sentimiento que tuvo, que saliendo de
sí fue arrobado y se quedó yerto como un palo, hasta que le quitaron del
púlpito». Varios fueron -el alcalde de Tlalmanalco, Hernán Cortés, que le
visitaba con frecuencia, Bernardino de Sahagún- los que le vieron orar elevado
en éxtasis. Fue sin duda un religioso más contemplativo que activo, pero no
obstante, tuvo gran energía en los primeros años más difíciles para sujetar a
los españoles que se habían desmandado, por lo que hubo de sufrir más de una
persecución y calumnia. Fue gran amigo del Obispo Zumárraga, franciscano, y del
dominico fray Domingo de Betanzos.
«Vivió
el siervo de Dios fray Martín de Valencia en esta Nueva España diez años, y
cuando a ella vino había cincuenta, que son por todos sesenta. De los diez que
digo los seis fue provincial, y los cuatro fue guardián de Tlaxcallan, y él
edificó aquel monasterio, y le llamó la Madre de Dios; y mientras en esta casa
moró enseñaba los niños desde el a b c hasta leer por latín, y poníalos a
tiempos en oración, y después de maitines cantaba con ellos himnos; y también
enseñaba a rezar en cruz, levantados y abiertos los brazos, siete Pater noster
y siete Ave Marías, lo cual él acostumbró siempre hacer [y aún dura la
costumbre en algunos lugares de México]. Enseñaba a todos los indios, chicos y
grandes, así por ejemplo como por palabra, y por esta causa siempre tenía
intérprete; y es de notar que tres intérpretes que tuvo, todos vinieron a ser frailes,
y salieron muy buenos religiosos».
Al
fin de su vida, retirado en el convento de Tlalmanalco, solía irse a una ermita
muy devota, que tenía cerca una cueva. Durante aquellos retiros, acostumbraba
salir a orar al amanecer en una arboleda, debajo de un árbol muy grande. «Y
certifícanme que luego que allí se ponía a rezar, el árbol se henchía de aves,
las cuales con su canto hacían dulce armonía, con lo cual él sentía mucha
consolación, y alababa y bendecía al Señor; y como él se partía de allí, las aves
también se iban».
Cuatro
días duró su última enfermedad, y cuando tres frailes le llevaban a curar a
México, «expiró en aquel campo o ribera. El mismo había dicho muchos años antes
que no tenía de morir en casa ni en cama sino en el campo, y así pareció
cumplirse». Era el 21 de marzo del año del Señor 1534.
Fray
Toribio de Benavente, Motolinía (1490-1569)
Hemos
gozado en las páginas precedentes, escuchando con frecuencia la voz sencilla y
bondadosa de Motolinía. Nacido en Benavente, León, tomó el hábito en la
provincia franciscana de Santiago, y con fray Martín de Valencia, fue el más
dotado del grupo de los Doce. En aquellos primeros años, tan agitados y
difíciles, se distinguió tanto por su energía para poner paz entre los
españoles y frenar sus desmanes, como por su amor a los indios y la abnegación
de su entrega total a la evangelización.
Como
dicen los cronistas, «fue el que anduvo más tierra». En su Carta al Emperador,
dice de sí mismo, aunque sin nombrarse: «Fraile ha habido en esta Nueva España
que fue de México hasta Nicaragua, que son cuatrocientas leguas, que no se
quedaron en todo el camino dos pueblos que no predicase y dijese misa y
enseñase y bautizase a niños y adultos, pocos o muchos». Este incansable fraile
andariego habla con plena experiencia cuando dice que «no pueden los pobres
frailes hacer estos caminos sin padecer en ellos grandísimos trabajos y
fatigas» (III,10, 381).
Vuelto
a México, él se ocupó en promover la fundación de Puebla de los Angeles (16
abril 1531), donde pudieran recogerse y poblar y vivir sin hacer daño muchos
españoles que había por entonces allí, sin oficio ni beneficio. Allí celebró él
la primera misa, ante cuarenta pobladores y miles de indios que acudieron en
fiesta.
