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El cristianismo ha sido el seno y la cuna, la casa natal de Europa: nacida a la sombra de la Iglesia, bautizada en el nombre de Cristo. De él hemos recibido el aire y la luz, el calor y la savia nutricios que han acompañado nuestros pasos. Fue el cristianismo el que prohijó a esta criatura, Europa, en los siglos de hierro que acompañaron su despertar y desarrollo. Desaparecida la Roma imperial, lo único que persistió como germen de una nueva realidad histórica fue, en Oriente, el Imperio cristiano bizantino y, en Occidente, la comunidad espiritual nacida del Evangelio de Jesús. Fue su vigor espiritual el que promovió el desarrollo histórico, político y cultural de los reinos godos y de las germinales entidades nacionales surgidas en la Alta Edad Media; el mismo que logró aclimatar a la cultura romano-cristiana los pueblos bárbaros y detuvo la marea del islam cuando amenazaba anegar el continente.
Sin ese factor de cohesión dinámica la gestación y el parto de Europa hubieran tenido una evolución completamente imprevisible había preparado el alma, el espíritu y los elementos básicos de su cultura antes de que surgiera el organismo histórico en que estaban llamados a encarnarse. La Roma imperial desechó esa fuerza espiritual en el momento mismo en que penetró en la historia, renunciando así a ser el instrumento de una humanidad nueva. Pero fueron esa fuerza y esa misión los que constituyeron el núcleo del que germinó la Europa naciente.
La fecundación del nuevo orden
CRISTO está
en el origen de este aliento espiritual e histórico. Él es la
piedra angular que consolidó la nueva construcción, tanto de Europa
como la del nuevo orden humano y espiritual que emergía a partir de su
Evangelio. A su modo, «en el principio» de Europa fue la palabra
y la gracia de Cristo. En Él Europa ha tenido el Padre, el Progenitor.
Con más razón que Pablo a los Corintios El nos dice: «Yo
os he engendrado por el Evangelio» (1 Cor 4,15). Yo he fecundado en vosotros
la nueva vida del Espíritu, el nuevo orden humano, la nueva historia,
abierta a la creatividad de una raza de hombres nuevos, regenerados por el agua
del bautismo, portadora de una semilla divina. Cristo mismo ha sido el Primogénito
de este mundo nuevo que se abría sobre el suelo europeo. Él ha
sido el primer habitante de este nuevo planeta histórico. El ya estaba
allí cuando Europa era todavía una ruina calcinada, un continente
sin nombre, un futuro sin perfiles; todos los demás hemos venido después,
caminando a la luz de la única antorcha que iluminaba el horizonte. El
fue quien viniendo de su pasado eterno y de su nacimiento en el tiempo, penetró
el primero en ese universo que le tuvo como eje de lo que se llamaría
Europa. El ha sido su primer ciudadano, y continúa siendo el contemporáneo
de cada una de sus generaciones. Y si ha sido el Primogénito será
también el Ultimo: «Yo soy el Alpha y la Omega, el primero y el
último... (Ap 23,13). Lo que pretenda venir en sustitución de
El sólo será la sombra de la nada.
El suyo ha sido el primer nombre europeo, el primero que se pronunció
en el espacio histórico en formación. El nombre que ha dejado,
desde los primeros momentos, huellas más profundas: el que ha sido pronunciado
con más veneración, el que ha pervivido como centro de infinitos
corazones, de permanentes búsquedas, de ilimitadas esperanzas.
En los afanes e iniciativas más humanos y, lo que es más importante,
la vida presente y el anhelo de la futura. En Él hemos hecho afluir los
mejores tesoros, «las riquezas de las naciones»: el esplendor del
arte, de la belleza, del ingenio, del espíritu. El ha concentrado el
amor de todos, hasta que finalmente sucedió lo que había sido
advertido: «se enfrió la caridad de muchos». Signo siempre
de contradicción, pero por eso mismo siempre irremediablemente presente
en la fe y la adhesión, o en la negación y la hostilidad.
