España , por Gustavo Bueno.
Revista Arbil
Aunque no es costumbre de la revista
introducir artículos que no sean originales, por su interés, desde la
heterodoxia, publicamos la intervención de Gustavo Bueno el 14 de abril de
1998, en la reunión Hispanismo en 1998, y que merece el esfuerzo de leer
entero.
Introducción
I. «España», género literario
II. Los «problemas» de España
III. El «problema de España»
Final
Introducción
Me parece que muy pocos podrán negar que en un día como hoy, en el que coincide
el aniversario, tan importante para la Historia de España, de la proclamación
de la Segunda República Española con la presencia en Oviedo de un concurso
tan distinguido de miembros de la Asociación de Hispanismo Filosófico (no
necesariamente republicanos) y con los actos de «presentación pública» de
nuestra Fundación (instituida precisamente desde la perspectiva de una filosofía
en español), es una ocasión incomparable, y aún podría añadirse, inexcusable,
para reflexionar «de frente» sobre España.
I. «España», género literario
§1. Mis «reflexiones» quieren acogerse a la forma del ensayo y, más precisamente,
a la forma del ensayo filosófico. Me atrevo, además, a sostener ante ustedes
que la forma del ensayo filosófico es la forma de elección casi obligada para
tratar de «España» a secas (es decir, en general, globalmente, no en algún
aspecto suyo especial, económico, político, demográfico, &c.). No es que
no puedan citarse ensayos sobre España, en general, que no quieran ser filosóficos,
sino, por ejemplo, históricos, sociológicos, económicos o apologéticos; La
cuestión es si estos ensayos son efectivamente ensayos sobre España o no más
bien sobre algún aspecto especial, por importante que él sea; un aspecto especial
que agradecería más el estilo del «informe técnico», incluso el estilo de
la «memoria científica», que la forma del ensayo. «España», a secas, sin embargo
-tal es nuestra tesis- no es susceptible de ser tratada, de un modo responsable,
desde coordenadas especiales, económicas, políticas, tecnológicas, científicas.
Y no porque estas coordenadas puedan ser desatendidas, sino porque ellas tienen
que ser rebasadas o desbordadas al ser referidas a España, hasta alcanzar
una perspectiva filosófica. Que no excluye, en modo alguno, las categorizaciones
especiales (económicas, técnicas, &c.): antes bien, las incluye, y se
nutre de ellas (en cambio, las «categorizaciones especiales» desde las que
podemos acercarnos a España pueden en gran medida prescindir, al menos de
un modo explícito, de planteamientos filosóficos, y aún muchas veces agradeceríamos
que prescindiesen de ellos).
Lo que ocurre con mucha frecuencia es que los planteamientos que pretenden
mantenerse, por principio, en una perspectiva especial, suelen ser arrastrados,
«por encima de su voluntad», y en virtud de la materia, a una perspectiva
filosófica. España en su historia. Cristianos, moros y judíos, de Américo
Castro (Losada, Buenos Aires 1948), por ejemplo, no es propiamente un libro
de Historia, o de crítica literaria, y, por ello, los reproches que contra
él han dirigido tantos historiadores profesionales estaban desenfocados; Es
un ensayo filosófico sobre España, que incluso necesita acuñar ideas tales
como «morada vital», «vividura», &c.; un ensayo de la misma escala de
aquella en la que se mueve España invertebrada, de Ortega, obra a la que nadie
regateará su condición de «ensayo filosófico». No parecerá inoportuno que
cite aquí, y en este contexto, algunos ensayos filosóficos, que han alcanzado
ya la consideración de clásicos, a pesar de que por la apariencia de su temática
podría creerse que se circunscriben a cuestiones muy especiales o particulares:
son tres ensayos leídos, a título de oraciones inaugurales de apertura de
curso, en la Universidad de Oviedo. Me refiero, en primer lugar, al ensayo
de Federico de Onís, El problema de la universidad española (Discurso de apertura
del curso académico 1912-1913 de la Universidad de Oviedo, [28] recogido posteriormente,
por su autor, en los Ensayos sobre el sentido de la cultura española, Publicaciones
de la Residencia de Estudiantes, Madrid 1932, págs. 19-109); en segundo lugar
el revolucionario ensayo de Julio Rey Pastor, Los matemáticos españoles del
siglo XVI (Discurso de apertura del año académico de 1913-14 en la Universidad
de Oviedo, recogido, notablemente ampliado, por su autor, en el libro del
mismo título publicado por la Junta de Investigación Histórico Bibliográfica,
Madrid 1934, 163 págs.); y, en tercer lugar, el ensayo de Pedro Sáinz Rodríguez,
La obra de Clarín (discurso de apertura del curso académico 1921-22 en la
Universidad de Oviedo, incluido ulteriormente por su autor en el libro Evolución
de las Ideas sobre la decadencia española, Biblioteca del Pensamiento Actual,
Madrid 1962, págs. 334-429). La universidad española, los matemáticos del
siglo XVI y la obra de Clarín son, sin duda, los temas explícitos de estas
tres oraciones ovetenses; pero estos temas son propiamente «puntos de cristalización»
sobre la idea que de España tenían sus respectivos autores, ideas que se desenvuelven
en un terreno claramente filosófico. La universidad española de su época es
tratada por Federico de Onís en tanto que foco de regeneración de la cultura
española, supuestamente contraída y aletargada a consecuencia de la decadencia
de los últimos siglos. El análisis directo de los matemáticos españoles del
siglo XVI no tiene como propósito, por parte de Rey Pastor, algún interés
arqueológico o filológico localizado, sino que tiene como objetivo el terciar
en la célebre polémica sobre la ciencia española, situándose en un terreno
distinto del que se situaban los apologistas tradicionales, desde Forner hasta
Menéndez Pelayo -el terreno de las retahílas de nombres y de títulos de libros
no leídos- y descubriendo que, en realidad, sólo cabía reconocer tres figuras
relativamente importantes: Ortega, Pedro Núñez (Nonius) y Alvaro Tomás (estos
dos últimos, además, portugueses, como se cuidó de subrayar Fidelino Figueirido
en sus referencias a Rey Pastor en Las dos Españas, El Eco de Santiago 1933,
pág. 83); por consiguiente, rechazando con conocimiento de causa, el mito
de la brillante historia de la matemática en la España imperial, pero rechazando,
con no menor energía, el mito de la incapacidad de los españoles para las
matemáticas: el retraso se habría debido a no haber mantenido, en este terreno,
el debido contacto con Europa (Rey Pastor, que se definió alguna vez a sí
mismo como «celtíbero auténtico», pretendió demostrar, con su ejemplo, la
posibilidad de poner a la Matemática española, en un par de generaciones,
a la altura del mundo, y lo consiguió). La obra de Clarín, por último, no
es contemplada por Sáinz Rodríguez con los simples ojos del crítico literario,
sino con los ojos de quien busca reformular, a través de uno de los escritores
más agudos de la España contemporánea, los problemas relativos a la decadencia
española. Se dirá que estos tres catedráticos ilustres, ninguno de ellos asturiano
-Onís, Rey Pastor y Sáinz Rodríguez-, sin embargo, al llegar a Oviedo, se
encontraban como obligados, en el momento de pronunciar el discurso más importante
del año, a hablar, no de algún tema técnico de su especialidad, sino, a través
de él, de España; y no sólo a sus colegas de claustro, sino a España entera
desde la plataforma de la universidad asturiana.
§2. De lo que llevo dicho puede desprenderse que el concepto que venimos utilizando
de «ensayo filosófico sobre España» (cuya estructura estilística, gnoseológica
en rigor, habría que examinar más de cerca) contiene una intención crítica
(discriminativa, clasificatoria) muy aguda. En efecto, con el término «ensayo
filosófico sobre España» pretendemos aislar un tipo de discursos susceptibles
de ser diferenciados de otros escritos (tratados escolásticos, informes, memorias
científicas, libros de viajes) que, aunque se ocupen de España, no podrían,
y muchas veces no querrían, ser clasificados como ensayos filosóficos. Asimismo,
con este concepto, «ensayo filosófico», pretendemos «denunciar» a ciertos
discursos que, siendo presentados muchas veces como filosóficos, no lo son
efectivamente (y esto, dejando aparte su penetración, su validez, &c.)
-tal sería el caso del célebre discurso de otro asturiano, Juan Vázquez de
Mella, El ideal de España, los tres dogmas nacionales, esta vez pronunciado
en el Teatro de la Zarzuela de Madrid el día 31 de mayo de 1915, en tanto
es un discurso teológico-dogmático-, o, por el contrario, de ciertos escritos
o libros que presentándose como estrictamente técnicos, científicos o históricos,
contienen en realidad una auténtica filosofía de la Historia de España -tal
sería el caso del libro, en dos volúmenes, España, un enigma histórico, de
Claudio Sánchez Albornoz (Sudamericana, Buenos Aires 1956)-.
§3. En cualquier caso, el género «ensayo filosófico sobre España» no tiene
paralelos claros en otras naciones. No cabe citar, ni de lejos, para bien
o para mal, listas de «ensayos filosóficos sobre Francia» o de «ensayos filosóficos
sobre Inglaterra» o de «ensayos filosóficos sobre Suecia» tan copiosas como
las listas de «ensayos filosóficos sobre España» (escritos generalmente por
españoles, a veces también por extranjeros, como es el caso del ensayo Las
dos Españas de Figueirido, antes mencionado). Se trata de un «hecho diferencial»
que no puede ser subestimado, ni explicado a partir de ramplonas categorías
psicológicas (tales como la «narcisista tendencia de los españoles a satisfacerse
mirándose el ombligo»): se trata de un «hecho» cuya razón habrá de tener cabida
en los mismos ensayos filosóficos sobre España. Y, en rigor, sólo desde la
perspectiva de la teoría filosófica sobre España ensayada, será posible dar
cuenta de este hecho diferencial tan notable, y así también, sólo desde esta
teoría filosófica sobre España será posible separar los ensayos filosóficos
de los escritos que no lo son, aunque lo parezcan, los Laudes Hispaniae, por
ejemplo, desde la época isidoriana. Desde la teoría filosófica de España que
se expone en el presente ensayo, habría que concluir que los ensayos filosóficos
sobre España comienzan propiamente en el siglo XVII, en la época en que puede
considerarse ya configurada, tras la «reconquista» de Granada y la «conquista»
de América, la idea sobre los límites del imperio español «realmente existente».
Sería preciso anteponer al ensayo filosófico sobre España una fase literaria
previa, que habría tenido lugar durante el siglo XVI, en donde el «problema
de España» no se plantea todavía en forma de ensayo, en español, y en el terreno
histórico en el que se planteará tan pronto como comiencen a advertirse los
límites efectivos del imperio católico universal (unos límites que anunciarán,
de un modo u otro -tal es nuestra tesis-, la idea de la decadencia); pero
sí se plantea el problema de España en el terreno de los principios filosófico
teológicos, como problema de los límites políticos abstractos con los cuales
España ha de contar (independientemente de su capacidad de traspasarlos) en
el momento en que se dispone a llevar adelante su proyecto de imperio católico
universal. Me refiero a las Relecciones De Indiis iniciadas por Francisco
de Vitoria en el curso 1538-39, o a la apología De adserenda hispaniorum eruditione
de Alfonso García Matamoros (1550); incluso, prácticamente aún en el siglo
XVI, al tratado Monarquía hispánica, de Tomás Campanella, de 1602 (sin perjuicio
[29] de que el mismo Campanella, años después, en 1635, encerrado en una cárcel
española de Nápoles, se retractase en su Atheismus triumphatus). Aquí será
donde se definan las diferencias entre lo que debiera ser un Imperio católico
generador de otros reinos, y lo que hubiera de ser un Imperio depredador (puramente
colonial) atenido únicamente a la ley de la eutaxia maquiavélica (o hobessiana)
expresada en el cesaropapismo de Jacobo I, contra el que Francisco Suárez
opuso el monumento de su Defensio Fidei. Es obvio que los planteamientos que
tienen que ver con el problema de España no han de circunscribirse necesariamente
al género del ensayo filosófico, puesto que la Defensio Fidei de Suárez, por
ejemplo, sólo con una gran violencia puede considerarse como un ensayo, dada
su condición de tratado, escrito, además, no en el lenguaje popular, en el
román paladino propio del ensayo, sino en el lenguaje académico (otros dirán:
elitista), el latín; lo que no quiere decir que lo que se escribiera sobre
el problema de España en lenguaje popular hubiera a su vez de ajustarse necesariamente
al género del ensayo: ahí está la primera parte del Quijote (los capítulos
39 a 41, en los que Cervantes analiza el papel de España ante el Islam); ahí
están tantas comedias de Calderón, en las que se oponen las ideas de Suárez
a las de Maquiavelo o a las de Hobbes: El Príncipe Constante o El lirio y
la azucena (en donde Clodoveo y Rodulfo representan respectivamente a «la
ley natural» y a «la ley de la Gracia», entretejidos escénicamente en una
interpretación sui generis de la Paz de los Pirineos); ahí está la carta que
Quevedo envía en 21 de agosto de 1645 a don Francisco de Oviedo, en donde
se da la clave, en forma de quiasmo, no en un ensayo, sino en el último terceto
de un soneto, de los límites del Imperio universal realmente existente y,
por tanto, del problema objetivo de España:
y es más fácil, ¡oh España! en muchos modos que lo que a todos les quitaste
sola te puedan a tí sola quitar todos.
Será ajustándose a las formas muy próximas al ensayo filosófico, a través
de las cuales, a partir del siglo XVII, comenzará a tratarse el problema de
España en su perspectiva real, histórica. Podría considerarse como una de
las primeras muestras de este género el escrito del propio Quevedo España
defendida, de 1609. El género se consolidaría en el siglo XVIII y, por cierto,
en los discursos (verdaderos ensayos) escritos desde Oviedo por Benito Feijoo,
por ejemplo el discurso Amor de la patria y pasión nacional, que constituye
una trituración del «nacionalismo circunscrito» en nombre de una visión católica-universal
que España puede aún ampliamente mantener (Paralelos de las lenguas castellana
y francesa). Un género que muy poco tiene que ver, a pesar de las apariencias,
con el estilo de la oración apologética que Juan Pablo Forner escribiera en
1786 como «exhornación» al discurso del abate Denina en la Academia de Ciencias
de Berlín sobre ¿Qué se debe a España? En la «exhornación» se encuentran disueltas,
sin duda, algunas ideas filosóficas, pero su perspectiva forense, sus «argumentos
de abogado», las ensombrecen y las trivializan. Será en el siglo XIX y, sobre
todo, en el nuestro, cuando al ritmo mismo en el que se va desintegrando políticamente
el imperio universal católico, se producirá la floración más rica del ensayo
filosófico sobre España: los ensayos sobre España de Ganivet, Unamuno, Maeztu,
Ortega, Madariaga, Américo Castro, Menéndez Pidal, Lain, Marías, &c. son
todavía considerados generalmente como «literatura del presente».
§4. Venimos presuponiendo que los ensayos filosóficos sobre España giran todos
ellos en torno a lo que suele denominarse «problema de España». Un concepto
que, por lo demás, tendrá que ser re-definido por cada cual, en función de
las coordenadas filosóficas que utilice.
Pero con esto estamos diciendo también que «España» no es un tema circunscrito,
es decir, un simple número de serie, lista o repertorio de asuntos sobre los
cuales es posible disertar o debatir, aunque sea en el contexto, incluso jerárquico,
de otros temas. Tema de un ensayo puede ser, por ejemplo, el País Vasco, o
Cataluña o Andalucía; pero estos ensayos no tendrían por sí mismos enjundia
filosófica, aunque puedan tener importancia política en el sentido corriente
de la expresión. Cataluña, el País Vasco, Galicia o Murcia son en efecto temas
de gran importancia; pero un poco a la manera de lo que eran los temas en
el Imperio Bizantino, es decir, las circunscripciones del Imperio, gobernadas
por un estratego o general del tema (el tema de Tracia, por ejemplo, defendía
la frontera contra los búlgaros; los temas ibéricos, creados en Oriente por
Basilio II en el año 1000). Cataluña, el País Vasco, Galicia o Murcia no son,
en cuanto entidades históricas, realidades previas (naciones) al Imperio universal;
son partes formales de este Imperio, son temas suyos que buscan a veces, eventualmente
y ulteriormente, emanciparse de ese Imperio, pero sin que la emancipación
política deseada pudiera convertirlas en naciones históricas. A lo sumo seguirían
siendo temas o unidades administrativas de algún otro Imperio universal, o
proyecto de tal, como pudiera serlo la Unión Europea.
Pero España, la España de los ensayos filosóficos, no es un tema sin más,
es un problema. Y, ¿qué es un problema? Supondremos (en contra de las pretensiones
de quienes quieren referir la idea de problema a la misma existencia absoluta
-«¿por qué existe algo y no más bien nada?»- de quienes quieren suponer que
«lo primero es el problema, la duda») que antes del problema está el saber
cierto, el teorema: a fin de cuentas tanto los problemas como los teoremas
son conceptos tallados a partir de los Elementos de Geometría de Euclides.
Pero lo primero no es la duda, sino el saber, y el saber cierto; y el saber
filosófico, en concreto, no parte de la duda universal, aunque sea cartesiana,
del problema absoluto, sino de la certeza indubitable que proporcionan algunas
evidencias precisas. Acaso por ello Platón escribió en el frontispicio de
la Academia: «Nadie entre aquí sin saber Geometría.» Es decir: sin haberse
fortificado previamente en evidencias indiscutibles, no por ello definitivas.
Porque es precisamente a partir de estas evidencias como podrán plantearse
los verdaderos problemas. Sólo a partir del teorema de Pitágoras pudo plantearse
el problema de los irracionales. Otra cosa es que los problemas surgidos en
el proceso mismo del desarrollo de las líneas canónicas de un teorema presupuesto
puedan llegar a comprometer el propio teorema que dio principio al problema.
Un problema, suponemos, se plantea propiamente en función de unas líneas o
principios intermedios, esquemas de identidad, que constituyen modelos de
referencia: líneas canónicas, paradigmáticas, métricas o prototípicas, tenidas
por ciertas (por suposición o por convicción). El problema aparecerá en el
momento en el que, en algún punto de su despliegue (por desarrollo interno
o por composición con otras líneas) los esquemas de identidad se interrumpan
por desvío o por quiebra. El problema requerirá, ante todo, la determinación
[30] de las razones o de las causas de la interrupción, desvío o fractura;
y, sobre todo, la exploración de las posibilidades de salida, resolución o
respuesta al problema, salvando los principios (aunque sea mediante su composición
con otros) antes, en todo caso, de desentenderse de ellos, de «arrojarlos
por la borda» renunciando a ellos, aborreciéndolos.
