El
Beato Juan Diego y Guadalupe
Fuentes documentales
El indio Cuauhtlatóhuac
El cristiano Juan Diego
Apariciones de la Virgen de Guadalupe
Comentario a los textos transcritos
Del terror a la confianza
Dudas sobre la veracidad de Guadalupe
Beato Juan Diego, «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac»
Indios apóstoles
Primera expansión misionera
Fuentes documentales
Las maravillas de gracia que vamos a contar sobre el indio
Juan Diego (1474-1548) y sobre las apariciones de la Virgen en el Tepeyac
(1531) nos son conocidas por los siguientes documentos principales:
El Nican Mopohua, texto náhuatl, la lengua azteca, escrito
hacia 1545 por Antonio Valeriano (1516-1605), ilustre indio tepaneca, alumno
y después profesor y rector del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, Gobernador
de México durante treinta y cinco años; publicado en 1649 por Luis Lasso de
la Vega, capellán de Guadalupe; y traducido al español por Primo Feliciano
Velázquez en 1925. Este documento precioso es probablemente el primer texto
literario náhuatl, pues antes de la conquista los aztecas tenían sólo unos
signos gráficos, como dibujos, en los que conseguían fijar ciertos recuerdos
históricos, el calendario, la contabilidad, etc.
El Testamento de Juana Martín, del 11 de marzo de 1559, vecina
de Juan Diego. El original, en náhuatl, se halla en la Catedral de Puebla.
El Inin Huey Tlamahuizoltin, texto náhualt, compuesto hacia
1580, quizá por el P. Juan González, intérprete del Obispo Zumárraga; traducido
por Mario Rojas. Es muy breve, y coincide en los sustancial con el Nican Mopohua.
El Nican Motecpana, texto náhuatl, escrito hacia 1600 por Fernando
de Alba Ixtlilxóchitl (1570-1649), bisnieto del último emperador chichimeca,
alumno muy notable del Colegio de Santa Cruz, que fue gobernador de Texcoco,
escritor y heredero de los papeles y documentos de Valeriano, entre los cuales
recibió el Relato de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe. En este precioso
texto se nos refiere algunos datos importantes de la vida santa de Juan Diego,
así como ciertos milagros obrados por la Virgen en su nuevo templo. El Testamento
de Juan Diego, manuscrito del XVI, conservado en el convento franciscano de
Cuautitlán, y recogido después por don Lorenzo Boturini.
Varios Anales, en náhuatl, del siglo XVI, como los correspondientes
a Tlaxcala, Chimalpain, Cuetlaxcoapan, México y sus alrededores, hacen referencia
a los sucesos guadalupanos.
Las Informaciones de 1666, hechas a instancias de Roma, en
las que depusieron 20 testigos, 8 de ellos indios ancianos. Entre los testigos
se contó a Don Diego Cano Moctezuma, de 61 años, nieto del emperador, Alcalde
ordinario de la ciudad de México.
En el XVII, hay varias Historias de las Apariciones de Guadalupe,
publicadas por el bachiller Don Miguel Sánchez (1648), el bachiller Don Luis
de Becerra Tanco (1675), el P. Francisco de Florencia S.J. (1688) y el Pbro.
Don Carlos de Sigüenza y Góngora (1688).
El indio Cuauhtlatóhuac
En 1474, en la villa de Cuautitlán, señorío de origen chichimeca,
próximo a la ciudad de México, nació el indio Cuauhtlatóhuac (el que habla
como águila), el futuro Juan Diego. En ese año, más o menos, fue cuando el
poder azteca de México dominó el territorio de los cuautitecas. Cuando tenía
13 años (1487) se produjo la solemnísima inauguración del gran teocali o templo
mayor de Tenochtitlán, reinando Ahuitzol, en la que se sacrificaron unos 80.000
cautivos. En los años siguientes, las guerras de vasallaje del insaciable
poder mexicano envolvieron también al señorío aliado de Cuautitlán, y es posible
que Cuauhtlatóhuac tuviera que dejar sus labores campesinas para participar
en las campañas bélicas.
Cuando tenía éste 29 años (1503), asciende al trono de Tenochtitlán
otro joven de su edad, Moctezuma Xocoyotzin, y también en Cuautitlán comenzó
a reinar Aztatzontzin. Estos cambios políticos, que implicaron redistribuciones
de dominios, despojos y migraciones obligadas, afectaron también a los cuautitecas.
El cristiano Juan Diego
En el año 1524 o poco después, que fue cuando llegaron los
doce apóstoles franciscanos, se bautizó Juan Diego, a los 50 años, con su
mujer Malintzin, que recibió el nombre de María Lucía. En el Testamento de
Juana Martín, de 1559, se lee: «He vivido en esta ciudad de Cuautitlán y su
barrio de San José Milla, en donde se crió el mancebo don Juan Diego y se
fue a casar después a Santa Cruz el Alto, cerca de San Pedro, con la joven
doña Malintzin, la que pronto murió, quedándose solo Juan Diego». Y alude
a continuación al milagro del Tepeyac, donde en 1531 se le apareció la Virgen.
Apariciones de la Virgen de Guadalupe
Seguidamente, quitando solo algunos encabezamientos, reproduciremos
el texto primitivo que narra las apariciones de la Santísima Virgen María
al indio Juan Diego (+AV, Juan Diego, el vidente del Tepeyac; L. López Beltrán,
La protohistoria guadalupana).
El Nican Mopohua
de don Antonio Valeriano
-Sábado 9, diciembre 1531
En el Tepeyac, madrugada. «Diez años después de tomada la ciudad
de México, se suspendió la guerra y hubo paz en los pueblos, así como empezó
a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la
sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de
diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, según se
dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales, aún todo pertenecía
a Tlatilolco1.
«Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino
y de sus mandados. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac, amanecía;
y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos;
callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía.
Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepujaba al del coyoltótotl y del tzinizcan
y de otros pájaros lindos que cantan.
«Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: ¿por ventura soy
digno de lo que oigo? ¿quizás sueño? ¿me levanto de dormir? ¿dónde estoy?
¿acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores?
¿acaso ya en el cielo? Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo,
de donde procedía el precioso canto celestial; y así que cesó repentinamente
y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían:
Juanito, Juan Dieguito2. Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó
un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde
le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que estaba allí de
pie y que le dijo que se acercara. Llegado a su presencia, se maravilló mucho
de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco
en que posaba su planta, flechado por los resplandores, semejaba una ajorca
de piedras preciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los mezquites,
nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de
esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como
el oro. Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy blanda y cortés,
cual de quien atrae y estima mucho.
«Ella le dijo: Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde
vas?3 El respondió: Señora y Niña mía4, tengo que llegar a tu casa de México
Tlatilolco5, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes,
delegados de Nuestro Señor. Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad;
le dijo: Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy
la Siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive6;
del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente
que se me erija aquí un templo7, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión,
auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros
juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen
y en mí confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas
y dolores. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del
obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo,
que aquí en el llano me edifique un templo; le contarás puntualmente cuanto
has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que lo agradeceré
bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense
el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que
ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo.
«Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: Señora mía,
ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo.
Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en
línea recta a México».
Primera entrevista con el señor Obispo, de mañana. «Habiendo
entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del obispo,
que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan
de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó
a sus criados que fueran a anunciarle; y pasado un buen rato, vinieron a llamarle,
que había mandado el señor obispo que entrara8.
«Luego que entró, se inclinó y arrodilló delante de él9; en
seguida le dio el recado de la Señora del cielo; y también le dijo cuanto
admiró, vio y oyó. Después de oir toda su plática y su recado, pareció no
darle crédito; y le respondió: Otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio;
lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has
venido. El salió y se vino triste, porque de ninguna manera se realizó su
mensaje».
Tarde. «En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre
del cerrillo, y acertó con la Señora del cielo, que le estaba aguardando,
allí mismo donde la vio la vez primera. Al verla, se postró delante de ella
y le dijo: Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui adonde me enviaste
a cumplir tu mandato: aunque con dificultad entré adonde es el asiento del
prelado, le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente
y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no lo tuvo
por cierto; me dijo: Otra vez vendrás; te oiré más despacio; veré muy desde
el principio el deseo y voluntad con que has venido.
«Comprendí perfectamente en la manera como me respondió, que
piensa que es quizás invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo
y que acaso no es de orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora
y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado,
le encargues que lleve tu mensaje, para que le crean; porque yo soy un hombrecillo,
soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente
menuda10, y tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a
un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause gran pesadumbre
y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mío.
«Le respondió la Santísima Virgen: Oye, hijo mío el más pequeño,
ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo
encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto
preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi
voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que
otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber
por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido.
Y otra vez dile que yo en persona, la Siempre Virgen Santa María, Madre de
Dios, te envía.
«Respondió Juan Diego: Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción;
de muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo
ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré
oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá. Mañana en la tarde,
cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda
el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora.
Descansa entre tanto. Luego se fue él a descansar en su casa».
-Domingo 10 En misa, de mañana. «Al día siguiente, domingo,
muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse
de las cosas divinas y estar presente en la cuenta11, para ver en seguida
al prelado. Casi a las diez, se aprestó, después de que se oyó Misa y se hizo
la cuenta y se dispersó el gentío».
Segunda entrevista con el señor Obispo. «Al punto se fue Juan
Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verle:
otra vez con mucha dificultad le vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció
y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo; que ojalá que creyera
su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó
que lo quería.
«El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas,
dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo.
Mas aunque explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y
admirado, que en todo se descubría ser ella la Siempre Virgen, Santísima Madre
del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo
que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía;
que, además, era muy necesaria alguna señal, para que se le pudiera creer
que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, dijo Juan Diego
al obispo: Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides; que luego iré a
pedírsela a la Señora del cielo que me envió acá. Viendo el obispo que ratificaba
todo sin dudar ni retractar nada, le despidió».
Los espías del señor Obispo. «Mandó inmediatamente a unas gentes
de su casa, en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando
mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino
derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca,
cerca del puente del Tepeyácac, le perdieron; y aunque más buscaron por todas
partes, en ninguna le vieron.
«Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron,
sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo. Eso fueron a informar
al señor obispo, inclinándole a que no le creyera: le dijeron que nomás le
engañaba; que nomás forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba
lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían
de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera ni engañara».
En el Tepeyac, tarde «Entre tanto, Juan Diego estaba con la
Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor obispo; la que
oída por la Señora, le dijo: Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana para
que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca
de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete hijito mío, que yo te pagaré
tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has impendido; ea, vete ahora;
que mañana aquí te aguardo».
-Lunes 11 Enfermedad de Juan Bernardino. «Al día siguiente,
lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya
no volvió. Porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan
Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a
llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave.
Por la noche, le rogó su tío que de madrugara saliera y viniera a Tlatilolco
a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba
muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría».
-Martes 12 Frente al manantial del Pocito, de madrugada. «El
martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar
al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera
del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre de
pasar, dijo: Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo
caso me detenga, para que lleve la señal al prelado, según me previno: que
primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al sacerdote;
el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando12.
«Luego dio vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro
lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera
la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio la vulta, no podía verle la que
está mirando bien a todas partes. La vio bajar de la cumbre del cerrillo y
que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un
lado del cerro y le dijo: ¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿a dónde vas?
