LA FE QUE CIMENTÓ E IMPULSÓ LA CULTURA
OCCIDENTAL
por Jorge Enrique Mújica, L.C.
Ha sido el cristianismo quien ha cimentado la cultura occidental y quien ha
posibilitado su desarrollo. Las leyendas negras que gustan centrar su atención,
sin argumentación histórica competente, en periodos o hechos puntuales
como la Edad Media, la Inquisición, el caso Galileo o Pío XII,
suelen cerrar los ojos a toda esa herencia que hoy tenemos. Se goza del fruto
y se olvida la raíz.
Ahora todo lo que huele a cristianismo es rechazado a priori. Pocos se fijan
en la validez de la propuesta católica y menos todavía en la justificación
racional que le da soporte. Se descalifica a la fe por el solo hecho de serla
y se evita mirar a ese legado de dos milenios de historia donde, objetivamente,
la Iglesia católica ha tenido un papel positivo muy importante.
Cada vez es más fácil atacar al cristianismo con sofismas fáciles
como que impide el progreso. Paradójicamente, es precisamente el progreso
auténtico lo que han posibilitado los cristianos y el cristianismo.
Edad Media: no sólo fue la universidad, la preservación de la
literatura y las catedrales
La contribución de los monjes-copistas en la preservación de la
literatura de la antigua Grecia y Roma, el arte arquitectónico y la construcción
de catedrales -aún no superado en pleno siglo XXI-, y el nacimiento de
las universidades al amparo del Papado, son contribuciones contundentes e irrefutables,
acaso las más conocidas, pero no son las únicas.
En un discurso de inicios del siglo XX, Henry H. Goodel, entonces presidente
del Colegio Agrícola de Massachusetts, reconoció “el esfuerzo
de estos grandes monjes del pasado a lo largo de mil quinientos años”.
¿Esfuerzo en qué? Goodel responde: “Fueron ellos quienes
salvaron la agricultura en un momento en que nadie podía haberlo conseguido.
La practicaron en el contexto de una vida y de unas condiciones nuevas, cuando
nadie se habría atrevido a abordar esta empresa [1] ”. Para Alexander
Clarence Flick, “los monasterios benedictinos eran una universidad agrícola
para la región donde se ubicaban”.
Los monjes ayudaron a poblaciones enteras a aprovechar mejor la tierra previniendo
así grandes hambrunas. Fueron ellos quienes desarrollaron el uso de fertilizantes
naturales y el concepto de la siembra por temporadas, tipos y con descansos
del campo.
En este contexto, un monje de la abadía de san Pedro, en Hautvilliers
del Marne, descubrió el champán. Nombrado bodeguero de la abadía
en 1688, Dom Perignon hizo el hallazgo experimentando con distintas mezclas
de vinos. La fórmula sigue usándose hasta nuestro presente.
Quizá hoy, en una sociedad más bien abocada a lo tecnológico,
no se alcance a valorar lo suficiente la contribución en materia de agricultura
de los monjes. Sin embargo, sus aportaciones no fueron exclusivamente métodos
de cultivo y de explotación de la tierra. También fomentaron la
sofisticación tecnológica en el uso de instrumentos y mecanismos
para obtener mejores resultados.
Los cistercienses son una de las órdenes que se valieron de sistemas
hidráulicos, poco comunes en su época, al grado de ser denominados
por Randall Collins “unidades económicas más eficaces que
había existido en Europa, y acaso en el mundo, hasta la fecha [2] ”.
Muchos monasterios cistercienses se valieron de la energía hidráulica
para moler grano, tamizar la harina, elaborar telas y curtir pieles. Toda esta
tecnología pasó luego al ámbito civil con sus consiguientes
beneficios.
Los monjes medievales también fueron pioneros en el trabajo industrial
metalúrgico. A mediados del siglo XIII, los monjes fueron los principales
productores de hierro en la Campaña francesa. Sus métodos de explotación
pasaron también a los laicos y justamente aquí se plasma y evidencia
su contribución.
Pero no es todo. A inicios del siglo XI, un monje de nombre Eilmer, voló
con un planeador a más de 90 metros de altura. Como recuerda Stanley
L. Jaki en su Medieval Creativity in Science and Technology, la hazaña
sería recordada siglos más tarde por el sacerdote jesuita Francesco
Lana-Terzi, quien desarrolló una técnica de vuelo más sistemática
que le valió el nombre de padre de la aviación. De suyo, su libro
Prodromo alla Arte Maestra (1670) fue el primero en describir la parte geométrica
y física de una aeronave.
