LA GRAN EPOPEYA
De todas las
grandes gestas de la Historia Universal, de todo de cuanto el hombre ha hecho
con espíritu de aventura sobre la Tierra, de todo cuanto unos años
enfebrecidos y fecundos han proporcionado un mundo nuevo, nada comparable
al período de 1.511 a 1.541 vivido por los españoles en América,
años que fueron el meollo de la conquista de las Indias y los años
más fructíferos de la historia de humanidad. Nada comparable
al avance gigantesco de la geografía, de la cultura y de la religión
como el que llevaron a cabo los conquistadores españoles en ese breve
lapso de tiempo.
Se podrá contraponer, quizá, los pocos años gloriosos
de Alejandro Magno, la primera expansión del Islam, o el período
condensado de las campañas napoleónicas, pero ninguna de ellas
logró lo que consiguieron los españoles en treinta años:
que su obra durase tres siglos. Este período de 1.511 a 1.541 es el
del descubrimiento del Océano Pacífico, de Méjico, de
Centroamérica, del Perú, de Venezuela, del Nuevo Reino de Granada,
de Chile, de Díez de Solís, de la primera vuelta al mundo, de
Cabeza de Vaca, de Hernando de Soto, de Vázquez de Coronado…
Jamás en sólo treinta años se ensanchó el mundo
con aquella intensidad y tan rápidamente, jamás los asombrados
europeos han vivido días como aquellos en que cada jornada sabían
de nuevas maravillas: del esplendor incomparable de Tenochtitlan, de un nuevo
mar desconocido, de los fabulosos tesoros de Cuzco, de las esmeraldas de los
chibchas, de los reinos del Dorado, de las Siete Ciudades de Cíbola,
de los inmensos caudales del Orinoco y del Amazonas, que parecían mares
en marcha, de la infinitud de selvas impenetrables, de la soberbia grandiosidad
de los Andes, de las interminables praderas, del mayestático enorme
tajo del Gran Cañón del Colorado, de la inmensidad del Pacífico.
Jamás como en aquellos años, el mundo fue una caja de sorpresas,
admirando cada día un nuevo descubrimiento, o fue como una enorme cueva
de Alí Babá, volcando a diario tesoros inconcebibles; las perlas
de Cubagua y Margarita, las esmeraldas de Muzo, , el oro de Coricancha, la
plata de Zacatejas y Potosí, los tesoros de los quimbayas, la cerámica
esplendorosa de Nazca y Mochica, los dibujos de plumas aztecas, las telas
coloreadas peruanas…Jamás se conoció tal revolución alimentaria
como la que trajeron la patata, el maíz, los fríjoles, el cacao,
los boniatos, el pavo… Y el tabaco.
Fue la época más grandiosa del mundo como reflejó Francisco
de Gómara en su famoso párrafo: “La mayor cosa después
de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte de
quién lo crió, fue el descubrimiento de las Indias”. Y añade:
“Nunca nación extendió tanto como los españoles sus costumbres,
su lenguaje y armas, ni caminó tan lejos por mar y tierra las armas
a cuestas.” Y porque las alabanzas no sean interesadas, por ser propias, recordemos
las de un apasionante americano, el estadounidense Charles F. Lummis, que
escribió en glorificación de aquellos superhombres de la Conquista:
“Ninguna nación madre dio jamás a luz cien Stanleys y cuatro
Julio Césares en un siglo; pero es una parte de lo que hizo España
en el Nuevo Mundo: Pizarro, Cortés, Valdivia y Quesada tiene derecho
a ser llamados los Césares del Nuevo Mundo y ninguna de las conquistas
de la historia de América pueden comprarse con las que ellos llevaron
a cabo”. Y todo lo resume otro norteamericano, Frederick S. Dellenbaugh al
escribir: “Los españoles constituyeron el pueblo más valiente
de cuantos han existido.”
Pues bien, si todo esto es así, cuando la gesta más grandiosa
de la historia de la humanidad está reconocida por los mismos americanos,
duele que la nación de donde salieron aquellos hombres excepcionales,
esta patria nuestra, España, que les vio nacer, se haya olvidado de
realzar su grandeza, les ignora y les niega, cicareta e ingrata, su admiración.
Cuando, por ejemplo, Madrid levanta monumentos a un marqués del Duero,
a un Espartero, a un Cautelar o al mismísimo Demonio (el Ángel
Caídos), no existe el gran recuerdo a aquellos dioses que si nacieron
en Extremadura, son también hijos de Castilla, de Galicia, Vascongadas,
Andalucía, la Montaña o Asturias, da Aragón, Cataluña
o Baleares, aunque menor cantidad o disfrazando sus apellidos.
