Beatos
mártires de Tlaxcala
Destrucción
de ídolos y templos
Justificación
racional de esas destrucciones
Justificación
teológica de las destrucciones
La
sustitución de los ídolos
Accidente
en Tlaxcala
Beato
Cristóbal (+1527)
Beatos
Juan y Antonio (+1529)
Destrucción
de ídolos y templos
Este
grave tema fue estudiado por el jesuíta Constantino Bayle en Los clérigos
y la extirpación de la idolatría entre los neófitos americanos, y por el franciscano
Pedro Borges en La extirpación de la idolatría en Indias como método misional
(siglo XVI). Aquí lo consideraremos nosotros en la primera evangelización
de México.
En
efecto, a poco de la conquista (1519 -1523), según nos cuenta el P. Motolinía,
«en todos los templos de los ídolos, si no era en algunos derribados y quemados
en México, en los de la tierra, y aún en los del mismo México, eran servidos
y honrados los demonios. Ocupados los españoles en edificar a México y en
hacer casas y moradas para sí, contentábanse con que no hubiese delante de
ellos sacrificio de homicidio público, que escondidos y a la redonda de México
no faltaban; y de esta manera se estaba la idolatría en paz» (I,3, 64).
Los
españoles civiles, por otra parte, tenían «temor -cuenta Mendieta- de que
los indios se alborotasen y levantasen contra ellos. Y como eran pocos y el
Gobernador ausente [Cortés en la expedición a las Hibueras], los matasen a
todos que este temor por muchos años duró entre los españoles seglares, mas
no entre los frailes» (III,21).
Así
las cosas, los frailes veían que la evangelización no podía ir adelante en
tanto que los ídolos e idolillos siguieran ejerciendo su maléfico influjo,
y mientras los teocalis, aunque ya limpios de las siniestras alfombras de
sangre humana que en otro tiempo ostentaban, continuaran erguidos en toda
su grandiosidad. Y cuenta Motolinía que el 1 de enero de 1525, en Tetzcoco,
tres frailes «espantaron y ahuyentaron todos los que estaban en las casas
y salas de los demonios», y la batalla en seguida prendió en México, Cuauhtitlán
y al rededores.
«Y
luego, casi a la par, en Tlaxcallan comenzaron a derribar y a destruir ídolos»,
poniendo en su lugar la Cruz y una imagen de Santa María. Más aún, los frailes,
con los indios cristianos, «para hacer las iglesias comenzaron a echar mano
de sus teocalis para sacar de ellos piedra y madera, y de esta manera quedaron
desollados y derribados; y los ídolos de piedra, de los cuales había infinitos,
no sólo escaparon quebrados y hechos pedazos, pero vinieron a servir de cimiento
para las iglesias» (III,3, 64).
Indios
y españoles humillaron así a los dioses de aquellos inmensos mataderos de
hombres, donde habían visto matar, descuartizar y desollar a muchos de sus
parientes y amigos.
Justificación
racional de esas destrucciones
Mendieta,
hacia 1600, oponía a aquel primer temor de los españoles seglares el valor
no temerario, sino prudente, de los frailes: «Lo uno, porque no temían recibir
la muerte por amor de Dios; y lo otro, porque conociendo [mejor que los civiles]
la calidad y condición de los indios, que si veían temor o pusilanimidad en
los que trataban, cobrarían ánimo para atreverse; y por el contrario, si conocían
brío y fortaleza en sus contrarios y opuestos, luego se amilanarían y acobardarían,
como en realidad de verdad en este mismo caso se halló por experiencia» (III,21).
Hace
un siglo, sobre esta misma cuestión, el gran historiador mexicano Joaquín
García Icazbalceta señalaba igualmente algunos aspectos prácticos que con
frecuencia son olvidados. Los templos mexicanos, aquellas enormes pirámides
truncadas, llenas de oscuros pasillos, cámaras y salas, tenían que ser destruídos:
«eran al mismo tiempo fortalezas, y no convenía que subsistiesen en una tierra
mal sujeta por un puñado de hombres. Los aztecas mismos habían dado el ejemplo:
la señal de su triunfo era siempre el incendio del teocali principal del pueblo
entrado por armas: así denotan invariablemente sus victorias en la escritura
jeroglífica. Por otra parte, la forma peculiar de aquellos edificios impedía
que fueran aplicados a otros usos... Los teocalis eran realmente un estorbo.
