Juan de Zumárraga, el fraile arzobispo
Buen gobierno de Cortés
(1521-1524)
Siete años terribles (1524-1530)
Regreso y destierro de Cortés
Fray Julián Garcés O. P.
(1452-1542)
Carta del obispo Garcés al Papa
(1537)
Fray Juan de Zumárraga
(1475-1548)
Graves conflictos en México
Carta del obispo Zumárraga al
Emperador (1529)
Más escándalos y abusos
La segunda Audiencia (1531)
Humilde fraile y obispo enérgico
Dedicado a los indios
Hospitales y burros
Educador y evangelizador
Impresor y editor
Escritor
Sólo Cristo salva
Civilización de amor, no de odio
Final y muerte
Buen gobierno de Cortés
(1521-1524)
En octubre de 1522 el Emperador
nombró a Hernán Cortés gobernador y capitán general de la Nueva España. «En el
corto período de tres años (1521-1524) sentó las bases de la organización
social y política de la nueva nación; hizo levantar sobre los escombros de la
ciudad destruida una más hermosa y magnífica; expidió ordenanzas que nos
muestran su genio creador; mandó explorar en todas direcciones la inmensa
extensión del país; trajo plantas e introdujo cultivos desconocidos; abrió el
campo para la propaganda de la fe; conquistó el amor y el respeto de los
naturales y evitó, hasta donde pudo, que éstos fuesen depredados por los
vencedores, a quienes sin embargo no descontentó» (Trueba, Zumárraga 7).
Siete años terribles (1524-1530)
Pero en 1524 cometió Cortés un
error gravísimo... Abandonó la Nueva España, cuyo orden político apenas se iba
estableciendo, para ir a dar su merecido al capitán Cristóbal de Olid, quien
enviado por él a explorar las Hibueras (Honduras) al frente de seis navíos, se
había rebelado contra su autoridad. Y aún cometió otro error igualmente grave:
en lugar de dejar en su lugar a alguno de sus fieles capitanes, confió el
gobierno a funcionarios o licenciados como Alonso de Estrada, Rodrigo de
Albornoz y Alonso Zuazo.
Y a estos errores todavía añadió
otro. Cuando, estando ya de camino, los oficiales reales Salazar y Chirinos
advirtieron a Cortés del desgobierno consecuente a su ausencia, fiándose de
ellos, les dio autoridad de gobierno, con resultados aún peores. Éstos, vueltos
a México, saquearon la casa de Cortés, atropellaron a las indias nobles que
allí vivían, atormentaron primero y ahorcaron después a su administrador
Rodrigo de Paz, cometieron toda clase de tropelías con los indios y los amigos
de Cortés, corrieron la voz de que éste había muerto, y robaron todo cuanto
pudieron... Al decir de fray Juan de Zumárraga, «se pararon bien gordos de
dinero».
Regreso y destierro de Cortés
A comienzos de 1526, un criado de
Cortés, disfrazado y a escondidas, regresó a México con cartas de su señor, y
se fue al convento de San Francisco. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que,
sabiendo vivo a Cortés y viendo sus cartas, «los frailes franciscanos, y entre
ellos fray Toribio Motolinía y un fray Diego de Altamirano, daban todos saltos
de placer y muchas gracias a Dios por ello» (cp.188). Pronto y bien mandado,
«con ímpetu y alarido», el capitán Tapia prendió a Salazar y a Chirinos, y los
metió en sendas jaulas de gruesas vigas, que según consta en los libros del
cabildo de México, costaron 7 pesos.
Así las cosas, «estando la tierra
en gran turbación -escribe Zumárraga-, que todo se quemaba, sucedió la venida
de don Hernando», quien volvía agotado de su desastrosa expedición a Honduras.
Fue un regreso realmente apoteósico que debió sanarle el corazón de su
amargura. Los indios venían hasta de los lugares más lejanos a limpiar los
caminos y adornarlos con flores.
Como dice Lucas Alamán, un
clásico entre los historiadores de México, «los indios lo recibieron con no
menor aplauso que si hubiera sido el mismo Moctezuma: no cabían por las calles,
con muchas danzas, bailes y músicas, y en la noche hicieron hogueras y
luminarias» (Disertaciones sobre la historia de la República Mexicana, IV).
Seis días pasó en San Francisco de México, retirado con los frailes, como le
escribe al Emperador, «hasta dar cuenta a Dios de mis culpas».
Durante los dos años de su
imprudente ausencia, los enemigos de Cortés habían hecho llegar a España toda
suerte de calumnias. Y Carlos I decide sujetarlo a juicio de residencia, para
lo cual envía a Luis Ponce de León, que muere en México en seguida, lo mismo
que su sucesor Marcos de Aguilar, de tal modo que el encargado para juzgar a
Cortés fue su viejo enemigo el tesorero Alonso de Estrada. Éste lo primero que
hizo fue liberar a Salazar y Chirinos, y desterrar de la ciudad de México a
Cortés, que se fue a Castilla a defender su honor y sus derechos.
Enterado el Emperador de los
escándalos de la Nueva España decide que ésta fuera regida por una Audiencia
Real, un cuerpo colegiado, y comete el gravísimo error de poner al frente de
los oidores Parada, Maldonado, Matienzo y Delgadillo, a Nuño de Guzmán, un
hombre que en esos años dio muestras inequívocas de ser un canalla. Junto a
ellos nombra, como obispo de México y Protector de los indios -y aquí acierta
plenamente-, a fray Juan de Zumárraga. Todos ellos llegan a México en agosto de
1528.
Fray Julián Garcés O. P.
(1452-1542)
En octubre de 1527, en pleno
desastre y turbulencia, llegó a la Nueva España el dominico fray Julián Garcés,
como primer obispo de México. Hijo de familia noble, nació en 1452 en
Munebrega, del reino de Aragón, y en la Orden de predicadores se había
distinguido como filósofo y teólogo, biblista y predicador. Cuando en 1519 es
nombrado obispo para la diócesis carolense -en honor de Carlos I-, de límites
muy imprecisos, tiene 67 años. Esta diócesis imaginaria ve en 1525 concretada
su sede en la ciudad de Tlaxcala, primer centro vital de la Iglesia en México.
Allí se habían bautizado los cuatro señores tlaxcaltecas en 1520, teniendo como
padrinos a Cortés y a sus capitanes Alvarado, Tapia, Sandoval y Olid.
El obispo Garcés, de paso a
México en 1527, trata en la Española con hermanos suyos dominicos, como
Montesinos y Las Casas, misioneros muy solícitos por la causa de los indios. Y
al año siguiente conoce en la ciudad de México al franciscano fray Juan de
Zumárraga, todavía obispo electo, aún no consagrado, de esta ciudad.