Los relojes había nacido por la necesidad de medir el tiempo y fueron
los monjes benedictinos quienes los inventaron para dividir el día a
partir de las horas en que debían rezar la lectio divina. Después
vinieron quienes perfeccionaron la idea. Uno de ellos incluso llegó a
Papa: fue Silvestre II.
Silvestre II se consumó en el arte de la relojería en torno a
996 cuando personalmente construyó un reloj para la ciudad alemana de
Magdeburgo. Siglos más tarde, Peter Lightfoot, un monje de Glastonbury,
también hizo su contribución al arte. En pleno siglo XIV construyó
uno de los relojes más antiguos y que aún hoy es conservado en
el Museo de la Ciencia, en Londres. El precursor de la trigonometría
occidental, Ricardo de Wallingford, abad de Saint Albans, es conocido por el
reloj astronómico que elaboró también en el siglo XIV para
su monasterio y que incluso era capaz de predecir los eclipses de luna.
La labor de copista no era sencilla. Charles Montalembert cita en su libro The
Monk of the West: From Saint Benedict to Saint Bernard [3] una transcripción
final en el comentario de san Jerónimo sobre el Libro bíblico
de Daniel. Ahí, el copista agrega unas líneas que roban nuestra
simpatía: “Tengan a bien los lectores que empleen este libro, no
olvidar, se lo ruego, a quien se ocupó de copiarlo; fue un pobre hermano
llamado Luis que, mientras transcribía este volumen llegado de un país
extranjero, hubo de padecer el frío y de concluir de noche lo que no
fuera capaz de escribir a la luz del día. Mas Tú, Señor,
serás la recompensa de nuestro esfuerzo”. A monjes como a Luis
y a las escuelas y bibliotecas dependientes de las catedrales debemos el gran
cuerpo de literatura griega y latina que ha sobrevivido hasta hoy.
“Se recuperaron de un plumazo textos que de otro modo se habrían
perdido para siempre –escriben L.D. Reynolds y N.G. Wilson–; al
esfuerzo de este monasterio (se refiere a Montecassino, ndr) le debemos la conservación
de los últimos Anales e Historias de Tácito, El asno de oro de
Apuleyo, los Diálogos de Séneca, De lingua latina de Varro, De
aquis de Frontino y treinta y tantos versos de la sexta sátira de Juvenal
que no figuran en ningún otro manuscritos [4] ”.
Fue la Iglesia católica quien se ocupó de preservar libros y documentos
de importancia para nuestra civilización. Pero no todos los monasterios
copiaban los mismos textos. Unos se ocupaban de determinadas materias y otros
de unas distintas. De hecho, tampoco se redujo todo a un mero copiar. Muchos
clérigos rescataron lo que de bueno y verdadero había en los escritores
paganos. De esta manera, algunos monasterios destacaron por el conocimiento
que sus miembros tenían en determinadas ramas del saber. Fueron buena
parte de esos mismos religiosos quienes luego se dedicaron a la docencia formando
así, poco a poco, a los que luego serían los profesores de las
universidades que nacerían de la mano de la fe, precisamente en un periodo
hoy comúnmente tachado de oscuro: la Edad Media.
¿Realmente lo fue? Parece que no. La universidad nació precisamente
en el contexto cultural de estos siglos y fue un evento del todo nuevo pues
ni en Grecia ni en Roma había existido nada parecido. Las facultades,
exámenes, títulos, programas, etcétera, eran algo novedoso.
En el libro The Medieval University, 1200-1400 [5] , Lowrie J. Daly señala
abiertamente que fue la Iglesia quien desarrolló el sistema universitario.
“Era la única institución en Europa que mostraba un interés
riguroso por la conservación y el cultivo del conocimiento”, remarca.
La universidad de París y Bolonia, por ejemplo, iniciaron su marcha como
escuelas catedralicias en la segunda mitad del siglo XII. Poco a poco el papado
confirió un estímulo y apoyó a las nacientes casas de estudios.
De hecho, era ley aceptada la imposibilidad de poder conferir títulos
sin la aprobación del Papa, del rey o del Emperador.
El afecto y solicitud de los pontífices fue clara desde el inicio. Inocencio
IV (1243-1254) describía a la universidad como “ríos de
ciencia que riegan y fertilizan la tierra de la Iglesia universal”; y
Alejandro IV (1254-1261) las nombraba “lámparas que iluminan la
casa de Dios”. El conocido historiador Daniel Rops recuerda, no sin razón,
que “gracias a la constante intervención del papado la educación
superior pudo ampliar sus fronteras; la Iglesia fue la matriz que produjo la
universidad, el nido a partir del cual emprendió el vuelo [6] ”.
