Descubrimiento y
evangelización
Descubrimiento
Encuentro
La renovación de lo viejo
Conquista
Luces y sombras de las Indias
Primeras actitudes de los españoles
Evangelización portentosamente rápida
El nosotros hispanoamericano
Descubrimiento
La
palabra descubrir, según el Diccionario, significa simplemente «hallar lo
que estaba ignorado o escondido», sin ninguna acepción peyorativa. En referencia
a América, desde hace cinco siglos, ya desde los primeros cronistas hispanos,
venimos hablando de Descubrimiento, palabra en la que se expresa una triple
verdad.
1.
España, Europa, y pronto todo el mundo, descubre América, un continente del
que no había noticia alguna. Este es el sentido primero y más obvio. El Descubrimiento
de 1492 es como si del océano ignoto surgiera de pronto un Nuevo Mundo, inmenso,
grandioso y variadísimo.
2.
Los indígenas americanos descubren también América a partir de 1492, pues
hasta entonces no la conocían. Cuando los exploradores hispanos, que solían
andar medio perdidos, pedían orientación a los indios, comprobaban con frecuencia
que éstos se hallaban casi tan perdidos como ellos, pues apenas sabían algo
-como no fueran leyendas inseguras- acerca de lo que había al otro lado de
la selva, de los montes o del gran río que les hacía de frontera. En este
sentido es evidente que la Conquista llevó consigo un Descubrimiento de las
Indias no sólo para los europeos, sino para los mismos indios. Los otomíes,
por poner un ejemplo, eran tan ignorados para los guaraníes como para los
andaluces. Entre imperios formidables, como el de los incas y el de los aztecas,
había una abismo de mutua ignorancia. Es, pues, un grueso error decir que
la palabra Descubrimiento sólo tiene sentido para los europeos, pero no para
los indios, alegando que «ellos ya estaban allí». Los indios, es evidente,
no tenían la menor idea de la geografía de «América», y conocían muy poco
de las mismas naciones vecinas, casi siempre enemigas. Para un indio, un viaje
largo a través de muchos pueblos de América, al estilo del que a fines del
siglo XIII hizo Marco Polo por Asia, era del todo imposible.
En
este sentido, la llegada de los europeos en 1492 hace que aquéllos que apenas
conocían poco más que su región y cultura, en unos pocos decenios, queden
deslumbrados ante el conocimiento nuevo de un continente fascinante, América.
Y a medida que la cartografía y las escuelas se desarrollan, los indios americanos
descubren la fisonomía completa del Nuevo Mundo, conocen la existencia de
cordilleras, selvas y ríos formidables, amplios valles fértiles, y una variedad
casi indecible de pueblos, lenguas y culturas...
Madariaga
escribe: «Los naturales del Nuevo Mundo no habían pensado jamás unos en otros
no ya como una unidad humana, sino ni siquiera como extraños. No se conocían
mutuamente, no existían unos para otros antes de la conquista. A sus propios
ojos, no fueron nunca un solo pueblo. «En cada provincia -escribe el oidor
Zorita que tan bien conoció a las Indias- hay grande diferencia en todo, y
aun muchos pueblos hay dos y tres lenguas diferentes, y casi no se tratan
ni conocen, y esto es general en todas las Indias, según he oído» [...] Los
indios puros no tenían solidaridad, ni siquiera dentro de los límites de sus
territorios, y, por lo tanto, menos todavía en lo vasto del continente de
cuya misma existencia apenas si tenían noción. Lo que llamamos ahora Méjico,
la Nueva España de entonces, era un núcleo de organización azteca, el Anahuac,
rodeado de una nebulosa de tribus independientes o semiindependientes, de
lenguajes distintos, dioses y costumbres de la mayor variedad. Los chibcha
de la Nueva Granada eran grupos de tribus apenas organizadas, rodeados de
hordas de salvajes, caníbales y sodomitas. Y en cuanto al Perú, sabemos que
los incas lucharon siglos enteros por reducir a una obediencia de buen pasar
a tribus de naturales de muy diferentes costumbres y grados de cultura, y
que cuando llegaron los españoles, estaba este proceso a la vez en decadencia
y por terminar. Ahora bien, éstos fueron los únicos tres centros de organización
que los españoles encontraron. Allende aztecas, chibchas e incas, el continente
era un mar de seres humanos en estado por demás primitivo para ni soñar con
unidad de cualquier forma que fuese» (El auge 381-382).