En 1527 inicia, pues, fray Julián
Garcés su ministerio episcopal en la extensa diócesis de Tlaxcala a la edad,
nada despreciable, de 75 años. Era muy estudioso, y se dice que de veinticuatro
horas estudiaba doce, pero también era muy activo y excelente predicador. Funda
el hospital de Perote, entre Veracruz y México, como albergue para viajeros,
enfermos y pobres. Toda su renta la empleaba en limosnas y, como veremos,
siempre apoyó al obispo Zumárraga, en las grandes luchas de éste. Murió Garcés
piadosamente a fines de 1542, a los 90 años, y fue enterrado en la catedral de
Puebla, a donde en 1539 había trasladado la sede tlaxcalteca.
Carta del obispo Garcés al Papa
(1537)
Habiendo recibido fray Julián
Garcés con la misma consagración episcopal el nombramiento de «Protector de los
indios», entregó su vida, con una dedicación admirable, a evangelizarlos y
defenderlos. De su fiel servicio episcopal es preciso destacar su Carta al Papa
Pablo III, pues tuvo al parecer un influjo decisivo en la Bula Unigenitus Deus
(2-6-1937), en la que se afirmaba la personalidad humana de los indios, y se
condenaba su esclavización y mal trato, rechazando como falsos los motivos que
se alegaban por entonces. Transcribimos de la carta citada algunos extractos:
«Los niños de los indios no son
molestos con obstinación ni porfía a la fe católica, como lo son los moros y
judíos, antes aprenden de tal manera las verdades de los cristianos que no
sólamente salen con ellas, sino que las agotan y es tanta su facilidad, que
parece que se las beben. Aprenden más presto que los niños españoles y con más
contento los artículos de la fe, por su orden, y las demás oraciones de la
doctrina cristiana, reteniendo en la memoria fielmente lo que se les enseña...
No son vocingleros, ni pendencieros; no porfiados, ni inquietos; no díscolos,
ni soberbios; no injuriosos, ni rencillosos, sino agradables, bien enseñados y
obedientísimos a sus maestros. Son afables y comedidos con sus compañeros, sin
las quejas, murmuraciones, afrentas y los demás vicios que suelen tener los
muchachos españoles. Según lo que aquella edad permite, son inclinadísimos a
ser liberales. Tanto monta que lo que se les da, se dé a uno como a muchos;
porque lo que uno recibe, se reparte luego entre todos.
«Son maravillosamente templados,
no comedores ni bebedores, sino que parece que les es natural la modestia y
compostura. Es contento verlos cuando andan, que van por su orden y concierto,
y si les mandan sentar, se sientan, y si estar en pie, se están, y si
arrodillar, se arrodillan...
«Tienen los ingenios sobremanera
fáciles para que se les enseñe cualquier cosa. Si les mandan contar o leer o
escribir, pintar, obrar en cualquiera arte mecánica o liberal, muestran luego
grande claridad, presteza y facilidad de ingenios en aprender todos los
principios, lo cual nace así del buen temple de la tierra y piadosas
influencias del Cielo, como de su templada y simple comida, como muchas veces
se me ha ofrecido considerando estas cosas.
«Cuando los recogen al monasterio
para enseñarlos, no se quejan los que son ya grandecillos, ni ponen en disputa
que sean tratados bien o mal, o castigados con demasiado rigor, o que los
maestros los envíen tarde a sus casas, o que a los iguales se les encomienden
desiguales oficios, o que a los desiguales, iguales. Nadie contradice, ni
chista, ni se queja...
«Ya es tiempo de hablar contra
los que han sentido mal de aquestos pobrecitos, y es bien confundir la vanísima
opinión de los que los fingen incapaces y afirman que su incapacidad es ocasión
bastante para excluirlos del gremio de la Iglesia. «Predicad el evangelio a
toda criatura, dijo el Señor en el evangelio; el que creyere y fuere bautizado,
será salvo». Llanamente hablaba de los hombres, y no de los brutos. No hizo
excepción de gentes, ni excluyó naciones... A ningún hombre que con fe
voluntaria pida el bautismo de la Iglesia, se le ha de cerrar la puerta, como
lo enseña San Agustín, citando a San Cipriano.
«A nadie, pues, por amor de Dios,
aparte desta obra la falsa doctrina de los que, instigados por sugestiones del
demonio, afirman que estos indios son incapaces de nuestra religión. Esta voz
realmente, que es de Satanás, afligido de que su culto y honra se destruye, y
es voz que sale de las avarientas gargantas de los cristianos, cuya codicia es
tanta que, por poder hartar su sed, quieren porfiar que las criaturas
racionales hechas a imagen de Dios son bestias y jumentos, no a otro fin de que
los que las tienen a cargo, no tengan cuidado de librarlas de las rabiosas
manos de su codicia, sino que se las dejen usar en su servicio, conforme a su
antojo...
«Y por hablar más en particular
del ingenio y natural destos hombres, los cuales ha diez años que veo y trato
en su propia tierra, quiero decir lo que vi y oí... Son con justo título
racionales, tienen enteros sentidos y cabeza. Sus niños hacen ventaja a los
nuestros en el vigor de su espíritu, y en más dichosa viveza de entendimiento y
de sentidos, y en todas las obras de manos.
«De sus antepasados he oído que
fueron sobremanera crueles, con una bárbara fiereza que salía de términos de
hombres, pues eran tan sanguinolentos y crudos que comían carnes humanas. Pero
cuanto fueron más desaforados y crueles, tanto más acepto sacrificio se ofrece
a Dios si se convierten bien y con veras... Trabajemos por ganar sus ánimas,
por las cuales Cristo Nuestro Señor derramó su sangre.
«Oponémosles por objeción su
barbarie e idolatría, como si hubieran sido mejores nuestros padres... ¿Quién
duda sino que, andando años, han de ser muchos destos indios muy santos y
resplandecientes en toda virtud?... Si España, tan llena de espinas y abrojos
de errores antes de la predicación de los Apóstoles, dio después en lo temporal
y espiritual tales frutos, cuales ninguno antes pudiera entender que estaban
por venir, porque esta mudanza es de la diestra del Muy Alto, también se ha de
conceder que, siendo la misma omnipotencia la de Dios, y el mismo auxilio,
favor y gracia, la que concede a todos como Redentor, podrá ser que el pueblo
de los indios venga a ser maravilloso en este Nuevo Mundo... Advertid, dice el
Salmista, que desta manera será bendito el hombre que teme al Señor; y dice
luego el cómo: «Viendo a los hijos de tus hijos (que son los hombres pobres del
Nuevo Mundo) que con su fe y virtudes por ventura han de sobrepujar a aquéllos
por cuyo ministerio fueron convertidos a la fe»...
