Capítulo VI
Dogmas correlativos al de la solidaridad: los sacrificios sangrientos. Teorías de las Escuelas Racionalistas acerca de la pena de muerte
Así como el socialismo es un compuesto incoherente de tesis y de antítesis que se contradicen y se destruyen, la gran síntesis católica resuelve todas las cosas en la unidad, poniendo en todas ellas su soberana armonía. De sus dogmas puede afirmarse que, sin dejar de ser varios, son uno sólo. De tal manera se resuelven los que anteceden en los que le siguen, y los que le siguen en los que le anteceden, que no puede averiguarse nunca cuál es el primero y cuál es el último en el gran círculo divino. Esa virtud que todos tienen de penetrarse los unos a los otros en lo más íntimo de sus esencias, hace que ninguno pueda ser afirmado o negado de por sí, debiendo ser todos afirmados o negados juntamente; y como en sus afirmaciones dogmáticas están apuradas todas las afirmaciones posibles, de aquí procede que contra el catolicismo no se da afirmación de ninguna especie ni negación que sea particular; contra su prodigiosa síntesis no cabe sino una negación absoluta. Ahora bien: Dios, que está de manifiesto en la palabra católica, ha dispuesto las cosas de tal modo, que esa suprema negación, lógicamente necesaria para hacer contraste a la palabra divina, sea de todo punto imposible, como quiera que para negarlo todo es necesario comenzar por negarse a sí mismo, y que el que se niega a sí mismo no puede pasar adelante ni negar después cosa ninguna. Síguese de aquí que la palabra católica, siendo invencible, es eterna; desde el primer día de la creación viene dilatándose en los espacios y resonando en los tiempos con una fuerza inmensa de dilatación y con una fuerza infinita de resonancia; su soberana virtud no se ha amenguado todavía, y cuando cesen los tiempos de correr y se recojan los espacios, esa palabra seguirá resonando eternamente en las eternas alturas. Todo este bajo mundo va pasando: los hombres con sus ciencias, que no son sino ignorancia; los imperios con sus glorias, que no son sino humo; sólo está quieta y en su ser esa palabra resonante, afirmándolo todo con una sola afirmación, que es siempre idéntica a sí misma. El dogma de la solidaridad, confundiéndose con el de la unidad, constituye con él un solo dogma; considerado en sí, se resuelve en dos que, como el de la solidaridad y el de la unidad, son uno mismo en la esencia y dos en sus manifestaciones. La solidaridad y la unidad de todos los hombres entre sí lleva consigo la idea de una responsabilidad en común, y esta responsabilidad supone a su vez que los méritos y los crímenes de los unos pueden dañar y aprovechar a los otros. Cuando el daño es el que se comunica, el dogma conserva su nombre genérico de solidaridad, y le cambia por el de reversibilidad cuando lo que se comunica es el provecho. Así se dice que todos pecamos en Adán, porque todos somos con él solidarios, y que todos fuimos hechos salvos por Jesucristo, porque sus méritos nos son reversibles. Como se ve, la diferencia aquí está en los nombres solamente, y en nada altera la identidad de la cosa significada. Lo mismo sucede con los dogmas de la imputación y de la sustitución; los dos no son otra cosa sino aquellos dogmas mismos considerados en sus aplicaciones. En virtud del dogma de la imputación padecemos todos la pena de Adán, y por el de la sustitución padeció el Señor por todos nosotros. Pero, como se ve aquí, no se trata sino de un dogma sustancialmente. El principio en virtud del cual fuimos todos hechos salvos en el Señor es idéntico a aquel por el cual fuimos todos en Adán culpables y penados. Ese principio de solidaridad con el que se explican los dos grandes misterios de nuestra redención y de la transmisión de la culpa, es a su vez explicado por esa misma transmisión y por la redención humana. Sin la solidaridad no podéis ni concebir siquiera una humanidad prevaricadora y redimida; y por otro lado es evidente que si la humanidad no ha sido ni redimida por Jesucristo ni prevaricadora en Adán, no puede ser concebida como siendo una y solidaria.
Como por este dogma, junto con el de la prevaricación adámica, se nos revela la verdadera naturaleza del hombre, no ha permitido Dios que cayera de todo punto en el olvido de las gentes. Esto sirve para explicar por qué todos los pueblos del mundo vienen dando de él clarísimos testimonios y por qué esos testimonios están consignados con una consignación elocuentísima en la historia. No hay pueblo tan civilizado ni tribu tan inculta que no haya creído estas cosas: que los pecados de algunos pueden atraer las iras de Dios sobre las cabezas de todos y que todos pueden ser hechos salvos de la pena y de la culpa transmitida por el ofrecimiento de una víctima en perfectísimo holocausto. Por los pecados de Adán condena Dios al género humano, y le salva por los méritos de su amantísimo Hijo. Noé, inspirado por Dios, condena en Canaán a toda su raza; Dios bendice en Abrahán, y luego en Isaac, y luego en Jacob, a toda la raza hebrea. Unas veces salva a hijos culpables por los méritos de sus ascendientes, otras castiga hasta en su última generación los pecados de ascendientes culpables; y ninguna de estas cosas, que la razón tiene por increíbles, ha causado ni extrañeza ni repugnancia al género humano, que las ha creído con una fe firmísima y robusta. Edipo es pecador, y los dioses derraman sobre Tebas la copa de su enojo; Edipo es asunto de la cólera divina, y los beneficios de su expiación son reversibles a Tebas. En el día más grande y solemne de la creación, cuando el mismo Dios hecho hombre iba a proclamar con su muerte la verdad de todos estos dogmas, quiso que antes fueran proclamados y confesados por el mismo pueblo deicida, el cual, clamando con un clamor sobrenatural y con bramido siniestro, dejó caer estos tremendos vocablos: «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos». No parece sino que Dios permitió que se condensaran aquí juntamente los tiempos y los dogmas: en un mismo día el mismo pueblo, dándole muerte, imputa a uno y castiga en él los pecados de todos, y pide la aplicación del mismo dogma a sí propio, declarando a sus hijos solidarios de sus pecados. En ese mismo día en que eso se proclama por todo un pueblo, el mismo Dios proclama el mismo dogma haciéndose solidario del hombre, y el de la reversibilidad pidiendo al Padre, en premio de su dolor, el perdón de sus enemigos, y el de la sustitución muriendo por ellos, y el de la redención, consecuencia de todos los otros, siendo el pecador redimido, porque el sustituto que en virtud del dogma de la solidaridad padeció muerte, en virtud del de la reversibilidad fue aceptado.
