Grandeza y miseria
de los aztecas
El
imperio azteca
La ciudad grandiosa
Religiosidad y altura moral
Las grandes cualidades de los indios
Dominadores de muchos pueblos
El lado siniestro de un mundo pagano
Huitzilopochtli
Los sacrificios humanos
«Lágrimas y horror y espanto»
La poligamia
El enigma de los contrastes inconciliables
El imperio azteca
En el inmenso territorio que llamamos
México, y que hoy concebimos como una unidad nacional, coexistieron muchos
pueblos diversos: al sur mayas, zapotecas, al este olmecas, totonacas, toltecas,
al centro tlaxcaltecas, tarascos, otomíes, chichimecas, al norte pimas, tarahumaras,
y tantos más, ajenos unos a otros, y casi siempre enemigos entre sí. Entre
todos ellos habían de distinguirse muy especialmente los aztecas, que procedentes
del norte, fueron descendiendo hacia los grandes lagos mexicanos, hacia la
región de Anáhuac. Conducidos por su dios Huitzilopochtli -para los españoles,
Huichilobos-, dios guerrero y terrible, llegaron en 1168 al valle de México
(término que procede de Mexitli, nombre con el que también se llamaba Huitzilopochtli),
y establecieron en Tenochtitlán su capital.
De este modo, el pueblo azteca,
convencido de haber sido elegido por los dioses para una misión grandiosa,
fue desplazando a otros pueblos, y ya para 1400 toda la tierra vecina del
lago estaba en sus manos. En 1500, poco antes de la llegada de los españoles,
el imperio azteca reunía 38 señoríos, y se sustentaba en la triple alianza
de México (Tenochtitlán), Tezcoco y Tacuba (Tlacopan).
El pueblo azteca llevó a síntesis
lo mejor de las culturas creadas por otros pueblos, como los teotihuacanos
y los toltecas. Organizado en clanes, bajo un emperador poderoso y varios
señores, fue desarrollándose con gran prosperidad. En astronomía alcanzó notables
conocimientos, elaboró un calendario de gran exactitud, y logró un sistema
pictográfico e ideográfico de escritura que, con el de los mayas, fue el único
de la América prehispánica.
Por otra parte, los aztecas, aunque
no conocían la rueda ni tenían animales de tracción, construyeron con gran
destreza caminos y puentes, casas, acueductos y grandiosos templos piramidales.
Ignoraban la moneda, pero dispusieron con mucho orden enormes mercados o tianguis.
Tampoco conocían el arado -pinchaban la tierra con una especie de lanza-,
pero hicieron buenos cultivos, aunque reducidos, ingeniándose también para
cultivar en chinampas o islas artificiales.
En cuando a las artes diversas,
los pueblos indígenas de México alcanzaron un alto nivel de perfección técnica
y estética.
Así, en 1519, antes de la conquista,
los objetos que Hernán Cortés envió a Carlos I -una serie de objetos indios
de oro, plata, piedras preciosas, plumería, etc., que había recibido de los
mayas, de los totonacas y de los obsequios aztecas de Moctezuma-, causaron
en Europa verdadera impresión. Alberto Durero, que pudo verlos en Flandes
en la corte del emperador, escribió en su Diario: «A lo largo de mi vida,
nada he visto que regocije tanto mi corazón como estas cosas. Entre ellas
he encontrado objetos maravillosamente artísticos... Me siento incapaz de
expresar mis sentimientos» (+J.L. Martínez, Cortés 187).
La ciudad grandiosa
La capital del imperio azteca era
Tenochtitlán, construída en una laguna, y consagrada en 1325 con la dedicación,
en su mismo centro, de un grandioso templo piramidal o teocali (de teotl,
dios, y cali, casa).
Cuando en noviembre de 1519 los
españoles avistaron por primera vez aquella ciudad formidable, una de las
mayores del mundo en aquella época, quedaron realmente asombrados... «Desde
que vimos cosas tan admirables -cuenta el soldado Bernal Díaz del Castillo-,
no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por
una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas...
y por delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos
a cuatrocientos soldados» (cp.88)...
Cuatro días más tarde, ya entrados
en la ciudad, Cortés y los suyos, a caballo los que lo tenían, y acompañados
de caciques aztecas, salieron a visitar aquella gran ciudad formidable. Lo
primero que visitaron fue el tianguis, el inmenso mercado de la plaza de Tlatelolco:
mantas multicolores y joyas preciosas, animales y esclavos, alimentos y bebidas,
plantas y pájaros, allí había de todo, distribuido con un orden perfecto.