La Edad Media también brilló por la pléyade de intelectuales
cuya contribución académica sigue siendo estudiada en nuestro
tiempo en muchas facultades civiles y eclesiásticas. Es el caso de grandes
como san Anselmo y su argumento ontológico para demostrar la existencia
de Dios; Pedro Abelardo, profesor en París por diez años, quien
en el prólogo de su libro Sic et Non testimonia la importancia del quehacer
intelectual de su época; Pedro Lombardo, arzobispo de París por
algún tiempo, cuyas Sentencias fueron libro de texto para muchos estudiantes
de su época en temas que van desde los atributos de Dios, pasando por
temas de pecado y gracia, hasta las postrimerías; y santo Tomás
de Aquino, el más grande de los escolásticos y maestros de todos
los tiempos. En su Summa Theologiae plantea y responde miles de cuestiones sobre
teología y filosofía. Fue uno de los primeros grandes pensadores
cuya grandeza radicó en la defensa racional de la fe. Son conocidas sus
cinco vías para demostrar la existencia de Dios y la armonización
que logró de la filosofía de Platón y Aristóteles.
Fue gracias a todo este ambiente que la ciencia pudo desarrollarse con mayor
amplitud: todo lo que la fe había ayudado a desarrollar fue la base del
progreso auténtico, un regalo del Medioevo al mundo contemporáneo,
aunque pocas veces se reconozca. Al centro de todo, no huelga decirlo, estaba
la Iglesia católica.
Hombres, nombres y hechos
El nacimiento de la universidad bajo la protección e impulso del Papado,
la contribución técnica, muchas veces sencilla, pero hondamente
enriquecedora de varias órdenes religiosas y monasterios, así
como el ambiente académico sostenido y estimulado por numerosos intelectuales
católicos cuya fe complementó perfectamente la razón, fueron
caldos de cultivo donde la ciencia, contrariamente a lo que muchos suponen,
fue secundada a lo largo de los siglos.
Quizá una de las formas más claras de evidenciar la contribución
del genio católico, sea el de traer a colación el nombre de tantos
hombres de ciencia que la impulsaron.
Profesor de la universidad de Oxford en el siglo XIII y admirado por sus contribuciones
en matemáticas y óptica, al franciscano Roger Bacon se le considera
el precursor del método científico moderno. Otro sacerdote, aunque
éste danés y converso del luteranismo, Nicolaus Steno (Niels Stensen
en danés, 1638-1686), estableció la mayoría de los principios
de la geología actual al grado de ser llamado, en ciertos ámbitos,
padre de la estratigrafía y de cristalografía. Aunada a su labor
científica, Steno también fue un modelo de santidad. Por este
motivo Juan Pablo II lo beatificó en 1988.
Fue también un monje quien “inventó” la comunidad
científica. Marin Mersenne (1558-1648) estudió en el colegio jesuita
de La Flêche y fue compañero de René Descartes con quien
mantuvo después una copiosa correspondencia epistolar. Tras su paso por
La Flêche, la Sorbona y el Collage de France, Mesenne abrazó la
vida religiosa ingresando en la orden de los mínimos fundada por san
Francisco de Paula. Fue ahí donde desarrolló su fecundo apostolado
de oración y ciencia realizando valiosas aportaciones al enunciar leyes
pendulares y oscilatorias que siguen vigentes en la actualidad. Fue Mersenne
quien desarrolló importantes investigaciones sobre la propagación
del sonido y la introducción de los “números primos de Mersenne”,
tan importantes en matemáticas. También se considera valiosa su
contribución como musicólogo.
En torno a su celda del convento situado a mitad de París, se aglutinaron
Roberval, Descartes, Pascal y Gassendi, hombres de ciencia dispuestos a compartir
sus conocimientos al servicio de la verdad en una época histórica
donde no eran tan común la conciencia del transmitir el saber. La materialización
del sueño que congregaba a sabios de aquella época se llamó
inicialmente Academia Mersenne y luego Academia Parisiense. Más tarde,
tomando la idea de Mersenne, nacería la Academia de las Ciencias de Francia
(1666) y la Royal Society de Londres.
Nacido el 1401 en la ciudad alemana de Krebs (Cusa en latín), el cardenal
Nicolás de Cusa sostuvo antes que Copérnico que la tierra no era
el centro del universo, basándose en la observación de eclipses,
y afirmó el movimiento de los planetas y estrellas, además de
influir en otros sabios como Leonardo Da Vinci y Giordano Bruno. En De docta
ignorantia expuso una epistemología y teología distintas a las
enseñadas hasta entonces propugnando, a partir de la idea de que el mundo
es una imagen de Dios uno y trino, la infinitud del espacio que, más
tarde, René Descartes propondrá con la idea de un espacio-tiempo
infinito. A Nicolás de Cusa debemos perfeccionamiento en el sistema de
medición de relojes y balanzas y la creación del barómetro.