Él es el primero y más egregio, príncipe por excelencia.
Príncipe de Europa: el excelso entre los reyes, los señores y
los sabios de la tierra: « no temerá y glorificará tu Nombre?»,
porque «Tú sólo eres el Santo, Tú sólo el
Señor Altísimo». «Nosotros predicamos que Jesucristo
es Señor» (2 Cor 4,5), por tanto el ‘primer servido’,
como han proclamado magnates y plebeyos de todas las épocas. Aquel cuyo
señorío ha sido más fervientemente acogido, porque no en
vano es el mismo Jesús de Nazaret, el «Rey de los judíos»
y de los hombres todos, ante cuya realeza sí se ha inclinado, durante
siglos, Europa.
Su rostro ha sido, y lo es aún, el más repetido, el más
familiar, el más reverenciado. Su imagen se encuentra todavía
representada en todos los rincones del continente, y su fisonomía, como
ninguna otra, permanece fija en la retina y en la memoria histórica de
todos los europeos. Todo en Europa habla de Cristo, para afirmarlo por casi
todos, para ser rechazado por los mismos escribas y fariseos de todos los tiempos.
Todo lo que en Europa se ha dicho o hecho le tiene como referencia, incluso
el pensamiento postcristiano: por Él o contra El. Todos somos hijos de
las generaciones que le han tenido como Camino, Verdad y Vida, que han reclamado
para sí su Evangelio, aunque sea el evangelio secularizado de la justicia,
La libertad o los derechos humanos, en los que, sin embargo, Cristo no sólo
ha puesto lo humano —el Hombre—, sino los derechos: la naturaleza
y la dignidad de donde emana todo lo que es justa mente predicable del hombre.
Porque, además, Él ha sido —El es—, el «Hijo
del Hombre» por excelencia.
En esa Europa destaca la omnipresencia de la Cruz. Crecida a la sombra de este
signo redentor, esa debería ser la enseña de Europa, como lo es
de algunos de sus países. ¿Qué otro símbolo más
universal y ecuménico entre nosotros?, ¿qué otro emblema
semejante a él, invicto como él, y como él divisa de libertad
y unidad?
Pero no son los símbolos externos la única huella de Cristo en
nuestro suelo. Hay algo más fundamental. Europa ha sido depositaria privilegiada
del legado de verdad y de gracia contenido en la obra de Dios por el hombre.
Por ella hemos conocido que su existencia fue plasmada por el Verbo de Dios,
y que en El se ha revelado la verdadera imagen que le define: hecho a semejanza
suya, «como uno de nosotros»; y él mismo, en el seno de la
humanidad a la que pertenece, constituido como el hombre hermano, igual, libre,
persona. El, Cristo, fundamenta su realidad actual y la promesa de algo nuevo
y superior que ha de sobrevenirle. Los horizontes inéditos que en el
hombre se han abierto a su conocimiento y realización, en el plano humano
y en el trascendente, han recibido su impulso del Verbo y del hombre modélico
que es Cristo.
La configuración de Europa
Ha sido la herencia
fundamental que Europa ha recibido de Cristo. Ninguna concepción del
hombre es equiparable a aquella en la que El sirve de arquetipo y fundamento
mediante su Palabra y su Persona. Antropología que resulta ser la obra
más alta del espíritu humano y la máxima contribución
espiritual y cultural de Europa a la humanidad, a la que ninguna de sus deformaciones
ha podido anular en su verdad y grandeza. Nadie como el cristianismo ha pensado
al hombre de manera más alta y positiva, nadie ha creído tan convencidamente
en su dignidad ni la ha promovido tan decisivamente, nadie le ha dado un soporte
tan inquebrantable. El hombre ha tenido en Europa una segunda creación,
cuando en ella se ha revelado, a través del cristianismo, una realidad
del hombre desconocida hasta entonces: bosquejada en la revelación, ejemplarizada
en Jesús de Nazaret, ofrecida a su realización en el espacio de
la historia si así lo consiente su libertad. ¡Libertad! Sólo
al cristianismo pertenece su descubrimiento.
