Capítulo IV
Continuación del mismo asunto. Contradicciones socialistas
Si hay una verdad demostrada en nuestro último capítulo, esa verdad consiste en afirmar que la escuela liberal no ha hecho otra cosa sino asentar las premisas que van a parar a las consecuencias socialistas, y que las escuelas socialistas no han hecho otra cosa sino sacar las consecuencias que están contenidas en las premisas liberales; estas dos escuelas no se distinguen entre sí por las ideas, sino por el arrojo. Viniendo planteada de esa manera entre ellas la cuestión, es claro que la victoria toca de derecho a la más arrojada, y la más arrojada es, sin ningún género de duda, la que, no parándose en la mitad del camino, acepta con los principios sus consecuencias. Siendo esto así, dicho se está, y de nuestro anterior capítulo aparece suficientemente demostrado, que el socialismo lleva lo mejor de la batalla y que en definitiva suyas son las palmas de este combate.
De la fuerza de lógica, de que ha hecho muestra y parada en sus contiendas con la escuela liberal, se ha seguido para la escuela socialista cierto renombre de lógica y consecuente, que, si bien está hasta cierto punto justificado, está lejos de estarlo suficientemente. En ser más lógica que la más ilógica y contradictoria de todas las escuelas, la socialista no hace mucho, y aun apenas hace algo; para ser merecedora de su renombre está obligada a más: por una parte, está obligada a demostrar que no sólo es lógica y consecuente de una manera relativa, sino de una manera absoluta, y después, que es lógica y consecuente de una manera absoluta en la verdad; porque si sólo lo fuera en el error, la lógica y la consecuencia en el error no es más que una manera especial de ser ilógica e inconsecuente. No hay consecuencia ni lógica verdadera sino en la verdad absoluta.
Ahora bien: el socialismo falta a estas dos condiciones: por una parte, es contradictorio, porque no es uno como se demuestra por la variedad de sus escuelas: símbolo de la variedad de sus doctrinas; por otra parte, no es consecuente negándose a aceptar, a semejanza de la escuela liberal, aunque no en el mismo grado, todas las consecuencias de sus propios principios; y, por último, sus principios son falsos y sus consecuencias absurdas.
Que no acepta todas las consecuencias de sus propios principios lo vimos ya en el capítulo anterior, cuando observamos que, siendo una consecuencia lógica de su negación de toda solidaridad la disolución de la sociedad política, se contentaba con aceptar la disolución de la sociedad doméstica. Hay quien cree que el socialismo se perderá porque pide e invoca mucho; yo soy de sentir que sucederá al revés, y que le vendrá su pérdida porque pide e invoca muy poco. En efecto: lo que procedía en buena lógica, en el caso presente, era comenzar por pedir que los pueblos a cada generación mudasen de nombre. En el sistema solidario concibo muy bien que sea uno el nombre nacional, siendo una la nación en toda la prolongación de la Historia. Que se llame Francia la nación gobernada por Luis Felipe y por Clodoveo, es cosa concebible, y no sólo concebible, sino natural, y no sólo natural, sino necesaria, supuesto el sistema que sostiene la solidaridad francesa y la comunión de glorias y de desastres entre las generaciones pasadas y las presentes, entre las generaciones presentes y las futuras. Pero eso mismo, que en el sistema de la solidaridad es concebible, natural y necesario, es absurdo, inconcebible y contrario a la naturaleza de las cosas mismas en el sistema que a cada generación corta el raudal de la gloria y el hilo del tiempo. En este sistema hay tantas familias y tantos pueblos como generaciones, y la lógica exige en este caso que, siguiendo los nombres representativos las vicisitudes de las cosas representadas a cada mudanza de generación corresponda una mudanza idéntica en los nombres de pueblos y de familias. Que lo absurdo compite aquí con lo grotesco, no habrá nadie que lo niegue; pero que lo grotesco y lo absurdo sean rigurosamente lógicos, no habrá nadie que pueda ponerlo en duda, y cabalmente ésas son las dos cosas que nos convenía demostrar con una demostración invencible. Es necesario que el socialismo escoja libremente la muerte de que ha de morir, escogiendo entre lo ilógico y lo absurdo.
Las escuelas socialistas demostraron sin grande esfuerzo, contra la escuela liberal, que una vez negada la solidaridad familiar, la política y la religiosa, no cabía aceptar la solidaridad nacional ni la monárquica; que al revés, era de todo punto necesario suprimir en el derecho público nacional la institución de la monarquía y en el derecho público internacional las diferencias constitutivas de los pueblos. Pero esas mismas escuelas socialistas, por una contradicción de que la escuela liberal, contradictoria y absurda como es, no ha dado ejemplo, reconocen en seguida la más alta, la más universal y la más inconcebible, humanamente hablando, de todas las solidaridades, es decir, la solidaridad humana. La divisa de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, como patrimonio común de todos los hombres, o no significa nada o significa que todos los hombres son solidarios. El reconocimiento de esa solidaridad, separada de las otras y del dogma religioso que nos la enseña y nos la explica, es un acto de fe tan sobrenatural y robusto, que yo mismo no le concibo, acostumbrado como estoy a creer lo que no comprendo, siendo católico.