«Solamente el rumor y zumbido de
las voces y palabras que allí había -cuenta Bernal- sonaba más que de una
legua, y entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del
mundo, y en Constantinopla, y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan
bien compasada y con tanto concierto y tamaña y llena de tanta gente no la
habían visto». Y junto a esto, «veíamos en aquella gran laguna tanta multitud
de canoas, unas que venían con bastimentos y otras que volvían con cargas
y mercaderías;... y veíamos en aquellas ciudades cúes y adoratorios a manera
de torres y fortalezas [pirámides truncadas], y todas blanqueando, que era
cosa de admiración, y las casas de azoteas» (cp.92).
Otro soldado, Alonso de Aguilar,
al visitar también aquella gran ciudad aún no conquistada, confiesa que «ponía
espanto ver tanta multitud de gentes», y escribe: «Tendría aquella ciudad
pasadas de cien mil casas, y cada una casa era puesta y hecha encima del agua
en unas estacadas de palos, y de casa a casa había una viga y no más por donde
se mandaba, por manera que cada casa era una fortaleza» (Relación, 5ª jornada).
Año y medio más tarde, el 13 de
agosto de 1521, el poder azteca que tenía su centro en aquella gran ciudad
de Tenochtitlán, se vendría abajo para siempre, dando lugar a la Nueva España.
Religiosidad y altura moral
Cuando los españoles entraron en
México, fueron descubriendo pueblos profundamente religiosos, en los que la
religiosidad era propiamente la forma fundamental de la existencia individual
y familiar, social y política. Tenían, aunque politeístas, alguna idea de
un Dios superior, creador de todo, inmortal e invisible, sin principio ni
fin (Hunab Ku, para los mayas, Pije Tao para los zapotecas...) También tenían
cierta noticia de una retribución final tras la muerte, y practicaban, concretamente
los mayas y aztecas, una ascética religiosa severa, con oraciones, ayunos
y rigurosas mortificaciones sangrientas.
Las oraciones aztecas que nos han
llegado son realmente maravillosas en la profundidad de su sentimiento y en
la pureza de su idea: «¡Oh valeroso señor nuestro, debajo de cuyas alas nos
amparamos y defendemos y hallamos abrigo! ¡Tú eres invisible y no palpable,bien
así como la noche y el aire! ¡Oh, que yo, bajo y de poco valor, me atrevo
a parecer delante de vuestra majestad!... Pues ¿qué es ahora, señor nuestro,
piadoso, invisible, impalpable, a cuya voluntad obedecen todas las cosas,
de cuya disposición pende el regimiento de todo el orbe, a quien todo está
sujeto, qué es lo que habéis determinado en vuestro divino pecho?» (Sahagún
VI,1)...
Con algunas excepciones, casi todos
esos pueblos, mayas, aztecas, totonacas, obsesionados por el misterio del
devenir y de la muerte, practicaban sacrificios humanos, de enigmática significación.
Coincidiendo con otros autores, Christian Duverger, al estudiar la economía
del sacrificio azteca, ve en éste un intento de sostener y dinamizar los ciclos
vitales, ya que «la muerte libera un excedente de energía vital»... Y precisamente
en el sacrificio ritual, la artificialidad de la muerte provocada es lo que
hace posible orientar hacia los dioses esa energía, logrando así que se «transmute
la fuga de fuerzas en brote de potencia» (La flor letal 112s). De este modo
la sangre humana ofrecida a los dioses, vitaliza las fuentes de toda energía,
y alimenta las reservas de fuerza que el sol simboliza, concentra e irradia.
La educación azteca era también
profundamente religiosa. Junto a ciertos conocimientos manuales, guerreros,
musicales o astrológicos, o de higiene, cortesía y oratoria, se iniciaba a
los muchachos, entre los 10 y los 20 años, en la oración, en el servicio a
los ídolos, en la castidad, con muy severas prácticas penitenciales. Y la
ascesis era tanto más dura cuanto más alta era la condición social de los
muchachos. En la alta sociedad, por ejemplo, la embriaguez podía ser castigada
con la muerte. Ya aludimos más arriba (21) al cuadro realmente impresionante
que traza Bernardino de Sahagún cuando describe la antigua pedagogía religiosa
de los indios de la Nueva España (Historia Gral. lib.VI).