3.
Hay, por fin, en el término Descubrimiento un sentido más profundo y religioso,
poco usual. En efecto, Cristo, por sus apóstoles, fue a América a descubrir
con su gracia a los hombres que estaban ocultos en las tinieblas. Jesucristo,
nuestro Señor, cumpliendo el anuncio profético, es el «Príncipe de la paz...
que arrancará el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas
las naciones» (Is 25,7). Fue Cristo el que, allí, por ejemplo, en Cuautitlán
y Tulpetlac, descubrió toda la bondad que podía haber en el corazón del indio
Cuauhtlatoatzin, si su gracia le sanaba y hacía de él un hombre nuevo: el
beato Juan Diego.
Así
pues, bien decimos con toda exactitud que en el año de gracia de 1492 se produjo
el Descubrimiento de América.
Encuentro
En
1492 se inica un Encuentro entre dos mundos sumamente diferentes en su desarrollo
cultural y técnico. Europa halla en América dos culturas notables, la mayo-azteca,
en México y América central, y la incaica en Perú, y un conjunto de pueblos
sumidos en condiciones sumamente primitivas.
La
Europa cristiana y las Indias son, pues, dos entidades que se encuentran en
un drama grandioso, que se desenvuelve, sin una norma previa, a tientas, sin
precedente alguno orientador. Ambas, dice Rubert de Ventós, citado por Pedro
Voltes, eran «partes de un encuentro puro, cuyo carácter traumático rebasaba
la voluntad misma de las partes, que no habían desarrollado anticuerpos físicos
ni culturales que preparasen la amalgama. De ahí que ésta fuera necesariamente
trágica» (Cinco siglos 10).
Quizá
nunca en la historia se ha dado un encuentro profundo y estable entre pueblos
de tan diversos modos de vida como el ocasionado por el descubrimiento hispánico
de América. En el Norte los anglosajones se limitaron a ocupar las tierras
que habían vaciado previamente por la expulsión o la eliminación de los indios.
Pero en la América hispana se realizó algo infinitamente más complejo y difícil:
la fusión de dos mundos inmensamente diversos en mentalidad, costumbres, religiosidad,
hábitos familiares y laborales, económicos y políticos. Ni los europeos ni
los indios estaban preparados para ello, y tampoco tenían modelo alguno de
referencia. En este encuentro se inició un inmenso proceso de mestizaje biológico
y cultural, que dio lugar a un Mundo Nuevo.
La
renovación de lo viejo
El
mundo indígena americano, al encontrarse con el mundo cristiano que le viene
del otro lado del mar, es, en un cierto sentido, un mundo indeciblemente arcaico,
cinco mil años más viejo que el europeo. Sus cientos de variedades culturales,
todas sumamente primitivas, sólo hubieran podido subsistir precariamente en
el absoluto aislamiento de unas reservas. Pero en un encuentro intercultural
profundo y estable, como fue el caso de la América hispana, el proceso era
necesario: lo nuevo prevalece.
Una
cultura está formada por un conjunto muy complejo de ideas y prácticas, sentimientos
e instituciones, vigente en un pueblo determinado. Pues bien, muchas de las
modalidades culturales de las Indias, puestas en contacto con el nuevo mundo
europeo y cristiano, van desfalleciendo hasta desaparecer. Cerbatanas y hondas,
arcos y macanas, poco a poco, dejan ya de fabricarse, ante el poder increíble
de las armas de fuego, que permiten a los hombres lanzar rayos. Las flautas,
hechas quizá con huesos de enemigos difuntos, y los demás instrumentos musicales,
quedan olvidados en un rincón ante la selva sonora de un órgano o ante el
clamor restallante de la trompeta.