Las verdaderas «luces» de Europa han sido, en primer lugar, Cristo,
el Evangelio y la Iglesia y, a partir de ellos, el pensamiento y la cultura
cristianos, los santos, los místicos, los monjes, los teólogos,
que han contribuido a forjar la imagen más poderosa y auténtica
de Europa.
Una muy particular participación corresponde, desde la primera hora,
a esos monjes, agrupados en miríadas de monasterios por toda la extensión
del oriente y occidente europeos, en cenobios femeninos y masculinos, cuyos
lemas «Pax» y «Ora et Labora», culminan en la sentencia
más repetida por su patriarca san Benito: «no tengan nada más
querido que Cristo». Ellos son hoy los testigos insobornables del alma
cristiana de Europa. La leyenda del Anticristo, soberbiamente reconstruida por
Soloviev, atribuye el último testimonio a favor de Cristo a un pequeño
grupo de monjes, de quienes ese personaje espera el más valioso de cuantos
reconocimientos ha venido obteniendo, y a los que les brinda el gobierno, con
él, de la nueva humanidad. Le responden: «nosotros no tenemos nada
más precioso que Cristo». Sin apenas palabras, en el silencio de
sus vidas escondidas, cincelaron con la cruz y el arado, con el libro y la oración,
con su existencia cristiana y monástica, el ser de Europa.
Padres del humanismo europeo, a través de ellos se configuraron las ideas
y el espíritu, la filosofía y los valores humanos y morales que
condujeron a la difícil fermentación de unos pueblos recién
venidos de la barbarie y que se iniciaban, entre los restos demolidos de la
romanidad, a la vida del Evangelio, del espíritu y del desarrollo humano.
Entre otros de sus rasgos, ellos fundaron la civilización del trabajo:
su valor social, moral y humano, su significado de contribución a la
obra del Creador, el hábito de la laboriosidad y el amor por la obra
bien hecha. Todo lo cual es algo bien distinto de la simple dimensión
mercantil y de los rendimientos utilitarios del trabajo, aunque tengan su propia
legitimidad.
¿Qué decir de la aportación del mundo clásico? Grecia
y Roma apenas han tenido nada que ver con lo que Europa considera hoy su mejor
éxito: la vanguardia en el progreso técnico y científico,
de los que los griegos se desentendieron pese a su dominio de los principios
de la ciencia. Nada que ver tampoco con él la cultura laica y secularizada
de la modernidad: el paganismo greco-romano fue compatible con una religiosidad
en la que ésta no ha querido seguirle. Por otra parte, las ideas de justicia
y progreso, libertad o democracia deben mucho más al cristianismo que
a Grecia o Roma, que las ignoraron en la práctica y sólo supieron
hacer de la democracia, por parte de Grecia, una inoperante especulación
política. El progreso, con todos sus derivados plausibles, es un mandato
específicamente bíblico, entregado al hombre junto con su acta
de nacimiento; por eso sólo se ha desarrollado en el área de influencia
judeo-cristiana.
En dos puntos sí ha habido transferencia de cultura clásica a
Europa: en las elaboraciones filosóficas y estéticas de Grecia
y en el derecho romano. No les hemos retirado esa acogida. En cambio, hemos
desechado su intuición del «Dios desconocido», al que los
atenienses habían levantado un altar. Nosotros sí le hemos conocido,
pero hoy estamos empeñados en borrar su nombre y en demoler su pedestal.
Grecia y Roma reconocieron la divinidad, y muchos de sus filósofos hablaron
un lenguaje precristiano acerca de Dios. Ellos nos dejaron los teatros y los
templos; Europa sólo parece reconocerse ya en los estadios y en las fábricas:
es un retroceso de milenios.