Todos esos dogmas, proclamados en un mismo día por un pueblo y por un Dios y cumplidos, después de ser proclamados, en la persona de un Dios y en las generaciones de un pueblo, vienen proclamándose y cumpliéndose, aunque imperfectamente, desde el principio del mundo, y fueron simbolizados en una institución antes de ser cumplidos en una persona.
La institución que los simboliza es la de los sacrificios sangrientos. Esa institución misteriosa y, humanamente hablando, inconcebible, es un hecho tan universal y constante, que existe en todos los pueblos y en todas las regiones. De manera que entre las instituciones socia les, la más universal es cabalmente la más inconcebible y la que parece más absurda; siendo cosa digna de notarse aquí que esa universalidad es un atributo común a la institución en que aquellos dogmas están simbolizados, a la persona en que fueron cumplidos y a los mismos dogmas que fueron simbolizados en aquella institución y cumplidos en aquella persona. La imaginación misma no alcanza a fingir ni otros dogmas, ni otra persona, ni otra institución más universales. Aquellos dogmas contienen todas las leyes por las que se gobiernan las cosas humanas; aquella persona contiene a la Divinidad y a la humanidad juntas en uno, y aquella institución es, por un lado, conmemorativa de lo que aquellos dogmas contienen de universal; por otro, simbólica de aquella persona única en quien está la universalidad por excelencia, mientras que por otra parte, considerada en sí misma, se dilata hasta los remates del mundo y vence los términos de la Historia.
Abel es el primer hombre que ofreció a Dios un sacrificio sangriento después de la gran tragedia paradisíaca, y ese sacrificio, por lo que tenía de sangriento, fue acepto a los ojos de Dios, que apartó de sí con enojo el de Caín, consistente en frutos de la tierra. Y lo que aquí hay de singular y de misterioso es que el que derrama la sangre en sacrificio expiatorio toma odio a la sangre y muere por no derramar la del mismo que le mata, mientras que el que rehúsa derramarla como signo de expiación se aficiona a ella hasta el punto de derramar la sangre de su hermano. ¿En qué consiste que, derramada de un modo, quita las manchas, y, derramada del otro modo, las pone? ¿En qué consiste que la derraman todos, aunque de diferente manera?
Desde aquella primera efusión de sangre, la sangre no dejó de correr, y no corrió nunca sin condenar a unos y sin purificar a otros, conservando siempre entera su virtud condenatoria y su virtud purificante. Todos los hombres que vinieron después de Abel el justo y de Caín el fratricida, se acercaron más o menos a uno de esos dos tipos de aquellas dos ciudades que se gobiernan por leyes contrarias y por gobernadores diferentes, por nombre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo, las cuales no son contrarias entre sí porque en una se derrame sangre y en otra no, sino porque en la una la derrama el amor y en la otra la venganza, la una es ofrecida al hombre y en la otra a Dios en sacrificio expiatorio y en aceptable holocausto.
El género humano, en el que no ha dejado de soplar de todo punto el viento de las tradiciones bíblicas, ha creído siempre, con una fe invencible, estas tres cosas: que es fuerza que la sangre sea derramada; que, derramada de un modo, purifica, y de otro, enloquece. De estas verdades da clarísimos testimonios toda la Historia, llena con la relación de historias crueles, de conquistas sangrientas, de trastornos y asolamientos de ciudades famosas, de muertes atrocísimas, de víctimas puras puestas en altares humeantes, de hermanos levantados contra hermanos, y ricos contra pobres, y padres contra hijos, siendo la tierra toda a manera de lago que ni los vientos orean ni seca el sol con sus inmensos ardores. No las atestiguan con menos claridad los sacrificios sangrientos ofrecidos a Dios en todos los altares levantados en la tierra, y, por último, la legislación de todos los pueblos, por la que el que quita la vida ajena está excomulgado y pierde la suya, saliendo de la comunión de los vivientes. En la tragedia de Orestes pone Eurípides en boca de Apolo estas palabras: «No es Elena culpable de la guerra de Troya; su belleza no fue sino el instrumento de que se valieron los dioses para encender la guerra entre los pueblos y hacer correr la sangre que había de purificar la tierra, manchada con la multitud de los delitos». Por donde se ve que el poeta, eco a un tiempo mismo de las tradiciones populares y de las tradiciones humanas, da a la sangre una secreta virtud de purificación que está en ella de una manera escondida por una causa misteriosa.
Descansando el sacrificio en la suposición de la existencia de esa causa y de aquella virtud, es claro que la sangre ha debido adquirir esta virtud bajo el imperio de aquella causa, en una época anterior a la de los sacrificios sangrientos; y como estos sacrificios vienen instituidos desde el tiempo de Abel, es una cosa puesta fuera de toda duda que la causa y la virtud de que tratamos son anteriores a Abel y contemporáneas de un gran suceso paradisíaco, en donde esa virtud y su causa han de tener principio necesariamente. Ese gran suceso es la prevaricación adámica. Culpable la carne en Adán, y en la carne de Adán la carne de toda la especie, para que la pena tuviese proporción con la culpa, era menester que cayera en la carne como en la culpa misma; de aquí la necesidad de la efusión perpetua de la sangre humana. A la culpa de Adán se había seguido, sin embargo, la promesa de un redentor, y esa promesa, poniendo al Redentor en lugar del culpable, fue poderosa para suspender la sentencia condenatoria hasta que el que había de venir fuera venido. Esto sirve para explicar por qué Abel, depositario por Adán a un mismo tiempo de la sentencia condenatoria y de la suspensión hasta que fuera llegado el sustituto que había de padecer la pena por el culpable, instituyó el único sacrificio que podía ser acepto a los ojos de Dios: el sacrificio conmemorativo y simbólico.
