Hernán Cortés, pecador
y apóstol
La vuelta de Quetzalcóatl
Hernán Cortés (1485-1547)
Conductor de una altísima empresa
Primera misa en Cozumel
Tabasco y la victoria de la Virgen
Cempoala y los calpixques aztecas
Murmuraciones y temores
Tlaxcala
Guerra en Cholula
Entrada pacífica en Tenochtitlán
La vergonzosa caída de Huichilobos
Moctezuma se hace vasallo de Carlos
I
Pérdida y conquista sangrienta de
México
Cortés recibe a los doce franciscanos
Pide misioneros
Soldados apóstoles de México
Francisco de Aguilar (1479-1571)
Elogios de Hernán Cortés
Amistad con los franciscanos
Final
La vuelta de Quetzalcóatl
Antiguas tradiciones de México,
según el noble mestizo Fernando de Alva Ixtlilxochitl, hablaban de Quetzalcóatl,
«hombre justo, santo y bueno», que en tiempo inmemorial vino a los aztecas
«enseñándoles por obras y palabras el camino de la virtud, y evitándoles los
vicios y pecados, dando leyes y buena doctrina». Predicó especialmente en
la zona de Cholula, y «viendo el poco fruto que hacía con su doctrina, se
volvió por la misma parte donde había venido, que fue por la de oriente»,
asegurando antes de irse que «en un año que se llamaría ce ácatl volvería,
y entonces su doctrina sería recibida, y sus hijos serían señores y poseerían
la tierra». Quetzalcóatl «era hombre bien dispuesto, de aspecto grave, blanco
y barbado». Su nombre, literalmente, «significa sierpe de plumas preciosas;
por sentido alegórico, varón sapientísimo». Más tarde, en Cholula «edificaron
un templo a Quetzalcóatl, a quien colocaron por dios del aire» (Historia de
la nación chichimeca cp.1). El año aludido, ce ácatl, era el 1519.
Bernardino de Sahagún, por otra
parte, recogiendo informes de los indios, cuenta que el año calli, es decir
1509, fue en México un año fatídico, en el que se produjeron extrañas señales,
misteriosos y alarmantes presagios: se incendia el cu de Huitzilopochtli,
sin que nadie sepa la causa, atraviesa los cielos un cometa desconocido, se
levantan las aguas de México sin viento alguno, se oyen voces en el aire...
«Moctezuma espantóse de esto, haciendo semblante de espantado», procura la
soledad, interroga a adivinos y astrólogos (VIII,6)... Es el año 1509.
Un día, finalmente, según la Crónica
mexicana de Fernando de Alvarado Tezozómoc, se presenta ante Moctezuma un
macehual, un hombre del pueblo, comunicando con el mayor respeto que en la
orilla del mar de oriente «vide andar en medio de la mar una sierra o cerro
grande, y esto jamás lo hemos visto». Verificada la increíble noticia, confirman
al tlatoani que, efectivamente, «han venido no sé que gente, las carnes de
ellos muy blancas,y todos los más tienen barba larga» (León-Portilla, Crónicas
indígenas cp.2).
Una vez más los nigrománticos defraudan
al tlatoani: «¿qué podemos decir?», y éste, perdiendo ya los nervios, manda
arrasar sus casas y matar sus familias. «Se juntaron luego, y fueron a las
casas de ellos, y mataron a sus mujeres, que las iban ahogando con unas sogas,
y a los niños iban dando con ellos en las paredes haciéndolos pedazos, y hasta
el cimiento de las casas arrancaron de raíz» (cp.2).
Moctezuma, hombre profundamente
religioso, como guardián del reino y del culto, «quedó lleno de terror, de
miedo. Y todo el mundo estaba muy temoroso. Había gran espanto y había terror.
Se discutían las cosas, se hablaba de lo sucedido... Los padres de familia
dicen: ¡Ay, hijitos míos! ¿Qué pasará con vosotros?... ¿Cómo podréis vosotros
ver con asombro lo que va a venir sobre vosotros?... Moctezuma estaba para
huir, tenía deseos de huir; anhelaba esconderse huyendo, estaba para huir.
Intentaba esconderse»... Pero los blancos barbados se aproximan más y más
a Tenochtitlán, y el tlatoani «no hizo más que esperarlos. No hizo más que
resignarse; dominó finalmente su corazón, se recomió en su interior, lo dejó
en disposición de ver y de admirar lo que habría de sucedir» (cp.4).
Ya toda resistencia a lo que fatalmente
había de suceder era inútil. «Había vuelto Quetzalcóatl. Ahora se llamaba
Hernán Cortés» (Madariaga, Cortés 27).
Hernán Cortés (1485-1547)
Extremeño, nacido en 1485 en Medellín,
de padres hidalgos, inició Cortés sus estudios en Salamanca, los dejó pronto,
dicen que bachiller, y en 1504 se embarcó para las Indias. Escribano en Santo
Domingo, dado a sus negocios, fue siempre «algo travieso con las mujeres»,
como dice Bernal Díaz (cp.204). Refiere Francisco Cervantes de Salazar, que
estando un día enfermo -digamos, de un cierto mal-, soñó Cortés «que había
de comer con trompetas o morir ahorcado», y así lo dijo a sus amigos (2,17:
Madariaga 71). Presiente extrañamente la acción y la gloria.
A los 26 años está en Cuba, como
secretario del gobernador Velázquez, al mismo tiempo que cría ganado, mostrando
sus dotes de empresa. Alcalde de Santiago a los 33 años, siendo uno de los
hombres más prósperos y mejor relacionados de la isla, se hace con el mando
de una expedición autorizada, más o menos, por Velázquez, y financiada en
gran parte por el propio Cortés. Recala primero en Trinidad, y el 10 de febrero
de 1519, se hace a la vela hacia México con once navíos, quinientos ochenta
soldados y capitanes, cien marineros, dieciséis caballos y diez cañones. Era
el año ce áctl de la era mexicana.
Bernal, soldado y compañero, describe
a Cortés como alto y bien proporcionado, dando en todo señales de gran señor,
«de muy afable condición en el trato con todos sus capitanes y compañeros»,
algo poeta, latino y elocuente, «buen jinete y diestro de todas las armas»,
«muy porfiado, en especial en las cosas de la guerra», algo jugador y «con
demasía dado a las mujeres». Era, por otra parte, hombre muy religioso. «Rezaba
por las mañanas en unas Horas e oía misa con devoción. Tenía por su muy abogada
a la Virgen María Nuestra Señora», y era limosnero, sumamente sufrido, el
primero en trabajos y batallas, sumamente alerta y previsor (cp.204).
Mendieta, conociendo las flaquezas
de este Capitán, señala sin embargo que él fue ciertamente elegido por la
Providencia divina para «abrir la puerta y hacer camino a los predicadores
de su Evangelio en este nuevo mundo», en aquellos años trágicos en que media
Europa, conducida por Lutero, se alejaba de la Iglesia, «de suerte que lo
que por una parte se perdía, se cobrase por otra». De hecho, Lutero emprendió
en 1519 su predicación contra la Iglesia, y en ese año inició Cortés la conquista
de la Nueva España. También señala Mendieta otra significativa correspondencia:
«el año en que Cortés nació, que fue el de 1485, se hizo en la ciudad de México
[en realidad en 1487] una solemnísima fiesta en dedicación del templo mayor
[el de Huichilobos], en la cual se sacrificaron ochenta mil y cuatrocientas
personas» (Historia III,1).
Conductor de una altísima empresa
En las Instrucciones que el Gobernador
Diego Velázquez dió en Cuba a Hernán Cortés, cuando éste partía en 1518 hacia
México, la finalidad religiosa aparece muy acentuada entre los varios motivos
de la expedición: «Pues sabéis, le dice, que la principal cosa [por la que]
sus Altezas permiten que se descubran tierras nuevas es para que tanto número
de ánimas como de innumerable tiempo han estado e están en estas partes perdidas
fuera de nuestra santa fe, por falta de quien de ella les diese verdadero
conocimiento; trabajaréis por todas las maneras del mundo... como conozcan,
a lo menos, faciéndoselo entender por la mejor orden e vía que pudiéredes,
cómo hay un solo Dios criador del cielo e de la tierra... Y decirles heis
todo lo demás que en este caso pudiéredes» (Gómez Canedo 27).