Ya
los indios abandonan su incipiente arte pictográfico, cuando conocen el milagro
de la escritura, de la imprenta, de los libros. Ya no fabrican pirámides pesadísimas,
sino que, una vez conocida la construcción del arco y de otras técnicas para
los edificios, ellos mismos, superado el asombro inicial, elevan bóvedas formidables,
sostenidas por misteriosas leyes físicas sobre sus cabezas. La desnudez huye
avergonzada ante la elocuencia no verbal de los vestidos. Ya no se cultivan
pequeños campos, arando la tierra con un bastón punzante endurecido al fuego,
sino que, con menos esfuerzo, se labran inmensas extensiones gracias a los
arados y a los animales de tracción, antes desconocidos.
Ante
el espectáculo pavoroso que ofrecen los hombres vestidos de hierro, que parecen
bilocarse en el campo de batalla sobre animales velocísimos, nunca conocidos,
caen desanimados los brazos de los guerreros más valientes. Y luego están
las puertas y ventanas, que giran suavemente sobre sí mismas, abriendo y cerrando
los huecos antes tapados con una tela; y las cerraduras, que ni el hombre
más fuerte puede vencer, mientras que una niña, con la varita mágica de una
llave, puede abrir sin el menor esfuerzo. Y está la eficacia rechinante de
los carros, tirados por animales, que avanzan sobre el prodigio de unas ruedas,
de suave movimiento sin fin...
Pero
si esto sucede en las cosas materiales, aún mayor es el desmayo de las realidades
espirituales viejas ante el resplandor de lo nuevo y mejor. La perversión
de la poligamia -con la profunda desigualdad que implica entre el hombre y
la mujer, y entre los ricos, que tienen decenas de mujeres, y los pobres,
que no tienen ninguna-, no puede menos de desaparecer ante la verdad del matrimonio
monogámico, o sólo podrá ya practicarse en formas clandestinas y vergonzantes.
El politeísmo, los torpes ídolos de piedra o de madera, la adoración ignominiosa
de huesos, piedras o animales, ante la majestuosa veracidad del Dios único,
creador del cielo y de la tierra, no pueden menos de difuminarse hasta una
desaparición total. Y con ello toda la vida social, centrada en el poder de
los sacerdotes y en el ritmo anual del calendario religioso, se ve despojada
de sus seculares coordenadas comunitarias...
¿Qué
queda entonces de las antiguas culturas indígenas?... Permanece lo más importante:
sobreviven los valores espirituales indios más genuinos, el trabajo y la paciencia,
la abnegación familiar y el amor a los mayores y a los hijos, la capacidad
de silencio contemplativo, el sentido de la gratuidad y de la fiesta, y tantos
otros valores, todos purificados y elevados por el cristianismo. Sobrevive
todo aquello que, como la artesanía, el folklore y el arte, da un color, un
sentimiento, un perfume peculiar, al Mundo Nuevo que se impone y nace.
Conquista
Al
Descubrimiento siguió la Conquista, que se realizó con una gran rapidez, en
unos veinticinco años (1518-1555), y que, como hemos visto, no fue tanto una
conquista de armas, como una conquista de seducción -que las dos acepciones
admite el Diccionario-. En contra de lo que quizá pensaban entonces los orgullosos
conquistadores hispanos, las Indias no fueron ganadas tanto por la fuerza
de las armas, como por la fuerza seductora de lo nuevo y superior.
¿Cómo
se explica si no que unos miles de hombres sujetaran a decenas de millones
de indios? En La crónica del Perú, hacia 1550, el conquistador Pedro de Cieza
se muestra asombrado ante el súbito desvanecimiento del imperio incaico: «Baste
decir que pueblan una provincia, donde hay treinta o cuarenta mil indios,
cuarenta o cincuenta cristianos» (cp.119). ¿Cómo entender, si no es por vía
de fascinación, que unos pocos miles de europeos, tras un tiempo de armas
muy escaso, gobernaran millones y millones de indios, repartidos en territorios
inmensos, sin la presencia continua de algo que pudiera llamarse ejército
de ocupación? El número de españoles en América, en la época de la conquista,
era ínfimo frente a millones de indios.
En
Perú y México se dio la mayor concentración de población hispana. Pues bien,
según informa Ortiz de la Tabla, hacia 1560, había en Perú «unos 8.000 españoles,
de los cuales sólo 480 o 500 poseían repartimientos; otros 1.000 disfrutaban
de algún cargo de distinta categoría y sueldo, y los demás no tenían qué comer»...