Según
cálculos autorizados, en su larga vida misionera, Motolinía bautizó unos
400.000 indios. En su Historia -se goza en ello una y otra vez- cuenta cómo los
indios «después de bautizados es cosa de ver la alegría y regocijo que llevan
con sus hijuelos a cuestas, que parece que no caben en sí de placer» (II,4,
223). Pocos misioneros pudieron alegrarse tanto cómo él viendo cómo «se iba
extendiendo y ensanchando la fe de Jesucristo» (II,2, 206). Pocos como él
conocieron, amaron y estimaron a los indios en todo su valor, captando las
peculiaridades de su carácter, tan distinto al de los españoles: «Son muy
extraños de nuesta condición, porque los españoles tenemos un corazón grande y
vivo como fuego, y estos indios y todas las animalias de esta tierra
naturalmente son mansos; y por su encogimiento y condición [por timidez]
descuidados en agradecer, aunque muy bien sienten los beneficios; y como no son
tan prestos a nuestra condición son penosos a algunos españoles. Pero hábiles
son para cualquier virtud, y habilísimos para todo oficio y arte, y de gran
memoria y buen entendimiento» (II,4, 220).
Entre
1536 y 1539 fue el padre Motolinía guardián del convento franciscano de
Tlaxcala. En esta época fue cuando, según él mismo refiere, «estando yo
descuidado y sin ningún pensamiento de escribir semejante cosa que ésta, la
obediencia me mandó que escribiese algunas cosas notables de estos naturales»
(II, intr. 195). El resultado fue la magnífica Historia de los indios de la
Nueva España, que venimos citando tan repetidas veces, llena de encanto y de
alegría evangélica, y que hubo de escribir «hurtando al sueño algunos ratos, en
los cuales he recopilado esta relación» (Prólogo).
Fue
sumamente cuidadoso en sus crónicas, y evita siempre en lo posible hablar de
oídas, y cuando así lo hace, es advirtiéndolo al lector. Fue también autor de
otros escritos, como la Doctrina cristiana en lengua mexicana, Memoriales,
Tratados de materias espirituales y devotas, Carta al Emperador, etc. Pero
siempre hubo de escribir penosamente, entre los ajetreos de la vida pastoral:
«Muchas veces me corta el hilo la necesidad y caridad con que soy obligado a
socorrer a mis prójimos, a quien soy compelido a consolar cada hora» (III,8,
364).
Cuarenta
y cinco años duraron sus trabajos misionales, y su vida se extinguió en el
convento de San Francisco, de México. Ya muy enfermo y próximo a morir, quiso
celebrar la misa, y casi arrastrándose, sin dejar que le ayudaran, se acercó al
altar y la celebró. Recibió después la unción, en presencia de sus hermanos,
poco antes de Completas, y después de éstas, con pleno juicio, bendijo a sus
hermanos frailes, y entregó su alma al Creador. Era el 9 de agosto de 1569. De
los Doce apóstoles primeros de México, él fue el último en morir, y lo hizo con
fama de santo.
Fray
Pedro de Gante (+1572)
Un
año más antiguo que los Doce fue en México fray Pedro de Gante, el único
sobreviviente de los tres franciscanos flamencos que llegaron en 1523. Fray
Pedro de Moor, nacido en Gante, la capital de Flandes, quedó en Texcoco para
aprender la lengua mexicana. Era Texcoco el principal centro cultural de
México, la Atenas del nuevo mundo, con sus archivos y sabios varones. Y allí
mismo, en la casa del señor que le alojaba, comenzó fray Pedro una admirable
labor escolar, prolongada luego en la ciudad de México, que había de durar
cincuenta años. Conocemos bien su vida y apostolado, tanto por sus propias
Cartas a Carlos I y a Felipe II (+V. Martínez Gracia, Gante 71-90), como por
las crónicas de la época, especialmente por la del padre Mendieta (V,18; +A.