Se apenó él un poco, o tuvo vergüenza, o se asustó. Se inclinó delante de
ella; y la saludó, diciendo13: Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora,
ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y
Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre
siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso
a tu casa de México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor,
que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, vinimos a aguardar
el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo, volveré luego otra vez
aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por
ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda
prisa.
«Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima
Virgen: Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te
asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra
alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás
bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué
más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad
de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó. (Y entonces
sanó su tío, según después se supo).
«Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del cielo,
se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despachara a
ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que le creyera.
La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo,
donde antes la veía. Le dijo: Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del
cerrillo; allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes
flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia.
«Al punto subió Juan Diego al cerrillo14; y cuando llegó a
la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas exquisitas
rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía
el hielo: estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba
perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las echó en
su regazo.
«La cumbre del cerrillo no era lugar en que se dieran ningunas
flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites;
y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que
todo lo come y echa a perder el hielo.
«Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes
rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y
otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: Hijo mío el más pequeño, esta
diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás
en mi nombre que vea en ellas mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú
eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo
delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás
bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo, que fueras a
cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al
prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que
he pedido.
«Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso
en camino por la calzada que viene derecho a México: ya contento y seguro
de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no
fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de
las variadas hermosas flores».
Tercera entrevista con el señor Obispo. «Al llegar al palacio
del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado.
Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso, haciendo
como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían,
que sólo los molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían
informado sus compañeros, que le perdieron de vista, cuando habían ido en
sus seguimiento. Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho
que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada por si acaso era llamado;
y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él, para
ver lo que traía y satisfacerse. Viendo Juan Diego que no les podía ocultar
lo que traía, y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió
un poco, que eran flores; y al ver que todas eran diferentes rosas de Castilla,
y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de
ello, lo mismo de que estuvieran frescas, y tan abiertas, tan fragantes y
tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte
las tres veces que se atrevieron a tomarlas: no tuvieron suerte, porque cuando
iban a cogerlas, ya no veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas
o labradas o cosidas en la manta.
«Fueron luego a decir al señor obispo lo que habían visto y
que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía
mucho que por eso aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo, el señor obispo,
en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera
lo que solicitaba el indito. En seguida mandó que entrara a verle. Luego que
entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo
todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje.
«Dijo: Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a
mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías
una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide
que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte
alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu
recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que
se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte;
le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría;
y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo
la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla. Después que fui a
cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi
regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo
sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque
sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso
dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo, miré que estaba en el
paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla,
brillantes de rocío, que luego fui a cortar. Ella me dijo por qué te las había
de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas
su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje.
Helas aquí: recíbelas.
Casa del Obispo, de mañana. Aparición de la imagen. «Desenvolvió
luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron
por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció
de repente la preciosa imagen de la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios,
de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac, que se nombra
Guadalupe. Luego que la vio el señor obispo, él y todos lo que allí estaban,
se arrodillaron: mucho la admiraron; se levantaron a verla; se entristecieron
y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento.
El señor obispo con lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber
puesto en obra su voluntad y su mandato.
«Cuando se puso en pie, desató del cuello de Juan Diego, del
que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo.
Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan
Diego en la casa del obispo, que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo:
¡Ea!, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erijan su
templo. Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo».
-Miércoles 13 En la casa de Juan Bernardino, en Tulpetlac.
«No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se
levantara su templo, pidió licencia para irse. Quería ahora ir a su casa a
ver a su tío Juan Bernardino; el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino
a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y
le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado. Pero no le dejaron ir solo,
sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy
contento y que nada le dolía.
«Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su
sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran
mucho. Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que
le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo;
la que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que
mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor obispo, para que le
edificara una casa en el Tepeyácac. Manifestó su tío ser cierto que entonces
le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo
por ella que le había enviado a México a ver al obispo».
El título de Guadalupe. «También entonces le dijo la Señora
que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera
milagrosa le había ella sanado y que bien la nombraría, así como bien había
de nombrarse su bendita imagen, la Siempre Virgen Santa María de Guadalupe.
«Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo;
a que viniera a informarle y atestiguar delante de él. A entrambos, a él y
a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se
erigió el templo de la Reina en el Tepeyácac, donde la vio Juan Diego15.
«El señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen
de la amada Señora del Cielo. La sacó del oratorio de su palacio, donde estaba,
para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen. La ciudad entera
se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración.
Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna
persona de este mundo pintó su preciosa imagen»16.
Descripción de la imagen. «La manta en que milagrosamente se
apareció la imagen de la Señora del Cielo, era el abrigo de Juan Diego: ayate
un poco tieso y bien tejido. Porque en este tiempo era de ayate la ropa y
abrigo de todos los pobres indios; sólo los nobles, los principales y los
valientes guerreros, se vestían y ataviaban con manta blanca de algodón. El
ayate, ya se sabe, se hace de ichtli, que sale del maguey. Este precioso ayate
en que se apareció la Siempre Virgen nuestra Reina es de dos piezas, pegadas
y cosidas con hilo blando17.
«Es tan alta la bendita imagen, que empezando en la planta
del pie, hasta llegar a la coronilla, tiene seis jemes y uno de mujer.
«Su hermoso rostro es muy grave y noble, un poco moreno. Su
precioso busto aparece humilde: están sus manos juntas sobre el pecho, hacia
donde empieza la cintura. Es morado su cinto. Solamente su pie derecho descubre
un poco la punta de su calzado color de ceniza. Su ropaje, en cuanto se ve
por fuera, es de color rosado, que en las sombras parece bermejo; y está bordado
con diferentes flores, todas en botón y de bordes dorados. Prendido de su
cuello está un anillo dorado, con rayas negras al derredor de las orillas,
y en medio una cruz.