Sólo la acogida de la Europa cristiana permitió la supervivencia
y el acoplamiento al nuevo espacio histórico-cultural del pasado clásico,
de manera similar a como tuvo lugar la incorporación por ella de las
sucesivas oleadas de invasores venidos del este y del norte, al fundir integradoramente
los tres elementos: cristianismo, cultura clásica y pueblos bárbaros.
¿Cuál habría sido el destino de la civilización
griega y romana, en Occidente, sin el cristianismo? ¿Cuál el futuro
de Europa sin la asimilación religiosa y cultural de los conquistadores
que cayeron sobre ella durante siglos? ¿Quién propició
el «Renacimiento», en los albores de la modernidad, mientras en
el islam se perdían las huellas del mundo antiguo?
La herencia clásica es parte de la aportación de la Iglesia a
Europa: conservada, transmitida, bautizada, implicada en el pensamiento y cultura
de la Iglesia y del mundo occidental, desde una actitud crítica que discierne
los elementos armonizables con el Logos cristiano, pero que al mismo tiempo
retiene contenidos sustanciales de esa aportación y los entrega a la
posteridad como testimonio del genio humano. La apertura universal que caracteriza
a Europa en el campo de la cultura es el resultado de la específica voluntad
cristiana de asumir todo lo que es «justo, bello y noble», cuya
fuente sitúa en ese Logos. Esa pluralidad, única en la historia
cultural de la humanidad, es también resultado de una apuesta cristiana.
Grecia y Roma simbolizan la razón y la praxis; el Evangelio incorpora
a ellas el espíritu, la trascendencia y la divinización del hombre.
El cristianismo realizó esta síntesis en la que se contiene el
proyecto humano, y que representa una de las afirmaciones básicas de
la revelación judeo-cristiana. Renunciar a esa culminación significa
abortar la única gestación posible del hombre. Esta perspectiva
constituye el núcleo de la cultura cristiana. En ella el elemento revelado
aporta no sólo una perspectiva totalmente nueva para la comprensión
de Dios y del hombre, sino que además posee un poder de transformación
que la filosofía ignora. No son Grecia o Roma las que salvan: la salvación
proviene de Cristo. Ellas no conocieron la Revelación, ni la Encarnación
del Verbo, ni la gracia, ni la cruz, ni la Resurrección, ni la Eucaristía,
ni el misterio de María. Esta economía de saber y de gracia es
lo que ha definido la realidad europea mucho más que la filosofía
griega o el derecho romano, en los que, pese a su sabiduría, no se alcanzó
a superar la «vaciedad de la mente» característica del hombre
y de los tiempos paganos (cf Ef4, 17).
El logos griego tuvo la réplica del Logos —el Verbo de Dios—
que entra en el tiempo para asumir la humanidad y la historia, para trascender
los balbuceos del pensar humano acerca de las cosas y del hombre mediante la
plena manifestación del significado del mundo y del sujeto humano. Asimismo,
para trascender esta realidad inmanente dando su último cumplimiento
a la sabiduría griega al mostrarle al Dios manifestado en Cristo, aunque
utilizara para ello no pocos ingredientes de su propio pensamiento.
La cultura clásica es válida como portadora de racionalidad y
humanismo, pero para la historia humana lo decisivo es el Verbo eterno, encarnado
en el tiempo, portador de Verdad y de Vida inmortal. El Logos cristiano ha surgido
en la plenitud de los tiempos, cuando en la humanidad había cristalizado
la semilla del espíritu y de la razón, sembrada por el Espíritu
de Dios, cuya presencia no los desvirtúa, sino que les da su último
cumplimiento y los ejemplifica en el Logos-Cristo, fundador del hombre y del
tiempo nuevos. En el cómputo final carecen de peso la razón y
la ciencia que no reconocen la fuente de la que emana la realidad, ni la sabiduría
desde la que puede ser descifrada. Ambas residen en Cristo.