Apenas es posible conocer el número total de los indios de aquella región,
pero sólamente los indios tributarios eran ya 396.866 (Introd. a Vázquez,
F., El Dorado). Así las cosas, los españoles peruanos pudieron pelearse entre
sí, cosa que hicieron con el mayor entusiasmo, pero no hubieran podido sostener
una guerra prolongada contra millones de indios.
Unos
años después, en la Lima de 1600, según cuenta fray Diego de Ocaña, «hay en
esta ciudad dos compañías de gentileshombres muy honrados, la una [50 hombres]
es de arcabuces y la otra [100] de lanzas... Estas dos compañías son para
guarda del reino y de la ciudad», y por lo que se ve lucían sobre todo en
las procesiones (A través cp.18).
Se
comprende, pues, que el término «conquista», aunque usado en documentos y
crónicas desde un principio, suscitará con el tiempo serias reservas. A mediados
del XVI «desaparece cada vez más la palabra y aun la idea de conquista en
la fraseología oficial, aunque alguna rara vez se produce de nuevo» (Lopetegui,
Historia 87). Y en la Recopilación de las leyes de Indias, en 1680, la ley
6ª insiste en suprimir la palabra «conquista», y en emplear las de «pacificación»
y «población», ateniéndose así a las ordenanzas de Felipe II y de sus sucesores.
La
conquista no se produjo tanto por las armas, sino más bien, como veíamos,
por la fascinación y, al mismo tiempo, por el desfallecimiento de los indios
ante la irrupción brusca, y a veces brutal, de un mundo nuevo y superior.
El chileno Enrique Zorrilla, en unas páginas admirables, describe este trauma
psicológico, que apenas tiene parangón alguno en la historia: «El efecto paralizador
producido por la aparición de un puñado de hombres superiores que se enseñoreaba
del mundo americano, no sería menos que el que produciría hoy la visita sorpresiva
a nuestro globo terráqueo de alguna expedición interplanetaria» (Gestación
78)...
Por
último, conviene tener en cuenta que, como señala Céspedes del Castillo, «el
más importante y decisivo instrumento de la conquista fueron los mismos aborígenes.
Los castellanos reclutaron con facilidad entre ellos a guías, intérpretes,
informantes, espías, auxiliares para el transporte y el trabajo, leales consejeros
y hasta muy eficaces aliados. Este fue, por ejemplo, el caso de los indios
de Tlaxcala y de otras ciudades mexicanas, hartos hasta la saciedad de la
brutal opresión de los aztecas. La humana inclinación a hacer de todo una
historia de buenos y malos, una situación simplista en blanco y negro, tiende
a convertir la conquista en un duelo entre europeos y nativos, cuando en realidad
muchos indios consideraron preferible el gobierno de los invasores a la perpetuación
de las elites gobernantes prehispánicas, muchas veces rapaces y opresoras
(si tal juicio era acertado o erróneo, no hace al caso)» (América hisp. 86).
Luces
y sombras de las Indias
A
lo largo de nuestra crónica, tendremos ocasión de poner de relieve los grandes
tesoros de humanidad y de religiosidad que los misioneros hallaron en América.
Eran tesoros que, ciertamente, estaban enterrados en la idolatría, la crueldad
y la ignorancia, pero que una vez excavados por la evangelización cristiana,
salieron muy pronto a la luz en toda su belleza sorprendente.
Estos
contrastes tan marcados entre las atrocidades y las excelencias que al mismo
tiempo se hallan en el mundo precristiano de las Indias son muy notables.
Nos limitaremos a traer ahora un testimonio. El franciscano Bernardino de
Sahagún, el mismo que en el libro II de su magna Historia general de las cosas
de Nueva España hace una relación escalofriante de los sacrificios humanos
exigidos por los ritos aztecas, unas páginas más adelante, en el libro VI,
describe la pedagogía familiar y escolar del Antiguo México de un modo que
no puede menos de producir admiración y sorpresa:
«Del
lenguaje y afectos que usaban cuando oraban al principal dios... Es oración
de los sacerdotes en la cual le confiesan por todopoderoso, no visible ni
palpable. Usan de muy hermosas metáforas y maneras de hablar» (1), «Es oración
donde se ponen delicadezas muchas en penitencia y en lenguaje» (5), «De la
confesión auricular que estos naturales usaban en tiempo de su infidelidad»
(7), «Del lenguaje y afectos que usaban para hablar al señor recién electo.