Este intento estaba realmente vivo
en el corazón de Cortés, que en el cabo San Antonio, antes de echarse a la
empresa, arengaba a sus soldados diciendo: «Yo acometo una grande y hermosa
hazaña, que será después muy famosa, que el corazón me da que tenemos de ganar
grandes y ricas tierras, mayores reinos que los de nuestros reyes... Callo
cuán agradable será a Dios nuestro Señor, por cuyo amor he de muy buena gana
puesto el trabajo y los dineros..., que los buenos más quieren honra que riqueza.
Comenzamos guerra justa y buena y de gran fama. Dios poderoso, en cuyo nombre
y fe se hace, nos dará victoria» (López de Gómara, Conquista p.301).
También el franciscano Motolinía
considera la conquista como guerra justa y buena, sin que por ello apruebe
los excesos que en ella se hubieran dado. Así, en su carta a Carlos I, en
1555, defendiendo contra las acusaciones de Las Casas el conjunto de lo hecho,
recuerda al Emperador que los mexicanos «para solenizar sus fiestas y honrar
sus templos andaban por muchas partes haciendo guerra y salteando hombres
para sacrificar a los demonios y ofrecer corazones y sangre humana; por la
cual causa padecían muchos inocentes, y no parece ser pequeña causa de hacer
guerra a los que ansí oprimen y matan los inocentes; y éstos con gemidos y
clamores clamaban a Dios y a los hombres ser socorridos, pues padecían muerte
tan injustamente, y esto es una de las causas, como V. M. sabe, por la cual
se puede hacer guerra».
Es ésta una doctrina del padre Vitoria,
como ya vimos (54), formulada en 1539. En nuestra opinión, es hoy ésta la
razón que se estima más válida para justificar la conquista de América. Actualmente
las naciones, según el llamado deber de injerencia, se sentirían legitimadas
para entrar y sujetar a un pueblo que hiciera guerras periódicas para someter
a sus vecinos y procurarse víctimas, y que sacrificara anualmente a sus dioses
decenas de miles de prisioneros, esclavos, mujeres y niños.
Primera misa en Cozumel
Cortés y los suyos, llegados a la
isla de Cozumel, en la punta de Yucatán, en su primer contacto con lo que
sería Nueva España, visitaron un templo en el que estaban muchos indios quemando
resina, a modo de incienso, y escuchando la predicación de un viejo sacerdote.
Allá estuvieron mirándolo, cuenta Bernal Díaz, a ver en qué paraba «aquel
negro sermón»...
Melchorejo le iba traduciendo a
Cortés, que así supo que «predicaba cosas malas». Se reunió entonces el Capitán
con los principales y por el intérprete les dijo «que si habían de ser nuestros
hermanos que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos
y les hacían errar, y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían
al infierno sus ánimas. Y que pusiesen una imagen de Nuestra Señora que les
dio, y una cruz. Y se les dijo otras cosas acerca de nuestra santa fe, bien
dichas».
El papa, sacerdote, y los caciques
respondieron que adoraban «aquellos dioses porque eran buenos, y que no se
atrevían ellos hacer otra cosa, y que se los quitásemos nosotros, y veríamos
cuánto mal nos iba de ello, porque nos iríamos a perder en la mar». No conocían
a Cortés, al decir esto. «Luego Cortés mandó que los despedazásemos y echásemos
a rodar unas gradas abajo, y así se hizo. Y luego mandó traer mucha cal, y
se hizo un altar muy limpio» donde pusieron una cruz y una imagen de la Virgen,
«y dijo misa el Padre que se decía Juan Díaz, y el papa y cacique y todos
los indios estaban mirando con atención» (cp.27).
Métodos apostólicos tan expeditivos
-¡y tan arriesgados!- se mostraron sumamente eficaces para manifestar a los
naturales la absoluta vanidad de sus ídolos, y recuerdan los procedimientos
misioneros empleados en la Germania pagana por San Wilibrordo y sus compañeros,
cuando, con el mismo fin, destruyeron santuarios paganos y se atrevieron a
bautizar en manantiales tenidos por sagrados. Tiene razón Madariaga cuando
dice que «no hay quien lea este episodio sin sentir la fragancia de la nueva
fe: la madre y el niño, símbolos de ternura y debilidad, en vez de los sangrientos
y espantosos dioses» (133). En Cozumel se inició la evangelización de México.
Tabasco y la victoria de la Virgen
El 12 de marzo de 1519 fondean en
Tabasco, al oeste de Yucatán, y a los requerimientos y teologías de los españoles,
los indios responden esta vez con una lluvia de flechas. Los estampidos de
las armas españolas y sus caballos les hicieron cambiar de opinión, y también,
según López de Gómara, la intervención de Santiago apóstol a caballo, que
el bueno de Bernal Díaz niega con ironía (cp.34).
Ya en tratos de paz, Cortés les
pide a los indios dos cosas: la primera, que vuelvan a las casas los que huyeron,
como así se hizo; y «lo otro, que dejasen sus ídolos y sacrificios, y respondieron
que así lo harían». En seguida, Cortés les habló del Dios verdadero, de la
santa fe, de la Virgen, «lo mejor que pudo». Los de Tabasco se declararon
dispuestos a ser vasallos de Carlos I, y ofrecieron presentes de oro y veinte
mujeres, entre ellas Doña Marina, que, con otros, se bautizó; ella conocía
la lengua de Tabasco y la de México. Finalmente, se hizo un altar, y los indios,
muy atentos, vieron aquellos guerreros barbudos vestidos de hierro adoraban
una cruz de maderos, hacían procesión con ramos festivos, y se arrodillaban
ante «una imagen muy devota de Nuestra Señora con su hijo precioso en los
brazos; y se les declaró que en aquella santa imagen reverenciamos, porque
así está en el cielo y es Madre de Nuestro Señor Dios». Al lugar se le puso
el nombre de Santa María de la Victoria (cp.36).
Todo esto llegaba a oídos de Moctezuma,
el cual «despachó gente para el recibimiento de Quetzalcóatl, porque pensó
que era el que venía», y a sus mensajeros les instruyó con cuidado: «veis
aquí estas joyas que le presentaréis de mi parte, que son todos los atavíos
sacerdotales que a él le convienen» (Sahagún 12,3-4). El tlatoani azteca «no
podía comer ni dormir», y envió hechiceros que probaran con los españoles
sus poderes, pero fue inútil. Entonces «comenzó a temer y a desmayarse y a
sentir gran angustia» (12,6-7).
Los españoles se hacen a la mar,
siempre hacia México, llegan a San Juan de Ulúa, fundan Villa Rica de la Vera
Cruz, nombre significativo, que une el oro al Evangelio de Cristo...
Cempoala y los calpixques aztecas
Llega un día a los españoles una
embajada de totonacas, con ofrendas florales y obsequios, enviada por el cacique
gordo de Cempoala -así llamado en las crónicas-. El cacique en seguida, «dando
suspiros, se queja reciamente del gran Montezuma y de sus gobernadores», y
Cortés le responde que tenga confianza: «el emperador don Carlos, que manda
muchos reinos, nos envía para deshacer agravios y castigar a los malos, y
mandar que no sacrifiquen más ánimas; y se les dio a entender otros muchas
cosas tocantes a nuestra santa fe» (Bernal cp. 45).
Pero el cacique gordo y los suyos
estaban aterrorizados por los aztecas, y «con lágrimas y suspiros» contaban
cómo «cada año les demandaban muchos hijos e hijas para sacrificar, y otros
para servir en sus casas y sementeras; y que los recaudadores [calpixques]
de Montezuma les tomaban sus mujeres e hijas si eran hermosas, y las forzaban;
y que otro tanto hacían en toda aquella tierra de la lengua totonaque, que
eran más de treinta pueblos».
En estas conversaciones estaban
cuando llegaron cinco calpixques de Moctezuma, y a los totonacas « desde que
lo oyeron, se les perdió la color y temblaban de miedo». Pasaron, majestuosos,
ante los españoles aparentando no verlos, comieron bien servidos, y exigieron
«veinte indios e indias para sacrificar a Huichilobos, porque les dé victoria
contra nosotros» (cp.46). Cortés, ante el espanto de los totonacas, mandó
que no les pagaran ningún tributo, más aún, que los apresaran inmediatamente.
Cuando lo hicieron, en seguida se
difundió la noticia por la región, y «viendo cosas tan maravillosas y de tanto
peso para ellos, de allí en adelante nos llamaron teúles, que es dioses, o
demonios» (cp.47). Entonces los totonacas, con el mayor entusiasmo, resolvieron
sacrificar a los recaudadores, pero Cortés lo impidió, poniendo a éstos bajo
la guardia de sus soldados. Y por la noche, secretamente, liberó a dos de
ellos, para que contasen lo sucedido a Moctezuma, y le asegurasen que él era
su amigo y que cuidaría de los tres calpixques restantes...
