Conquistadores y
pobladores cristianos
Un
pueblo cristiano
Un
pueblo de muchos santos
Unión
de todos en la misión
Violencias
físicas
Siervos
y esclavos
Crímenes
no vistos como tales
Descubridores,
conquistadores y cronistas
Alonso
de Hojeda (1466-1515)
Vasco
Núñez de Balboa (1475-1519)
Pedro
de Valdivia (1497-1554)
Francisco
López de Gómara (1511-1560)
Francisco
de Xerez (1497-1565)
Alvar
Núñez Cabeza de Vaca (1510-1558)
Pedro
Cieza de León (1518?-1560)
Bernal
Díaz del Castillo (1496-1568)
Soldados
cristianos
Los
religiosos
El
clero y los obispos
Las
primeras diócesis de la América hispana
Laicos
cristianos evangelizadores
Indios
apóstoles de los indios
A
pesar de los malos cristianos
Un
pueblo apostólico y misionero
España
católica
Un
pueblo cristiano
Para
la evangelización de las Indias, Dios formó en la España del XVI un pueblo
fuerte y unido, que mostraba una rara densidad homogénea de cristianismo.
Y es que, como escribe Mario Hernández Sánchez-Barba, «en la historia del
Cristianismo hay épocas en las que el creyente es cristiano con naturalidad
y evidencia... Esta es la situación clave para la mayoría de los hombres de
la sociedad cristiana latina occidental, durante la Edad Media y siglos después.
El individuo crece en un ambiente cristiano unitario y en él inmerge totalmente
su personalidad... Este es el concepto eclesial vigente en la época del Descubrimiento
(1480-1520) y de la Conquista (1518-1555)» (AV, Evangelización 675).
Si
la España del XVI floreció en tantos santos, éstos no eran sino los hijos
más excelentes de un pueblo profundamente cristiano. Alturas como la del Everest
no se dan sino en las cordilleras más altas y poderosas.
Un
pueblo de muchos santos
En
el XVI, América fue evangelizada por un pueblo muy cristiano que tenía muchos
santos. Así lo quiso Dios. Quizá no haya habido en la historia de la Iglesia
ningún pueblo que en una época determinada haya contado con un número tan
elevado de santos. Todos ellos, directa o indirectamente, participaron en
los hechos de los Apóstoles de América, y es justo que hagamos aquí breve
memoria de ellos.
En
la España peninsular, que tenía ocho millones y medio de habitantes, los santos
muertos o nacidos en el siglo XVI son muchos: el hospitalario San Juan de
Dios (+1550), el jesuita San Francisco de Javier (+1552), el agustino obispo
Santo Tomás de Villanueva (+1555), el jesuita San Ignacio de Loyola (+1556),
el franciscano San Pedro de Alcántara (+1562), el sacerdote secular San Juan
de Avila (+1569), el jesuita Beato Juan de Mayorga y sus compañeros mártires
(+1570), el jesuita San Francisco de Borja (+1572), el dominico San Luis Bertrán
(+1581), la carmelita Santa Teresa de Jesús (+1582), el franciscano Beato
Nicolás Factor (+1583), el carmelita San Juan de la Cruz (+1591), el agustino
Beato Alonso de Orozco (+1591), el franciscano San Pascual Bailón (+1592),
el franciscano San Pedro Bautista y sus hermanos mártires de Nagasaki (+1597),
el jesuita Beato José de Anchieta (+1597), el franciscano Beato Sebastián
de Aparicio (+1600), el obispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano
San Francisco Solano (+1610), el obispo San Juan de Ribera (+1611), el jesuita
San Alonso Rodríguez (+1617), los trinitarios Beato Juan Bautista de la Concepción
(+1618), Beato Simón de Rojas (+1624) y San Miguel de los Santos (+1625),
la carmelita Beata Ana de San Bartolomé (+1626), los jesuitas San Alonso Rodríguez
(+1628) y San Juan del Castillo (+1628), el dominico San Juan Macías (+1645),
el escolapio San José de Calasanz (+1648), el jesuita San Pedro Claver (+1654),
y la capuchina Beata María Angeles Astorch (1592-1665).
Y
los santos de la España americana deben ser añadidos a los anteriormente citados:
los niños mexicanos tlaxcaltecas Beatos Cristóbal, Juan y Antonio (+1527-1529),
el mexicano Beato Juan Diego (+1548), el franciscano mexicano San Felipe de
Jesús (+1597), la terciaria dominica peruana Santa Rosa de Lima (+1617), el
jesuita paraguayo San Roque González de Santacruz (+1628), y el dominico peruano
San Martín de Porres (+1639).
Esta
España, peninsular y americana, que floreció en tantos santos, es la que,
con Portugal, evangelizó las Indias.
Unión
de todos en la misión
En
el capítulo precedente recordábamos el clamor continuo de protesta contra
el maltrato de los indios, y de aquella evocación podríamos sacar la impresión
de que los españoles en las Indias no hicieron otra cosa que salvajadas y
crímenes. Pero eso estaría muy lejos de la verdad histórica.
Los
esquemas maniqueos distribuyen bondad y maldad en forma automática, por gremios
o nacionalidades. Pues bien, al recordar la evangelización de América conviene
desechar desde un principio tal esquema, según el cual los indios y misioneros
serían los buenos, y los otros, conquistadores y encomenderos, funcionarios
y comerciantes, serían los malos. Es preciso reconocer que los españoles en
las Indias respiraban un espíritu común, y por eso imaginar que los religiosos,
impulsados por un evangelismo heroico, se gastaban y desgastaban por el bien
de los indios, arriesgando incluso sus vidas, en tanto que sus mismos hermanos,
amigos y vecinos se dedicaban a explotar o matar indios, es algo que no corresponde
a la realidad.
En
Hispanoamérica entonces, como ahora, había de todo en cada uno de los grupos.
Ya conocemos qué clase de hombres eran en el XVI aquellos españoles, en su
mayoría andaluces, extremeños, castellanos y vascos, que pasaron a las Indias.
Había entre ellos santos y pecadores, honrados trabajadores y pícaros de fortuna,
pero lo que puede afirmarse de todos ellos sin dudas es que formaban un pueblo
de profunda convicción de fe cristiana, y que fueron capaces de transmitir
su fe a los naturales de las Indias. Ellos eran más cristianos que nosotros.
Ellos, por ejemplo, creían en la posibilidad de condenarse en el infierno
para siempre, y muchos pensaban, siquiera a la hora de la muerte, que era
necesario estar a bien con Dios. Lo veremos luego, recordando testamentos
y restituciones.
Y
por otro lado los españoles en América no sólo temían a Dios, sino también
al Rey. La autoridad de la Corona, sobre todo en el XVI y primera mitad del
XVII, es decir, cuando se realizó la evangelización fundamental, no era cosa
de broma. Las Indias, ciertamente, estaban muy lejos de la Corte, pero el
brazo del Rey era muy largo, y no pocos españoles pagaron duramente sus crímenes
indianos.
Violencias
físicas
En
los capítulos siguientes describiremos una acción apostólica que se dió en
un mundo muy diverso del actual, y conviene que ya desde ahora tomemos conciencia
de estas diferencias. Concretamente, en el XVI era el hombre, indio o blanco,
sumamente violento, aficionado a la caza, la guerra y los torneos más crueles,
y con todo ello, altamente resistente al sufrimiento físico.
En
esto último apenas podemos hacernos una idea. La resistencia física de aquellos
hombres al dolor y al cansancio apenas parece creíble. Cabeza de Vaca, ocho
años caminando miles y miles de kilómetros, medio desnudo, atravesando zonas
de indios por una geografía desconocida; Hojeda, con la pierna herida por
una flecha envenenada, haciéndose aplicar hierros al rojo vivo, y escapando
así de la muerte; Soto, aguantando en pie sobre los estribos de su caballo
durante horas de batalla, con una flecha atravesada en el trasero..., forman
un retablo alucinante de personajes increíbles.
La
dureza de los castigos físicos y de la disciplina militar de la época apenas
es tampoco imaginable para el hombre de nuestro tiempo. Hernán Cortés, querido
por sus soldados a causa de su ecuanimidad amigable, cuando conoció una conspiración
contra él de partidarios de Velázquez, «se mostró -dice Madariaga- capaz de
una moderación ejemplar en el uso de la fuerza». Fingió ignorar la traición
del sacerdote Juan Díaz, mandó ahorcar sólo a Escudero y Cermeño, y cortar
los pies al piloto Umbría. «Habida cuenta de la severidad de la disciplina
militar y de sus castigos, no ya en aquellos días sino hasta hace unos cien
años, estas medidas de Cortés resultan más bien suaves que severas» (Cortés
181).
Con
los indios traidores manifestaba un talante semejante: por ejemplo, a los
diecisiete espías confesos enviados por Xicotenga, Cortés se limitó a devolverlos
vivos, mutilados de nariz y manos. Muy duro se mostraba contra quienes ofendían
a los indios de paz. Mandó dar cien azotes a Polanco por quitar una ropa a
un indio, y a Mora le mandó ahorcar por robar a otro indio una gallina. Este
fue salvado in extremis por Alvarado, que de un sablazo cortó la soga... Todo
perfectamente normal, se entiende, entonces. Los indios, por supuesto, eran
de costumbres todavía más duras.
A
los indígenas incas, por ejemplo, no debió causarles un estupor excesivo ver
cómo Atahualpa exterminaba a toda la familia real, centenares de hombres,
mujeres y niños, y cómo él, hijo de doncella (ñusta), para usurpar el trono
imperial, asesinaba a su hermano Huáscar, hijo de reina (coya), guardaba su
cráneo para beber en él, y su pellejo para usarlo de tambor; y tampoco debió
causarles una perplejidad especial ver cómo, finalmente, era ejecutado por
Pizarro, su vencedor. Normal. Y normal no sólo en las Indias: «Cuando Pizarro
mataba al Inca Atahualpa... Enrique VIII de Inglaterra asesinaba a su mujer,
Ana Bolena. Ese mismo Rey ahorcaba a 72.000 ingleses» (C. Pereyra, Las huellas
256)...