La gran pirámide [de Tenochtitlán] y sus setenta y ocho edificios circundantes
ocupaban un inmenso espacio de terreno en lo mejor de la capital, y era evidente
que no podía permanecer allí» (Ricard 107).
La
destrucción de los templos, o al menos el recubrimiento completo de los mismos
con nuevos emblemas y signos jeroglíficos -y por tanto la eliminación de la
obra precedente-, era la norma indígena del mundo americano, cuando una nación
sujetaba a otra. Y es también hoy norma vigente, en nuestro siglo. Las fuerzas
aliadas, después de la II Guerra Mundial, por ejemplo, destruyeron tras su
victoria todos los grandes símbolos del poder nazi, y con ellos los campos
de concentración y los hornos crematorios; y a ninguno se le ocurrió conservar
aquello por tolerancia y respeto hacia los nazis vencidos supervivientes.
Igualmente, al caer el comunismo, las estatuas de Marx y de Lenín, así como
otros monumentos simbólicos del poder soviético, son derribados sin piedad,
al mismo tiempo que se prohibe el partido comunista y se confiscan sus locales;
y apenas nadie protesta de todo esto, ni dentro ni fuera del antiguo imperio
soviético de la hoz y el martillo. Pues bien, del mismo modo los españoles
del XVI, ayudados por los propios indios que habían sido víctimas del poder
vencido, destruyeron ídolos y templos, y con especial saña deshicieron los
teocalis, aquellos horribles mataderos de hombres.
Añadiremos
al tema algunas reflexiones, igualmente racionales, tomadas del americanista
español Guillermo Céspedes del Castillo: «Si los españoles [en cuanto lingüistas,
etnógrafos, historiadores de las antigüedades indígenas, etc.] resultaron
ser los salvadores del pasado y de la cultura aborígenes, fueron en cambio,
y en buena medida, los destructores de monumentos y de otras huellas materiales
del mundo indígena; es algo que los arqueólogos actuales no les han perdonado.
El mundo está lleno de aldeas prehistóricas enterradas bajo ciudades medievales,
de foros romanos convertidos en canteras para construcciones posteriores,
de templos cristianos edificados sobre templos paganos, de iglesias cristianas
reconvertidas en mezquitas, y así sucesivamente; pese a todo ello, la destrucción
de Tenochtitlán o la edificación de un convento sobre el arrasado templo del
Sol, en Cuzco, parecen hoy culpas especialmente imperdonables. Cierto que
los españoles destruyeron monumentos aborígenes, con igual entusiasmo con
que hoy son demolidos barrios antiguos para construir rascacielos, que a su
vez no tardan en ser dinamitados para que los sustituyan otros más altos.
Asimismo destruyeron infinidad de objetos arqueológicos por considerarlos
ídolos demoníacos... En conjunto, y dada la muy superior expresividad de la
palabra escrita con respecto a los artefactos humanos, los españoles fueron
responsables de conservar memorias del pasado aborigen infinitamente más que
de destruirlas» (Textos XXV-XXVI).
Justificación
teológica de las destrucciones
La
destrucción de los ídolos, en todo caso, desde el punto de vista estrictamente
racional, puede considerarse como una cuestión etnográfica, arqueológica y
de política concreta que se presentó en aquellas circunstancias históricas.
Así, por ejemplo, Cortés, en lugar de considerar conveniente para el dominio
hispano la destrucción de los templos, al conocer cuando regresó de las Hibueras
los derribos ya hechos, «mostró tener gran enojo, porque quería que estuviesen
aquellas casas de ídolos por memoria» (+J.L. Martínez 398). A su juicio hubiera
convenido conservar aquellos templos espantosos, como hoy, por ejemplo, se
conservan en Auswichtz el campo de concentración y sus hornos crematorios.
Pero
los frailes miraban ante todo por el bien espiritual de los indios, y a esa
luz, la de la fe, veían que la destrucción de los ídolos era necesaria. A
ellos, a los frailes, más que a ningún otro grupo humano, deben la arqueología,
la etnografía y la lingüística informaciones preciosas sobre la cultura de
aquellos pueblos. Pero, en cualquier caso, el valor de la fe debía ser afirmado
por encima de cualesquiera otros.
Los
misioneros del XVI, en definitiva, mantenían ante las encarnaciones simbólicas
de los poderes del Maligno una actitud semejante al de los primeros Apóstoles.
