En su magistral libro Revolución y Contra-Revolución,
el pensador católico brasileño, Plinio Corrêa de Oliveira,
nos ofrece una enjundiosa síntesis de los orígenes y desarrollo
del proceso secularizador que él denomina Revolución. Escuchémosla
juntos: «En una carta dirigida en 1956, a propósito del Día
Nacional de Acción de Gracias, a Su Eminencia el Cardenal Carlos Carmelo
de Vasconcellos Motta, Arzobispo de San Pablo, el Excmo. y Revmo. Mons. Angelo
Dell'Acqua, Substituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, decía
que, “como consecuencia del agnosticismo religioso de los Estados”,
quedó “amortecido o casi perdido en la sociedad moderna el sentir
de la Iglesia”. Ahora bien, ¿qué enemigo asestó contra
la Esposa de Cristo este golpe terrible? ¿Cuál es la causa común
a éste y a tantos otros males concomitantes y afines? ¿Con qué
nombre llamarla? ¿Cuáles son los medios por los cuales actúa?
¿Cuál es el secreto de su victoria? ¿Cómo combatirla
con éxito? Como se ve, difícilmente un tema podría ser
de más palpitante actualidad. Este enemigo terrible tiene un nombre:
se llama Revolución. Su causa profunda es una explosión de orgullo
y sensualidad que inspiró, no diríamos un sistema, sino toda una
cadena de sistemas ideológicos. De la amplia aceptación dada a
éstos en el mundo entero, derivaron las tres grandes revoluciones de
la Historia de Occidente: la Pseudo-Reforma, la Revolución Francesa y
el Comunismo (cfr. León XIII, Encíclica Parvenu à la Vingt-Cinquième
Année, 19.III.1902 - Bonne Presse, París, vol. VI, p. 279). El
orgullo conduce al odio a toda superioridad, y, por tanto, a la afirmación
de que la desigualdad es en sí misma, en todos los planos, inclusive
y principalmente en los planos metafísico y religioso, un mal. Es el
aspecto igualitario de la Revolución. La sensualidad, de suyo, tiende
a derribar todas las barreras. No acepta frenos y lleva a la rebeldía
contra toda autoridad y toda ley, sea divina o humana, eclesiástica o
civil. Es el aspecto liberal de la Revolución. Ambos aspectos, que en
último análisis tienen un carácter metafísico, parecen
contradictorios en muchas ocasiones, pero se concilian en la utopía marxista
de un paraíso anárquico en que una humanidad altamente evolucionada
y “emancipada” de cualquier religión, viviría en profundo
orden sin autoridad política, y en una libertad total de la cual, sin
embargo, no derivaría desigualdad alguna. La Pseudo-Reforma fue una primera
revolución. Implantó el espíritu de duda, el liberalismo
religioso y el igualitarismo eclesiástico, en medida variable, por lo
demás, en las diversas sectas a que dio origen. Le siguió la Revolución
Francesa, que fue el triunfo del igualitarismo en dos campos. En el campo religioso,
bajo la forma del ateísmo, especiosamente rotulado de laicismo. Y en
la esfera política, por la falsa máxima de que toda desigualdad
es una injusticia, toda autoridad un peligro, y la libertad el bien supremo.
El Comunismo es la trasposición de estas máximas al campo social
y económico. Estas tres revoluciones son episodios de una sola Revolución,
dentro de la cual el socialismo, el liturgicismo, la “politique de la
main tendue”, etc., son etapas de transición o manifestaciones
atenuadas» (Plinio Corrêa de Oliveira. Revolución y Contra-Revolución,
con un apéndice sobre la Revolución cultural (IV Revolución).
Tenemos aquí, pues, expuesta de una manera felizmente sintética,
la esencia del proceso histórico que ha conducido a la instauración
del anti-decálogo en todos los ámbitos de la existencia y a escala
–nos atrevemos a afirmar– mundial. Ahora bien, considero que para
tener una idea cabal de lo que ello ha significado para la identidad cristiana
de Europa y de Occidente en general, es necesario adentrarse –en líneas
generales– en la forma mentis de aquella sociedad, que a pesar de todas
sus imperfecciones y límites humanos y epocales, no podía no decirse
cristiana, esto es, la Cristiandad romano-germánica.