El sacrificio de Abel fue tan perfecto, que contuvo en sí por una manera prodigiosa todos los dogmas católicos; por lo que tuvo de sacrificio en general, fue un acto de reconocimiento y de adoración hacia el Dios omnipotente y soberano; por lo que tuvo de sacrificio sangriento, fue la proclamación del dogma de la prevaricación adámica y del de la libertad del prevaricador, que sin el libre albedrío no hubiera sido culpable, y del de la transmisión de la culpa y de la pena, sin la cual sólo Adán hubiera debido darse en sacrificio, y del de la solidaridad, sin el cual no hubiera tenido Abel el pecado por herencia. Al propio tiempo fue con respecto a Dios el reconocimiento de su justicia y del cuidado que tiene de las cosas humanas. Considerado desde el punto de vista de las víctimas ofrecidas al Señor, fue a un tiempo mismo una conmemoración de la promesa que acompañó a la pena del verdadero culpable; y de la reversibilidad, en virtud de la cual los penados por la culpa de Adán habían de ser hechos salvos por los méritos de otro; y de la sustitución, en virtud de la cual uno que había de venir se había de ofrecer en sacrificio por todo el género humano; por último, consistiendo las víctimas en corderos primogénitos y sin mancha, el sacrificio de Abel fue simbólico del sacrificio verdadero, en el cual aquel Cordero mansísimo y purísimo, Hijo único del Padre, se había de ofrecer en santísimo holocausto por los delitos del mundo. De esta manera el catolicismo todo, que explica y contiene todas las cosas, por un milagro de condensación, está explicado y contenido en el primer sacrificio sangriento ofrecido a Dios por un hombre. ¿Qué virtud es esa que está en una dilatación y con una condensación infinita? ¿Qué cosas son esas que en su inmensa variedad caben todas en un símbolo? ¿Y qué símbolo es ese tan comprensivo y perfecto que contiene tantas y tales cosas? Tan altas consonancias y armonías, perfecciones tan soberanas y hermosas, están de tal manera sobre el hombre, que se adelantan, no sólo a todo lo que entendemos, sino también a todo lo que deseamos y a todo lo que fingimos.
Pasando la tradición de padres a hijos, vino a suceder que fue borrándose y oscureciéndose poco a poco en la memoria y en el entendimiento de los hombres. Dios no permitió en su infinita sabiduría que dejaran de resonar de todo punto en la tierra aquellos grandes ecos de las tradiciones bíblicas; pero en medio del tumulto de los pueblos, precipitados los unos sobre los otros, y todos a los pies de los ídolos, esos ecos fueron alterándose y debilitándose hasta perder su magnífica resonancia y convertirse en sonidos vagos, intermitentes y confusos. Entonces fue cuando de la idea vaga de una culpa primitiva, radicada en la sangre, sacaron los hombres la consecuencia de que era necesario ofrecer a Dios en sacrificio la sangre misma del hombre. El sacrificio dejó de ser simbólico para ser real, y como quiera que en la intención divina no estaba dar eficacia y virtud sino al sacrificio del Redentor solamente, de aquí fue que los sacrificios humanos carecieron de virtud y de eficacia. Aun así y todo, aquellos sacrificios imperfectos e ineficaces contenían en sí virtualmente, por un lado, el dogma del pecado original, el de su transmisión y el de la solidaridad, y por otro, el de la reversibilidad y el de la sustitución, aunque no acertaron a simbolizar ni la sustitución verdadera ni el verdadero sustituto.
Cuando los antiguos buscaban una víctima limpia de toda mancha e inocente y la conducían al altar ceñida de flores para que con su muerte aplacara la cólera divina, satisfaciendo la deuda del pueblo, acertaban en mucho y erraban en algo. Acertaban en afirmar que la justicia divina debía ser aplacada, que no podía serlo sino por el derramamiento de sangre, que uno podía satisfacer la deuda de todos, que la víctima redentora había de ser inocente. En todas estas cosas acertaban, como quiera que todas ellas no son otra cosa sino la afirmación implícita de los grandes dogmas católicos. El error estuvo exclusivamente en creer que podía haber un hombre inocente y justificado, hasta tal punto y de tal manera que pudiera ser ofrecido eficazmente en sacrificio por los pecados del pueblo, en calidad de víctima redentora. Este solo error, este solo olvido de un dogma católico convirtió al mundo en un lago de sangre; a falta de otros, hubiera bastado por sí solo para impedir el advenimiento de toda civilización verdadera. La barbarie, y la barbarie feroz y sangrienta, es la consecuencia legítima, necesaria, del olvido de cualquier dogma cristiano.