Cabrá, según lo dicho, distinguir diferentes tipos de problemas, según la
naturaleza de los esquemas de principio en función de los cuales se plantean:
habrá problemas paradigmáticos (los que se planteen en función de los modelos
de identidad distributivos e isológicos), habrá problemas canónicos, habrá
problemas prototípicos y habrá problemas métricos.
§5. Cuando referimos la idea de problema a España será preciso, ante todo,
tener en cuenta la naturaleza de los esquemas de identidad mediante los cuales
estamos definiendo explícita o implícitamente a España y en función de los
cuales el problema podría ser dibujado (lo que no excluye la probabilidad
de que, en el plano psicológico, la figura de un problema que sale al paso
sea el estímulo para regresar al esquema de identidad implícito que lo determina).
En este momento, y para evitar toda prolijidad, me limitaré a distinguir entre
los tipos según los cuales España resulta estar definida, explícita o implícitamente,
a saber: mediante esquemas de identidad distributivos (paradigmas o cánones)
o mediante esquemas de identidad atributivos (prototipos o métricos).
Cuando presuponemos definida a España según esquemas de identidad distributivos
(respecto de otras identidades sociológicas, políticas, religiosas, nacionales
o culturales) es porque estamos considerando a España como una entidad «social,
política, cultural...» que pertenece, como elemento, a una determinada clase
(distributiva) de entidades dadas a una escala determinada, por ejemplo, las
naciones canónicas constituidas en la época moderna (España, Francia, Inglaterra...)
y sin perjuicio de que España haya sido la primera sociedad que se constituyo
como nación en sentido político (no en el sentido antropológico, vinculado
a las estirpes o a las gentes, relacionadas por nexos de parentesco, según
la etimología del término nación). Las naciones canónicas, y España entre
ellas, constituyen identidades que se ajustan entre sí dentro de un sistema
de equilibrio en virtud del cual sus interacciones han de estar compensadas
(para lo cual sus desarrollos en instituciones han de ser homologables) dentro
de ciertos límites. Cuando las relaciones de homologación supuestas se interrumpan,
o se desvíen, aparecerán los problemas de homologación (paradigmáticos o canónicos).
Hablamos de problemas, en plural, porque su tipo implica, por naturaleza,
la multiplicidad. No tiene por qué suponerse una única línea de fractura,
ruptura o desvío en las homologías distributivas, sino múltiples; en cada
una de ellas aparecerá un problema (económico, comercial, tecnológico, político).
Entre los problemas de homologación que se suscitan dentro de una nación canónica
(como puedan serlo España, Italia o Francia) tendremos que considerar a los
derivados de los proyectos de homologación con el todo que algunas partes
formales integrantes de las naciones canónicas pueden concebir, de vez en
cuando, en cuanto tienden a asimilarse al todo del que proceden: son los problemas
que en la España del 78 llamamos nacionalidades o autonomías, los problemas
planteados a España, como nación canónica entera, por los proyectos de naciones
fraccionarias que buscan homologarse con el todo de cuya descomposición habrían
de proceder (por más que pretendan haber encontrado sus raíces, su identidad,
mucho más allá de la Historia de España, es decir, en la Prehistoria o en
la Antropología de las etnicidades célticas, ibéricas o caucásicas). Siguen
siendo problemas de homologación, no ya con otras naciones enteras (de la
clase correspondiente) sino con naciones fraccionarias (submúltiplos de las
naciones canónicas).
§6. Ahora bien, el problema en singular, es decir, el problema global y fundamental,
no es uno más entre los problemas (de homologación); es un problema de naturaleza
atributiva que surge a partir de una definición de España, no ya como una
nación, entera o fraccionaria, homologable a otras de su misma clase, sino
como un Imperio, dotado de unicidad (que es un concepto atributivo); es decir,
como una entidad definida por esquemas de identidad atributivos (prototípicos
o métricos) respecto de las demás entidades de su entorno. Una tal definición,
con esquemas de unicidad atributivos, no implica, desde luego, la unicidad
efectiva, por la sencilla razón de que otras unidades atributivas, otros Imperios,
resultan estar definiéndose, acaso al mismo tiempo; sólo que entre ellos ya
no cabrá hablar de homologías, cuanto de analogías, es decir, de semejanzas
en sus mismas diferencias. «Mi primo y yo -dice Francisco I respecto de Carlos
I- estamos siempre de acuerdo: los dos queremos Milán.» El problema de España,
por antonomasia, lo entenderemos en función de su proyecto de Imperio católico
universal. Por ello aparece en el momento en el cual comiencen a percibirse
desde dentro los límites de un tal proyecto, es decir, la cuestión de su misma
posibilidad.
§7. Al asignar al género «ensayo filosófico sobre España» el cometido de enfrentarse
con el problema de España, estamos diciendo también que será preciso distinguir
entre los ensayos de este género y los informes, discursos, &c. centrados
en torno a los problemas de España. Los problemas [31] de España, que son
sobre todo problemas de homologación (como también lo son los problemas de
las demás naciones canónicas, enteras o fraccionarias) no requieren, para
ser tratados o discutidos, la forma del ensayo filosófico. El género ensayo
filosófico sobre España, tal como lo entendemos, irá referido siempre al problema
de España. Y la razón por la cual el ensayo filosófico sobre España es un
género literario que no tiene paralelos estrictos en otras naciones canónicas
de la época moderna, tendrá que ver (tal es nuestra tesis) con la peculiaridad
(con la unicidad) de España en cuanto proyecto imperial católico universal,
realizado de una manera superior al de la mera especulación megalómana, es
decir, en cuanto Imperio «realmente existente» en cuyos dominios no se ponía
el Sol. Es este proyecto de imperio católico, encarnado por la España del
siglo XVI, aquello que explica (o que exige) un planteamiento filosófico,
es decir, una filosofía de la historia universal. Un problema filosófico que
no se les plantea, por ejemplo, a los imperios depredadores (es decir, no
católicos, sino calvinistas o anglicanos), al imperio inglés o al imperio
holandés; porque estos imperios no necesitan justificación filosófica, más
allá de la que les imponga su propia potencia depredadora. Porque no son imperios
que necesiten justificarse más allá de los límites de su nación, dado que
son imperios coloniales, que actúan en beneficio de su propia realidad nacional,
de su «razón maquiavélica de Estado». Sus problemas no son filosóficos, sino
militares, políticos o económicos. Ni siquiera Francia (la Francia de Richelieu),
en cuanto defensora del orden o equilibrio entre los reinos cristianos de
Europa, necesitó plantearse «el problema de Francia», en cuanto problema filosófico
histórico; a lo sumo Richelieu sólo necesitaba justificar, ante otros teólogos,
su política de alianzas con los protestantes, en la Guerra de los Treinta
Años, a fin de lograr el equilibrio europeo. Dicho de otro modo, la Francia
de entonces no pretendió nunca ser un Imperio.
Todo lo que venimos diciendo caería por los suelos en el momento en que interpretásemos
al Imperio español como un imperio colonial más, es decir, como un imperio
depredador, como lo interpretan de ordinario los historiadores ingleses y,
por reflejo simiesco, tantos historiadores españoles, que de ese modo creen
ser más objetivos. Una interpretación que en modo alguno puede considerarse
enteramente gratuita, puesto que, supuesta una escala de análisis adecuada,
las semejanzas entre los imperios colonialistas y el Imperio católico se nos
muestran mucho más estrechas que sus diferencias. También dos organismos de
la misma especie (por ejemplo, un asesino y un héroe) o incluso dos organismos
de especies o géneros diferentes (por ejemplo, un ave o un mamífero), analizados
a escala de partes suyas (incluso si estas son partes formales, como órganos
o células; mucho más si son partes materiales, como elementos atómicos o subatómicos)
muestran profundas semejanzas, y ni siquiera es posible distinguir, a escala
molecular, los procesos fisiológicos neuronales que tienen lugar en el cerebro
del asesino y los que tienen lugar en el cerebro del héroe. Así también las
empresas depredadoras, tanto si son inglesas u holandesas, como si son españolas,
promovidas por individuos o compañías particulares, en busca, en las Indias
occidentales o en las orientales, de metales, maderas preciosas o cambio de
esclavos arrancados de Africa, son muy semejantes, en sus fines y en sus procedimientos.
El Imperio español, el inglés o el holandés, analizados a esta escala, resultan
ser homólogos. Pero considerados a escala de su propia definición de Imperio
son por completo diferentes e irreductibles. Es cierto que para mantener la
tesis de esta irreductibilidad será preciso dar por descontado que la ideología
filosófica del Imperio español es algo más que una mera superestructura destinada
a disimular o a encubrir las rapacidades más abyectas. Pero, de todas las
maneras, no es más racional, ni más crítica, ni más profunda, la tesis de
la condición superestructural de la idea de un imperio católico; en cualquier
caso esta tesis de la superestructura (utilizada por el marxismo vulgar en
funciones propiamente de un no menos vulgar psicoanálisis de los intereses
subjetivos) nos lleva al terreno del debate filosófico, al terreno de la filosofía
de la historia, que es lo que queríamos demostrar. Un terreno en el cual tendrán
que enfrentarse con una concepción alternativa de las superestructuras, en
cuanto mapae mundi o reticulas capaces de canalizar las mismas energías subjetivas,
de la misma manera a como la estructura de una locomotora de vapor, por artificiosa
y «sofisticada» que ella sea, no puede considerarse como una simple superestructura
destinada a «encubrir» o «disimular» la energía térmica auténtica procedente
de la caldera, que se derramaría y no podría mover a la máquina al margen
de ese artificio y sofisticación de las bielas, ruedas, raíles... y conexiones
con el refrigerante.
Por otro lado, las diferencias entre los resultados del imperialismo español
y los del imperialismo inglés u holandés están a la vista. No son simples
diferencias de proyecto, de intención, de fines operantis, mentalistas, que,
sin embargo, quedasen igualados en sus resultados (en sus fines operis). Por
razones específicas muy precisas, el Imperio español, como imperio generador
(de reinos o de naciones) ocupó, al modo romano, las tierras americanas que
iba descubriendo, fundando ciudades, universidades, bibliotecas, editoriales,
templos, administraciones civiles (todo esto coexistiendo, y no por azar,
sino por una necesidad dialéctica con los intereses más egoístas y, desde
luego, apoyándose en la rapacidad de las empresas particulares); mientras
que Inglaterra u Holanda creaban factorías, colonias e incluso «respetaban»
las costumbres de los indígenas (el «gobierno indirecto») e incluso prohibían
la esclavitud antes que España o Portugal, no tanto por una «disposición moral»
más avanzada (en los mismos años en los cuales Inglaterra prohibía la esclavitud
y liberaba a los siervos, abría el mercado de la mano de obra industrial que
era tan cruel y depredador, y desde luego mucho más hipócrita, porque hablaba
en nombre de la libertad, como pudiera serlo el comercio con los esclavos)
sino porque los intereses de la economía, en la época de la revolución industrial,
así lo aconsejaba.
§8. En cualquier caso, los ensayos filosóficos sobre España no son separables
del todo de los informes o tratados particulares, de la misma manera a como
el problema de España no puede separarse, o puede separarse aún menos, de
lo que habría que separar a los problemas particulares del problema global.
Estamos ante un caso más de la relación entre las Ideas (en este caso, la
Idea de España) y las categorías. Las Ideas no flotan en un mundo celeste,
situado más allá de las realidades cotidianas que llamamos categoriales; pero
tienen ritmos muy distintos de los ritmos según los cuales se agitan los problemas
particulares, sobre todo cuando estos se plantean como problemas positivos,
prácticos, de homologación. Un problema filosófico, en este caso, un problema
de filosofía de la historia, no puede ser abordado sin comprometerse con presupuestos
muy precisos que se enfrentan necesariamente a las concepciones contrarias,
aun [32] en el mismo terreno filosófico. Sólo desde una perspectiva dialéctica,
es decir, no dogmática, es posible el tratamiento del problema de España.
Figueirido advirtió, a su manera reducida, esta naturaleza dialéctica de los
ensayos sobre España, a propósito de los ensayos de nuestro siglo: «El ensayismo
que brota de las premisas Unamuno-Ganivet sigue rumbos varios, algunos más
altos y más ambiciosos que la realidad española, pero el problema de la decadencia
nacional y las lamentaciones jeremíacas de la inteligencia aislada son ritornellos
constantes porque este ensayismo no se alimenta sólo de su propia sustancia,
sino que vive también de negar la doctrina opuesta. Es el linaje de Martínez
Ruiz (Azorín), Ramiro de Maeztu hasta la dictadura de Primo de Rivera, José
Ortega y Gasset, Eugenio d'Ors (Xenius), Grandmontagne, Gabriel de Alomar,
Luis Araquistain, Ramón Pérez de Ayala, Miguel Santos Oliver, Manuel Azaña,
Salvador de Madariaga, Luis Zulueta, Federico de Onís, &c.» (op. cit.
pág. 267).
§9. Por último, sería inverosímil que el ensayo filosófico sobre España, desarrollado
en una tradición de casi cuatro siglos, no hubiera desarrollado una estructura
estilística más o menos estable, sin perjuicio de su capacidad de variantes.
Esta estructura derivará, ante todo, de la misma materia tratada, a saber,
España, y de un modo u otro, de la España imperial considerada como un todo
«comprometido» con el «Género Humano», también considerado como un todo; un
todo analizado a una escala adecuada, aquella en la cual no solamente percibamos
individuos, rapaces o héroes, incluso familias y sus relaciones (la intrahistoria
unamuniana) sino también, por ejemplo, ciudades, cortes, consejos reales,
relecciones, leyes de Indias, requerimientos, encomiendas, alianzas, circunvalación
de la Tierra, Armada Invencible, Inquisición, bancarrota del imperio de los
Austrias, ilustración y guerra de la independencia, «desastre final» (llamado
ordinariamente, por los simios afectos a un peculiar síndrome de Estocolmo,
«liquidación del imperio colonial», cuando Cuba no era una colonia, sino una
provincia, y no como mera superestructura).
Ningún ensayo sobre España, ni menos aún el presente, podría prescindir de
estos elementos de la composición, como ninguna sinfonía para la orquesta
podría prescindir de los violines, de las trompas, de los clarinetes o de
los contrabajos. A cada ensayo, como a cada sinfonía, se le abre la posibilidad
de recombinar estos elementos de modo característico (no se trata de meros
ritornellos). Y, lo que es aún más interesante, desde perspectivas globales
que acaso pueden ser muy distintas de las utilizadas en ensayos precedentes,
que tienen que manejar, sin embargo y obligadamente, los mismos elementos.
II. Los «problemas» de España
§1. No porque el objetivo del presente ensayo sea una reconsideración y aun
un replanteamiento del problema de España, podría dejar de lado la referencia
a los «problemas» de España. Aunque se tratase de negar la posibilidad de
plantear el problema de España en nuestros días (como ya se ha hecho alguna
vez) sería precisa la consideración de los problemas de España, a los cuales
se trataría de reducir o resolver el «problema». Y si no se niega el problema
de España en el presente, la consideración de los problemas es tanto o más
necesaria para poder determinar, por contraste, su alcance y su peculiaridad.
§2. En cualquier caso, en tanto los problemas de España, como el problema
de España, son problemas, en el sentido antes declarado, habría que tratar
a los problemas de España según un método de análisis gnoseológico similar
a aquel que utilizamos para el análisis del «problema». Las diferencias gnoseológicas
habrá que derivarlas, ante todo, de las diferencias entre los problemas distributivos
(canónicos o paradigmáticos) y los problemas atributivos (prototípicos o métricos),
si es que la diferencia entre los problemas y el problema la seguimos cifrando
en la diferencia entre los modelos de identidad de referencia, distributivos
para los problemas y atributivos (sobre todo cuando presuponemos la unicidad
del modelo) para el «problema de España». Pero en cualquiera de los casos
tendremos que considerar las definiciones canónicas o paradigmáticas de referencia,
las desviaciones o fracturas de estas líneas canónicas o paradigmáticas, así
como las razones o causas de las mismas, y las resoluciones, salidas o respuestas,
que fuera posible proponer a cada problema planteado.
§3. En cuanto a lo primero, es decir, a la definición de los esquemas de identidad,
nos atendremos a las líneas canónicas (o paradigmáticas) que definen la clase
distributiva constituida por las naciones canónicas europeas, en un primer
lugar, aun sin perder de vista naciones de otros contextos. Se supondrá que
las «naciones canónicas europeas» (Francia, Inglaterra, Alemania...), independientemente
de sus peculiares trayectorias históricas (de su génesis) constituyen una
clase de sociedades, culturas, naciones o Estados soberanos definidos según
características materiales más o menos precisas (un grado determinado de desarrollo
social, económico o político, un grado de desarrollo científico, tecnológico
o cultural). Sin duda, cabrían otros cánones o paradigmas de referencia; pero
preferimos, en la ocasión presente, atenernos a la clase considerada, entendida
como clase (idealmente, intencionalmente) distributiva, sin perjuicio de las
conexiones sinalógicas entre sus elementos, muy visibles, especialmente, en
el terreno del derecho internacional, en el que, sin embargo, se reconoce
la soberanía (distributiva) de cada miembro. Más aún: estas sociedades, aún
derivando todas ellas de una cultura común, han pretendido, en la época moderna,
y casi a modo de ficción histórica, autopresentarse como culturas independientes,
derivadas de tradiciones propias, incluso de estirpe prehistórica (este es
el sentido que adquieren muchas veces expresiones tales como «música alemana»,
«música francesa», o «cultura alemana» o «cultura francesa»).
§4. Definido de este modo el canon (algunos preferirían decir «el paradigma»,
un paradigma, por cierto, en todo caso cambiante con el tiempo: primero España,
después Francia, más tarde Inglaterra, Alemania, &c.) los «problemas»
se plantearían, ante todo, como problemas de homologación de las diferentes
partes integrantes, constituyentes, &c., de las que se compone cada elemento
o miembro de la clase de referencia, a saber: su régimen político, su nivel
de desarrollo económico o industrial, el grado de su ciencia, de su tecnología,
&c. Se supone que los elementos de una misma clase, aunque sea una clase
de «organismos en movimiento», han de ser homólogos en su desarrollo. De este
modo los problemas se plantearán en términos de un desvío o fractura, en un
elemento dado, de las homologías que habría de mantener con el canon o paradigma.