Tiene maravilloso lenguaje y muy delicadas metáforas y admirables avisos»
(10), «En que el señor hablaba a todo el pueblo la primera vez; exhórtalos
a que nadie se emborrache, ni hurte, ni cometa adulterio; exhórtalos a la
cultura de los dioses, al ejercicio de las armas y a la agricultura» (14),
«Del razonamiento, lleno de muy buena doctrina en lo moral, que el señor hacía
a sus hijos cuando ya habían llegado a los años de discreción, exhortándolos
a huir de los vicios y a que se diesen a los ejercicios de nobleza y de virtud»
(17), y lo mismo exhortando a sus hijas «a toda disciplina y honestidad interior
y exterior y a la consideración de su nobleza, para que ninguna cosa hagan
por donde afrenten a su linaje, háblanlas con muy tiernas palabras y en cosas
muy particulares» (18)... En un lenguaje antiguo, de dignidad impresionante,
estos hombres enseñaban «la humildad y conocimiento de sí mismo, para ser
acepto a los dioses y a los hombres» (20), «el amor de la castidad» (21) y
a las buenas maneras y «policía [buen orden] exterior» (22).
Poco
después nos contará Sahagún, con la misma pulcra y serena minuciosidad, «De
cómo mataban los esclavos del banquete» (Lib.9, 14), u otras atrocidades semejantes,
todas ellas orientadas perdidamente por un sentido indudable de religiosidad.
Es la situación normal del mundo pagano. Cristo ve a sus discípulos como luz
que brilla en la tinieblas del mundo (Mt 5,14), y San Pablo lo mismo: sois,
escribe a los cristianos, «hijos de Dios sin mancha en medio de una gente
torcida y depravada, en la que brilláis como estrellas en el mundo, llevando
en alto la Palabra de vida» (Flp 2,15-16).
La
descripción, bien concreta, que hace San Pablo de los paganos y judíos de
su tiempo (Rm 1-2), nos muestra el mundo como un ámbito oscuro y siniestro.
Así era, de modo semejante, el mundo que los europeos hallaron en las Indias:
opresión de los ricos, poligamia, religiones demoníacas, sacrificios humanos,
antropofagia, crueldades indecibles, guerras continuas, esclavitud, tiranía
de un pueblo sobre otros... Son males horribles, que sin embargo hoy vemos,
por así decirlo, como males excusables, causados en buena parte por inmensas
ignorancias y opresiones.
Primeras
actitudes de los españoles
¿Cuales
fueron las reacciones de los españoles, que hace cinco siglos llegaron a las
Indias, ante aquel cuadro nuevo de luces y sombras?
-El
imperio del Demonio.
Los
primeros españoles, que muchas veces quedaron fascinados por la bondad de
los indios, al ver en América los horrores que ellos mismos describen, no
veían tanto a los indios como malos, sino como pobres endemoniados, que había
que liberar, exorcizándoles con la cruz de Cristo.
El
soldado Cieza de León, viendo aquellos tablados de los indios de Arma, con
aquellos cuerpos muertos, colgados y comidos, comenta: «Muy grande es el dominio
y señorío que el demonio, enemigo de natura humana, por los pecados de aquesta
gente, sobre ellos tuvo, permitiéndolo Dios» (Crónica 19). Esta era la reflexión
más común.
Un
texto de Motolinía, fray Toribio de Benavente, lo expresa bien: «Era esta
tierra un traslado del infierno; ver los moradores de ella de noche dar voces,
unos llamando al demonio, otros borrachos, otros cantando y bailando; tañían
atabales, bocina, cornetas y caracoles grandes, en especial en las fiestas
de sus demonios. Las beoderas [borracheras] que hacían muy ordinarias, es
increíble el vino que en ellas gastaban, y lo que cada uno en el cuerpo metía...
