La acción de España en las Indias fue sin duda mucho mejor que la realizada por otras potencias de la época en el Brasil o en el Norte de América, y que la desarrollada modernamente por los europeos en Africa o en Asia. Sin embargo, hubo en ella innumerables crímenes y abusos. Pues bien, la autocrítica continua que esos excesos provocó en el mundo hispano no tiene tampoco comparación posible en ninguna otra empresa imperial o colonizadora de la historia pasada o del presente. Por eso, al hacer memoria de los hechos de los apóstoles de América, es de justicia que, al menos brevemente, recordemos las innumerables voces que se alzaron en defensa de los indios, y que promovieron eficazmente su bien, evitando muchos males o aliviándolos.
Los Reyes Católicos, cortando en seco ciertas ideas esclavistas de Colón o reprochando acerbamente a Ovando su acción de Xaraguá, van a la cabeza de la más antigua tradición indigenista. De las innumerables denuncias formuladas al Rey o al Consejo de Indias por representantes de la Corona en las Indias, recordaremos como ejemplo aquella carta que Vasco Núñez de Balboa, en 1513, escribe al Rey desde el Darién quejándose del mal trato que los gobernadores Diego de Nicuesa y Alonso de Hojeda daban a los indios, que «les parece ser señores de la tierra... La mayor parte de su perdición ha sido el maltratamiento de la gente, porque creen que desde acá una vez los tienen, que los tienen por esclavos» (Céspedes, Textos n.18). En todo caso, las denuncias sobre abusos en las Indias fueron formuladas sobre todo por los misioneros.
Así, a finales del XV, llegaron a España las acusaciones de los franciscanos belgas Juan de la Deule y Juan Tisin (La Cierva, Gran Hª pag.523). En 1511 fue la explosión del sermón de Montesinos. En 1513, fray Matías de Paz, catedrático de Salamanca, escribe Del dominio de los reyes de España sobre los indios, denunciando el impedimento que los abusos ponen a la evangelización, y afirmando que jamás los indios «deben ser gobernados con dominio despótico» (Céspedes, Textos 31). José Alcina Franch hace un breve elenco de varias intervenciones semejantes (Las Casas 29-36). El dominico fray Vicente Valverde, en 1539, escribe al Rey desde el Cuzco acerca de los abusos sufridos por los indios «de tantos locos como hay contra ellos», y le refiere cómo «yo les he platicado muchas veces diciendo cómo Vuestra Majestad los quiere como a hijos y que no quiere que se les haga agravio alguno». En 1541, también desde el Cuzco, el bachiller Luis de Morales dirige al Rey informes y reclamaciones semejantes. También son de 1541 las graves denuncias que fray Toribio de Benavente, Motolinía, hace en su Historia de los indios de la Nueva España, contra los abusos de los españoles, sobre todo en los inicios de su presencia indiana, aunque también los defiende con calor de las difamaciones procedentes del padre Las Casas.
Ya desde los comienzos de la conquista, que es cuando los abusos se produjeron con más frecuencia, las voces de protesta fueron continuas en todas las Indias.
Podemos tomar en esto, como ejemplo significativo, la actitud de los obispos de Nueva Granada (Colombia-Venezuela), región que, como veremos más adelante, fue conquistada con desorden y mal gobernada en la primera época.
El primer obispo de Santa Marta, de 1531, fue el dominico fray Tomás Ortiz, cuya enérgica posición indigenista es tanto más notable si se tiene en cuenta su relación de 1525 al emperador Carlos, en la que informa que aquellos indios «comen carne humana y [son] sodométicos más que generación alguna... andan desnudos, no tienen amor ni vergüenza, son como asnos, abobados, alocados, insensatos» (Egaña, Historia pag.15). Este obispo, que fue primer protector de los indios en Nueva Granada, escribe a la Audiencia de La Española, denunciando los atropellos cometidos en una entrada, que dejó a los indios «escandalizados y alborotados y con odio a los cristianos». Su sucesor, el franciscano Alonso de Tobes, se enfrentó duramente a causa de los indios con el gobernador Fernández de Lugo.
El nuevo obispo, desde 1538, Juan Fernández de Angulo, en 1540 escribe con indignación al rey, y Las Casas hace un extracto de la carta en la Destrucción: «En estas partes no hay cristianos, sino demonios; ni hay servidores de Dios ni del rey, sino traidores a su ley y a su rey». Los indios están tan escandalizados que «ninguna cosa les puede ser más odiosa ni aborrecible que el nombre de cristianos. A los cuales ellos, en toda esta tierra, llaman en su lengua yares, que quiere decir demonios; y sin duda ellos tienen razón... Y como los indios de guerra ven este tratamiento que se hace a los de paz, tienen por mejor morir de una vez que no muchas en poder de cristianos».
En 1544, fray Francisco de Benavides, obispo de la vecina Cartagena de Indias, tercer protector de los indios en Nueva Granada, comunica al Consejo de Indias: «Yo temo que las Indias han de ser para que algunos no vayamos al Paraíso. Y la causa más principal es que no queremos creer que lo que tomamos a los indios de más de lo tasado, somos obligados a restituirlo».
En 1547, fray Martín de Calatayud, jerónimo obispo de Santa Marta y cuarto protector de los indios en Nueva Granada, estima que por entonces no hay posibilidad de evangelizar aquellos indios, «por ser de su natural de los más diabólicos de todas las Indias, y, sobre todo, por el mal tratamiento que les han hecho los pasados cristianos... tomándoles por esclavos y robándoles sus haciendas», y renuncia a su protectoría en protesta de tantos abusos de los españoles (Egaña pag.16,17).