Concretamente, a quienes por su
cuna estaban destinados a ocupar lugares de autoridad se les educaba desde
niños en el autodominio y la más profunda humildad religiosa: «Mira que no
sea fingida tu humildad, mira que nuestro señor dios ve los corazones y ve
todas las cosas secretas, por muy escondidas que estén; mira que sea pura
tu humildad y sin mezcla alguna de soberbia» (lib.VI, 20)... Entre los aztecas,
como observa Jacques Soustelle, «el ideal de la clase superior es una gravitas
completamente romana en la vida privada, en las palabras, en la actitud, junto
con una cortesía exquisita» (La vida 222).
Es interesante observar, por otra
parte, que estas grandes culturas, al mismo tiempo que sufrieron muy graves
desviaciones de la vida sexual, a su modo apreciaron mucho la castidad, y
supieron inculcarla eficazmente. En este sentido, la llegada de los españoles
pudo ocasionar cierta relajación, al menos en determinados aspectos. Así,
por ejemplo, refiere Diego de Landa que las mujeres mayas del Yucatán «preciábanse
de buenas y tenían razón, porque antes que conociesen nuestra nación, según
los viejos ahora lloran, lo eran a maravilla» (Relación cp.5).
Las grandes cualidades de los indios
Las cualidades de los indios mexicanos
impresionaron a los primeros españoles quizá aún más que sus vicios y horribles
supersticiones. Un franciscano, por ejemplo, de la primera evangelización,
Motolinía, habla muchas veces de los indios de México con verdadero entusiasmo.
En su Historia de los indios de la Nueva España, aunque se refiere generalmente
a indios recién cristianos -la termina en 1541-, refleja también en buena
parte lo que aquellos indios ya eran antes del Evangelio:
«Estos indios casi no tienen estorbo
que les impida para ganar el cielo, de los muchos que los españoles tenemos,
porque su vida se contenta con muy poco, y tan poco que apenas tienen con
qué se vestir y alimentar. Su comida es paupérrima, y lo mismo es el vestido.
Para dormir, la mayor parte de ellos aún no alcanzan una estera sana. No se
desvelan en adquirir ni guardar riquezas, ni se matan por alcanzar estados
ni dignidades. Con su pobre manta se acuestan, y en despertando están aparejados
para servir a Dios, y si se quieren disciplinar [para hacer penitencia], no
tienen estorbo ni embarazo de vestirse y desnudarse. Son pacientes, sufridos
sobre manera, mansos como ovejas. Nunca me acuerdo haberlos visto guardar
injuria; humildes, a todos obedientes, ya de necesidad, ya de voluntad, no
saben sino servir y trabajar. Todos saben labrar una pared y hacer una casa,
torcer un cordel, y todos los oficios que no requieren mucha arte. Es mucha
la paciencia y sufrimiento que en las enfermedades tienen. Sus colchones es
la dura tierra, sin ropa ninguna; cuando mucho tienen una estera rota, y por
cabecera una piedra o un pedazo de madero, y muchos ninguna cabecera, sino
la tierra desnuda. Sus casas son muy pequeñas, algunas cubiertas de un solo
terrado muy bajo, algunas de paja, otras como la celda de aquel santo abad
Hilarión, que más parecen sepultura que no casa».
«Están estos indios y moran en sus
casillas, padres y hijos y nietos; comen y beben sin mucho ruido ni voces.
Sin rencillas ni enemistades pasan su tiempo y vida, y salen a buscar el mantenimiento
a la vida humana necesario, y no más. Si a alguno le duele la cabeza o cae
enfermo, si algún médico entre ellos fácilmente se puede haber, sin mucho
ruido ni costa, vanlo a ver, y si no, más paciencia tienen que Job...»
«Si alguna de estas indias está
de parto, tienen muy cerca la partera, porque todas lo son. Y si es primeriza
va a la primera vecina o parienta que le ayude, y esperando con paciencia
a que la naturaleza obre, paren con menos trabajo y dolor que las nuestras
españolas... El primer beneficio que a sus hijos hace es lavarlos luego con
agua fría, sin temor que les haga daño. Y con esto vemos y conocemos que muchos
de éstos así criados desnudos, viven buenos y sanos, y bien dispuestos, recios,
fuertes, alegres, ligeros y hábiles para cuanto de ellos quieren hacer; y
lo que más hace al caso es, que ya que han venido en conocimiento de Dios,
tienen pocos impedimentos para seguir y guardar la vida y ley de Jesucristo».
