¿ España sirve para algo?
He aquí
una pregunta práctica y algo irreverente, de esas que parece que está
mal hacerse cuando se trata de asuntos elevados. ¿Acaso sirve para
algo el cielo? ¿Acaso tiene que servir la Patria para algo?
Tengo la impresión, a veces, de colocar a la Patria apenas un escalón
por debajo de lo divino, y no es así como pienso. Es cierto que afirmo
que España, como algunos sacramentos, imprime carácter, y que
es el único camino para comunicarnos con nuestros semejantes y comprender
el mundo. También insisto en que la Patria no se puede desviar ya de
su destino: sólo se puede engrandecer o perjudicar. Pero la Patria
es obra de los hombres; de muchísimos hombres que han ido acumulando
en ella su fe, sus experiencias, su angustia y su voluntad. Pero obra de los
hombres.
De los de antes y de los de ahora, y rara vez hacen los hombres las cosas sin motivo, incluso los poetas y los locos. Por eso hay que preguntarse por qué los hombres empezaron a hacer España y como. ¿Con qué objetivos? ¿Para cuánto tiempo? Y más aún: ¿para qué la hicieron?
España debe de tener una utilidad, se reconozca o no. España existe para cubrir unos objetivos, para solucionar unas necesidades. Y consta que esas necesidades, por ser de hombres, son a la vez espirituales y materiales, tienen que ver con lo que muere y con lo que sobrevive del hombre. Desde mi realidad de hombre libre, me pregunto para qué me sirve a mí la Patria, España.
En principio hay algo relacionado con la persona, esa máscara griega que ha acabado por convertirse en la definición de la fusión de cuerpo y espíritu que es el hombre. El «yo», me digo, es el principio de atribución de mis acciones. Yo me equivoco y yo como: no digo que mi alma se equivoca y que mi cuerpo come. Soy yo en ambos casos.
España es, puede ser, otro principio de atribución más general. Por ella transcurre mi vida y en ella se mueve mi pensamiento: la parte que es exclusivamente mía de él y la parte de él que es exclusivamente de todos, lo que una vez Julián Marías definió como «lo consabido». Si mis acciones particulares las atribuyo a mi yo, ¿puedo atribuir mis acciones universales a España?
¿Qué soy yo? Un hombre, pero ¿soy un hombre a solas? Soy
un hombre en el mundo. Lo diré de una vez: mi relación con el
mundo es, precisamente, España. El principio de atribución de
mis relaciones con el mundo es mi Patria.
Y eso me sirve de mucho: me sitúa en el Universo. España es mi carta de navegación y mi polar, mi brújula y mi sextante. Es la necesaria referencia para saber dónde estoy y, por lo tanto, hacia dónde voy y hacia donde puedo ir. Esa es su utilidad. Es tan práctica España que, sencillamente, sirve para complementarme, para hacerme hijo del tiempo que me ha tocado, para explicarme las posibilidades que tengo hacia adelante y, además, para acercarme a otros como yo en la seguridad de que voy a ser entendido por ellos mejor que por cualesquiera otros seres humanos.
Otra cosa es que, aun entendiéndome, me acepten o, al menos, me toleren.
España práctica.
La «utilidad» de España sigue siendo preocupante. En el primer intento se ha dicho que España era el principio de atribución de mis relaciones con el mundo, y así comprendía que España daba temporalidad al hombre y le proyectaba hacia el futuro al hacerle heredero de un pasado.
Sirve aún para muchas otras cosas, como para la unidad. Para la unidad de propósitos y para la unidad de acción. Es decir, para ofrecerme una mayor eficacia en mi elección de objetivos y en las acciones que emprenda.
Porque soy español - y no otra cosa - adonde voy no voy solo. Ya sé que en muchos casos uno avanza disputando con su otro vecino español, pero avanza... Llegados aquí, encontramos al juvenil Pensador, que iluminó mi primer patriotismo con su atisbo de que España es una unidad de destino en lo Universal. ¿Será que siempre se entiende algo más de esa frase formidable?
Como español no estoy sólo en la aventura de vivir; no dependo de mis únicas fuerzas ni de mis únicos pensamientos, pues ser español me integra en un destino que, desde luego, no he elegido, pero que puedo asumir aceptando algunos esfuerzos. Tampoco intervengo en la dirección hacia la que la tierra gira, ni en la luz que despide el sol, pero ahí están sin que yo pierda la libertad por ello.
España está ahí: es anterior a mí y será posterior. No se interfiere en mi libertad: al contrario, me permite desarrollarla al hacer accesible para mí un mundo que no lo sería si yo hubiera nacido aislado, a solas. Me uno a una marcha, a una comitiva a la que puedo añadir mi voz y mis pensamientos. Me da una oportunidad: comprender lo que sucede y adivinar adónde voy.
Cuando veía a España como un río, indicaba su dirección: nace en alguna parte y va a desembocar a otro lugar. Por el afluente de mi vida individual, llego y aumento el caudal de España, pues acabo sabiendo hacia adónde voy y conozco las marcas con que el tiempo ha señalado la edad que me tocará recorrer.
Mucha filosofía extranjera suele aturdirse por este problema, por el miedo del hombre a solas en el mundo, que no sabe muy bien de dónde viene e ignora adónde va. Esa dicen que es la clave de la angustia.
Y he aquí que España me protege de ella como una madre comprensiva. Me dice - a veces bronca y a veces amable - de donde vengo desde el fondo de los tiempos y me enseña un futuro amplio en una dirección que conozco y no me preocupa.
Luego, claro, me carga con parte del peso: adonde voy, no voy solo pero tampoco descargado: dos mil años de ilusiones pesan, precisamente porque España me lleva de lo particular a lo universal, de lo pequeño a lo grande, de lo incomprensible a lo comprendido, mientras me quita las dudas más graves: sé de dónde vengo y quiero ir adónde voy.