En 1548, el vecino obispo de Popayán, el protector de los indios Juan del Valle, se manifiesta también en muy fuertes términos pro indigenistas.
En España, las Cortes Generales se hacen eco de todas estas voces, y en 1542, reunidas en Valladolid, elevan al emperador esta petición: «Suplicamos a Vuestra Majestad mande remediar las crueldades que se hacen en las Indias contra los indios, porque de ello será Dios muy servido y las Indias se conservarán y no se despoblarán como se van despoblando» (Alcina pag.34).
Y por lo que se refiere a las denuncias literarias de los abusos en las Indias, fueron muchos los libros y panfletos, relaciones y cartas, destacando aquí la enorme obra escrita por el padre Las Casas, de la que en seguida nos ocuparemos. Recordemos aquí algunos ejemplos (pag.36-41).
En 1542 el letrado Alonso Pérez Martel de Santoyo, asesor del Cabildo de Lima, envía a España una Relación sobre los casos y negocios que Vuestra Majestad debe proveer y remediar para estos Reinos del Perú.
En sentido semejante va escrita la Istoria sumaria y relación brevíssima y verdadera (1550), de Bartolomé de la Peña. De esos años es también La Destruyción del Perú, de Cristóbal de Molina o quizá de Bartolomé de Segovia. En 1550 el dominico fray Domingo de Santo Tomás, obispo de Charcas, autor de un Vocabulario y de una Gramática de la lengua general de los indios del Reyno del Perú (1560), escribe al Rey una carta terrible «acerca de la desorden pasada desde que esta tierra en tan mal pie se descubrió, y de la barbarería y crueldades que en ella ha habido y españoles han usado, hasta muy poco ha que ha empezado a haber alguna sombra de orden...; desde que esta tierra se descubrió no se ha tenido a esta miserable gente más respeto ni aun tanto que a animales brutos» (Egaña, Historia pag.364).
En 1556, un conjunto de indios notables de México, entre ellos el hijo de Moctezuma II, escriben a Felipe II acerca de «los muchos agravios y molestias que recibimos de los españoles», solicitando que Las Casas sea nombrado su protector ante la Corona. En 1560 fray Francisco de Carvajal escribe Los males e injusticias, crueldades, robos y disensiones que hay en el Nuevo Reino de Granada. También en defensa de los indios está la obra del bachiller Luis Sánchez Memorial sobre la despoblación y destrucción de las Indias, de 1566.
Esta autocrítica se prolonga en la segunda mitad del XVI, como en el franciscano Mendieta (Historia eclesiástica indiana, 1596, p.ej., IV,37), y todavía se prolonga en el siglo XVII, en obras como el Memorial segundo, de fray Juan de Silva (Céspedes, Textos n.70), la Sumaria relación en las cosas de Nueva España, de Baltasar Dorantes de Carranza; la Monarquía indiana de fray Juan de Torquemada; la Historia general de las Indias Occidentales, de fray Antonio de Remesal; el Libro segundo de la Crónica Mescelánea, de fray Antonio Tello; o los escritos de Gabriel Fernández Villalobos, marqués de Varinas, Vaticinios de la pérdida de las Indias, Desagravio de los indios y reglas precisamente necesarias para jueces y ministros, y Mano de relox que muestra y pronostica la ruina de América.
Por otra parte, era especialmente en el sacramento de la confesión donde las conciencias de los cristianos españoles en las Indias eran sometidas a iluminación y juicio. De ahí la importancia que para la defensa de los indios y la promoción de su bien tuvieron obras como la del primer arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loayza, publicada en 1560, Avisos breves para todos los confesores destos Reynos del Perú (Olmedo, Loaysa, Apénd. IV), o entre 1560 y 1570 las Instrucciones de los padres dominicos para confesar conquistadores y encomenderos.
Puede decirse, pues, que durante el siglo XVI la autocrítica hispana sobre la acción en las Indias fue continua, profunda, tenida en cuenta en las leyes y hasta cierto punto en las costumbres. Y esto nos lleva a considerar una realidad muy notable. Llama la atención que obras tan incendiarias como algunas de las citadas, no tuvieran dificultad alguna con la censura, en una época, como el XVI, en que cualquier libro sospechoso era secuestrado, sin que ello produjera ninguna reacción popular negativa.
La Inquisición, iniciada en la Iglesia a principios del siglo XIII, fue implantada en Castilla en 1480, y no estuvo ociosa. Sin embargo, en el tema de las Indias, los autores más duros, como Las Casas, no sólamente no fueron perseguidos en sus escritos, sino que recibieron promociones a altos cargos reales o episcopales. Las Casas fue Protector de los indios y elegido Obispo de Chiapas, y toda su vida gozó del favor del Rey y del Consejo de Indias.
Con razón, pues, han observado muchos historiadores que el hecho de que las máximas autoridades de la Corona y de la Iglesia permitieran sin límite alguno la proliferación de esta literatura de protesta -a veces claramente difamatoria, como en ocasiones la que difundió Las Casas-, es una prueba patente de que tanto en los que protestaban como en las autoridades que toleraban las acusaciones había una sincera voluntad de llegar en las Indias al conocimiento de la realidad y a una vida según leyes más justas.
En el tema de las Indias, si exploramos la España de la época, no hubo miedo a la verdad, sino búsqueda apasionada de la misma.