Cristianismo, basamento de la construcción de Europa

El proceso de integración supranacional como el que actualmente vive Europa, necesita de un cemento comunitario que aúne a la sociedad europea, como una sociedad madura de centenares de millones de ciudadanos con deberes y derechos, en igualdad de condiciones y respeto. Esa unidad, sólo se la puede dar una conciencia renovada y activada por obra de una sensibilidad acorde con una cosmovisión cristiana

Europa es un continente complejo y multicultural, pero en cuya matriz cristiana y clásica se ha formado la personalidad común de una sociedad, que cree en unos valores que han servido de pauta en la evolución histórica del mundo conocido. Esta herencia esta siendo la base de un proceso integrador de los diversos países europeos en un complejo sistema, que algunos piensan puede llevar a la constitución de los Estados Unidos de Europa.
En la historia de Europa siempre ha existido la idea de crear un espacio que abarcase a los diferentes pueblos del continente, en directo recuerdo al espíritu romano de su mitad sur. Los romanos consiguieron forjar en torno al Mediterráneo un imperio con sus leyes, costumbres, economía y modo de ver la vida, que se convirtió en sinónimo de orden, paz y progreso civilizador. Esta idea positiva de lo que fue el imperio romano fue seguido por el cristianismo, mejorador de su cultura y quien supo imbuir este espíritu unificador en las mentes de aquellos bárbaros, convertidos en los demiurgos de una nueva era histórica.
La Renovatio Imperii fue intentada por los bizantinos de Justiniano con un evidente fracaso y por los francos que consiguieron con la legitimidad de la Iglesia la formación del imperio occidental de Carlomagno. La figura del emperador carolingio ha sido de gran importancia en el proceso unificador de Europa al presentar la antigua CEE unas fronteras similares al del imperio de Carlomagno, y asentarse sobre la cooperación francoalemana. El celebre emperador se ha convertido en el predecesor de la Unión Europea y en el personaje histórico más alabado como ejemplo de la amistad francoalemana, que es la base sustentadora del proceso europeísta.
En el profundo significado del imperio para la unidad de Europa, el imperio debía reforzar la unidad de toda la cristiandad, siendo como la realización de la ciudad de Dios. La aparición del que fue llamado Sacro Romano Imperio de Carlomagno, es para muchos el alumbramiento de Europa como unidad de civilización y fraternidad de sentimientos. Se puede decir que Europa nació en la Navidad del 800 en la Basílica Vaticana[1].
La figura del emperador en el aspecto político y la de San Benito de Nursia en el espiritual forman la dualidad creadora de Europa como algo más que una realidad geográfica. San Benito fue el pionero de las órdenes monásticas y quien vertebró la esencia europea en torno a la médula del cristianismo. Pero, este ideal unificador se ira perdiendo y aunque algunos emperadores conseguiran recuperar la imagen europea del Sacro Romano Imperio, el Renacimiento humanista despertará algunas conciencias nacionalistas contra el ideal de la República cristiana, heredada del Imperium Romanorum.
Carlos V de Alemania y I de España será el último de los grandes emperadores que con su persona simbolizarán la unión europea en torno al ideal cristiano, nacido con Carlomagno. El monarca Habsburgo, heredó una copiosa pluralidad de reinos a los cuales confederó en la fidelidad a la Fe cristiana, respetando sus particularidades jurídicas. Fue el último hombre que puede ser considerado como un estadista europeo, sin favoritismos hacia una nacionalidad determinada. Los intentos posteriores de unidad europea siempre han sido en el marco de la expansión de una nacionalidad, que ha utilizado este ideal como discurso legitimador de las posturas colaboracionistas de ciudadanos de otros países. El final del ideal de la cristiandad, abrió la caja de Pandora de los nacionalismos.
En el siglo XIX, considerado como el período del surgir de los nacionalismos, el gran corso por antonomasia, Napoleón, intentó con su ordenamiento de la Europa continental consolidar el predominio francés en toda la península. No obstante, su discurso político no respondía a los ideales unificadores de Europa, porque se realizaban en el predominio de Francia. Después de un equilibrio europeo mantenido por unos británicos dueños del resto del mundo. La Alemania unificada despertó como la gran potencia continental deseosa de ordenar Europa a su gusto. Hitler fue el que consiguió por un corto período de tiempo dominar casi la totalidad de la Europa continental resucitando un discurso europeísta, teñido de anticomunismo, para respaldar el expansionismo teutónico.