Ahora bien, los problemas de homologación se plantean en dos planos diferentes.
Refiriéndonos a España: [33]
a) Ante todo, como problemas de homologación de España en su totalidad (entera)
al canon de las naciones europeas. Se nos plantearán entonces problemas cuyas
líneas se reflejarán en el plano político, tanto si se trata de problemas
de homologación económica, como de homologación científica o cultural. Los
problemas de homologación toman, en general, la forma del atraso o del retraso
histórico; curiosamente no suelen considerarse en cambio como problemas los
que pudieran derivarse de supuestos adelantos históricos, por relación al
canon o paradigma. El problema especial de la forma del Estado -monarquía
o república-, como problema de homologación, se plantea porque unos verán
a la monarquía como un arcaismo, un atraso, y otros como un adelanto de lo
que pudiera ser en un futuro próximo.
b) Pero también, como problemas de homologación de partes formales, integrantes
de España (de partes «fraccionarias» suyas), no ya precisamente entre sí,
sino con otras «naciones canónicas». Son problemas que no pueden recibir la
consideración de problemas «políticos», en el sentido de la política internacional,
en la medida en que se interpreten como problemas internos a cada Estado soberano.
Sin embargo, desde la perspectiva emic de las minorías que plantean «el problema
de su homologación» con los Estados canónicos, por ejemplo, los grupos secesionistas
del País Vasco, de Cataluña o de Galicia, que se autoconciben como «naciones
o culturas en busca de Estado», sus problemas serán llamados políticos; desde
la perspectiva del Estado canónico, tendrán sólo la consideración de problemas
de orden público, de opinión o de terrorismo. El «problema de la monarquía
española», como problema de homologación, se plantea ahora sobre todo en este
terreno: todos los secesionistas (vascos, catalanes, &c.) son republicanos,
lo que no significa que todos los republicanos sean secesionistas.
§5. Los problemas de homologación se plantean tanto en una perspectiva histórica,
la del pretérito, como en una perspectiva actual, la del presente, aun cuando
estas perspectivas están obviamente entretejidas.
Un criterio muy generalizado es aquel que utiliza la categoría de «retraso
histórico» para plantear los problemas de España: retrasos relativos respecto
del desarrollo atribuido a los países de su entorno. Retraso en el desarrollo
industrial, retraso en el desarrollo científico, retraso en el desarrollo
filosófico. Incluso se intentará cuantificar la distancia en años. Por ejemplo,
según algunos, el desarrollo industrial de España se encontraría, a la altura
de 1850, a cincuenta años de distancia de Francia o Inglaterra. La mayoría
de los regeneracionistas y de sus sucesores (la generación del 98, sus «hijos»
y sus «nietos»), solían expresar una y otra vez la conciencia de este retraso.
Retraso acortado, se dirá, en las primera décadas del siglo, pero agravado
de nuevo por la Guerra Civil del 36-39. A pesar de todo se reconocerá, por
ellos mismos, que en el presente carecería de todo sentido mantener las actitudes
propias de la generación del 98: España se encuentra hoy «muy cerca» de Europa.
No obstante, se dirá, todavía en la década de los noventa, las empresas dedican
sólo el 1,90 de su inversión a I+D, frente a una media europea de 5,3%, y
aún padecerán las consecuencias de nuestro retraso político (¡los cuarenta
años de dictadura franquista!), o de los retrasos en materia de evolución
religiosa (en España no hubo Reforma, por lo que las libertades heredadas
del «libre examen» tardarían siglos en llegar hasta nosotros; cabría llevar
al límite este diagnóstico añadiendo, irónicamente, por nuestra parte, que
el calvinismo no entró en España hasta el siglo XIX y ello en la forma del
bombo de la Lotería Nacional).
Por nuestra parte cabría impugnar aquí el concepto mismo de retraso, así como
el ambiguo concepto, tantas veces utilizado por Ortega, de «estar a la altura
de los tiempos». ¿De qué tiempos? ¿De los que son marcados por el paradigma
escogido? ¿Acaso cada nación no tiene su propio ritmo? En particular, ¿no
es puramente ideológico proponer, por ejemplo, como criterio de «libertad
de pensamiento», el libre examen luterano? ¿Desde qué criterios puede afirmarse
que la doctrina cartesiana del cogito o la doctrina de las monadas de Leibniz
sean «filosofías más adelantadas» que las doctrinas hilemórficas de la escolástica
española? Cuando se habla de la debilidad del pensamiento filosófico español,
esa debilidad ¿no está referida a una suerte de falta de engranajes con lo
que se considera el paradigma de la filosofía en general? Como si en filosofía
pudiese hablarse de «paradigmas» en el mismo sentido en que se habla de ellos
en Matemáticas, en Física o en Técnología. En España hubo siempre filosofía,
por ejemplo, filosofía escolástica; solamente cuando se da por supuesto que
la filosofía francesa o la filosofía alemana, que discurren al margen de la
tradición escolástica (y no es el caso de Kant, un escolástico «puro»), son
algo más que ideologías, se puede hablar comparativamente de esa «debilidad
de la filosofía española». Además, podría decirse que en España, si no hubo
en Descartes es porque no hacía falta: los tribunales españoles de la Inquisición
controlaban las supersticiones mucho más que los franceses en Francia; por
ejemplo, bastaría comparar el proceso de los milagros de Loudun con el proceso
de las «energúmenas de San Plácido» para demostrarlo. En particular, ¿en virtud
de qué criterios puede concluirse que la filosofía del «tiempo de silencio»
del franquismo fue una filosofía inferior a la filosofía producida en la «recuperación
democrática»? ¿No actuaban en ese «tiempo de silencio» tanto Ortega como [34]
Zubiri, considerados por muchos de los que hablan de ese «tiempo de silencio»
como los pensadores más importantes desde Suárez? ¿Y por qué hablar del problema
del corte abrupto del ritmo del desarrollo económico y político que comenzó
en la década de los veinte, producido por la dictadura franquista? ¿Es que
no hubo fascismo en Italia o en Alemania, o dictadura del proletariado en
Rusia? ¿Acaso fue la dictadura franquista un episodio producido desde fuera
de España y no, más bien, un episodio interno (aunque ayudado sin duda desde
el exterior) de la lucha de clases y del proceso de acumulación capitalista
que condujo desde un nivel promedio de renta per capita de 498.000 pesetas
en 1960 (frente a las 671.000 de la Comunidad Europea) a un nivel promedio
de 1.224.000 en 1975 (frente a 1.442.000 promedio de Europa)? ¿No fue este
proceso de industrialización el que habría hecho posible la admirable «transición
pacífica» de la dictadura franquista a la democracia coronada del 78? Una
transición que algunos interpretan como la obligada transformación de una
sociedad capitalista en proceso de desarrollo «centralizado y autoritario»
a una misma sociedad capitalista que prefiere o necesita, para su desarrollo,
la forma democrática.
También es interesante constatar la naturaleza intencionalmente positiva y
específica atribuida a las causas o razones alegadas para explicar estos problemas
especiales, y por supuesto, su conjunto. Por ejemplo, algunos creen que el
descubrimiento de América habría sido la causa más general del retraso de
España en las diversas especialidades, ya fuera porque distrajo la atención
de los españoles hacia asuntos muy alejados de las ciencias o técnicas que
estaban produciéndose en la Europa moderna, bien sea porque la sangría selectiva
implicada por la conquista dejó perder a los mejores en beneficio de los peores,
que quedaron en la Península. (En otro discurso de apertura de curso, pronunciado
también en la Universidad de Oviedo en el año 1968 por Eduardo Zorita Tomillo,
Catedrático de Genética y Alimentación, Ideas para una interpretación de la
decadencia española, se recupera la tesis de Alfred Fouillée: «la raza se
vio afectada hasta en su sangre, de la cual había gastado locamente la parte
más pura y más vital... había quemado con sus propias manos, como en un inmenso
autodafe, casi todo aquello que tenía fe profunda e interior, pensamiento
independiente...») Además, el descubrimiento habría impulsado o facilitado
la «medievalización» de España, el fanatismo religioso más irracional. Algunos
llegan a señalar, no ya a los Reyes Católicos (por la expulsión de los judíos)
sino a Felipe II como la causa precisa más inmediata de la decadencia española,
en función de la Pragmática de 1559 prohibiendo a las españoles salir a Europa
para realizar estudios: esta sería la causa principal de la decadencia, del
retraso histórico de España.
¿Y qué alternativas -resoluciones, respuestas, salidas- se proponen a los
problemas así planteados, al menos a los principales?
(1) En un primer tipo de respuestas podemos englobar a todas aquellas que,
aun desde perspectivas muy heterogéneas, acusan, como común denominador, la
tendencia a minimizar, o incluso a negar los problemas especiales derivables
de ese retraso histórico. Reaccionando ante el catastrofismo del 98 («la España
sin pulso» de Silvela) es cada vez más frecuente subrayar hoy que la economía
española ya había «despegado» en 1875; que el arancel de 1891 propició un
«crecimiento hacia adentro»; que el «desastre» no fue en realidad tal desastre
(salvo en el terreno de la guerra naval). La misma repatriación de capitales
impulsó un auge financiero -fundación del Banco Hispano Americano, del Banco
Español de Crédito- y la «pérdida de las colonias» no implicó una caída en
los intercambios comerciales, puesto que su curva ascendió a un ritmo regular
casi como si el 98 no hubiera tenido lugar. Además, ni siquiera el 98 fue
un fenómeno diferencial español: también Francia, Portugal o Italia tuvieron
sus «noventayochos».
(2) Un segundo tipo de respuestas (muy similares a las del primer tipo) estaría
constituido por todas aquellas que, reconociendo sin duda los problemas específicos,
admiten que ellos están hoy en vías de resolución. Y, en todo caso, que cualquier
«problema de España» de tiempos pasados puede hoy ya considerarse como un
mal sueño del que debiéramos hoy olvidarnos. España, sobre todo después de
su constitución democrática (hace cuarenta años se decía «después del 18 de
Julio»: España sin problema, de Rafael Calvo Serer), habría ya resuelto su
problema. Sería preciso simplemente no bajar la guardia, atender a todos los
problemas de homologación y convergencia exigidos por el Tratado de Mastricht.
Es la perspectiva de los tecnócratas políticos, economistas, historiadores,
orientados hacia la plena integración en Europa; la perspectiva de los tecnócratas
científicos (de la «comunidad científica») que suscriben, en 1996, el Manifiesto
de El Escorial, con una cierta nostalgia del regeneracionismo de los del 98.
En el fondo, es una actitud que tiene terror pánico a pensar siquiera en la
posibilidad de que España sea diferente.
Ahora bien, cabría objetar a todas las respuestas de este tipo, no tanto sus
proyectos de homologación, cuanto su voluntad tecnocrática de reducir el problema
de España a un conjunto de problemas específicos vinculados por el común denominador
de la «entrada en Europa», como si España, en todo caso, se agotase en esta
condición de miembro homologado de la clase de las naciones canónicas europeas.
Hay un cierto papanatismo en esta actitud, y una petición de principio: el
principio de homologación como único criterio práctico de identidad. La homologación
será necesaria, pero ¿es suficiente? Desde luego, ni siquiera es necesaria
para entrar en Europa o para sostenerse en ella, por la sencilla razón de
que España está en Europa desde sus principios. No puede confundirse Europa
con un club de naciones europeas, incluso con unos Estados Unidos de Europa
que, en ningún caso, podrían formar una nación, menos aún una «nación de naciones»,
concepto tan absurdo como pueda serlo el de «círculo de círculos»; solamente
si se diluyen las naciones o se reabsorben todas en alguna de ellas, cabría
hablar en estos términos. Porque Europa no es una nación, ni siquiera pueden
serlo, salvo retóricamente, dos naciones europeas unidas («ya no hay Pirineos,
ya formamos unidos una sola nación»: pura retórica de la monarquía borbónica).
Europa es una suerte de «biocenosis de naciones», una convivencia en común,
pero una convivencia que, como la que constituye a las biocenosis biológicas,
no implica sólo la paz sino también la lucha por la vida entre sus miembros,
la guerra constante. Y si la guerra interior llega a conjurarse, en virtud
de la solidaridad de sus socios, será debido no ya a la comunidad interna
de sus intereses, sino a la solidaridad de ellos frente a terceros (frente
al tercer mundo islámico, por ejemplo, o frente al continente asiático, a
China principalmente). [35]
(3) El tercer tipo de resoluciones a los problemas de España se corresponde
con unos planteamientos diferentes de estos problemas. No estaríamos ante
«problemas de retraso», y el problema principal deberíamos hacerlo consistir
en no darnos cuenta de ello, como consecuencia de un ciego afán de homologación
con otras naciones de la Tierra, especilamente con las europeas. Hay que volver
a Ganivet: noli foras ire, in interiore Hispaniae habitat veritas. Unamuno
dirá: que inventen ellos (si seguimos la interpretación convencional más simplista
que es frecuente dar a esta consigna y que el propio Unamuno repudió).
¿Quien podría hoy acompasar su paso a semejantes propuestas? Y sin embargo,
cabría apreciar en ellas un principio no enteramente reaccionario, a saber,
el principio mismo de la diferencia. España, en los umbrales del siglo XXI,
se homologa sin duda a las restantes naciones, incluso en alguna línea las
sobrepasa. Pero la pregunta es esta: ¿acaso España se agota en esta homologación
con las naciones canónicas del club europeo?
(4) Un cuarto tipo de respuestas podría estar constituido por todas aquellas
que no se oponen a la homologación, pero se resisten a tratar el concepto
de «homologación» (a veces: «competitividad») como si fuese un concepto unívoco.
Hay muchos tipos de homologación y muchas materias susceptibles de ser homologadas;
pero hay otras materias en las cuales la misma homologación está fuera de
lugar, porque a lo sumo sólo será posible hablar de analogía (pero no de homología).
No es lo mismo la homologación tecnológica o científica que la homologación
política o filosófica (que acaso habría que concebir más bien como una «analogación»,
como una «identidad en la diferencia»). Sólo en donde existan homologías será
posible establecer grados diversos de desarrollo comparativo en las líneas
de los procesos evolutivos homologados. Pero, ¿quién se atrevería en el presente
a decir que la filosofía francesa, la filosofía alemana o la filosofía británica,
incluso la italiana, se encuentran hoy en un grado más alto del que se encuentra
la filosofía española? Una gran parte del profesorado universitario de filosofía,
sea por complejo de inferioridad, sea por autodesprecio, cree que únicamente
puede elevar su triste mediocridad traduciendo, comentando o jaleando las
últimas modas editoriales de otros países a fin de «homologarse» con ellos.
En cualquier caso, el reconocimiento de la conveniencia y aun de la necesidad
de las homologaciones especiales, selectivamente establecidas, no constituye
una razón suficiente de una negativa a seguir planteando el problema de España
como problema filosófico característico.
§6. En cuanto a los proyectos de homologación de determinadas Comunidades
Autónomas con las «naciones canónicas» que algunas minorías regionales pretenden
llevar a efecto, como una forma de resolver sus particulares problemas, diríamos
que son proyectos que no comprometen, en cualquier caso, la Idea de España.
Ni siquiera en el supuesto de que alguna de estas Comunidades, llamadas «históricas»,
consiguiera elevarse, tras un acto de secesión (violento, pacífico o mixto),
a la condición de una nación canónica más con asiento en el club europeo.
Pues no por ello estas hipotéticas «naciones fraccionarias», aun transformadas
o reexpuestas bajo la figura de «naciones enteras», pasarían a pertenecer
directamente al concierto de la Historia universal: comenzarían a ser simplemente
un socio más del club, dejarían, a lo sumo, de alinearse con España, pero
a costa de ser reabsorbidas, en idioma, o en costumbres, por Francia o por
Inglaterra. Las «señas de identidad» que ellas pudieran conservar ni siquiera
podrían servir para reivindicar la calificación de «históricas», que burocráticamente
tienen asignada. A lo sumo, conservarían un interés antropológico de primer
orden. Cataluña, como el País Vasco, Galicia o como cualquier otra autonomía
del 78, tienen que saber que si ellas tienen una historia real la tienen a
través de la historia de España. Por que sólo a través de la historia de España,
en cuanto miembros de un Estado universal llegaron a participar de la Historia
Universal. Separadas de España (en cuanto sistema histórico «realmente existente»
constituido por la confluencia y codeterminación de Reinos en gran medida
diferentes) sólo podrán reivindicar un interés etnológico-antropológico (por
no decir folklórico), pero no histórico.
III. El «problema de España»
§1. El «problema de España» es un problema filosófico. Un problema sólo se
plantea (si nos atenemos a los expuesto al comienzo de este ensayo) en función
de los esquemas de identidad mediante los cuales es definida la estructura
o el sistema problemático. En nuestro caso el «sistema problemático» es España.
Y es España en tanto, y sólo en tanto, que se considere constituida como un
Imperio católico (universal); un Imperio constituido no tanto en virtud de
una constitución explícita, de índole jurídico administrativa, sino en virtud
de una sustasiV (constitutio) resultante o efecto de una causalidad histórica
compleja, no por ello menos determinista: la causalidad que atribuimos a las
figuras de la anamnesis de una sociedad que, tras una incesante descomposición
y recomposición de sus partes formales, logra configurar las prolepsis relativas
a la constitución de un imperio católico único. Prolepsis (planes y programas)
por cuya mediación se canalizaron durante siglos las energías etológicas,
políticas o sociales emanadas del conglomerado de los pueblos que venían habitando
la Península Ibérica.
Ahora bien: una Idea de España que se asemeje a la expuesta, es una Idea que
pertenece a la Historia Universal y, por ello, es una idea filosófica. La
misma Idea de Historia Universal no es propiamente una categoría historiográfica
(en el sentido de la historia científica) porque no es posible construir científicamente
una Historia Universal de la Humanidad. La Idea de una Historia Universal
forma parte de filosofía de la historia (otros dirán: de la teología de la
historia o de la metafísica de la historia).