«Ahora es tanta la felicidad de
sus ingenios (hablo de los niños), que escriben en latín y en romance mejor que
nuestros españoles. Confiesan todos sus pecados, no con menos claridad y verdad
que los que nacieron de padres cristianos, y estoy por decir que con más
ganas... Tienen simplicidad de palomas, y para sus confesiones, todo el año es
cuaresma. Toman disciplinas ordinarias, con ser cosa que los muchachos rehusan,
y las reciben de su voluntad... Y lo que nuestros españoles tienen por más
dificultoso, pues aún no quieren obedecer a los prelados que les mandan dejar
las mancebas, esto hacen los indios con tanta facilidad que parece milagro,
dejando las muchas mujeres que tuvieron en su paganismo, y contentándose con
una en el matrimonio. Con estar muy hechos a hurtar por particular inclinación
que a ello tienen, no rehusan la restitución ni la dilatan. Edifican grandes
iglesias, adórnalas con las armas reales; labran también los conventos de los
frailes que los tienen a cargo, y las casas de las mujeres devotas que envió la
Reina doña Isabel, dándoles a ellas con tanta buena voluntad sus hijos, como a
los frailes sus hijos».
A los 85 años, este anciano
obispo enamorado de sus indios diocesanos, cuenta aquí al Papa una serie de
casos concretos admirables -aunque entre ellos, por cierto, no refiere la
muerte de los niños mártires de Tlaxcala, que fue unos diez años anterior a
esta carta-, y concluye diciendo: Para explicar tantas cosas admirables como
aquí vemos, «no buscamos juicio humano, sino que nos maravillamos del divino,
pues quiere Dios despertar en los principios de aquesta nueva gente, los
milagros antiguos y prometer el fruto con que florecieron los santos que ha
muchos años que nuestra Iglesia reverencia. Ayúdales a los indios su poca
comida, y el pobre y poco vestido, y la humildad y obediencia que les es
natural, con no haber en el mundo nación que tenga con tanta abundancia todas
las cosas necesarias como ésta...
«Una cosa quisiera yo, Santísimo
Padre, que tuviera Vuestra Santidad por persuadida, y es que desde que comenzó
a resplandecer por el mundo la verdad evangélica, desde que se declaró nuestra
felicidad, desde que fuimos adoptados por hijos de Dios en virtud de la gracia
de Nuestro Redentor, y desde que el camino de la salud fue promulgado por los
Apóstoles, nunca jamás (a lo que yo entiendo) ha habido en la Iglesia católica
más trabajoso hilado, ni cosa de más advertencia, que el repartir los talentos
entre estos indios... Vean todo en ese pecho apostólico, que ninguna cosa se
asienta más agradable que querer Vuestra Santidad que todos sus fieles acudan y
asisten y velen en este negocio tan grave, con toda su fuerza y conato, deseo,
voz y voto... tanto más cuanto vemos en Europa que se ejercita más la crueldad
de los turcos contra los nuestros. De aquí saquemos oro de las entrañas de la
fe de los indios. Esta riqueza es la que habemos de enviar para socorro de
nuestros soldados. Ganémosle más tierra en las Indias al demonio que la que él
nos hurta con sus turcos en Europa... Dilátense los términos de vuestros
fieles, buen Jesús, Rey Nuestro» (Xirau, Idea 87-101).
Éste fue el primer obispo de
Puebla de los Angeles.
Fray Juan de Zumárraga
(1475-1548)
Hablaremos de este gran obispo
franciscano ateniéndonos al artículo del jesuita Constantino Bayle, El IV
centenario de Don Fray Juan de Zumárraga , a los datos que hallamos en los
estudios de Alberto María Carreño, Don fray Juan de Zumárraga, y sobre todo, a
la preciosa biografía de Alfonso Trueba, Zumárraga.
En 1527, estando Carlos I en
Valladolid, capital entonces del reino, con ocasión de las Cortes generales,
dejando a un lado los asuntos políticos, se retiró al próximo convento
franciscano de Abrojo para pasar allí la Semana Santa. Pronto se fijó en el
talante espiritual y firme del padre guardián del convento, fray Juan de
Zumárraga, un vizcaíno de 60 años, alto y enjuto, nacido en Durango en 1475. Al
despedirse, el Emperador quiso hacerle una importante limosna, pero él la
rehusó, y cuando fue obligado a recibirla, la entregó a los pobres.
Vuelto Carlos I a sus negocios
políticos, ha de enfrentar los graves problemas de la Nueva España. Es entonces
cuando se equivoca gravemente al elegir los hombres que iban a formar la
primera Audiencia, y cuando en cambio acierta por completo al presentar a la
Santa Sede el nombre del padre Zumárraga para obispo de la ciudad de México.
Fray Juan se resiste al nombramiento cuanto puede, y sólo lo acepta por
obediencia. Carlos I, además, recordando en su conciencia el Testamento de su
abuela la reina Isabel, nombra también al padre Zumárraga Protector de los
indios:
«Por la presente vos cometemos y
encargamos y mandamos que tengáis mucho cuidado de mirar y visitar los dichos
indios y hacer que sean bien tratados e industriados y enseñados en las cosas
de nuestra santa fe católica por las personas que los tienen o tuvieren a cargo
y veáis las leyes y ordenanzas e instrucciones y provisiones que se han hecho o
hicieren cerca del buen tratamiento y conversión de los dichos indios, las
cuales haréis guardar y cumplir como en ellas se contiene, con mucha diligencia
y cuidado» (Cédula real 10-1-1528).
Graves conflictos en México
Acompañado de los oficiales
reales de la primera Audiencia, viaja fray Juan de Zumárraga a México, donde
llega a fines de 1528. Trece días después, mueren los oidores honrados, Parada
y Maldonado, y quedan los indignos, Matienzo y Delgadillo. Estos, sin esperar
en el puerto a su presidente, Nuño de Guzmán, se dirigen a la capital. Al mismo
tiempo, Zumárraga se aloja en San Francisco de México. Allí se reúne con los
indios principales, y por medio de fray Pedro de Gante, les promete defensa y
protección, al mismo tiempo que les ruega se abstengan de hacerle ningún regalo
o donativo.
Zumárraga, al llegar a México
como obispo-electo, se resistió al principio a tomar la jurisdicción
eclesiástica, pero la asumió por la insistencia de franciscanos y dominicos.
Hasta entonces, en España, había llevado una vida más bien retirada, y en esos
años apenas es mencionado en las Crónicas de la Orden. Ahora, cuando presenta
los documentos que le autorizan como obispo-electo y Protector de los indios, y
ve que Presidente y oidores, en pie y descubiertos, los besan y colocan
solemnemente sobre sus cabezas, cree ingenuamente que tiene autoridad
reconocida para intervenir en lo que sea preciso. Pero quizá no se imagina los
choques violentísimos que le esperan con las autoridades civiles...
