Destino necesario

Está en quiebra mucho más de lo que podemos imaginar en una simple ojeada y, quizá, mucho menos de lo que nos parece gravísimo: concretamente la familia, que algunos consideran herida de muerte. Algunas familias, sí; otras, solamente malheridas. Pero la familia, que todavía es capaz de sufrir, todavía es capaz de defenderse

Tenemos -como todos los pueblos tienen- necesidad de ser algo en concreto; eso, sólo eso y no otra cosa. Y no se trata, aunque en ocasiones pueda parecernos bien fastidioso, de lo que queramos ser o de nuestros sueños, sino de los que es necesario ser para continuar siendo pueblo creador de historia -Patria- y para que los españoles alcancemos, como tales, nuestra dimensión humana.

¿Cuál es, entonces, nuestro destino necesario? Sólo hay uno general para todas las Patrias, semejante al instinto de supervivencia de los hombres que les dan aliento: ser; y ser, precisamente, lo que son y han sido siempre. Ser auténticas; ser ellas mismas.

¿Y qué significa ser en nuestro caso? Dar respuestas, reaccionar, actuar. La inmovilidad, si es síntoma de algo, lo es de la muerte. Para ser es necesario tener carácter, decidir entre unas y otras opciones y, en suma, ser creadores y originales. En otras palabras: los pueblos, para estar vivos, necesitan comportarse, dar razón de su existencia, hacer.

Hacer lo necesario es siempre hacer lo nuevo, lo que corresponde a cada tiempo y a cada necesidad. Hacer lo viejo, que es nuestra única aportación en estos últimos años, es pura repetición. Y se repiten más fácilmente los errores que los aciertos.

Pero esta estrambótica resurrección de cadáveres en la que vivimos inmersos no es del todo estéril. Como se decía antes, sirve para hacer acopio de la energía suficiente para una gran creación. La exhumación servirá también para otra cosa: será la mejor demostración de que en política no sirve cuanto ha quedado atrás y que volver sobre el pasado sólo ayuda a perder el compás de la marcha y hasta la dirección.

Si dejamos aparte el lenguaje torcido de los políticos interesados, ¿hemos avanzado en el reparto de la riqueza o en su generación? ¿No está claro que, para que haya más ricos, hemos tenido que fabricar nueve millones de pobres? ¿Hemos conseguido leyes más justas? ¿Existe una mayor participación real del ciudadano en la toma de decisiones? ¿Hay una mejor y más rica convivencia? Por evidente, me excuso de dar la respuesta.

Hay, sí, tópicos sobre lo bueno y bonito que es vivir en este Sistema, pero la realidad los contradice siempre. Como pueblo y como sistema nos hemos puesto a sestear y la consecuencia no es otra que los repetidos síntomas de descomposición, ya que nos obstinamos en dar respuestas doctrinales o falsas a los problemas bien reales de cada día.

Alguna autonomía, por ejemplo, quiere regresar a la Edad Media, pero con industria moderna. Sólo Dios sabe adónde quieren volver otra, pero siempre antes de la época de Aníbal, con metralletas. El socialismo propone un pseudomarxismo gramsciano entreverado de capitalismo feroz capaz de fabricar millones de pobres en pocos años y el liberalismo sigue en la misma línea con el mismo capitalismo y el mismo sistema moral. En general, un observador no ve más que proyectos enloquecidos o cien veces fracasados antes. Proyectos que en modo alguno se han planteado la posibilidad de ser nuevos y oportunos. Por lo tanto, fracasarán.

Y esto es lo que hay que decirle a la buena gente. No se trata de que los políticos sean deshonestos e inmaduros, que lo son, ni de que los partidos barran para adentro, que lo hacen; ni de que avance el separatismo, que avanza indudablemente. Un sistema eficaz podría soportar deshonestos y sería a prueba de tontos. Un sistema eficaz no generaría separatismos. Lo que sucede no es eso; es otra cosa: es que nos hemos puesto al margen de la historia de los pueblos; es que hemos dejado de dar soluciones propias; hemos dejado de crear. De ahí los fracasos. De ahí las tensiones. De ahí las ruinas.

Nuestro destino necesario es salir del sueño. Salir del silencio y hacer. Hagamos cosas, nuestras cosas. Pensemos nuestras respuestas y todo este letargo habrá acabado. Por eso, y sólo por eso, se escriben estas páginas: nuestro mal es el contrario del que se dice. Nuestro mal es este: que aquí no pasa nada.