Creer en la igualdad de todos los hombres, viéndolos a todos desiguales; creer en la libertad, viendo instituida en todas partes la servidumbre; creer que todos los hombres son hermanos, enseñándome la Historia que todos son enemigos; creer que hay un acervo común de infortunios y de glorias para todos los nacidos, cuando no acierto a ver sino glorias e infortunios individuales; creer que yo me refiero a la humanidad, cuando sé que refiero la humanidad a mí; creer que esa misma humanidad es mi centro, cuando yo me hago centro de todo, y, por último, creer que debo creer estas cosas, cuando se me afirma por los que me las proponen como objeto de mi fe que no debo creer sino a mi razón, que contradice todas esas cosas que me son propuestas, es un despropósito tan estupendo, una aberración tan inconcebible, que a su presencia quedo como desfallecido y atónito.
Mi asombro crece de punto cuando observo que los mismos que afirman la solidaridad humana niegan la familiar, lo cual es afirmar que los enemigos son hermanos y que los hermanos no deben serlo; que los mismos que afirman la solidaridad humana son los que poco antes negaron la política, lo cual es afirmar que nada tengo de común con los propios y que todo me es común con los extraños; que los mismos que afirman la solidaridad humana niegan la religión, siendo así que la primera no puede ser explicada sin la segunda; y de todo deduzco, por legítima consecuencia, que las escuelas socialistas son a un tiempo mismo ilógicas y absurdas: ilógicas, porque después de haber demostrado, contra la escuela liberal, que no valía aceptar unas solidaridades y dejar otras, vienen a caer en el mismo error, aceptando una sola entre todas y desechándolas todas menos una; absurdas, porque cabalmente la única que me proponen no es punto de razón, sino de fe, y porque esta propuesta me viene de los que niegan la fe y proclaman el derecho imprescriptible de la razón al imperio y a la soberanía.
Las escuelas socialistas caerían en asombro y estupor si, poniendo sus dogmas en tela de juicio, nos viniese la idea de exigirles una respuesta categórica a esta categórica pregunta: ¿De dónde sacáis que los hombres son solidarios entre sí, hermanos, iguales y libres? Y, sin embargo, esta pregunta, que procede aún contra el catolicismo, que está obligado a responder a todo lo que se le pregunta, procede, sobre todo, contra la más racionalista de todas las escuelas. Esas fórmulas abstractas no han sido sacadas ciertamente de la Historia. Si la Historia viene en apoyo de algún sistema filosófico, no es ciertamente en apoyo del que proclama la solidaridad, la libertad, la igualdad y la fraternidad del género humano, sino más bien de aquel articulado virilmente por Hobbes, según el cual la guerra universal, incesante, simultánea, es el estado natural y primitivo del hombre.
El hombre nace apenas, y no parece sino que viene al mundo por la virtud misteriosa de un conjunto maléfico y cargado con el peso de una condenación inexorable. Todas las cosas ponen sus manos en él, y él revuelve su mano airada contra todas las cosas. La primera brisa que le toca, y el primer rayo de luz que le hiere, es la primera declaración de guerra de las cosas exteriores. Todas sus fuerzas vitales se rebelan contra la presión dolorosa, y su existencia toda se concentra en un gemido; los más no pasan de ahí, porque en ese punto y hora les toma la muerte; los pocos que por ventura resisten, comienzan a andar el camino de su dolorosa pasión, y después de guerras continuas y de varios sucesos van a parar a la última catástrofe, desfallecidos con esfuerzos y quebrantados con dolores. La tierra se les muestra avara y dura, les pide su sudor, que es la vida, y en cambio de la vida que les toma, apenas saca una gota de agua de sus fuentes para templar su sed y algún manjar de sus cuevas para aplacar su hambre. No les prolonga la vida para que vivan, sino para que vuelvan a sudar. Los tiranos no prolongan la vida de sus siervos sino porque la vida es necesaria para prolongar su servicio. Dondequiera que los hombres se juntan, los flacos caen en la tiranía de los fuertes.