Trueba, Fray Pedro de Gante, IUS, México 19592):
Según
Mendieta, fue «el muy siervo de Dios fray Pedro de Gante primero y principal
maestro y industrioso adestrador de los indios», justamente en unos años en que
parecían éstos parecían a muchos torpes e inútiles, pues estaban aún «como
atónitos y espantados de la guerra pasada, de tantas muertes de los suyos, de
su pueblo arruinado, y finalmente, de tan repentina mudanza y tan diferente en
todas las cosas» (IV,13). Con la colaboración de varios padres y hermanos, y con
sorpresa de muchos, los indios «muy en breve salieron con los oficios más de lo
que nuestros oficiales [españoles] quisieran» (IV,13). Fray Pedro, pues, «fue
el primero que en esta Nueva España enseñó a leer y escribir, cantar y tañer
instrumentos musicales, y la doctrina cristiana, primeramente en Texcoco a
algunos hijos de principales, antes que viniesen los doce, y después en México,
donde residió casi toda su vida... Junto a la escuela [de los niños] ordenó que
se hiciesen otros aposentos o repartimientos de casas donde se enseñasen los
indios a pintar, y allí se hacía imágenes y retablos para los templos de toda
la tierra. Hizo enseñar a otros en los oficios de cantería, carpintería,
sastres, zapateros, herreros y los demás oficios mecánicos con que comenzaron
los indios a aficionarse y ejercitarse en ellos. Su principal cuidado era que
los niños saliesen enseñados, así en la doctrina cristiana, como en leer y
escribir y cantar, y en las demás cosas en que los ejercitaba» (V,18).
El
orden de vida de los muchachos, compuesto de oración, estudio y diversos
trabajos, era muy severo -semejante, por lo demás, en su rigor a los grandes
centros pedagógicos antiguos del mundo mexicano, como la escuela de Calmécac,
para sacerdotes, o la escuela del Telpochcalli, para guerreros-, en régimen de
absoluto internado. Así «se juntaron luego, pocos más o menos, mil muchachos,
los cuales teníamos encerrados en nuestra casa de día y de noche, y no les
permitíamos ninguna conversación [trato con el exterior], y esto se hizo para
que se olvidasen de sus sangrientas idolatrías y excesivos sacrificios» (Cta. a
Felipe II, 23-6-1558).
Los
más idóneos eran enviados de dos en dos los fines de semana a predicar a varias
leguas a la redonda de México, cosa que hacían con mucho fruto. Si en estas
salidas sabían de alguna secreta celebración idolátrica, lo comunicaban al
regreso, según cuenta fray Pedro: «y luego los enviaba yo a llamar a México, y
venían a capítulo, y les reñía y predicaba lo que sentía y según Dios me lo
inspiraba. Otras veces los atemorizaba con la justicia, diciéndoles que los
habían de castigar si otra vez lo hacían; y de esta manera, unas veces por bien
y otras veces por mal, poco a poco se destruyeron y quitaron muchas idolatrías»
(ib.).
Según
el modelo establecido por Gante y sus colaboradores, así se procedió en los
otros los centros misionales, uniendo a la iglesia una escuela, en la que se
enseñaban las letras con la doctrina, y también artes y oficios. En aquellas
escuelas los frailes, ayudados en seguida por indios bien preparados, enseñaban
mediante repeticiones, representaciones mímicas y cantilenas, así como con la
ayuda de figuras pintadas en lienzos, que iban señalando con una vara. Fray
Pedro de Gante compuso una Doctrina cristiana en lengua mexicana que fue
impresa primero en Amberes, en 1525, cuando aún no había imprenta en México, y
que fue reimpresa en 1553. Y en 1569 publicó fray Pedro una Cartilla para
enseñar a leer. A él parece que se debe también la introducción en México de
los villancicos de Navidad.