«Además, de adentro asoma otro vestido blanco y blando, que
ajusta bien en las muñecas y tiene deshilado el extremo. Su velo, por fuera,
es azul celeste; sienta bien en su cabeza; para nada cubre su rostro; y cae
hasta sus pies, ciñéndose un poco por en medio: tiene toda su franja dorada,
que es algo ancha, y estrellas de oro por dondequiera, las cuales son cuarenta
y seis. Su cabeza se inclina hacia la derecha; y encima sobre su velo, está
una corona de oro, de figuras ahusadas hacia arriba y anchas abajo.
«A sus pies está la luna, cuyos cuernos ven hacia arriba. Se
yergue exactamente en medio de ellos y de igual manera aparece en medio del
sol, cuyos rayos la siguen y rodean por todas partes. Son cien los resplandores
de oro, unos muy largos, otros pequeñitos y con figuras de llamas: doce circundan
su rostro y cabeza; y son por todos cincuenta los que salen de cada lado.
Al par de ellos, al final, una nube blanca rodea los bordes de su vestidura.
«Esta preciosa imagen, con todo lo demás, va corriendo sobre
un ángel, que medianamente acaba en la cintura, en cuanto descubre; y nada
de él aparece hacia sus pies, como que está metido en la nube. Acabándose
los extremos del ropaje y del velo de la Señora del Cielo, que caen muy bien
en sus pies, por ambos lados los coge con sus manos el ángel, cuya ropa es
de color bermejo, a la que se adhiere un cuello dorado, y cuyas alas desplegadas
son de plumas ricas, largas y verdes, y de otras diferentes. La van llevando
las manos del ángel, que, al parecer, está muy contento de conducir así a
la Reina del Cielo».
El Nican Motecpana
de don Fernando de Alba Ixtlilxóchitl
(párrafos referidos a Juan Diego)
Vida santa de Juan Diego. La Virgen comenzó a hacer milagros
en el Tepeyac, y «toda la gente se admiró mucho y alabó a la inmaculada Señora
del Cielo, Santa María de Guadalupe, que ya iba cumpliendo la palabra que
dio a Juan Diego, de socorrer siempre y defender a estos naturales y a los
que la invoquen.
«Según se dice, este pobre indio se quedó desde entonces en
la bendita casa de la santa Señora del Cielo, y se daba a barrer el templo,
su patio y su entrada...
«Estando ya en su santa casa la purísima y celestial Señora
de Guadalupe, son incontables los milagros que ha hecho18, para beneficiar
a estos naturales y a los españoles y, en suma, a todas las gentes que la
han invocado y seguido. A Juan Diego, por haberse entregado enteramente a
su ama, la Señora del Cielo, le afligía mucho que estuvieran tan distantes
su casa y su pueblo, para servirle diariamente y hacer el barrido; por lo
cual suplicó al señor obispo, poder estar en cualquiera parte que fuera, junto
a las paredes del templo y servirle. Accedió a su petición y le dio una casita
junto al templo de la Señora del Cielo; porque le quería mucho el señor obispo».
«Inmediatamente se cambió y abandonó su pueblo: partió, dejando
su casa y su tierra a su tío Juan Bernardino. A diario se ocupaba en cosas
espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo
y la invocaba con fervor; frecuentemente se confesaba; comulgaba; ayunaba;
hacía penitencia; se disciplinaba; se ceñía cilicio de malla; se escondía
en la sombra, para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando
a la Señora del Cielo».
«Era viudo [en 1529, a los 55 años]: dos años antes de que
se le apareciera la Inmaculada, murió su mujer, que se llamaba María Lucía.
Ambos vivieron castamente: su mujer murió virgen; él también vivió virgen;
nunca conoció mujer. Porque oyeron cierta vez la predicación de fray Toribio
de Motolinía, uno de los doce frailes de San Francisco que habían llegado
poco antes, sobre que la castidad era muy grata a Dios y a su Santísima Madre19;
que cuanto pedía y rogaba la señora del Cielo, todo se lo concedía; y que
a los castos que a Ella se encomendaban, les conseguía cuanto era su deseo,
su llanto y su tristeza».
«Viendo su tío Juan Bernardino que aquél servía muy bien a
Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar ambos juntos;
pero Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa,
para conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron; porque
así había dispuesto la Señora del Cielo que él solo estuviera».
En 1544 hubo peste, y murió Juan Bernardino, a los ochenta
y seis años, especialmente asistido por la Virgen. Fue enterrado en el templo
del Tepeyac.
«Después de diez y seis años de servir allí Juan Diego a la
Señora del Cielo, murió, en el año mil quinientos cuarenta y ocho, a la sazón
que murió el señor Obispo [Zumárraga]. A su tiempo, le consoló mucho la Señora
del cielo, quien le vio y le dijo que ya era hora de que fuese a conseguir
y gozar en el Cielo cuanto le había prometido. También fue sepultado en el
templo. Andaba en los setenta y cuatro años. La Purísima, con su precioso
hijo, llevó su alma donde disfrutara de la Gloria Celestial».
Comentario a los textos transcritos
La aparición de la Virgen María al indio Juan Diego en Guadalupe
de México es la más bella de cuantas apariciones de la Virgen ha conocido
la Iglesia en veinte siglos. La alegre y florida luminosidad de las escenas,
la majestad celeste de la Virgen María, la humildad indecible de Juan Diego,
la ternura amorosa de los diálogos entre la Virgen Madre, una María de quince
o diecisiete años, y un veterano Juan Diego, el dulce contraste entre la riqueza
de la Señora del Cielo y la pobreza del indio, abrigado en su tosco ayate
de ixtle, las reservas iniciales de la autoridad eclesial, la curación milagrosa
de Juan Bernardino, la señal de las flores, la imagen de la Virgen sobrenaturalmente
impresa en el ayate, todo es una pura maravilla del amor de Dios manifestado
en la Llena de Gracia. Es una aparición en la que la Virgen María se aparece
única y exclusivamentemente para expresar su amor hacia el indio Juan Diego
y hacia todos sus hermanos.