Y añade: «Cuando yo considero los enredos y embarazos de los españoles, querría
tener gracia para me compadecer de ellos, y mucho más y primero de mí» (I,14,
148-151).
El Señor, «que enseña al hombre
la ciencia, ese mismo proveyó y dio a estos Indios naturales grande ingenio
y habilidad para aprender todas las ciencias, artes y oficios que les han
enseñado, porque con todos han salido en tan breve tiempo, que en viendo los
oficios que en Castilla están muchos años en los aprender, acá en sólo mirarlos
y verlos hacer, han muchos quedado maestros. Tienen el entendimiento vivo,
recogido y sosegado, no orgulloso ni derramado como otras naciones... Aprendieron
a leer brevemente así en romance como en latín... Escribir se enseñaron en
breve tiempo, y si el maestro les muda otra forma de escribir, luego ellos
también mudan la letra y la hacen de la forma que les da su maestro». Todas
las ciencias, artes y oficios -la música y el canto, la gramática y la pintura,
la orfebrería, la imaginería o la construcción-, todas las aprendían de tal
modo que con frecuencia superaban en poco tiempo a los maestros españoles
(III,12-13, 398-411).
Dominadores de muchos pueblos
El mesianismo azteca tenía sus fundamentos
en el gremio sacerdotal y en una formidable casta de guerreros. De este modo
la potencia del pueblo azteca fue sujetando poco a poco bajo su dominio a
muchos pueblos y señoríos. Los embajadores aztecas, con grandiosa pompa y
acompañamiento, visitaban estos pueblos y les invitaban a ser súbditos. La
embajada de Tenochtitlán era la primera. Si no bastaba, seguía la de Texcoco,
y si tampoco ésta conseguía el objetivo, a la embajada de Tlacopan correspondía
el ultimatum, la última advertencia. Una vez sujetada la ciudad o provincia
por la razón o la fuerza guerrera, se procedía a las ceremoniosas negociaciones,
en las que se fijaban los tributos (Soustelle 203-213). Los pueblos sujetos
conservaban normalmente sus propios señores y leyes, sus idiomas, costumbres
y dioses, aunque habían de reconocer también al dios nacional azteca.
Por otra parte, como hace notar
Alvear Acevedo, hay que tener en cuenta que «la guerra, la conquista y el
sometimiento de otros pueblos, tenían motivos económicos y políticos, pero
también razones religiosas de búsqueda de prisioneros para su inmolación»
(87). En todo caso, a principios del siglo XVI, el emperador Moctezuma, el
gran tlatoani (de tlatoa, el que habla), recibía tributo de 371 pueblos. Cada
semestre, pasaban los recaudadores o calpixques a recoger los impuestos que
en especies y cuantías estaban perfectamente determinados. Así era el gran
imperio azteca, y el náhuatl era su lengua.
Esta ambiciosa política guerrera
de los aztecas trajo una muy precaria paz imperial entre los pueblos, pues,
como señala Motolinía, «todos andaban siempre envueltos en guerra unos contra
otros, antes que los Españoles viniesen. Y era costumbre general en todos
los pueblos y provincias, que al fin de los términos de cada parte dejaban
un gran pedazo yermo y hecho campo, sin labrarlo, para las guerras. Y si por
caso alguna vez se sembraba, que era muy raras veces, los que lo sembraban
nunca lo gozaban, porque los contrarios sus enemigos se lo talaban y destruían»
(III,18, 450).
El lado siniestro de un mundo pagano
Según narra Bernal Díez del Castillo,
los soldados españoles, primero en Campeche, en 1517, al oeste del Yucatán,
y pronto a medida que avanzaban en sus incursiones, fueron conociendo el espanto
de los templos de los indios, donde se sacrificaban hombres, y el horror de
los sacerdotes, papas, «los cabellos muy grandes, llenos de sangre revuelta
con ellos, que no se pueden desparcir ni aun peinar»... Allí vieron «unas
casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y bien labradas de cal
y canto, y tenían figurado en unas paredes muchos bultos [imágenes] de serpientes
y culebras grandes, y otras pinturas de ídolos de malas figuras, y alrededor
de uno como altar, lleno de gotas de sangre» (cp.3). En una isleta «hallamos
dos casas bien labradas, y en cada casa unas gradas, por donde subían a unos
como altares, y en aquellos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que
eran sus dioses. Y allí hallamos sacrificados de aquella noche cinco indios,
y estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las
paredes de las casas llenas de sangre» (cp.13). Lo mismo vieron no mucho después
en la isla que llamaron San Juan de Ulúa (cp.14). Eran escenas espantosas,
que una y otra vez aquellos soldados veían como testigos asombrados.