Tampoco
los españoles peruanos de entonces eran de los que tratan de arreglar sus
diferencias por medio del «diálogo». En los Anales de Potosí, que refieren
las guerras civiles libradas entre ellos, puede leerse por ejemplo: «Este
mismo año 1588, dándose una batalla, de una parte andaluces y extremeños,
y criollos de los pueblos del Perú; y de la otra vascongados, navarros y gallegos,
y de otras naciones españolas, se mataron unos a otros 85 hombres». Banderías
y luchas, que duraron un par de decenios. Normal.
Siervos
y esclavos
Otra
gran diferencia que nos distancia de los hombres del XVI, y de la que debemos
ser conscientes, se da en que tanto los europeos, como en mayor grado los
indios, estaban habituados a ciertas modalidades, más o menos duras, de servidumbre,
y la consideraban, como Aristóteles, natural. Puede incluso decirse que, allí
donde era normal que los indios presos en la guerra fueran muertos, comidos
o sacrificados a los dioses, una supervivencia en esclavitud podía ser interpretada
a veces como signo de la benignidad del vencedor.
Por
otra parte, el respeto sincero, interiorizado, del inferior al superior o
del vencido al vencedor era en las Indias relativamente frecuente. El inca
Garcilaso, por ejemplo, en la Historia General del Perú, hace notar que los
indios veneraban y guardaban leal servidumbre hacia quienes veían como superiores:
«Cada
vez que los españoles sacan una cosa nueva que ellos no han visto... dicen
que merecen los españoles que los indios los sirvan». Esta actitud de docilidad
sincera era aún mayor en los indios cuando habían sido vencidos en guerra
abierta: «El indio rendido y preso en la guerra, se tenía por más sujeto que
un esclavo, entendiendo, que aquel hombre era su dios y su ídolo, pues le
había vencido, y que como tal le debía respetar, obedecer, servir y serle
fiel hasta la muerte, y no le negar ni por la patria, ni por los parientes,
ni por los propios padres, hijos y mujer. Con esta creencia posponía a todos
los suyos por la salud del Español su amo; y si era necesario, mandándolo
su señor, los vendía sirviendo a los Españoles de espía, escucha y atalaya»
(cit. Madariaga, Auge 74).
Esta
sumisión de los indios a aquellos hombres, que en el desarrollo cultural iban
miles de años por delante, era sincera en muchos casos. Y concretamente, cuando
había mediado una batalla, la sujeción del indio al vencedor blanco no indicaba
con frecuencia una actitud meramente servil, sino también caballeresca.
Cuenta,
por ejemplo, Alvar Núñez Cabeza de Vaca en sus Comentarios que, una vez vencidos
al norte de La Plata los indios guaycurúes, se produjo esta escena: «hasta
veinte hombres de su nación vinieron ante el Gobernador, y en su presencia
se sentaron sobre un pie como es costumbre entre ellos, y dijeron por su lengua
que ellos eran principales de su nación de guaycurúes, y que ellos y sus antepasados
habían tenido guerras con todas las generaciones de aquella tierra, así de
los guaraníes como de los imperúes y agaces y guatataes y naperúes y mayaes,
y otras muchas generaciones, y que siempre les habían vencido y maltratado,
y ellos no habían sido vencidos de ninguna generación ni lo pensaron ser;
y que pues habían hallado [en los españoles] otros más valientes que ellos,
que se venían a poner en su poder y a ser sus esclavos» (cp.30).
La
gran mayoría de los indios de Hispanoamérica fueron siempre fieles a la autoridad
de la Corona española, incluso en los tiempos de la Independencia, no sólo
porque estaban habituados a encontrar defensa en ella y en sus representantes,
sino por respeto leal a una autoridad que internamente reconocían.
Crímenes
no vistos como tales
El
maltrato y la sujeción servil de los indígenas eran prácticas consideradas
en el siglo XVI más o menos como en el siglo XX son considerados el aborto,
el divorcio o la práctica de la homosexualidad, es decir, como algo que, sin
ser ideal -ni tampoco practicado por la mayoría-, debe ser tolerado, pues
de su eventual eliminación se seguirían males peores.
Entre
aquella situación moral y ésta hay, sin embargo, una diferencia importante.
Mientras que en el XVI hispano se alzaba contra aquellos males un clamor continuo
de protestas, que modificaba con frecuencia las conciencias y conductas, y
que llegaba a configurar las leyes civiles, en cambio, en el siglo XX, las
denuncias morales de los males aludidos son mucho más débiles, afectan menos
las conciencias y conductas, y desde luego no tienen fuerza para modelar las
leyes.
Eran
otros tiempos, sin duda. La primera época de España en las Indias era un tiempo
muy diverso del nuestro actual, y no podríamos juzgar rectamente a aquellos
hombres sin colocarnos mentalmente en su cuadro histórico cultural y circunstancial.
Por lo demás, si hiciéramos una comparación entre la moralidad de los encomenderos
o de los representantes de la Corona en las Indias, y el grado de honradez
de los empresarios o políticos españoles e hispanoamericanos de hoy, probablemente
saldrían ganando aquéllos. Y de los soldados, funcionarios, artesanos y comerciantes,
habría que decir lo mismo.
Será
mejor, pues, que no juzguemos a aquellos hombres con excesiva dureza, ya que
nuestro presente no nos permite hacer duras acusaciones a nuestro pasado.
Y menos aún deben hacerlas quienes hoy más las hacen, es decir, aquéllos que
durante cuarenta años no han tenido nada que denunciar en los países esclavizados
por el comunismo en Europa, sino que por el contrario, cuando eran invitados
a visitarlos, volvían cantando alabanzas...
Descubridores,
conquistadores y cronistas
Pero
estamos aquí para recordar los hechos de los Apóstoles de América, es decir
las grandes gestas misioneras que deben ser conmemoradas en su quinto centenario.
Y antes de entrar a contemplar la figura de los santos apóstoles de las Indias,
en su gran mayoría religiosos, debemos recordar también a los buenos cristianos
que, sin ser propiamente misioneros, colaboraron positivamente en la evangelización.
Y
en primer lugar hemos de recordar a aquellos descubridores, conquistadores
y cronistas que, cada uno a su manera, supieron colaborar a la difusión de
la fe en Cristo. Ya hemos dedicado un breve capítulo a Cristóbal Colón, y
en seguida estudiaremos en otro el talante apostólico de Cortés. Aludiremos
ahora brevemente a algunos otros personajes que interesan a nuestro tema.
Alonso
de Hojeda (1466-1515)
Compañero
de Colón en el segundo viaje, en 1493, era Hojeda un hombre muy atractivo,
«de los más sueltos hombres en correr y hacer vueltas y en todas las otras
cosas de fuerzas», dice Las Casas, y añade: «todas las perfecciones que un
hombre podía tener corporales, parecía que se habían juntado en él, sino ser
pequeño». Obtuvo Hojeda la gobernación de la Nueva Andalucía -parte de la
actual Colombia-Venezuela-, donde él y los suyos pasaron innumerables calamidades.
Hojeda
siempre llevaba consigo una imagen de la Virgen que le había regalado en España
el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, el del Consejo de Indias. Cuando al fin
tuvieron que pasar a La Española en busca de socorros, fueron a dar en una
costa cenagosa del sur de Cuba, y hubieron de caminar varias semanas con barro
hasta las rodillas y la vida en peligro. Cada vez que descansaban sobre las
raíces de algún mangle, allí plantaba Hojeda su imagen de la Virgen, exhortando
a todos a que le rezasen y pusieran en ella su confianza. En la mayor angustia,
hizo voto de regalar la imagen en el primer pueblo que hallasen, que fue Cueyba,
en Camagüey, donde les acogieron compasivos unos indios infieles. Hojeda,
en el lenguaje de la mímica, se ganó al cacique para hacer allí una ermita.
Y
el padre Las Casas cuenta: «Yo llegué algunos días después de este desastre
de Hojeda», y estaba la imagen bien guardada por los indios, «compuesta y
adornada». Quiso Las Casas quedarse con ella, ofreciendo otra a los indios,
pero éstos no quisieron ni oir hablar del tema. Y cuando al otro día fue a
celebrar misa en la ermita, la imagen no estaba, pues el cacique se la había
llevado al monte, y no la volvió hasta que se fueron los españoles. Según
parece es ésta la actual Virgen de la Caridad del Cobre. Así que el primer
santuario mariano de las Indias lo fundó un laico (Historia II,60). También
Cortés, como veremos, hacía lo mismo al afirmarse en un lugar: lo primero
de todo, un altar con una cruz y la imagen de la Virgen con su glorioso Niño.
Y muchas flores.
Por
lo demás, estos hombres que iban de exploración o de guerra con una imagen
de la Virgen a la espalda no eran santos, sino cristianos pecadores, y no
raras veces prevalecía en ellos el pecado sobre la gracia. Hojeda, por ejemplo,
fue a veces muy duro con los indios, y Balboa tuvo que denunciarle en carta
al emperador. Tampoco Fonseca, que le regaló la imagen de la Virgen, era un
obispo demasiado ejemplar, si pensamos que tuvo en La Española sus buenos
intereses económicos y un no pequeño repartimiento de indios. Eran pecadores,
cristianos pecadores, para ser más exactos. Es decir, cristianos. Hojeda en
1510 entró en un convento de Santo Domingo, para dedicarse sólo a Dios.
Vasco
Núñez de Balboa (1475-1519)
Fue
Balboa un hidalgo extremeño pobre, que desde 1501 viajó por el Caribe, viviendo
oscuramente. Sin embargo, después de Hojeda y Nicuesa, entre 1510 y 1513 gobernó
con mano prudente en Santa María de La Antigua, el único enclave de España
en Tierra Firme. Y usando un mínimo de fuerza, en contraste con la brutalidad
de sus predecesores, pudo establecer con los indios unas relaciones amistosas,
respetando sus estructuras tribales, y llegando a ser árbitro entre tribus
enfrentadas.