Fray
Pedro, tan entrañado en tantas familias mexicanas de la ciudad o de los pueblos
de la comarca, conoció muy bien todos los abusos que los indios sufrieron en
aquellos primeros años de la Nueva España -tributos excesivos, servicios fuera
de sus pueblos, trabajos agotadores y mal pagados-, y en 1552 escribió una
carta sumamente apremiente al emperador Carlos I, recordándole que estos indios
«no fueron descubiertos sino para buscarles la salvación, lo cual, de la manera
que ahora van, es imposible». Y añade que para pedir remedios con tanta osadía,
«dame atrevimiento ser tan allegado a V. M. y ser de su tierra». Ambos, en
efecto, eran paisanos, nacidos en Gante, y según parece tenían entre sí algún
parentesco. Años más tarde, en 1558, «ya muy viejo y cansado», pero al parecer
más animado, escribe a Felipe II una carta con varias solicitudes, y entre
ellas le pide que consiga privilegios de indulgencias para su amada iglesia de
San José, que empezó siendo una capilla de paja, y ahora «es muy buena y muy
vistosa, y caben en ella diez mil hombres, y en el patio caben más de cincuenta
mil, y en ella tengo mi escuela de niños donde se sirve a Dios nuestro Señor
muy mucho». En la carta le cuenta los apostolados suyos y de los frailes, y
cómo explicaban a los indios «la diferencia sin comparación que había de servir
a Dios y a la Corona Real, a servir al demonio y estar tiranizados».
Así
pasó fray Pedro de Gante cincuenta años, en su labor educativa continua y
paciente, oculta y fecundísima, y en su corazón llevó siempre a miles de
muchachos mexicanos de lugares muy diversos, de tal manera que con toda verdad
pudo escribir al emperador: «los tengo a todos por mis hijos, y así ellos me
tienen por padre» (20-7-1548). En efecto, según refiere Mendieta, «fue muy
querido, como se vio muy claro en todo el discurso de su vida, y en que con ser
fraile lego, y predicarles a los indios y confesarlos otros sacerdotes grandes
siervos de Dios y prelados de la Orden, al Fr. Pedro solo conocían por
particular Padre, y a él acudían con todos sus negocios, trabajos y
necesidades, y así dependía de él principalmente el gobierno de los naturales
de toda la ciudad de México y su comarca en lo espiritual y eclesiástico; tanto
que solía decir el segundo Arzobispo Fr. Alonso de Montufar, de la orden de
predicadores: "Yo no soy arzobispo de México, sino Fr. Pedro de Gante,
lego de San Francisco"» (V,18).
En
estos empeños misioneros de tanta caridad estuvo fray Pedro de Gante hasta el
primer domingo de Pascua de 1572, en que se fue a descansar al cielo. Si en
1523 fue a México con unos 40 años de edad, según dice Trueba, «tendría, pues,
al morir casi 90 años» (Gante 49), de los que casi 50 pasó al servicio de Dios
y de los indios. A su muerte, según refiere Mendieta, «sintieron los naturales
grande dolor y pena, y en público la mostraron», poniéndose por él luto, y
celebrando exequias en muchos pueblos y cofradías. También hicieron «su figura
sacada al natural de pincel, y casi en todos los principales pueblos de la
Nueva España lo tienen pintado, juntamente con los doce primeros fundadores de
esta provincia del Santo Evangelio» (V,18).
Fray
Andrés de Olmos (+1571)
No
hemos de cerrar este capítulo sin hacer breve memoria de algunos otros
franciscanos realmente memorables (+ Trueba, Retablo franciscano). Nacido a
fines del XV en un pueblo de Burgos, estudió en Valladolid, donde llegó a ser
catedrático de derecho canónico. Dejando su cátedra, se hizo franciscano, y
cuando fray Juan de Zumárraga, guardián del convento de Abrojo, fue designado
Arzobispo de México, se llevó consigo en 1528 a fray Andrés de Olmos, fraile de
su convento. Cuarenta y tres años pasó éste evangelizando y enseñando en la
Nueva España, y mostró unas dotes prodigiosas para las lenguas indígenas.