El error que acabo de señalar no lo era sino en un solo concepto y desde cierto punto de vista: la sangre del hombre no puede ser expiatoria del pecado original, que es el pecado de la especie, el pecado humano por excelencia; puede ser y es, sin embargo, expiatoria de ciertos pecados individuales, de donde se sigue no sólo la legitimidad, sino también la necesidad y la conveniencia de la pena de muerte. La universalidad de su institución atestigua la universalidad de la creencia del género humano en la eficacia purificante de la sangre derramada de cierto modo y en su virtud expiatoria cuando de ese modo se derrama. Sine sanguine non fit remissio (Hebr 9,22). Sin la sangre derramada por el Redentor no se hubiera extinguido nunca aquella deuda común que contrajo con Dios en Adán todo el género humano. En dondequiera que la pena de muerte ha sido abolida, la sociedad ha destilado sangre por todos sus poros. A su supresión en la Sajonia Real se siguió aquella grande y encarnizada batalla de mayo, que puso al Estado en trance de muerte, hasta el punto de verse en el caso de acudir para su remedio a una intervención extranjera. El solo principio de su supresión, proclamado en Francfort en nombre de la patria común, puso las cosas alemanas en mayor desorden y desconcierto que ningún otro período de su turbulentísima historia. A su supresión por el Gobierno provisional de la República francesa se siguieron aquellas tremendas jornadas de junio, que vivirán eternamente con todo su horror en la memoria de los hombres; a aquéllas hubieran seguido otras con pavorosa y rápida sucesión si una víctima santa y acepta no se hubiera puesto entre las iras de Dios y los delitos de aquel Gobierno culpable y de aquella ciudad pecadora. Hasta dónde pudo llegar la virtud de aquella sangre augusta e inocente, nadie lo sabrá decir y nadie lo sabe; empero, humanamente hablando, puede afirmarse sin temor de ser desmentido por los hechos, que la sangre volverá a correr en vena abundosa, por lo menos hasta que la Francia entre otra vez bajo la jurisdicción de aquella ley providencial que ningún pueblo desechó jamás impunemente.
No pondré término a este capítulo sin hacer aquí una reflexión que me parece de la mayor importancia: si tales efectos ha producido la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos, ¿hasta dónde llegarían sus estragos si la supresión se extendiera a los delitos comunes? Ahora bien: si hay para mí una cosa evidente, es que la supresión de la una lleva consigo la supresión de la otra en un tiempo más o menos lejano, así como me parece cosa puesta fuera de toda duda que, suprimida la pena de muerte en ambos conceptos, procede la supresión de toda penalidad humana. Suprimir la pena mayor en los delitos que atacan la seguridad del Estado, y con ella la de los individuos que le componen, y conservarla en los delitos que se perpetran contra los particulares solamente, me parece una inconsecuencia monstruosa, que no puede resistir por largo tiempo a la evolución lógica y consecuente de los acontecimientos humanos. Por otra parte, suprimir como excesiva la pena de muerte en unos y en otros viene a ser lo mismo que suprimir todo género de penalidad para los delitos inferiores, como quiera que, una vez aplicada a los primeros una pena que no sea la de muerte, cualquiera otra que se aplique a los segundos ha de faltar a las reglas de la buena proporción y ha de ser combatida como opresiva e injusta.
Si la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos se funda en la negación del delito político, y si esta negación se saca de la falibilidad del Estado en estas materias, es claro que todo el sistema de penalidad viene al suelo, porque la falibilidad en las cosas políticas supone la falibilidad en todas las cosas morales, y la falibilidad en las unas y en las otras lleva consigo la incompetencia radical del Estado para calificar ninguna acción humana de delito. Ahora bien: como esa falibilidad es un hecho, síguese de ahí que en esta materia de la penalidad todos los gobiernos son incompetentes, porque todos son falibles.
Sólo puede acusar de delito el que puede acusar de pecado, y sólo puede imponer penas por el uno el que puede imponerlas por el otro. Los gobiernos no son competentes para imponer una pena al hombre sino en calidad de delegados de Dios, ni la ley humana tiene fuerza sino cuando es el comentario de la ley divina. La negación de Dios y de su ley por parte de los gobiernos viene a ser la negación de sí propios. Negar la ley divina y afirmar la humana, afirmar el delito y negar el pecado, negar a Dios y afirmar un gobierno cualquiera, es afirmar aquello mismo que se niega y negar aquello mismo que se afirma, es caer en una contradicción palpable y evidente. Entonces sucede que comienza a soplar el cierzo de las revoluciones, el cual no tarda mucho en restaurar el imperio de la lógica, que preside a la evolución de los sucesos, suprimiendo con una afirmación absoluta e inexorable o con una negación absoluta y perentoria las contradicciones humanas.
El ateísmo de la ley y del Estado, o lo que en definitiva viene a ser lo mismo, expresado de una manera diferente, la secularización completa del Estado y de la ley, es teoría que no se compone bien con la de la penalidad, viniendo la una del hombre en su estado de apartamiento de Dios y la otra de Dios en su estado de unión con el hombre.
No parece sino que los gobiernos conocen por medio de un instinto infalible que sólo en nombre de Dios pueden ser justos y fuertes. Así sucede que, cuando comienzan a secularizarse o apartarse de Dios, luego al punto aflojan en la penalidad, como si sintieran que se les disminuye su derecho. Las teorías laxas de los criminalistas modernos son contemporáneas de la decadencia religiosa, y su predominio en los códigos es contemporáneo de la secularización completa de las potestades políticas. Desde entonces acá el criminal se ha ido transformando a nuestros ojos lentamente, hasta el punto de parecer a los hijos objeto de lástima el mismo que era asunto de horror para sus padres. El que ayer era llamado criminal, hoy pierde su nombre en el de excéntrico o en el de loco. Los racionalistas modernos llaman al crimen desventura. ¡Día vendrá en que el gobierno pase a los desventurados, y entonces no habrá otro crimen sino la inocencia! A las teorías sobre la penalidad de las monarquías absolutas en sus tiempos decadentes se siguieron las de las escuelas liberales, que trajeron las cosas al punto y trance en que hoy las vemos; tras las escuelas liberales vienen las socialistas con su teoría de las insurrecciones santas y de los delitos heroicos; ni serán éstas las últimas, porque allá en los lejanos horizontes comienzan a despuntar nuevas y más sangrientas auroras. El nuevo evangelio del mundo se está escribiendo quizá en un presidio. El mundo no tendrá sino lo que merece cuando sea evangelizado por los nuevos apóstoles.
Los
mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso,
les han hecho creer más fácilmente que la tierra ha de ser un
paraíso sin sangre. El mal no está en la ilusión; está
en que cabalmente en el punto y hora en que la ilusión llegara a ser
creída de todos, la sangre brotaría hasta de las rocas duras y
la tarea se transformaría en infierno. En este oscuro y bajo suelo, el
hombre no puede aspirar a una ventura imposible sin ser tan desventurado que
pierda la poca dicha que alcanza.