Suponemos, en efecto, que la Historia, en tanto es historia positiva, «categorial»
(la historiografía científica) no tiene como campo de estudio a la Historia
Universal, sino por ejemplo a Cartago, a Roma, a las sociedades feudales del
medievo, y a sus interrelaciones e interacciones. La «historia científica»
es «Historia de China», «Historia de las sociedades mediterráneas», de sus
relaciones e interacciones, pero no es «Historia Universal». La Idea de una
Historia Universal (y, por tanto, su negación) es una idea filosófica, es
asunto de la filosofía de la historia, por más que los historiadores «profesionales»
suelan dar por supuesto que trabajan en la construcción de una «Historia Universal
de la Humanidad». Para lo cual tendrían también que suponer que esa Historia,
[36] lejos de circunscribirse en el pretérito, habría de incluir también al
«presente de la humanidad»: se reivindicará una «historia del presente». Pero
no será suficiente: la Historia Universal tiene que ocuparse también del futuro,
como es evidente, si quiere ser universal; por ello algunos se atreverán a
predecir, en calidad de historiadores, el futuro histórico de la humanidad.
Es una situación muy similar a aquella en la que se encuentran los antropólogos
profesionales, que les incita a creer, cuando se ocupan del análisis de las
formas agrícolas del Bierzo o de la Patagonia, que están trabajando en la
construcción de una «teoría del Hombre».
Desde un punto de vista histórico-positivo (por no referirnos al punto de
vista antropológico-etnográfico o sociológico), ya la simple presentación
del «problema de España» como un problema global (incluso como un enigma histórico)
habría de considerarse como un error de planteamiento; porque un planteamiento
histórico-positivo (historiológico) es un problema de historia particular
o especial, que se suscita en el momento de establecer las relaciones (de
homología, por ejemplo) entre el proceso de un sistema histórico de referencia
y otros sistemas dados. Pero desde una perspectiva histórica (historiográfica)
España, en su historia, no tendría por qué constituir un problema, menos aún
un enigma histórico de mayor enjundia que la que pudiera corresponder, por
ejemplo, al problema histórico de Suiza, de Bretaña o del Bierzo. En efecto,
desde una perspectiva histórica estricta, la idea de España, en cuanto Imperio
católico (universal) habría de ser reducida a la condición de una ideología
propia (emic) de una sociedad muy particular (nada universal), la sociedad
que habitó la península ibérica a partir de un cierto momento del tiempo métrico
(sidéreo); dicho de otro modo, la idea de un Imperio Católico (universal)
español puede ser tratada y analizada ampliamente desde las categorías historiográficas
de la historia positiva (no filosóficas) particular como una «formación ideológica».
Ahora bien: es en el momento de hablar de Historia Universal (de la Humanidad)
cuando la idea de un Imperio Universal, sin perder su carácter ideológico,
puede comenzar a adquirir un significado distinto, trascendental a las categorías
especiales (y a los problemas especiales) de la historiografía, aunque tenga
que «abrirse camino» a través de ella. Un significado filosófico y, por tanto,
práctico, en cuanto obligadamente referido al presente, y aún al futuro, y
no solamente al pretérito (que es el ámbito propio, según presuponemos, de
la historia positiva).
Con todo, es preciso advertir (principalmente a quienes no están al corriente
del significado de la Idea de una Historia Universal y precisamente desde
su condición de historiadores profesionales) que la Idea de una Historia Universal
no es una Idea clara y distinta, unívoca, sino una idea confusa, analógica,
en la que se mezclan modos muy diversos. Dejando aquí de lado los modos correspondientes
a la idea de una «historia cíclica» (y precisamente por ello, universal, idea
que mantiene su aliento desde los griegos, Platón o Aristóteles, hasta nuestros
casi contemporáneos Vico o Spengler) nos atendremos a otros dos modos de historia
universal no cíclica (sin que por ello deban excluirse las reiteraciones ocasionales
de determinados circuitos históricos) que denominamos respectivamente (1)
el modo metafísico (y, en su origen, teológico), de la Idea de Historia Universal
y (2) el modo dialéctico (materialista y, a veces, idealista) de esta misma
Idea de Historia Universal.
(1) La modalidad metafísica de la idea de Historia Universal o, si se prefiere,
la idea metafísica de una Historia Universal, podría hacerse equivalente a
la misma concepción de la Historia Universal como «Historia de la Humanidad»,
como una «historia del género humano», en cuyo caso esta historia habría de
desplegarse, al parecer, a través de sus diferentes «especies evolutivas»
(tomando aquí «especie evolutiva» en el sentido comúnmente admitido por los
biólogos, desde que G.G. Simpson acuñó el concepto: «un continuo de poblaciones
que se suceden en el tiempo, siguiendo una trayectoria propia, independientemente
de las demás especies del género, y sostenidas a lo largo de un intervalo
temporal significativo, como consecuencia de su mismo aislamiento relativo»).
Sin embargo, la mayor parte de los historiadores positivos tienden a circunscribir
la Historia Universal en la historia de la «especie humana», en cuanto especie
única (aunque no faltan hoy antropólogos, como Milford Wolpoff o Alan Thorne,
que mantienen las ideas poligenistas defendidas en su momento por Franz Weidenreich
y Carleton Coon). La Historia Universal de la especie humana habría de comenzar,
por tanto, incluyendo a toda la Prehistoria de esa supuesta especie única;
una especie que, formada probablemente en Africa, habría ido sustituyendo
a las diferentes poblaciones autóctonas, ya humanas (Homo neanderthalensis,
Homo erectus, &c.) que vemos ya habitando Eurasia, como casos, entre otros,
de la evolución alopátrida, a través del mecanismo del aislamiento reproductor
(teoría de la sustitución de Gunter Bräuer y Christopher Stringer).
Lo que importa subrayar es que la idea de Historia Universal, como Historia
de la especie humana, totalizada, al menos de un modo intencional, metaméricamente
(es decir: desde el exterior de sus partes, incluso «desde el exterior de
la humanidad», como si el sujeto operatorio estuviera segregado de su campo),
es el equivalente de la Historia Universal que toma al Hombre (o a la Humanidad)
como sujeto de la Historia; una totalidad que implica una sustantivación de
esta Humanidad (por ello se trata de una idea metafísica) como si cualquier
población de esa especie, por el hecho de [37] ser considerada parte de la
especie humana, «entrase», por sí misma, en la Historia Universal (cuando
en realidad lo que habría entrado es en la Zoología antropológica o en la
Antropología). Según esto, la Historia Universal tendería a concebirse como
la «sección humana» de la teoría general de la evolución, en general; y así,
de hecho, fue concebida, por ejemplo, en la época en que Henri Berr dirigió
la monumental Historia Universal titulada La evolución de la Humanidad. Esta
Historia Universal metafísica es, en todo caso, una secularización de la idea
teológica de una Historia Universal, una Historia que se suponía escrita «desde
el punto de vista de Dios» y, por tanto, muy próxima a la Historia sagrada.
Es la idea teológica que inspiró La Ciudad de Dios de San Agustín; pero también
las Metamorfosis (como las llamo E. Gilson) de esta Ciudad de Dios. Y como
metamorfosis de la Ciudad de Dios nosotros hemos podido considerar también
(en Cuestiones quodlibetales) a la Idea de la historia vinculada a la Idea
del progreso lineal, continuo o en zig-zag de la humanidad; idea que, originada
en el siglo XVIII (al menos si nos atenemos a la tesis de Bury o de Stent)
o, si se quiere, mil años antes (según la tesis de Niesbett), fue incorporada
al idealismo alemán como núcleo de una Filosofía de la Historia Universal
(Fichte, Hegel). Pero también, poco después, y desde una perspectiva materialista,
a la teoría general de la evolución, por Herbert Spencer, o a la teoría general
de la historia de Carlos Marx. Recordemos aquí de nuevo que en el discurso
funeral que Engels pronunció sobre su tumba, Marx fue comparado con Darwin:
«Si Darwin ha descubierto la ley de la evolución de la Naturaleza, Marx ha
descubierto la ley de la evolución de la Historia.»
Con todas las modificaciones, variaciones, incluso limitaciones cronológicas
(¿cuando comenzó la historia del hombre?), pero también con limitaciones a
la misma Idea del progreso lineal, la idea metafísica de una historia universal
del hombre sigue vigente. Unas veces como historia siempre inacabada, infecta,
como ocurre, pongamos por caso, con la teoría de las generaciones, tal como
las concibió no ya sólo Ranke («cada generación es un eslabón de una cadena
humana que está siempre igualmente cerca de Dios») sino el propio Ortega (cada
generación significa un modo característico de ser hombre, que se va acumulando
a los otros modos que se han dado sucesivamente en la historia universal).
Otras veces como Historia Universal a punto ya de terminar, como historia
perfecta (el fin de la Historia de Kojève-Fukuyama).
Y no faltará alguien, entre este ilustre público, que se esté ya preguntando
con impaciencia, ¿y qué tiene que ver el asunto que nos ocupa, España, con
estas referencias a la Idea metafísica de una Historia Universal de la Humanidad?
Tendría que responderle: mucho tiene que ver, aun cuando, con frecuencia,
quienes hablan de España y de su Historia, intentando mantenerse en su análisis
con el mayor rigor positivo que les es posible, pueden no tener si siquiera
conciencia de que están inmersos, aunque no lo quieran, en la idea metafísica
de una Historia Universal. Sus planteamientos «positivos» resultan ser ellos
mismos tributarios de esa Idea metafísica que, subterránea o insidiosamente,
les acompaña.
En efecto, cuando se utilizan las categorías históricas (historiográficas)
que antes hemos mencionado, tales como «altura de los tiempos», «retraso»
(o atraso histórico), o sobre todo, la categoría de «modernidad» referida
a la Humanidad misma «en su evolución», ¿no se está siendo prisionero de una
Idea metafísica de Historia Universal de la Humanidad, entendida de un modo
u otro, como el proceso, generalmente progresivo, evolutivo, global o lineal
en el que se «despliega» la Humanidad? Sólo así tienen sentido los diagnósticos
del «problema de España» tales como el siguiente: «España, en el siglo XVI,
por motivos muy diversos (entre los que se alegan su misma orientación hacia
América) perdió la ocasión de incorporarse a la modernidad; y, en lugar de
contribuir, como podría haberse esperado (al menos, por los más optimistas)
al desarrollo de la técnica, de la política o de la ciencia (a la «altura
de su tiempo») quedó estancada o retrocedió hasta la edad media, produciendo
los arcaísmos sorprendentes de la «escolástica española», la Inquisición,
la censura de libros, al precio de desviarse de las formas más innovadoras
de la devotio moderna, entre ellas el luteranismo o el calvinismo.»
Ahora bien, ¿cómo puede hablarse de una «modernidad» (salvo desde la perspectiva
de esa historia universal metafísica) que engloba cosas tan diversas como
el luteranismo, la política de Maquiavelo, la astronomía de Copérnico o las
revueltas de la Baja Sajonia? ¿Cómo puede considerarse «explicada» científicamente
a la escolástica española, a partir de la categoría del «retraso» o del estancamiento
histórico en la época medieval? ¿Acaso no era tan actuales las Disputaciones
metafísicas de Suárez como los Tratados de Giordano Bruno? ¿Acaso no era tan
medieval Lutero como San Juan de la Cruz? ¿Es que se enseñaban verdades filosóficas
superiores en Europa a las que se enseñaban en España? Esto sólo podrá afirmarlo
quien suponga que el cogito cartesiano es el fundamento de la filosofía moderna
o el que sostenga que las «mónadas» de Leibniz constituyen un descubrimiento
asombroso comparable con el de las geometrías no euclidianas; pero quien vea
en el cogito, o en las mónadas, meras construcciones ideológicas (sin duda,
de gran interés arqueológico, el mismo que puedan tener las pelucas o las
reverencias en la Corte) no podría lamentar el supuesto «retraso» de la filosofía
española en esos terrenos. Es preciso liberarse de la categoría histórica
del «retraso histórico» como si fuese una categoría historiográfica explicativa.
¿Acaso la escolástica española no tiene que ser explicada históricamente por
su mismo presente, y no por un pasado declarado inerte? Es decir, por las
funciones que a ella le correspondió desempeñar, en un imperio católico que
necesitaba urgentemente organizar un clero, una administración, unos gobernantes,
que estaban actuando no ya mirando a un pasado, sino en un presente que les
urgía.
Y en este conglomerado designado como «modernidad», ¿no es necesario desglosar
contenidos y contenidos, algunos ridículos y puramente supersticiosos, como
podrían serlo las teorías contractuales del pacto social, y otros abyectos,
como pudiera serlo la concepción del Estado de Hobbes? Solamente para los
católicos «postconciliares» podría ser Lutero algo así como una vanguardia.
Queda, en verdad la música, las matemáticas, la física, la revolución industrial;
pero ni siquiera estos contenidos pueden hoy día ser considerados sin más
como episodios de una escala progresiva del desarrollo de una humanidad, ni
las naciones en las cuales se incubaron estos asombrosos descubrimientos -Francia,
Inglaterra o Alemania- pueden considerarse como las naciones «mas evolucionadas»
o adelantadas en esa Historia Universal metafísica de la humanidad, como si
la racionalidad francesa, la ciencia inglesa o la música o la filosofía alemana,
hubieran emanado del genio de unas naciones [38] autónomas, como si sus raíces
no estuvieran hundidas en una sociedad medieval cristiana de las que todas
ellas procedían, para bien o para mal. Ha hecho falta, es cierto, llegar a
la Segunda Guerra Mundial, al holocausto y a la bomba, para saberlo «a ciencia
cierta». Para decirlo con palabras que Thomas Mann escribió, en su Doctor
Faustus, en un 25 de abril de 1945 (y que yo mismo he citado alguna vez en
otro contexto): «¿Es construcción enfermiza preguntarse cómo en el porvenir
Alemania, de cualquier forma que sea, osará abrir la boca cuando se trate
de problemas que conciernen a la Humanidad?»
(2) Pero cabe construir una modalidad no metafísica (ni, por supuesto, teológica)
de la idea de Historia Universal. Una modalidad que ha de ser llamada dialéctica,
por cuanto implica contradicciones flagrantes, pero objetivas, materiales
y no formales; una idea de la que se hayan extirpado las sustantivaciones
o hipóstasis de la Humanidad como sujeto (metamérico) de la Historia. Y ello,
del único modo posible: mediante el regreso hacia una perspectiva diamérica,
en la que los sujetos operatorios, los propios sujetos que piensan la historia
y, por tanto, las sociedades en las cuales ellos están envueltos y conformados,
puedan mantener su presencia sin ser eliminados del campo histórico. (¿Acaso
las ciencias históricas podrían dejar de ser, para decirlo en nuestra terminología,
beta operatorias, si quieren seguir siendo históricas?).
Se trata, por tanto, de sustituir la Idea metafísica de una Historia Universal,
por una Idea dialéctica; pero no de eliminar la Idea misma de Historia Universal,
como han pretendido hacer, después de considerar a la Historia Universal como
uno más de los «grandes relatos» propios de la «modernidad», los «posmodernos»
practicantes del «pensamiento débil». Y nunca mejor dicho; pues tales posmodernos
(precisamente los que, para definirse, necesitan construir la idea de «modernidad»)
comienzan, sin ver más allá de sus narices, por identificar a los «grandes
relatos» precisamente con esas construcciones metafísicas que tienen que ver
con la Historia Universal de la Humanidad (la Idea de Progreso, incorporada
por el materialismo histórico), como si con ello hubiera que renunciar a todo
género de Historia Universal, sustituyéndolo por el género de las «microhistorias»
propias del «pensamiento fragmentario». Esos posmodernos que continúan sin
querer o sin poder ver, en sus propias narices, que nuestro presente (me refiero
al presente positivo: no sólo al que abrió el final de la Segunda Guerra Mundial,
sino también el que se abrió la caída de la Unión Soviética) podría ser definido
precisamente por su proclividad a los «grandes relatos» cosmológicos (el big-bang,
las TOE, el proyecto Genoma,...) o políticos (la ONU, la OMS, la FAO) o incluso
históricos, aunque de signo opuesto a los relatos marxistas (el fin de la
historia).
No se trata, por tanto, de eliminar la idea de una historia universal; se
trata de ajustarla a sus propios quicios. Y el quicio (o los quicios) de la
historia universal no es la Humanidad, considerada como un todo (metamérico),
como un sujeto capaz incluso de «autoproponerse su propio destino» o, por
lo menos, de ser tratado como si su estructura estuviese destinada a desplegar
un proceso universal. El quicio (o los quicios) de la Historia Universal hay
que referirlo (referirlos) a partes suyas, a sujetos operatorios (que son
los únicos capaces de anamnesis y prólepsis). Sujetos operatorios que, no
por ser operatorios, se agotan en su individualidad, puesto que, como tales
sujetos operatorios, sólo actúan en tanto que están «moldeados» por grupos
y sociedades humanas capaces, aun siendo partes de la especie humana, de «enfrentarse»
-en grados distintos de penetración y de poder- a todas las demás partes en
función de sus fines.
Ahora bien, como tales fines pueden figurar, desde luego, los fines de las
otras partes, de algunas, al menos, en tanto sean incorporadas a las prólepsis
de los mismos sujetos que proyectan. Dicho de otro modo: la Historia Universal
sólo podría configurarse como tal a partir de la constitución (sustasiV) de
ciertas sociedades o culturas (que la Antropología o la Prehistoria comienza
por reconocer en su propio campo) como sociedades o culturas universales,
es decir, como civilizaciones o, en términos políticos, como Imperios universales.
No queremos decir con esto que todas las sociedades o todas las culturas,
en virtud de un desarrollo «normal» paralelo, hayan de culminar en una civilización,
como sugirieron los clásicos de la Antropología, Morgan principalmente, al
concebir a la civilización como la fase superior de toda cultura que hubiera
atravesado ya las fases del salvajismo y la barbarie; y menos aún que la civilización
en la que todas las culturas habrían de desembocar fuese una civilización
única, común, armónica, &c. Porque, en realidad, sólo algunas culturas,
por motivos muy precisos, alcanzan el rango de civilizaciones universales,
sólo algunas sociedades políticas alcanzan la condición de imperios universales
efectivos (al menos con un grado suficiente de presencia histórica como para
ser categorizadas como tales). Y, lo que es más importante, estas civilizaciones
o estos imperios universales resultan no ser únicos; y no tanto porque se
sucedan los unos a los otros (la translatio Imperii) cuanto porque, a veces,
coexisten incluso aunque no, desde luego, de un modo pacífico: «Así como no
caben dos soles en el Cielo, tampoco en la Tierra caben dos reyes como Alejandro
y Darío.»