El terror que los guerreros y recaudadores
aztecas suscitaban en todos los pueblos sujetos al imperio de Moctezuma era
muy grande. De ahí que la acción de Cortés, sujetando a los calpixques en
humillantes colleras que los totonacas tenían para sus esclavos, fue la revelación
de una verdadera libertad posible.
Murmuraciones y temores
Acercándose ya a Tlaxcala, algunos
soldados que en Cuba habían dejado haciendas, metidos más y más en el corazón
de México, temiendo por sus propias vidas, comenzaron a murmurar en corrillos,
recordando que habían ya perdido 55 compañeros desde que iniciaron la expedición.
Aunque reconocían que Dios hasta ahora les había ayudado, pensaban «que no
le debían tentar tantas veces», sino que convenía regresar a Veracruz y replegarse
en el territorio totonaca, al menos hasta que Velázquez les enviara refuerzos.
Finalmente, todo esto se lo dijeron a Cortés abiertamente.
«Y viendo Cortés que se lo decían
algo como soberbios, les respondió muy mansamente», y después de recordar
las grandes hazañas cumplidas entre todos, con él siempre en la vanguardia
-lo que era innegable-, les añadió: «He querido, señores, traeros esto a la
memoria, que pues Nuestro Señor fue servido guardarnos, tuviésemos esperanza
que así había de ser adelante; pues desde que entramos en la tierra en todos
los pueblos les predicamos la santa doctrina lo mejor que podemos, y les procuramos
de deshacer sus ídolos. Encaminemos siempre todas las cosas a Dios y seguirlas
en su santo servicio será mejor... [Él ] nos sostendrá, que vamos de bien
en mejor». Por otra parte, si retrocedieran, Moctezuma «enviaría sus poderes
mexicanos contra ellos [los totonacas], para que le tornasen a tributar, y
sobre ellos darles guerra, y aun les mandara que nos la den a nosotros» (cp.69).
No había otra sino seguir adelante.
Tlaxcala
Extrañamente los tlaxcaltecas, deponiendo
su primera actitud belicosa, pronto vinieron a paz con los españoles, y se
hicieron sus mejores aliados, en buena parte porque ya no querían soportar
más el yugo de los mexicanos. Los caciques principales le dijeron a Cortés
que, de cien años a esta parte, ellos estaban empobrecidos, arruinados y aplastados
por el poder mexicano, sin sal siquiera para comer, pues Moctezuma no les
daba opción para salir a conseguir nada (cp.73). Y así estaban todas las provincias,
tributándole «oro y plata, y plumas y piedras, y ropa de mantas y algodón,
e indios e indias para sacrificar y otras para servir; y que es tan gran señor
que todo lo que quiere tiene, y que en las casas que vive tiene llenas de
riquezas y piedras y chalchiuis [piedras verdes], que ha robado y tomado por
fuerza, y todas las riquezas de la tierra están en su poder» (cp.78).
También allí Cortés, después de
tranquilizarles, realizó sus acostumbradas misiones populares: exposición
de la fe, deposición de los ídolos, instalación de la cruz y de la Virgen
Madre «con su precioso hijo», misa, bautismos, y prohibición absoluta de sacrificios
rituales y comer carne humana. Y cuenta Bernal Díaz:
«Hallamos en este pueblo de Tlaxcala
casas de madera hechas de redes y llenas de indios e indias que tenían dentro
encarcelados y a cebo, hasta que estuviesen gordos para comer y sacrificar:
las cuales cárceles las quebramos y deshicimos para que se fuesen los presos
que en ellas estaban, y los tristes indios no osaban ir a cabo ninguno, sino
estarse allí con nosotros, y así escaparon las vidas; y de allí en adelante
en todos los pueblos que entrábamos lo primero que mandaba nuestro capitán
eran quebrarles las tales cárceles y echar fuera los prisioneros, y comúnmente
en todas estas tierras los tenían» (cp.78).
Eran estas cárceles de dos clases:
el cuauhcalli, jaula o casa de palo, y el petlacalli o casa de esteras. Con
estas acciones Cortés hacía efectivas aquellas palabras que había dicho al
cacique de Cempoala: que los españoles habían venido a las Indias «a desfacer
agravios, favorecer a los presos, ayudar a los mezquinos y quitar tiranías»
(López de Gómara, Conquista 318).
Guerra en Cholula
Diecisiete días llevaban en Tlaxcala,
y había que ir pensando en continuar hacia México. Pero de nuevo comenzaron
las murmuraciones entre algunos soldados, pues les parecía, dice Bernal Díaz,
«que era cosa muy temerosa irnos a meter en tan fuerte ciudad siendo nosotros
tan pocos». Los más fieles de Cortés «le ayudamos de buena voluntad con decir
«¡adelante en buena hora!». Y los que andaban en estas pláticas contrarias
eran de los que tenían en Cuba haciendas, que yo y otros pobres soldados ofrecido
teníamos siempre nuestras ánimas a Dios, que las crió, y los cuerpos a heridas
y trabajos hasta morir en servicio de Nuestro Señor Dios y de Su Majestad»
(cp.79). Y emprendieron la marcha.
Los tlaxcaltecas, cuando vieron
a los españoles decididos a seguir hasta México, les pusieron muy sobre aviso
contra las cortesías y traiciones de Moctezuma, que no se fiaran en nada,
y también intentaron persuadirles de que no fueran por Cholula, porque allí
«siempre tiene Montezuma sus tratos dobles encubiertos» (cp.79). Sin embargo,
el 13 de octubre de 1519 la pequeña armada de Cortés se encaminó hacia Cholula,
acompañados por unos 500 cempoaleses y unos 6.000 tlaxcaltecas, que hubieran
querido ir muchos más, pues eran enemigos feroces de los cholultecas.
Cholula, con sus centenares de teocalis,
venía a ser un centro religioso de suma importancia, y allí estaba precisamente
el gran teocali dedicado a Quetzalcóatl. También allí Cortés y los suyos hicieron
a su modo las misiones populares acostumbradas. Reunidos todos los caciques
y papas, «se les dio a entender muy claramente todas las cosas tocantes a
nuestra sante fe, y que dejasen de adorar ídolos y no sacrificasen ni comiesen
carne humana, ni usasen las torpedades que solían usar, y que mirasen que
sus ídolos los traen engañados y que son malos y que no dicen verdad, y que
tuviesen memoria que cinco días había las mentiras que les prometió, que les
daría victoria cuando le sacrificaron las siete personas, y que les rogaba
que luego les derrocasen e hiciesen pedazos» (Bernal cp.83).
Como otras veces, el mercedario
padre Olmedo hubo de moderar los ímpetus de Cortés contra los ídolos, haciéndole
ver que «al presente bastaban las amonestaciones que se les ha hecho y ponerles
la cruz». Y ahí quedó la cosa, pero no sin antes quebrar y abrir las casas-jaula,
«que hallamos que estaban llenas de indios y muchachos en cebo, para sacrificar
y comer sus carnes. Les mandó Cortés que se fuesen adonde eran naturales»,
y amenazó duramente a los chololtecas que no hicieran más sacrificios ni comieran
carne humana.
Así las cosas, pronto supieron los
españoles que los chololtecas, por mandato de Moctezuma, tramaban una celada
para matarles. Reunió entonces Cortés a los caciques, y les mostró que sabía
lo que preparaban: «Tales traiciones, mandan las leyes reales que no queden
sin castigo». En efecto, el castigo fue una gran matanza.
«Estas fueron -escribe Bernal- las
grandes crueldades que escribe y nunca acaba de decir el obispo de Chiapas,
fray Bartolomé de las Casas, porque afirma [en la Brevísima Relación] que
sin causa ninguna, sino por nuestro pasatiempo, y porque se nos antojó, se
hizo aquel castigo... siendo todo al revés, y no pasó como lo escribe». Y
añade: «Unos buenos religiosos franciscanos fueron a Cholula para saber e
inquirir cómo y de qué manera pasó aquel castigo..., y hallaron ser ni más
ni menos que en esta relación escribo, y no como lo dice el obispo. Y si por
ventura no se hiciera aquel castigo, nuestras vidas estaban en mucho peligro...,
y que si allí por nuestra desdicha nos mataran, esta Nueva España no se ganara
tan presto» (cp.83; +J. L. Martínez, Cortés 232-236).