Cuenta, por ejemplo, San Lucas que en Efeso, ante la predicación de San Pablo
y los prodigios que realizaba, «todos quedaban espantados y se proclamaba
la grandeza del Señor Jesús. Muchos de los que ya creían iban a confesar públicamente
sus malas prácticas, y buen número de los que habían practicado la magia hicieron
un montón con los libros y los quemaron a la vista de todos. Calculado el
precio, resultó ser cincuenta mil monedas de plata» (Hch 19,17-19).
Una
similar actitud, llena de energía apostólica, fue la de un San Martín de Tours,
que en las Galias, a fines del siglo IV, iba por pueblos y campos desafiando
las divinidades druídas, y abatiendo, con riesgo de su vida, templos, ídolos
y árboles sagrados; o la de San Wilibrordo, que hizo lo mismo entre los frisones...
Y ésta fue la actitud de los misioneros del XVI, que no tenían en su actividad
misional otra referencia que la de los Apóstoles primeros o la de las limitadas
y admirables expediciones misioneras de la Edad Media.
En
este sentido, cuando Robert Ricard examinaba la destrucción de ídolos y templos
en México, decía con razón: «Hay que esforzarse en ver la cuestión como la
veía un misionero [entonces]: para su criterio la fundación de la Iglesia
de Cristo, la salvación de las almas, aunque fuera una sola, de valor infinito,
representa mucho más que la conservación de unos cuantos manuscritos paganos
o unas cuantas esculturas idolátricas. No cabe reprobarles su conducta: era
lógica y ajustada a la conciencia... Ni el arte ni la ciencia tienen derechos
si son un estorbo para la salvación de las almas o para la fundación de la
Iglesia» (105).
En
la América del XVI, concretamente, si los ídolos y templos hubieran sido respetados,
los indígenas ciertamente habrían entendido que los españoles creían en sus
dioses y les temían, siquiera sea un poco, puesto que siendo vencedores, no
se atrevían sin embargo a destruir sus signos, como para ellos hubiera sido
lo normal. Pues bien, si esto justificaba esas destrucciones desde el punto
de vista cívico, aún más en cuanto a las ventajas espirituales.
Por
eso escribe Mendieta: «Cuanto a lo espiritual (que principalmente deseaban
los frailes), bien se experimentó el provecho que resultó de destruir los
templos e ídolos. Porque viendo los infieles que lo principal de ellos estaba
por tierra, desmayaron en la prosecución de su idolatría, y de allí adelante
se abrió la puerta para ir asolando lo que de ella quedaba... Antes fue tanta
la cobardía y temor que de este hecho cobraron, que no era menester más de
que el fraile enviase alguno de los niños con sus cuentas o con otra señal,
para que hallándolos en alguna idolatría o hechicería o borrachera se dejasen
atar de ellos» (III,21).
La
sustitución de los ídolos
Los
misioneros del XVI, concretamente los de México, a la práctica de la destrucción
unieron muchas veces la de la sustitución, dando significado nuevo y formas
renovadas a lugares y fiestas, procesiones y danzas religiosas de la antigüedad
indígena. En el valle de Cholula, junto a Puebla de los Angeles, por ejemplo,
se construyeron iglesias en todos los lugares que antes tenía adoratorios
indios. En 1537, cuando los agustinos se establecieron en Ocuila, al sureste
de Toluca, en el estado de México, hallaron que en Chalma había un ídolo famoso
que recibía culto en una cueva. Sin tardar mucho, en 1540, los frailes quitaron
el ídolo, no se sabe exactamente cómo, y allí pusieron un crucifijo, el que
desde entonces es veneradísimo como Santo Señor de Chalma (Ricard 302).
Sólo
más tarde, en circunstancias ya muy diversas, se iría desarrollando en la
Iglesia, y también en América, una misionología de continuidad, en cuanto
ésta sea posible, entre las religiosidades paganas concretas y la novedad
suprema del Evangelio.