Pocos monumentos a aquellos Césares del Nuevo Mundo. En Medellín
está el único monumento al genio de los conquistadores, Hernán
Cortés, pero es un monumento modesto levantado con el orgullo y entusiasmo
de sus paisanos, pero no el gran monumento nacional que el gran capitán,
colonizador y gobernante se merece. Quizá Cortés, el prototipo
de aquellos gigantes extremeños, sea el hombre más olvidado
del resto de los españoles; uno de los más ilustres hombres
de España es el gran vilipendiado en la tierra que tanto amó
y a la que entregó su energía, su inteligencia y su voluntad:
Méjico. Y es el gran ignorado en su patria. Aparte de este modesto
monumento de Medellín, ¿dónde están las estatuas
que lo recuerden? Si Hernán Cortés hubiera nacido en cualquier
otro país, ¿cómo no se le iban a levantar estatuas a
su gloria y su memoria? Pues Cortés es más grande que Clive
de la India, que Champlaim del Canadá, que Levingstone, que Rhodes
o cualquier otro colonizador. Y cuando esto es así, Hernán Cortés
no tiene más que un solo monumento.
Igual ocurre con Francisco Pizarro, cuya única estatua, que se levanta
en la plaza mayor de Trujillo, escultura magnífica, de gran fuerza
y belleza, es debida al regalo de una escultora norteamericana; pero en Trujillo
falta el monumento a la legión de compatriotas que encabezan Orellana
y los hermanos Pizarro (Hernando, Gonzalo, Juan y Martín de Alcántara)
y salieron de esta ciudad camino de la gloria o de la muerte.
¿Dónde está, por ejemplo, el monumento a Juan de Zumárraga
que lleva la imprenta a Méjico y funda el brillante Colegio de Tlatecolco?
¿Dónde está el de Alvar Núñez Cabeza de
Vaca, el más grande andarín de América, que en ocho años
recorre el sur de los Estados Unidos, desde la Florida a El Paso? ¿Dónde
el del gran navegante de Vicente Yánez Pinzón o el del gran
virrey don Antonio de Mendoza? ¿Dónde el de Sebastián
de Belalcázar, o el de Domingo Martínez de Irala, creador del
Paraguay, o el de Diego de Almagro, por quien fue posible la conquista del
incario?
Y así podríamos seguir la entera biografía de la Conquista.
Sólo Juan Sebastián Elcano tiene dos monumentos en Guetaria,
su patria. O Cristóbal Colón, más afortunado, que se
le recuerda en Madrid, en Barcelona, en Valladolid y en Huelvam(en la Rábida
y en la punta del Sebo). Triste relación para tal falange de grandes
hombres.
Es posible que haya en España, en la cuna de alguno de los grandes
descubridores, monumentos a su memoria, pero no existe ese gran monumento
total a los conquistadores, navegantes, misioneros, civilizadores, legisladores
y colonizadores.
Siento sana envidia cuando contemplo en Lisboa ese homenaje nacional a sus
marinos, conquistadores y evangelizadores que es el gran monumento, esa proa
que parece lanzarse al Tajo camino del plus ultra, ese tajamar que presiden
el infante don Enrique el Navegante y por cuya pendiente ascienden Bartolomeu
Dias, Vasco da Gama, Gil Eanes, Fernado Poo y una legión de héroes
representados en piedra, como una apoteosis a la gloria de los lusitanos que
abrieron rutas para Occidente en busca del Cabo de Buena Espaeranza, de la
India, de la China, del Japón…Ese monumento es, quizá, el más
hermoso y representativo de todos los contemporáneos, salvando el Valle
de los Caídos.
Y me llena de envidia porque echo de menos el que nosotros, en España,
no tengamos nada parecido que nos recuerde permanentemente a los colosos que
hicieron posible un nuevo continente con su fatiga, su sangre, su voluntad,
su inteligencia, su valor. Cuando la obra de los conquistadores de las Indias
es, recordando de nuevo a Gómara, la mayor cosa desde la creación
del mundo, después de la vida y muerte de Cristo; cuando su recuerdo
merecía una devoción permanente por los que somos sus descendientes;
cuando la más extensa Enciclopedia en lengua española biografía
hasta el último convencional francés y es inútil buscar
la de muchos “varones ilustres de la Indias”, que les llamó Juan de
Castellanos; cuando pueblan esta piel de toro olvidadiza, tantas estatuas
y monumentos conmemorativos a oscuros currinches que nada dicen a nuestro
recuerdo, a políticos que más vale olvidar, a enrevesadas utopías
o simbolismos políticos, los más preclaros hijos de España,
los hombres que la humanidad, para bien o para mal, ha ensalzado o calumniado,
glorificado o condenado, es triste ver que no tengan el recuerdo permanente
que se merecen.
Sí, hace falta un gran monumento en la barra del Guadalquivir que mirara
hacia América, en ese Guadalquivir fecunda matriz de donde salían
las naves que con la bonanza o la fatiga llevaron a ultramar a los más
esforzados capitanes, a aquellos desarrapados guripas de pica y rodela, a
los labriegos que dejaron su terruño por más verdes horizontes,
a los marinos que ensanchaban la Tierra, a los religiosos (obispos, frailes,
sacerdote y monjas) cuya labor fructificó cristianizando un continente
entero, a los jurisconsultos, licenciados, doctores, oidores, presidentes
de audiencias y justicias, a las mujeres que a veces tomaban la espada y la
lanza para defender sus hogares y propiedades al lado de los marinos, a toda
la multitud innominada que fecundó el Nuevo Mundo. Todos ellos, es
de justicia, se merecen ese gran monumento que nos lo recuerde permanentemente.
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