1.-Cuautitlán en lo eclesiástico pertenecía a Tlatelolco, y
éste era parte de la ciudad de México (+nota 5). Tenía atención sacerdotal,
pero no consta que hubiera convento franciscano hasta fines de 1532.
2.-Iuantzin, Iuan Diegotzin, son diminutivos aztecas que expresan
a un tiempo reverencia, diminución y ternura de amor. La Virgen habla a Juan
Diego en el tono de una madre que está haciendo cariñitos a su hijo más pequeño.
3.-No xocóyouh Iuántzin: Juanito, el más pequeño de mis hijos.
El xocoyote, todavía ahora en México, es el benjamín, el más chico de los
hijos, el amado con mayor ternura.
4.-Cihuapille, Nochpochtzine: Señora y Niña mía. Diez veces
emplea Juan Diego esta expresión en las cuatro apariciones de la Virgen. Juan
Diego tenía 57 años en el momento de las apariciones. Y al ver la majestad
celestial de aquella Doncella llena de gracia, no pudo sino decir: Señora
y Niña mía.
5.-México Tlatelolco. La ciudad de México, antes de la conquista
e inmediatamente a ésta, comprendía dos ciudades: México Tenochtitlán y México
Tlatelolco, que se fundieron en una más adelante. El relato, aludiendo a México
Tlatelolco, revela su gran antigüedad.
6.-Madre del verdadero Dios, por quien se vive. La Virgen María
quiere asegurarle a Juan Diego que ella no es la Tonantzin, la falsa madre
de los dioses que, en aquel mismo lugar, habían adorando los aztecas. Ella
es la Madre del Creador, Señor del cielo y de la tierra.
7.-Deseo que se me erija aquí un templo. La Virgen le expresa
al indiecito Juan Diego en 1531 la misma voluntad que manifestó en otras de
sus apariciones, como en 1858, en Lourdes, a Santa Bernardita Soubirous. Quiere
María un templo consagrado a su nombre, una casa donde acoger a sus hijos
y revelarles su amor, donde sanar a enfermos y pecadores, donde dar consuelo
y fuerza a los tristes y fatigados. Desde entonces, en una afluencia continua
de fieles -que hoy apenas halla comparación posible en ningún lugar del mundo
cristiano-, un río interminable de hijos de Dios acuden allí, al encuentro
con la Madre de Cristo.
8.-Fray Juan de Zumárraga era sólo obispo electo, y al año
siguiente recibió su consagración episcopal en España. No tenía tampoco entonces
palacio episcopal, sino que vivía en una pobre casa.
9.-Se arrodilló. Los indios, ya por tradición propia, eran
sumamente corteses y respetuosos. Al tlatoani de Tenochtitlán no podían siquiera
mirarle cuando pasaba. Cortés, además, besando el hábito de los religiosos
a su llegada, y descubriéndose siempre que hablaba con ellos, había dado también
en esto a los indios un ejemplo que les marcó mucho. Indios hubo que besaban
el burro en que iba Zumárraga, para expresar que le besaban a él.
10.-Un hombrecillo. En seis calificativos expresa Juan Diego
la completa humildad de su condición personal. En esta ocasión, como en otras,
el Nican Mopohua muestra el genio de la lengua azteca, el gusto por los diminutivos
y por la fórmulas frecuentes de una cortesía llena de humildad, que tanto
ha influído en la forma actual del español hablado en México.
11.-Presente en la cuenta. En Tlatelolco, como en las demás
doctrinas franciscanas, era costumbre dar azotes a quienes llegaban tarde
a la misa o a la catequesis, es decir, a los que no estaban presentes al pasar
la lista.
12.-Primero llame yo al sacerdote. La gran madurez espiritual
del beato Juan Diego se pone aquí de manifiesto, porque prefiere servir en
caridad a su tío que ver de nuevo a la Virgen.
13.-¿Cómo has amanecido? Este diálogo entre Juan Diego y la
Virgen María, ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás por ventura en
mi regazo?, es el momento más conmovedor de todo el Nican Mopohua, y uno de
los más impresionantes de la literatura mariana de todos los tiempos.
14.-Al punto subió. Aunque la orden de la Virgen no tiene sentido
alguno en el orden natural de las cosas -cortar y recoger flores en la punta
de un cerro en puro invierno-, Juan Diego no dudó un instante, y fue a cumplirla
inmediatamente.
15.-Los hospedó el Obispo. Juan Diego y Juan Bernardino permanecieron
en casa del Obispo del 13 al 26, día en que se trasladó la Imagen desde la
ciudad de México hasta su primera ermita en el Tepeyac.
16.-Ninguna persona humana pintó la imagen. En esa convicción
del narrador, que fue la del beato Juan Diego, parece que han coincidido muchos
millones de fieles durante varios siglos. Consta que ya fray Alonso de Montúfar,
el obispo inmediatamente sucesor de Zumárraga, defendió el origen sobrehumano
de la Imagen. Y como en seguida veremos, Juan Pablo II en la beatificación
de Juan Diego habló también con gran veneración de la «imagen bendita que
nos dejó [la Virgen] como inestimable regalo». Por lo demás, actualmente,
una vez realizados estudios muy cuidadosos de la Imagen, no tenemos explicación
científica que dé respuesta a los misterios que contiene.
17.-Ayate de ixtle. La manta con que se cubrían y abrigaban
los aztecas se llamaba ayate o también tilma. Se tejía de algodón para la
gente principal, en tanto que los macehuales, la gente pobre, la tejía con
ixtle, es decir, con filamentos del maguey hilados y torcidos. El tejido resultante
era como de saco, bastante tosco, tieso y áspero, muy poco idóneo para recibir
una pintura. Pues bien, en el ayate del beato Juan Diego la Virgen María dejó
impresa su sagrada Imagen.