El mestizo Muñoz Camargo, en su
Historia de Tlaxcala, al comentar estos sucesos, señala que «tenían tanta
confianza los cholultecas en su ídolo Quetzalcohualtl que entendieron que
no había poder humano que los pudiese conquistar ni ofender, antes [entendían]
acabar a los nuestros en breve tiempo, lo uno porque eran pocos, y lo otro
porque los tlaxcaltecas los habían traído allí por engaño [?] a que ellos
los acabaran».
La matanza y la destrucción de ídolos
tenidos por invencibles hizo «correr la fama por toda la tierra hasta México,
donde puso horrible espanto». En tal ocasión todos «quedaron muy enterados
del valor de nuestros españoles. Y desde allí en adelante no estimaban acometer
mayores cosas, todo guiado por orden divina, que era Nuestro Señor servido
que esta tierra se ganase y rescatase y saliese del poder del demonio» (II,5).
Entrada pacífica en Tenochtitlán
En este tiempo Moctezuma, angustiado
por los más negros presagios, se encerró durante días en el Gran Teocali,
en ayuno, oración y sacrificios de su propia sangre. Y cambiando de actitud
a última hora, envió mensajeros para que invitaran a Cortés a entrar en México.
Los embajadores aztecas recomendaron con sospechosa insistencia un camino,
pero Cortés no se fió, y en momento tan grave, según escribió después a Carlos
I en su II Carta, «como Dios haya tenido siempre cuidado de encaminar las
reales cosas de Vuestra Majestad desde su niñez, e como yo y los de mi compañía
íbamos en su real servicio, nos mostró otro camino, aunque algo agro, no tan
peligroso como aquel por donde nos querían llevar».
Tenochtitlán, la ciudad maravillosa,
señora de tantos pueblos, quedaba aislada, como extranjera de sus propios
dominios. Allí habitaba Moctezuma, el tlatoani, en su inmenso palacio, con
una corte de varios miles de personas principales, servidores y mujeres. Cuando
salía al exterior, era llevado en andas, o ponían alfombras para que sus pies
no tocaran la miserable tierra, y nadie podía mirarle, sino todos debían mantener
la cabeza baja. Tenía recintos para aves, para fieras diversas, e incluso
coleccionaba hombres de distintas formas y colores, o víctimas de alguna deformidad
que los hacía curiosos. Éste fue el emperador majestuoso que, haciéndose preceder
de solemnes embajadas y obsequios, prestó a los españoles una impresionante
acogida en Tenochtitlán. Bernal Díaz lo narra con términos inolvidables, en
los que admiración y espanto se entrecruzan: «delante estaba la gran ciudad
de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (cp. 88).
Era el 8 de noviembre de 1519.
Cortés y los suyos son instalados
en las grandiosas dependencias de las casas imperiales. El tlatoani, discretamente
retenido, está bajo su poder, y se muestra dócil y amistoso. Al día siguiente
de su entrada en Tenochtitlán, Hernán Cortés visita a Moctezuma en su palacio,
y éste, con su corte, le recibe con gran cortesía. El Capitán español está
acompañado de Alvarado, Velázquez de León, Ordaz y Sandoval y cinco soldados,
entre ellos el que contará la escena, Bernal Díaz (cp.90), más dos intérpretes,
doña Marina y Aguilar. Comienza el diálogo y, tras los saludos propios de
aquella profunda cortesía tan propia de aztecas como de españoles, Cortés
va derechamente al grano.
Cortés empieza por presentarse con
los suyos como enviados del Rey de España, «y a lo que más le viene a decir
de parte de Nuestro Señor Dios es que... somos cristianos, y adoramos a un
solo Dios verdadero, que se dice Jesucristo, el cual padeció muerte y pasión
por salvarnos» en una cruz, «resucitó al tercer día y está en los cielos,
y es el que hizo el cielo y la tierra». Les dijo también que «en Él creemos
y adoramos, y que aquellos que ellos tienen por dioses, que no lo son, sino
diablos, que son cosas muy malas, y cuales tienen las figuras [los dioses
aztecas eran horribles], que peores tienen los hechos. Que mirasen cuán malos
son y de poca valía, que adonde tenemos puestas cruces -como las que vieron
sus embajadores [los de Moctezuma]-, con temor de ellas no osan parecer delante,
y que el tiempo andado lo verán».
En seguida continúa con una catequesis
elemental sobre la creación, Adán y Eva, la condición de hermanos que une
a todos los hombres. «Y como tal hermano, nuestro gran emperador [Carlos],
doliéndose de la perdición de las ánimas, que son muchas las que aquellos
sus ídolos llevan al infierno, nos envió para que esto que ha ya oído lo remedie,
y no adorar aquellos ídolos ni les sacrifiquen más indios ni indias, pues
todos somos hermanos, ni consienta sodomías ni robos».
Quizá Cortés, llegado a este punto,
sintió humildemente que ni su teología ni el ejemplo de su vida daban para
muchas más predicaciones. Y así añadió «que el tiempo andado enviaría nuestro
rey y señor unos hombres que entre nosotros viven muy santamente [frailes
misioneros], mejores que nosotros, para que se lo den a entender». Ahí cesó
Cortés su plática, y comentó a sus compañeros: «Con esto cumplimos, por ser
el primer toque».
Moctezuma le responde que ya estaba
enterado de todo eso, pues le habían comunicado «todas las cosas que en los
pueblos por donde venís habéis predicado. No os hemos respondido a cosa ninguna
de ellas porque desde ab initio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos
por buenos; así deben ser los vuestros, y no cuidéis más al presente de hablarnos
de ellos». De este modo transcurrió el primer encuentro entre dos mundos religiosos,
uno luminoso y firme, seguro de su victoria en la historia de los pueblos;
el otro oscuro y vacilante, presintiendo su fin con angustiada certeza.
La vergonzosa caída de Huichilobos
Una mañana, «como por pasatiempo»,
fue Cortés a visitar el gran teocali, acompañado por el capitán Andrés Tapia
-por quien conocemos al detalle la escena-, con una decena más de españoles.
Por las empinadas gradas frontales, ciento catorce, subieron a lo alto de
la terraza superior del cu, se aproximaron a los dos templetes de los ídolos,
y retirando con sus espadas las cortinas, contemplaron su aspecto horrible
y fascinante: «son figuras de maravillosa grandeza y altura, y de muchas labores
esculpidas», le escribirá después Cortés al Emperador en su II Carta.
Los ídolos, cuenta Tapia, «tenían
mucha sangre, del gordor de dos y tres dedos, y [Cortés] descubrió los ídolos
de pedrería, y miró por allí lo que se pudo ver, y suspiró habiéndose puesto
algo triste, y dijo, que todos lo oímos: "¡Oh Dios!, ¿por qué consientes
que tan grandemente el diablo sea honrado en esta tierra? Ha, Señor, por bien
que en ella te sirvamos". Y mandó llamar los intérpretes, y ya al ruido
de los cascabeles se había llegado gente de aquella de los ídolos, y díjoles:
"Dios que hizo el cielo y la tierra os hizo a vosotros y a nosotros y
a todos, y cría con lo que nos mantenemos; y si fuéremos buenos nos llevará
al cielo, y si no, iremos al infierno, como más largamente os diré cuando
más nos entendamos; y yo quiero que aquí donde tenéis estos ídolos esté la
imagen de Dios y de su Madre bendita, y traed agua para lavar estas paredes,
y quitaremos de aquí todo esto".
«Ellos se reían, como que no fuese
posible hacerse, y dijeron: "No solamente esta ciudad, pero toda la tierra
junta tiene a éstos por sus dioses, y aquí está esto por Huichilobos, cuyos
somos; y toda la gente no tiene en nada a sus padres y madres e hijos en comparación
de éste, y determinarán de morir; y cata [mira] que de verte subir aquí se
han puesto todos en armas, y quieren morir por sus dioses".
«El marqués [Cortés, luego marqués
de Oaxaca] dijo a un español que fuese a que tuviesen gran recaudo en la persona
de Muteczuma, y envió a que viniesen treinta o cuarenta hombres allí con él,
y respondió a aquellos sacerdotes: "Mucho me holgaré yo de pelear por
mi Dios contra vuestros dioses, que son nonada". Y antes que los españoles
por quien había enviado viniesen, enojóse de las palabras que oía, y tomó
con una barra de hierro que estaba allí, y comenzó a dar en los ídolos de
pedrería; y yo prometo mi fe de gentilhombre que me parece agora que el marqués
saltaba sobrenatural, y se abalanzaba tomando la barra por en medio a dar
en lo más alto de los ojos del ídolo, y así le quitó las máscaras de oro con
la barra, diciendo: "A algo nos hemos de poner [exponer] por Dios".