Los puentes entre el mundo clásico y Europa fue ron tendidos por los
Padres de la Iglesia y los teólogos y pensadores cristianos, que llevaron
a cabo la simbiosis entre cultura clásica y cristianismo. La consistencia
de esta obra se ha evidenciado en su persistencia de siglos y en la convicción
no desmentida con que ha sido sustentada. Si la Iglesia se hubiera desinteresado
de ese universo clásico éste podría haber subsistido en
alguna de sus piedras y de sus libros, pero habría quedado reducido a
un recuerdo histórico frente al que apenas supondría nada el res
cate momentáneo por el islam de algunos vestigios griegos. El legado
clásico aparece, pues, como un regalo del cristianismo a Europa. Regalo
prolongado en el Renacimiento, cuyas figuras fueron cristianas en su casi totalidad.
Otras aportaciones
EUROPA ha conocido
otras contribuciones culturales. Cabe pensar en las heterodoxias, ya se trate
de no pocas de las ideologías surgidas en la modernidad, o las de orden
religioso, como la Reforma y el islam. Con distinto grado de penetración
en cada caso, las primeras han sido declaradas canceladas por sus propios prosélitos,
dando así paso a la postmodernidad. De las segundas, la Reforma se mantiene
dentro de la órbita cristiana. Por su parte el islamismo ha resultado
mucho más una amenaza que una contribución, y su voluntad de influencia,
sea militar o religiosa, ha sido rechazada o minimizada, y ha quedado limitada,
en lo cultural, a algunos filósofos y centros universitarios medievales,
mezclada con el ascendiente del pensamiento griego y con la belleza cautivante
de los alcázares moriscos. En buena parte, su influjo intelectual sobre
Europa pasó también por manos cristianas: los creadores de la
Escuela de traductores de Toledo, iniciada por el monje Bernardo de Cluny y
llevada a su apogeo por el rey Alfonso X el Sabio.
Como ya queda indicado, las corrientes posteriores se posicionaron, una tras
otra, por referencia al cristianismo, a partir de una actitud crítica
que ha terminado siendo radical. Racionalismo e Ilustración, naturalismo,
materialismo y secularización en sus distintas versiones, no han salido
de su ámbito, dando la razón al Evangelio: o conmigo o contra
mi. También ellas han convertido a Cristo en «piedra de tropiezo
y roca de escándalo» (1 Pc 2,8), lo que arrancó de Él
aquella suprema inconveniencia política; «el que caiga sobre esta
piedra se hará trizas, y aquel sobre el que caiga será triturado»
(Mt 21,44).
Como era inevitable, Europa ha conocido a lo largo de su historia multitud de
esas influencias, que en muchos casos han quedado reducidas a aportaciones residuales
o presencias transitorias, de efecto muy inferior a su brillo o su fuerza aparentes.
Ahora bien, lo que por encima de todo interesa, una vez recapituladas esas diversas
aportaciones, son los rasgos que finalmente han conformado de manera más
honda y estable las formas de vida y de pensamiento, las orientaciones fundamentales
del espíritu y de la cultura de la sociedad europea.
A este propósito, apenas es necesario observar que las influencias que
inciden sobre los sujetos o las colectividades no tienen todos el mismos rango
ni la misma intensidad. Al referirse a ellas no basta describir su número
y significado; ante todo deben ser valoradas por su contribución, en
este caso a lo que llamamos Europa. Sucede que el relativismo nos ha llevado
a la convicción de que todas las ideas tienen igual validez, y que no
hay valores universales y permanentes. Pero sucede también que las gran
desculturas lo han sido tanto por la calidad de esos valores como por su estabilidad,
y que su decadencia final ha sido determinada por el agotamiento de los mismos.