18.-Incontables milagros. Ixtlilxóchitl, en el Nican Motecpana,
narra sólamente algunos milagros. Por aquellos mismos años, Bernal Díaz del
Castillo, que murió hacia 1580, soldado compañero de Cortés, en su Historia
de la Conquista de la Nueva España habla de «la santa iglesia de Nuestra Señora
de Guadalupe, que está en lo de Tepeaquilla, donde solía estar asentado el
real de Gonzalo de Sandoval cuando ganamos a México; y miren los santos milagros
que ha hecho y hace de cada día, y démosle muchas gracias a Dios y a su bendita
madre Nuestra Señora, y loores por ello que nos dio gracias y ayuda que ganásemos
estas tierras donde hay tanta cristiandad» (cp.210).
19.-Ambos vivieron castamente. No es segura la interpretación
de este dato. Suele entenderse que Juan Diego y María Lucía, una vez bautizados
-él de 50 años-, decidieron vivir en continencia. En todo caso, conviene advertir,
por una parte, que la misma religiosidad azteca era sumamente sensible al
valor precioso de la castidad y de la virginidad, como lo atestigua entre
otros Sahagún (VI,21-22), y por otra, que no pocos hombres quedaban muchos
años o para siempre sin casar por no hallar mujer, ya que los principales,
hasta llegar los españoles, acaparaban muchas esposas.
Del terror a la confianza
Apenas podemos imaginarnos el terror que paralizó el corazón
de los aguerridos mexicanos con motivo de la presencia de los españoles. Se
sabe que desde el primer momento, llenos de siniestros presagios, intuyeron
que iba a derrumbarse completamente el mundo en que vivían, y que iba a formarse
un mundo nuevo, completamente desconocido. Según vimos, indios eruditos y
veraces informaron a Sahagún de este terror difuso que fue apoderándose de
todos, comenzando por el tlatoani Moctezuma, que «concibió en sí un sentimiento
de que venían grandes males sobre él y sobre su reino». Al saber que los españoles
se acercaban y preguntaban mucho por él, «angustiábase en gran manera, pensó
de huir o de esconderse para que no le viesen los españoles ni lo hallasen»...
Pero el avance de los españoles hacia la meseta del Anahuac
prosigue incontenible, como si se vieran asistidos por una fuerza fatal y
sobrehumana. «Todos lloraban y se angustiaban, y andaban tristes y cabizbajos,
hacían corrillos, y hablaban con espanto de las nuevas que habían venido;
las madres llorando tomaban en brazos a sus hijos y trayéndoles la mano sobre
la cabeza decían: ¡Oh hijo mío! ¡en mal tiempo has nacido, qué grandes cosas
has de ver, en grandes trabajos te has de hallar!» (XII,9).
Ya están presentes los españoles. Estos hombres barbudos, vestidos
de hierro, lanzan rayos mortíferos desde lo alto de misteriosas bestias, acompañados
de perros terribles, y son capaces, siendo cien, de dominar a cien mil: son
teules, hombres divinos y omnipotentes. Cortés y unos pocos, inexorablemente,
se hacen dueños del poder; cesa bruscamente el fortísimo poder azteca, que
había dominado sobre tantos pueblos; los ídolos caen, los cúes son derruídos,
y los sacerdotes paganos, antes tan numerosos y temidos, se esconden y desaparecen,
ya no son nada; cunde un pánico colectivo, lleno de perplejidad y de malos
presagios. ¿Qué es esto? ¿Qué significa? ¿Que nos espera?...
Moctezuma, hundido en el silencio, sólo alcanza en ocasiones
a balbucear: «¿Qué remedio, mis fuertes?... ¿Acaso hay algún monte donde subamos?...
Dignos de compasión son el pobre viejo, la pobre vieja, y los niñitos que
aún no razonan. ¿En dónde podrán ser puestos a salvo? Pero... no hay remedio...
¿Qué hacer?... ¿Nada resta? ¿Cómo hacer y en dónde?... Ya se nos dio el merecido...
Como quiera que sea, y lo que quiera que sea... ya tendremos que verlo con
asombro» (XII,13). Y «decía el pueblo bajo: ¡Sea lo que fuere!... ¡Mal haya!...
¡Ya vamos a morir, ya vamos a dejar de ser, ya vamos a ver con nuestros ojos
nuestra muerte!» (XII,14).
El trabajo, en seguida, organiza a los indios y les distrae
un tanto de sus terrores. En efecto, muy pronto están todos manos a la obra,
arando y sembrando con sistemas nuevos de una sorprendente eficacia, forman
inmensos rebaños de ganado, construyen caminos y puentes, casas e iglesias,
almacenes y plazas. A esto se une también el efecto tranquilizador de los
frailes misioneros, pobres y humildes, afables y solícitos. Pero el miedo
no acaba de disiparse...
Es entonces, «diez años después de tomada la ciudad de México»
con sangre, fuego y destrucción, cuando Dios dispone que un pobre macehual
pueda contemplar una epifanía luminosa y florida de la Virgen Madre, que no
trae, como en Lourdes o Fátima, un mensaje de penitencia, sino que en Guadalupe
sólo viene a expresar la ternura de su amor maternal: «Yo soy para vosotros
Madre, y como os llevo en mi regazo, no tenéis nada que temer. Hacedme un
templo, donde yo pueda día a día manifestaros mi amor». Eso es Guadalupe:
un bellísimo arco iris de paz después de una terrible tormenta.
Dudas sobre la veracidad de Guadalupe
Los dos primeros arzobispos de México favorecieron desde el
primer momento el culto a la Virgen de Guadalupe. El franciscano Zumárraga
(1528-1548) guardó la imagen maravillosa, hasta que en 1533 la trasladó de
la catedral a una pequeña ermita que le edificó, y con la ayuda de Hernán
Cortés organizó una colecta para hacerle un santuario. Y su sucesor, el dominico
Alonso de Montúfar (1554-1572) fue patrono y fundador del primer santuario,
atendido por clero secular, y consta que al menos el 6 de setiembre de 1556
predicó la devoción a la Guadalupana.