Escribió muchas obras en varias lenguas indígenas.
«Compuso
un Arte en lengua mexicana [primera gramática náhuatl, de 1547], y escribió en
el mismo idioma... Libro de los siete sermones, Tratado de los Sacramentos y
Tratado de los sacrílegos. En lengua huasteca, una gramática, un vocabulario y
una doctrina cristiana. En totonaca, un arte y un vocabulario. Además de éstos,
compuso otros muchos» (Trueba, Retablo 38). En náhuatl escribió un auto
titulado El Juicio Final, que fue representado -a juicio de Las Casas,
perfectamente- por 800 indios.
«Fray
Andrés de Olmos fue el que sobre todos tuvo don de lenguas, porque en la
mexicana compuso el arte más copioso y provechoso de los que se han hecho, y
hizo vocabulario y otras muchas obras, y lo mesmo hizo en la lengua totonaca y
en la guasteca, y entiendo que supo otras lenguas de chichimecos, porque anduvo
mucho tiempo entre ellos» (Mendiata IV,44). «Quizá, observa Ricard, de este
padre habla Mendieta cuando recuerda a un religioso que escribía catecismos y
predicaba la doctrina cristiana en diez lenguas diferentes (III,29). Caso a la
verdad de excepción, pero sabemos que varios frailes menores predicaban en tres
lenguas (Motolonía, Historia III,29, 318)» (121).
La
rápida elaboración de vocabularios y gramáticas de lenguas indígenas fue una
tarea, sumamente laboriosa, de importancia decisiva para la evangelización. El
dominio, sobre todo, del náhuatl era particularmente urgente. En efecto, «esta
lengua mexicana es la general que corre por todas las provincias de esta Nueva
España, puesto que en ella hay muy muchas y diferentes lenguas particulares de
cada provincia, y en partes de cada pueblo, porque son innumerables. Más en
todas partes hay intérpretes que entienden y hablan la mexicana, porque ésta es
la que por todas partes corre, como la latina por todos los reinos de Europa. Y
puedo con verdad afirmar, que la mexicana no es menos galana y curiosa que la
latina, y aun pienso que más artizada en composición y derivación de vocablos,
y en metáforas» (ib.).
Fray
Andrés de Olmos, durante sus 43 años en México, no fue un erudito retraído,
especializado en lenguas, sino un apóstol de los indios, que fiel a su lema, La
cruz delante, hizo muchas jornadas misioneras, buscando especialmente aquellas
regiones de indios más ásperas y peligrosas. Al gobernador Ortiz de Zúñiga le
confesaron unos indios que varias veces salieron a matar al padre Olmos, y que
las flechas se volvían contra ellos mismos. Otros milagros se cuentan de su
vida, y obrados también después de su muerte, que, con toda santidad, ocurrió
en octubre de 1571.
Fray
Bernardino de Sahagún (+1590)
Nacido
en Sahagún, en la leonesa Tierra de Campos, hacia el 1500, Bernardino Ribeira
estudió en Salamanca, donde se hizo franciscano. En 1529 llegó a Nueva España,
y fray Juan de Torquemada nos da de él un dato curioso: «Era este religioso
varón de muy buena persona, y rostro, por lo cual, cuando mozo, lo escondían
los religiosos ancianos de la vista común de las mujeres» (+Oltra, Sahagún 28).
Quizá esto favoreció su vocación de estudioso investigador.