La variación del núcleo no altera todo el conjunto, de manera
que otros valores opuestos representan otra cultura, otra realidad.
Esto ha ocurrido en Europa: los elementos definidores de la conciencia europea
han sido casi completamente desplazados por otros en los que es difícil
seguir reconociéndola. La conjunción de humanismo y espiritualidad,
moldeados en la matriz cristiana, ha sido suplantada por el intento de exclusión
de Dios y por la emergencia del hombre autónomo, portador de esos conceptos
de prestigio llamados libertad, progreso, derechos humanos o solidaridad, propuestos
ahora en nombre de la razón en lugar de vincularlos primariamente a la
dignidad de origen divino depositada en el hombre. Mutación que cambia
el paradigma pero que rebaja de manera ostensible la excelencia de los ingredientes
de relevo.
En todos los casos, el valor de las afirmaciones e innovaciones producidas por
el hombre debe de ser medido por su riqueza en humanidad auténtica, por
su capacidad para crearla y renovarla. Ahora bien, la preferencia de la moral
materialista sobre el humanismo cristiano, de la Enciclopedia sobre el Evangelio,
de la ciencia sobre la gracia, sitúa a la modernidad en indudable inferioridad
ética y metafísica sobre lo que había sido el pensamiento
fundacional de Europa: el que se sustentaba en la Palabra de Verdad y de Vida,
creadora del orden que rige la única armonía posible en que se
asienta el hombre y la sociedad.
La Piedra que desecharon los arquitectos
Lo
incontestable es que sobre ese mosaico de influencias emerge el cristianismo.
Europa tiene su máximo centro de convergencia en Cristo: «Piedra
angular, preciosa, escogida» (Pe 2, 6), ante el que se ha definido mediante
la fidelidad o el rechazo. Esa es también la cuestión medular
de la Constitución europea. Lo más clamoroso de ella es la omisión,
de momento pretendida, de su nombre y su memoria. Toda ella está recorrida
por esa ausencia, que grita más que todas sus palabras y que las denuncia.
Aunque se prefiera ignorar, su presencia o ausencia va a determinar inapelablemente
la trascendencia a la vez teológica e histórica de lo que se construya
bajo su dictado. Por eso, de nada va a servir que bajo el nombre de Europa se
recubra una realidad desnaturalizada.
Cristo sigue siendo la magna quaestio mundi, la gran pregunta y el gran asunto
del mundo, como afirma un texto litúrgico medieval. El sigue estando
en el núcleo constitutivo de Europa al mismo tiempo que es el corazón
del mundo. Y continuará siéndolo. Cristo es la única realidad
que ha persistido, junto con su Iglesia, a lo largo de la historia de Europa:
ambos son coextensivos. En Él está la realidad más antigua
y, pese a todo, la más nueva, aunque «esto esté oculto a
los ojos de muchos». Así será incluso cuando la presencia
del «Hombre del Pecado», el Anticristo anunciado, quiera usurpar
el lugar de Cristo. Pero esta usurpación, secundada por los pseudocristos
y pseudoprofetas de los que ya teníamos noticia, será un amago
inútil, como el de Lucifer frente a Dios. Para siempre, El está
en cada página de la historia europea, en la evocación de todas
las generaciones pasadas, y sin duda también lo estará en la de
las futuras: «lo escrito, escrito está».
Es necesario añadir que Cristo no debía ser un patrimonio reservado
a Europa, como tampoco Yahvé constituyó la heredad exclusiva de
Israel. Pero sí fue ella el lugar donde puso preferentemente su tabernáculo
para desde él recorrer el camino de todas las naciones. No había
sido casual que el cristianismo naciera en una provincia de Roma cuyo imperio
fue el lugar y el instrumento de su expansión. Europa fue su heredera
para que en ella prosiguiera su difusión y desde ella se extendiera «hasta
los confines del orbe».
Arbil Anselmo Álvarez Navarrete
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