Tendrá que ser después de la II Guerra Mundial cuando el europeísmo aparezca como una realidad tenida en cuenta por las políticas oficiales de los países occidentales. La intelectualidad europeísta no existía, aquel amor a Europa formado en los años de la preguerra en derredor a la unión de los espíritus y de las personas había muerto.
El trauma de la Primera Guerra Mundial había invadido de pacifismo a la juventud europea, la paz sellada entre el alemán Stresseman y el francés Briand, ayudó a formar un Comité franco-alemán y congresos mixtos de juventudes en ambos países, fueron organizados por Otto Abetz y Jean Luchaire. Incluso durante la II Guerra Mundial, el espíritu europeo entre los belgas, holandeses y luxemburgueses fue tan fuerte que estuvo presente en las dos partes del canal. En 1944, los representantes de estos países refugiados en Londres firmaron la creación del proyecto del Benelux, una unión económica aduanera de los tres países. Idea que resultó común con los compatriotas que defendían el Nuevo Orden Fascista y que defendieron la formación de la Borgoña histórica de las diecisiete provincias de Carlos V.
Después de todos estos avatares el europeísmo fue tomando cuerpo en la postguerra como único medio de mantener la paz y evitar el resurgimiento del nacionalismo alemán. Los países de Europa eran demasiado reducidos como para garantizar a sus pueblos la prosperidad que las condiciones hacían posible. El desarrollo y los indispensables avances sociales exigían a los estados una federación que los convirtiesen en una unidad económica común. Para ello Alemania debía ser amputada en su potencial industrial, y sus recursos subordinados a las autoridades europeas para que fuesen gestionados en beneficio de las demás naciones[2].
El compromiso de amistad franco-alemán era la base arquitectónica sobre la cual se podía levantar la futura Unión Europea. Pero, después de tantos enfrentamientos bélicos las ganas de venganza eran muy fuertes entre los franceses y los ingleses. El objetivo era la desaparición de Alemania como potencia ab aeternum. El modo de hacerlo era la separación en diversos estados, pero lo impedía la necesidad americana de formar un colchón entre el expansionismo soviético y occidente.
Sin embargo, los americanos disponían de la colaboración de un antiguo político católico que había tenido veleidades separatistas en su Renania natal[3]. Konrad Adenauer, fue el instrumento fiel de los americanos, lo que le llevó a tener bastantes problemas con las autoridades británicas de su sector, favorables a los socialdemócratas de Schumacher. El líder democristiano había concebido en 1919 la formación de un estado occidental alemán, dentro del Reich, pero con sus atribuciones estatales para evitar su anexión por Francia. No obstante, siempre fue acusado de separatista por ello. Ahora tenía la oportunidad de hacerlo, unificar los tres sectores alemanes occidentales en un Estado unido, para servir de colchón ante los rusos y lo suficientemente descentralizado y débil para evitar el renacimiento del nacionalismo alemán. Además, Adenauer fue el primero en sostener la desaparición de Prusia como entidad política[4] y el más firme enemigo del despertar militar de su propio país. El canciller renano prefería que los soldados germanos luchasen en un ejército europeo bajo mando americano, antes que hacerlo por su país[5].
La base de una posible recuperación alemana estaba en su cuenca carbonífera del Ruhr, el único modo de controlarla era anexionarla a Francia o crear una autoridad internacional. La primera entidad europea, fue la CECA (Comunidad Europea de Carbón y Acero) de Schuman, una idea de Jean Monnet para controlar de un modo supranacional la cuenca carbonífera alemana y que se complementase con la siderurgia francesa. De este modo, la siderurgia teutona debía compartir la oferta de hulla con la frágil siderurgia francesa. Francia con un producto más caro había protegido históricamente su mercado de los alemanes con fuertes medidas proteccionistas, lo que un anglófilo declarado como Monnet quería evitar, porque ello significaba la vuelta a una economía nacionalista y creía que el librecambismo era la forma financiera apropiada para unir Europa, al estrechar sus intereses económicos[6]. La unión económica europea debía servir para evitar el despertar político alemán y consagrar a Francia como su líder político junto a Inglaterra. Esta colaboración obligada impedía un resurgimiento militar alemán al tener sus reservas económicas controladas y enlazadas con otros países, y además, Francia unía su desarrollo económico al fuerte expansionismo alemán, confirmando su liderato político militar.