Carta del obispo Zumárraga al
Emperador (1529)
De los sucesos inmediatos tenemos
detallada y fiel información por la carta que en 1539 Zumárraga dirigió a
Carlos I. En cuanto se supo que el obispo estaba pronto para deshacer
injusticias y defender a los indios de «delitos tan endiablados como
abominables», acudieron a él de todas partes, con grave alarma de la Audiencia,
que prohibió al punto, tanto a españoles como a indios, estas visitas bajo pena
de horca. Zumárraga denunció este nuevo atropello desde el púlpito, y los
oidores le enviaren un escrito «desvergonzado e infame», mandándole callar y
limitarse a los servicios estrictamente religiosos.
Un atropello más de la Audiencia
fue gravar con nuevos impuestos a los indios de Huejotzingo, repartimiento de
Cortés. Cuando éstos acudieron a Zumárraga, amenazados de muerte por hacerlo,
hubieron de acogerse a sagrado, refugiándose en el convento franciscano.
Decidieron los frailes, reunidos en el convento de Huejotzingo, que uno de
ellos, concretamente fray Antonio Ortiz, predicador tan elocuente como
valiente, denunciara en el púlpito de la iglesia de México aquel libelo infame.
Y así lo estaba haciendo ante los mismo oidores, cuando Delgadillo le mandó
callar a gritos, «y así el alguacil y otros de la parcialidad del factor,
diciendo injurias y desmintiéndole, tomaron al fraile predicador de los brazos
y hábitos, y derrocáronle del púlpito abajo, y fue cosa de muy grande escándalo
y alboroto».
La Audiencia, bajo la presidencia
del infame Nuño de Guzmán, seguía haciendo de las suyas. Y como censuraba o
impedía toda la correspondencia de los que eran leales a Cortés, no veía
Zumárraga modo de enviar cartas de denuncia al Emperador. Entonces, «un
marinero vizcaíno se ofreció al santo obispo en secreto de llevarlas y darlas
en su mano al Emperador. Y así lo cumplió que las llevó dentro de una boya muy
bien breada y echada a la mar, hasta que la pudo sacar a su salvo» (Mendieta V,
27).
En la carta de 1529, que refleja
el ánimo valiente de Zumárraga, pide al rey que quite el mando a Nuño, de cuyas
fechorías le informa, y retire también a Matienzo y Delgadillo. Ruega que se
les sujete a juicio de residencia, que se tomen medidas eficaces para la
defensa de los indios, que se acabe con toda forma de «infernal saca» de
esclavos, que se prohiba severamente a los españoles «tomaren a algún indio su
mujer, hija o hermana o hacienda o mantenimiento o otra cosa alguna, o le
llamare perro, o le diere de palos o cuchilladas o bofetadas, o le matare;
porque acá tienen por cotidiano agraviar estos pobres indios haciéndoles robos
y fuerzas, que les parece que no es delito». Acusa también al factor Salazar, y
pide, en fin, para todo remedios eficaces y urgentes, «porque todo va dando
tumbos al abismo».
Más escándalos y abusos
Cristóbal de Angulo, clérigo, y
Francisco García de Llerena, criado de Cortés, por defender a éste en el juicio
de residencia, hubieron de refugiarse luego en los franciscanos de México. En
marzo de 1530, los oidores mandaron allanar el asilo, secuestraron a los dos,
los encadenaron y atormentaron. Y cuando Zumárraga, acompañado del dominico
Garcés, obispo de Puebla, «con algunos de sus clérigos y con una cruz cubierta
de luto fue a la cárcel» a reclamarlos, hubo allí tremendas violencias físicas
y verbales, que Mendieta refiere. «Al mismo obispo le tiraron un bote de lanza,
que le pasó por debajo del sobaco» (V,27).
Zumárraga, entonces, puso en
entredicho a los oidores, que no hicieron caso, ahorcaron a Angulo y cortaron
un pie a Llerena. Con esto, se suspendieron los cultos, quedando la ciudad
entera sujeta a la pena eclesiástica de entredicho.
La segunda Audiencia (1531)
Así fueron las cosas, del
atropello al escándalo, hasta que en 1530 el Consejo de Indias estableció una
segunda Audiencia compuesta por hombres excelentes: Juan de Salmerón, Alonso de
Maldonado, Francisco Ceinos y Vasco de Quiroga, todos ellos presididos por don
Antonio de Mendoza, que de momento, mientras llegaba, fue sustituido por el
obispo de Santo Domingo Ramírez de Fuenleal.
De Mendoza escribe Vasconcelos:
«Del hombre extraordinario que supo llevar adelante la obra de la conquista se
puede decir como el más cumplido elogio, que era digno sucesor de las empresas
y aun de los sueños de Don Hernando [Cortés]. La gran figura del Primer Virrey
Don Antonio de Mendoza llena una época» (Breve historia de México 167).
Antes que los nuevos oidores,
llegó Cortés de nuevo a México, en julio de 1530. Medio año después, en enero
de 1531, llegaba a Nueva España la nueva Audiencia Real. Los oidores, siguiendo
las instrucciones recibidas, se alojaron en las Casas de Cortés. En seguida
abrieron proceso a Nuño de Guzmán, Matienzo y Delgadillo. Y fueron tantos los
acusadores indios o españoles y tan graves los cargos que se presentaron contra
ellos, cuenta Bernal Díaz del Castillo, «que estaban espantados el presidente y
oidores que les tomaban residencia» (Historia 147). A Matienzo y Delgadillo los
mandaron luego presos a España. Guzmán, ausente, no quiso presentarse en juicio
ni entregar el mando de sus tropas, sino que se internó más adentro en Nueva
Galicia.
Parece cierto que sin la enérgica
rectificación obrada por la segunda Audiencia en estos años decisivos, toda la
aventura de la Nueva España hubiera acabado en desastre irremediable, tanto en
lo temporal como en lo espiritual. Motolinía asegura que si aquellos canallas
de la primera Audiencia, que son «escoria y heces del mundo... no se tragaron
ni acabaron los indios», fue gracias al «primer obispo de México don fray Juan
de Zumárraga», y a los nobles hombres de la segunda Audiencia. Y por eso «bien
son dignos de perpetua memoria los que tan buen remedio pusieron a esta
tierra», pues desde que llegaron «les va a los indios de bien en mejor» (III,3,
320-321).