Capítulo VI
Dogmas correlativos al de la solidaridad: los sacrificios sangrientos. Teorías de las Escuelas Racionalistas acerca de la pena de muerte
Así como el socialismo es un compuesto incoherente de tesis y de antítesis que se contradicen y se destruyen, la gran síntesis católica resuelve todas las cosas en la unidad, poniendo en todas ellas su soberana armonía. De sus dogmas puede afirmarse que, sin dejar de ser varios, son uno sólo. De tal manera se resuelven los que anteceden en los que le siguen, y los que le siguen en los que le anteceden, que no puede averiguarse nunca cuál es el primero y cuál es el último en el gran círculo divino. Esa virtud que todos tienen de penetrarse los unos a los otros en lo más íntimo de sus esencias, hace que ninguno pueda ser afirmado o negado de por sí, debiendo ser todos afirmados o negados juntamente; y como en sus afirmaciones dogmáticas están apuradas todas las afirmaciones posibles, de aquí procede que contra el catolicismo no se da afirmación de ninguna especie ni negación que sea particular; contra su prodigiosa síntesis no cabe sino una negación absoluta. Ahora bien: Dios, que está de manifiesto en la palabra católica, ha dispuesto las cosas de tal modo, que esa suprema negación, lógicamente necesaria para hacer contraste a la palabra divina, sea de todo punto imposible, como quiera que para negarlo todo es necesario comenzar por negarse a sí mismo, y que el que se niega a sí mismo no puede pasar adelante ni negar después cosa ninguna. Síguese de aquí que la palabra católica, siendo invencible, es eterna; desde el primer día de la creación viene dilatándose en los espacios y resonando en los tiempos con una fuerza inmensa de dilatación y con una fuerza infinita de resonancia; su soberana virtud no se ha amenguado todavía, y cuando cesen los tiempos de correr y se recojan los espacios, esa palabra seguirá resonando eternamente en las eternas alturas. Todo este bajo mundo va pasando: los hombres con sus ciencias, que no son sino ignorancia; los imperios con sus glorias, que no son sino humo; sólo está quieta y en su ser esa palabra resonante, afirmándolo todo con una sola afirmación, que es siempre idéntica a sí misma. El dogma de la solidaridad, confundiéndose con el de la unidad, constituye con él un solo dogma; considerado en sí, se resuelve en dos que, como el de la solidaridad y el de la unidad, son uno mismo en la esencia y dos en sus manifestaciones. La solidaridad y la unidad de todos los hombres entre sí lleva consigo la idea de una responsabilidad en común, y esta responsabilidad supone a su vez que los méritos y los crímenes de los unos pueden dañar y aprovechar a los otros. Cuando el daño es el que se comunica, el dogma conserva su nombre genérico de solidaridad, y le cambia por el de reversibilidad cuando lo que se comunica es el provecho. Así se dice que todos pecamos en Adán, porque todos somos con él solidarios, y que todos fuimos hechos salvos por Jesucristo, porque sus méritos nos son reversibles. Como se ve, la diferencia aquí está en los nombres solamente, y en nada altera la identidad de la cosa significada. Lo mismo sucede con los dogmas de la imputación y de la sustitución; los dos no son otra cosa sino aquellos dogmas mismos considerados en sus aplicaciones. En virtud del dogma de la imputación padecemos todos la pena de Adán, y por el de la sustitución padeció el Señor por todos nosotros. Pero, como se ve aquí, no se trata sino de un dogma sustancialmente. El principio en virtud del cual fuimos todos hechos salvos en el Señor es idéntico a aquel por el cual fuimos todos en Adán culpables y penados. Ese principio de solidaridad con el que se explican los dos grandes misterios de nuestra redención y de la transmisión de la culpa, es a su vez explicado por esa misma transmisión y por la redención humana. Sin la solidaridad no podéis ni concebir siquiera una humanidad prevaricadora y redimida; y por otro lado es evidente que si la humanidad no ha sido ni redimida por Jesucristo ni prevaricadora en Adán, no puede ser concebida como siendo una y solidaria.
Como por este dogma, junto con el de la prevaricación adámica, se nos revela la verdadera naturaleza del hombre, no ha permitido Dios que cayera de todo punto en el olvido de las gentes. Esto sirve para explicar por qué todos los pueblos del mundo vienen dando de él clarísimos testimonios y por qué esos testimonios están consignados con una consignación elocuentísima en la historia. No hay pueblo tan civilizado ni tribu tan inculta que no haya creído estas cosas: que los pecados de algunos pueden atraer las iras de Dios sobre las cabezas de todos y que todos pueden ser hechos salvos de la pena y de la culpa transmitida por el ofrecimiento de una víctima en perfectísimo holocausto. Por los pecados de Adán condena Dios al género humano, y le salva por los méritos de su amantísimo Hijo. Noé, inspirado por Dios, condena en Canaán a toda su raza; Dios bendice en Abrahán, y luego en Isaac, y luego en Jacob, a toda la raza hebrea. Unas veces salva a hijos culpables por los méritos de sus ascendientes, otras castiga hasta en su última generación los pecados de ascendientes culpables; y ninguna de estas cosas, que la razón tiene por increíbles, ha causado ni extrañeza ni repugnancia al género humano, que las ha creído con una fe firmísima y robusta. Edipo es pecador, y los dioses derraman sobre Tebas la copa de su enojo; Edipo es asunto de la cólera divina, y los beneficios de su expiación son reversibles a Tebas. En el día más grande y solemne de la creación, cuando el mismo Dios hecho hombre iba a proclamar con su muerte la verdad de todos estos dogmas, quiso que antes fueran proclamados y confesados por el mismo pueblo deicida, el cual, clamando con un clamor sobrenatural y con bramido siniestro, dejó caer estos tremendos vocablos: «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos». No parece sino que Dios permitió que se condensaran aquí juntamente los tiempos y los dogmas: en un mismo día el mismo pueblo, dándole muerte, imputa a uno y castiga en él los pecados de todos, y pide la aplicación del mismo dogma a sí propio, declarando a sus hijos solidarios de sus pecados. En ese mismo día en que eso se proclama por todo un pueblo, el mismo Dios proclama el mismo dogma haciéndose solidario del hombre, y el de la reversibilidad pidiendo al Padre, en premio de su dolor, el perdón de sus enemigos, y el de la sustitución muriendo por ellos, y el de la redención, consecuencia de todos los otros, siendo el pecador redimido, porque el sustituto que en virtud del dogma de la solidaridad padeció muerte, en virtud del de la reversibilidad fue aceptado.