Hombre de confianza de papas como Nicolás V, Eugenio IV y Pío
II, fue también obispo de profunda vida eclesial.
Pero quizá la congregación religiosa católica que más
aportaciones estrictamente científicas haya dado a la humanidad, sea
la de los jesuitas. No sin razón, Jonathan Wright recuerda en su libro
Los jesuitas: una historia de “soldados de Dios” que “científicos
tan influyentes como Fermat, Huygens, Leibniz y Newton no fueron los únicos
para quienes los jesuitas figuraban entre sus más valiosos corresponsales
[7] ”.
Fue un hijo de san Ignacio, el padre Christóforo Scheiner, quien descubrió
las manchas solares en enero de 1612 (Galileo las descubrió en marzo
del mismo año) y quien fabricó el primer telescopio terrestre,
además de los interesantes estudios sobre el ojo, la retina y la luz,
recogidos luego en la obra Oculus . El padre Atanasius Kirchner, conocido también
como el creador de la geología moderna, defendió que las enfermedades
eran causadas por micro-organismos, mucho antes que el también católico
y padre de la microbiología, Luis Pasteur (1822-1895), lo hiciera e inventara
la vacuna contra la rabia.
Físico, matemático, filósofo, poeta y diplomático,
el padre Rudjer Joseph Boscovich es el precursor de la teoría atómica
e incluso de la misma teoría de la relatividad. No por nada sir Harold
Hartley, de la Royal Society, le calificó en pleno siglo XX como “uno
de los más grandes intelectuales de todos los tiempos”.
El historiador de las matemáticas, Charles Bossut, incluyó a 16
jesuitas entre los primeros 303 matemáticos más eminentes, del
siglo X antes de Cristo al siglo XIX después de Cristo. En el siglo XIX
los jesuitas construyeron importantes observatorios astronómicos, geomagnéticos
y de medición sísmica en América central y del sur, proporcionando
avances notorios en estas disciplinas a nivel regional. De hecho, fue un jesuita,
el padre Frederick Louis Odenbach, quien planteó en 1908 la idea de lo
que luego convertiría en el Servicio Sismológico Jesuita y que
actualmente lleva el nombre de Asociación Sismológica Jesuita.
Pero sin duda el más famosos sismólogo de la Compañía
de Jesús es el padre J.B. Macelwane, S.J., quien con su Introduction
to Theoretichal Seismology ofreció a todo el continente americano, en
1936, el primer libro de texto sobre sismología. El padre Macelwane fue
presidente de la American Geophysical Union y de la Seismological Society of
America. La primera concede desde 1962 una medalla en honor del religioso a
los geofísicos sobresalientes más jóvenes.
Pero no es todo. Treinta y cinco cráteres lunares recibieron su nombre
de miembros de la Compañía de Jesús mientras que otro sacerdote,
Nicolas Zucchi, es quien inventó el telescopio reflectante. En China,
India, África y Latinoamérica, fueron los jesuitas quienes aportaron
sus conocimientos para la creación de una infraestructura que mejoró
la condición de vida de los nativos.
La economía no ha estado exenta del enriquecimiento que la fe católica
le ha brindado. En History of Economic Analysis (Oxford University Press, Nueva
York, 1954), el reconocido economista Joseph Schumpter dice, refiriéndose
a los escolásticos católicos de la Edad Media, que fueron ellos
“quienes merecen más que nadie el título de “fundadores
de la economía científica” (Cf. p. 97).
El franciscano Pierre de Jean Olivi (1248-1298) postuló una teoría
del valor basada en la utilidad subjetiva y, siglos más tarde, otro fraile,
san Bernardino de Siena, tomó prácticamente los postulados de
Jean de Olivi. Años después confluyeron en la misma posición
grandes pensadores católicos como los jesuitas Juan de Lugo (1583-1660)
y Luis de Molina (1535-1600). A otro religioso, aunque éste abad, Ferdinando
Galiani, se le considera como el creador de las ideas de abundancia y escases
como factores que determinan el precio.
Jean Buridan (1300-1358) destacó en pleno siglo XIV por su contribución
sobre la teoría del dinero. Rector de la universidad de París,
Buridan explicó cómo el dinero no había emanado de un decreto
del gobierno sino de un proceso de intercambio libre simplificado notablemente
precisamente en la moneda. Jean Buridan fue el iniciador de los “manuales”
de dinero y banca (hasta que el oro dejó de ser el patrón hacia
1930). Pero Buridan dejó escuela. Nicolás Oresme, su discípulo,
escribió un tratado sobre el origen, la naturaleza, las leyes y las alteraciones
del dinero que le valió el título de “padre de la economía
monetaria”.