Avanzando ya hacia Tenochtitlán,
la capital azteca, hizo Pedro de Alvarado una expedición de reconocimiento,
con doscientos hombres, por la región de Culúa, sujeta a los aztecas. Y «llegado
a los pueblos, todos estaban despoblados de aquel mismo día, y halló sacrificados
en unos cúes [templos] hombres y muchachos, y las paredes y altares de sus
ídolos con sangre, y los corazones presentados a los ídolos; y también hallaron
los cuchillazos de pedernal con que los abrían por los pechos para sacarles
los corazones. Dijo Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más
de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas, y que dijeron otros indios
que los habían llevado para comer, de lo cual nuestros soldados se admiraron
mucho de tan grandes crueldades. Y dejemos de hablar de tanto sacrificio,
pues desde allí adelante en cada pueblo no hallábamos otra cosa» (cp.44).
Huitzilopochtli
Pero el espanto mayor iban a tenerlo
en Tenochtitlán, en el corazón mismo del imperio azteca. Aquel imperio formidable,
construído sobre el mesianismo religioso azteca, tenía, como hemos visto,
un centro espiritual indudable: el gran teocali de Tenochtitlán, desde el
cual imperaba Huitzilopochtli. Este ídolo temible, que al principio había
recibido culto en una modesta cabaña, y posteriormente en templos más dignos,
finalmente en 1487, cinco años antes del descubrimiento de América, fue entronizado
solemnemente en el teocali máximo del imperio.
Durante cuatro años, millares de
esclavos indios lo habían edificado, mientras el emperador Ahuitzotl guerreaba
contra varios pueblos, para reunir prisioneros destinados al sacrificio. La
pirámide truncada, de una altura de más de 70 metros, sostenía en la terraza
dos templetes, en uno de los cuales presidía el terrible Huitzilopochtli,
y en el otro Tezcalipoca. Ciento catorce empinados escalones conducía a la
cima por la fachada principal labrada de la pirámide. En torno al templo,
muchos otros palacios y templos, el juego de pelota y los mercados, formaban
una inmensa plaza. En lo alto del teocali, frente al altar de cada ídolo,
había una piedra redonda o téchcatl, dispuesta para los sacrificios humanos.
A la multitud de dioses y templos
mexicanos correspondía una cantidad innumerable de sacerdotes. Sólamente en
este templo mayor había unos 5.000, y según dice Trueba, «no había menos de
un millón en todo el imperio» (Huichilobos 33). Entre estos sacerdotes existían
jerarquías y grados diversos, y todos ellos se tiznaban diariamente de hollín,
vestían mantas largas, se dejaban crecer los cabellos indefinidamente, los
trenzaban y los untaban con tinta y sangre. Su aspecto era tan espantoso como
impresionante.
Los sacrificios humanos
Los aztecas vivían regidos continuamente
por un Calendario religioso de 18 meses, compuesto cada uno de 20 días, y
muchas de las celebraciones litúrgicas incluían sacrificios humanos. Otros
acontecimientos, como la inauguración de templos, también exigían ser santificados
con sangre humana. Por ejemplo, en tiempos de Axayáctl (1469-1482), cuando
se inauguró el Calendario Azteca, esa enorme y preciosa piedra de 25 toneladas
que es hoy admiración de los turistas, se sacrificaron 700 víctimas (Alvear
92). Y poco después Ahítzotl, para inaugurar su reinado, en 1487, consagró
el gran teocali de Tenochtitlán. En catorce templos y durante cuatro días,
ante los señores de Tezcoco y Tlacopan, que habían sido invitados a la solemne
ceremonia, se sacrificaron innumerables prisioneros, hombres, mujeres y niños,
quizá 20.000, según el Códice Telleriano, aunque debieron ser muchos más,
según otros autores, y como se afirma en la crónica del noble mestizo Alva
Ixtlilxochitl:
«Fueron ochenta mil cuatrocientos
hombres en este modo: de la nación tzapoteca 16.000, de los tlapanecas 24.000,
de los huexotzincas y atlixcas otros 16.000, de los de Tizauhcóac 24.4000,
que vienen a montar el número referido, todos los cuales fueron sacrificados
ante este estatuario del demonio [Huitzilipochtli], y las cabezas fueron encajadas
en unos huecos que de intento se hicieron en las paredes del templo mayor,
sin [contar] otros cautivos de otras guerras de menos cuantía que después
en el discurso del año fueron sacrificados, que vinieron a ser más de 100.000
hombres; y así los autores que exceden en el número, se entiende con los que
después se sacrificaron» (cp.60).