La vida social en la Cristiandad romano-germánica
Al contrario de lo que ocurre en nuestra época, en la sociedad cristiana
medieval se vivía la vida social y política teniendo como referente
a la Iglesia. El nacimiento de los hijos, su educación, el matrimonio,
la muerte, la organización de la vida colectiva, la constitución
y el funcionamiento del poder político se hacía al amparo de la
religión confesional, sacerdotal y jerárquica. La Religión
era un asunto de Estado, y el Estado estaba consagrado por la Religión.
No solamente no se pensaba en separar a la Iglesia del Estado, sino que excepcionalmente
se hablaba de Iglesia y de Estado, ya que se preferían términos
como poder político y poder religioso; gobierno y clero; rey y obispos,
o Papa. Estas autoridades se consideraban como partes distintas de una misma
sociedad cristiana.
Es un hecho confirmado por la historia y por la naturaleza del hombre post peccatum,
que a lo largo de todos estos siglos de Reinado personal y social de Nuestro
Señor Jesucristo se dieron anti-testimonios: todos conocemos el acto
solemne con el cual el Pontífice gloriosamente reinante, Juan Pablo II,
pidió públicamente perdón por los pecados cometidos a lo
largo de los dos mil años de historia cristiana por los hijos de la Iglesia.
No creo pues necesario insistir sobre el tema. Lo que sí considero importante
resaltar es que a pesar de las imperfecciones y límites se trataba de
una sociedad que reconocía la supremacía del Amor generoso y desinteresado
sobre las pasiones desordenadas típicas de la naturaleza decaída
por el pecado. Un reconocimiento que era la consecuencia natural de la Fe viva
y operante en el Dios uno y trino que en palabras de su apóstol san Juan
se define como Amor.
Pues bien, esta civilización cristiana, este orden europeo cimentado
sobre la roca imperecedera de Pedro, sufre un primer golpe mortal a manos de
la Reforma protestante. No cabe duda que el terreno ya había sido abonado
por el humanismo antropocéntrico típico de la edad del Renacimiento,
no obstante fue con la rebelión de Lutero que se quebró por vez
primera y de forma definitiva el orden de la Cristiandad romano-germánica.
Lógica consecuencia de la pseudo-reforma protestante fue la imitación
luciferina y suplantadora de la facultad legislativa de Dios. Libre de lo que
en su visión eran cadenas inaceptables impuestas por el Magisterio moral
y por la tradición católica a su orgullo y sensualidad, el hombre
comenzó a deslizarse por la pendiente del libre albedrío hasta
llegar –tras la primera fase de negación: Cristo sí, Iglesia
no– a la segunda gran negación: Dios sí, Cristo no. Es evidente
que el dios del que aquí se habla es un dios difuso, despersonalizado,
inmanentista y panteísta –sentidentalista nos atreveríamos
a decir–, que en la imaginería y liturgia de la Revolución
francesa asumía la silueta de una prostituta parisina, símbolo
de la entronizada diosa razón.
En efecto, es merced a la Revolución francesa que por vez primera en
la historia de la Europa cristiana, se llegó a la completa laicización
del Estado y de la vida pública; se realizó por primera vez desde
la época de Constantino, la total separación entre la Iglesia
y el Estado. A partir de la Revolución, la humanidad –inclusive
los católicos– se acostumbró a vivir su vida social y política
sin hacer referencia a la Iglesia, sin recurrir a sus poderes espirituales ni
a sus ministros. Tal fenómeno se puede sintetizar en el esfuerzo de realizar
en la vida asociada los principios de liberté, égalité,
fraternité que no traduzco para que no pierdan su significado históricamente
condicionado. Tal revolución constituye la mayor agresión política
a la tradición, así como el protestantismo fue la mayor agresión
religiosa. De los muchos aspectos de la tradición, el que mayormente
ha sufrido los ataques del gobierno revolucionario fue, sin lugar a dudas, el
de la función social. La noción de hereditariedad de las funciones
sociales es víctima del ímpetu revolucionario y el triunfo histórico
va al carácter anónimo y sin raíces de la fortuna burguesa.