En el campo de la teoría económica es loable el trabajo y contribución
de Thomas de Vio (1468-1534), mejor conocido como el Cardenal Cayetano. De él
escribió Murray N. Rothbard en su Economist Thougth Before Adam Smith:
puede considerarse al Cardenal Cayetano, un príncipe de la Iglesia del
siglo XVI, como el fundador de la teoría de las expectativas económicas”
(Cf. p. 100-101). ¿En qué consistían esas expectativas?
Thomas Woods nos los explica: “el valor del dinero en el presente podía
verse afectado por las expectativas de mercado en el futuro. Así, el
valor del dinero en un momento dado puede verse afectado cuando se prevén
acontecimientos perturbadores y nocivos, desde una mala cosecha hasta una guerra,
o cuando se esperan variaciones en las reservas monetarias [8] ”.
Ciertamente no todo mundo fue sacerdote católico ni perteneció
a una orden o congregación religiosa. Ha habido y siguen habiendo laicos
cuya fe les ha dado el impulso para expresar mejor su pensamiento o plasmar
mejor su arte. En su obra Civilización (Alianza Editorial, Madrid, 1979),
Kenneth Clark nos dice respecto a las grandes obras y autores del Renacimiento:
“Guercino dedicaba muchas mañanas a la oración; Bernini
realizaba frecuentes retiros y practicaba los Ejercicios Espirituales de san
Ignacio; Rubens iba a Misa todos los días antes de comenzar su trabajo.
Esta conformidad no obedecía al miedo a la Inquisición, sino a
la sencilla creencia de que la vida de los hombres debía regirse por
la fe que inspiraba a los grandes santos de la generación precedente”.
Así, por ejemplo, a un eminente católico francés del siglo
pasado debemos el descubrimiento de los cromosomas que causan el síndrome
de Down, Jerónimo Lejeune. Es también a tres hombres de política,
Robert Schuman (1886-1963), Alcide de Gasperi (1881-1954, fundador del partido
de la Democracia Cristiana en Italia) y Konrad Adenauer (1876-1967, primer canciller
federal de la República Federal de Alemania y miembro del partido católico
del Centro, Zentrumspartei), a quienes debemos sobremanera la gestación
de la actual Unión Europea.
Caridad que transforma
Ni las universidades, ni la preservación del acervo greco-latino, ni
las enseñanzas académicas, ni el impulso y la contribución
científica han sido lo más decisivo que ha aportado el cristianismo
a la cultura occidental. De hecho, hay que remontarse a los primeros siglos
de nuestra era, a la epístola neo testamentaria de san Pablo a los gálatas,
para entender y sopesar la valía de la novedad que Cristo aportó
al mundo en temas específicos como los derechos humanos, el derecho internacional,
la educación y la caridad.
La primera carta magna de los derechos humanos no se remonta al 10 de diciembre
de 1948, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó
la Declaración Universal de Derechos Humanos. Fue san Pablo quien en
el versículo 28 del capítulo III de su carta a los gálatas
recordó que “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre;
ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”.
Corría el primer cuarto del siglo I de nuestra era. Comenzaba así
la revolución cristiana de la igualdad de derechos y obligaciones para
todos.
Los griegos y los romanos no conocieron la dignidad de la persona. Son bien
conocidas las prácticas de selección humana que aplicaban estos
pueblos a los neonatos, la condición de la mujer en un Estado donde no
tenía voz ni voto, y las situaciones de esclavitud que el cristianismo
reprobaba. Como afirma Giovanni Reale, “el concepto de persona es un concepto
que los griegos, pese a la nobleza de la noción de psyche (que también
iba en esa misma dirección), no poseían; en cuanto al cuerpo,
tenían de él un concepto negativo [9] ”.
La palabra persona deriva de la máscara del actor (persona, etimológicamente,
viene del latín personare, resonar) que identificaba el papel que le
tocaba desempeñar en escena. Los estoicos tardíos aplicaron el
término al hombre, personaje movido por el destino, mientras que el derecho
romano llamaba persona al sujeto de derechos, en oposición al esclavo
y a las cosas.
Pero el sentido filosófico de persona, con sus consiguientes implicaciones
en la vida de la sociedad, proviene propiamente de las discusiones teológicas
trinitarias y cristológicas del cristianismo primitivo, que debían
precisar en qué sentido hay un sólo Dios en tres sujetos distintos
o en qué sentido puede decirse que Dios se ha encarnado.