Pues
bien, a este Balboa le eligió Dios para descubrir el Océano Pacífico, o como
se decía entonces, con gran ignorancia, Mar del Sur. El cronista Gonzalo Fernández
de Oviedo cuenta el acontecimiento muy bien contado:
«Un
martes, veinte y cinco de septiembre de aquel año de mil quinientos y trece,
a las diez horas del día, yendo el capitán Vasco Núñez en la delantera de
todos los que llevaba por un monte raso arriba, vio desde encima de la cumbre
dél la Mar del Sur, antes que ninguno de los cristianos compañeros que allí
iban; y volvióse incontinente la cara hacia la gente, muy alegre, alzando
las manos y los ojos al cielo, alabando a Jesucristo y a su gloriosa Madre
la Virgen Nuestra Señora; y luego hincó ambas rodillas en tierra y dio muchas
gracias a Dios por la merced que le había hecho en le dejar descubrir aquella
mar... Y mandó a todos los que con él iban que asimismo se hincasen de rodillas
y diesen las mismas gracias a Dios... Todos lo hicieron así muy de grado y
gozosos, y incontinente hizo el capitán cortar un hermoso árbol, de que se
hizo una cruz alta, que se hincó e fijó en aquel mismo lugar... Y porque lo
primero que se vio fue un golfo o ancón que entra en la tierra, mandóle llamar
Vasco Núñez golfo de San Miguel, porque era la fiesta de aquel arcángel desde
a cuatro días» (Historia gral. XXIX,2 y 3).
Al
modo de Colón, alzó Balboa una gran cruz y dió nombre cristiano a aquellos
lugares. Más tarde se produjo una escena grandiosa que pasó a la historia.
En aquellos parajes bellísimos, «llenos de arboleda», ante 26 hombres de armas,
uno de ellos Francisco Pizarro, y cuando el sol iniciaba su caída en el horizonte,
Balboa «llegó a la rivera a la hora de víspera, y el agua era menguante».
Esperó a la pleamar, y «estando así creció la mar a vista de todos mucho y
con gran ímpetu». Sólo entonces fue cuando Balboa, con la bandera real de
Castilla y León, «con una espada desnuda y una rodela en la mano entró en
el agua de la mar salada, hasta que le dio en las rodillas», y tomó posesión
del Océano Pacífico en el nombre de Dios y de los Reyes Católicos.
Pedro
de Valdivia (1497-1554)
El
extremeño Valdivia fue desde 1539 conquistador y poblador de Chile, la tierra
de los araucanos. De ellos dijo Alonso de Ovalle: «Los indios de Chile, a
boca de todos los que los conocen y han escrito de ellos, [son] de los más
valerosos y más esforzados guerreros de aquel tan dilatado mundo» (Histórica
relación 56). En situación militar tan hostil, era necesario unir a las armas
el valor de la fe. Y así lo hacía Valdivia:
Habiendo
«llegado el ejército de los cristianos al valle de Mapocho», cuenta Mariño
de Lobera, supieron que se les venía encima la indiada, cantando victoria
anticipadamente. Los españoles, sin atemorizarse, se pertrecharon «de las
cosas necesarias para tal conflicto, y ante todas cosas la oración, la cual
siempre tiene el primer lugar entre todas las municiones y estratagemas militares.
Y muy en particular invocando todos el auxilio del glorioso Apóstol Santiago,
protector de las Españas y españoles en cualquier lugar donde se ofrece lance
de pelea.
Tras
esto se siguió un breve razonamiento del general [Valdivia] a sus soldados,
en que sólamente les daba un recuerdo de que eran españoles y mucho más de
que eran cristianos, gente que tiene de su parte el favor y socorro del Señor
universal» (Crónica 26). En otra ocasión, «estando los dos ejércitos frente
a frente, se apeó [del caballo] el gobernador [Valdivia], postrándose en tierra
en voz alta con hartas lágrimas, profesando y haciendo protestación de nuestra
santa fe católica, y suplicando a Nuestro Señor le perdonase sus pecados y
favoreciese en aquel encuentro, interponiendo a su gloriosa Madre, y diciendo
otras palabras con mucha devoción y ternura» (71). Pláticas igualmente devotas
pone el cronista en labios del teniente Alonso de Monroy (40).
Por
otra parte, la religiosidad de Valdivia no se despertaba sólo en la guerra,
sino que se mantenía igualmente en la paz. Según escribe el historiador chileno
Gabriel Guarda, citando crónicas antiguas (197-202), Valdivia, «conociendo
que Dios le quería para que fuese instrumento de que estos gentiles viniesen
al conocimiento de su santísima fe, muy contento y muy animado comenzó a publicar
su jornada [a alistar personas] y buscó lo primero dos sacerdotes que le acompañasen
y fuesen capellanes de su ejército y ministros del evangelio entre los infieles».
Su
buen intento se fue realizando, y en 1550 el Cabildo de Concepción podía escribirle
al príncipe Felipe que Valdivia, al fundar esa ciudad, comenzó por reunir
a los indios para «darles a entender y mostrarles quién fue su Creador y que
así les daría maestro a sus hijos para que lo deprendiesen y a ellos lo declarasen
y fuesen cristianos y viviesen el verdadero conocimiento del Creador de todas
las cosas criadas».
De
él testificaba también Diego García de Cáceres en 1548: «los indios le tienen
afición porque aún cuando se venía entraban caciques llorando, pensando que
no había de volver más allá; porque este deponente no ha visto tratar hombre
tan bien a los indios como él trata, y esto hace tanto que a muchos, que no
son tan buenos cristianos, les pesa que tenga tanto cuidado de que no se les
haga mal». Y añade el mismo testigo que, al fundar Valdivia la ciudad de su
nombre, no quiso hacer repartimiento de los indios, sino que «en lugar de
encomenderos señaló personas que atendiesen al bien de los indios, los cuales
les doctrinasen y sosegasen en la paz y quietud», y también tuvo cuidado de
que en su encomienda de Quillota los indios fueran adoctrinados por un maestro
de escuela. En fin, otro testigo ocular, Góngora Marmolejo, pudo asegurar:
«Yo me hallé presente con Valdivia al descubrimiento y conquista, en la cual
hacía todo lo que era en sí como cristiano». Por lo demás, tanto Valdivia
como Martín García Oñez de Loyola, ambos gobernadores, murieron despedazados
por los naturales.
Entre
los primeros conquistadores y gobernadores de Chile no fue Valdivia el único
buen cristiano. Escribe Guarda: «De don García Hurtado de Mendoza y de Francisco
de Villagra, sucesores de Valdivia en el gobierno de Chile, hay varios testimonios
acerca de su cristiandad. Más relevantes, sin embargo, son los relativos a
sus otros sucesores, Pedro de Villagra y Rodrigo de Quiroga, ambos veteranos
de la conquista» (201).
Francisco
López de Gómara (1511-1560)
Este
soriano, que estuvo en Alcalá y en Roma, se hizo sacerdote y fue en España
capellán de Hernán Cortés. Su Historia de las Indias y conquista de México
comienza con una solemne Dedicatoria al emperador, en la que se expresa bien
cómo un español idealista y literato veía las cosas de las Indias por 1552:
«La
mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte
del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias... Los hombres son como
nosotros, fuera del color; que de otra manera bestias y monstruos serían,
y no vendrían, como vienen, de Adán. Mas no tienen letras, ni moneda, ni bestias
de carga: cosas principalísimas para la policía y vivienda del hombre; que
ir desnudos, siendo la tierra caliente y falta de lana y lino, no es novedad.
Y como no conocen al verdadero Dios y Señor, están en grandísimos pecados
de idolatría, sacrificios de hombres vivos, comida de carne humana, habla
con el diablo, sodomía, muchedumbre de mujeres, y otros así. Aunque todos
los indios, que son vuestros súbditos, son ya cristianos por la misericordia
y bondad de Dios, y por la vuestra merced y de vuestros padres y abuelos,
que habeis procurado su conversión y cristiandad. El trabajo y peligro vuestros
españoles lo toman alegremente, así en predicar y convertir como en descubrir
y conquistar.
«Nunca
nación extendió tanto como la española sus costumbres, su lenguaje y armas,
ni caminó tan lejos por mar y tierra, las armas a cuestas... Quiso Dios descubrir
las Indias en vuestro tiempo y a vuestros vasallos, para que las convirtiéseis
a su santa ley, como dicen muchos hombres sabios y cristianos. Comenzaron
las conquistas de indios acabada la de moros, porque siempre guerreasen españoles
contra infieles; otorgó la conquista y conversión el Papa; tomasteis por letra
Plus ultra, dando a entender el señorío del Nuevo-Mundo. Justo es pues que
vuestra majestad favorezca la conquista y los conquistadores, mirando mucho
por los conquistados. Y también es razón que todos ayuden y ennoblezcan las
Indias, unos con santa predicación, otros con buenos consejos, otros con provechosas
granjerías, otros con loables costumbres y policía. Por lo cual he yo escrito
la historia: obra, ya lo conozco, para mejor ingenio y lengua que la mía;
pero quise ver para cuánto era». Y poco después, inicia gloriosamente su crónica:
«Es el mundo tan grande y hermoso, y tiene tanta diversidad de cosas tan diferentes
unas de otras, que pone admiración a quien bien lo piensa y contempla...»
Para
Gómara la finalidad de España en las Indias es muy clara: «La causa principal
a que venimos a estas partes es por ensalzar y predicar la fe de Cristo, aunque
juntamente con ella se nos sigue honra y provecho que pocas veces caben en
un saco» (cp.120). En otra obra importante narra Gómara la Conquista de México,
y en ella se muestra admirador de Cortés y un tanto inclinado hacia lo maravilloso,
como cuando refiere piadosamente una batalla en la que los españoles reciben
la asistencia visible de los apóstoles Pedro y Santiago...
Francisco
de Xerez (1497-1565)
En
1514 llegó a Tierra Firme este sevillano en la expedición de Pedrarias Dávila,
y allí fue uno de los primeros pobladores. Fue más tarde secretario de Francisco
Pizarro y le acompañó como escribano en el descubrimiento y conquista del
Perú. Su Verdadera relación de la Conquista del Perú, aunque breve, es fuente
imprescindible para el conocimiento de aquellos hechos. Transcribiendo largos
parlamentos textuales de Pizarro, deja claros Xerez los principios que impulsaron
aquellas acciones tan audaces: llevar a los indígenas al conocimiento de la
santa fe católica, y sujetarlos al vasallaje del emperador Carlos.