La jerarquía social no desaparece inmediatamente, pero surgen grupos
humanos que presentan su propio proyecto de sociedad. Cada uno de estos grupos
presenta una alternativa de sociedad que desborda los límites sobre los
que se asentaba el pluralismo de una sociedad natural que opinaba sobre las
formas de gobierno, pero que no cuestionaba sus principios básicos. Nacen
así los partidos modernos, clubes revolucionarios, con su propia interpretación
de la historia y la sociedad, con sus funcionarios y sus escuelas de partido.
Frente a la Revolución francesa, hito político-social crucial
de la Revolución, esto es, del proceso del cual las varias revoluciones
constituyen momentos de afianzamiento y profundización, la primera rebelión,
la primera reacción es popular, irreflexiva, por tanto, a veces, confusa:
es la Insurgencia. En toda Europa el pueblo llano intuye que, con las guerras
de invasión y con la conflictividada cultural y social, los revolucionarios
no aspiran solamente a adueñarse del poder para ser sus nuevos titulares
y recaudar tributos, sino que quieren utilizarlo como instrumento para cambiar
la vida, para volver a hacer el mundo, con técnicas y actitudes que anticipan
los métodos de todos los totalitarismos. Buen ejemplo de ello es el paralelismo
existente entre el genocidio llevado a cabo por los republicanos franceses en
la Vendée y los realizados por los revolucionarios socialcomunistas rusos
y nacionalsocialistas alemanes en el siglo XX. Única diferencia: la rudimentariedad
de los instrumentos genocidas de los primeros frente a la técnica avanzada
de los segundos.
A esta primera Insurgencia espontánea y popular motivada por la sabiduría
cristiana y el sentido común, sucede, a finales del siglo XVIII y en
la primera mitad del siglo XIX, la reacción de los intelectuales, representada
ejemplarmente por la tríada Joseph de Maistre, Louis de Bonald y Juan
Donoso Cortés. Precedida en términos cronológicos por la
de Edmund Burke, anglicano, pero de cultura católica, y primer crítico
de la Revolución francesa. El cuadro, no obstante, quedaría incompleto
si no recordara que la rebelión popular primero y la concienciación
después fueron precedidas por la intuición del santo, del hombre
espiritual, que de la catástrofe inminente tiene pre-sentimiento, a veces
incluso pre-visión. Me refiero en especial a la predicación de
san Luis María Griñón de Montfort, sin la cual resultaría
difícil entender el fuego de amor cristiano que abrasaba los corazones
de los campesinos y nobles vendeanos, sublevados contra el gobierno revolucionario
de París.
No obstante, pues, ésta magnífica reacción de los pensadores
católicos y de la inmensa mayoría de la sociedad católica
con sus santos como abanderados espirituales, no todos los católicos
reaccionan en mancomún y así vemos nacer una derecha coherente
e intransigente y unas minorías iluminadas que darían lugar a
un centro –será el liberalismo católico– que acepta
la liberté y trata de interpretar pro bono égalité y fraternité,
y a una izquierda –será la democracia cristiana– que ve en
la Revolución un signo positivo de los tiempos, una nueva Revelación.
El perjuicio que supuso la actitud de éstas minorías iluminadas
hacia el Magisterio de la Iglesia –y por tanto para con la naturaleza
profunda del hombre y su destino eterno: nos atrevemos a calificarla de auténtica
tragedia antropológica– , se comprende mejor si tenemos presente
todo aquello que contribuye a destruir la democracia cristiana con su ideología
aconfesional, no católica, en la que el sistema democrático es
interpretado como semilla evangélica capaz de llevar por sí mismo
al ejercicio de la virtud. Además la verdad ya no es un dogma de fe,
sino el resultado de la confrontación dialéctica entre varias
opiniones. De aquí la convicción de que el progreso histórico
moderno sea una consecuencia evangélica y por consiguiente fruto de una
gracia histórica invisible. Todo ello condujo a la idea que el Cristianismo
era una corriente de la democracia y la democracia el contenido político
del Cristianismo. El resultado más coherente de toda esta teoría
fue la divinización de la democracia.