Como recuerdan Cortés y Martínez Riu: “Al concepto latino
de persona y griego de prósopon, se añade el de hypóstasis
o sujeto subsistente en una naturaleza. El concilio de Nicea (325) sostuvo que
en Cristo hay dos naturalezas (humana y divina) pero una sola persona divina
subsistente, y en la Trinidad, una sola naturaleza (divina) y tres personas
(Padre, Hijo y Espíritu Santo). El término griego de hipóstasis
(sustrato, subsistencia o supuesto) se tradujo al latín por suppositum,
pero los latinos continuaron aplicando el término persona, dado que suppositum
significaba tanto «subsistencia», esto es, sujeto, como «esencia»,
esto es, naturaleza, indefinición o ambigüedad que llevaba a herejías.
Boecio, introductor de términos filosóficos y teológicos
al latín de la Escolástica, formuló la primera definición
formal de persona: «Persona es la sustancia individual de naturaleza racional».
A esta definición se añade otra igualmente clásica, de
Ricardo de Saint Victor: intellectualis naturae incommunicabilis existentia
[existencia incomunicable de naturaleza intelectual] (De Trinitate, IV, 22,
24). Ambas definiciones destacan principalmente, junto con la naturaleza racional,
el carácter de individuo y la autonomía de aquello que llamamos
persona [10] ”.
Sería éste el bagaje con el que siglos más tarde el conocido
filósofo alemán Emmanuel Kant desarrollaría su noción
de “persona”, insistiendo en su autonomía, su libertad, su
dignidad y su pertenencia al “reino de los fines”, donde cada ser
racional es siempre sujeto y nunca objeto de fines.
Es a un fraile católico español, al sacerdote dominico Francisco
de Vitoria (1486-1546), a quien debemos las bases del Derecho Internacional.
En su lección De Indis abordó el asunto de los derechos de la
corona española, en la conquista de América, y los derechos de
los nativos. Como recuerda Carl Watner, Vitoria “defendió la doctrina
de que todos los hombres son libres, y, sobre la base del estado de libertad
natural, proclamaron su derecho a la vida, a la cultura y a la propiedad [11]
”. Otra de las contribuciones que debemos al “padre del Derecho
Internacional”, aunque quizá más estrictamente hemos de
atribuirla a Tomás de Aquino (1225-1274), es la costumbre de hacer tomar
apuntes a los estudiantes universitarios a quienes impartía clases.
Fray Bartolomé de las Casa, también dominico español, y
quien llegó incluso a obispo de Chiapas, México, fue un gran defensor
de los derechos indígenas al grado de ser considerado universalmente
como uno de los precursores, en la teoría y en la práctica, de
los derechos humanos. El código moral que emanaba de su arraigada fe
católica le llevó a dignificar la vida de los nativos chiapanecos.
Pero para entender la caridad cristiana, que no surgió de la nada, hemos
de remontarnos a las enseñanzas de Jesucristo mismo. En el capítulo
13, versículos 34 y 35, el evangelista san Juan recoge las siguientes
palabras de su Maestro Jesús: “Un nuevo mandamiento os doy: que
os améis los unos a los otros como yo os he amado. Así todos sabrán
que sois mis discípulos”. Y en la carta de san Pablo a los romanos
(Cf. capítulo 12, versículos14 al 20; o también en Gal
6, 10) el apóstol de los gentiles explica que aquellos que no pertenecen
a la comunidad cristiana, también se les debe la caridad, aun si son
enemigos de la fe.
Fue la caridad cristiana la que sorprendió al Emperador Juliano el Apóstata
quien en una de sus cartas reconoce: “Mientras que los sacerdotes paganos
desprecian a los pobres, los odiados galileos [es decir, los cristianos, ndr]
se entregan a obras de caridad y, en un alarde de falsa compasión, establecen
y cometen los más perniciosos errores. Ved sus banquetes de amor y sus
mesas dispuestas para los indigentes. Esta práctica es común entre
ellos y provoca desprecio hacia nuestros dioses [12] ”.
“Con el paso de los años y de la difusión progresiva de
la Iglesia –escribe Benedicto XVI en la Encíclica Deus Caritas
est– el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos
esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio
de la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los
presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia
tanto en el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio” (Cf.
n. 22).
Son muchos los historiadores que han puesto en duda la existencia de hospitales
en la Grecia y Roma antiguas. En Charity and Charities (Cf. Catholic Enciclopedia,
2ª ed., 1913) John A. Ryan recuerda que existen casos documentados de que
la Iglesia en el siglo IV patrocinó hospitales a gran escala en buena
parte de Europa. De hecho, muchos monasterios, especialmente los benedictinos,
se convirtieron en dispensarios médicos.