Xerez
narra con todo detalle, como testigo presencial, aquel drámatico encuentro
de Cajamarca entre Pizarro y Atahualpa, y cuenta cómo lo primero que se trató
fue de la fe cristiana. Y lo mismo refiere Diego de Trujillo (véase al final
de la Relación de Xerez) en su mucho más breve Crónica, donde dice así: Estaba
todavía Atahualpa en las andas en que le habían traído, cuando «con la lengua
[el intérprete], salió a hablarle Fray Vicente de Valverde y procuró darle
a entender al efecto que veníamos, y que por mandado del Papa, un hijo que
tenía, Capitán de la cristiandad, que era el Emperador nuestro Señor. Y hablando
con él palabras del Santo Evangelio, le dijo Atabalipa: "¿Quién dice
eso?". Y él respondió: "Dios lo dice". Y Atabalipa dijo: "¿Cómo
lo dice Dios?". Y Fray Vicente le dijo: "Veslas aquí escritas".
Y entonces le mostró un breviario abierto, y Atabalipa se lo demandó y le
arrojó después que le vio, como un tiro de herrón [disco de hierro, perforado,
que se arrojaba en un juego] de allí, diciendo: "¡Ea, ea, no escape ninguno!"»
(Xerez 110-112, 202)... Y allí fue la tremenda...
Esta
primacía de la finalidad misionera, Xerez la resume, al terminar su Relación,
en un poema dedicado al emperador, que dice así: «Aventurando sus vidas /
han hecho lo no pensado / hallar lo nunca hallado / ganar tierras no sabidas
/ enriquecer vuestro estado: / Ganaros tantas partidas / de gentes antes no
oídas / y también como se ha visto, / hacer convertirse a Cristo / tantas
ánimas perdidas».
Alvar
Núñez Cabeza de Vaca (1510-1558)
Este
sevillano se fue a las Indias en 1527, con la expedición de Pánfilo de Narváez.
Bajó Alvar con un grupo a tierra en Tampa, Florida, y al volver a la costa
se habían ido las naves. Ahí comenzó una odisea increíble. Como pudieron,
construyeron unas embarcaciones y llegaron por el Golfo de México hasta la
Isla del Mal Hado, hoy Galveston, donde fueron apresados por los indios. Alvar
y tres compañeros supervivientes escaparon, y a pie, completamente perdidos
entre indios hostiles, y en ocho años de marcha incesante, hicieron miles
y miles de kilómetros, atravesando Texas, hasta llegar a Sinaloa, al extremo
oeste, y descender al sur de México.
Todo
esto lo narra en sus Naufragios y Relación de la jornada de la Florida, que
publicó en 1542. Aún le pedía el cuerpo más aventura, y fue nombrado Adelantado
del Río de la Plata, en Asunción, donde fue gobernador con no pocas vicisitudes
que narra en Comentarios.
En
la isla del Mal Hado, estando Alvar y sus compañeros presos de los indios,
éstos, esperando que habría algún poder extraño en aquellos blancos barbudos,
les llevaban enfermos para que los curasen, y ellos, jugándose la vida, intentaban
el milagro:
Uno
de ellos, Castillo «los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y todos
le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él
veía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos
de tan miserable vida; y El lo hizo tan misericordiosamente que, venida la
mañana, todos amanecieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como
si nunca hubieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración,
y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más
enteramente conociésemos su bondad y tuviésemos firme esperanza que nos había
de librar y traer donde le pudiésemos servir»...
«Por
toda esta tierra, cuenta Alvar, anduvimos desnudos, y como no estabamos acostumbrados
a ello, a manera de serpientes mudabamos los cueros dos veces al año... Nos
corría por muchas partes la sangre, de las espinas y matas con que topábamos...
No tenía, cuando en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino
pensar en la pasión de nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por
mí derramó, y considerar cuánto más sería el tormento que de las espinas él
padeció que no aquel que yo entonces sufría» (Naufragios cp.22).
Estos
hombres, malos o buenos, malos y buenos, eran cristianos y misioneros, pues
tenían una firmeza absoluta en su fe. Y así, por ejemplo, descubridores y
conquistadores, donde quiera que llegaban, atacaban la antropofagia, que estaba
difundida, en unos sitios más, en otros menos, por casi todas las Indias.
Desde el principio, en un planteamiento netamente cristiano, y no en una ética
meramente natural, enseñaban que la ofensa al hombre era aborrecible sobre
todo porque era ofensa a su Creador divino. Así, por ejemplo, siendo Cabeza
de Vaca, años después, gobernador del Paraguay, llegaron a él muchas quejas,
y
él «mandó juntar todos los indios naturales, vasallos de Su Majestad; y así
juntos, delante y en presencia de los religiosos y clérigos, les hizo su parlamento
diciéndoles cómo Su Majestad lo había enviado a los favorecer y dar a entender
cómo habían de venir en conocimiento de Dios y ser cristianos, por la doctrina
y el enseñamiento de los religiosos y clérigos que para ello eran venidos,
como ministros de Dios, y para que estuviesen debajo de la obediencia de Su
Majestad, y fuesen sus vasallos, y que de esta manera serían mejor tratados
y favorecidos que hasta allí lo habían sido. Y allende de esto, les fue dicho
y amonestado que se apartasen de comer carne humana, por el grave pecado y
ofensa que en ello hacían a Dios, y los religiosos y clérigos se lo dijeron
y amonestaron; y para les dar contentamiento, les dio y repartió muchos rescates,
camisas, ropas, bonetes y otras cosas, con que se alegraron» (Comentarios
cp.16).
La
lucha contra los ídolos era también uno de los primeros objetivos de los conquistadores,
y así, por ejemplo, lo consideró Cabeza de Vaca como gobernador:
«Según
informaron al Gobernador, adelante la tierra adentro tienen los indios ídolos
de oro y de plata, y procuró con buenas palabras apartarlos de la idolatría,
diciéndoles que los quemasen y quitasen de sí, y creyesen en Dios verdadero,
que era el que había criado el Cielo y la Tierra, y a los hombres, y a la
mar, y a los peces, y a las otras cosas, y que lo que ellos adoraban era el
diablo, que los traía engañados». Esta primera evangelización elemental de
los conquistadores, al venir propuesta por el gran jefe de los blancos, con
frecuencia impresionaba sinceramente a los indios. «Y así, quemaron muchos
de ellos, aunque los principales de los indios andaban atemorizados, diciendo
que los mataría el Diablo, que se mostraba muy enojado... Y luego que se hizo
la iglesia y se dijo misa, el Diablo huyó de allí, y los indios andaban asegurados,
sin temor» (Comentarios 54).
Muchas
crónicas primeras de las Indias nos muestran que los conquistadores, con eficacia
frecuente, fueron exorcizando los pueblos indios, liberándolos del Demonio
y de su servidumbre idolátrica. En general, los conquistadores procuraban
sujetar a los indios por la amistad y la alianza, antes que por las armas.
Y
así procedía también Cabeza de Vaca, que una vez, por ejemplo, subiendo por
el río Iguatú, hizo asiento con su expedición en un lugar determinado, y en
seguida mandó hacer una iglesia, celebrar la misa y los oficios, y alzar «una
cruz de madera grande, la cual mandó hincar junto a la ribera». Reunió luego
a los españoles y guaraníes amigos, que acompañaban la expedición, dándoles
orden severa de que respetasen a los indios pacíficos de aquel lugar, y mandándoles
que
«no
hiciesen daño ni fuerza ni otro mal ninguno a los indios y naturales de aquel
puerto, pues eran amigos y vasallos de Su Majestad, y les mandó y defendió
[prohibió] no fuesen a sus pueblos y casas, porque la cosa que los indios
más sienten y aborrecen y por que se alteran es por ver que los indios y cristianos
van a sus casas, y les revuelven y toman las cosillas que tienen en ellas;
y que si trajesen y rescatasen con ellos, les pagasen lo que trujesen y tomasen
de sus rescates; y si otra cosa hiciesen, serían castigados» (Com. 53).
Al
parecer, el hecho de que gobernadores, como Cabeza de Vaca, hicieran abierto
apostolado misionero en sus expediciones de descubrimiento y conquista fue
relativamente frecuente en las Indias. Gonzalo Fernández de Oviedo, por ejemplo,
cuenta del gobernador Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias, que
«por
las mejores palabras que podía les daba a entender [a los indios] la verdad
de nuestra fe, y les amonestó que no creyesen en nada de aquello [falso],
y que fuesen cristianos y creyesen en Dios trino e uno, y Todopoderoso, y
que se salvarían e irían a la gloria celestial. Y con estas y otras muchas
y buenas amonestaciones se ocupaba muchas veces este gobernador para enseñar
a los indios y los traer a conocer a Dios y convertirlos a su santa Iglesia
y fe católica» (Historia General XVII,28).
Pedro
Cieza de León (1518?-1560)
Extremeño
de Llerena, en las Indias desde 1535, Cieza luchó en las guerras civiles del
Perú, y fue cronista de La Gasca. También este soldado escritor, la mejor
fuente de la historia de los incas y de la conquista del Perú, se nos muestra
en la Crónica de la conquista del Perú y en El señorío de los incas como hombre
cristiano empeñado en una empresa evangelizadora. Así expresa en el Proemio
de su Crónica su inesperada vocación de escritor:
«Como
notase tan grandes y peregrinas cosas como en este Nuevo Mundo de Indias hay,
vínome gran deseo de escribir algunas de ellas, de lo que yo por mis propios
ojos había visto... Mas como mirase mi poco saber, desechaba de mí este deseo,
teniéndolo por vano... Hasta que el todopoderoso Dios, que lo puede todo,
favoreciéndome con su divina gracia, tornó a despertar en mí lo que ya yo
tenía olvidado. Y cobrando ánimo, con mayor confianza determiné de gastar
algún tiempo de mi vida en escribir esta historia. Y para ello me movieron
las causas siguientes:
«La
primera, ver que en todas las partes por donde yo andaba ninguno se ocupaba
en escribir nada de lo que pasaba. Y que el tiempo consume la memoria de las
cosas de tal manera, que si no es por rastros y vías exquisitas, en lo venidero
no se sabe con verdadera noticia lo que pasó.