Sin embargo, a los dos días de aquella prédica, el provincial
de los franciscanos, padre Francisco de Bustamante, hizo un sermón en el que
atacó al culto de Guadalupe con gran virulencia, representando al parecer
la opinión general de los franciscanos. No parece que la clara aversión de
los religiosos al obispo Montúfar, ni sus frecuentes fricciones con el clero
secular, sean explicación suficiente de tal actitud. Los franciscanos, más
bien, atacaron con fuerza en un principio una devoción que era nueva, que
tenía un fundamento que juzgaban falso -la imagen habría sido pintada por
el indio Marcos-, y que sobre todo era muy peligrosa, pues con ella se echaba
por tierra el incesante trabajo de los misioneros para que los indios, venerando
excesivamente las imágenes, no recayeran en una disfrazada idolatría, tanto
más probable en este caso ya que en las cercanías del cerro del Tepeyac había
existido un antiguo e importante adoratorio de Tonantzin, deidad pagana femenina
(+Ricard 297-300).
«Así pues -concluye Robert Ricard-, la devoción a la Virgen
de Guadalupe y la peregrinación a su santuario del Tepeyac parecen haber nacido,
crecido y triunfado al impulso del episcopado, en medio de la indiferencia
de dominicos y agustinos, y a pesar de la desasosegada hostilidad de los franciscanos
de México... Los misioneros de México apenas conocieron esa táctica de peregrinaciones
que tantos misiólogos preconizan hoy día» (300).
Posteriormente, el culto a la Virgen de Guadalupe siempre ha
ido en crecimiento, y ha sido una fuerza muy profunda en la historia cristiana
del pueblo mexicano. Sin embargo, nunca han faltado detractores, incluso entre
católicos sinceros. Hace un siglo, por ejemplo, el insigne historiador mexicano
y buen católico Joaquín García Icazbalceta, también se manifestaba, con pena,
en contra de la autenticidad de las apariciones (+Lopetegui-Zubillaga, Historia
353-354), alegando objeciones que han sido suficientemente respondidas por
autores más recientes, como Lauro López Beltrán. De todos modos es preciso
reconocer que en el caso de Guadalupe la hipótesis de unas apariciones amañadas
o al menos fomentadas por los misioneros, para apoyar ante los indios la causa
de la fe, es completamente disparatada y tiene en contra la verdad histórica.
Señalemos finalmente que la actitud de la Iglesia ante las
apariciones de Guadalupe constituye algo muy poco frecuente. Mientras que,
en general, la autoridad eclesiástica suele mostrarse muy reticente ante pretendidas
apariciones, quizá apoyadas por el entusiasmo de ciertos laicos, clérigos
o religiosos, en el caso de Guadalupe ha sido la autoridad episcopal quien
ha fomentado desde el principio su culto. En efecto, como dice Ricard, «el
arzobispo Montúfar, por su perseverancia para difundir y propagar la dovoción
a Nuestra Señora de Guadalupe dio pruebas de gran clarividencia y de gran
osadía» (303).
Guadalupe ha recibido siempre el apoyo de los obispos y de
los Papas, y Juan Pablo II, últimamente, al beatificar a Juan Diego, prestó
a las apariciones guadalupanas el máximo refrendo que la Iglesia puede dar
en casos análogos. Por lo demás, es evidente que los sucesos maravillosos
del Tepeyac no pueden ser objeto de una declaración dogmática de la Iglesia;
pero gozan de la misma credibilidad que las apariciones, por ejemplo, de Lourdes
o de Fátima.
El día de la beatificación de Juan Diego, el 6 de mayo de 1990,
el Papa llama al nuevo beato «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac».
Y en el marco grandioso de la Basílica de Guadalupe dice estas graves y medidas
palabras: «La Virgen lo escogió entre los más humildes para esa manifestación
condescendiente y amorosa cual es la aparición guadalupana. Un recuerdo permanente
de esto es su rostro materno y su imagen bendita, que nos dejó como inestimable
regalo».
Parece ser que la canonización de Juan Diego está ya sólo pendiente
de fecha.
Beato Juan Diego, «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac»
Juan Pablo II, en esa misma ocasión, de «este indio predilecto
de María», el Beato Juan Diego, «al que podemos invocar como protector y abogado
de los indígenas», afirma: «Las noticias que de él nos han llegado encomian
sus virtudes cristianas: su fe sencilla, nutrida en la catequesis y acogedora
de los misterios; su esperanza y confianza en Dios y en la Virgen; su caridad,
su coherencia moral, su desprendimiento y pobreza evangélica. Llevando vida
de ermitaño aquí, junto al Tepeyac, fue ejemplo de humildad».
Efectivamente, en las Informaciones de 1666, hechas a instancias
de Roma, varios testigos ancianos, nacidos hacia 1570 o antes, aseguraron
haber oído a sus padres, parientes o vecinos que muchos iban a venerar a la
Virgen en la Ermita, y que visitaban allí a Juan Diego, a quien tenían por
un hombre santo, y que pedían su intercesión ante la Señora del Cielo. Así
tuvo que ser. No es, pues, difícil imaginar el bien inmenso que el bendito
Juan Diego, macehual, pobre hombre del campo, hubo de hacer especialmente
entre los indios, hablándoles de Dios y de su Santa Madre en su propia lengua,
comunicándoles, con una ingenuidad absolutamente veraz, una experiencia de
lo sobrenatural vivísima y conmovedora. Es, pues, obligado incluir al beato
Juan Diego entre los grandes apóstoles de América.