Todos esos dogmas, proclamados en un mismo día por un pueblo y por un Dios y cumplidos, después de ser proclamados, en la persona de un Dios y en las generaciones de un pueblo, vienen proclamándose y cumpliéndose, aunque imperfectamente, desde el principio del mundo, y fueron simbolizados en una institución antes de ser cumplidos en una persona.
La institución que los simboliza es la de los sacrificios sangrientos. Esa institución misteriosa y, humanamente hablando, inconcebible, es un hecho tan universal y constante, que existe en todos los pueblos y en todas las regiones. De manera que entre las instituciones socia les, la más universal es cabalmente la más inconcebible y la que parece más absurda; siendo cosa digna de notarse aquí que esa universalidad es un atributo común a la institución en que aquellos dogmas están simbolizados, a la persona en que fueron cumplidos y a los mismos dogmas que fueron simbolizados en aquella institución y cumplidos en aquella persona. La imaginación misma no alcanza a fingir ni otros dogmas, ni otra persona, ni otra institución más universales. Aquellos dogmas contienen todas las leyes por las que se gobiernan las cosas humanas; aquella persona contiene a la Divinidad y a la humanidad juntas en uno, y aquella institución es, por un lado, conmemorativa de lo que aquellos dogmas contienen de universal; por otro, simbólica de aquella persona única en quien está la universalidad por excelencia, mientras que por otra parte, considerada en sí misma, se dilata hasta los remates del mundo y vence los términos de la Historia.
Abel es el primer hombre que ofreció a Dios un sacrificio sangriento después de la gran tragedia paradisíaca, y ese sacrificio, por lo que tenía de sangriento, fue acepto a los ojos de Dios, que apartó de sí con enojo el de Caín, consistente en frutos de la tierra. Y lo que aquí hay de singular y de misterioso es que el que derrama la sangre en sacrificio expiatorio toma odio a la sangre y muere por no derramar la del mismo que le mata, mientras que el que rehúsa derramarla como signo de expiación se aficiona a ella hasta el punto de derramar la sangre de su hermano. ¿En qué consiste que, derramada de un modo, quita las manchas, y, derramada del otro modo, las pone? ¿En qué consiste que la derraman todos, aunque de diferente manera?
Desde aquella primera efusión de sangre, la sangre no dejó de correr, y no corrió nunca sin condenar a unos y sin purificar a otros, conservando siempre entera su virtud condenatoria y su virtud purificante. Todos los hombres que vinieron después de Abel el justo y de Caín el fratricida, se acercaron más o menos a uno de esos dos tipos de aquellas dos ciudades que se gobiernan por leyes contrarias y por gobernadores diferentes, por nombre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo, las cuales no son contrarias entre sí porque en una se derrame sangre y en otra no, sino porque en la una la derrama el amor y en la otra la venganza, la una es ofrecida al hombre y en la otra a Dios en sacrificio expiatorio y en aceptable holocausto.
El género humano, en el que no ha dejado de soplar de todo punto el viento de las tradiciones bíblicas, ha creído siempre, con una fe invencible, estas tres cosas: que es fuerza que la sangre sea derramada; que, derramada de un modo, purifica, y de otro, enloquece. De estas verdades da clarísimos testimonios toda la Historia, llena con la relación de historias crueles, de conquistas sangrientas, de trastornos y asolamientos de ciudades famosas, de muertes atrocísimas, de víctimas puras puestas en altares humeantes, de hermanos levantados contra hermanos, y ricos contra pobres, y padres contra hijos, siendo la tierra toda a manera de lago que ni los vientos orean ni seca el sol con sus inmensos ardores. No las atestiguan con menos claridad los sacrificios sangrientos ofrecidos a Dios en todos los altares levantados en la tierra, y, por último, la legislación de todos los pueblos, por la que el que quita la vida ajena está excomulgado y pierde la suya, saliendo de la comunión de los vivientes. En la tragedia de Orestes pone Eurípides en boca de Apolo estas palabras: «No es Elena culpable de la guerra de Troya; su belleza no fue sino el instrumento de que se valieron los dioses para encender la guerra entre los pueblos y hacer correr la sangre que había de purificar la tierra, manchada con la multitud de los delitos». Por donde se ve que el poeta, eco a un tiempo mismo de las tradiciones populares y de las tradiciones humanas, da a la sangre una secreta virtud de purificación que está en ella de una manera escondida por una causa misteriosa.
Descansando el sacrificio en la suposición de la existencia de esa causa y de aquella virtud, es claro que la sangre ha debido adquirir esta virtud bajo el imperio de aquella causa, en una época anterior a la de los sacrificios sangrientos; y como estos sacrificios vienen instituidos desde el tiempo de Abel, es una cosa puesta fuera de toda duda que la causa y la virtud de que tratamos son anteriores a Abel y contemporáneas de un gran suceso paradisíaco, en donde esa virtud y su causa han de tener principio necesariamente. Ese gran suceso es la prevaricación adámica. Culpable la carne en Adán, y en la carne de Adán la carne de toda la especie, para que la pena tuviese proporción con la culpa, era menester que cayera en la carne como en la culpa misma; de aquí la necesidad de la efusión perpetua de la sangre humana. A la culpa de Adán se había seguido, sin embargo, la promesa de un redentor, y esa promesa, poniendo al Redentor en lugar del culpable, fue poderosa para suspender la sentencia condenatoria hasta que el que había de venir fuera venido. Esto sirve para explicar por qué Abel, depositario por Adán a un mismo tiempo de la sentencia condenatoria y de la suspensión hasta que fuera llegado el sustituto que había de padecer la pena por el culpable, instituyó el único sacrificio que podía ser acepto a los ojos de Dios: el sacrificio conmemorativo y simbólico.