«La
segunda, considerando que, pues nosotros y estos indios todos, todos traemos
origen de nuestros antiguos padres Adán y Eva, y que por todos los hombres
el Hijo de Dios descendió de los cielos a la tierra, y vestido de nuestra
humanidad recibió cruel muerte de cruz para nos redimir y hacer libres del
poder del demonio, el cual demonio tenía estas gentes, por la permisión de
Dios, opresas y cautivas tantos tiempos había, era justo que por el mundo
se supiese en qué manera tanta multitud de gentes como de estos indios había
fue reducida al gremio de la santa madre Iglesia con trabajo de españoles;
que fue tanto, que otra nación alguna de todo el universo no lo pudiera sufrir.
Y así, los eligió Dios para una cosa tan grande más que a otra nación alguna».
Cieza
de León reconoce que en aquella empresa hubo crueldades, pero asegura que
no todos actuaron así, «porque yo sé y vi muchas veces hacer a los indios
buenos tratamientos por hombres templados y temerosos de Dios, que curaban
a los enfermos». Sus escritos denotan un hombre de religiosidad profunda,
compadecido de los indios al verlos sujetos a los engaños y esclavitudes del
demonio...
«hasta
que la luz de la palabra del sacro Evangelio entre en los corazones de ellos;
y los cristianos que en estas Indias anduvieren procuren siempre de aprovechar
con doctrina a estas gentes, porque haciéndolo de otra manera no sé como les
irá cuando los indios y ellos aparezcan en el juicio universal ante el acatamiento
divino» (Crónica cp.23).
Bernal
Díaz del Castillo (1496-1568)
Las
crónicas que los autores literatos, como López de Gómara, escribían sobre
las Indias, muy al gusto del renacimiento, daban culto al héroe, y en un lenguaje
muy florido, engrandecían sus actos hasta lo milagroso, ignorando en las hazañas
relatadas las grandes gestas cumplidas por el pueblo sencillo.
Frente
a esta clase de historias se alza Bernal Díaz del Castillo, nacido en Medina
del Campo, soldado en Cuba con Diego Velázquez, compañero de Cortés desde
1519, veterano luchador de ciento diecinueve combates. Siendo ya anciano de
setenta y dos años, vecino y regidor de Santiago, en Guatemala, con un lenguaje
de prodigiosa vivacidad, no exento a veces de humor, reivindica con pasión
la parte que al pueblo sencillo, a los soldados, cupo tanto en la conquista
como en la primera evangelización de las Indias. Como dice Carmen Bravo-Villasante,
«en la literatura española su Historia verdadera de la Nueva España [1568]
es uno de los libros más fascinantes que existen» (64).
En
primer lugar, la importancia de los soldados en la conquista. Ciertamente
fue Cortés un formidable capitán, pero, dice Bernal,
«he
mirado que nunca quieren escribir de nuestros heroicos hechos los dos cronistas
Gómara y el doctor Illescas, sino que de toda nuestra prez y honra nos dejaron
en blanco, si ahora yo no hiciera esta verdadera relación; porque toda la
honra dan a Cortés» (cp.212). ¿Dónde quedan los hechos heróicos y las fatigas
de los soldados de tropa?... Yo mismo, «dos veces estuve asido y engarrofado
de muchos indios mexicanos, con quien en aquella sazón estaba peleando, para
me llevar a sacrificar, y Dios me dió esfuerzo y escapé, como en aquel instante
llevaron a otros muchos mis compañeros». Y con esto, todos los soldados pasaron
«otros grandes peligros y trabajos, así de hambre y sed, e infinitas fatigas»
(cp.207). «Muy pocos quedamos vivos, y los que murieron fueron sacrificados,
y con sus corazones y sangre ofrecidos a los ídolos mexicanos, que se decían
Tezcatepuca y Huichilobos» (cp.208). Sí, es cierto que no es de hombres dignos
alabarse a sí mismos y contar sus propias hazañas. Pero el que «no se halló
en la guerra, ni lo vio ni lo entendió ¿cómo lo puede decir? ¿Habíanlo de
parlar los pájaros en el tiempo que estábamos en las batallas, que iban volando,
o las nubes que pasaban por alto, sino sólamente los capitanes y soldados
que en ello nos hallamos?» (cp.212).
Tiene
toda la razón. La conquista en modo alguno hubiera podido hacerse sin la abnegación
heroica de aquellos hombres a los que después muchas veces se ignoraba, no
sólo en la fama, sino también en el premio.
Por
eso Bernal insiste: «y digo otra vez que yo, yo, yo lo digo tantas veces,
que yo soy el más antiguo y he servido como muy buen soldado a su Majestad,
y dígolo con tristeza de mi corazón, porque me veo pobre y muy viejo, una
hija por casar, y los hijos varones ya grandes y con barbas, y otros por criar,
y no puedo ir a Castilla ante su Majestad para representarle cosas cumplideras
a su real servicio, y también para que me haga mercedes, pues se me deben
bien debidas» (cp.210).
En
segundo lugar, Bernal, con objetividad popular sanchopancesca, purifica las
crónicas de Indias de prodigios falsos, como «el salto de Alvarado» (cp. 128),
o de victorias fáciles debidas a maravillas sobrenaturales, como aquel triunfo
que López de Gómara atribuía a una visible intervención apostólica:
«Pudiera
ser, escribe Bernal con una cierta sorna, que los que dice el Gómara fueran
los gloriosos apóstoles señor Santiago o señor san Pedro, y yo, como pecador,
no fuese digno de verles; lo que yo entonces vi y conocí fue a Francisco de
Morla en un caballo castaño, que venía juntamente con Cortés, que me parece
que ahora que lo estoy escribiendo, se me representa por estos ojos pecadores
toda la guerra... Y ya que yo, como indigno pecador, no fuera merecedor de
ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí había sobre cuatrocientos
soldados, y Cortés y otros muchos caballeros..., y si fuera así como lo dice
el Gómara, harto malos cristianos fuéramos, enviándonos nuestro señor Dios
sus santos apóstoles, no reconocer la gran merced que nos hacía» (cp.34).
En
tercer lugar, y este punto tiene especial importancia para nuestro estudio,
Bernal afirma con energía la importancia de los soldados en la evangelización
de las Indias. En un plural que expresa bien el democratismo castellano de
las empresas españolas en América, escribe: hace años «suplicamos a Su Majestad
que nos enviase obispos y religiosos de todas órdenes, que fuesen de buena
vida y doctrina, para que nos ayudasen a plantar más por entero en estas partes
nuestra santa fe católica». Vinieron franciscanos, y en seguida dominicos,
que ambos hicieron muy buen fruto, cuenta, y en seguida añade:
«Mas
si bien se quiere notar, después de Dios, a nosotros, los verdaderos conquistadores
que los descubrimos y conquistamos, y desde el principio les quitamos sus
ídolos y les dimos a entender la santa doctrina, se nos debe el premio y galardón
de todo ello, primero que a otras personas, aunque sean religiosos» (cp. 208).
En efecto, entonces como ahora, al hablar de la evangelización de las Indias
sólo se habla de los grandes misioneros, y ni se menciona la tarea decisiva
de estos soldados y cronistas que, de hecho, fueron los primeros evangelizadores
de América, y precisamente en unos días decisivos, en los que todavía un paso
en falso podía llevar a quedarse con el corazón arrancado, palpitando ante
el altar de Huitzilopochtli.
Por
lo demás, es Bernal Díaz del Castillo un cristiano viejo de profundo espíritu
religioso, y cuando escribe lo hace muy consciente de haber participado en
una gesta providencial de extraordinaria grandeza: «Muchas veces, ahora que
soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos,
que me parece que las veo presentes. Y digo que nuestros hechos no los hacíamos
nosotros, sino que venían todos encaminados por Dios; porque ¿qué hombres
ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos y cincuenta soldados,
y aun no llegábamos a ellos, en una tan fuerte ciudad como México?»... y sigue
evocando aquellos «hechos hazañosos» (cp. 95).
Soldados
cristianos
¿Cómo
se explica la religiosidad de estos soldados cronistas?... Parece increíble.
Cieza pasó a las Indias a los 15 o 17 años, Xerez y Alvar a los 17, Bernal
Díaz del Castillo, a los 18... ¿De dónde les venía una visión de fe tan profunda
a éstos y a otros soldados escritores, que, salidos de España poco más que
adolescentes, se habían pasado la vida entre la soldadesca, atravesando montañas,
selvas o ciénagas, en luchas o en tratos con los indios, y que nunca tuvieron
más atención espiritual que la de algún capellán militar sencillico?
Está
claro: habían mamado la fe católica desde chicos, eran miembros de un pueblo
profundamente cristiano, y en la tropa vivían un ambiente de fe. Si no fuera
así, no habría respuesta para nuestra pregunta.
El
testimonio de los descubridores y conquistadores cronistas -Balboa, Valdivia,
Cortés, Cabeza de Vaca, Vázquez, Xerez, Díaz del Castillo, Trujillo, Tapia,
Mariño de Lobera y tantos otros-, nos muestra claramente que los exploradores
soldados participaron con frecuencia en el impulso apostólico de los misioneros
y de la Corona. Así Pedro Sancho de Hoz, sucesor de Xerez como secretario
de Pizarro, declara que a pesar de que los soldados españoles hubieron de
pasar grandes penalidades en la jornada del Perú, «todo lo dan por bien empleado
y de nuevo se ofrecen, si fuera necesario, a entrar en mayores fatigas, por
la conversión de aquellas gentes y ensalzamiento de nuestra fe católica» (+M.L.
Díaz-Trechuelo: AV, Evangelización 652).