Humilde fraile y obispo enérgico
La tarea eclesial urgente en
México era entonces realmente abrumadora. Zumárraga y Cortés se echaron a la
calle, pidiendo por las casas limosnas para hacer la catedral. Todo estaba en
la diócesis por hacer y por organizar. Y aquel obispo, que más parecía fraile
que obispo, se entregó a la tarea como mejor supo y pudo. En el precioso
retrato que fray Gerónimo de Mendieta nos dejó de Zumárraga, se ve a éste como
un hombre sumamente humilde y observante, abnegado y pobre, incansablemente
entregado a sus tareas espiscopales (V,28):
Fuera de la dignidad de las
celebraciones litúrgicas, «tratábase como fraile menor», y solía ir solo por la
calle, como un fraile más. Confirmaba «con tan grande espíritu y lágrimas, que
movía a devoción a los que presentes se hallaban, y cuando lo ejercitaba no se
acordaba de comer, ni jamás se cansaba, y no había otro remedio para acabar más
de quitarle la mitra de la cabeza y ausentarse los padrinos, porque si esto no
hacían, estuviera hasta las noches confirmando». Cuando se trasladaba para
confirmar en un lugar, «iba casi solo con muy poca gente, por no dar vejación a
los indios». «Era tan fraile de Santo Domingo y de S. Agustín en la afición,
familiaridad y benevolencia, como de S. Francisco». «Su librería, que era mucha
y buena, repartió, dejando parte de ella a la iglesia mayor y parte a los
conventos de las tres órdenes». «Ayunaba los ayunos de la regla del padre S.
Francisco como cuando estaba sujeto a la orden». «Los viernes iba al monasterio
de S. Francisco y decía su culpa en el capítulo de los frailes, y recibía con
extraña humildad las reprensiones y penitencias que le daba el que allí
presidía». Los adornos de su persona o casa episcopal le daban grima: «Dícenme
que ya no soy fraile sino obispo; pues yo más quiero ser fraile que obispo»...
El obispo Zumárraga, aunque
siempre recibió la función episcopal como una cruz pesada y no buscada, ejerció
el ministerio pastoral con gran dedicación y energía. Y él, que aprendió de
niño el vasco y el castellano en el convento, mostró hablar el romance con
particular soltura y claridad a la hora de fustigar vicios o defender su
función pastoral. Y la misma firmeza que mostró frente a los abusos de las
autoridades civiles la demostró también ante los excesos de algunos sacerdotes
indignos que llegaban a Nueva España con imprudente licencia del Consejo de
Indias, o incluso ante el siniestro proselitismo idolátrico de algún jefe
indio.
Sus palabras o acciones más duras
iban siempre contra los que hacían mal o escandalizaban a los indios. De unos
clérigos infames dice que más que buscar ídolos entre los indios, «se andaban
ambos a dos de noche por ídolas». De otro sacerdote: «Me tiene espantado y
atónito, sabiendo él lo que sabemos de sus iniquidades y maldades infernales, y
ser tan públicas que aun el aire parece tienen inficionado... No se podrá
acabar conmigo que un miembro del Anticristo como éste [ande] suelto entre mis
ovejas simples... Por tan meritorio tengo perseguir a éste como a los herejes.
Y de mi voto hasta degradarle y relajarle no pararía, y que los indios lo
viesen ahorcado me consolaría harto... Para que vean esos señores [del Consejo
de Indias] a quién dieron licencia para volver a las Indias». Y de otro: «Yo lo
quemaría si me fuese lícito... A lo menos yo no permitiré tal lobo entre mis
ovejas, aunque el Papa lo mande y supiese ir a sus pies» (+Bayle 232-233).
Y hasta con los indios, llegado
el caso, mostraba Zumárraga su dureza en la defensa de la fe. Se dio
concretamente el caso de que uno de los señores de Texcoco, Don Carlos, había
hecho proselitismo idolátrico, y Zumárraga hubo de actuar como inquisidor,
hallándole culpable. «Para más seguridad, llevó la causa al Virrey y Oidores»,
y todos juzgaron lo mismo. Don Carlos, llegado el momento de su ejecución,
«dijo que él recibía de buena voluntad, en penitencia de sus pecados, la
sentencia, y pidió licencia para hablar a sus naturales que se quitasen de sus
idolatrías». Pasado un tiempo, llegaron a Zumárraga desaprobatorias Cédulas
reales, que mandaban entregar los bienes confiscados a los herederos de Don
Carlos: «Nos ha parecido cosa muy rigurosa tratar de tal manera a persona
nuevamente convertida a nuestra santa fe, y que por ventura no estaba instruido
en las cosas de ella como era menester»... Los males y peligros de las Indias
se veían de un modo sobre el terreno, y de otro desde España. Y es cosa notable
que en América, ante la idolatría y apostasía de los neófitos, «los obispos,
pedían el rigor de la Inquisición», ellos que eran los que mejor conocían y
amaban a los indios; «y en la Corte, el Rey y el Consejo de Indias lo negaron».
Por eso «los indios quedaron exentos del tribunal de la Inquisición» (+Bayle
260-261). Y es que en ocasiones a distancia se ve mejor.
La energía del obispo Zumárraga,
en los años terribles, le llevó a decir a veces verdaderas barbaridades contra
aquellos gobernantes infames, y muchas denuncias de éstos llegaron a España.
Por eso la segunda Audiencia le trajo una real Cédula, en la que se le mandaba,
siendo todavía obispo electo, acudir a España para defenderse de las
acusaciones. Pero, una vez que los oidores le conocieron en México, ellos
mismos escribieron cartas a su favor: «tenémoslo por muy buena persona», «le
tengo por muy buen hombre» (24-241).
En España fue vindicado su nombre
plenamente, y en 1533 recibió la consagración episcopal en Valladolid. Durante
un año entonces «anduvo por España pobre y penitentemente», gestionando asuntos
en favor de México, especialmente en todo lo referido a la defensa de los
indios. Escribió en ese tiempo una Pastoral o exhortación a los religiosos de
las Ordenes mendicantes para que pasen a la Nueva España y ayuden a la
conversión de los indios. Y regresó en octubre de 1534, trayendo tres navíos
con muchos artesanos, de diversos oficios, con sus mujeres, hijos y
herramientas.