Ahora bien, cuando estos Imperios universales actúan de suerte que pueda decirse
de ellos que son «realmente existentes» según su proyecto, será cuando pueda
hablarse de Historia Universal. De una Historia Universal escrita por ellos,
desde luego. «La Historia (universal) la escriben los vencedores»; pero por
la única razón de que sólo en función de estos vencedores imperialistas, la
Historia Universal se ha prefigurado como tal. Sólo en función de un Imperio
universal pudieron las demás «partes» de la humanidad existente comenzar a
congregarse y a participar de un «mercado mundial» (para decirlo en términos
de Marx). Es desde esta perspectiva desde la que Polibio, en la última fase
de la República romana, pudo hablar por primera vez de una Historia de rango
superior al que pudieron alcanzar las historias de Herodoto o de Tucídides:
«Los sucesos ocurridos en el Mundo se hallaban como diseminados... a partir
de aquí, la historia comienza a tener cuerpo; los acontecimientos acaecidos
en Italia y Africa se enlazan con los que han tenido lugar en Asia y en Grecia,
y todo conspira al mismo fin» (I,4,2).
El «problema de España», en cuanto problema filosófico, es decir, en cuanto
problema de la filosofía de la Historia Universal, sólo podría plantearse
de un modo no metafísico, según lo dicho, en función de una asignación a España
de unos proyectos (planes y programas) constitutivos de tal alcance que permitieran
reconocerle una suerte de unicidad en el conjunto de las demás sociedades
políticas y, con ella, [39] una diferencia irreductible respecto de ellas
en la perspectiva de la Historia. Pero esta diferencia sólo puede corresponderle
en su condición de Imperio católico (universal). Sólo si se comienza a reconocer
que «España es diferente» (de las restantes naciones o Estados de su entorno)
cabrá hablar del «problema de España» como problema filosófico. Hablamos de
una diferencia material, precisa, determinada («paramétrica»), no de diferencias
indeterminadas («no-paramétricas») que habrían de afectar a cualquier sociedad
o a cualquier individuo que se considere. Porque, para decirlo con los estoicos,
«no hay dos hierbas iguales»; es decir, cualquiera es diferente de cualquier
otro. Sin duda. Aquí hablamos de diferencias referidas al «parámetro» de la
unicidad universal (católica) asumida como constitutiva del proyecto mismo
de una sociedad política, que llamamos España.
¿Y cómo -habría que preguntar de inmediato- podemos atribuir una tal diferencia
a una sociedad política que, como todas las demás, ha de constituirse según
las reglas de su eutaxia propia? ¿Acaso estas reglas no son similares, uniformes,
genéricas, distributivas, por tanto, compatibles con diferencias dadas en
su propio género? Respondemos negativamente, porque la eutaxia sólo, en la
propia formalidad de su concepto, resulta ser genérica, unívoca y distributiva;
no tiene por qué serlo cuando tenemos en cuenta la materia a la que sus reglas
se aplican. No tiene por qué ser similar la eutaxia de una nación «cerrada
sobre sí misma», aislada (como la isla de Utopía o como la isla de La Ciudad
del Sol), que la eutaxia de un Estado rodeado de Estados vecinos que mantienen
un consenso relativo al equilibrio de sus poderes; no tienen por qué ser similares
la eutaxia de un «imperio colonial depredador», que busca ya sea universalmente,
ya sea en el área de su influencia, mantener su poder y su dominio a costa
de las materias primas extraídas de sus colonias, a quienes pude dejar, por
lo demás, en absoluta libertad en cuanto a sus costumbres, lengua o supersticiones
se refiere, que la eutaxia de un «Imperio generador», que tiene escrita en
su bandera la divisa de la transformación de los pueblos sometidos en pueblos
libres y civilizados (se entiende, obviamente, según su propia civilización).
Es desde esta perspectiva de la «España diferente» como nosotros planteamos
el problema de España como problema filosófico. Es una diferencia que tendremos
que perseguir hasta los momentos mismos de su constitución (puesto que no
está dada eternamente); los momentos a partir de los cuales pudiera ser tratada
la Historia de España como el equivalente, en la Historia Universal, de lo
que una especie evolutiva, en el sentido de Simpson, que antes hemos citado,
es en la evolución genérica: un continuo de poblaciones que se suceden en
el tiempo en «relativo» aislamiento de los demás, manteniendo no sólo su independencia
de ritmo sino el carácter único de su ortograma: el ortograma del Imperio
católico universal. Es una diferencia que tendremos que examinar también en
los momentos de su limitación, por enfrentamiento con otras diferencias de
rango paramétrico similar y, muy especialmente, en los momentos de la caída,
de la decadencia de esa misma diferencia constitutiva.
No hablamos, por tanto, de cursos lineales de desarrollo marcados por una
«modernidad» que estableciese las pautas a la historia universal. Hablamos
de una Historia Universal como el equivalente de esas «especies evolutivas»
que venimos mencionando, cada cual con sus ritmos de desarrollo propios, aunque
en competencia y lucha a muerte con otras especies evolutivas de su misma
escala. Es en este contexto de la Historia Universal, que hade estar escrita
desde cada parte de ese universo, y desde una parte en algún sentido victoriosa,
desde donde podemos hablar de España, en cuanto como problema filosófico pues
sólo entonces podrá hablarse del significado de España en la Historia Universal.
§2. La constitución del Imperio católico español
1. La constitución (sustasiV) de España como Imperio católico (universal)
es un proceso, no es un acto de creación. Como tal proceso, ha de implicar
el concurso de componentes diversos y heterogéneos, refundidos, en una suerte
de anamórfosis, en un resultado «tangible». ¿Cómo determinar los componentes
y el número de los mismos? No podemos separar enteramente la cuestión de la
naturaleza de estos componentes de la cuestión del número, puesto que el número
no es aquí tanto una característica abstracta, sino la expresión de una pluralidad
concreta. El número determina en gran medida la naturaleza del proceso de
constitución que buscamos.
2. La prueba es que si supusiéramos que el número de componentes o «factores»
que intervienen en la constitución de España (y que, en cualquier caso, habría
de tener un cardenal finito) hubiera de contarse por millones, es porque estábamos
refiriéndonos a los individuos que integran las «sociedades ibéricas»; estaríamos
tratando de ofrecer una teoría explicativa de la constitución (sustasiV) de
España como resultado de un pacto social, o de un «plebiscito cotidiano» entre
los millones de individuos que, como partes, se hubieran «autodeterminado»
en la «época fundacional» a la manera como algunas partes (partidos), reconocidas
como tales en la España del presente, pretenden conseguir, por autodeterminación
plebiscitaria, la constitución de nuevas naciones, como Estados segregados
del Estado común que todavía hoy llamamos España. Pero no fue en virtud de
una autodeterminación plebiscitaria por la que España se constituyó como tal;
no fueron millones de componentes o de factores individuales quienes la constituyeron,
aunque, sin duda, debieron reconocer de algún modo el hecho, aunque fuera
«plegándose» a él, al hecho de la constitución lograda.
La teoría explicativa de la constitución de España a partir de millones de
factores o componentes es inviable, por la sencilla razón de que esos millones
de factores sólo pueden intervenir en el proceso constituyente cuando España
estuviese ya constituida: lo que se llama «Constitución» en el lenguaje político
jurídico es un abuso de los términos, y, cuando menos, no traduce la idea
ontológica de la sustasiV sino que la supone ya dada. Además, se refiere al
régimen o forma de gobierno de un Estado, mucho más efímero, en todo caso,
de lo que designamos con la idea de «Constitución (sustasiV) de España». De
otro modo: la constitución histórica de España es un proceso muy anterior
al de su constitución como Estado: España está ya constituida, históricamente,
no sólo antes de que Carlos I reuniese en un único reino la herencia de su
madre doña Juana, sino también antes de que los Reyes Católicos contrajesen
matrimonio. Sólo políticos o historiadores con la deformación propia de un
burócrata, se atreverán a poner una fecha jurídica precisa a la Constitución
de España como una sociedad unitaria. Como si la Constitución de España fuese
un proceso equiparable a la Constitución, ante notario, de una sociedad anónima.
[40]
3. En el otro extremo numérico, en el que ya no consideramos millones de componentes
o factores, sino un único factor, las posibilidades de una «teoría de la constitución
histórica» se nos presentan todavía más oscuras. Pues con un único factor
o componente no puede explicarse nada, sino él mismo. Operando con un sólo
factor, sólo cuando pedimos el principio (llamando España a ese mismo factor
que no se sabe de donde viene) podemos obtener la ilusión de haber podido
reconstruir el proceso de su constitución. Y, sin embargo, no deja de ser
interesante constatar una suerte de tendencia al «monismo factorial» (aunque
modulado de muy diferentes maneras) en los más diversos ensayistas en torno
al problema de España. Descontamos, por supuesto, las «teorías», más bien
retóricas, de la España eterna, del pueblo intemporal ibérico, o celtibérico,
que «desde siempre» habitó la Península, recibiendo sin variar, en su intrahistoria
las visitas de cartagineses y romanos, de visigodos y bereberes. También utiliza
de hecho un solo factor, al menos determinante, quien, como Ganivet, intenta
derivar la constitución de España a partir de su condición peninsular (tan
diferente, según él, de la condición propia de los pueblos insulares o de
la de los pueblos continentales). Más aún, en la propia teoría ensayada por
Ortega, en su España invertebrada, cabría advertir la sombra de este monismo
factorial; porque, al menos como factor determinante, Ortega toma como hilo
conductor a los visigodos, como fracción de los godos más «civilizados», menos
combativos, decadentes en suma, que entraron en España como un último reducto
al que hubieran sido empujados por pueblos germánicos o asiáticos más enérgicos.
Sin duda, es este monismo factorial el que obligó a Ortega a establecer su
teoría de España como una continua decadencia: a partir de un factor único,
endogámicamente tratado, sólo podemos esperar la degeneración del organismo,
su decadencia. Pero son excesivas paradojas las que tiene que superar Ortega
al tener que disponerse a interpretar como decadencia no sólo los episodios
de la conquista de Granada, sino también los de la conquista de América.
Con dos factores parece que puede lograrse algo más. La cuestión es cómo determinarlos.
Pero las teorías de «las dos Españas», no ya en el sentido de la España y
de la anti España (que sigue siendo una teoría monista), sino en el sentido
de dos supuestas Españas dioscúricas, que conviven «peleando, como Esaú y
Jacob en el vientre de su madre», está mucho más extendida de lo que fuera
de desear (y Machado, en sus famosos versos, contribuyó a fijar este dualismo.)
Algunos hablan de esos dos supuestos factores de la constitución española
en términos raciales: iberos y celtas, o indoeuropeos y africanos; otros tratarán
de identificarlos con determinados conceptos históricos (las dos Hispanias
romanas, la ulterior y la citerior). Otras veces, como símbolos al menos de
estos dos supuestos factores constitutivos, se tomarán las figuras de Don
Quijote y Sancho, o bien, la división entre señores y siervos o entre derechas
e izquierdas -que en España no se limitan al concepto de Estado- y que acaso
podrían ponerse en correlación con esos «dos hemisferios del alma española»
que corresponden a una España negra y a una España roja (o blanca) que se
habría prefigurado «en la España quinientista del siniestro Felipe II». No
falta quien, a partir de la constatación de una fractura social y política
de España en dos partes (denominadas primera y segunda), fractura que jamás
habría desaparecido de España, ni siquiera tras la toma de Granada en 1492,
cree poder construir una teoría constitucional de España a partir de la hipótesis
de una tercera España, síntesis de la primera España y de la segunda; una
España que, esbozada en Cervantes o en Jovellanos, en Cánovas o en Costa,
fracasada y descuartizada en los años del franquismo, renace otra vez en La
velada de Benicarló de Azaña o en Descargo de conciencia de Laín, como una
firme esperanza en la tolerancia final de nuestra convivencia ética (Cesar
Vidal, La tercera España, Espasa, Madrid 1998).
No hará falta decir que estas teorías «bifactoriales», tal como suelen ser
llevadas a efecto, en grados que oscilan desde la ramplonería más extremada
hasta la tautología más radical, no son, en cualquier caso, propiamente ni
siquiera teorías, sino, a lo sumo, racismo simplista, marxismo vulgar, lamentaciones
jeremíacas -«una de las dos Españas ha de helarte el corazón»- o bien homilías
éticas o metafísicas.
4. La teoría «trifactorial» más célebre es sin duda la que asociamos al nombre
de Américo Castro. Ahora resulta que no son dos, sino tres, los componentes
o ingredientes a partir de los cuales España se constituyó, entrada ya la
Edad Media (y no antes): judíos, moros y cristianos, las tres creencias o
pueblos que se nombran en la inscripción del sepulcro de Fernando III en la
Catedral de Sevilla. Estos serán los tres factores que han constituido a España.
¿Quien puede dudar de que el «juego» que dan tres factores es de un orden
cualitativamente superior al juego que dan dos? Tria faciunt collegia: con
tres factores es posible establecer tres coaliciones de a dos, frente a un
tercero, con lo que la tautología desaparece y la posibilidad de construir
modelos diferentes de situaciones históricas aumenta. Sin embargo, la teoría,
aunque contiene ideas imprescindibles, adolece de su tendencia a dar un «peso
teórico» equivalente a estos tres factores, como si no hubiese habido más,
y como si esos tres tuvieran fuerza bastante para explicar la Historia de
España en su conjunto. No entramos aquí en las cuestiones relativas al idealismo
histórico (mentalismo o psicologismo) que la teoría de Américo Castro entraña.
5. Para nuestro propósito no necesitamos, por fortuna, determinar (o escoger
a priori) el número de factores con los cuales fuera posible alcanzar la constitución
de España, como idea perteneciente a la «constelación» de las ideas propias
de la filosofía de la historia. Y no lo necesitamos porque vamos a cambiar
de método de construcción, es decir, vamos a desistir de comenzar nuestra
construcción a partir de factores integrantes o constituyentes, obtenidos
por análisis, a fin de obtener, tras su recomposición o síntesis, la constitución
buscada. Nos proponemos, en cambio, partir de algún constituyente que pueda
ser determinado a la misma escala de aquello que queremos construir (no es
lo mismo construir una superficie plana triangular a partir de rectas unidimensionales,
que construrirla a partir de rectángulos divididos por diagonales). Por supuesto
no podemos hacer aquí sino una exposición de las líneas generales de una construcción
semejante, sin pretender reconstruir, ni siquiera con un mínimo de detalle,
los pasos y eslabones precisos. Nos parece además que una reconstrucción más
detallada del proceso sería superflua, puesto que los eslabones constan en
tratados o manuales de Historia de España; y además, el detalle, encubriría
la línea global de la construcción, determinada por los puntos característicos,
suscitando por ejemplo cuestiones particulares y debates colaterales de gran
importancia, pero que no tendrían por qué afectar necesariamente a la construcción
global.
El constituyente global de escala que hemos escogido es la idea del Imperio
romano, definido como Imperio universal, [41] aunque por modo más bien negativo.
Suponemos, en efecto, que la «universalidad ecuménica» que alcanzó el Imperio
romano fue la universalidad de la ecumene mediterránea, una «totalidad centrada»
en torno a un mar interior, rodeado de tierra romana; una «totalidad centrada»
en torno a Roma, que se habría ido constituyendo, durante siglos, hasta alcanzar
sus fronteras naturales, siguiendo «ortogenéticamente» una regla que, en otro
lugar, hemos enunciado de este modo: «Las tierras visibles al otro lado de
un mar (o de un río) que baña territorio romano han de ser también romanas.»
Primer ensayo sobre las categorías de las «Ciencias políticas», Logroño 1991,
pág. 387). Lo que queda más allá de esas tierras, o de los mares ilimitados,
es propiamente un espacio «extrahumano», habitado por bárbaros.
El Imperio romano se habría fijado, casi desde el principio, sus propios límites,
y no habría pretendido siquiera, como Alejandro, extenderse ilimitadamente
hacia el Oriente a fin de circunvalar la Tierra entera, una Tierra cuyo perímetro
había fijado Eratóstenes: sus cálculos fueron, en esencia, los que dieciocho
siglos más tarde, a través del mapa de Toscanelli, hubiera de utilizar Cristóbal
Colón. El Imperio romano fue, sin duda, un imperio esclavista, pero su significación
histórica no queda agotada por este concepto. Al mismo tiempo que esclavizó
y extorsionó a centenares de miles de hombres, en beneficio de la Ciudad,
generó la constitución de otras muchas ciudades, a las cuales, terminó concediendo,
en la época de Caracalla, la ciudadanía romana. La grandeza del Imperio y
su dialéctica estriba en esto, en haber establecido un inmenso ámbito densamente
interconectado y organizado, a fin de asegurar las tareas recurrentes de extracción
de metales, madera o esclavos, con destino a la Urbs, pero de un modo tal
(determinadno por su propia cultura) que simultáneamente, y merced a esta
misma explotación esclavista (imprescindible para sus objetivos: es ridículo
hablar del «lado malo», o de la pars pudenda de la grandeza romana), en haber
multiplicado su propia ciudad en las colonias (que terminarían, por ello,
de dejar de serlo), tolerando las costumbres y religiones populares (los dioses
de la segunda y tercera función en la terminología de Dumézil), con tal de
que en todos los lugares se respetase el culto al emperador y a su triada
capitolina (los dioses de la «primera función»); porque esto equivalía a imponer
el «imperio de la ley», una ley hecha, desde luego (¿cómo podía ser de otra
manera?), a medida de los propietarios, pero en todo caso una ley que podía
servir de regla «racionalizada» de la justicia: Tu romane memento, regere
Imperio populos. Virgilio, al señalar a Augusto esta regla, exponía algo más
que una mera disculpa ideológica del esclavismo (como tantos marxistas «vulgares»
han pretendido o siguen pretendiendo).
Damos por descontado, junto con otros muchos autores (aunque no con todos)
que la Hispania romana, aunque «totalizada» como tal, en cuanto unidad territorial
y administrativa por el Imperio, no es, desde luego, traducible por «España»,
en el sentido actual, puesto que quienes en ella vivieron (incluido los antiguos
pobladores pre romanos), fueron «provinciales» del imperio, y no «españoles»
en el sentido propio posterior.
El Imperio romano, a lo largo del siglo IV, será «recubierto» por las iglesias
cristianas, que tras pactar con él, se transformarán en una nueva institución
que pretende llegar a todo el mundo, a todas las gentes (San Marcos, 16,15:
«Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura»), es decir, a
constituirse como Iglesia católica (universal), aun cuando, de hecho, y en
principio, los apóstoles no hicieron sino re-correr las mismas calzadas que
el Imperio «les había preparado» (según sugirió Eusebio en su Praeparatio
evangelica).