Accidente
en Tlaxcala
Ya
hemos referido cómo en 1520, antes de la conquista de México, los cuatro señores
de Tlaxcala -siendo uno de ellos, Xicohtencatl-, apadrinados por Hernán Cortés,
recibieron el bautismo. También sabemos que, llegados en 1524 los franciscanos
a México, en seguida Fray Martín de Valencia, que permaneció en la capital
con cuatro frailes, envió a los otros doce, de cuatro en cuatro, a fundar
casas en Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo. Y conocemos también que el padre
Motolinía estuvo de guardián en la ciudad de Tlaxcala de 1536 a 1539, cuando
ya «hay en ella [además del convento franciscano] un buen hospital y más de
cincuenta iglesias pequeñas y medianas, todas bien aderezadas» (III,16, 435).
Pues bien, de ese tiempo procede esta historia, bien significativa, que refiere
Motolinía:
«Como
en el primer año que los frailes menores poblaron en la ciudad de Tlaxcallan
recogiesen los hijos de los señores y personas principales para los enseñar
en la doctrina de nuestra santa fe, los que servían en los templos del demonio
no cesaban en el servicio de los ídolos, y inducir al pueblo para que no dejasen
sus dioses, que eran más verdaderos que no los que los frailes predicaban,
y que así lo sustentarían». Con estas predicaciones andaba por el tianguez
o mercado uno de los sacerdotes, con aspecto feroz y fascinante, revestido
de Ometochtli, dios del vino, uno de los dioses principales. En esto vino
una turba de chicos, alumnos de la escuela de los frailes, que venía del río,
y se pusieron a discutir con él ante la gente: «No es dios sino diablo, que
os miente y engaña». De la discusión pasaron a la acción; comenzaron a perseguirle,
y el ministro del ídolo acabó por escaparse corriendo, apedreado por los chicos.
Estos decían: «Matemos al diablo que nos quería matar. Ahora verán los maceualtin
(que es la gente común) cómo éste no era dios sino mentiroso, y Dios y Santa
María son buenos». Y lo mataron a pedradas. Los niños quedaron muy ufanos,
pensando habar matado a un diablo, y todos los que creían y servían a los
ídolos, y también los ministros paganos, que acudieron luego muy bravos, todos
quedaron espantados y sobrecogidos. Los frailes mandaron azotar al chico más
culpable. Y «por sólo este caso comenzaron muchos Indios a conocer los engaños
y mentiras del demonio, y a dejar su falsa opinión, y venirse a reconciliar
y confederar con Dios y a oír su palabra» (III,14, 414; +Mendieta III,24).
Los
indios neocristianos eran muchas veces los más apasionados para destruir aquellos
ídolos y templos bajo cuyo engaño opresivo habían servido al Diablo; pero
casos como el referido, de persecución sangrienta de los ministros indígenas,
fueron muy infrecuentes. Mucho más frecuente fue el martirio de los misioneros
cristianos. Todas las órdenes misioneras de América adornan su historia con
una numerosa corona de mártires. Véase, por ejemplo, el libro V de fray Gerónimo
de Mendieta, que trata de los Frailes menores que han sido muertos por la
predicación del Santo Evangelio en esta Nueva España. Menos frecuentes fueron
los casos de martirio en los indios neoconversos, pero aún así se dieron casos
realmente conmovedores, como el que narra el padre Motolinía: el martirio
de los tres niños tlaxcaltecas (III,14, 412-421; +Mendieta III,25-27).
Beato
Cristóbal (+1527)
Uno
de los nobles más importantes de Tlaxcala, después de los cuatro señores principales,
era Acxotécatl, que «tenía sesenta mujeres, y de las más principales de ellas
tenía cuatro hijos». Tres de ellos fueron enviados a la escuela de los franciscanos,
pero el padre retuvo escondido al mayor, al que era su preferido, hijo de
Tlapaxilotzin (mazorca colorada). Pero pronto se supo esto, y también el mayor
fue a la escuela, teniendo doce o trece años de edad. «Pasados algunos días
y ya algo enseñado, pidió el bautismo y fuele dado, y puesto por nombre Cristóbal.