Dedicado a los indios
Lo mismo que el obispo Garcés,
tenía Zumárraga un amor por los indios muy profundo. A él le fue dado en 1531
aquel encuentro maravilloso con el Beato Juan Diego. Y de él dice Mendieta:
«Tenía más tierno amor a los indios convertidos, que ningún padre tiene a sus
hijos. En sus enfermedades y trabajos lloraba con ellos, y nunca se cansaba de
los servir y llevar sobre sus hombros como verdadero pastor». Y al propósito
cuenta una buena anécdota: «Dijéronle a este varón de Dios una vez ciertos
caballeros que no gustaban de verlo tan familiar para con los indios:
"Mire vuestra señoría, señor reverendísimo, que estos indios, como andan
tan desarrapados y sucios, dan de sí mal olor. Y como vuestra señoría no es mozo
ni robusto, sino viejo y enfermo, le podría hacer mucho mal en tratar tanto con
ellos". El obispo les respondió con gran fervor de espíritu:
"Vosotros sois los que oléis mal y me causáis con vuestro mal olor asco y
disgusto, pues buscáis tanto la vana curiosidad y vivís en delicadezas como si
no fueseis cristianos; que estos pobres indios me huelen a mí al cielo, y me
consuelan y dan salud, pues me enseñan la aspereza de la vida y la penitencia
que tengo de hacer si me he de salvar"» (V,27).
Hospitales y burros
El obispo Zumárraga, como buen
mendicante, fue muy limosnero, y en su casa siempre hallaban de comer los
pobres. Particular caridad mostró siempre con los enfermos, y promovió la
institución de hospitales. A él se debe personalmente la fundación de un
hospital en Veracruz, y sobre todo el establecimiento en 1540, en la ciudad de
México, del Hospital del Amor de Dios, para los aquejados de enfermedades
venéreas, no pocos entonces, y de todas partes ahuyentados. De este hospital
para enfermos de bubas escribe a su sobrino Sancho García: «es la cosa en que
más se servirá a Dios, y mejor memoria de toda la ciudad; y bien es que quede
algo del primer obispo de México».
También procuró Zumárraga el bien
de los indios, sobre todo de los pobres, trayendo burros de España. En 1956, el
gran patriota y cristiano mexicano José Vasconcelos propuso levantar en México
monumentos al burro, cuya imagen poética, por lo demás, había sido recreada no
ha mucho por Juan Ramón Jiménez (Platero y yo, 1914).
«En lugar de tantas estatuas de
generales que no han sabido pelear contra el extranjero, en vez de tanto busto
de político que ha comprometido los intereses patrios, debería haber en alguna
de nuestras plazas y en el sitio más dulce de nuestros parques, el monumento al
primer borrico de los que trajo la conquista. Ello sería una manera de
reivindicar las fuerzas que han levantado al indio, en vez de los que sólo le
aconsejan odio y lo explotan. Enseñaríamos de esta suerte al indio a honrar lo
que transformó el ambiente miserable que en nuestra patria prevalecía antes de
la conquista. Lea cualquiera las crónicas de la conquista; era costumbre,
reconocen todos los cronistas, que cada pueblo, cada parcialidad, cada cacique,
dispusiese de uno o varios centenares de tamemes, es decir, indios destinados
al oficio de bestias de carga; esclavos que sustituían al burro... El burrito
africano, el asno español, llegaron a estas tierras a ofrecer su lomo paciente
para alivio de la tamemes indios» (Breve hª 137-138).
Pues bien, fray Juan de Zumárraga
fue uno de los impulsores decisivos de la traída a Nueva España de los burros,
como animales de carga. El escribió un memorial al Consejo de Indias en el que
decía: «Sería cosa muy conveniente que se proveyese a costa de S. M. viniesen
cantidad de burras para que se vendiesen a los caciques y principales, y ellos
las comprasen por premia, porque demás de haber esta granjería, sería excusar
que no se cargasen los indios, y excusar hartas muertes suyas». La petición fue
atendida, y el mismo Zumárraga andaba «caballero en su asnillo», según escribía
en 1538: «Ando a pie mis cuatro o cinco leguas; el asno del obispo se cansa tan
presto como él, y bájome de él y va retozando en el tropel de los indios...
Cuando voy en él, salen [los indios] al camino a besar a él [al borrico], no
osando llegar a mí».
Educador y evangelizador
El primer obispo de la ciudad de
México era, por otra parte, un franciscano culto y bien letrado, que siempre
concibió la evangelización de las Indias como un desarrollo integral del pueblo
indígena, bajo la guía de la fe y el impulso de la caridad de Cristo. Así pues,
en su visión de las cosas, la educación de los indios no era sino un elemento
integrante de la evangelización.
La formación escolar de los
indios mexicanos fue al principio tarea muy especialmente asumida por los
franciscanos, que siempre hallaron su apoyo y ayuda en Zumárraga. A él se deben
los colegios para muchachas indias abiertas en Texcoco, Huejotzingo, Cholula,
Otumba y Coyoacán.
Pero en su gran obra de promoción
de la cultura cristiana, en la que siempre se vio ayudado por el Virrey don
Antonio de Mendoza, destaca su iniciativa para el establecimiento en 1536 del
célebre Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, para muchachos indios, que, como
sabemos, alcanzó un gran florecimiento. Y también fue él quien promovió ante el
Concilio de Trento la fundación de la Universidad de México, que por fin fue
establecida en 1551.
En 1546 recibió Zumárraga
nombramiento como primer Arzobispo de México, con lo que vino a ser
metropolitano de Tlaxcala, Michoacán, Oaxaca, Guatemala, México y Chiapa.
Impresor y editor
El arzobispo Zumárraga tenía
verdadera pasión por la instrucción religiosa de los fieles, y buscaba todos
los medios para difundir la buena doctrina. Como de España los libros llegaban
pocos, mal y tarde, pensó que había que procurar modos para editar en la misma
Nueva España. Y en 1533, antes que nadie en América, presentó al Consejo de
Indias un memorial pidiendo licencias para establecer una imprenta en México.
Acogida su solicitud, gestionó con el Virrey Mendoza para que Juan Cromberger,
célebre impresor de Sevilla, enviase a México los oficiales y las máquinas
necesarias «para imprimir libros de doctrina cristiana y de todas maneras de
ciencias». En seguida, el obispo cedió la Casa de las campanas, contigua al
obispado, como sede de la imprenta, que desde 1539 comenzó a trabajar, siendo
la primera de América.
Alberto María Carreño hizo un
buen estudio de las obras editadas por Zumárraga de 1539 a 1548, año en que
murió (Zumárraga 11-33). Como editor verdaderamente católico, él publicaba
siempre obras católicas, que elegía cuidadosamente, pensando ante todo en el
bien espiritual de los fieles. Es significativo que varias de ellas llevan la
palabra Doctrina en sus títulos, largos y floridos al estilo de la época:
Doctrina Cristiana para los niños..., Doctrina cristiana muy provechosa...,
Doctrina cristiana cierta..., Breve y más compendiosa Doctrina cristiana en
lengua mexicana y castellana... Y es que lo que Zumárraga buscaba sobre todo
era que sus fieles tuviesen en abundancia el buen pan de la verdad cristiana. Y
así como él mismo fue un gran lector -su cuantiosa biblioteca lo atestigua-,
fue también un hombre muy llamado al apostolado del libro.