De
él dice Mendieta: «Fue fray Bernardino religioso muy macizo cristiano,
celosísimo de las cosas de la fe, deseando y procurando que ésta se imprimiese
muy de veras en los nuevos convertidos. Amó mucho el recogimiento y continuaba
en gran manera las cosas de la religión, tanto que con toda su vejez nunca se
halló que faltase a maitines y de las demás horas. Era manso, humilde, pobre, y
en su conversación avisado y afable con todos... En su vida fue muy reglado y
concertado, y así vivió más tiempo que ninguno de los antiguos, porque lleno de
buenas obras, murió de edad de más de noventa años» (V,41). Sahagún fue
guardián de varios conventos, pero, por mandato, se dedicó especialmente al
estudio sistemático de la historia y religión, lengua y costumbres de los
indígenas.
De
entre sus escritos descuella la Historia general de las cosas de la Nueva
España, verdadero monumento etnográfico, compuesto de doce libros, que apenas
tiene precedentes comparables en ninguna lengua. Sahagún fue, a juicio de
Mendieta, el más experto de todos en la lengua náhuatl (IV,44), y su sistema de
trabajo, ya iniciado en parte por fray Andrés de Olmos, era estrictamente
científico y metódico. El mismo Sahagún explica cómo reunía una decena de
hombres principales, «escogidos entre todos, muy hábiles en su lengua y en las
cosas de sus antigüallas, con los cuales y con cuatro o cinco colegiales todos
trilingües», elaboraba incansablemente detallados informes en lengua náhuatl,
continuamente revisados por sus mismos informantes (Prólogo). La obra pasó por
tres etapas de elaboración que se terminaron en Tepeapulco (1560), en el
Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco (1562) y finalmente en la redacción
definitiva, tras un largo recogimiento en México (1566) (Ricard 113). Sahagún
se ocupó de preparar su magna Historia general a dos columnas, en náhuatl y
castellano, pero su obra, al quedar inédita por diversas contrariedades, apenas
fue conocida por los misioneros contemporáneos y posteriores. Una copia
manuscrita del XVI fue hallada en el convento franciscano de Tolosa en 1779, y
sólo en 1830, en México, fue impresa en castellano.
Los
escritos de fray Bernardino de Sahagún, con todas sus descripciones minuciosas
de aquel mundo indígena fascinante, están siempre orientados por la solicitud
apostólica.
En
primer lugar pretende favorecer el trabajo de los misioneros, pues «el médico
no puede acertadamente aplicar las medicinas al enfermo sin que primero conozca
de qué humor o de qué causa procede la enfermedad... y los predicadores y
confesores médicos son de las almas»; y sin embargo, hay predicadores que
excusan cosas graves pensando que «son boberías o niñerías, por ignorar la raíz
de donde salen, que es mera idolatría, y los confesores ni se las preguntan ni
piensan que hay tal cosa, ni saben lenguaje para se lo preguntar, ni aun lo
entenderán aunque se lo digan». En segundo lugar, pretende Sahagún revalorizar
la cultura indígena mexicana, pues estos indios «fueron tan atropellados y
destruidos ellos y todas sus cosas, que ningua apariencia les quedó de lo que
eran antes. Así están tenidos por bárbaros y por gente de bajísimo quilate,
como según verdad en las cosas de política echan el pie delante a muchas otras
naciones que tienen gran presunción de políticos, sacando fuera algunas
tiranías que su manera de regir contenía». Por todo ello fray Bernardino
compuso esta obra, que «es para redimir mil canas, porque con harto menos
trabajo de lo que aquí me cuesta podrán los que quisieren saber en poco tiempo
muchas de sus antiguallas y todo el lenguaje desta gente mexicana» (Prólogo).
A
juicio de Jiménez Moreno, «el P. Sahagún emprendió por primera vez en la
historia del mundo la más completa investigación etnográfica de pueblo alguno,
mucho antes de que el mismo Lafitau (generalmente considerado como el primer
gran etnógrafo) escribiera su notabilísima obra sobre las costumbres de los
iroqueses, que tanto admiran los sabios» (+Trueba, Retablo 15-16).