¿Es tiempo aún?

Pero, tal como está nuestra sociedad, tal como están nuestros jóvenes, debatiéndose entre la frustración y la amargura, la delincuencia y la droga; tal como está de amenazada nuestra España y tal como están de comprometidos nuestros políticos con proyectos exteriores internacionales, ¿qué posibilidades de reacción quedan? ¿Es tiempo aún?

¿Por qué no? No hay empresa que no tenga dificultades y las grandes empresas son aquellas que triunfan de las grandes dificultades y hacen verdad lo imposible. Siempre es este tiempo. Siempre estamos en el presente y, cuando todo parece indicar que cambiar es el único camino posible, cambiar renovándonos y abandonando todo lo viejo, el tiempo mismo se encargará de ponernos en la situación de hacerlo.

Existe ya un continuado desprendernos de lo viejo: solamente hay que saber verlo. En ello -y contra sus intereses- los partidos dominantes, cegatos, está ayudando a la historia. Destruyen, por supuesto, lo bueno también, pero, al forzar la anulación del sistema institucional que contribuyeron a instaurar, están creando un vacío formidable que va a engullirlo todo, empezando por ellos mismos.

No sólo nos estamos desembarazando de antiguos usos políticos. Van cayendo también los mitos que durante otras épocas alentaron los sectores disidentes: los sindicatos llamados independientes; la libertad concebida como uso de derechos exclusivamente; la participación a través de partidos como fórmula de integración del individuo en la sociedad; la cultura como cuestión susceptible de ser dirigida; la manipulación de la información como elemento para dominar a la sociedad...

Está en quiebra mucho más de lo que podemos imaginar en una simple ojeada y, quizá, mucho menos de lo que nos parece gravísimo: concretamente la familia, que algunos consideran herida de muerte. Algunas familias, sí; otras, solamente malheridas. Pero la familia, que todavía es capaz de sufrir, todavía es capaz de defenderse.

La familia, en términos generales, va comprendiendo sus errores o, al menos, sus miembros van descubriendo lo esencial de ese elemento protector e integrador. Porque la gente vuelve a necesitar protección y cariño y sólo tiene un modo de obtenerlos: aferrándose a su familia o fundando una.

Precisamente porque no se puede vivir así, porque el hombre desintegrado se reconoce más débil, más accesible al sufrimiento, al dolor y hasta al fracaso, y porque España está llena ya de personas con estas amargas experiencias, la familia empieza a ser un objetivo importante para muchos. Además, tanto nosotros como los adversarios, subestimamos a la familia española, su fortaleza y su capacidad para dar respuestas.

Porque los actuales males de la familia no son recientes. Empezaron en el momento del Desarrollo, cuando muchas mujeres se incorporaron al mundo laboral y cuando muchas jóvenes trabajadoras no dejaron su empleo después del matrimonio. Este cambio de función de la mujer, convertida en esposa, madre y elemento productor, generó -y sigue generando- graves problemas de ajuste. Y uno más importante aún: la pérdida de la afectividad.

Siempre hubo mujeres trabajadoras en España; la diferencia con hoy es cuantitativa más que cualitativa. Hoy hay más y los efectos han sido más notables. También muchas mujeres que consideraron la castidad como cuestión sujeta a modas y a envejecimiento, van volviendo a descubrir la auténtica razón de su necesidad y, en general, los hijos y las hijas de las familias rotas u heridas, formarán, a su vez, familias más estables, más unidas y más sólidas, que también se defenderán con más garantías de éxito de epidemias como la droga, la homosexualidad y la promiscuidad con su secuela de enfermedades.

Tampoco el sentimiento religioso ha muerto, aunque es cierto que algunos templos se han quedado vacíos. Otros, en cambio, se han llenado más. Hoy es, pese a todo, la época propicia para el resurgir de la espiritualidad, para plantearse la oración como una aventura y como una hermandad; hasta como un arma contra la vaciedad del mundo. Sufrir -y en España se sufre mucho- siempre es bueno para que el hombre mire seriamente a su interior y se pregunte "¿Qué?" ¿Para qué sirve todo este dolor? ¿Es mejor vivir mal, al aire de cada uno, que vivir bien, es decir dentro de una norma moral?

No es cuestión de si es tiempo aún; es que está empezando a ser tiempo, y esto es algo que no se puede improvisar; algo que llega en su momento.

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