El sacrificio de Abel fue tan perfecto, que contuvo en sí por una manera prodigiosa todos los dogmas católicos; por lo que tuvo de sacrificio en general, fue un acto de reconocimiento y de adoración hacia el Dios omnipotente y soberano; por lo que tuvo de sacrificio sangriento, fue la proclamación del dogma de la prevaricación adámica y del de la libertad del prevaricador, que sin el libre albedrío no hubiera sido culpable, y del de la transmisión de la culpa y de la pena, sin la cual sólo Adán hubiera debido darse en sacrificio, y del de la solidaridad, sin el cual no hubiera tenido Abel el pecado por herencia. Al propio tiempo fue con respecto a Dios el reconocimiento de su justicia y del cuidado que tiene de las cosas humanas. Considerado desde el punto de vista de las víctimas ofrecidas al Señor, fue a un tiempo mismo una conmemoración de la promesa que acompañó a la pena del verdadero culpable; y de la reversibilidad, en virtud de la cual los penados por la culpa de Adán habían de ser hechos salvos por los méritos de otro; y de la sustitución, en virtud de la cual uno que había de venir se había de ofrecer en sacrificio por todo el género humano; por último, consistiendo las víctimas en corderos primogénitos y sin mancha, el sacrificio de Abel fue simbólico del sacrificio verdadero, en el cual aquel Cordero mansísimo y purísimo, Hijo único del Padre, se había de ofrecer en santísimo holocausto por los delitos del mundo. De esta manera el catolicismo todo, que explica y contiene todas las cosas, por un milagro de condensación, está explicado y contenido en el primer sacrificio sangriento ofrecido a Dios por un hombre. ¿Qué virtud es esa que está en una dilatación y con una condensación infinita? ¿Qué cosas son esas que en su inmensa variedad caben todas en un símbolo? ¿Y qué símbolo es ese tan comprensivo y perfecto que contiene tantas y tales cosas? Tan altas consonancias y armonías, perfecciones tan soberanas y hermosas, están de tal manera sobre el hombre, que se adelantan, no sólo a todo lo que entendemos, sino también a todo lo que deseamos y a todo lo que fingimos.
Pasando la tradición de padres a hijos, vino a suceder que fue borrándose y oscureciéndose poco a poco en la memoria y en el entendimiento de los hombres. Dios no permitió en su infinita sabiduría que dejaran de resonar de todo punto en la tierra aquellos grandes ecos de las tradiciones bíblicas; pero en medio del tumulto de los pueblos, precipitados los unos sobre los otros, y todos a los pies de los ídolos, esos ecos fueron alterándose y debilitándose hasta perder su magnífica resonancia y convertirse en sonidos vagos, intermitentes y confusos. Entonces fue cuando de la idea vaga de una culpa primitiva, radicada en la sangre, sacaron los hombres la consecuencia de que era necesario ofrecer a Dios en sacrificio la sangre misma del hombre. El sacrificio dejó de ser simbólico para ser real, y como quiera que en la intención divina no estaba dar eficacia y virtud sino al sacrificio del Redentor solamente, de aquí fue que los sacrificios humanos carecieron de virtud y de eficacia. Aun así y todo, aquellos sacrificios imperfectos e ineficaces contenían en sí virtualmente, por un lado, el dogma del pecado original, el de su transmisión y el de la solidaridad, y por otro, el de la reversibilidad y el de la sustitución, aunque no acertaron a simbolizar ni la sustitución verdadera ni el verdadero sustituto.
Cuando los antiguos buscaban una víctima limpia de toda mancha e inocente y la conducían al altar ceñida de flores para que con su muerte aplacara la cólera divina, satisfaciendo la deuda del pueblo, acertaban en mucho y erraban en algo. Acertaban en afirmar que la justicia divina debía ser aplacada, que no podía serlo sino por el derramamiento de sangre, que uno podía satisfacer la deuda de todos, que la víctima redentora había de ser inocente. En todas estas cosas acertaban, como quiera que todas ellas no son otra cosa sino la afirmación implícita de los grandes dogmas católicos. El error estuvo exclusivamente en creer que podía haber un hombre inocente y justificado, hasta tal punto y de tal manera que pudiera ser ofrecido eficazmente en sacrificio por los pecados del pueblo, en calidad de víctima redentora. Este solo error, este solo olvido de un dogma católico convirtió al mundo en un lago de sangre; a falta de otros, hubiera bastado por sí solo para impedir el advenimiento de toda civilización verdadera. La barbarie, y la barbarie feroz y sangrienta, es la consecuencia legítima, necesaria, del olvido de cualquier dogma cristiano.