El Imperio romano se desmembra en el siglo V, en gran medida por el empuje
de las invasiones germánicas, desviadas por el Imperio de Oriente hacia Roma;
invasión de unos pueblos infiltrados desde siglos en las fronteras del Imperio
y romanizadas en grados diversos. La Iglesia católica recubrirá también a
estos pueblos bárbaros que terminarán sucediendo, como reinos, al Imperio
desmembrado. Entran en las provincias, muchas veces, bajo banderas con águilas
imperiales: son cristianos, algunos herejes, como los visigodos, al entrar
en la Península Ibérica; pero terminarán convirtiéndose al catolicismo en
el siglo siguiente, con Recaredo, en la época del tercer concilio de Toledo.
Lo que tenemos que subrayar es que, en nuestra construcción, siguiendo una
línea trazada ya por muchos historiadores, aunque no compartida por todos,
no se considera tampoco al reino de los visigodos, pese a que él se ha extendido
por toda la Península, como el Reino que hubiera ya constituido a España.
Los visigodos han entrado en la Península, como el agua de un torrente entra
en una cuenca cerrada, ocupándola íntegramente, incluso expulsando adherencias
«externas». Pero no es suficiente esta ocupación íntegra de la Península,
y la constitución de un reino que durará más de tres siglos, para poder hablar
de la «constitución de España» (lo que no significa ignorar las influencias
profundas que el reino visigodo hubo de ejercer sobre su posterioridad). En
cualquier caso un test inmejorable (y en cualquier caso imprescindible) para
esclarecer la Idea que de España pueda mantener un ensayista determinado es
el que consiste en observar el modo según el cual nuestro ensayista o historiador
trata al Reino de los visigodos. [42]
En la construcción que estamos bosquejando el Reino visigodo no puede aún
identificarse con España. A pesar de que tal Reino ha ocupado toda la Península,
y precisamente por ello: la ha ocupado íntegramente, pero la ocupado con la
voluntad de mantenerse recluido en ella. Y esto sería suficiente para tener
que considerar al Reino visigodo como un mero «reino sucesor» que ha intentado
reconstruir de un modo nuevo, y aún en nombre de una Roma más o menos ficticia,
una parte del Imperio, cada vez más aislada de las otras. El significado histórico
de los «reinos sucesores» creados a raíz de las invasiones bárbaras es el
de haber introducido una diferenciación enteramente nueva en el «continuo
de partes del Imperio» (diferenciadas también, sin duda, pero de otras maneras);
una diferenciación según líneas fronterizas a partir de las cuales se desarrollarán
las sociedades que prefigurarán las «naciones canónicas» que aún existen en
nuestros días.
No ha existido propiamente una traslatio Imperii: el Imperio de Oriente mantiene
su rango y aún propósitos de su reconstrucción. Lo que ha habido, en los visigodos,
o en los francos, y luego en los demás reinos germánicos, es una traslación
de ciertos principios imperiales, de signos e imitaciones inequívocas (Toledo
= Constantinopla); pero la voluntad imperial se ha extinguido. No puede hablarse
de «Imperios realmente existentes» en la Edad Media de la Europa suprapirenaica.
El llamado Imperio carolingio nunca tuvo voluntad imperial genuina (habría
que esperar a la aparición de una voluntad imperial, tan efímera por otra
parte, como la de Napoleón). Su voluntad consistió en mantenerse con «eutaxia
restringida» en las Galias y en algunas regiones limítrofes, pero nunca traspasó
el Ebro, el Danubio o el Po. Fue un «Imperio fantasma», y eso sin contar con
la superchería en la que tal Imperio se fundó, a saber, la supuesta donación
de Constantino, denunciada en el siglo XV por Lorenzo Valla, a instigación
del Cardenal Cusano. Lo que no significa que una tal superchería no estuviese
llamada a tener una gran trascendencia en el momento de la firma del Tratado
de Tordesillas (la línea de demarcación del «reparto del Mundo» fue trazada
por el Papa Alejandro VI, en su calidad de «albacea del legado de Constantino»).
Algo similar habría que decir, con permiso de los historiadores que no tienen
a bien distinguir la perspectiva emic de la etic, del Sacro Imperio Romano
Germánico, otro fantasma imperial (emic) que se mantuvo circunscrito a las
fronteras de Alemania, con incursiones a Italia, pero no a España, ni a Francia,
ni a las Islas Británicas ni, menos aún, a Africa. Habría que esperar el Tercer
Reich, a Hitler, para que en Alemania surgiera al menos la idea de un Imperio;
y, por cierto, de un Imperio de signo, inequivocamente depredador.
6. Con los puntos señalados en el bosquejo que precede hemos querido sugerir
nuestra tesis según la cual el único Imperio católico (universal) «realmente
existente» que se preparó y se consumó en Europa fue el Imperio católico español
(descontando el Imperio de Bizancio, que acabaría, aún antes de constituirse
plenamente el Imperio español, arruinado por el Islam). Es un Imperio que,
en modo alguno, puede considerarse (etic) como una traslatio Imperii. No cabe
hablar de un Imperio «oficialmente» detentado en la Edad Media por Bizancio
o por Aquisgrán y desplazado ulteriormente, a través de la persona de Carlos
V a España. Se trata de una reconstrucción desde los fundamentos, de una nueva
entidad que se preparó precisamente en Asturias, como consecuencia de la destrucción
del Reino visigodo por el Imperio musulmán.
En efecto, la expansión fulgurante del Imperio islámico liquidó en muy poco
tiempo el Reino visigodo. El oleaje musulmán se ejerció sobre toda la Península;
los restos del Reino visigodo, refugiados tras los montes cantábricos y mezclados
con gentes astúricas más o menos gotizadas, tuvieron que enfrentarse contra
este Imperio procedente del Sur o del Oriente (no del Norte ni del Oeste).
Del enfrentamiento contra el Islam que hubo de mantener el Reino o «jefatura»
de Pelayo resultaría el embrión del nuevo Imperio español. Es aquí donde ya
puede decirse que comienza la construcción de España. Covadonga es su símbolo.
¿Podría añadirse que la constitución de España como embrión de un Imperio
fue, paradójicamente, una imitación del Islam? Esta es una tesis muy próxima
a ciertas ideas de Américo Castro; ideas que, a nuestro juicio, abarcan una
gran franja de verdad. Sin embargo, el concepto de «imitación» es muy ambigüo,
habría acaso que sustituir el concepto de imitación, como mimesis, por el
concepto de recubrimiento, que, paso a paso, tuvo que practicando, de modo
reiterado o recurrente, el nuevo Reino de Asturias sobre el propio Imperio
islámico, aunque no fuera más que porque quiso evitar ser barrido por él.
Los francos, en cambio (como advirtió Sánchez Albornoz), pudieron beneficiarse
de la tranquilidad que les deparaba el Reino de Asturias, en tanto «fijaba»
a los ejércitos musulmanes más allá del Pirineo, y los mantenía distraídos
y alejados de la cordillera. A cambio de esa tranquilidad, el reino de Carlomagno
«no tuvo» que asumir como misión la tarea de recubrimiento, año tras año,
del Imperio musulmán; tarea que sería suficiente para dar cuenta de los principios
de la constitución de un nuevo Imperio.
El Reino de Asturias se habría constituido, según esto, como algo más que
un Estado orientado a permanecer amurallado, pero recluido, tras sus fronteras
naturales, las montañas cantábricas. Y, desde el primer momento, lo vemos
saliendo de ellas y desbordándose hacia el exterior, y no por una nostalgia
del pasado, por el mero deseo de «recuperar» o «reconquistar» el Reino perido,
sino porque no podía permitirse el no hacerlo, teniendo enfrente a un Imperio,
el musulmán, que intentaba en cada momento borrarlo de la faz de la Tierra.
Esto es lo que le obligó a salir, desde su principio, de su recinto originario,
a extenderse por el poniente (hasta Compostela) y por el naciente (hasta Grañón),
ya en los primeros momentos de la monarquía, a rebasar las montañas y llegar
muy pronto al Duero, y sabiendo que tampoco podía detenerse allí. Tuvo que
desplegar, desde el principio, una suerte de ortograma recurrente que equivalía
a una regla de expansión indefinida o, si se prefiere, un «imperialismo metodológico»,
sin límites definidos, por tanto, in-finitos (es decir, universal, al menos
negativamente). Este imperialismo ejercido podría considerarse, como una regla
ya bien consolidada, en los tiempos de Alfonso II, fundador de Oviedo. Un
lugar elegido precisamente por su posición estratégica de punto de intersección
de los ejes Norte/Sur y Este/Oeste, como sede de su Reino ya muy ampliado,
respecto de sus fronteras primitivas por oriente, por occidente y por el sur.
Alfonso II es ungido rey el 14 de septiembre de año 791. Pero ¿qué significa
«ser ungido»? Significa, ante todo, una reivindicación de su soberanía ante
los demás reinos y, sólo en segundo lugar, significa un gesto de restauración
del ceremonial visigótico (al cual, en todo caso, la anamnesis no pudo menos
de recurrir).
Estamos ante un nuevo Reino, con centro en Oviedo, como ciudad imperial, civitas
regia. La nueva Toledo, que, [43] a su vez, pretendió reproducir en el ámbito
urbanístico, a Constantinopla. Alfonso II inventa o descubre a Santiago, y
Alfonso III, anunciado en la Crónica como aquel que in omnia Spania regnaturus,
adopta como símbolo propio la cruz latina, con la leyenda del emperador Constantino,
In hoc signo vinces. (Conviene recordar hoy, cuando se celebran los milenarios
de algunas autonomías, que ningunos de sus condes o de sus reyes primitivos
pudieron asumir tales planes imperiales: bastante tenían con mantener sus
territorios a la sombra del Reino de los francos.) Pero lo decisivo es que
el nuevo Reino astur no pudo haberse constituido como un mero proyecto de
reconstrucción o reconquista del Reino visigodo: ninguno de sus reyes mantiene
nombres de reyes godos (ninguno se llama Ataulfo o Sigerico). Los nombres
de los nuevos reyes son los nombres de una dinastía nueva: Alfonso I, Alfonso
II, Alfonso III... Otra cosa es que la influencia del Reino aniquilado, y
su anamnesis, tenga unas consecuencias decisivas, a través de la anamnesis
de los nuevos monarcas, en la configuración de las correspondientes prolepsis.
Cuando los resultados históricos del «imperio metodológico» obligan a la capital
a desplazarse más allá de las montañas, para fijarse en León, la continuidad
de la nueva «especie evolutiva», cuyo embrión ya se ha formado, se mantendrá
tenazmente: Ordoño II, Fruela II, Alfonso IV, Ramiro II, Alfonso V... Los
sucesores de los Alfonsos se mantendrán, por cierto, hasta nuestros días.
En conclusión: en la constitución del nuevo reino asturiano, y como consecuencia
del enfrentamiento con el Islam, podemos ver la prefiguración de una nueva
sociedad política que ya no es romana, ni visigoda, sino que puede ser ya
identificada con la misma «España embrionaria». Un «imperio metodológico»
que irá dotándose de «planes» y «programas» necesarios para esa ampliación
recurrente e indefinida que podrá conducir a un Imperio universal, si las
«condiciones del medio» le son propicias, como lo fueron en el siglo XVI.
Una voluntad imperial que se reiterará a lo largo de los reyes sucesores:
Imperator totius Hispaniae es un título que se atribuirá Alfonso VI; como
atribuirá doña Urraca a su marido, Alfonso el Batallador, Rey de Aragón, el
título de Imperator de Leone et rex totius Hispaniae. Es cierto que la idea
imperial, como observó Menéndez Pidal, se desvanece tras la muerte de Alfonso
VII «el Emperador», en 1157 (acaso por el bloqueo ejercido por los «imperios
fantasmas europeos»). Pero la reconquista continúa extendiéndose imparable,
y sobre todo continua ejerciendo la función de horizonte común de la actividad
coordinada de los cinco reinos cristianos, cuyos titulares están, por lo demás,
emparentados todos entre sí.
Lo cierto es que en 1469 se celebra el matrimonio de Fernando e Isabel, y
que en la Crónica de Fernando del Pulgar, capítulo 126, cuando comienza el
relato de la guerra de Granada (1482), podemos leer: «El rey e la reyna, conosciendo
que ninguna guerra se debía principiar salvo por la fe y por la seguridad,
siempre tuvieron en el animo pensamiento grande de conquistar el Reino de
Granada e lanzar de todas las Españas el señorío de los moros y el reino de
Mahoma.»
Y es bien sabido que el mismo año 1492, cuando el Islam sea por fin «barrido»
de España, los reyes patrocinan el primer viaje de Colón, no ya a América
(anacronismo incomprensible) sino «a las Indias». Es bien sabido también que
la expedición no fue una simple aventura de entretenimiento: había sido precedida
de actividades «imperialistas» en Africa y en las Islas Canarias; el dominio
de la navegación de los españoles era el más alto posible y, sobre todo, disponían
de una teoría (no sólo desconocida, sino incognoscible para los aztecas o
para los mayas coetáneos), a saber, la teoría de la esfericidad de la Tierra
que, «rodando» desde Eratóstenes hasta Toscanelli, llegó a Colón y a la Junta
de Salamanca. La expansión por Africa fracasó, no así la «aventura hacia el
poniente», hacia las Indias. Pero, ¿se ha puesto en conexión el hecho de que
en el mismo 1492 en el que los musulmanes fueron arrojados de la Península,
en el mismo año se organizó la expedición hacia las Indias, a fin de, entre
otras cosas, «coger a los musulmanes por la espalda»? La teoría de Eratóstenes
ofrece la ruta, la misma ruta, pero en sentido contrario, que la que Alejandro
había deseado recorrer casi veinte siglos antes. Dicho de otro modo: todo
ocurre como si el «recubrimiento del Islam», en cuyo principio habíamos cifrado
el origen de la reconquista (como imperialismo universal indefinido, in-finito,
negativo) se continuase ahora, en 1492, con el proyecto de «recubrir el Islam»
en un imperialismo definido, positivo, finito, determinado por la teoría de
la redondez de la Tierra, «totalizada» y medida por Eratóstenes.
El recubrimiento del imperialismo islámico y su transformación en imperio
católico (universal) puede considerarse como un proceso ya maduro a partir
del descubrimiento de América. De hecho fue en 1494 cuando Alejandro VI otorgó
a Fernando e Isabel el título de Reyes Católicos, es decir, universales (el
título de Rey cristianísimo que tenían los reyes gálicos, no implicaba tanto
universalidad cuanto «trascendencia» en la piedad).
Lo demás ya es bien conocido: fue estudiado por Menéndez Pidal en su libro
sobre la idea imperial de Carlos V. Lo que importa subrayar ahora es que la
inicial idea de una Monarquía Universal, propuesta por Gattinara (y que se
hacía consistir en una incorporación sucesiva de territorios) fue sustituida,
a iniciativa del Obispo de Badajoz, don Pedro Ruiz de la Mota, por la idea
del Imperio Cristiano, o Universitas Christiana, en la que el Rey de España
desempeñaría el papel de un rey de reyes.
Con la conquista de América el imperio católico español dejará de ser un fantasma
y se convertirá en un imperio universal «realmente existente», en cuyos dominios
no se pone el Sol. Cuando Elcano consiga circunvalar por primera vez la Tierra,
realizando así la teoría de Eratóstenes, Carlos V podrá inscribir en su escudo:
Primus circundedisti me.
El Imperio español se constituye, por tanto, como un imperio católico, cuyo
objetivo es organizar al mundo, sin limitación alguna, desde la ley de Dios.
Es evidente que esta constitución -dado que el Dios del que se habla es el
Dios de la cristiandad, organizada como una Iglesia universal, con el Papa
a la cabeza- entra de inmediato en la dialéctica entre el Estado y la Iglesia.
Una dialéctica que las naciones protestantes orientarán en el «sentido bizantino»
del cesaropapismo: Enrique VIII, jefe de la Iglesia anglicana, puede ser un
equivalente moderno del emperador Constantino IX. Pero en ningún caso puede
hablarse de una subordinación del Imperio católico español a una política
de trascendencia que pudiera acogerse a la divisa «por el imperio hacia Dios»,
más bien propia del Islam, particularmente en sus corrientes chiitas, de plena
actualidad todavía en nuestros días. Antes bien habría que decir que Dios,
y aun la Iglesia, son tanto [44] «instrumentos del Imperio» («por Dios hacia
el Imperio») que recíprocamente, Y lo que decimos de Dios hay que extenderlo
a la Iglesia. El mismo Concilio de Trento podría ser interpretado como una
operación al servicio de la política de Felipe II. Esta idea está muy bien
expresada en un libro reciente: «no será quizá muy exagerado interpretar el
Concilio de Trento (al menos por lo que se refiere a su fenómeno histórico
visible)... como un instrumento de la política exterior de Felipe II, en lugar
de pensar como parecería en principio más razonable, que este habría aplicado
el espíritu de la doctrina católica romana, con alguna ayuda, eso sí, de hierro
y de espada» (Patricio Peñalver, Los místicos españoles, Akal, Madrid 1997,
pág. 46). Se ha llegado a hablar incluso, por escritores católicos, de una
«dejación» por parte del papado de competencias tradicionales de la Sede Apostólica
a los Reyes españoles, a través de la institución del Patronato de Indias,
que darían ciento y raya a las aspiraciones del galicanismo: «El Pontífice
cedió casi toda su jurisdicción y constituyó a los reyes [españoles] vicarios
suyos, y les entregó los hilos del gobierno aún espiritual.» (P. Constantino
Bayle, S.J. Expansión misional de España, Labor, Barcelona 1936, pág. 24).
La fórmula que estamos empleando, «por Dios hacia el Imperio», como clave
de la naturaleza del Imperio católico español (en dialéctica, sin duda, con
los intereses específicos de la Iglesia universal) no la entendemos, desde
luego, obviamente, en el sentido de una mera fórmula ideológica destinada
a encubrir con un manto espiritual e idealista los propósitos de la depredación
más rapaz; entre otras cosas porque una tal fórmula no fue utilizada jamás
explícitamente. La fórmula clave quiere, ante todo (y con esto ya rendiría
un importante servicio), separar los objetivos del Imperio de cualquier otra
concepción imperialista, cesaropapista o islamista, efectivamente orientada
a subordinar el Imperio a los intereses de un Dios trascendente (de una trascendencia
divina, o de una Iglesia definida como institución sobrenatural). Pero, sobre
todo, lo que pretende afirmarse bajo la fórmula clave, es que el Imperio católico
español se concibe como un mando constituido «desde Dios» (ni siquiera desde
la ley romana), el Dios de la teología natural, que fue el objeto de la teología
de Salamanca y de la escolástica española en general: un Dios deslindado del
Dios de la revelación (las Disputaciones metafísicas de Suárez son la primera
obra en donde se expone un sistema filosófico completo independiente de la
teología positiva), pero un Dios que conoce a todos los hombres, cualquiera
que sea su raza y condición, y que se preocupa, mediante su «premoción física»,
por ejemplo, por la libertad de todos ellos. Sólo de este modo «se justifica»
el imperio católico español, y no en modo alguno por el derecho natural que
los más fuertes pudieran tener para expropiar y subyugar a los más débiles,
como sostuvieron los tratadistas maquiavélicos de la Inglaterra de Hobbes
o la minoría, ya en la España del siglo XVI, del grupo aristotélico representado
por Ginés de Sepúlveda que fue, sin embargo, condenado.