Pero de una manera más institucional, es quizá a la actual Orden
de Malta [13] a quien debemos la propagación de los hospitales. Conocida
también como Orden Hospitalaria de san Juan de Jerusalén, los
hospitalarios dieron amparo y medicina a los peregrinos que iban a Jerusalén
durante las Cruzadas.
En el siglo XII los hospicios-hospitales iniciaron el proceso de transformación
especializándose en el tratamiento de enfermedades específicas
(posibilitado a su vez por las investigaciones del momento). Para el siglo XIII,
los hospitalarios contaban con cerca de 20 hospicios y leproserías.
Si bien no fue la única congregación (ahí están
también los lasallistas, los maristas, los salesianos y tantos otros),
los jesuitas respondieron como nadie más lo había hecho hasta
entonces a una necesidad acuciante en pleno siglo XVI: la educación.
A pocos años de su fundación, establecieron una red educativa
que se amplió en relativamente corto tiempo a toda Europa, luego pasó
a América y, más recientemente en la línea del tiempo,
llegó al resto del mundo. Hoy por hoy, las instituciones de enseñanza
básica, media y superior jesuita, la inmensa mayoría fieles al
Magisterio católico, son las más numerosas alrededor del mundo.
¿Pero no fue más bien el marxismo quien con su concepto de solidaridad
fomentó la sensibilidad humanitaria? “El uso del término
"solidaridad" fue conceptualmente desarrollado inicialmente por Lerou
en el ámbito del socialismo originario. Fue concebido como un concepto
laico opuesto a la idea cristiana del amor-caridad. En ese contexto, la solidaridad
fue pensada como una nueva respuesta, efectiva y racional, a los problemas sociales.
»Carlos Marx lanzó la idea de que había llegado el momento
de dar una solución práctica a la pobreza en el mundo. Según
él, el cristianismo había tenido milenio y medio para mostrar
su eficacia, y no la había logrado. Era hora de recorrer otros caminos.
»Así, el socialismo se presentó como solidaridad, como una
forma del todo original y a-religiosa por la que la igualdad entre todos los
hombres, la paz y el final de la pobreza, serían logradas. ¿Sucedió
efectivamente así? Hoy conocemos la tristeza y la desolación que
una teoría sin Dios y una praxis atea dejaron en los países que
abrazaron o a los que se les impuso el socialismo marxista.
»¿Qué falló? ¿Efectivamente el cristianismo
había sucumbido y se había mostrado ineficaz? No cabe duda que
el discurso socialista plasmado en el concepto de solidaridad en su forma parecía
justo. Sin embargo, carecía de una base y de una visión más
amplia del hombre mismo. Marx “indicó cómo lograr el cambio
total de la situación. Pero no nos dijo cómo se debería
proceder después. Suponía […] que […] con la socialización
de los medios de producción, se establecería la Nueva Jerusalén.
En efecto, por fin el hombre y el mundo habrían visto claramente en sí
mismos. Entonces todo podría proceder por sí mismo por el recto
camino, porque todo pertenecería a todos y todos querrían lo mejor
unos para otros [14] ”.
»En este campo, el error del marxismo estribó en el olvido de que
“el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad.
Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó
que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado.
Su verdadero error es el materialismo [15] ”.
»Esa base que le faltaba al concepto de solidaridad estaba ya en la idea
cristiana de amor-caridad. Fue precisamente por este motivo que la solidaridad
pudo ser acogida dentro del catolicismo y mostrarse como una consecuencia de
esa caridad que es médula de toda la fe cristiana. Fue así que
la solidaridad fue bautizada.
»El amor o caridad cristiana, más que ineficacia, había
puesto de manifiesto la necesidad y urgencia de ser comprendida correctamente
y asumir con responsabilidad sus implicaciones. La caridad ya llevaba implícito
el efecto de “dar” sobre el que giraba la solidaridad. Pero el “dar”
cristiano de la caridad no se vinculaba exclusivamente al aspecto material,
lo comprendía pero partía y tendía a otro más necesario
y de acuerdo a la naturaleza del hombre, el espiritual.
»Desde el momento en que la solidaridad entró a formar parte del
discurso cristiano, su significación se enriqueció al ampliarse.
Ahora, “solidaridad significa que uno se hace responsable de los otros,
el sano del enfermo, el rico del pobre, los países del norte de los países
del sur. Significa que se es consciente de la responsabilidad mutua y que somos
conscientes de que recibimos en tanto que damos, y que siempre podemos dar sólo
lo que nos ha sido dado y que por eso jamás nos pertenecemos solamente
a nosotros [16] ”.