Se comprende pues cómo con tales ideas hayan podido participar en la
marcha triunfal de los ejércitos revolucionarios de todos los tiempos
–aunque eso sí, en una posición subordinada y de retaguardia–
representando el momento místico de la fraternité. Tampoco nos
sorprenderán las reacciones que tales ideas provocaron en la jerarquía
eclesiástica, preocupada a partir de la Revolución Francesa de
poner en guardia y de preservar la ortodoxia de la fe, frente a los ataques
de lo que tenía todos los visos de ser una nueva herejía.
Fruto maduro de la Revolución religiosa (el protestantismo) y de la Revolución
política (la Revolución francesa) es la Revolución social,
esto es, el comunismo científico de Karl Marx. Sin embargo, al contrario
de lo que en un primer momento podría parecer, el comunismo no ha sido
sólo (sigue siéndolo en varias partes del mundo) una ideología
político-económica, sino una visión del mundo integral
que imponía una respuesta a todos los interrogantes del hombre, también
a los fundamentales, como por ejemplo, los relacionados con la familia. Se presentaba
como una religión sui generis, sin historia, sin Dios y sin naturaleza.
Para dar a luz al hombre nuevo tenía que eliminar al viejo, todavía
empapado (sobre todo en las capas populares y en las élites que no habían
transigido con los principios revolucionarios) de historia, de Dios y de naturaleza.
El hombre nuevo no ha nacido, el viejo tampoco ha muerto: pero su intoxicación
es enfermiza, cuando no terminal, en el mejor de los casos está enfermo
de gravedad.
Desde este enfoque, se puede afirmar que, la en un primer momento, incomprensible
caída del Muro tiene en cambio para sus proyectistas un sentido estratégico
para la gestión de la nueva fase. El Muro representaba para Occidente
un objetivo memento que se traducía por un lado en un límite para
la decadencia moral, por otro en un estímulo para la lucha; su caída
silenciosa y asumida sin reflexión (a pesar de lo mucho que se habló,
se habla y se hablará) y sin memoria por el mismo Occidente, ha conllevado,
en el plano moral, la minimización de la producción de anticuerpos
contra los virus inoculados –paciente pero incesantemente– durante
más de sesenta años, por los sacerdotes de aquella religión
sin Dios y sin naturaleza, que bajo los escombros del Muro, ha enterrado sólo
sus elementos institucionales y económicos debido a la imposibilidad
de ocultar por más tiempo su fracaso.
En 1974, Giovanni Cantoni, fundador y regente de Alianza Católica, escribía
en la revista Cristianità: «El solve liberal, la corrupción
individualista que relaja y destruye todo vínculo social es solamente
la fase preparatoria de la gran obra de la alquimia revolucionaria; en su horizonte
se yergue el coagula comunista con su hombre nuevo artificial y completamente
heterodirigido». Pues bien, a treinta años, una vez que la utopía
comunista se estrelló contra la irreprimible terquedad de la realidad,
aquel programa de acción solve et coagula no ha sin embargo desaparecido
con ella: ha perdido solamente el segundo elemento operativo, mientras que el
primero continúa su labor en el cuerpo social, con la agravante, de que
este último ha perdido los ya entonces débiles anticuerpos por
el derrumbe del memento al que aludíamos con anterioridad. Piénsese
por ejemplo en las biotecnologías: éstas mediante otros medios
podrían alcanzar el sueño comunista del hombre nuevo artificial
y completamente heterodirigido ya que en la sociedad líquida, porque
licuada por los ácidos del solve, el coagula podría ser realizado
in vitro. Mas, no obstante este escenario sombrío, cabe también
señalar otras posibilidades que van tomando cuerpo a raíz de la
caída del imperio social-comunista.