Eran
aquellos soldados gente sencilla y ruda, brutales a veces, sea por crueldad
sea por miedo, pero eran sinceramente cristianos. Otros hombres quizá más
civilizados, por decirlo así, pero menos creyentes, sin cometer brutalidad
alguna, no convierten a nadie, y aquéllos sí. En ocasiones, simples soldados
eran testigos explícitos del Evangelio, como aquel Alonso de Molina, uno de
los Trece de la Fama, que estando en el Perú se quedó en Túmbez cuando pasaron
por allí con Pizarro. De este Molina nos cuenta el soldado Diego de Trujillo,
en su Relación, una conmovedora anécdota:
Va
Trujillo, acompañando a Pizarro en la isla de Puna, al pueblecito El Estero,
y cuenta: «hallamos una cruz alta y un crucifijo, pintado en una puerta, y
una campanilla colgada: túvose por milagro [pues no tenían idea de que hasta
allí hubiera llegado cristiano alguno]. Y luego salieron de la casa más de
treinta muchachos y muchachas, diciendo: Loado sea Jesucristo, Molina, Molina...
Y esto fue que, cuando el primer descubrimiento, se le quedaron al Gobernador
dos españoles en el puerto de Payta, el uno se llamaba Molina y el otro Ginés,
a quien mataron los indios en un pueblo que se decía Cinto, porque miró a
una mujer de un cacique. Y el Molina se vino a la isla de la Puna, al cual
tenían los indios por su capitán contra los chonos y los de Túmbez, y un mes
antes que nosotros llegásemos le habían muerto los chonos en la mar, pescando;
sintiéronlo mucho los de la Puna su muerte» (Xerez 197). En poco tiempo, el
soldado Molina, abandonado y solo, ya había hecho en aquella isla su iglesia,
con cruz y campana, y había organizado una catequesis de treinta muchachos.
Gonzalo
Fernández Oviedo cuenta también una curiosa historia sucedida a Hernando de
Soto, que estaba en La Florida. Habiendo Soto hecho pacto con el cacique de
Casqui, alzaron en el lugar una cruz, a la que los indios comenzaron a dar
culto; pero la amistad se cambió en guerra al aliarse Soto con otro cacique
enemigo del jefe de Casqui. Este le reprochó a Soto: «Dísteme la cruz para
defenderme con ella de mis enemigos, y con ella misma me querías destruir».
El jefe español, conmovido, se excusa diciéndole:
«Nosotros
no venimos a destruiros, sino a hacer que sepáis y entendáis eso de la cruz»,
y le asegura luego que lo quiere «más bien de lo que piensas... porque Dios
Nuestro Señor manda que te queramos como a hermano... porque tú y los tuyos
nuestros hermanos sois, y así nos lo dice nuestro Dios» (Hª general XXVII,
28).
Recordemos,
en fin, una información de 1779, procedente de San Carlos de Ancud, en el
lejanísimo Chiloé, al fin del lejano Chile, en la que se dice que Tomás de
Loayza, soldado dragón con plaza viva, llevaba catorce años enseñando a los
indios «no sólo los primeros rudimentos de la educación, sino la doctrina
cristiana y diversas oraciones, de tal manera que a la sazón aquellos eran
maestros de sus padres» (cit. Guarda 57).
Los
religiosos
En
el libro presente, al narrar los Hechos de los Apóstoles de América, centraremos
nuestra atención en la figura de los máximos héroes de la actividad misionera
en las Indias. Como veremos, casi todos ellos fueron religiosos, que, al modo
de los apóstoles elegidos por Jesús, lo dejaron todo, y se fueron con él,
para vivir como compañeros suyos y ser así sus colaboradores inmediatos en
la evangelización del mundo (+Mc 3,14).
En
efecto, como decía en 1588 el excelente jesuita José de Acosta, brazo derecho
de Santo Toribio de Mogrovejo, «nadie habrá tan falto de razón ni tan adverso
a los regulares [religiosos], que no confiese llanamente que al trabajo y
esfuerzo de los religiosos se deben principalmente los principios de esta
Iglesia de Indias» (De procuranda indorum salute V,16).
No
diremos más ahora de la obra apostólica de los religiosos en América, pues
en los capítulos siguientes que siguen hemos de describir la vida y las acciones
de estos grandes misioneros, fijándonos sobre todo en aquéllos que fueron
después canonizados o que están en vías de serlo.
El
clero y los obispos
«El
clero secular, escribe Pedro Borges, como grupo, en el caso de América nunca
fue considerado propiamente misionero, debido a que fueron pocos y siempre
aislados los sacerdotes diocesanos que viajaron al Nuevo Mundo para entregarse
a la tarea misional. El viaje lo realizaron muchos, pero aun en el mejor de
los casos, su fin no era tanto la evangelización propiamente dicha cuanto
la cura pastoral de lo ya evangelizado por los religiosos. Por su parte, la
Corona tampoco recurrió a él como a fuerza evangelizadora, salvo en contados
casos, cuyo desenlace o no nos consta, o fue positivamente negativo» (AV,
Evangelización 593).
Se
dieron casos, sin duda, de curas misioneros, y el franciscano Mendieta los
señala cuando escribe que «quiso Nuestro Señor Dios poner su espíritu en algunos
sacerdotes de la clerecía, para que, renunciadas las honras y haberes del
mundo, y profesando vida apostólica, se ocupasen en la conversión y ministerio
de los indios, conformando y enseñándoles por obra lo que les predicasen de
palabra» (Hª ecl. indiana cp.3). Pero no fueron muchos. Una elevación espiritual,
doctrinal y pastoral del clero diocesano no se produjo en forma generalizada
sino bastante después del concilio de Trento, y llegó, pues, tardíamente a
las Indias en sus frutos misioneros y apostólicos.
En
1778, tratando el Consejo de Indias de «los eclesiásticos seculares» en un
informe al rey, dice que «han manifestado siempre poco deseo de ocuparse en
el ministerio de las misiones, lo que proviene sin duda de que no se verifique
el que ellos se hallen ligados con los votos de pobreza y obediencia, que
ejecutan los regulares, necesitando mayores auxilios, y no se ofrecen con
tanta facilidad como los religiosos a desprenderse de sus comodidades e intereses
particulares y a sacrificarse por sus hermanos» (AV, Evangelización 594).
En
cambio entre los obispos de la América hispana, tanto entre los religiosos
como los procedentes de la vida secular, laical o sacerdotal, hallamos grandes
figuras misioneras, como lo veremos más adelante. Zumárraga, Garcés, Vasco
de Quiroga, Loaysa, Mogrovejo, Palafox... son excelentes modelos de obispos
misioneros.
Las
primeras diócesis de la América hispana
En
Hispanoamérica se fundaron con gran rapidez numerosas diócesis. Recogemos
los datos proporcionados por Morales Padrón (América hispana 149-152): Las
tres primeras, en 1511, se crearon en Santo Domingo, Concepción de la Vega
y San Juan de Puerto Rico. El Papa León X creó la primera diócesis continental,
Santa María de la Antigua, del Darién, trasladada a Panamá en 1513; y poco
después las diócesis de Santiago de Cuba (1517), Puebla (1519) y Tierra Florida
(1520). Clemente VII estableció las diócesis de México (1524), Nicaragua (1531),
Venezuela (1531), Comayagua (1531), Santa Marta (1531, trasladada en 1553
a Bogotá, y restablecida en 1574) y Cartagena de Indias (1534).
El
Papa Paulo III erigió los obispados de Guatemala (1534), Oaxaca (1555), Michoacán
(1536), Cuzco (1537), Chiapas (1539), Lima (1541), Quito (1546), Popayán (1546),
Asunción (1547) y Guadalajara (1548). En tiempo de Julio III sólo se erigió
la diócesis de la Plata (1552). A Pío IV se debe el nacimiento de los obispados
de Santiago de Chile (1561), Verapaz (agregado a Guatemala en 1603), Yucatán
(1561), Imperial o Concepción (1564) y la constitución de Santa Fe de Bogotá
como arzobispado (1564).
El
gran impulsor de las misiones San Pío V, fundador de la Congregación para
la Propagación de la Fe, erige Tucumán (1570). Y Gregorio XIII, continuando
su impulso, funda los obispados de Arequipa (1577), Trujillo (1577) y Manila
(1579), que fue sufragánea de México hasta 1595. En el XVII se crean cinco
nuevas diócesis, durante el reinado de Felipe III; y siglo y medio más tarde
se fundan ocho más, reinando Carlos III. Y a las cuatro antiguas sedes metropolitanas
se añaden cuatro: Charcas (La Plata o Sucre) (1609), Guatemala (1743), Santiago
de Cuba (1803) y Caracas (1803).
La
pujanza impresionante de este desarrollo eclesial aparece más patente si nos
damos cuenta, por ejemplo, que en el Brasil la diócesis de Bahía, fundada
en 1551, fué la única hasta 1676. En el Norte de América no empieza propiamente
la acción misional hasta 1615, en tiempo de Samuel de Champlain. El Beato
Francisco de Montmerency-Laval, en 1674, fue el primer obispo canadiense,
con sede en Québec. Y la evangelización de Alaska no se inició hasta finales
del siglo XIX.
Laicos
cristianos evangelizadores
Como
decíamos al hablar de los cronistas y soldados, hemos de tener siempre presente
que el sujeto principal de la acción evangelizadora de las Indias fue la Iglesia,
entendida como el pueblo cristiano. Es decir, la evangelización de América
no fue hecha sólo por los santos religiosos, cuya biografía recordaremos,
y por los grandes obispos misioneros, con su clero. Aquellos santos religiosos,
en primer lugar, no eran figuras aisladas, sino que vivían y actuaban en cuanto
miembros de unas comunidades religiosas, con frecuencia santas y apostólicas.
Pero hemos de recordar además que aquellos héroes misionales contaban siempre
con la oración y la cooperación de un pueblo creyente, que estaba decidido
a irradiar su fe.
Y
esto no es sólamente una cuestión histórica, sino algo que parte de principios
profundamente teológicos. En efecto, la acción misionera y apostólica, aunque
tenga unos órganos específicos para su ejercicio, es acción de toda la Iglesia.