«Aquella gente lo hicieron saber
a Muteczuma, que estaba cerca de ahí el aposento, y Muteczuma envió a rogar
al marqués que le dejase venir allí, y que en tanto que venía no hiciese mal
en los ídolos. El marqués mandó que viniese con gente que le guardase, y venido
le decía que pusiésemos a nuestras imágenes a una parte [la Cruz y la Virgen]
y dejásemos sus dioses a otra. El marqués no quiso. Muteczuma dijo: "Pues
yo trabajaré que se haga lo que queréis; pero habéisnos de dar los ídolos
que los llevemos donde quisiéremos". Y el marqués se los dio, diciéndoles:
"Ved que son de piedra, e creed en Dios que hizo el cielo y la tierra,
y por la obra conoceréis al maestro"».
Los ídolos fueron descendidos de
buena manera, en seguida se lavó de sangre aquel matadero de hombres, se construyeron
dos altares, y se pusieron en uno «la imagen de Nuestra Señora en un retablico
de tabla, y en otro la de Sant Cristóbal, porque no había entonces otras imágenes,
y dende aquí en adelante se decía allí misa».
Lo malo fue que sobrevino una sequía,
y los indios se le quejaron a Cortés de que era debido a que les quitó sus
dioses. «El marqués les certificó que presto llovería, y a todos nos encomendó
que rogásemos a Dios por agua; y así otro día fuimos en procesión a la torre
[del teocali], y allá se dijo misa, y hacía buen sol, y cuando vinimos llovía
tanto que andábamos en el patio los pies cubiertos de agua; y así los indios
se maravillaron mucho» (AV, La conquista 110-112).
Esa escena formidable en la que
Cortés, saltando sobrenatural, destruye a Huichilobos, puede considerarse
como un momento decisivo de la conquista de la Nueva España. No olvidemos
que Moctezuma era no sólo el señor principal de México, el Uei Tlatoani, sino
también el sacerdote supremo de la religión nacional. La primera caída del
poder azteca no se debió tanto a la victoria militar de unas fuerzas extranjeras
más poderosas, pues sin duda hubo momentos en que los aztecas, fortísimos
guerreros, hubieran podido comerse -literalmente hablando- a los españoles;
sino que se produjo ante todo como una victoria religiosa. El corazón de Moctezuma
y de su pueblo había quedado yerto y sin valor cuando se vio desasistido por
sus dioses humillados, y cuando la presencia de los teúles españoles fue entendida
como la llegada de aquellos señores poderosos que tenían que venir.
Moctezuma se hace vasallo de Carlos
I
Cortés, teniendo ya a Moctezuma
como prisionero, le trataba con gran deferencia, se entretenía con él en juegos
mexicanos, y conversaba con él muchas mañanas, sobre todo acerca de temas
religiosos, en los que el tlatoani mantenía firme la devoción de sus dioses.
Se acabó entonces el vino de misa, y «después que se acabó cada día estábamos
en la iglesia rezando de rodillas delante del altar e imágenes, cuenta Bernal;
lo uno, por lo que éramos obligados a cristianos y buena costumbre, y lo otro,
porque Montezuma y todos sus capitanes lo viesen y se inclinasen a ello» (cp.93).
Un día Moctezuma pidió permiso a
Cortés para ir a orar al teocali, y éste se lo autorizó, siempre que no intentase
huir ni hiciera sacrificios humanos. Cuando el rey azteca, portado en andas,
llegó al cu y le ayudaron a subir, «ya le tenían sacrificado de la noche antes
cuatro indios», y por más que los españoles prohibían esto, «no podíamos en
aquella sazón hacer otra cosa sino disimular con él, porque estaba muy revuelto
México y otras grandes ciudades con los sobrinos de Montezuma» (cp.98).
En diciembre de 1519, a instancias
de Cortés, Moctezuma reune a todos los grandes señores y caciques, para abdicar
de su imperio, y pide que todos ellos presten vasallaje al Emperador Carlos
I. La reunión se produce sin testigos españoles, fuera del paje Orteguilla,
y los detalles del suceso nos son conservados por el relato de Bernal Díaz
(cp.101) y por la II Carta Relación de Cortés a Carlos I.
La abdicación del poder azteca tiene
por causa motivos fundamentalmente religiosos.
Todos los señores, les dice Moctezuma,
deben prestar vasallaje al Emperador español representado por Cortés, «ninguno
lo rehuse, y mirad que en diez y ocho años ha que soy vuestro señor siempre
me habeis sido muy leales... Y si ahora al presente nuestros dioses permiten
que yo esté aquí detenido, no lo estuviera sino que yo os he dicho muchas
veces que mi gran Uichilobos me lo ha mandado». Es hora de hacer memoria de
importantes sucesos antiguos: «Hermanos y amigos míos: Ya sabéis que no somos
naturales desta tierra, e que vinieron a ella de otra muy lejos, y los trajo
un señor cuyos vasallos todos eran», aunque después no lo quisieron «recibir
por señor de la tierra; y él se volvió, y dejó dicho que tornaría o enviaría
con tal poder que los pudiese costreñir y atraer a su servicio. Y bien sabéis
que siempre lo hemos esperado, y según las cosas que el capitán nos ha dicho
de aquel rey y señor que le envió acá, tengo por cierto que aqueste es el
señor que esperábamos. Y pues nuestros predecesores no hicieron lo que a su
señor eran obligados, hagámoslo nosotros, y demos gracias a nuestros dioses
por que en nuestros tiempos vino lo que tanto aquéllos esperaban».
Todos aceptaron prestar obediencia
al Emperador «con muchas lágrimas y suspiros, y Montezuma muchas más... Y
queríamoslo tanto, que a nosotros de verle llorar se nos enternecieron los
ojos, y soldado hubo que lloraba tanto como Montezuma; tanto era el amor que
le teníamos».
Madariaga comenta: «Aquella escena
en la Méjico azteca moribunda, en que los hombres de Cortés lloraron por Moteczuma,
es uno de los momentos de más emoción en la historia del descubrimiento del
hombre por el hombre. En aquel día el hombre lloró por el hombre y la historia
lloró por la historia» (319).
Pérdida y conquista sangrienta de
México
De pronto, los sucesos se precipitan
en la tragedia. Desembarca en Veracruz, con grandes fuerzas, Pánfilo de Narváez,
enviado por el gobernador Velázquez para apresar a Cortés, que había desbordado
en su empresa las autorizaciones recibidas. Cortés abandona la ciudad de México
y vence a Narváez. Entre tanto, el cruel Alvarado, en un suceso confuso, produce
en Tenochtilán una gran matanza -por la que se le hizo después juicio de residencia-,
y estalla una rebelión incontenible. Vuelve apresuradamente Cortés, y Moctezuma,
impulsado por aquél, trata de calmar, desde la terraza del palacio, al pueblo
amotinado; llueven sobre él insultos, flechas y pedradas, y tres días después
muere, «al parecer, de tétanos» (Morales Padrón, Historia 348). Se ven precisados
los españoles a abandonar la ciudad, en el episodio terrible de la Noche Triste.
Los españoles son acogidos en Tlaxcala,
y allí se recuperan y consiguen refuerzos en hombres y armas. Muchos pueblos
indios oprimidos: tlaxcaltecas, tepeaqueños, cempoaltecas, cholulenses, huejotzincos,
chinantecos, xochimilcos, otomites, chalqueños (Trueba, Cortés 78-79), se
unirán a los españoles para derribar el imperio azteca. Construyen entonces
bergantines y los transportan cien kilómetros por terrenos montañosos, preparando
así el ataque final contra la ciudad de México, es decir, contra el poder
azteca, asumido ahora por Cuauhtémoc (Guatemuz), sobrino de Moctezuma.
Comienza el asalto de la ciudad
lacustre el 28 de julio de 1521, y la guerra fue durísima, tanto que al final
de ella, como escribe Cortés en su III Carta al emperador, «ya nosotros teníamos
más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta
crueldad que no en pelear con los indios... [Pero] en ninguna manera les podíamos
resistir, porque nosotros éramos obra de novecientos españoles y ellos más
de ciento y cincuenta mil hombres». La caída de México-Tenochtitlán fue el
13 de agosto de 1521, fecha en que nace la Nueva España.