»La solidaridad cristiana es mucho más que un dar materialista
pero tampoco permanece en un acompañar pasivo sin hechos concretos que
influyan positivamente en alguien, de acuerdo a su dignidad de ser humano. La
solidaridad cristiana es acción porque parte de la contemplación;
es palabra pero también es obra. Es compañía, es presencia,
pero también es consecuencia hecha acción que repercute para bien
[17] ”.
“¡Cuántos testimonios de caridad pueden citarse en la historia
de la Iglesia! –continúa Benedicto XVI en la encíclica Deus
Caritas est–. Particularmente todo el movimiento monástico, desde
sus comienzos con san Antonio Abad, muestra un servicio ingente de caridad hacia
el prójimo […] Así se explican las grandes estructuras de
acogida, hospitalidad y asistencia surgidas junto a los monasterios. Se explican
también las innumerables iniciativas de promoción humana y de
formación cristiana destinadas especialmente a los más pobres
de los que se han hecho cargo las Órdenes monásticas y mendicantes,
primero, y después los diversos institutos religiosos masculinos y femeninos
a lo largo de todas la historia de la Iglesia. Figuras de santos como Francisco
de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de
Paúl, Luisa de Marillac, José B. Cotolengo, Juan Bosco, Luis Orione,
Teresa de Calcuta –por citar sólo algunos nombres– siguen
siendo modelos insignes de caridad social para todos los hombres de buena voluntad”
(Cf. n. 40).
Kierkegaard decía que el cristianismo descubrió al hombre. Y es
que “El cristianismo no sólo tiene en sí algo que el hombre
no se ha dado por sí mismo, sino que contiene cosas que nunca se le habrían
ocurrido al hombre, ni siquiera como deseo ideal [18] ”. Es verdad que
habría mucho más que escribir. Los datos, hechos y nombres referidos
en este ensayo tratan de proyectarnos a partes de ese pasado que, sobremanera,
ha posibilitado mucho de lo bueno de nuestro presente. Sería una injusticia
olvidar estos acontecimientos.
Un hombre sin pasado es un hombre sin historia. No es sectarismo tener vivas
y sentirse orgulloso de esas raíces cuyo legado nos atañe hoy.
Quizá, “La verdadera razón por la que el hombre se escandaliza
del cristianismo es porque es demasiado elevado, porque su medida no es la medida
del hombre, porque quiere hacer del hombre algo tan extraordinario que supera
cualquier mente humana [19] ”.
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Jorge Enrique Mújica, L.C.
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[1] Cf. The influence of the monks in agriculture, Discurso ante la Massachusetts
State Board of Agriculture, el 23 de agosto de 1901.
[2] Cf. Weberian Sociological Theory, Cambridge University Press, 1986, p. 53-54.
[3] Cf. vol. V, Nimmo, Londres 1896, p.151-152.
[4] Cf. Scribes and Scholars: A Guide to the Transmission of Greek and Latin
Literature, Clarendon Press, Oxford, 1991, p. 83.
[5] Sheed and Ward, Nueva York, 1961, p. 4.
[6] Cf. La catedral y la cruzada, Círculo amigos de la historia, Madrid,
1978.
[7] Cf. op. cit, Debate, Barcelona, 2005, p.189.
[8] Cf. Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental,
Ciudadela, Madrid 2007, p. 198.
[9] Cf. Raíces culturales y espirituales de Europa, Herder, Barcelona
2005, p. 97.
[10] Cf. J. Cortés- A. Martínez Riu, “Persona”, en
Herder ed., Diccionario de filosofía en CD-ROM, Barcelona.
[11] Cf. All Mankind Is One: The Libertarian Tradition in Sixteenth Century
Spain, Journal of Libertarian Studies, 8, verano, 1987, pp 295-296 .
[12] Cf. Cajetan Baluffi, The Charity of the Church, Gill and Son, Dublín,
1885, p. 16 .
[13] Sobre la historia de la Orden, véase nuestro artículo en
http://es.catholic.net/jorgemujica/articulo.php?tem=2970&id=34222.
[14] Cf. Benedicto XVI, Spe Salvi n. 21
[15] Idem .
[16] Cf. J. Ratzinger, Caminos de Jesucristo, Cristiandad, p. 117.
[17] Cf. J.E. Mújica, De cómo la solidaridad pasó de concepto
marxista a valor cristiano, Arbil, revista de pensamiento y crítica,
n. 17, 2008, en www.arbil.org.
[18] Cf. S. Kierkegaard, Diario, tercera edición revisada y ampliada,
a cargo de Cornelio Fabro, Morcelliana, Brescia 1980-1983, vol. II, p. 178.
[19] Cf. S. Kierkegaard, Malattia mortale en Diario, cit., vol. III, p. 95;
en español existe la versión La enfermedad mortal, Alba Libros,
Madrid 1998.