Treinta años después, cuando llegaron
los soldados españoles a la aún no conquistada Tenechtitlan, pudieron ver
con indecible espanto cómo un grupo de compañeros apresados en combate eran
sacrificados al modo ritual. Bernal Díaz del Castillo, sin poder reprimir
un temblor retrospectivo, hace de aquellos sacrificios humanos una descripción
alucinante (cp.102). Pocos años después, el franciscano Motolinía los describe
así:
«Tenían una piedra larga, la mitad
hincada en tierra, en lo alto encima de las gradas, delante del altar de los
ídolos. En esta piedra tendían a los desventurados de espaldas para los sacrificar,
y el pecho muy tenso, porque los tenían atados los pies y las manos, y el
principal sacerdote de los ídolos o su lugarteniente, que eran los que más
ordinariamente sacrificaban, y si algunas veces había tantos que sacrificar
que éstos se cansasen, entraban otros que estaban ya diestros en el sacrificio,
y de presto con una piedra de pedernal, hecho un navajón como hierro de lanza,
con aquel cruel navajón, con mucha fuerza abrían al desventurado y de presto
sacábanle el corazón, y el oficial de esta maldad daba con el corazón encima
del umbral del altar de parte de fuera, y allí dejaba hecha una mancha de
sangre; y caído el corazón, estaba un poco bullendo en la tierra, y luego
poníanle en una escudilla [cuauhxicalli] delante del altar.
«Otras veces tomaban el corazón
y levantábanle hacia el sol, y a las veces untaban los labios de los ídolos
con la sangre. Los corazones a las veces los comían los ministros viejos;
otras los enterraban, y luego tomaban el cuerpo y echábanle por la gradas
abajo a rodar; y allegado abajo, si era de los presos en guerra, el que lo
prendió, con sus amigos y parientes, llevábanlo, y aparejaban aquella carne
humana con otras comidas, y otro día hacían fiesta y le comían; y si el sacrificado
era esclavo no le echaban a rodar, sino abajábanle a brazos, y hacían la misma
fiesta y convite que con el preso en guerra.
«En esta fiesta [Panquetzaliztli]
sacrificaban de los tomados en guerra o esclavos, porque casi siempre eran
éstos los que sacrificaban, según el pueblo, en unos veinte, en otros treinta,
o en otros cuarenta y hasta cincuenta y sesenta; en México se sacrificaban
ciento y de ahí arriba.
«Y nadie piense que ninguno de los
que sacrificaban matándolos y sacándoles el corazón, o cualquiera otra muerte,
que era de su propia voluntad, sino por fuerza, y sintiendo muy sentida la
muerte y su espantoso dolor.
«De aquellos que así sacrificaban,
desollaban algunos; en unas partes, dos o tres; en otras, cuatro o cinco;
y en México, hasta doce o quince; y vestían aquellos cueros, que por las espaldas
y encima de los hombros dejaban abiertos, y vestido lo más justo que podían,
como quien viste jubón y calzas, bailaban con aquel cruel y espantoso vestido.
«En México para este día guardaban
alguno de los presos en la guerra que fuese señor o persona principal, y a
aquél desollaban para vestir el cuero de él el gran señor de México, Moctezuma,
el cual con aquel cuero vestido bailaba con mucha gravedad, pensando que hacía
gran servicio al demonio [Huitzilopochtli] que aquel día honraban; y esto
iban muchos a ver como cosa de gran maravilla, porque en los otros pueblos
no se vestían los señores los cueros de los desollados, sino otros principales.
Otro día de la fiesta, en cada parte sacrificaban una mujer y desollábanla,
y vestíase uno el cuero de ella y bailaba con todos los otros del pueblo;
aquél con el cuero de la mujer vestido, y los otros con sus plumajes» (Historia
I,6, 85-86).