Era cosa de grandísima lástima ver los hombres criados a la imagen de Dios
vueltos peores que brutos animales; y lo que peor era, que no quedaban en
aquel solo pecado, mas cometían otros muchos, y se herían y descalabraban
unos a otros, y acontecía matarse, aunque fuesen muy amigos y muy propincuos
parientes» (Historia I,2,57). Los aullidos de las víctimas horrorizadas, los
cuerpos descabezados que en los teocalli bajaban rodando por las gradas cubiertas
por una alfombra de sangre pestilente, los danzantes revestidos con el pellejo
de las víctimas, los bailes y evoluciones de cientos de hombres y mujeres
al son de músicas enajenantes... no podían ser sino la acción desaforada del
Demonio.
-Excusa.
Conquistadores
y misioneros vieron desde el primer momento que ni todos los indios cometían
las perversidades que algunos hacían, ni tampoco eran completamente responsables
de aquellos crímenes. Así lo entiende, por ejemplo, el soldado Cieza de León:
«Porque
algunas personas dicen de los indios grandes males, comparándolos con las
bestias, diciendo que sus costumbres y manera de vivir son más de brutos que
de hombres, y que son tan malos que no solamente usan el pecado nefando, mas
que se comen unos a otros, y puesto que en esta mi historia yo haya escrito
algo desto y de algunas otras fealdades y abusos dellos, quiero que se sepa
que no es mi intención decir que esto se entienda por todos; antes es de saber
que si en una provincia comen carne humana y sacrifican sangre de hombres,
en otras muchas aborrecen este pecado. Y si, por el consiguiente, en otra
el pecado de contra natura, en muchas lo tienen por gran fealdad y no lo acostumbran,
antes lo aborrecen; y así son las costumbres dellos: por manera que será cosa
injusta condenarlos en general. Y aun de estos males que éstos hacían, parece
que los descarga la falta que tenían de la lumbre de nuestra santa fe, por
la cual ignoraban el mal que cometían, como otras muchas naciones» (Crónica
cp.117).
-Compasión.
Cuando
los cronistas españoles del XVI describen las atrocidades que a veces hallaron
en las Indias, es cosa notable que lo hacen con toda sencillez, sin cargar
las tintas y como de paso, con una ingenua objetividad, ajena por completo
a los calificativos y a los aspavientos. A ellos no se les pasaba por la mente
la posibilidad de un hombre naturalmente bueno, a la manera rousseauniana,
y recordaban además los males que habían dejado en Europa, nada despreciables.
En
los misioneros, especialmente, llama la atención un profundísimo sentimiento
de piedad, como el que refleja esta página de Bernardino de Sahagún sobre
México:
«¡Oh
infelicísima y desventurada nación, que de tantos y de tan grandes engaños
fue por gran número de años engañada y entenebrecida, y de tan innumerables
errores deslumbrada y desvanecida! ¡Oh cruelísimo odio de aquel capitán enemigo
del género humano, Satanás, el cual con grandísimo estudio procura de abatir
y envilecer con innumerables mentiras, crueldades y traiciones a los hijos
de Adán! ¡Oh juicios divinos, profundísimos y rectísimos de nuestro Señor
Dios! ¡Qué es esto, señor Dios, que habéis permitido, tantos tiempos, que
aquel enemigo del género humano tan a su gusto se enseñorease de esta triste
y desamparada nación, sin que nadie le resistiese, donde con tanta libertad
derramó toda su ponzoña y todas sus tinieblas!». Y continúa con esta oración:
«¡Señor Dios, esta injuria no solamente es vuestra, pero también de todo el
género humano, y por la parte que me toca suplico a V. D. Majestad que después
de haber quitado todo el poder al tirano enemigo, hagáis que donde abundó
el delito abunde la gracia [Rm 5,20], y conforme a la abundancia de las tinieblas
venga la abundancia de la luz, sobre esta gente, que tantos tiempos habéis
permitido estar supeditada y opresa de tan grande tiranía!» (Historia lib.I,
confutación).
-Esperanza.
Como
es sabido, las imágenes dadas por Colón, después de su Primer Viaje, acerca
de los indios buenos, tuvieron influjo cierto en el mito del buen salvaje
elaborado posteriormente en tiempos de la ilustración y el romanticismo. Cristóbal
Colón fue el primer descubridor de la bondad de los indios. Cierto que, en
su Primer Viaje, tiende a un entusiasmo extasiado ante todo cuanto va descubriendo,
pero su estima por los indios fue siempre muy grande. Así, cuando llegan a
la Española (24 dic.), escribe:
«Crean
Vuestras Altezas que en el mundo no puede haber mejor gente ni más mansa.