El resurgimiento de la industria alemana y la relativa debilidad de la industria manufacturera francesa de los años 50 y 60, hizo de Alemania el socio comercial principal de Francia, así como el principal mercado de exportación para su industria más desarrollada y para el sector agrícola. Jean Monnet había concebido la CEE como un mecanismo para alcanzar la paz futura, incorporando el poder económico alemán a una unión monetaria, en la que la estabilidad de los precios para los productos agrícolas y unos tipos de cambio fijos conducirían a una moneda única. Esta moneda estaría controlada por un Banco central franco-alemán, de modo que Francia tendría una considerable capacidad de control sobre la política monetaria en Alemania y su industria más importante recibiría fuertes subvenciones, con lo que la economía francesa podía seguir el ritmo del gigante alemán[7].
En los años sesenta, De Gaulle impidió la entrada de los británicos para evitar que arruinasen la Gloire de Francia con una política agraria que no subvencionase a los labradores. Inglaterra compraba sus alimentos en sus antiguas colonias a precios más baratos que los que los galos vendían a Alemania. Esta aceptaba porque se sentía obligada a pagar reparaciones por las guerras mundiales en sentimiento de culpa colectiva. No obstante, la paridad estable entre las monedas de los dos países ha sufrido un brusco cambio con la unificación de las dos Alemanias en 1989. Francia no puede mantener el ritmo y los sucesivos recortes sociales se suceden por parte de su gobierno. Pero, Alemania con sus problemas en la digestión de la RDA ha comprometido su estado de bienestar, al no poder aplicarlo en su parte oriental. La fortaleza de la economía alemana se resiente y amenaza la estabilidad social del primer país europeo.
Laicismo y cristianismo
En la actualidad la Europa unida se enfrenta a uno de los peores peligros para conformar su unidad, como es el laicismo militante, que pretende socavar la raíz cristiana de Europa. La caída de los regímenes comunistas de la Europa oriental y el choque ficticio con las sociedades musulmanas, ha producido una brutal catarsis en la conciencia de los países europeos.
En la sociedad europea se proyecta una comprensible voluntad de autodefensa que se levanta por doquier ante la tendencia a la globalización, ante el peligro de uniformización, ante la despersonalización. Pero la mundialización de los circuitos económicos y de los valores hace impracticable toda solución basada en la creación de fronteras étnicas, nacionales o religiosas[8]. La aparición de las nuevas tecnologías están produciendo una socialización mayor de ciertos valores comunes y la extensión del término aldea global de la cultura. En un contexto moderno como éste, la sociedad debe afrontar el reto con una gran apuesta por la cultura, acompañada por una apertura de la universidad, como entidad formadora de la conciencia de un país, a las nuevas revoluciones culturales y técnicas originarias en un formato sin fronteras. En definitiva una vuelta a la recuperación de las raíces primigenias cristianas, perdidas durante el siglo XIX.
La madurez humana no es admisible en el momento presente sin una connotación de apertura y conciencia de universalidad, que proporciona nuestra herencia cristiana. No basta la relación interpersonal con el propio grupo, ni siquiera con otros grupos de la misma etnia o cultura: se hace cada vez más necesaria la adquisición de una conciencia de pertenencia a una realidad universal y globalizadora, denominada universo. La cosmovisión que Teilhard de Chardin había colocado las bases de una concepción global generalizadora e interdependiente de un universo en plena y constante evolución. Esta evolución está dominada por el sentido de complejidad, es decir, en ella se procede de los seres más simples a los más complejos, llevando también aparejados grados progresivos de inmanencia y conciencia[9].