Si consideráramos la admirable fecundidad de una cierta madre de familia,
y sólo apreciáramos en ella una matriz particularmente sana, caeríamos en
grave error: la fecundidad de esa mujer se debe igualmente o más a la salud
de sus órganos internos, a la energía de su sistema muscular y respiratorio,
a la fuerza de su corazón; y mucho más debe ser atribuída a su espíritu, a
su capacidad personal de transmitir vida, de hacer aflorar en este mundo hombres
nuevos. Algo semejante ocurre con la Iglesia Madre, cuya fecundidad apostólica
procede siempre de Cristo Esposo, y de la participación orante y activa de
todo el Cuerpo eclesial.
En
este sentido, hay que señalar que, junto con los misioneros, las familias
cristianas fueron el medio principal de la evangelización de América. Un fenómeno
tan complejo y extenso, apenas puede aquí ser indicado brevemente, pero es
de la mayor importancia. Es indudable que el mestizaje, la educación doméstica
de los hijos, la solicitud religiosa hacia la servidumbre de la casa, fueron
quizá los elementos más importantes para la suscitación y el desarrollo de
la vida cristiana.
Pensemos
también en las cofradías reunidas por gremios o en torno a una devoción particular,
recordemos los trabajos apostólicos en las doctrinas o catequesis, o la función
importantísima de los maestros de escuela, cuya responsabilidad misionera
fue impulsada por Lima en 1552; y no olvidemos tampoco a los fundadores innumerables
de iglesias y ermitas, conventos y hospitales, escuelas y asilos.
Sólo
un ejemplo, traído por el cronista Mariño de Lobera: «Estaba en la Imperial
[de Chile] una señora llamada Mencía Marañón, mujer de Alonso de Miranda,
que habían venido de junto a Burgos. Y como gente acostumbrada a vivir según
la caridad con que se procede en Castilla, tenían esta buena leche en los
labios, y se esmeraban más en obras pías cuanto más crecían los infortunios
de esta tierra, de suerte que esa señora daba limosna a cuantos indios llegaban
a su puerta, y recogía en su casa a los enfermos, curándolos ella misma con
mucha diligencia y cuidado. Y saboreábase tanto en estas ocupaciones, que
se metía cada día más en ellas hasta hacer su casa un hospital, y amortajar
los indios con sus manos» (83).
Pensemos
en la institución de los fiscales, laicos con responsabilidad pastoral, que
eran creados donde no había presencia habitual de un sacerdote. Ya activos
desde 1532 en Nueva España y regulados en 1552 en el concilio primero de Lima,
prestaron -y todavía prestan en algunas zonas de América- excelentes servicios
al pueblo cristiano. Hemos de recordar aquí, por ejemplo, a los dos hermanos
Juan Bautista y Jacinto de los Angeles, mártires mexicanos. Ambos eran fiscales
indígenas casados, que hacían su servicio en San Francisco de Cajonos, Oaxaca,
y que en 1700 fueron matados con garrotes y machetes por denunciar reuniones
idolátricas. Sus restos se hallan en la Catedral de Oaxaca, y ha sido iniciado
recientemente su proceso de canonización.
Y
pensemos también en los encomenderos... Las Leyes de Burgos (1512), primer
código de los españoles en las Indias, mandaban a éstos adoctrinar a los indios
que tuvieran encomendados, y a los indios les ordenaba vivir cerca de los
poblados de los españoles, «porque con la conversación continua que con ellos
tendrán, como con ir a la iglesia los días de fiesta a oir misa y los oficios
divinos, y ver cómo los españoles lo hacen», más pronto lo aprenderán. Esta
teoría del buen ejemplo resultó en la práctica bastante discutible, de manera
que en muchas ocasiones, concretamente en las reducciones, y antes en las
instrucciones del obispo Vasco de Quiroga, se prefirió para la educación cristiana
de los indios la separación habitual de los españoles seglares.
El
estudio de los testamentos dejados por los encomenderos manifiesta en qué
medida estaba viva en ellos la conciencia de sus responsabilidades cristianas
hacia los indios. «Esta documentación -dice María Lourdes Díaz-Trechuelo-
es de gran riqueza e interés para conocer la mentalidad religiosa de los españoles
asentados en América, o nacidos en ella, en los siglos XVI y XVII» (AV, Evangelización
654).
Francisco
de Chaves, por ejemplo, español de Trujillo, que fue regidor de Arequipa,
donde murió en 1568, funda una misa en su testamento «por los indios cristianos
naturales de los reinos del Perú a los que yo soy en cargo, vivos y difuntos;
quiero el Señor sea servido de los perdonar, a los vivos alumbre el entendimiento
y los atraiga al verdadero conocimiento de la santa fe católica». Hernán Rodríguez,
cordobés de Belalcázar, que tuvo una encomienda en Popayán, reconociendo que
estaba obligado a instruir a los indios «en las cosas de nuestra santa fe
católica y no lo hizo», encarga en el testamento al obispo que restituya tomando
de sus bienes, «para que mi ánima no pene por ello». Otro cordobés, Juan de
Baena, en su testamento de 1570 manda celebrar diez misas del Espíritu Santo
para que «se infunda y arraigue su santísima fe en los naturales de esta gobernación
[de Venezuela] convertidos».
La
frecuencia de estas mandas en los testamentos permite deducir que había en
los encomenderos una conciencia generalizada, mejor o peor cumplida, del deber
de procurar la formación cristiana de los indios. Uno de los Trece de la fama,
Nicolás de Ribera el Viejo, en 1556 funda un hospital para indios en Ica,
Perú, pues aunque ha obrado de buena fe haciendo guerra justa a los indios
y teniéndolos en encomienda, quiere reparar lo que pesa en su conciencia por
haberlos maltratado alguna vez, o por haberles exigido más tributos de los
que «sin mucho trabajo ni fatiga de sus personas me podían y debían tributar...
o por no les haber dado tan bastante y cumplida doctrina como debía» (ib.
654-655).
Indios
apóstoles de los indios
Desde
el primer viaje de Colón se pensó en que los indios habían de ser los apóstoles
de los indios. Y así algunos naturales tomados por el Almirante fueron instruídos
y bautizados en España, teniendo como padrinos a los Reyes Católicos, y de
uno al menos, llamado Diego, se sabe que vuelto a Cuba, de donde era originario,
explicaba la misa a sus hermanos indígenas (Guarda 32). Con cierta frecuencia
los intérpretes venían a hacerse verdaderos colaboradores de los frailes misioneros.
El
padre Mendieta cuenta, por ejemplo: «Me acaeció tener uno que me ayudaba en
cierta lengua bárbara y habiendo yo predicado a los mexicanos en la suya...
entraba él, vestido de roquete y sobrepelliz, y predicaba a los bárbaros en
la lengua que yo a los otros había dicho, con tanta autoridad, energía, exclamaciones
y espíritu, que a mí me ponía harta envidia de la gracia que Dios le había
comunicado» (Hª ecl. indiana III,19).
Las
cofradías de naturales -la más antigua la fundada en Santo Domingo en 1554-,
con sus normas internas para la atención de pobres y enfermos, para la catequesis
y otras actividades cristianas, tuvieron en toda la América hispana mucha
vitalidad, y ellas, desde luego, participaron decisivamente en la evangelización
de los indios. También fue decisiva en la evangelización la contribución de
los niños educados en los conventos misionales, y cuanto se diga en esto es
poco. Volveremos sobre el tema cuando tratemos de los niños mártires de Tlaxcala.
Los
indios catequistas prestaron igualmente un servicio insustituible en la construcción
de la Iglesia en el Mundo Nuevo. Algunos de ellos, incluso, llevados de un
celo excesivo, rezaban reunidos, como si fueran cabildo de canónigos, las
Horas litúrgicas, y celebraban misas secas en ausencia de los sacerdotes,
de modo que el primer concilio de México hubo de moderar y concretar sus funciones.
Especial
mención hemos de hacer de aquellas muchachas indias, hijas de principales,
que recibían en ocasiones una mejor formación en internados religiosos. Ellas,
según Mendieta, ayudaban en hospitales y en otras obras buenas, y sobre todo
iban «a enseñar a las otras mujeres en los patios de las iglesias o a las
casas de las señoras, y a muchas convertían a se bautizar, y ser devotas cristianas
y limosneras, y siempre ayudaron a la doctrina de las mujeres» (Hª ecl. indiana
III,52; +Motolinía, Memoriales I,62).
Por
otra parte, y parte muy principal, desde el principio de la evangelización
de América, hubo numerosos indios santos, que evidentemente colaboraron en
forma decisiva a la evangelización de sus hermanos indígenas. Cuando hablamos
del Beato Juan Diego, volveremos sobre el tema.
Recordemos,
pues, aquí sólo algún caso. El siervo de Dios Nicolás de Ayllón, peruano,
educado por los franciscanos de Chiclayo, era sastre, casado con la mestiza
María Jacinta, y con ella fundó en Lima el célebre monasterio de Jesús María,
para acoger doncellas españolas e indígenas. Murió en olor de santidad en
1677, y está incoado su proceso de beatificación (Guarda 170). El indio Baltasar,
de Cholula, en México, organizó todo un pueblo al estilo de la vida comunitaria
cenobítica. Motolinía y Mendieta nos refieren cómo grupos de tlaxcaltecas
salían a regiones vecinas a predicar el Evangelio. Incluso algunas familias
se fueron a vivir con los recalcitrantes chichimecas, para evangelizarlos
a través de la convivencia. Casos de martirio por la castidad, al estilo de
María Goretti, se dieron muchos entre las indias neocristianas, como aquél
que narra Mendieta, y que ocasionó la conversión del fracasado seductor: «Hermana,
tú has ganado mi alma, que estaba perdida y ciega» (Hª ecl. indiana III,52).
¿Cómo se podrá, en fin, encarecer suficientemente el influjo de los mejores
indios cristianos en la evangelización de América?...
A
pesar de los malos cristianos
San
Lucas, al contar la historia de la primera difusión del Evangelio, no insiste
mucho en los escándalos producidos por los malos cristianos, al estilo de
Ananías y Safira, sino que centra su relato en las figuras de los verdaderos
evangelizadores, Pedro y Pablo, Esteban y Felipe... Y es natural que así lo
hiciera, pues estaba escribiendo precisamente los hechos de los apóstoles.