Una nueva época
El final del gran sueño del hombre nuevo y de la sociedad comunista acaecido
con el derrumbe del Muro en 1989, ha puesto en evidencia (y superado) el recubrimiento
ideológico que ha escondido a los hombres la realidad del mundo humano
por al menos cincuenta años, desde el final de la segunda guerra mundial
hasta el final de la tercera, la denominada guerra fría –un medio
siglo que entre otras cosas representó el culmen de un proceso que cubrió
grosso modo quinientos años de historia–. Pues bien, con tal superación
ha comenzado una nueva época, no caracterizada ciertamente por el surgir,
sino por un nuevo resaltar de las culturas y de las civilizaciones, escondidas,
cautivas, languidecidas por varios espacios de tiempo, a veces por siglos, bajo
la cobertura ideológica, cuando no radicalmente devastadas por la inculturación
de la ideología.
Esta nueva época ha encontrado su paradigma en el 11-S cuando éste
remató la función del circo ideológico que había
cubierto el mundo y evidenciando la existencia de un mundo humano e histórico,
el mundo descubierto y descrito, por el politólogo estadounidense Samuel
P. Huntington: un mundo constituido por seres humanos y no por maniquís
a la espera de vestir un uniforme ideológico ni radicalmente transformados
por costumbres ajenas; por etnias y no por partidos políticos; por organizaciones
políticas y no por estados, o, al menos, no por estados modernos.
El 11-S ha puesto en evidencia la supervivencia, invisible para el hombre ideológico,
de un mundo producido por los hombres en la historia: ha sido el primer flash,
un primer relámpago que nos permite ver un mundo real, un mundo que ha
vuelto a ilusionarse (siguiendo la descripción hecha por Max Weber que
identificaba la época de la racionalización técnico-científica
con su inevitable desengaño del mundo, con la modernidad). No cabe olvidar,
por ejemplo, que el ataque del 11-S viene de un mundo humano que no se ha constituido
para el menester ni el 10 de septiembre ni en las semanas anteriores, sino de
una realidad catorce veces secular.
Ahora bien, ¿cómo se vive este cambio epocal en Europa? ¿Cómo
se refleja entre nosotros el resurgir de todos aquellos valores e íntimas
aspiraciones del hombre que habían sido escondidos por el telón
de acero de las ideologías contrapuestas? Para dar una respuesta (aunque
sea breve) a la pregunta considero necesario arrojar un poco de luz sobre el
concepto de postmodernidad. Para ello me serviré de una traducción
hecha para Arbil de un artículo del presidente del Centro Estudios sobre
las Nuevas Religiones, además de dirigente de Alianza Católica,
Massimo Introvigne.
«El punto de partida de la discusión sobre el postmoderno es, en
general, la crisis de los mitos centrales de la modernidad: la “razón”
–en el sentido ilustrado del término–, la ciencia, el progreso
y la democracia. La época postmoderna es, en sentido cronológico,
la época subsiguiente a la crisis de estos mitos. Más allá
de esta simple constatación comienza el desacuerdo.
Para los primeros teóricos del postmoderno –que, por lo general,
procedían de la crítica literaria– la postmodernidad es
la época en la que ya no se cree que haya una sola respuesta “racional”
y “científica” para cada pregunta. Cada uno formula la respuesta
que más le agrada, y no hay ningún criterio para afirmar que una
respuesta sea más o menos “verdadera” que otra. De la literatura
la interpretación postmoderna se ha extendido a toda la vida social,
tan es así que hoy no es extraño oir afirmar que no hay ninguna
razón cierta para defender que la medicina es una ciencia más
“segura” que la magia, o la historia académica es más
“verdadera” que la reconstrucción del pasado realizada por
el medium en trance o por quien mira en una bola de cristal. Cuando se leen
estas afirmaciones nos damos cuenta no obstante que se puede hablar de época
postmoderna en dos sentidos distintos.