En este punto, fray Juan de
Zumárraga continuó en México el mismo apostolado de la imprenta y del libro que
unos decenios antes impulsaba desde Toledo otro franciscano, el Cardenal
arzobispo Francisco Jiménez de Cisneros. En efecto, Zumárraga imprimió a su
costa y repartió entre los indios miles de cartillas de doctrina y de libros de
oraciones. Y fue también el editor de los Catecismos mexicanos más antiguos, el
de Pedro de Córdoba, dominico, y los de Alonso de Molina y Pedro de Gante,
franciscanos. Si en aquellos diez años su actividad de editor no fue mayor,
ello se debe en buena parte a la escasez del papel en la Nueva España.
Escritor
Aparte de algunas cartas y
memoriales, a veces muy importantes, hemos de destacar en el autor Zumárraga su
obra Doctrina breve muy provechosa de las cosas que pertenecen a la fe católica
y a nuestra cristiandad, en estilo llano para común inteligencia (1544). En la
Doctrina breve se aprecia con frecuencia lo que podríamos llamar un
fundamentalismo biblista, cuyos orígenes habría que buscar en el mismo
franciscanismo vivido por Zumárraga, en el ambiente suscitado en España por la
Universidad de Alcalá, fundada en 1499 por el Cardenal franciscano Jiménez de
Cisneros, y también, sin duda, como los estudios de José Alomoina pusieron de
manifiesto, en el influjo directo de Erasmo (Carreño 17-24).
Zumárraga, por otra parte, lector
de la Utopía de Tomás Moro -leyó y anotó con mucha atención la edición de
Basilea, 1518-, participaba de un utopismo evangélico que fue muy frecuente en
los primeros misioneros españoles de las Indias, como en Vasco de Quiroga o
Santo Toribio de Mogrovejo. La ingenua docilidad de los indios y la situación
de evangelización primera hacían desear para el Nuevo Mundo la implantación de
una cristiandad verdadera, muy próxima a la Iglesia primitiva de los apóstoles,
y bien alejada de los pecados y de las sutilezas teológicas que en Europa
estaban haciendo estragos. Eran los tristes años de Lutero (Wittenberg, 1517) y
de tantos más... Los extractos que siguen muestran bien estas tendencias
(Xirau, Ideas 107-119):
«Lo que principalmente deben
desear los que escriben es que la escritura sea a gloria de Jesucristo y
convierta las ánimas de todos». Pero cuántos escritores y lectores ignoran
esto... «Los más de los hombres con unas ardientes agonías se aplican a leer
escrituras que más pueden dañar que aprovechar», y falta en cambio la buena
doctrina, sencilla y pura, «y vemos asimismo que los que la tratan son pocos, y
éstos muy fríamente».
Por otra parte, cuántos leen con
curiosidad esto y lo otro, todo cuanto se publica, todo menos la misma Palabra
divina.
«Y así desearía yo por cierto que
cualquier mujercilla leyese el Evangelio y las Epístolas de San Pablo».
Quisiera Dios que las Escrituras llegaran a ser conocidas por los indios, y que
«el labrador, andando al campo, cantase alguna cosa tomada desde doctrina; y
que lo mismo hiciese el tejedor estando en su telar, y que los caminantes
hablando en cosas semejantes aliviasen el trabajo de su camino, y que todas las
pláticas y hablas de los cristianos fuesen de la Sagrada Escritura».
¿Quiénes son los verdaderos
teólogos? ¿Los que complican tanto las cosas de la fe que consiguen hacerlas
tan frías como ininteligibles?
«En mi opinión aquel es verdadero
teólogo, que enseña cómo se han de menospreciar las riquezas, y esto no con
argumentos artificiosos, sino con entero afecto: con honestidad, con buena
manera de vivir; y que enseña asimismo que el cristiano no debe tener confianza
en las cosas deste mundo y que le conviene tener puesta toda su esperanza en
solo Dios. Y también...», etc., etc. El santo arzobispo primero de México da un
buen repaso a los a sí mismos se dan pomposamente el nombre de teólogos. Las
cosas que tantas veces éstos estiman «groseras y de poca erudición» son justamente
las que más fuerza tienen para glorificar a Dios y salvar a los hombres: «son
las que Jesucristo principalmente enseñó, y éstas muchas veces manda a los
Apóstoles».
Pero los dichos teólogos
prefieren perderse, perdiendo a otros, en «las altas sabidurías».
Pues bien, «puédese consolar el
vulgo de los cristianos con que estas sotilezas que en los sermones destos
tiempos se tratan, los Apóstoles ciertamente no las enseñaron». No se enseña
justamente aquello que Cristo y los Doce enseñaron, y se difunden en cambio las
lucubraciones estériles que los teólogos van poniendo de moda. «¡Qué mala
vergüenza es que haya cosa que tengamos nosotros en más que lo que Él enseñó!».
Y en ésas estamos; preferimos el alimento de nuestros pensamientos y palabras a
«la doctrina de Jesucristo. Y de aquí es que la traemos forzada y como de los
cabellos a que concuerde con nuestro ruin vivir; y mientras vivimos por las
vías que podemos huimos de no ser tenidos por poco letrados, mezclando con esta
doctrina cristiana todo lo que nos hallamos en los autores gentiles. Las cosas
que en ella son más principales no sólamente las corrompimos, pero -lo que
negar no podemos- atribuimos a unos pocos hombres aquellas cosas que
principalmente quiso Jesucristo que fuesen comunes a todos».
Buena doctrina, sana, sencilla,
católica; eso es lo que necesita el pueblo.
«Pues digo que el primer grado
del cristiano es saber qué es lo que Jesucristo enseñó; y el segundo, es obrar
según sabe», y en esto ha de tenerse bien sabido que la buena doctrina se
aprende «con oración más que con argumentos». Y si no, «mira ahora tú,
cristiano, por tu vida, y dime: si algo deseas saber, ¿por qué te huelgas más
de buscar otro autor que te enseñe, que al mismo Jesucristo?... No puedo acabar
de entender qué es la causa por que queremos más deprender la sabiduría de
Jesucristo de las escrituras de los hombres, que de la boca del mismo
Jesucristo... ¡Que haya tantos millares de cristianos que, aun siendo letrados,
jamás en toda su vida se aficionan siquiera a leer los Evangelios ni las
Epístolas de los Apóstoles! Los moros saben y entienden su ley; y los judíos,
aun el día de hoy, desde que nacen aprenden lo que les mandó su Moisés. Pues
¿por qué nosotros no hacemos lo mismo con Jesucristo?». ¿Y por qué no lo hacemos
desde niños? «Porque lo que se aprende desde la niñez claro está que se encaja
y embebe con mayor eficacia en los ánimos humanos: por eso conviene que lo
primero que sepa el niño nombrar sea a Jesucristo, y que la primera niñez sea
instruida en la doctrina cristiana». Todos hemos de venerar las Sagradas
Escrituras que el Señor nos dio y nos ofrece día a día. Nosotros veneramos una
reliquia, por ejemplo, una huella dejada en la piedra por el pie de Cristo, y
nos arrodillamos y la besamos, y está bien hecho. «Pues de verdad, que sería
más razón que acatásemos y reverenciásemos en estos santos Libros la vida de
Jesucristo y su espíritu que siempre allí tiene vida, y como la tiene así
también la da».