La concepción teilhardiana, concebida como una reflexión meta-científica a caballo entre lo científico y lo filosófico, apunta ya con claridad una necesaria conciencia de unidad en la diversidad, que nos aparta totalmente de los personalismos individualistas, fomentadores de una conciencia encorsetada en los estrechos límites de la propia pareja, grupo, etnia o ambiente cultural[10]. Hacia esa concepción globalizadora avanza la ciencia y la cultura en la actualidad en clara incompatibilidad con el discurso político de los nacionalismos micronacionalistas. La ampliación de conciencia constituye un elemento insustituible en el proceso de maduración psicológico, sino en gran medida contribuye tambièn al fomento de comportamientos tolerantes, al avivar y fomentar una conciencia unitaria hacia los demás. Por eso la necesidad obligada de que la educación y especialmente la universidad, mantengan estos valores. No obstante, la dirección actual que las instituciones educativas en manos de militantes laicistas, va por la dirección contraria.
El fomento exclusivo de los conocimientos locales, la uniformidad ideológica, relativista y laica del profesorado contribuyen de manera grave a un empobrecimiento del mundo universitario y cultural, como ocurre en Francia. La conquista del aparato educativo por los laicistas culmina en la Universidad, que responde a su fase final de laicización de la sociedad. Pero, en esta fase, la Universidad y los centros de enseñanza superior han perdido su saber universal y tienen como fin principal la formación de dirigentes políticos, económicos y de cuadros ideológicos, adictos a un laicismo, que han de estructurar y cohesionar la sociedad[11]. Por tanto, cualquier veleidad de saber universal y enlace con la cultura cristiana que vivimos, va en contra de los intereses inmediatos del laicismo, aunque estos vayan en contra de la sociedad real a la que pretenden dirigir.
La visión laicista se contradice con el avance de la cultura y con la línea política que estaban llevando los fundadores de la integración europea. Es cierto que la mayor preocupación de los ciudadanos es la defensa de su nivel de vida. La televisión fomenta unos valores comunes y los ciudadanos, recién integrados del Este, quieren equipararse a nosotros, en el orden material. Pero aquellas sociedades, aunque muy castigadas por la herencia comunista, todavía mantienen una gran capacidad de supervivencia y de mantenimiento de los valores propios de su sociedad en un contexto hostil.
Sin embargo, las nuevas sociedades se encuentran con una Unión Europea que no se asienta sobre la realidad tampoco. La realidad del Viejo Continente está conformada por la existencia de unos valores cristianos seculares, producto de un dilatado proceso de gestación histórica que proviene desde la caída del Imperio romano. La prudencia exige no tomar decisiones que puedan trastocar el delicado equilibrio generado por la historia, la tradición y la acción humana, como sería adopción de un laicismo militante. La Europa comunitaria que empezó siendo un club de seis ha pasado a ser de diez, doce y en la actualidad de veinticinco países. Sus raíces son comunes y la pérdida de su patrimonio identitario provoca una pérdida del respeto a los derechos de la persona humana.
El individualismo radical que fomenta la función utilitarista de la persona, causa que las personas más débiles se las vea como un lastre para la sociedad y se llegue al autoconvencimiento de su necesaria desaparición, por el bien del resto de la sociedad. Estos nuevos criterios atentan contra los principios en los cuales se sustenta la Unión Europea, que se rige en los derechos humanos y en las libertades de las personas. El relativismo laicista que se moldea según los golpes de opinión, carece de unos cimientos morales sólidos y socava el sentido de pluralidad y la capacidad de integrar distintas formas de vida que coexisten en la sociedad actual. Colectivos inmigrantes y grupos sociales sin capacidad de defensa, como ancianos, enfermos terminales y nasciturus.
El proceso de integración supranacional como el que actualmente vive Europa, necesita de un cemento comunitario que aúne a la sociedad europea, como una sociedad madura de centenares de millones de ciudadanos con deberes y derechos, en igualdad de condiciones y respeto. Esa unidad, sólo se la puede dar una conciencia renovada y activada por obra de una sensibilidad acorde con una cosmovisión cristiana.

[1] P. Ricardo García Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, Tomo II. Madrid, 1976. pág. 86
[2] Jean Monnet, Memorias. Madrid, 1995. pág. 216
[3] Franz von Papen, Memorias. Barcelona, 1953. pág. 116
[4] Paul Weimar, Adenauer. Barcelona, 1956. pág. 62-67 y 259
[5] Jean Monnet, Memorias. Madrid, 1985. Pág. 331

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