Este niño, demás de ser de los más principales y de su persona muy bonito
y bien acondicionado y hábil, mostró principios de ser buen cristiano, porque
de lo que él oía y aprendía enseñaba a los vasallos de su padre; y al mismo
padre decía que dejase los ídolos y los pecados en que estaba, en especial
el de la embriaguez, porque todo era muy gran pecado, y que se tornase y conociese
a Dios del cielo y a Jesucristo su Hijo, que El le perdonaría, y que esto
era verdad porque así lo enseñaban los padres que sirven a Dios. El padre
era un indio de los encarnizados en guerras, y envejecido en maldades y pecados,
según después pareció, y sus manos llenas de homicidios y muertes. Los dichos
del hijo no le pudieron ablandar el corazón ya endurecido, y como el niño
Cristóbal viese en casa de su padre las tinajas llenas del vino con que se
embeodaban él y sus vasallos, y viese los ídolos, todos los quebraba y destruía,
de lo cual los criados y vasallos se quejaron al padre». También Xochipapalotzin
(flor de mariposa), mujer principal de Acxotécatl, «le indignaba mucho y inducía
para que matase a aquel hijo Cristóbal, porque aquél muerto, heredase otro
suyo que se dice Bernardino; y así fue, que ahora este Bernardino posee el
señorío de su padre».
Finalmente,
el padre decidió matar a Cristóbal. El mayor de los tres, de nombre «Luis,
del cual yo fui informado, vio [escondido en la azotea] cómo pasó todo el
caso. Vio cómo el cruel padre tomó por los cabellos a aquel hijo Cristóbal
y le echó en el suelo dándole muy crueles coces, de las cuales fue maravilla
no morir (porque el padre era un valentazo de hombre, y es así, porque yo
que esto escribo le conocí), y como así no le pudiese matar, tomó un palo
grueso de encina y diole con él muchos golpes por todo el cuerpo hasta quebrantarle
y molerle los brazos y piernas, y las manos con que se defendía la cabeza,
tanto que casi de todo el cuerpo corría sangre».
«A
todo esto el niño llamaba continuamente a Dios, diciendo en su lengua: "Señor
Dios mío, habed merced de mí, y si Tú quieres que yo muera, muera yo; y si
Tú quieres que viva, líbrame de este cruel de mi padre"». Supo lo que
sucedía Tlapaxilotzin, la madre de Cristóbal, desolada y pidiendo a gritos
clemencia para su niño. Pero «aquel mal hombre tomó a su propia mujer por
los cabellos y acoceóla hasta se cansar, y llamó a quien se la quitase de
allí». En seguida, viendo que el niño seguía vivo, «aunque muy mal llagado
y atormentado, mandóle echar en un gran fuego de muy encendidas brasas de
leña de cortezas de encina secas, que es leña que dura mucho y hace muy recia
brasa. En aquel fuego le echó y le revolvió de espaldas y de pechos cruelísimamente,
y el muchacho siempre llamando a Dios y a Santa María». Lo apuñaló después
Y
allí quedó por la noche, medio muerto, «llamando siempre a Dios y a Santa
María. Por la mañana dijo el muchacho que llamasen a su padre, el cual vino,
y el niño le dijo: "Padre, no pienses que estoy enojado, porque yo estoy
muy alegre, y sábete que me has hecho más honra que no vale tu señorío".
Y dicho esto demandó de beber y diéronle un vaso de cacao, que es en esta
tierra casi como en España el vino, no que embeoda, sino sustancia, y en bebiéndolo
luego murió».
El
padre hizo enterrar secretamente al niño, mandó matar a Tlapaxilotzin, la
madre, y dio orden severa de callar a todos los de la casa. Pero poco después
se conocieron los dos asesinatos, y la justicia de los españoles, con mucho
temor a provocar un levantamiento, le llevó a la horca. El P. Motolinía hizo
la crónica del martirio habiendo pasado «doce años que aconteció hasta ahora
que esto escribo en el mes de marzo del año treinta y nueve». Es decir, sucedió
en 1527, habiéndose terminado en 1521 la conquista de México. El papa Juan
Pablo II beatificó al niño Cristóbal el 6 de mayo de 1990.
Beatos
Juan y Antonio (+1529)
«Dos
años después de la muerte del niño Cristóbal, vino aquí a Tlaxcallan un fraile
dominico llamado fray Bernardino Minaya, con otro compañero, los cuales iban
encaminados a la provincia de Huaxyacac. A la sazón era aquí en Tlaxcalan
guardián nuestro de gloriosa memoria fray Martín de Valencia, al cual los
padres dominicos rogaron que les diese algún muchacho de los enseñados para
que les ayudasen en lo tocante a la doctrina cristiana. Preguntados a los
muchachos si había alguno que por Dios quisiese ir a aquella obra, ofreciéronse
dos muy bonitos y hijos de personas muy principales. Al uno llamaban Antonio
-éste llevaba consigo un criado de su edad que decían Juan-, al otro llamaban
Diego».