Indios apóstoles
El caso del beato Juan Diego, indio apóstol de los indios,
como sabemos, no fue único, ni mucho menos. Juan B. Olaechea da sobre esto
interesantes datos al estudiar La participación de los indios en la tarea
evangélica. También Gabriel Guarda trata de El indígena como agente activo
de la evangelización (Los laicos 31-41). Y Juan Pablo II, en la homilía citada,
recuerda que «los misioneros encontraron en los indígenas los mejores colaboradores
para la misión, como mediadores en la catequesis, como intérpretes y amigos
para acercarlos a los nativos y facilitar una mejor inteligencia del mensaje
de Jesús».
En efecto, como ya dijimos (82-83), nunca ha de olvidarse la
contribución indígena al describir los Hechos de los apóstoles de América.
Los primeros cronistas refieren algunos casos muy notables sobre el apostolado
de los niños y jóvenes indígenas, como aquellos, según vimos, que fray Pedro
de Gante enviaba de dos en dos a predicar en los fines de semana (+Motolinía
II,7; III,15; Mendieta III,18). Algunos, sin embargo, veían en este apostolado
inmaduro más inconvenientes que ventajas (+Zumárraga; Torquemada, Monarquía
indiana XV,18). Y en el Perú era lo mismo.
También los indios adultos fueron a veces grandes evangelizadores.
Gregorio XIV concedió indulgencias insignes «a los Señores Indios Cristianos
que procuraren traer a los no cristianos ni pacíficos a la obediencia de la
Iglesia» (+Olaechea 249), cosa que hicieron muchas veces, con su autoridad
patriarcal, caciques y maestros, alguaciles y fiscales indios. Un caso notable
es el de los grupos de familias cristianas tlaxcaltecas que se fueron a vivir
con los chichimecas con el fin de evangelizarlos. Otras veces se dieron admirables
iniciativas apostólicas personales, como la de aquel Antonio Calaimí, jirara
oriundo de Nueva Granada, que se adentró en la cordillera para suscitar la
fe en Cristo, sin más arma que un clarín prendido al cinto, y que consiguó
la conversión de algunas tribus de indios betoyes. Éste, cuando se veía acosado
por indios hostiles, lograba ahuyentarlos sin hacerles daño con un clarinazo
restallante (249).
Pero quizá un caso, muy seguro y documentado, contado por Cieza
de León, pueda hacernos gráfico el estilo de aquel apostolado indio de primera
hora, muy al modo del Beato Juan Diego. Este soldado y cronista extremeño
quedó tan impresionado cuando supo de ello, que al sacerdote que se lo contó
le rogó que se lo pusiera por escrito. Después, en su Crónica del Perú, transcribió
la nota tal como la guardaba:
«Marcos Otazo, clérigo, vecino de Valladolid, estando en el
pueblo de Lampaz adoctrinando indios a nuestra santa fe cristiana, año de
1547... vino a mí un muchacho mío que en la iglesia dormía, muy espantado,
rogando me levantase y fuese a bautizar a un cacique que en la iglesia estaba
hincado de rodillas ante las imágenes, muy temeroso y espantado; el cual estando
la noche pasada, que fue miércoles de Tinieblas, metido en una guaca, que
es donde ellos adoran [el ídolo], decía haber visto un hombre vestido de blanco,
el cual le dijo que qué hacía allí con aquella estatua de piedra. Que se fuese
luego, y viniese para mí a se volver cristiano». Don Marcos se lo tomó con
calma, y no fue al momento. «Y cuando fue de día yo me levanté y recé mis
Horas, y no creyendo que era así, me llegué a la iglesia para decir misa,
y lo hallé de la misma manera, hincado de rodillas [la infinita capacidad
india para esperar humildemente, como Juan Diego en el arzobispado]. Y como
me vio se echó a mis pies, rogándome mucho le volviese cristiano, a lo cual
le respondí que sí haría, y dije misa, la cual oyeron algunos cristianos que
allí estaban; y dicha, le bauticé, y salió con mucha alegría, dando voces,
diciendo que él ya era cristiano, y no malo, como los indios; y sin decir
nada a persona ninguna, fue adonde tenía su casa y la quemó, y sus mujeres
y ganados repartió por sus hermanos y parientes, y se vino a la iglesia, donde
estuvo siempre predicando a los indios lo que les convenía para su salvación,
amonestándoles se apartasen de sus pecados y vicios; lo cual hacía con gran
hervor, como aquel que está alumbrado por el Espíritu Santo, y a la continua
estaba en la iglesia o junto a una cruz. Muchos indios se volvieron cristianos
por las persuasiones deste nuevo convertido» (cp.117).
Eso es exactamente lo que Juan Diego hacía esos mismos años
en la ermita del Tepeyac. Ya se ve que el Espíritu Santo obraba en el Perú
y en México las mismas maravillas.
Primera expansión misionera
Terminemos esta parte con algunos recuentos estadísticos. Los
franciscanos llegaron a México en 1523, los dominicos en 1526, y los agustinos
en 1533. Aunque no es fácil proporcionar datos con exactitud, pues las cifras
del contingente misionero y del número de conventos experimentaron frecuentes
cambios, diremos, siguiendo a Ricard, que en 1559 había en México 802 misioneros:
330 franciscanos, 210 dominicos y 212 agustinos (159).
Véase también al final de este libro el mapa que hemos tomado
del mismo Robert Ricard (417). Hacia 1570, en menos de 50 años, se habían
establecido en México unos 150 centros misionales, 70 franciscanos, 40 dominicos
y 40 agustinos, en una expansión misionera tan formidable como no se ha dado
nunca en la historia de la Iglesia, desde el tiempo de los Apóstoles.
Todo fue obra del amor de Cristo a los mexicanos. A él la gloria
por los siglos. Amén.