El protagonismo de Castilla en el descubrimiento y otras circunstancias políticas de la península hispana explican, como dice Ots Capdequi, que los territorios de las «Indias Occidentales quedaran incorporados políticamente a la Corona de Castilla y que fuera el derecho castellano -y no los otros derechos españoles peninsulares- el que se proyectase desde España sobre estas comarcas del Nuevo Mundo» (El Estado 9).
Según el mismo autor, los rasgos característicos de este nuevo derecho indiano son éstos: «Un casuismo acentuado», más bien que amplias construcciones jurídicas. «Una tendencia asimiladora y uniformista», acentuada en la época borbónica. «Una gran minuciosidad reglamentista», por la que se pretendía llegar hasta la cuestiones más pequeñas. «Un hondo sentido religioso y espiritual. La conversión de los indios a la fe en Cristo y la defensa de la religión católica en estos territorios fue una de las preocupaciones primordiales en la política colonizadora de los monarcas españoles. Esta actitud se reflejó ampliamente en las llamadas Leyes de Indias. En buen parte fueron dictadas estas Leyes, más que por juristas y hombres de gobierno, por moralistas y teólogos» (12-14).
Los Reyes españoles decretaron «que se respetase la vigencia de las primitivas costumbres jurídicas» de los indios, en tanto no fueran inconciliables con la legislación hispana, con lo cual los derechos tradicionales de los indios «dejaron huella considerable en orden a la regulación del trabajo, clases sociales, régimen de la tierra, etc., instituciones tan representativas como los cacicazgos, la mita y otras» (11,15). Por otra parte, «frente al derecho propiamente indiano, el derecho de Castilla sólo tuvo en estos territorios un carácter supletorio» (15), es decir, sólo se aplicaba cuando en las leyes de Indias había algún vacío legal.
Finalmente, otro rasgo muy peculiar del derecho indiano fue que las autoridades locales, «frente a Cédulas Reales de cumplimiento difícil, o en su concepto peligroso, apelaron con frecuencia a la socorrida fórmula de declarar que se acata pero no se cumple», explícitamente reconocida como legítima en la Recopilación de 1680 (Leyes XXII y XXIV, tit.I, lib.II).
En efecto, «recibida la Real Cédula cuya ejecución no se consideraba pertinente, el virrey, presidente o gobernador, la colocaba solemnemente sobre su cabeza, en señal de acatamiento y reverancia, al propio tiempo que declaraba que su cumplimiento quedaba en suspenso. No implicaba esta medida acto alguno de desobediencia, porque en definitiva se daba cuenta al Rey de lo acordado para que éste, en última instancia y a la vista de la nueva información recibida, resolviese» (14).