Deben tomar Vuestras Altezas grande alegría porque luego [pronto] los harán
cristianos y los habrán enseñado en buenas costumbres de sus reinos, que más
mejor gente ni tierra puede ser».
Al
día siguiente encallaron en un arrecife, y el Almirante confirma su juicio
anterior, pues en canoas los indios con su rey fueron a ayudarles cuanto les
fue posible:
«El,
con todo el pueblo, lloraba; son gente de amor y sin codicia y convenibles
para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas que en el mundo creo que
no hay mejor gente ni mejor tierra; ellos aman a sus prójimos como a sí mismos,
y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa, y siempre con risa. Ellos
andan desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parieron, mas crean
Vuestras Altezas que entre sí tienen costumbres muy buenas, y el rey muy maravilloso
estado, de una cierta manera tan continente que es placer de verlo todo, y
la memoria que tienen, y todo quieren ver, y preguntan qué es y para qué».
Así
las cosas, los misioneros, ante el mundo nuevo de las Indias, oscilaban continuamente
entre la admiración y el espanto, pero, en todo caso, intentaban la evangelización
con una esperanza muy cierta, tan cierta que puede hoy causar sorpresa. El
optimismo evangelizador de Colón -«no puede haber más mejor gente, luego los
harán cristianos»- parece ser el pensamiento dominante de los conquistadores
y evangelizadores. Nunca se dijeron los misioneros «no hay nada que hacer»,
al ver los males de aquel mundo. Nunca se les ve espantados del mal, sino
compadecidos. Y desde el primer momento predicaron el Evangelio, absolutamente
convencidos de que la gracia de Cristo iba a hacer el milagro.
También
los cristianos laicos, descubridores y conquistadores, participaban de esta
misma esperanza.
«Si
miramos -escribe Cieza-, muchos [indios] hay que han profesado nuestra ley
y recibido agua del santo bautismo [...], de manera que si estos indios usaban
de las costumbres que he escrito, fue porque no tuvieron quien los encaminase
en el camino de la verdad en los tiempos pasados. Ahora los que oyen la doctrina
del santo Evangelio conocen las tinieblas de la perdición que tienen los que
della se apartan; y el demonio, como le crece más la envidia de ver el fruto
que sale de nuestra santa fe, procura de engañar con temores y espantos a
estas gentes; pero poca parte es, y cada día será menos, mirando lo que Dios
nuestro Señor obra en todo tiempo, con ensalzamiento de su santa fe» (Crónica
cp.117).
Evangelización
portentosamente rápida
Las
esperanzas de aquellos evangelizadores se cumplieron en las Indias. Adelantaremos
aquí sólamente unos cuantos datos significativos:
-Imperio
azteca.
1487.
Solemne inauguración del teocali de Tenochtitlán, en lo que había de ser la
ciudad de México, con decenas de miles de sacrificios humanos, seguidos de
banquetes rituales antropofágicos.
1520.
En Tlaxcala, en una hermosa pila bautismal, fueron bautizados los cuatro señores
tlaxcaltecas, que habían de facilitar a Hernán Cortés la entrada de los españoles
en México.
1521.
Caída de Tenochtitlán.
1527.
Martirio de los tres niños tlaxcaltecas, descrito en 1539 por Motolinía, y
que fueron beatificados por Juan Pablo II en 1990.
1531.
El indio Cuauhtlatóhuac, nacido en 1474, es bautizado en 1524 con el nombre
de Juan Diego. A los cincuenta años de edad, en 1531, tiene las visiones de
la Virgen de Guadalupe, que hacia 1540-1545 son narradas, en lengua náhuatl,
en el Nican Mopohua. Fue beatificado en 1990.
1536.
«Yo creo -dice Motolinía- que después que la tierra [de México] se ganó, que
fue el año 1521, hasta el tiempo que esto escribo, que es en el año 1536,
más de cuatro millones de ánimas [se han bautizado]» (Historia II,2, 208).
-Imperio
inca.
1535.