§3. El problema de España como problema filosófico
1. El problema de España, en cuanto problema filosófico, lo planteamos como
el problema de los límites del imperio católico español. Es decir, el problema
del proceso interno y necesario de limitación de una realidad existente cuya
«razón de ser» (si se prefiere, su esencia) consiste en su ilimitación, en
no admitir límites. Es un problema filosófico cuya estructura es, además,
enteramente análoga a la de un «argumento ontológico» (sea o no teológico),
es decir, a un «argumento» acerca de situaciones (personales, de conocimiento...)
o de proyectos de los cuales pueda decirse que su esencia implica su existencia
(su realización). Pero el objetivo del imperio católico español, es decir,
su esencia, sólo tiene sentido si se pone en ejercicio, en existencia. Y,
por tanto, cuando comienza a existir algo, cada vez más real porque va tomando
cuerpo de modo impresionante (al menos en el mundo de las apariencias), algo
que está «echando a andar» en virtud de un objetivo esencial que le confiere
sentido, es cuando las limitaciones a su realización o existencia, comprometen
a su misma esencia. De otro modo, no pueden ser limitaciones accidentales,
contingentes o externas, limitaciones de ejecución; será la esencia misma,
y no sólo la existencia del imperio católico lo que se encuentra comprometido.
El «problema filosófico» se plantea entonces como el problema mismo de un
argumentos ontológico práctico que está implícito en un proyecto de escala
universal. En el momento mismo en que aparecen los límites a la realización
del proyecto imperial católico (descontando las cuestiones de si estos límites
son superficiales o profundos) podrá hablarse ya de decadencia de la esencia
ilimitada, aunque las manifestaciones reales, empíricas, o existenciales de
esta decadencia esencial, es decir, las que constituyen la decadencia esencial,
tarden algún tiempo en producirse. Dicho de otro modo: la esencia del imperio
católico no admite limitaciones, porque es una esencia que implica su existencia
real, es decir, su realización en el tiempo, a la vez que recíprocamente,
esa realización en la existencia sólo puede sostenerse desde una esencia que
continúe dando significado a sus actos. En el momento en el que la evidencia
esencial desfallezca y llegue la «esencia» a presentarse incluso como un delirio
(o una locura), en este mismo momento la existencia del proyecto decaerá también,
más aún que recíprocamente (porque una decadencia ocasional o parcial no tendría
por sí sola fuerza para producir la decadencia de la esencia).
No podríamos encontrar un símbolo más característico del problema filosófico-ontológico
inherente al Imperio [45] católico español que el don Quijote de la Mancha.
Don Quijote se nos presenta como si encarnase en su personalidad individual
el problema central del imperio católico español (en marcha) que lo ha moldeado.
Y de la misma manera que este imperio católico no tiene por sí asegurada una
realidad exenta, puesto que sólo puede concebirse como resultante de un largo
proceso de conformación histórica de unas gentes o naciones que en su vida
cotidiana, en su existencia a ras de suelo, prosaica y rapaz, han de estar
acompañando y proporcionando la energía indispensable para la empresa imperial,
así también don Quijote ha de estar siempre acompañado por Sancho. La esencia
u objetivo de su vida de caballero andante (incluso si esta condición la recibe
«por escarnio») exige su realización; es su existencia de caballero la que
realiza su esencia, porque es esta esencia la que exige existir, como esencia
práctica, y no meramente especulativa o soñada, «delirante». En el momento
en el cual don Quijote, ante las razones prosaicas que le convencen de la
realidad de su existencia contingente, es decir, no implicada en una esencia
que le obligue a existir como caballero, en este mismo momento don Quijote
decae, por desfallecimiento de su esencia, y por muerte o fallecimiento de
su existencia: don Quijote «entregó el alma a Dios, quiero decir (aclara Cervantes)
que se murió.»
2. El problema de España, como problema filosófico, es un caso particular
del caso general, en filosofía de la historia, que hay que suscitar ante aquellos
proyectos históricos de «planificación global de la humanidad» que sólo son
posibles, como hemos dicho, desde algunas de sus «partes», las que parecen
capaces de poder emprender la realización de ese objetivo esencial constituyéndose,
por ello mismo, en imperios universales, en «partes totales». Los límites
de estos imperios, cuando se dibujan, con límites reales, aunque más o menos
lejanos, anuncian ya la decadencia de su esencia, porque esta esencia no puede
reconocer límites en su expresión «realmente existente». Por ello, la formulación
del problema filosófico del imperio español que nos ocupa toma generalmente
el aspecto del problema de la decadencia y, en general, de la caída; pero
la «caída» es la última expresión de la limitación o decadencia de una «esencia»
ilimitada.
Dos grandes situaciones tenemos que citar como referencias obligadas en las
cuales sería preciso plantear este mismo problema filosófico en el que ciframos
la clave del problema del Imperio español: la caída del Imperio romano, de
la primera Roma (su fallecimiento, fall, si traducimos literalmente la fórmula
de Gibbon) y la caída de la Unión Soviética, de la tercera Roma (como llamó
a Moscú Iván el Terrible), en cuanto «Patria del comunismo». El Imperio romano
de Augusto, o la Unión Soviética de Lenin, eran imperios que «no estaban calculados»
para caer, y que sólo se pusieron en pie, como la propia Iglesia católica,
de divina institutione, bajo la condición de durar eternamente. Pero cayeron,
y en ello está el problema: porque si cayeron en la existencia también deben
caer en su esencia; habría que decir que si ellos no existen (o han dejado
de existir) son imposibles. Y decir esto es sólo expresar la contrarrecíproca
del argumento ontológico: si son posibles en su esencia, ellos tienen que
existir.
Advertiremos que el problema filosófico que plateamos a propósito del Imperio
romano, o a propósito de la Unión Soviética, no tiene por qué ser planteado
a propósito del Imperio colonial inglés o del Imperio colonial holandés. Estos
Imperios han caído también, sin duda; pero su caída solamente plantea problemas
históricos especiales, de índole económica, ecológica, política. Lo mismo
diríamos a propósito de la «caída» del proyecto nazi de un Tercer Reich: este
«tercer Reino», en cuyo nombre se desencadenó la Segunda Guerra Mundial, era
un Reino (un Reich) que sólo podía interesar a Alemania o, a lo sumo, a la
raza aria. Además, era un reino concebido para durar mil años, y no para toda
la eternidad. (¿La idea del «fin de la historia» desenvuelta a la sombra del
Imperio actual «realmente existente», no estará calculada para sugerir que
la «esencia» de este Imperio ya ha sido realizada?)
En suma, el problema filosófico de España, en cuanto núcleo del Imperio católico,
es del mismo género que el «problema de la caída del Imperio romano». Es un
problema filosófico por su carácter trascendental, es decir, porque transciende
(no elimina) los problemas especiales (económicos, militares, &c.) que
consideran los historiadores positivos y obliga a replantear la cuestión misma
de la historia universal en cuanto tiene que ver con la posibilidad de la
«autodirección de la Humanidad» en su evolución histórica; una «autodirección»
que es absurda si se le atribuye a la «Humanidad» considerada como un todo,
pero no lo es tanto atribuyéndola a algunas de sus partes si éstas son capaces
de proponerse a esa humanidad total como objetivo. Porque, en tal caso, la
Humanidad ya no será el sujeto que se «autodirige» (como si fuese causa sui)
sino, a lo sumo, el objeto que intenta ser organizado desde una parte suya.
Parte que habrá de constituirse para ello necesariamente en Imperio. Y que,
una vez constituida, una vez asumida una tal responsabilidad se suscitará
la cuestión de la legitimidad de renunciar, por motivo de la razón práctica,
a esa «autodirección». Renuncia que equivaldría a que la historia de la Humanidad
marche «a la deriva», sin dejar más consuelo que recordar, a lo sumo, aquella
confesión que Escipión el Africano hizo a Polibio poco después de su victoria,
ante las ruinas de Cartago: [46]
Escipión miró sobre la ciudad que había florecido por más de setecientos años
desde su fundación, que había dominado extensos territorios, islas y mares,
y había sido tan rica en armas, flotas, elefantes y dinero como los más grandes
imperios, pero que los había sobrepujado en valor audaz y sublime, puesto
que, privada de todas sus armas y naves, había no obstante resistido un gran
asedio y hambre por tres años, y ahora llegaba a su fin en una destrucción
total; y se asegura que lloró y lamentó abiertamente la suerte de su enemigo.
Después de meditar por largo tiempo sobre el hecho de que no sólo los individuos,
sino también las ciudades, las naciones y los imperios, todos deben llegar
inevitablemente a un fin, y sobre la suerte de Troya, aquella ciudad una vez
gloriosa, en la caída de los imperios de Asiria, Media y Persa, y en la más
reciente destrucción del brillante imperio de los macedonios, deliberada o
inconscientemente, citó las palabras de Héctor en la Iliada de Homero: «Llegará
el día en que la sagrada Troya caerá, y el rey Príamo y todos sus guerreros
con él.» Y cuando Polibio, que estaba con él, le preguntó qué quería decir,
se volvió y le cogió por la mano diciendo: «Este es un momento glorioso, Polibio;
y sin embargo, estoy sobrecogido de temor y presiento que el mismo sino caerá
sobre mi propio patria.»
3. Desde España, el «problema filosófico» se advirtió desde el principio,
pero muy oscura y confusamente, como problema de «incomprensión» de los objetivos
del Imperio; más aún, el problema filosófico se enmascaró interpretando los
fracasos como tropiezos o caídas circunstanciales. Y en esta interpretación
no faltaba un fundamento: el desastre de «la Invencible», al parecer, no fue
de hecho la catástrofe que los ingleses y los franceses, y con ellos la historiografía
posterior, quisieron ver (de sus 130 barcos volvieron 100, como en nuestros
días se empieza a reconocer); los ejércitos españoles seguían siendo temibles,
aunque los «elementos» hubieran demostrado que no eran invencibles. Todavía
en 1624, casi cincuenta años después del desastre, Francisco Bacon, en sus
Consideraciones políticas para emprender la guerra contra España, dirigidas
al príncipe de Gales, el que sería Carlos I de Inglaterra, dice que existen
motivos para que este reino tema ser destruido por España: «¿Crees que es
poca cosa que la corona de España haya extendido sus límites desde hace sesenta
años mucho más que los otomanos los suyos?»
En realidad, parece que el problema de España sólo comenzó a plantearse en
toda su crudeza hace cien años, a raíz precisamente de la liquidación total
de las «últimas joyas del Imperio», Cuba, Puerto Rico y Filipinas, tras el
Tratado de París del 14 de diciembre de 1898. Esta crudeza en el planteamiento
tampoco fue ninguna garantía de claridad. La percepción catastrofista del
desastre era también una percepción distorsionada (como hemos dicho), una
distorsión que, desde nuestro punto de vista, podría interpretarse precisamente
en función del problema filosófico que estaba implicado, desde luego, en los
acontecimientos vinculados al «final definitivo» del Imperio católico. La
decadencia o el desastre sólo puede medirse por relación a la altura desde
la que se cae o se fallece.
4. Ahora bien: el problema filosófico de España, como problema de las limitaciones
del Imperio católico, por tanto, como problema de su decadencia (de la decadencia
como problema) es un problema objetivo. Sus límites no son imaginarios, sino
que van dibujándose, y no podía ser de otro modo, precisamente al compás del
proceso mismo del avance de su realización. Los límites del Imperio católico
español aparecen tanto «por la parte» del sustantivo (al menos gramaticalmente),
el Imperio, como «por la parte» del adjetivo (al menos gramaticalmente), Católico;
y, por supuesto, estos límites se dibujarán no sólo desde el exterior del
Imperio católico, sino también desde su misma interioridad «en acción».
Los límites del Imperio son, ante todo, los límites impuestos, «desde el exterior»,
por otros Imperios que compiten con España en la «lucha a muerte» por las
colonias; los límites internos, surgidos por las propias dificultades derivadas
de la «puesta en existencia» de la conquista, de la falta de recursos y de
hombres («me ha maravillado a veces España -confiesa Francisco Bacon- cómo
abarca y encierra tan vastos dominios con tan pocos españoles nativos»). Límites
internos del Imperio impuestos por los hombres o por la Naturaleza, la «Noche
triste» de Hernán Cortés o el desastre de «la Invencible» de Felipe II.
Límites del Catolicismo, y también, ante todo, límites externos, impuestos
por el Islam (a pesar de Lepanto) y por los protestantes ingleses y holandeses,
cuyo odio a los españoles se confunde con el odio a los papistas, al Anticristo.
Límites internos, impuestos por la misma gestión de los católicos (denunciados
por Montesinos, o por Las Casas) y, sobre todo, por la acción de una contradicción
fundamental, implícita en el mismo descubrimiento, y que hemos señalado en
otras ocasiones, a saber, la contradicción entre la necesidad de evangelizar
a unos hombres que parecían «haber sido dejados de la mano de Dios» durante
quince siglos y el supuesto de que los apóstoles, haría ya quince siglos,
habían ya llegado a todas las partes del mundo. Una contradicción que, como
una bomba de relojería, estallaría en el siglo XVIII, con la Ilustración;
una contradicción que obraría en el sentido de la reducción del catolicismo
a la condición de una religión positiva, lindante con la superstición.
Pero, sobre todo, la combinación y refuerzo recíproco de estas dos fuentes
incesantes de limitaciones del Imperio católico español es suficiente para
dar cuenta de su decadencia. Desde una perspectiva católica y armonista, como
pueda serlo la de Julián Marías, esta acción constante y sañuda de la limitación
exterior (que toma cuerpo en la llamada «leyenda negra»), podría tratarse
como una falta de comprensión del imperio católico español, que es considerado,
por otro lado, como «posible» (léase el capítulo XVIII de su España inteligible,
titulado «La incomprensión europea de la originalidad española»). Pero, desde
una perspectiva menos armonista, desde una perspectiva dialéctica, tendremos
que hablar, no de incomprensión, sino de incompatibilidad; y, por tanto,no
de posibilidad del proyecto («si hubiera sido comprendido») sino de su imposibilidad.
Precisamente es la imposibilidad del Imperio católico español el fundamento
del problema filosófico de España, como fueron la imposibilidad del Imperio
romano o la imposibilidad de la Unión Soviética los fundamentos del planteamiento
de los problemas de la «caída del Imperio romano» y de la «caída de la Unión
soviética», como problemas filosóficos ineludibles en una Filosofía materialista
de la historia.
§4. Las «resoluciones» al problema de España
1. Dificilmente podrá esperarse que un problema filosófico del calibre del
que estamos considerando hubiera recibido [47] una respuestas única. Habrá
que esperar que las propuestas de resolución, o salida del problema sean muy
diversas. Las clasificaremos en cuatro tipos; tipos que podrán ponerse en
correspondencia con los tipos de «respuestas» o «resoluciones» que habrán
sido también propuestos en función de problemas filosóficos análogos al problema
de España: las resoluciones o salidas al «problema de la caída del Imperio
Romano» y las resoluciones o salidas al «problema de la caída de la Unión
Soviética».
2. Podemos formar un primer tipo con todas aquellas respuestas que consistan
en tratar de demostrar que, en realidad, no hubo caída, sino, a lo sumo, una
apariencia de tal. La «decadencia de España» será sólo un efecto óptico producido
por la «leyenda negra».
Comos ejemplos de este tipo primero de resoluciones cabría poner tanto a las
propuestas por Forner, como las propuestas por Menéndez Pelayo.
3. Un segundo tipo de respuestas o resoluciones al problema de la decadencia
española podría estar constituido por las opiniones de quienes, aun reconociendo
la decadencia, la atribuyen a causas accidentales. En todo caso, sugieren
que la decadencia no es irreversible, y que es posible reconstruir los ideales
del Imperio católico español.
Una gran parte de la ideología de la guerra de la Independencia contra Napoleón
(en su calidad de Anticristo), alentó esta salida, que fue la común en los
representantes del llamado «pensamiento reaccionario». Además de algunos conspicuos
representantes de la ideología carlista, podrían ponerse en esta línea las
opiniones de Donoso Cortés y aún de Vázquez de Mella, que volvió a defenderla
en su discurso, ya mencionado, del 31 de mayo de 1915 en el Teatro de la Zarzuela
de Madrid. Durante las primeras décadas franquistas, el ideal de España como
«unidad de destino en lo universal», permitía incorporar, en la fórmula de
Otto Bauer el contenido central de la divisa «por el Imperio hacia Dios».
4. Un tercer tipo de respuestas correspondería a todas aquellas posiciones
que comienzan por exigir que se renuncie de una vez para siempre a este modelo
de planteamiento del problema. No existe «problema de España» en este sentido;
tal problema se plantea en función de un delirio anacrónico. Demos siete vueltas
a la llave del sepulcro del Cid; muera don Quijote (una blasfemia que el propio
Unamuno reconoció haber pronunciado al mismo tiempo que se arrepentía de ella);
dejemos de lado la Historia de España y resolvámosla en la Historia de las
«nacionalidades históricas»: en la Historia de Cataluña, en la Historia del
País Vasco, de Galicia... incluso en la Historia de Castilla, considerada
como una nacionalidad más de entre las que constituyen el llamado «conglomerado»
de la Península Ibérica.
5. Pero cabe todavía considerar un cuarto tipo de resoluciones, a saber, aquellas
que, aun reconociendo la caída del Imperio católico, y aun aceptando la imposibilidad
de recuperarlo, se resisten, por los motivos que sean, a la liquidación del
problema filosófico y a su transformación en una muchedumbre de problemas
particulares. El fundamento de las resoluciones de este cuarto tipo acaso
tiene mucho que ver con la distinción entre la caída del Imperio Católico
y su aniquilación. El Imperio Católico, sin duda, ha caído, y la caída es
irreversible. Pero, ¿puede por ello considerarse aniquilado? ¿Qué es lo que
queda de él? ¿No queda lo suficiente como para obligarnos a concluir que España
no sería lo que es si el proyecto del Imperio católico no hubiera intentado
existir?