Primeramente –en sentido sociológico– se puede constatar
sencillamente una serie de hechos: caídos los mitos de la modernidad,
para un porcentaje significativo de nuestros contemporáneos hoy la ciencia
ya no es más segura que la magia, la medicina que la fe en las curaciones
milagrosas, etc. La difusión, socialmente relevante, de esta persuasión
puede ser medida mediante instrumentos sociológicos apropiados. Distinta
es la teoría de los filósofos del postmoderno según los
cuales es justo que así sea, y la realidad es sólo un haz de infinitas,
posibles interpretaciones. Este tipo de teorías –por mucho que
se presenten como el “nuevo” absoluto– representan simplemente
una ulterior, quizás más extrema, gradación de aquel relativismo
que ya constituía la esencia de la modernidad. Si, en cambio, nos limitamos
al hecho, se puede constatar que la crisis de los grandes mitos modernos –que
se puede denominar, si se desea, pasaje a la época postmoderna–
baraja los naipes y vuelve a poner todas las posturas en la misma línea
de salida: ciencia y magia, “razón” e intuición, etc.
Se explican así fenómenos que han sorprendido a muchos, desde
el intenso retorno de la magia en los últimos decenios al retorno, dentro
del cristianismo, de una religiosidad “primaria” fundamentada en
la inmediatez de los milagros, de las curaciones, de las profecías escatológicas
como la descrita en el último trabajo de Harvey G. Cox.
La crisis de la modernidad –que, en su línea principal, era ciertamente
antirreligiosa, y aspiraba a sostituir las respuestas religiosas a las grandes
preguntas del hombre con respuestas de otro tipo presentadas como “científicas”–
es también el telón de fondo de aquello que muchos –y el
mismo Harvey G. Cox– describen como un grande resurgir religioso a escala
mundial. No faltan, en efecto, los indicadores cuantitativos para defender la
tesis que el interés por temas religiosos –o que guardan relación
con lo sacro– no solamente no ha disminuido, como postulaban las teorías
cuantitativas de la secularización, sino que está lentamente aumentando
tras haberse reducido en los decenios y en los siglos en los que los mitos de
la modernidad dominaban incontrastados, que hace difícil decir si no
obstante no permanece todavía en Occidente una mayoría de personas
“no religiosas”. Para los católicos este resurgimiento religioso
es a la vez, como se suele decir, una buena y una mala noticia. Es una buena
noticia, porque muestra cómo –no obstante siglos de propaganda
“moderna”– el sentido religioso sea capaz de reaflorar, irreprimible,
en un número significativo de nuestros contemporáneos. Es una
mala noticia, porque el sentido religioso reaflora en formas inesperadas –a
menudo “débiles”, poco institucionales, poco capaces de influir
en la cultura y en la sociedad– y sólo en una pequeña medida
alienta a nuestros contemporáneos a volver a las Iglesias y comunidades
un tiempo mayoritarias. Para la parte mayor se dirige a formas de religiosidad
individualistas no estructuradas –como ocurre con la denominada “Nueva
Era”– o a movimientos religiosos de origen más reciente,
como el pentecostalismo o las nuevas religiones. El resurgimiento religioso
del que tanto se habla existe, pero es un fenómeno estructuralmente ambiguo.
La Iglesia católica –y más aún las denominaciones
protestantes ecuménicas– no han sacado grandes ventajas por una
serie de razones complejas: una de las principales consiste en el hecho que
las teologías “aggiornate” –en el caso católico
“post-conciliares”– han estimado que se salvarían siguiendo
a la modernidad sin darse cuenta que estaban surgiendo, al contrario, grandes
movimientos de protesta contra todo aquello que se presentaba como moderno.