Con razón, pues, afirma el mexicano
José Luis Martínez que esta guerra fue de «indios contra indios, y que Cortés
y sus soldados... se limitaron... sobre todo, a dirigir y organizar las acciones
militares... Arturo Arnáiz y Freg solía decir: «La conquista de México la
hicieron los indios y la independencia los españoles»» (332).
Cortés recibe a los doce franciscanos
Ya vimos que Hernán Cortés en 1519,
apenas llegado a Tenochtitlán, le anuncia a Moctezuma en su primer encuentro:
«enviará nuestro rey hombres mejores que nosotros». Así se cumplió, en efecto.
El 17 o 18 de junio del año 1524, «el año en que vino la fe», llegaron de
España a México un grupo de doce grandes misioneros franciscanos. Y Cortés
tuvo especialísimo empeño en que su entrada tuviera gran solemnidad.
Ya cerca de México, según cuenta
Bernal, el mismo Hernán Cortés les salió al encuentro, en cabalgata solemne
y engalanada, con sus primeros capitanes, acompañado por Guatemuz, señor de
México, y la nobleza mexicana. Y aún les aguardaba a los indios una sorpresa
más desconcertante, cuando vieron que Cortés bajaba del caballo, se arrodillaba
ante fray Martín, y besaba sus hábitos, siendo imitado por capitanes y soldados,
y también por Guatemuz y los principales mexicanos. Todos «espantáronse en
gran manera, y como vieron a los frailes descalzos y flacos, y los hábitos
rotos, y no llevaron caballos, sino a pie y muy amarillos [del viaje], y ver
a Cortés, que le tenían por ídolo o cosa como sus dioses, así arrodillado
delante de ellos, desde entonces tomaron ejemplo todos los indios, que cuando
ahora vienen religiosos les hacen aquellos recibimientos y acatos; y más digo,
que cuando Cortés con aquellos religiosos hablaba, que siempre tenía la gorra
en la mano quitada y en todo les tenía gran acato» (cp.171; +Mendieta, Historia
III,12).
«Esta escena, comenta Madariaga,
fue la primera piedra espiritual de la Iglesia católica en Mejico» (493).
Pide misioneros
Poco después de la llegada de los
Doce apóstoles franciscanos, el 15 de octubre de 1524, escribe Cortés al Emperador
una IV Relación, de la que transcribimos algunos párrafos particularmente
importantes para la historia religiosa de México:
«Todas las veces que a vuestra sacra
majestad he escrito he dicho a vuestra Alteza el aparejo que hay en algunos
de los naturales de estas partes para convertirse a nuestra santa fe católica
y ser cristianos; y he enviado a suplicar a vuestra Majestad, para ello, mandase
personas religiosas de buena vida y ejemplo. Y porque hasta ahora han venido
muy pocos o casi ningunos, y es cierto que harían grandísimo fruto, lo torno
a traer a la memoria de vuestra Alteza, y le suplico lo mande proveer con
toda brevedad, porque Dios Nuestro Señor será muy servido de ellos y se cumplirá
el deseo que vuestra Alteza en este caso, como católico, tiene».
En otra ocasión, sigue en su carta,
«enviamos a suplicar a vuestra Majestad que mandase proveer de Obispos u otros
prelados, y entonces nos pareció que así convenía. Ahora, mirándolo bien,
me ha parecido que vuestra sacra Majestad los debe mandar proveer de otra
manera... Mande vuestra Majestad que vengan a estas partes muchas personas
religiosas [frailes], y muy celosas de este fin de la conversión de estas
gentes, y que hagan casas y monasterios. Y suplique vuestra Alteza a Su Santidad
[el Papa] conceda a vuestra Majestad los diezmos de estas partes para este
efecto. [La conversión de estas gentes] no se podría hacer sino por esta vía;
porque habiendo Obispos y otros prelados no dejarían de seguir la costumbre
que, por nuestros pecados, hoy tienen, en disponer de los bienes de la Iglesia,
que es gastarlos en pompas y en otros vicios, en dejar mayorazgos a sus hijos
o parientes. Y aun sería otro mayor mal que, como los naturales de estas partes
tenían en sus tiempos personas religiosas que entendían en sus ritos y ceremonias
-y éstos eran tan recogidos, así en honestidad como en castidad, que si alguna
cosa fuera de esto a alguno se le sentía era castigado con pena de muerte-;
y si ahora viesen las cosas de la Iglesia y servicio de Dios en poder de canónigos
u otras dignidades, y supiesen que aquéllos eran ministros de Dios, y los
viesen usar de los vicios y profanidades que ahora en nuestros tiempos en
esos reinos usan, sería menospreciar nuestra fe y tenerla por cosa de burla;
y sería tan gran daño, que no creo aprovecharían ninguna otra predicación
que se les hiciese».
«Y pues que tanto en esto va y [ya
que] la principal intención de vuestra Majestad es y debe ser que estas gentes
se conviertan, he querido en esto avisar a vuestra Majestad y decir en ello
mi parecer. [Por lo demás] así como con las fuerzas corporales trabajo y trabajaré
para que los reinos y señoríos de vuestra Majestad se ensanchen, así deseo
y trabajaré con el alma para que vuestra Alteza en ellas mande sembrar nuestra
santa fe, porque por ello merezca [a pesar de mis muchos pecados -nos permitimos
añadir-] la bienaventuranza de la vida perpetua».
«Asimismo vuestra Majestad debe
suplicar a Su Santidad que conceda su poder en estas partes a las dos personas
principales de religiosos que a estas partes vinieron, uno de la orden de
San Francisco y otro de la orden de Santo Domingo, los cuales tengan los más
largos poderes que vuestra Majestad pudiere [concederles y conseguirles],
por ser estas tierras tan apartadas de la Iglesia romana, y los cristianos
que en ellas residimos tan lejos de los remedios de nuestras conciencias,
y como humanos, tan sujetos a pecado».
Todo se cumplió, más o menos, como
Cortés lo pensó y lo procuró. Con razón, pues, afirmó después Mendieta que
«aunque Cortés no hubiera hecho en toda su vida otra alguna buena obra más
que haber sido la causa y medio de tanto bien como éste, tan eficaz y general
para la dilatación de la honra de Dios y de su santa fe, era bastante para
alcanzar perdón de otros muchos más y mayores pecados de los que de él se
cuentan» (III,3).
El emperador promovió también algunos
obispos pobres y humildes, como Cortés los pedía, hombres de la talla de Garcés,
Zumárraga o Vasco de Quiroga.
Soldados apóstoles de México
La religiosidad de Cortés fue ampliamente
compartida por sus compañeros de milicia. Como ya vimos más arriba (76-77),
Bernal Díaz del Castillo afirmaba que ellos, los soldados conquistadores,
fueron en la Nueva España los primeros apóstoles de Jesucristo, incluso por
delante de los religiosos: ellos fueron, en efecto, los primeros que, en momentos
muy difíciles y con riesgo de sus vidas, anunciaron el Evangelio a los indios,
derrocaron los ídolos, y llamaron a los religiosos para que llevaran adelante
la tarea espiritual iniciada por ellos entre los indios.
Pues bien, el mismo Bernal, cuando
en su Historia verdadera da referencias biográficas «De los valerosos capitanes
y fuertes y esforzados soldados que pasamos desde la isla de Cuba con el venturoso
y animoso Don Hernando Cortés» (cp.205), no olvida a un buen número de soldados,
compañeros suyos de armas, que se hicieron frailes y fueron verdaderos apóstoles
de los indios:
«Pasó un buen soldado que se decía
Sindos de Portillo, natural de Portillo, y tenía muy buenos indios y estaba
rico, y dejó sus indios y vendió sus bienes y los repartió a pobres, y se
metió a fraile francisco, y fue de santa vida; este fraile fue conocido en
México, y era público que murió santo y que hizo milagros, y era casi un santo.
Y otro buen soldado que se decía Francisco de Medina, natural de Medina del
Campo, se metió a fraile francisco y fue buen religioso; y otro buen soldado
que se decía Quintero, natural de Moguer, y tenía buenos indios y estaba rico,
y lo dio por Dios y se metio a fraile francisco, y fue buen religioso; y otro
soldado que se decía Alonso de Aguilar, cuya fue la venta que ahora se llama
de Aguilar, que está entre la Veracruz y la Puebla, y estaba rico y tenía
buen repartimiento de indios, todo lo vendió y lo dio por Dios, y se metió
a fraile dominico y fue muy buen religioso; este fraile Aguilar fue muy conocido
y fue muy buen fraile dominico. Y otro buen soldado que se decía fulano Burguillos,
tenía buenos indios y estaba rico, y lo dejó y se metió a fraile francisco;
y este Burguillos después se salió de la Orden y no fue tan buen religioso
como debiera; y otro buen soldado, que se decía Escalante, era muy galán y
buen jinete, se metió fraile francisco, y después se salió del monasterio,
y de allí a obra de un mes tornó a tomar los hábitos, y fue muy buen religioso.