Sólo Cristo salva
Los misioneros que evangelizaron
las Indias, igual que los primeros Apóstoles, creen con total firmeza que la
salvación de la humanidad no está en sistemas filosóficos o en movimientos
políticos, ni en métodos psíquicos o prácticas individuales o comunitarias, ni
en nada que sea sólo humano, pues «lo que nace de la carne es carne», y
sólamente «lo que nace del Espíritu es espíritu» (Jn 3,6). Ellos creen, sin
vacilación alguna en su fe, que no hay salvación para los pueblos si no es en
el nombre de Jesús; «porque no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los
hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación» (Hch 4,12). Esta es la fe
de Zumárraga, la que una y otra vez expresa en su Doctrina breve:
«Sólo Jesucristo es el maestro y
doctor venido del cielo, y sólo El es el que puede enseñar la verdad, pues que
sólo El es eternal Sabiduría, y siendo solo hacedor de la salud humana, sólo El
enseñó cosas saludables y sólo El por obras cumplió todo cuanto por palabras
enseñó, y sólo El es el que puede dar todo cuanto quiso prometer».
«Si verdaderamente y de entero
corazón somos cristianos, y si verdaderamente creemos que Jesucristo fue
enviado del cielo para enseñarnos aquellas cosas que la sabiduría de los
Filósofos no alcanzaban, y si verdaderamente esperamos de Jesucristo lo que
ningunos príncipes, por muy ricos que sean, nos pueden dar... no nos ha de
parecer cosa de cuantas hay en el mundo prudente ni sabia, si no es conforme a
los decretos y mandamientos de Jesucristo».
Nunca se le ocurrió a fray Juan
de Zumárraga que la paz social o la prosperidad económica o el desarrollo
cultural o político podrían lograrse mejor en las Indias dejando de lado o
colocando entre paréntesis las leyes de Dios dadas por Cristo. Todavía no se
había inventado el catolicismo liberal. Él nunca contrapuso el bien común
cívico y temporal con la salvación espiritual y eterna. Como todos los
misioneros católicos de su tiempo, él creía con toda firmeza que la gracia de
Cristo no destruye en nada la naturaleza individual, familiar y social del
hombre, sino que es precisamente la única que puede sanarla y elevarla; porque
«si queremos mirar en ello, hallaremos que no es otra cosa la doctrina de
Jesucristo sino una restauración y renovación de nuestra naturaleza, que al
principio fue creada en puridad y después por el pecado corrompida».
«Plega a Su inmensa bondad
abrirnos de tal manera los ojos de nuestras ánimas... que ninguna otra cosa
queramos ni deseemos, sino a solo El, pues sólo es vida del ánima: al cual sea
gloria por siempre jamás. Amén».
Civilización de amor, no de odio
Fray Juan de Zumárraga quiere
siempre que la conquista espiritual de los indios, dejando a un lado la
violencia, se haga por la vía persuasiva de la Verdad y con la atracción del
buen ejemplo. «Ciertamente con estas tales armas muy más presto traeríamos a la
fe de Jesucristo a los enemigos del nombre cristiano, que no con amenazas ni
con guerras; porque puesto caso que ayuntemos contra ellos todas cuantas
fuerzas hay en el mundo, cierto es que no hay cosa más poderosa que la misma
Verdad en sí».
Por otra parte, nunca piensa
Zumárraga, como tantos piensan ahora, que los derechos de los indios sólamente
se podrán sacar adelante enseñándoles a odiar a los blancos, y recordándoles
una y otra vez las innumerables afrentas y opresiones que de éstos han recibido.
Por el contrario, él, como fiel discípulo de Jesucristo, y como todos los
misioneros primeros de las Indias, hace todo lo posible para que los indios y
los blancos vivan en paz y amor mutuo, consciente de que sólamente así unos y
otros, y concretamente los indios, podrán gozar de paz y prosperidad.
Por eso escribe estas palabras
que convendría grabar en oro: «Entre éstas [dos razas, nativa y española] se
requiere gran atadura y vínculo de amor, en lo cual consiste todo el bien desta
Iglesia, así en lo espiritual como en lo temporal; y bienaventurado será el que
amasare estas dos naciones en este vínculo de amor».
Y podría haber añadido: «Y
maldito aquél que las separe sembrando entre ellas el odio y el rencor». Pero
como buen franciscano, no lo hizo.
Final y muerte
Ya viejo de 80 años, enfermo y
acabado, todavía en abril de 1548 realiza innumerables confirmaciones de
indios. Agotado por el esfuerzo, hubo que traerle a México, donde escribió dos
cartas de despedida. En una de ellas, preciosa, al Emperador, anunciándole que
ya terminaba su vida:
«En cinco días de ausencia torné
tan doliente que entiendo es Dios servido que apareje el alma... Es verdad que
habrá cuarenta días que con la ayuda de religiosos comencé a confirmar los
indios... Pasaron de cuatrocientas mil almas los que recibieron el olio y se
confirmaron, y con tanto fervor que estaban por tres días o más en el
monasterio, esperando recibirla; a lo cual atribuyen mi muerte, y yo la tengo
por vida, y con tal contento salgo de ella, haciendo en el servicio de Dios y
de S. M. mi oficio. Hago saber a V. M. cómo muero muy pobre, aunque muy
contento»...
Finalmente, el domingo 3 de junio
de 1548, estando con pleno juicio, falleció y pasó al Domingo eterno, siendo
sus últimas palabras: «In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum». Y aunque
él dispuso ser enterrado en San Francisco, se le dio sepultura en la Catedral,
con muchas lágrimas de todos, según cuenta Mendieta: «El virrey y oficiales de
la real Audiencia estuvieron a su entierro vestidos de lobas negras, dando
muchos gemidos y suspiros, que no los podían disimular. El llanto y alarido del
pueblo era tan grande y espantoso, que parecía ser llegado el día del juicio»
(V,29).
Éste fue el primer obispo de la
ciudad de México.