El error que acabo de señalar no lo era sino en un solo concepto y desde cierto punto de vista: la sangre del hombre no puede ser expiatoria del pecado original, que es el pecado de la especie, el pecado humano por excelencia; puede ser y es, sin embargo, expiatoria de ciertos pecados individuales, de donde se sigue no sólo la legitimidad, sino también la necesidad y la conveniencia de la pena de muerte. La universalidad de su institución atestigua la universalidad de la creencia del género humano en la eficacia purificante de la sangre derramada de cierto modo y en su virtud expiatoria cuando de ese modo se derrama. Sine sanguine non fit remissio (Hebr 9,22). Sin la sangre derramada por el Redentor no se hubiera extinguido nunca aquella deuda común que contrajo con Dios en Adán todo el género humano. En dondequiera que la pena de muerte ha sido abolida, la sociedad ha destilado sangre por todos sus poros. A su supresión en la Sajonia Real se siguió aquella grande y encarnizada batalla de mayo, que puso al Estado en trance de muerte, hasta el punto de verse en el caso de acudir para su remedio a una intervención extranjera. El solo principio de su supresión, proclamado en Francfort en nombre de la patria común, puso las cosas alemanas en mayor desorden y desconcierto que ningún otro período de su turbulentísima historia. A su supresión por el Gobierno provisional de la República francesa se siguieron aquellas tremendas jornadas de junio, que vivirán eternamente con todo su horror en la memoria de los hombres; a aquéllas hubieran seguido otras con pavorosa y rápida sucesión si una víctima santa y acepta no se hubiera puesto entre las iras de Dios y los delitos de aquel Gobierno culpable y de aquella ciudad pecadora. Hasta dónde pudo llegar la virtud de aquella sangre augusta e inocente, nadie lo sabrá decir y nadie lo sabe; empero, humanamente hablando, puede afirmarse sin temor de ser desmentido por los hechos, que la sangre volverá a correr en vena abundosa, por lo menos hasta que la Francia entre otra vez bajo la jurisdicción de aquella ley providencial que ningún pueblo desechó jamás impunemente.
No pondré término a este capítulo sin hacer aquí una reflexión que me parece de la mayor importancia: si tales efectos ha producido la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos, ¿hasta dónde llegarían sus estragos si la supresión se extendiera a los delitos comunes? Ahora bien: si hay para mí una cosa evidente, es que la supresión de la una lleva consigo la supresión de la otra en un tiempo más o menos lejano, así como me parece cosa puesta fuera de toda duda que, suprimida la pena de muerte en ambos conceptos, procede la supresión de toda penalidad humana. Suprimir la pena mayor en los delitos que atacan la seguridad del Estado, y con ella la de los individuos que le componen, y conservarla en los delitos que se perpetran contra los particulares solamente, me parece una inconsecuencia monstruosa, que no puede resistir por largo tiempo a la evolución lógica y consecuente de los acontecimientos humanos. Por otra parte, suprimir como excesiva la pena de muerte en unos y en otros viene a ser lo mismo que suprimir todo género de penalidad para los delitos inferiores, como quiera que, una vez aplicada a los primeros una pena que no sea la de muerte, cualquiera otra que se aplique a los segundos ha de faltar a las reglas de la buena proporción y ha de ser combatida como opresiva e injusta.
Si la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos se funda en la negación del delito político, y si esta negación se saca de la falibilidad del Estado en estas materias, es claro que todo el sistema de penalidad viene al suelo, porque la falibilidad en las cosas políticas supone la falibilidad en todas las cosas morales, y la falibilidad en las unas y en las otras lleva consigo la incompetencia radical del Estado para calificar ninguna acción humana de delito. Ahora bien: como esa falibilidad es un hecho, síguese de ahí que en esta materia de la penalidad todos los gobiernos son incompetentes, porque todos son falibles.
Sólo puede acusar de delito el que puede acusar de pecado, y sólo puede imponer penas por el uno el que puede imponerlas por el otro. Los gobiernos no son competentes para imponer una pena al hombre sino en calidad de delegados de Dios, ni la ley humana tiene fuerza sino cuando es el comentario de la ley divina. La negación de Dios y de su ley por parte de los gobiernos viene a ser la negación de sí propios. Negar la ley divina y afirmar la humana, afirmar el delito y negar el pecado, negar a Dios y afirmar un gobierno cualquiera, es afirmar aquello mismo que se niega y negar aquello mismo que se afirma, es caer en una contradicción palpable y evidente. Entonces sucede que comienza a soplar el cierzo de las revoluciones, el cual no tarda mucho en restaurar el imperio de la lógica, que preside a la evolución de los sucesos, suprimiendo con una afirmación absoluta e inexorable o con una negación absoluta y perentoria las contradicciones humanas.
El ateísmo de la ley y del Estado, o lo que en definitiva viene a ser lo mismo, expresado de una manera diferente, la secularización completa del Estado y de la ley, es teoría que no se compone bien con la de la penalidad, viniendo la una del hombre en su estado de apartamiento de Dios y la otra de Dios en su estado de unión con el hombre.
No parece sino que los gobiernos conocen por medio de un instinto infalible que sólo en nombre de Dios pueden ser justos y fuertes. Así sucede que, cuando comienzan a secularizarse o apartarse de Dios, luego al punto aflojan en la penalidad, como si sintieran que se les disminuye su derecho. Las teorías laxas de los criminalistas modernos son contemporáneas de la decadencia religiosa, y su predominio en los códigos es contemporáneo de la secularización completa de las potestades políticas. Desde entonces acá el criminal se ha ido transformando a nuestros ojos lentamente, hasta el punto de parecer a los hijos objeto de lástima el mismo que era asunto de horror para sus padres. El que ayer era llamado criminal, hoy pierde su nombre en el de excéntrico o en el de loco. Los racionalistas modernos llaman al crimen desventura. ¡Día vendrá en que el gobierno pase a los desventurados, y entonces no habrá otro crimen sino la inocencia! A las teorías sobre la penalidad de las monarquías absolutas en sus tiempos decadentes se siguieron las de las escuelas liberales, que trajeron las cosas al punto y trance en que hoy las vemos; tras las escuelas liberales vienen las socialistas con su teoría de las insurrecciones santas y de los delitos heroicos; ni serán éstas las últimas, porque allá en los lejanos horizontes comienzan a despuntar nuevas y más sangrientas auroras. El nuevo evangelio del mundo se está escribiendo quizá en un presidio. El mundo no tendrá sino lo que merece cuando sea evangelizado por los nuevos apóstoles.
Los mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso, les han hecho creer más fácilmente que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre. El mal no está en la ilusión; está en que cabalmente en el punto y hora en que la ilusión llegara a ser creída de todos, la sangre brotaría hasta de las rocas duras y la tarea se transformaría en infierno. En este oscuro y bajo suelo, el hombre no puede aspirar a una ventura imposible sin ser tan desventurado que pierda la poca dicha que alcanza.