Frente a la ambigüedad del resurgimiento religioso postmoderno son posibles
distintas actitudes. Asistimos, ante todo, a una reacción en nombre de
la modernidad que descalifica el nuevo interés por la religión
y por la religiosidad como irracionalismo socialmente peligroso. No sorprende
que sea ésta la actitud del denominado “movimiento anti-sectas”
de origen laicista –que cada vez más se va precisando como un movimiento
hostil no sólo a los nuevos movimientos religiosos, sino también
al protestantismo evangélico, al pentecostalismo [y a varias realidades
católicas]–, bastión de una defensa acrítica de la
modernidad. Es más singular –pero no del todo imprevisible–
que el resurgimiento religioso contemporáneo moleste asimismo a un buen
número de ambientes católicos y protestantes –ecuménicos–,
que no están dispuestos a una nueva “conversión” tras
haberse apenas convertido a la modernidad». (Massimo Introvigne. “Fuego
del Cielo” Harvey G. Cox, el pentecostalismo y el "final" de
la secularización. Revista Arbil nº 71. ).
Tras esta descripción tan acertada del cambio epocal en Europa y en Occidente
en general, hecha por el sociólogo Massimo Introvigne, entendemos mucho
mejor la preocupación constante del Santo Padre para que nosotros, los
católicos, sepamos aprovechar la coyuntura ambigua –pero rica de
posibilidades– representada por la postmodernidad. Debemos darnos cuenta
de que vivimos en un mundo que ha llevado a sus últimas consecuencias
los principios anticristianos de la Revolución secularizadora iniciada
con el Renacimiento y que la Cristiandad romano-germánica ha dejado de
existir.
Contemporáneamente no debemos perder el ánimo y encastillarnos
en un mundo de minorías que desprecian con soberbia todo aquello que
se opone a la Cristiandad que ha sido, dándolo todo por perdido o, en
el mejor de los casos, luchando por restaurar formas e instituciones de un pasado
glorioso pero que actualmente resulta imposible reivindicar (lo cual no significa
que en un futuro –deseamos próximo–, adaptadas a las posibles
nuevas circunstancias, no vuelvan a recuperar su actualidad). Tampoco, evidentemente,
pensamos en una solución “entreguista“, esto es, de renuncia
de lo esencial para adaptarnos al relativismo imperante.
Más bien defendemos el sano realismo y la prudencia cristiana, sabedores
de que las promesas de Nuestra Señora de Fátima, al menos en parte,
se han cumplido. No caigamos en la tentación de pasar por alto, sin un
mínimo de reflexión, la enorme trascendencia que tuvo para la
libertad de la Iglesia y, por lo tanto, para su misión evangelizadora,
el derrumbe del Muro en 1989 (y ello a pesar de las estrategias y ambigüedades
de los proyectistas del cambio de fase revolucionaria). A pesar de que el comunismo
en su fase científica sigue vivo en varias partes del mundo, ya no tiene
la importancia que tenía antes del fatídico 1989 librando, por
tanto, de su amenaza al mundo occidental. Ello nos debería hacer reflexionar
sobre la enorme deuda de gratitud que tenemos contraída con el Señor
–y con los santos, pues no cabe olvidar que las canonizaciones del Santo
Padre nos desvelan quiénes con sus méritos nos han salvado del
comunismo– ya que a pesar de todos nuestros pecados y traiciones, nos
ha preservado del infierno de las naciones que representaba. Muchos quizás
se imaginaban escenarios apocalípticos, con el Arcángel San Miguel
desenvainando su espada y poniendo orden en medio del caos revolucionario. A
mi entender, en cambio, el hecho de que podamos volver a ponernos en juego utilizando
la libertad imperfecta y ambigua del mundo postmoderno, es un auténtico
signo de los tiempos y una gracia altamente inmerecida que nos debe alentar
a comprometernos más en la misión evangelizadora, so pena de la
continuación y empeoramiento de la actual situación, proseguimiento
del castigo anunciado en Fátima.
No obstante, debemos también ser humildes y constatar cómo nuestra
primordial tarea en el mundo actual es la de crear los supuestos de la felicidad
sostenible, esto es, echar los fundamentos que nos permitan perseguir con más
comodidad nuestro fin natural y cristiano. Eso sí, conscientes de que
nuestro apostolado se desenvuelve bajo la mirada y guía de la Regina
Christianorum seguros, por tanto, de que libramos el buen combate para la restauración/instauración
de una futura Cristiandad.
"Arbil" nº 77
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