Y otro buen soldado que se decía Lintorno, natural de Guadalajara, se metió
fraile francisco y fue buen religioso, y solía tener indios de encomienda
y era hombre de negocios. Otro buen soldado que se decía Gaspar Díez, natural
de Castilla la Vieja, y estaba rico, así de sus indios como de tratos, todo
lo dio por Dios, y se fue a los pinares de Guaxalcingo [Huehxotzingo, en Puebla],
en parte muy solitaria, e hizo una ermita y se puso en ella por ermitaño,
y fue de tan buena vida, y se daba ayunos y disciplinas, que se puso muy flaco
y debilitado, y decía que dormía en el suelo en unas pajas, y que de que lo
supo el buen obispo don fray Juan de Zumárraga lo envió a llamar o le mandó
que no se diese tan áspera vida, y tuvo tan buen fama de ermitaño Gaspar Díez,
que se metieron en su compañía otros dos ermitaños y todos hicieron buena
vida, y a cabo de cuatro años que allí estaban fue Dios servido llevarle a
su santa gloria»...
Ya se ve que no había entonces mucha
distancia entre los frailes apóstoles y aquellos soldados conquistadores,
más tarde venteros, encomenderos o comerciantes. Es un falso planteamiento
maniqueo, como ya he señalado, contraponer la bondad de los misioneros con
la maldad de los soldados: los documentos de la época muestran en cientos
de ocasiones que unos y otros eran miembros hermanos, más o menos virtuosos,
de un mismo pueblo profundamente cristiano.
Francisco de Aguilar (1479-1571)
Entre los citados por Bernal Díaz,
ése buen soldado que llama Alonso de Aguilar, es el que más tarde, tomando
el nombre de Francisco, se hace dominico, y a los ochenta años, a ruegos de
sus hermanos religiosos, escribe la Relación breve de la conquista de la Nueva
España. En su crónica dice de sí mismo que fue «conquistador de los primeros
que pasaron con Hernando Cortés a esta tierra». Llega por tanto a México en
1519, con 40 años de edad, y es testigo presencial de los sucesos que ya anciano
narra en su crónica. Felizmente conocemos bien su vida por la Crónica de fray
Agustín Dávila Padilla, dominico, en la que éste le dedica un capítulo (cp.38:
+Aguilar, Apéndice III-A).
Francisco de Aguilar, escribe fray
Agustín Dávila, era «hombre de altos pensamientos y generosa inclinación»
y «tenía grandes fuerzas, con que acompañaba su ánimo». Ya de seglar se distinguió
por la firmeza de su castidad, de modo que «cuando los soldados decían o hacían
alguna cosa menos honesta, la reprendía el soldado como si fuera predicador,
y se recelaban de él aun los más honrados capitanes». Fue uno de los hombres
de confianza de Cortés, el cual le encomendaba «negocios importantes, como
fue la guarda de la persona del emperador Moctezuma, cuando le retuvieron
en México». Más tarde, «después que la tierra estuvo pacífica, como a soldado
animoso le cupo un fuerte repartimiento de indios que le dieron en encomienda»,
y con eso y con la venta, pronto se hizo rico.
Pero él no estaba para gozar riquezas
de este mundo. Él, más bien, «consideraba los peligros grandes de que Dios
le había librado, y hallábase muy obligado a servirle», y junto a eso, «acordábasele
también de algunos agravios que a los indios había hecho, y de otros pecados
de su vida, y para hacer penitencia, tuvo resolución de ser fraile de nuestra
Orden». Así las cosas, en 1529, teniendo 50 años, ingresó en los dominicos,
que en número de doce, como los franciscanos, habían llegado a México poco
después que éstos, en 1526.
El padre Aguilar «ejercitó sus buenas
fuerzas en los ayunos y rigores de la Orden. En cuarenta años que vivió en
ella, con haber cincuenta que estaba hecho al regalo, nunca comió carne, ni
bebió vino, ni quebrantó ayuno de la Orden; que son cosas rigurosas para un
mozo, y las hacía Dios suaves a un viejo». Con oración y penitencias lloraba
«delante de Dios sus miserias, y quedaba medrado en la virtud, pidiendo a
Dios que fuese piadoso. Éralo él con sus prójimos, particularmente con los
indios, por descontar alguna crueldad si con ellos la hubiese usado. Los indios
de su pueblo (de quienes él se despidió para ser fraile, dándoles cuenta de
su motivo) le iban a ver al convento, y le regalaban, trayéndole muy delgadas
mantas de algodón, que humildemente le ofrecían, por lo mucho que le amaban».
«Fue muchos años prelado en pueblos
de indios con maravilloso ejemplo y prudencia», aunque «nunca predicó, por
ser tanto el encogimiento y temor que había cobrado en la religión, que jamás
pudo perder el miedo para hablar en público. Aprovechó mucho a los indios,
confesándolos y doctrinándolos con amor de padre, reconociéndole ellos y estimándole
como buenos hijos». A los noventa y dos años, después de haber sufrido con
mucha paciencia una larga enfermedad de gota, que le dejó imposibilitado,
«acabó dichosamente la vida corporal, donde había dejado encomienda de indios;
y le llevó Dios a la eterna, donde le tenía guardado su premio entre los ángeles».
Elogios de Hernán Cortés
Pero volvamos a nuestro protagonista.
A juicio de Salvador de Madariaga fue «Cortés el español más grande y más
capaz de su siglo» (555), lo que es decir demasiado, si no se ignoran las
flaquezas del Capitán y las maravillas humanas y divinas del siglo XVI español.
También elogiosa es la obra Hernán Cortés, escrita en 1941 por Carlos Pereyra.
Pero los elogios vienen de antiguo, pues ya en el XVII Don Carlos de Sigüenza
y Góngora, escribe el libro Piedad heróica de Don Fernando Cortés, que es
publicado mucho más tarde en México, en 1928.
En nuestro siglo, el mexicano Alfonso
Trueba, publica en 1954 su Hernán Cortés, libertador del indio, que en 1983
iba por su cuarta edición. Y en 1956, el también mexicano José Vasconcelos
afirma en su Breve historia de México que Hernán Cortés es «el más grande
de los conquistadores de todos los tiempos» (18), «el más humano de los conquistadores,
el más abnegado, [que] se liga espiritualmente a los conquistados al convertirlos
a la fe, y su acción nos deja el legado de una patria. Sea cual fuere la raza
a que pertenezca, todo el que se sienta mexicano, debe a Cortés el mapa de
su patria y la primera idea de conjunto de nacionalidad» (19). Por otra parte,
«quiso la Providencia que con el triunfo del Quetzalcoatl cristiano que fue
Cortés, comenzase para México una era de prosperidad y poderío como nunca
ha vuelto a tenerla en toda su historia» (167).
Otro autor mexicano, José Luis Martínez,
en su gran obra Hernán Cortés, más bien hostil hacia su biografiado, ha de
reconocer, aunque no de buena gana: «el hecho es que mantuvo siempre con los
indios un ascendiente y acatamiento que no recibió ninguna otra autoridad
española» (823). Y documenta su afirmación. Cuando en 1529 se le hizo a Cortés
juicio de residencia, el doctor Cristóbal de Ojeda, con mala intención, para
inculparlo, declaró: «que así mismo sabe e vido este testigo que dicho don
Fernando Cortés confiaba mucho en los indios de esta tierra porque veía que
los dichos indios querían bien al dicho don Fernando Cortés e facían lo que
él les mandaba de muy buena voluntad» (823). Y años más tarde, en 1545, el
escribano Gerónimo López le escribe al emperador que «a Cortés no solo obedecían
en lo que mandaba, pero lo que pensaba, si lo alcanzaban a saber, con tanto
calor, hervor, amor y diligencia que era cosa admirable de lo ver» (824).
Ciertamente, hay muchos signos de
que Cortés tuvo gran afecto por los naturales de la Nueva España, y de que
los indios correspondieron a este amor. Por ejemplo, a poco de la conquista
de México, Cortés hizo una expedición a Honduras (1524-1526), y a su regreso,
flaco y desecho, desde Veracruz hasta la ciudad de México, fue recibido por
indios y españoles con fiestas, ramadas, obsequios y bailes, según lo cuenta
al detalle Bernal Díaz (cp.110).