Diego Muñoz Camargo, mestizo, en
su Historia de Tlaxcala escribe: «Contábame uno que había sido sacerdote del
demonio, y que después se había convertido a Dios y a su santa fe católica
y bautizado, que cuando arrancaba el corazón de las entrañas y costado del
miserable sacrificado era tan grande la fuerza con que pulsaba y palpitaba
que le alzaba del suelo tres o cuatro veces hasta que se había el corazón
enfriado» (I,20).
Estos sacrificios humanos estaban
más o menos difundidos por la mayor parte de los pueblos que hoy forman México.
En el nuevo imperio de los mayas, según cuenta Diego de Landa, se sacrificaba
a los prisioneros de guerra, a los esclavos comprados para ello, y a los propios
hijos en ciertos casos de calamidades, y el sacrificio se realizaba normalmente
por extración del corazón, por decapitación, flechando a las víctimas, o ahogándolas
en agua (Relación de las cosas de Yucatán, cp.5; +M. Rivera 172-178).
En la religión de los tarascos,
cuando moría el representante del dios principal, se daba muerte a siete de
sus mujeres y a cuarenta de sus servidores para que le acompañasen en el más
allá (Alvear 54)...
Las calaveras de los sacrificados
eran guardadas de diversos modos. Por ejemplo, el capitán Andrés Tapia, compañero
de Cortés, describe el tzompantli (muro de cráneos) que vio en el gran teocali
de Tenochtitlán, y dice que había en él «muchas cabezas de muertos pegadas
con cal, y los dientes hacia fuera». Y describe también cómo vieron muchos
palos verticales, y «en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las
sienes. Y quien esto escribe, y un Gonzalo de Umbría, contaron los palos que
había, y multiplicando a cinco cabezas cada palo de los que entre viga y viga
estaban, hallamos haber 136.000 cabezas» (Relación: AV, La conquista 108-109;
+López de Gómara, Conquista p.350; Alvear 88).
«Lágrimas y horror y espanto»
Como hemos dicho, en casi todos
los meses del año, religiosamente ordenado por el Calendario azteca, se realizaban
en México muy numerosos sacrificios humanos. Fray Juan de Zumárraga, arzobispo
de México, en una carta de 1531 dirigida al Capítulo franciscano reunido en
Tolosa, dice que los indios «tenían por costumbre en esta ciudad de México
cada año sacrificar a sus ídolos más de 20.000 corazones humanos» (Mendieta
V,30; +Trueba, Cortés 100). Eso explica que cuando Bernal Díaz del Castillo
visitó el gran teocali de Tenochtitlán, aunque era soldado curtido en tantas
peleas, quedó espantado al ver tanta sangre:
«Estaban todas las paredes de aquel
adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y asimismo el suelo, que
todo hedía muy malamente... En los mataderos de Castilla no había tanto hedor»
(cp.92).
Bernardino de Sahagún, franciscano
llegado a México en 1529, donde vivió sesenta años, en su Historia General
de las cosas de la Nueva España (lib.II), describe detalladamente el curso
de los diversos cultos rituales que se celebraban en cada uno de los 18 meses,
de 20 días cada uno. Por él vemos que a lo largo del año se celebraban sacrificios
humanos según una incesante variedad de motivos, dioses, ritos y víctimas.
En el mes 1º «mataban muchos niños»; en el 2º «mataban y desollaban muchos
esclavos y cautivos»; en el 3º, «mataban muchos niños», y «se desnudaban los
que traían vestidos los pellejos de los muertos, que habían desollado el mes
pasado»; en el 4º, como venían haciendo desde el mes primero, seguían matando
niños, «comprándolos a sus madres», hasta que venían las lluvias; en el 5º,
«mataban un mancebo escogido»; en el 6º, «muchos cautivos y otros esclavos»...
Y así un mes tras otro. En el 10º,
«echaban en el fuego vivos muchos esclavos, atados de pies y manos; y antes
que acabasen de morir los sacaban arrastrando del fuego, para sacar el corazón
delante de la imagen de este dios»... En el 17º mataban una mujer, sacándole
el corazón y decapitándola, y el que iba delante del areito [canto y danza],
tomando la cabeza «por los cabellos con la mano derecha, llevábala colgando
e iba bailando con los demás, y levantaba y bajaba la cabeza de la muerta
a propósito del baile». En el 18º, en fin, «no mataban a nadie, pero el año
del bisiesto que era de cuatro en cuatro años, mataban cautivos y esclavos».