Es lógico que, haciendo crónica de la primera evangelización del mundo pagano,
dejara a un lado las miserias de los malos cristianos, ya que ellos no colaboraron
a la evangelización; por el contrario, ésta se hizo a pesar de ellos. Pues
bien, tampoco los cristianos infieles o perversos merecen ser recordados al
hablar de las hechos de los apóstoles de América. Pero no quedaría completo
nuestro cuadro sin mencionar brevemente su existencia.
Los
cronistas primitivos, al hablar de descubrimientos y conquistas, no ocultan
los hechos criminales, sino que los denuncian con amargura. Así Mariño de
Lobera, después de narrar una acción cruel de sus compañeros españoles, afirma:
«Esta gente que conquistó Chile por la mayor parte de ella tenía tomado el
estanco de las maldades, desafueros, ingratitudes, bajezas y exorbitancias»
(Crónica 58).
Pero
tampoco faltaban en tiempos de paz los abusos y extorsiones. En el Perú de
1615, el mestizo Felipe Guaman Poma de Ayala, el mismo que elogia a Lima,
«a donde corre tanta cristiandad y buena justicia», o Tucumán, «toda cristiandad
y policía y buena gente caritativos, amigo de los pobres», hablando así de
muchas otras ciudades -Bogotá, Popayán, Riobamba, Cuenca, Loja, Cajamarca-
(Nueva crónica C,1077-1154), en otras páginas de su escrito dice cosas como
ésta: «Todos los españoles son contra los indios pobres de este reino. Hay
que considerar en éste mucho... Y no hay cristianos ni santos, que todos están
en el cielo» (C, 1014). Eso le lleva a una oración ingenua y desesperada:
«Jesucristo, guárdame de los justicias, del corregidor, alcalde, pesquisidor,
jueces, visitadores, padre doctrinante, de todos los españoles, los ladrones,
los despojadores de hombres. Protégeme. Cruz» (B,903)...
Siendo
tanto lo malo en las Indias, debió ser enorme lo bueno, para que la evangelización
fuera posible, como lo fue.
Un
pueblo apostólico y misionero
La
Iglesia en las Indias fue una madre capaz de engendrar con Cristo Esposo más
de veinte naciones cristianas. Y en esta admirable fecundidad misionera colaboraron
todos, Reyes y virreyes, escribanos y soldados, conquistadores y cronistas,
escribanos y funcionarios, frailes y padres de familia, encomenderos, barberos,
sastres y agricultores, indios catequistas, gobernadores y maestros de escuela,
cofradías de naturales, de criollos, de negros, de españoles o de viudas,
gremios profesionales, patronos de fundaciones piadosas, de hospitales y conventos,
laicos fiscales y religiosas de clausura, párrocos y doctrinos, niños hijos
de caciques, educados en conventos religiosos, corregidores y alguaciles...
Todo
un pueblo cristiano y fiel, con sus leyes y costumbres, con sus virtudes y
vicios, con sus poesías y danzas, canciones y teatros, con sus cruces alzadas
y templos, sus fiestas y procesiones, y sobre todo con sus inmensas certezas
de fe, a pesar de sus pecados, fue el sujeto real de la acción apostólica
de la Iglesia.
Ese
pueblo, evidentemente confesional, que no fue a las Indias a anunciar a los
indígenas la duda metódica, sino que recibió de Dios y de la Iglesia el encargo
de transmitir al Nuevo Mundo la gloriosa certeza de la Santa Fé Católica,
cumplió su misión, y es el responsable de que hoy una mitad de la Iglesia
Católica piense y crea, sienta, hable y escriba en español.
España
católica
El
proceso de secularización de las naciones de Occidente, iniciado sobre todo
a partir de la Revolución fracesa, además de traer la pérdida de la confesionalidad
pública, rara vez ha conducido simultáneamente a la pérdida o deterioro grave
de la conciencia de identidad nacional en esos países, a pesar de que todos
ellos proceden de una antigua y fuerte raíz cristiana. Por el contrario, esto
ha sucedido muy acusadamente en España.
Mientras
que hoy, habitualmente, un alemán se sigue sintiendo alemán, como sus antepasados,
y no desea ser otra cosa; y un inglés, al finalizar un espectáculo, canta
con entusiasmo el tradicional God save the Queen!; o un francés, sea cual
sea su ideología, suele ser bien consciente de la grandeur de la France; o
un joven canadiense, adonde quiera que vaya, lleva en la mochila el signo
de su patria; es patente que entre los españoles no suele suceder hoy nada
parecido. ¿Por qué?...
Cada
nación ha tenido su propia historia, y un conjunto muy complejo de factores
de diversa índole han contribuido a forjar la propia identidad nacional. Pues
bien, el influjo decisivo de la fe católica en la configuración de la unidad
nacional española es lo que explica ese hecho diferencial enigmático acerca
del cual nos interrogamos. Durante ocho siglos vivió España el singular proceso
de la Reconquista, que no tuvo paralelo en ninguna otra nación europea, si
se exceptúa Portugal. Aquel arduo empeño de siglos fue lo que reunió en torno
a la fe en Cristo a los pueblos de la península, racial y culturalmente muy
diversos, transcendiendo sus luchas e intereses particulares encontrados.
Y toda la historia posterior de España, durante muchos siglos, ha estado marcada
precisamente por aquella fe que, como ningún otro factor, forjó la unidad
nacional e inspiró sus empresas colectivas.
En
esta perspectiva se debe contemplar cómo la secularización actual de la vida
pública española, considerada como imperativo necesario de las «libertades
modernas» tanto por comunistas y socialistas, como por liberales y democristianos,
ha roto el nudo fundamental que mantenía unidas a las partes, ha producido
una pérdida casi completa de la identidad española, y ha hecho al mismo tiempo
artificiales las fórmulas políticas que se vienen dando para tratar de sustentar
de modo ideológico, y no meramente pragmático o de crasa conveniencia, la
unidad en España de pueblos y regiones.
En
efecto, ningún país europeo tiene como España a sus pueblos integrantes unidos
desde hace tantos siglos -cinco, siete o más-, y en ninguno de ellos, sin
embargo, se dan fuerzas separatistas tan violentas como en España. Mientras
que la identidad nacional de Hispania es una de las más antiguas y de las
más profundamente caracterizadas de Occidente y del mundo, hoy, a pesar de
eso, en la península el nombre mismo de «España» va quedando proscrito: unos
dirán «este país», otros hablarán del «Estado», como los separatistas, y aquel
irónico dirá «Carpetovetonia» o lo que sea, pero fuera de las instancias oficiales
obligadas, o del pueblo sencillo, rara vez se pronuncia el nombre de «España»...
¿Y
esto por qué? ¿Es que nuestra historia carece de las glorias que iluminan
la memoria colectiva de otros pueblos? ¿Es que nuestros males pasados o presentes
no hallan comparación con los habidos o cometidos en otras naciones?... No,
no, en absoluto, no es por eso. Sólamente podría pensar así quien ignorase
por completo la historia de las naciones. Todos los pueblos, también España,
son pueblos pecadores, sin duda alguna, y en todos los siglos de su historia,
como en el presente, abundan indeciblemente las miserias más vergonzosas:
pero en cualquiera de ellos, menos en España, se canta el himno nacional,
se honra la bandera y la propia historia, o se celebran con alegría las fiestas
patrias. Y tampoco este fenómeno extraño puede explicarse en referencia «al
carácter nacional» del español, pues éste más bien ha sido siempre enérgico
y seguro de sí mismo.
No,
el efecto procede de otra causa. El aborrecimiento hacia «España», el sentimiento
de vergüenza hacia su historia, el complejo de inferioridad frente a los otros
pueblos desarrollados, se da hoy en aquellos españoles más avisados que han
comprendido a tiempo que para ser «modernos», para incorporarse definitivamente
«a las corrientes progresistas de la historia», es imprescindible afirmarse
en un humanismo autónomo, es preciso renunciar al cristianismo, o al menos
relegarlo muy estrictamente al secreto más íntimo de la conciencia, evitando
toda proyección pública y social: es decir, se hace necesario dejar de ser
«español».
Ésta
es la verdad. Por otra parte, apagado en España el principio católico de su
vida nacional, que había mantenido unidos durante siglos a pueblos muy diversos,
el liberalismo, ya en avanzada secularización de la vida pública, dio lugar,
como en otros pueblos, a un nacionalismo centralista sumamente idóneo para
suscitar a la contra nacionalismos regionalistas.
Y
en ésas estamos. Ahora, en zonas como el centro de la península, los ilustrados
actuales, como herederos espirituales de los ilustrados del XVIII y de los
liberales del XIX, cuya política ha sido dominante en esas regiones desde
comienzos del siglo pasado, siguen manteniendo la unidad nacional, pero vaciada
de todo contenido religioso, y por eso, si rehusan mencionar el nombre de
«España», es precisamente por la densidad de fe y de tradición católica que
este nombre entraña. En esas mismas zonas, sin embargo, el amor patrio todavía
se mantiene, a duras penas, en el pueblo sencillo, que durante mucho tiempo
ha sido ajeno y poco vulnerable a las ideas y sentimientos antitradicionales
de las clases gobernantes y de las élites ilustradas.
Por
otra parte, en la periferia peninsular, en aquellas regiones que antes fueron
de las más acusadamente católicas y antiliberales, como el País Vasco y gran
parte de Cataluña, el secularismo, dejando de lado a Dios como principio de
unidad social, alza con fuerza el culto religioso a la lengua y a la etnia
propias... y siembra con eficacia, esta vez también entre el pueblo sencillo,
la aversión a «España»...
1992.
Así, en esta situación agónica, España, avergonzada de sí misma y de su historia,
y avergonzada también por supuesto de su historia americana, «celebró» -es
un decir- el V Centenario del descubrimiento y evangelización de América.
Que Dios nos pille a todos confesados.
Por
lo que a nosotros se refiere, terminada esta I Parte de nuestra obra, ya no
hablaremos más, como no sea ocasionalmente, de los aspectos políticos y populares
de la acción de España en América, sino que nos centraremos en el estudio
de las personalidades individuales apostólicas más notables. Es decir, nos
dedicaremos ya, gozosa y libremente, a narrar los grandes Hechos de los apóstoles
de América.
La Virgen de Guadalupe nos ayude.