En el antiguo imperio de los incas, Pizarro funda la ciudad de Lima, capital
del virreinato del Perú, una ciudad, a pesar de sus revueltas, netamente cristiana.
1600.
Cuando Diego de Ocaña la visita en 1600, afirma impresionado: «Es mucho de
ver donde ahora sesenta años no se conocía el verdadero Dios y que estén las
cosas de la fe católica tan adelante» (A través cp.18).
Son
años en que en la ciudad de Lima conviven cinco grandes santos: el arzobispo
Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano San Francisco Solano (+1610),
la terciaria dominica Santa Rosa de Lima (+1617), el hermano dominico San
Martín de Porres (+1639) -estos dos nativos-, y el hermano dominico San Juan
Macías (+1645).
Todo,
pues, parece indicar, como dice el franciscano Mendieta, que «los indios estaban
dispuestos a recibir la fe católica», sobre todo porque «no tenían fundamento
para defender sus idolatrías, y fácilmente las fueron poco a poco dejando»
(Hª ecl. indiana cp.45).
Así
las cosas, cuando Cristo llegó a las Indias en 1492, hace ahora cinco siglos,
fue bien recibido.
El
nosotros hispanoamericano
El
mexicano Carlos Pereyra observó, ya hace años, un fenómeno muy curioso, por
el cual los hispanos europeos, tratando de reconciliar a los hispanos americanos
con sus propios antepasados criollos, defendían la memoria de éstos. Según
eso, «el peninsular no se da cuenta de que toma a su cargo la causa de los
padres contra los hijos» (La obra 298). Esa defensa, en todo caso, es necesaria,
pues en la América hispana, en los ambientes ilustrados sobre todo, el resentimiento
hacia la propia historia ocasiona con cierta frecuencia una conciencia dividida,
un elemento morboso en la propia identificación nacional.
Ahora
bien, «este resentimiento -escribe Salvador de Madariaga- ¿contra quién va?
Toma, contra lo españoles. ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace veintitantos años,
una dama de Lima, apenas presentada, me espetó: "Ustedes los españoles
se apresuraron mucho a destruir todo lo Inca". "Yo, señora, no he
destruido nada. Mis antepasados tampoco, porque se quedaron en España. Los
que destruyeron lo inca fueron los antepasados de usted". Se quedó la
dama limeña como quien ve visiones. No se le había ocurrido que los conquistadores
se habían quedado aquí y eran los padres de los criollos» (Presente 60).
En
fin, cada pueblo encuentra su identidad y su fuerza en la conciencia verdadera
de su propia historia, viendo en ella la mano de Dios. Es la verdad la que
nos hace libres. En este sentido, Madariaga, meditando sobre la realidad humana
del Perú, observa: «El Perú es en su vera esencia mestizo. Sin lo español,
no es Perú. Sin lo indio, no es Perú. Quien quita del Perú lo español mata
al Perú. Quien quita al Perú lo indio mata al Perú. Ni el uno ni el otro quiere
de verdad ser peruano... El Perú tiene que ser indoespañol, hispanoinca» (59).
Estas
verdades elementales, tan ignoradas a veces, son afirmadas con particular
acierto por el venezolano Arturo Uslar Pietri, concretamente en su artículo
El «nosotros» hispanoamericano:
«Los
descubridores y colonizadores fueron precisamente nuestros más influyentes
antepasados culturales y no podemos, sin grave daño a la verdad, considerarlos
como gente extraña a nuestro ser actual. Los conquistados y colonizados también
forman parte de nosotros [... y] su influencia cultural sigue presente y activa
en infinitas formas en nuestra persona. [...] La verdad es que todo ese pasado
nos pertenece, de todo él, sin exclusión posible, venimos, y que tan sólo
por una especie de mutilación ontológica podemos hablar como de cosa ajena
de los españoles, los indios y los africanos que formaron la cultura a la
que pertenecemos» (23-12-1991).
Un
día de éstos acabaremos por descubrir el Mediterráneo. O el Pacífico.
Mucha
razón tenía el gran poeta argentino José Hernández, cuando en el Martín Fierro
decía:
«Ansí
ninguno se agravie;
no
se trata de ofender;
a
todo se ha de poner
el
nombre con que se llama,
y
a naides le quita fama
lo que recibió al nacer».