Conclusión

Cada uno de los dogmas contenidos así en este libro como en el anterior es una ley del mundo moral; cada una de esas leyes es de suyo incontrastable y perpetua; todas juntas componen el código de las leyes constitutivas del orden moral en la humanidad y en el universo, las cuales, unidas a las físicas a que están sujetas las materiales, forman la ley suprema del orden, por la que se rigen y gobiernan todas las cosas criadas.

De tal manera y hasta tal punto es necesario que todas las cosas estén en un orden perfectísimo, que el hombre, desordenándolo todo, no puede concebir el desorden; por eso no hay ninguna revolución que, al derribar por el suelo las instituciones antiguas, no las derribe en calidad de absurdas y de perturbadoras, y que, al sustituirlas con otras de invención individual, no afirme de ellas que constituyen un orden excelente. Esta es la significación de aquella frase consagrada entre los revolucionarios de todos los tiempos, cuando llaman a la perturbación, que santifican un nuevo orden de cosas. Hasta M. Proudhon, el más atrevido de todos, no defiende su anarquía sino en calidad de expresión racional del orden perfecto, es decir, absoluto.

De la necesidad perpetua del orden se sigue la necesidad perpetua de las leyes, así físicas como morales, que le constituyen, por esa razón, todas ellas fueron creadas y proclamadas solemnemente por Dios desde el principio de los tiempos. Al sacar al mundo de la nada, al formar al hombre del barro de la tierra, al sacar a la mujer de su costado, al constituir la primera familia, quiso Dios declarar de una vez para siempre las leyes físicas y morales que constituyen el orden en la Humanidad y en el universo, sustrayéndolas de la jurisdicción del hombre y poniéndolas fuera del alcance de sus locas especulaciones y de sus vanos antojos. Hasta los dogmas de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención del género humano, que no habían de ser cumplidos sino en la plenitud de los tiempos, fueron revelados por Dios en la edad paradisíaca, cuando hizo a nuestros primeros padres aquella misericordiosa promesa con que vino a templar el rigor de su justicia.

El mundo ha negado esas leyes vanamente; aspirando a rescatarse de su yugo por su negación, ninguna otra cosa ha conseguido sino hacer su yugo más pesado por medio de las catástrofes, las cuales se proporcionan siempre a las negaciones, siendo esta misma ley de proporción una de las constitutivas del orden.

Libre y extendido campo dejó Dios a las opiniones humanas; anchos fueron los dominios que sujetó al imperio y al libre albedrío del hombre, a quien fue dado señorearse del mar y de la tierra, rebelarse contra su Criador, mover guerra a los cielos, entrar en tratos y alianzas con los espíritus infernales, ensordecer al mundo con el rumor de las batallas, abrasar las ciudades con incendios y discordias, estremecerlas con las tremendas sacudidas de las revoluciones, cerrar el entendimiento a la verdad y los ojos a la luz y abrir el entendimiento al error y complacerse en las tinieblas; fundar imperios y asolarlos, levantar y allanar repúblicas, cansarse de repúblicas, imperios y monarquías; dejar aquello que quiso, volver a lo que dejó, afirmarlo todo, hasta lo absurdo; negarlo todo, hasta la evidencia; decir: No hay Dios y Soy Dios; proclamarse independiente de todas las potestades, y adorar al astro que le ilumina, al tirano que le oprime, al reptil que se arrastra por el suelo, al huracán que viene rebramando, al rayo que cae, al nublado que le lleva, a la nube que pasa.

Todo esto y mucho más le fue dado al hombre; pero mientras que todas estas cosas le fueron dadas, los astros cursan perpetuamente y con perpetua cadencia en giros concertados, y las estaciones se mueven unas en pos de otras en armoniosos círculos, sin alcanzarse y sin confundirse jamás; y la tierra se vista hoy de hierbas, de árboles y de mieses, como lo hizo siempre desde que recibió de lo alto la virtud de fructificar; y todas las cosas físicas cumplen hoy, como cumplieron ayer y como cumplirán mañana, los divinos mandamientos, moviéndose en perpetua paz y concordia, sin traspasar un punto las leyes de su potentísimo Hacedor, que con mano soberana concierta sus pasos, refrena sus ímpetus y da rienda a su curso.

Todo aquello y mucho más le fue dado al hombre; pero mientras que todas aquellas cosas le fueron dadas, no pudo tanto que a su pecado no siguiera el castigo, y a su delito la pena, y a su primera transgresión la muerte, y la condenación a su endurecimiento, y a su libertad la justicia, y a su arrepentimiento la misericordia, y a los escándalos la reparación, y a las rebeldías las catástrofes.

Al hombre le ha sido dado poner a sus pies la sociedad desgarrada con sus discordias, echar por tierra los muros más firmes, entrar a saco las ciudades más opulentas, derribar con estrépito los imperios más extendidos y nombrados, hundir en espantosa ruina las civilizaciones más altas, envolviendo sus resplandores en la densa nube de la barbarie. Lo que no le ha sido dado es suspender por un solo día, por una sola hora, por un solo instante, el cumplimiento infalible de las leyes fundamentales del mundo físico y del moral, constitutivas del orden en la humanidad y en el universo; lo que no ha visto ni verá el mundo es que el hombre, que huye del orden por la puerta del pecado, no vuelva a entrar en él por la de la pena, esa mensajera de Dios que alcanza a todos con sus mensajes.