Los rituales concretos -vestidos, danzas, ceremoniales, modos de matar- estaban
muy exactamente determinados para cada fiesta, así como las deidades que en
cada solemnidad se honraban.
Fray Bernardino de Sahagún, tras
escuchar a múltiples informantes indios, consigna fríamente todos sus relatos
-en los que a veces se adivinan cantilenas destinadas a ser retenidas en la
memoria, para mejor recordar los ritos exactos-, y finalmente exclama: «No
creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana, y más
que bestial y endiablada, como la que arriba queda puesta, no se enternezca
y mueva a lágrimas y horror y espanto; y ciertamente es cosa lamentable y
horrible ver que nuestra humana naturaleza haya venido a tanta bajeza y oprobio
que los padres, por sugestión del demonio, maten y coman a sus hijos, sin
pensar que en ello hacían ofensa alguna, mas antes con pensar que en ello
hacían gran servicio a sus dioses. La culpa de esta tan cruel ceguedad, que
en estos desdichados niños se ejecutaba, no se debe tanto imputar a la crueldad
de los padres, los cuales derramaban muchas lágrimas y con gran dolor de sus
corazones la ejercitaban, cuanto al crudelísimo odio de nuestro enemigo antiquísimo
Satanás, el cual con malignísima astucia los persuadió a tan infernal hazaña.
¡Oh Señor Dios, haced justicia de este cruel enemigo, que tanto mal nos hace
y nos desea hacer! ¡Quitadle, Señor, todo el poder de empecer!» (lib.II, cp.20).
La poligamia
Cuenta Motolinía que en México «todos
se estaban con las mujeres que querían, y había algunos que tenían hasta doscientas
mujeres. Y para esto los señores y principales robaban todas las mujeres,
de manera que cuando un indio común se quería casar apenas hallaba mujer»
(I,7, 250).
Del tlatoani Moctezuma cuenta López
de Gómara que en Tepac, el palacio en que normalmente residía, «había mil
mujeres, y algunos afirman que tres mil entre señoras y criadas y esclavas;
de las señoras, que eran muy muchas, tomaba para sí Moctezuma las que bien
le parecía; las otras daba por mujeres a sus criados y a otros caballeros
y señores; y así, dicen que hubo vez que tuvo ciento y cincuenta preñadas
a un tiempo, las cuales, a persuasión del diablo, movían, tomando cosas para
lanzar las criaturas, o quizá porque sus hijos no habían de heredar» (Conquista
p.344; +Francisco Hernández, Antigüedades I,9)...
El enigma de los contrastes inconciliables
Quienes se asoman al mundo del México
prehispánico no pueden menos de quedarse admirados de lo bueno, horrorizados
de lo malo, y finalmente perplejos, al no saber cómo conciliar lo uno y lo
otro. ¿Cómo es posible que en medio de tantas atrocidades se produjeran a
veces, en los mismos que las realizaban, elevaciones espirituales tan considerables?
(+L. Séjourné, Pensamiento 21). Es un misterio... Se desvanecería el enigma
si tales elevaciones fueran sólo aparentes, pero resulta muy difícil dudar
de su veracidad.
Ciertos rasgos de nobleza espiritual
parecen indudables y relativamente frecuentes. Recordemos en aquellos primitivos
pueblos mexicanos el sentido profundo de una transcendencia religiosa que
impregnaba toda la vida, el sentido respetuoso de la autoridad familiar y
social, la conciencia de pecado, las severas prácticas penitenciales comunes
al pueblo o las excepcionales realizadas por algunos -como el llamado ayuno
teuacanense de algunos jóvenes: cuatro años de oración, de celibato y de abstinencia
rigurosa (Hernández, Antigüedades III,17)-, las oraciones bellísimas alzadas
frecuentemente a los dioses... ¿Cómo relacionar todo esto con tantos otros
errores y crímenes?
La clave del enigma está en que
los mexicanos profesaban sinceramente una religiosidad falsa. La profundidad
de su religiosidad, frente al Absoluto de unas divinidades superiores a lo
humano, explica lo mucho que en ellos había de noble y admirable: es la presencia
misericordiosa de Dios, que también actúa allí donde los hombres le buscan
y apenas le conocen (+Hch 10,34-35). Y la falsedad de su religiosidad es lo
que explica el abismo de los horrores diabólicos y de las supersticiones ignominiosas
en el que estaban hundidos.