Por cierto que Cortés, al llegar
a México, donde tantos daños se habían producido en su ausencia, no estaba
para muchas fiestas; «e así -le escribe a Carlos I- me fui derecho al monasterio
de sant Francisco, a dar gracias a Nuestro Señor por me haber sacado de tantos
y tan grandes peligros y trabajos, y haberme traído a tanto sosiego y descanso,
y por ver la tierra que tan en trabajo estaba, puesta en tanto sosiego y conformidad,
y allí estuve seis días con los frailes, hasta dar cuenta a Dios de mis culpas»
(V Carta).
Y poco después, cuando la primera
y pésima Audiencia, estando recluído en Texcoco, también en carta a Carlos
I, le cuenta: «me han dejado sin tener de donde haya una hanega de pan ni
otra cosa que me mantenga; y demás desto porque los naturales de la tierra,
con el amor que siempre me han tenido, vista mi necesidad e que yo y los que
conmigo traía nos moríamos de hambre... me venían a ver y me proveían de algunas
cosas de bastimento» (10-10-1530).
Amistad con los franciscanos
Desde el principio los escritores
franciscanos ensalzaron la dimensión apostólica de la figura de Hernán Cortés,
como en nuestros siglo lo hace el franciscano Fidel de Lejarza, en su estudio
Franciscanismo de Cortés y Cortesianismo de los Franciscanos (MH 5,1948, 43-136).
Igual pensamiento aparece en el artículo del jesuíta Constantino Bayle, Cortés
y la evangelización de Nueva España (ib. 5-42). Pero quizá el elogio más importante
de Cortés es el que hizo en 1555 el franciscano Motolinía en carta al emperador
Carlos I:
«Algunos [Las Casas] que murmuraron
del Marqués del Valle [de Oaxaca, muerto en 1547], y quieren ennegrecer sus
obras, yo creo que delante de Dios no son sus obras tan aceptas como lo fueron
las del Marqués. Aunque, como hombre, fuese pecador, tenía fe y obras de buen
cristiano y muy gran deseo de emplear la vida y hacienda por ampliar y aumentar
la fe de Jesucristo, y morir por la conversión de los gentiles. Y en esto
hablaba con mucho espíritu, como aquel a quien Dios había dado este don y
deseo y le había puesto por singular capitán de esta tierra de Occidente.
Confesábase con muchas lágrimas y comulgaba devotamente, y ponía a su ánima
y hacienda en manos del confesor para que mandase y dispusiese de ella todo
lo que convenía a su conciencia. Y así, buscó en España muy grandes confesores
y letrados con los cuales ordenó su ánima e hizo grandes restituciones y largas
limosnas. Y Dios le visitó con grandes aflicciones, trabajos y enfermedades
para purgar sus culpas y limpiar su ánima. Y creo que es hijo de salvación
y que tiene mayor corona que otros que lo menosprecian.
«Desque que entró en esta Nueva
España trabajó mucho de dar a entender a los indios el conocimiento de un
Dios verdadero y de les hacer predicar el Santo Evangelio. Y mientras en esta
tierra anduvo, cada día trabajaba de oír misa, ayunaba los ayunos de la Iglesia
y otros días por devoción. Predicaba a los indios y les daba a entender quién
era Dios y quién eran sus ídolos. Y así, destruía los ídolos y cuanta idolatría
podía. Traía por bandera una cruz colorada en campo negro, en medio de unos
fuegos azules y blancos, y la letra decía: «amigos, sigamos la cruz de Cristo,
que si en nos hubiere fe, en esta señal venceremos». Doquiera que llegaba,
luego levantaba la cruz. Cosa fue maravillosa, el esfuerzo y ánimo y prudencia
que Dios le dio en todas las cosas que en esta tierra aprendió, y muy de notar
es la osadía y fuerzas que Dios le dio para destruir y derribar los ídolos
principales de México, que eran unas estatuas de quince pies de alto» (y aquí
narra la escena descrita por Andrés Tapia).
«Siempre que el capitán tenía lugar,
después de haber dado a los indios noticias de Dios, les decía que lo tuviesen
por amigo, como a mensajero de un gran Rey en cuyo nombre venía; y que de
su parte les prometía serían amados y bien tratados, porque era grande amigo
del Dios que les predicaba. ¿Quién así amó y defendió los indios en este mundo
nuevo como Cortés? Amonestaba y rogaba a sus compañeros que no tocasen a los
indios ni a sus cosas, y estando toda la tierra llena de maizales, apenas
había español que osase coger una mazorca. Y porque un español llamado Juan
Polanco, cerca del puerto, entró en casa de un indio y tomó cierta ropa, le
mandó dar cien azotes. Y a otro llamado Mora, porque tomó una gallina a indios
de paz, le mandó ahorcar, y si Pedro de Alvarado no le cortase la soga, allí
quedara y acabara su vida. Dos negros suyos, que no tenían cosa de más valor,
porque tomaron a unos indios dos mantas y una gallina, los mandó ahorcar.
Otro español, porque desgajó un árbol de fruta y los indios se le quejaron,
le mandó afrentar.
«No quería que nadie tocase a los
indios ni los cargase, so pena de cada [vez] cuarenta pesos. Y el día que
yo desembarqué, viniendo del puerto para Medellín, cerca de donde agora está
la Veracruz, como viniésemos por un arenal y en tierra caliente y el sol que
ardía -había hasta el pueblo tres leguas-, rogué a un español que consigo
llevaba dos indios, que el uno me llevase el manto, y no lo osó hacer afirmando
que le llevarían cuarenta pesos de pena. Y así, me traje el manto a cuestas
todo el camino.
«Donde no podía excusar guerra,
rogaba Cortés a sus compañeros que se defendiesen cuanto buenamente pudiesen,
sin ofender; y que cuando más no pudiesen, decía que era mejor herir que matar,
y que más temor ponía ir un indio herido, que quedar dos muertos en el campo»
(Xirau, Idea 79-81). Y termina diciendo: «Por este Capitán nos abrió Dios
la puerta para predicar el santo Evangelio, y éste puso a los indios que tuvieran
reverencia a los Santos Sacramentos, y a los ministros de la Iglesia en acatamiento;
por esto me he alargado, ya que es difunto, para defender en algo de su vida»
(Trueba, Doce 110; +Mendieta, Historia III,1).
Leonardo Tormos escribió hace años
un interesante y breve artículo, Los pecadores en la evangelización de las
Indias. Hernán Cortés fue sin duda el principal de este gremio misterioso...
Final
En 1528 visitó Cortés a Carlos I,
y no consiguió el gobierno de la Nueva España, pues no se quería dar gobierno
a los conquistadores, no creyeran éstos que les era debido. Pero el rey le
hizo Marqués del Valle de Oaxaca, con muy amplias propiedades. Cortés tuvo
años prósperos en Cuernavaca, y después de pasar sus últimos años más bien
perdido en la Corte, después de disponer un Testamento admirable, murió en
1547. Tuvo este conquistador una gran esperanza, ya en 1526, sobre el cristianismo
de México, y así le escribe al emperador que «en muy breve tiempo se puede
tener en estas partes por muy cierto se levantará una nueva iglesia, donde
más que en todas las del mundo Dios Nuestro Señor será servido y honrado»
(V Carta).
Y tuvo también conciencia humilde
de su propia grandeza, atribuyendo siempre sus victorias a la fuerza de Dios
providente. Francisco Cervantes de Salazar refiere que oyó decir a Cortés
que «cuando tuvo menos gente, porque solo confiaba en Dios, había alcanzado
grandes victorias, y cuando se vio con tanta gente, confiado en ella, entonces
perdió la más de ella y la honra y gloria ganada» (Crónica de la Nueva España
IV, 100; +J.L. Martínez 743).
Esta misma humildad se refleja en
una carta a Carlos I escrita al fin de su vida (3-2-1544): «De la parte que
a Dios cupo en mis trabajos y vigilias asaz estoy pagado, porque siendo la
obra suya, quiso tomarme por medio, y que las gentes me atribuyesen alguna
parte, aunque quien conociere de mí lo que yo, verá claro que no sin causa
la divina Providencia quiso que una obra tan grande se acabase por el más
flaco e inútil medio que se pudo hallar, porque sólo a Dios fuese atributo»
(Madariaga 560).