Fray
Gerónimo de Mendieta (1525-1604)
Este
vasco de Vitoria, nacido en 1525, fue el menor de los cuarenta hijos que su
padre tuvo en sus tres legítimos matrimonios. Ingresó en los franciscanos de
Bilbao, y en 1554 pasó a la Nueva España, donde aprendió el náhuatl con
asombrosa rapidez. En México permaneció más de sesenta años, y fue guardián del
convento de Tlaxcala y de otros importantes conventos franciscanos, como Toluca
y Xochimilco. Fue también varios años secretario e intérprete del Comisiario
General franciscano.
En
1574 recibió del Padre General el encargo de componer una historia de la orden
en México, y partiendo de sus propios conocimientos y de los escritos de
autores como Motolinía, Olmos y Sahagún, alcanzó a culminar su grandiosa
Historia eclesiástica indiana poco antes de morir santamente en San Francisco
de México, en 1604, a los setenta y nueve años de edad. Su obra, muy cuidadosa
y exacta, se caracteriza por la profundidad de su sentido religioso e
histórico, y está llena de graciosa amenidad.
Apostolado
de santidad
Los
misioneros que plantaron la Iglesia en México, franciscanos, dominicos y
agustinos, lograron de Dios el milagro de la evangelización porque eran unos
santos. Perdidos en una selva del lenguas desconocidas, diseminados en una
geografía inmensa y escabrosa, escasos en número para tantos millones de indios,
eran conscientes de que sólo en la abnegación total de sí mismos y en la
perfecta santidad del Espíritu podían dejar que Dios haciera las maravillosas
obras de su gracia. Y efectivamente, en oraciones y penitencias incesantes, en
pobreza y castidad perfectas, en obediencia y en trabajos agotadores,
realizaron la evangelización más excelente que recuerda la historia de la
Iglesia, después de la de los Apóstoles.
Extractamos
de unas páginas de Robert Ricard: «Los misioneros de México parecen como
dominados por la obsesión de dar ejemplo, de enseñar y predicar por el
ejemplo... Ejemplo de oración, ante todo», para que los indios, dados a la
imitación, «se llegasen a Dios». Ejemplo de penitencia y austeridad. «¿No
escribirá Zumárraga que fray Martín de Valencia «se nos murió de pura
penitencia»? No era él una excepción: las fatigas y privaciones fueron la causa
de la gran mortalidad de los dominicos, obligados [en el sur] a recorrer un
inmenso territorio: «Y como los religiosos de esta Orden de Santo Domingo no
comen carne y andan a pie, es intolerable el trabajo que pasan y así viven
poco», escribía el virrey Luis de Velasco al príncipe Felipe en 1554... Y lo
mismo pasaba con los agustinos», como fray Juan Bautista de Moya o el
increíblemente penitente fray Antonio de Roa. Ejemplo de pobreza: «Los
religiosos de las tres órdenes se opusieron abiertamente a que los indios
pagaran el diezmo, para que no imaginaran que los misioneros habían venido en
busca de su personal provecho». Ellos querían vivir pobres como los indios, «ya
que éstos, en su mayoría, ignoraban la codicia y llevaban una vida durísima o
miserable... De ahí, quizá más que de sus beneficios, nació la honda veneración
y amor que les tuvieron: "los religiosos casi son adorados de los indios",
pudo escribir sin exagerar Suárez de Peralta (Noticias históricas de la Nueva
España, Madrid 1878, cp.VII,65)». Y esto era así para los indios «fueran los
que fueran sus misioneros, franciscanos, agustinos o dominicos»... Éstas eran
«las admirables y excelsas virtudes de tantos de los fundadores de la Iglesia
en la Nueva España». Y «tal es la llave que abre las almas; sin ella, todo
apostolado viene a parar en inmediato y definitivo fracaso, o se queda apenas
en frágil y engañadora apariencia» (Ricard 224-228).