Final
1. Si reconocemos la naturaleza filosófica del problema de España es porque
reconocemos también que el proyecto del Imperio católico fue algo más que
un delirio de megalomanía subjetiva, una delirio que se habría consumido con
las vidas mismas de quienes lo alimentaron. ¿Qué queremos decir al afirmar
que el propio Imperio católico fue «algo más que un delirio subjetivo»?
Ante todo, que no fue un mero proceso psicológico incubado en algunas subjetividades
exaltadas, sino la resultante de un largo proceso de maduración de muy diversos
gérmenes sociales, políticos, religiosos, que lo codeterminaron de un modo
históricamente necesario. La constitución del Imperio católico, lejos de poder
reducirse a la condición de un ensueño que algunos (o muchos) hombres pudieron
padecer en unas circunstancias determinadas, mientras mantenían sus rutinas
cotidianas, fue ella misma (esa constitución) la condición para que la existencia
real de esos mismos hombres (de algunos de ellos, al menos, pero capaces de
arrastrar a los demás, de grado o por fuerza, como arrastró don Quijote a
Sancho) saliera de sus rutinas cotianas y para que ellos emprendieran unos
rumbos efectivos que, de otra manera, no se hubieran tomado. Sobre todo, porque
el ejercicio de las empresas orientadas por el Imperio constituyente, determinó
unos efectos en los que nosotros mismos estamos comprometidos. Dicho de otro
modo: nuestro pretérito imperial transciende su horizonte pretérito en cuanto
ha estructurado y sigue constituyendo la estructura de nuestro [48] propio
presente. En este sentido habría que decir que el Imperio español no es simplemente
una entidad pretérita, sino una entidad actual, presente, en sus efectos todavía
actuantes. Por tanto, no podremos fingir, en un rapto de falsa conciencia,
que podemos «distanciarnos» de aquellos acontecimientos históricos, como si
fuéramos capaces de desentendernos de ellos, o simplemente interesarnos de
ellos a la manera como podríamos interesarnos (sin necesidad de pertenecer
al Islam) por las circunvalaciones que todos los años, en sus finales (según
su cómputo), centenares de miles y aún millones de musulmanes tienen a bien
dar alrededor de la piedra santa de la Kaaba.
¿Cuáles son estos efectos del pretérito que consideramos constitutivos de
nuestro presente? Múltiples, sin duda, e inagotables al análisis más sutil;
hasta el punto de que podría considerarse temeraria cualquier pretensión de
enumerarlos. Pero es necesario que señalemos algunos, al menos aquellos que
nos parecen más significativos.
2. Comenzaremos por los «efectos» que nuestro «pretérito imperial católico»
ha determinado en el tablero político del presente. Me referiré a los dos
efectos que considero, en este terreno, los más importantes.
En primer lugar, el efecto de constitución de la nación española (una vez
detenido el Islam y la reforma protestante), de la constitución (sustasiV)
de España como nación canónica y, por cierto, la primera en constituirse como
tal (antes que Inglaterra, Francia, Alemania o Italia). Mediante este «efecto»,
España pasó a ser, como tal, una parte formal de la Historia Universal, es
decir, una nación histórica; de otro modo, acaso se hubiera convertido en
el «extremo (desdibujado) del Occidente europeo», algo así como lo que hoy
pueda ser Finlandia, es decir, un país sin historia (sin perjuicio de la riqueza
de su etnología). Y no porque Finlandia no esté hoy incorporada «a la cultura
internacional»: su arquitectura, sus conciertos sinfónicos, sus contribuciones
científicas, o sus análisis filosóficos, circulan, como sus ordenadores, en
la corriente de la civilización común internacional, pero no en calidad de
cultura finlandesa, que hay que circunscribirla a su folklore. Es cierto que
de un siglo hasta la fecha, el desarrollo de algunos «nacionalismos» que son,
en rigor, subproductos fraccionarios de la propia nación española (aunque
ellos pretenden obviamente atribuirse orígenes anteriores a la misma nación
española, es decir, por tanto, orígenes pre-históricos), está ocultando a
muchos españoles de nuestros días este «efecto» principalísimo de nuestro
pretérito, a saber, la constitución de España como nación; porque estos nacionalismos
pretenden ignorar a la nación española (a España como nación) reduciéndola
a la condición, no tanto de un Estado de hecho, anterior a los consensos de
un Parlamento determinado, sino a la condición de un Estado de derecho, el
Estado español entendido como una «superestructura»; encontrando a veces suficiente
la absurda redefinición de España como «nación de naciones». Se pretende descomponer
(balcanizar) a España en múltiples naciones («capaces de darse su propia constitución»),
sustituyendo la «nación española» por Castilla, a fin de poder alcanzar la
equivalencia entre todas las «nacionalidades fraccionarias». Pero es imposible
equiparar la «nacionalidad catalana» o la «nacionalidad vasca» con la «nacionalidad
española»: son magnitudes de distinto orden (y no sólo por sus dimensiones
demográficas o territoriales). España es una nación histórica porque es parte
formal, como tal nación, de la Historia Universal; pero Cataluña, el País
Vasco y desde luego Castilla, sólo pueden ser llamadas «regiones históricas»
a través precisamente de España, en cuanto partes suyas; segregadas de España
(aunque sea tras la ficción burocrática de un referéndum, incluso en el supuesto
de que fuera mayoritariamente refrendado), estas regiones perderían su significado
histórico y, como en el caso de Finlandia, sólo podrían recuperarlo a través
de Francia o de Inglaterra, por ejemplo. En sí mismas consideradas, estas
«nacionalidades», aunque se denominen «históricas», sólo pueden ofrecer, como
muestra de su «identidad cultural propia», etnología o antropología.
En segundo lugar, y no por ello menos importante, señalamos también un efecto
trascendental de nuestro pretérito, que se aprecia al considerar a España,
no ya en relación a sus partes integrantes (a sus «autonomías») sino en relación
con Europa, y en particular, con la Unión Europea. No se trata de suscitar
aquí la cuestión del significado de «entrar», no ya en Europa (puesto que
España está dentro de ella desde su principio) sino en el «club de naciones
canónicas» de que hemos hablado. De lo que se trata es de señalar que, al
margen de que España entre o no entre en ese club, España no se agota en su
condición de miembro del club, porque tampoco se agota siquiera en su condición
de parte formal, y desde su principio, de Europa (como se agota Alemania,
Austria, Suiza o Italia). El curso relativamente independiente y aún aislado
(en un sentido análogo, otra vez, a la independencia y aislamiento propio
de una «especie evolutiva») de España hace preciso reconocer el «desbordamiento»
que España significa por respecto de Europa y de la Unión Europea. Este «efecto»
ha sido advertido hace mucho tiempo, sin duda; pero en la mayor parte de las
ocasiones de modo distorsionado, tanto por los europeos (bastaría recordar
las opiniones de Fenelon) como por muchos españoles, afirmando que «España
no es Europa» o bien que «Africa comienza en los Pirineos». Pero la fórmula
adecuada es esta [49] otra: «España es Europa pero no es únicamente Europa,
no se agota en ser europea.» Sus problemas, por tanto, no ya su problema (del
que aquellos derivan en gran medida), no deberán plantearse como si pudieran
ser resueltos plenamente en el contexto de la Unión Europea, y como si «Europa»
fuese la panacea de nuestra industria, de nuestra tecnología, de nuestra ciencia,
de nuestra filosofía, de nuestra cultura y de nuestra «responsabilidad». Nuestros
políticos debieran «mantener las distancias» con el club de las naciones canónicas
europeas, en lugar de entregarse, en cuerpo y alma, a las exigencias de convergencia
de este club.
3. Terminaremos señalando otros efectos que nuestro pretérito puede estar
ejerciendo en nuestro presente cuando este no lo reducimos al plano en el
que se dibujan los mapas políticos (económico-políticos). Porque los efectos
de los componentes de este pretérito imperial católico, tanto si es posible
disociarlos, como si se analizan en su confluencia recíproca, desbordan la
política, al menos cuando esta se reduce a los límites de una «eutaxia maquiavélica».
El Imperio católico cayó sin duda, cayó definitivamente como gran imperio,
pero no fue aniquilado, como hemos dicho. Quedan muchas cosas y cosas vivientes
que sólo él hizo reales. La principal, el español, la lengua española, con
todo lo que esto implica: mucho más de lo que puede desempeñar una «lengua
auxiliar», un esperanto internacional. Lo que implica el español, como lengua,
es una visión del mundo, pero una visión universal precisamente porque es
un producto de muchos siglos de incorporación y asimilación de innumerables
culturas (como ha ocurrido también con las músicas y los ritmos hispánicos,
cuya vitalidad no tiene parangón con los de otras naciones: su sincretismo
es un efecto más de «espíritu católico» integrador de culturas: peninsulares,
africanas, americanas). La diferencia del español respecto de las lenguas
vernáculas, cuya «visión del mundo» ha de ser necesariamente primaria, rural
(no por ello menos interesante, desde el punto de vista de la etnolingüística),
reside en este mismo punto. Es por su historia, desde que el romance primerizo
tuvo que asimilar las traducciones de la filosofía griega a través del árabe,
hasta que, ya en su juventud,tuvo que incorporar en su «organismo» los vocabularios
jurídicos, políticos, técnicos que necesitaba precisamente como «Lengua del
Imperio», sin contar el importante conjunto de conceptos tomados de las mismas
lenguas americanas. Por ello, el español es un idioma filosófico «por constitución»:
es imposible hablar en español sin filosofar. No hay que atender sólo, por
tanto, a la población de cuatrocientos millones que hoy lo hablan, y que va
en ascenso, sino a la estructura, riqueza y complejidad desde la que esos
cuatrocientos millones lo hablan. Y todo esto, sin duda, es herencia del Imperio.
Resulta verdaderamente cómico escuchar a quienes hablan, de vez en cuando,
del español en tono de reproche indefinido, calificándolo como «idioma del
Imperio». ¿Acaso si no hubiera sido por el Imperio se hablaría hoy el español
por tantos millones de personas, y, sobre todo, tendría el español la complejidad,
riqueza y sutileza que le son propias? ¿Por qué el latín se extendió por toda
Europa? ¿Por qué el inglés por todo un mundo? ¿No fue también a consecuencia
del «Imperio»? Quienes, desde posiciones antiimperialistas, «democráticas»
o populistas, se refieren críticamente al español en el que hablan como «idioma
del Imperio», recuerdan a aquella señora inglesa que, durante el te de las
cinco, sin duda, en el que se comentaban las nuevas teorías de Darwin, decía:
«Será verdad que descendemos del mono, pero por lo menos que no se entere
la servidumbre.»
El Imperio católico español cayó como Imperio, pero no fue aniquilado. Pero,
¿cayó como católico? Desde luego, en todo caso, no del mismo modo, porque
España y América siguen siendo católicas (sin perjuicio de la política tenaz
del «Imperio que habla inglés» en orden a introducir las iglesias protestantes,
como modo de debilitar tanto al español como al catolicismo: los sucesos que
están ocurriendo en Chiapas son una prueba de ello). Me refiero a la España
«sociológica», no ya a la España del «Estado de derecho no confesional» de
1978, al Estado que reconoce, por una especie de ficción jurídica, diversas
confesiones, entre ella la católica «como una más» (sin perjuicio de ciertos
«privilegios fácticos» -explicables precisamente pongamos por caso, las procesiones
de Semana Santa- por su condición de religión sociológica mayoritaria). Pero
la cuestión no es tratar de demostrar que la religión católica se ha segregado
de la sociedad española con la caída del Imperio católico, ni siquiera de
equipararla por decreto a otras religiones. La Iglesia católica no es en España
una más, es la Iglesia por antonomasia.
La cuestión, a mi juicio, habría que plantearla de este modo: ¿cuáles son
los efectos que el catolicismo pretérito ha podido dejar en nuestro presente,
no ya considerando a los católicos practicantes y creyentes, sino también
a quienes no son ni practicantes ni creyentes? Porque esta pregunta vale tanto
en la hipótesis de una España sociológicamente católica como en la hipótesis
de una España que hubiera dejado de serlo. Es un modo de plantear la cuestión
que podría plantearse de este otro modo: ¿qué queda del espíritu católico,
de un catolicismo que ha actuado durante siglos y siglo en España, en estrechísima
vinculación con el Imperio? Otros (que además suelen ser cristianos, más que
católicos) podrán fijarse en multitud de efectos considerados como lacras
(se señalará, por ejemplo, el desinterés por la lectura, el temor a ser denunciado,
el formalismo litúrgico externo, la gazmoñería sexual, a pesar de que la Iglesia
católica [50] fue siempre la más tolerante en este orden de cosas). En esta
ocasión interesa subrayar efectos que, aun sin necesidad de presentarlos como
«virtudes» dignas de ser imitadas, acaso porque no tendría sentido una tal
imitación, en modo alguno podríamos considerarlas como lacras, sino sencillamente
como características grabadas por la historia en las «pautas de conducta»
propias de los españoles (aunque no necesariamente exclusivas de ellos). Es
obvio que en el momento de disponerse a señalar estas características tendríamos
que preservarnos de la costumbre inveterada de quienes ejercitan el género
literario que en otro tiempo (en los tiempos de Wundt) se llamó «psicología
comparada de los pueblos»; un género literario que todavía se cultiva por
los ensayistas sobre España, si bien es verdad que está siendo desplazado
por otros géneros literarios, o científicos, como puedan serlo el de las encuestas
sociológicas de opinión, o el de los sondeos de «aptitudes primarias». Sería
de todo punto inoportuno entrometerme, en esta ocasión, en el terreno del
ensayo sobre las pautas católicas del español promedio, o en el análisis de
encuestas sociológicas sobre el particular. Teniendo en cuenta la perspectiva
del presente ensayo filosófico, lo que nos concierne es señalar, diferencialmente,
los efectos que en el presente podrían esperarse de nuestro pretérito católico,
en cuanto constituyó una alternativa secular al islamismo y al protestantismo.
Y no sólo «constituyó», sino que lo sigue constituyendo, dado el auge de un
islamismo que recubre hoy prácticamente el tercer mundo de nuestro hemisferio:
ni Covadonga ni Lepanto pudieron evitar que la humanidad musulmana vaya a
iniciar nuestro próximo milenio con más «efectivos» personales de los que
tiene el mundo cristiano, cuya curva demográfica está en descenso.
Frente al islamismo señalaría, por mi parte, como herencia católica, la «reivindicación»
de quienes subrayan el papel que en la individuación personal hay que asignar,
no tanto al alma, cuanto al cuerpo (materia signata quantitate: dogma de la
resurrección de la carne); y, en consecuencia, la reivindicación de la racionalidad
como característica que implica la actividad del sujeto corpóreo operatorio
(individual, por tanto), es decir, el rechazo de un principio de racionalidad
suprapersonal, de un «Entendimiento Agente Universal» averroísta. Y también
el catolicismo (más que el cristianismo a secas) representa, a través de su
teología trinitaria, el principio del pluralismo ontológico general, frente
al monismo islámico (de estirpe aristotélica, y, a su través, eleática). Este
pluralismo, visto desde el monismo teológico musulmán, se presentó como un
politeísmo. En las crónicas árabes las guerras contra los cristianos fortificados
en Asturias se justificaban como guerras contra los politeístas; y esta oposición
es la que está en el fondo del conflicto entre Elipando, Obispo de Toledo
y defensor de un adopcionismo islamizado, y Beato de Liébana, el autor del
Himno a Santiago y defensor del dogma de la trinidad divina, Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
Frente al protestantismo cabría señalar la desconfianza hacia la «concepción
subjetivista de la conciencia» (tan extendida, sin embargo, entre nuestros
jóvenes clérigos y, en general, entre tantos jóvenes «objetores de conciencia»),
en beneficio de una concepción objetiva de la conciencia, como «conciencia
pública», que debe manifestarse en la argumentación racional.
Pero, hablando más en general, me atrevo a señalar dos efectos, visibles en
nuestro presente, del catolicismo español. En primer lugar el gusto por la
teología escolástica, en cuanto alternativa a la teología mística (que siempre
fue sospechosa de heterodoxia), y esto advirtiendo el aprecio y el respeto
que por la teología escolástica tuvieron también los grandes místicos españoles
como San Juan de la Cruz o Santa Teresa. Del racionalismo inherente a la teología
escolástica pudo esperarse una educación en un tipo de racionalismo lo más
alejado posible, tanto del simple ergotismo de quien lo ve todo claro, como
de las nieblas místicas propias para la ensoñación retórica. Un racionalismo
teológico que consiste en saber que está racionalizando una materia inagotable
(que toma el nombre religioso de revelación). Y en segundo lugar la asombrosa
presencia de hispanos, tanto en forma de misioneros como en forma de guerrilleros
o de voluntarios internacionalistas no gubernamentales y no depredadores,
que mantienen en nuestro presente el mismo «espíritu quijotesco» que impulsó
a las grandes órdenes católicas españolas, la de Santo Domingo de Guzmán,
desde el siglo XIII, y la de San Ignacio de Loyola desde el XVI.
4. Por último, si hubiera que reducir a una fórmula lo que pueda ser España
en cuanto plataforma que «ha resistido» a la caída del Imperio mismo que la
conformó, me atrevería a decir lo siguiente: que España no es una mera reliquia
del pretérito, ni siquiera una reliquia, reanimada por fin como nación, que
ha podido reconquistar al menos la condición de miembro de número en un club
de naciones canónicas. En cuanto efecto de su pretérito, no se reconocería
como tal en esa forma de ser. Acaso porque España no tenga por qué ser definida
como un modo de ser característico; sino que más bien habría que ensayar su
definición como un modo de estar. Un modo de estar que haríamos consistir
no tanto en una tendencia a encerrarse o plegarse sobre sí misma (tratando
de extraer la verdad de su sustancia o de su pretérito) sino en mirar constantemente
al exterior, a todo el mundo, a fin de conocerlo, asimilarlo, digerirlo o
expeler lo que sea necesario para seguir manteniendo ese su «modo de estar».
Un modo de estar que no descarta el «estar a la espera» de que se presente
una ocasión cualquiera de intervenir en el mundo de un modo digno de ser inscrito
en la Historia Universal.