Conociendo
fray Martín la peligrosidad de aquella misión, les puso muy sobre aviso para
que lo pensaran bien. «A esto, ambos los niños conformes, guiados por el Espíritu
Santo, respondieron: "Padre, para eso nos has enseñado lo que toca a
la verdadera fe; ¿pues cómo no había de haber entre tantos quien se ofreciese
a tomar trabajo por servir a Dios? Nosotros estamos aparejados para ir con
los padres, y para recibir de buena voluntad todo trabajo por Dios"».
Recibieron
la bendición de fray Martín, y se fueron los muchachos con los dos dominicos,
«y allegaron a Tepeyacac, que es casi diez leguas de Tlaxcallan. Aquel tiempo
en Tepeyacac no había monasterio como le hay ahora, y iban [los misioneros]
muy de tarde en tarde, por lo cual aquel pueblo y toda aquella provincia estaba
muy llena de ídolos, aunque no públicos. Luego aquel padre fray Bernardino
Minaya envió a aquellos niños a que buscasen por todas las casas de los indios
los ídolos y se los trajesen». Ellos conocían la lengua, y normalmente, por
ser niños, podían realizar tal empeño sin que peligrasen sus vidas.
«En
esto se ocuparon tres o cuatro días, en los cuales trajeron todos los [ídolos]
que pudieron hallar. Y después apartáronse más de una legua del pueblo a buscar
si había más ídolos en otros pueblos que estaban allí cerca. Al uno llamaban
Coatlichan, y al otro le llaman el pueblo de Orduña, porque está encomendado
a un Francisco de Orduña».
«De
unas casas de este pueblo sacó aquel niño llamado Antonio unos ídolos, y iba
con él el otro su paje llamado Juan. Ya en esto algunos señores y principales
se habían concertado de matar a estos niños, según después pareció. La causa
era porque les quebraban los ídolos y les quitaban sus dioses. Vino aquel
Antonio con los ídolos que traía recogidos del pueblo de Orduña, a buscar
en el otro que se dice Coatlichan, si había algunos. Y entrando en una casa,
no estaba en ella más de un niño guardando la puerta, y quedó con él el otro
su criadillo. Y estando allí vinieron dos indios principales, con unos leños
de encina, y en llegando, sin decir palabra, descargan sobre el muchacho llamado
Juan, que había quedado a la puerta, y al ruido salió luego el otro Antonio,
y como vio la crueldad que aquellos sayones ejecutaban en su criado, no huyó,
antes con grande ánimo les dijo: "¿Por qué me matáis a mi compañero que
no tiene él la culpa, sino yo, que soy el que os quito los ídolos porque sé
que son diablos y no dioses? Y si por ellos lo habéis, tomadlos allá, y dejad
a ése que no os tiene culpa". Y diciendo esto, echó en el suelo unos
ídolos que en la falda traía. Y acabadas de decir estas palabras ya los dos
indios tenían muerto al niño Juan, y luego descargan en el otro Antonio, de
manera que también allí le mataron».
Arbil
Ocultaron
los cuerpos en una barranca, cerca del pueblo de Orduña. Pero pronto se organizó
una búsqueda minuciosa y hallaron los restos. El escándalo fue grande, entre
otras cosas porque «aquel Antonio era nieto del mayor señor de Tlaxcallan,
que se llamó Xicotencatl, que fue el principal señor que recibió a los españoles
cuando entraron en esta tierra, y los favoreció y sustentó con su propia hacienda.
Antonio había de heredar al abuelo, y así ahora en su lugar lo posee otro
su hermano menor que se llamado don Luis Moscoso». Hallados los cuerpos, los
matadores fueron presos, confesaron su crimen y fueron ahorcados. Estaban
arrepentidos de lo hecho, y «rogaron que los bautizasen antes que los matasen».
«Cuando
fray Martín de Valencia supo la muerte de los niños, que como a hijos había
criado, y que habían ido con su licencia, sintió mucho dolor, y llorábalos
como a hijos, aunque por otra parte se consolaba en ver que había ya en esta
tierra quien muriese confesando a Dios».
También
Juan y Antonio fueron declarados beatos por Juan Pablo II el 6 de mayo de
1990.
En
1527, a seis años de la conquista, había ya en México indios cristianos dispuestos
a morir por confesar a Cristo.