Una mujer, insigne por su ingenio, queriendo dar muestra de ingeniosa, se puso un día a pensar sobre cuál sería por su extrañeza la paradoja más grande, y ninguna otra encontró mayor, entre las paradojas posibles, que la de afirmar con aplomo que la esclavitud era cosa moderna y la libertad cosa antigua. Si ella llegó a creérsela a fuerza de repetírsela, no lo sabré yo decir; en lo que no cabe ningún género de duda es en que el mundo se la creyó, y lo que es más, en que era muy digno de creérsela. Por lo que hace a la igualdad, no se sabe, aunque esto es posible (¿qué cosa no es posible a un filósofo racionalista?), si esta idea trae su filiación histórica y filosófica de la división del género humano en castas, de las cuales las unas tienen por oficio propio mandar y las otras servir, y todas romper en guerras y rebeliones. La idea de la fraternidad procede, sin duda ninguna, de esos larguísimos períodos de paz y de bonanza que forman la trama de oro de la Historia; y en cuanto a la idea de la solidaridad, ¿quién no ve su procedencia? ¿Hay quien ignore, por ventura, que los romanos, en quienes viene a resumirse toda la antigüedad, llamaban a los extranjeros y a los enemigos con un mismo nombre, que era, sin duda, simbólico de la solidaridad humana?
Si esas ideas no pueden venirnos de la Historia, que las condena y las desmiente en todas sus paginas, llenas de lamentos y escritas con sangre, nos han de venir, o de sucesos acaecidos en aquella época primitiva que precede a todos los tiempos históricos, o derechamente de la razón pura. En cuanto a esta última procedencia, me contentaré con afirmar, sin temor de ser contradicho, que la razón pura no se ejercita sino en cosas de pura razón, y que, tratándose aquí de averiguar cuáles son los elementos constitutivos de la naturaleza humana, no se trata de un negocio de pura razón, sino de un hecho que, existiendo con respecto a nosotros en calidad de hecho oscuro, debe ser mejor observado para que, bañado de luz, mude lo que tiene de oscuro en lo que debe tener de esclarecido. Por lo que hace a esa época primitiva que precede a todos los tiempos históricos, es claro que no podemos conocerla si no nos es revelada. Esto supuesto, yo me creo autorizado a formular de esta manera mi pregunta: Si lo que afirmáis no lo tenéis de la razón, que lo ignora, ni de la Historia que conocéis que lo contradice, ni de una época anterior a los tiempos históricos, que os es desconocida, porque camináis en el supuesto de que no ha sido revelada, ¿de dónde lo tenéis? Y si no lo tenéis de nadie, ¿por qué lo afirmáis? Shakespeare ha dicho lo que son vuestras teorías: son «palabras, palabras y nada más que palabras...» Pero palabras -añado yo- que dan la muerte al que las dice y al que las escucha.
Esta poderosa virtud les viene de que no son palabras racionalistas, las cuales no tienen en sí ninguna virtud, sino palabras católicas, las cuales tienen el privilegio de dar la vida y quitarla, de matar a los vivos y de resucitar a los muertos. Esas palabras no se pronuncian nunca vanamente y siempre infunden terror, porque ninguno sabe si van a dar la muerte o la vida, aunque saben todos cuán grande es su omnipotencia. Un día, cuando las últimas sombras de la tarde se dilataban por las aguas serenas y apacibles, entró el Señor en una barca frágil, seguido de sus discípulos; y como el Señor hubiera cerrado sus ojos, vencidos del sueño, un torbellino impetuoso levantó las ondas, y, viéndose a punto de zozobrar, los discípulos oraron, y el Señor abrió los ojos y pronunció algunas palabras, que escucharon con reverencia la mar y los vientos: la mar quedó quieta y el viento callado; volviéndose entonces a sus discípulos, puso en sus oídos otras palabras, y sus discípulos se llenaron de súbito y grande terror: Et timuerunt timore magno. La tempestad les había sido menos terrorífica e imponente que la palabra salvadora. Otro día, como se presentaran al Señor dos hombres atormentados de los demonios y como implorasen su gracia, el Señor dijo a los demonios: Salid; y los demonios, obedeciendo a su voz, dejaron libres a los hombres y buscaron asilo en unos animales inmundos, los cuales se arrojaron a la mar, que los sepultó en sus aguas. Los que pastoreaban el ganado, llenos de pavor por la virtud de la palabra divina, huyeron, y comunicado el terror a las gentes de aquellos contornos, fueron todas al Señor y le rogaron que se alejara de sus términos, pastores autem fugerunt, et venientes in civitatem, muntiaverunt omnia, et de eis qui daemonia habuerant; et ecce tota civitas exiit obviam Iesu; et viso eo rogaverunt ut transiret a finibus eorum (Mt 8,33-34). La omnipotencia de la palabra divina era más temible para las gentes que los maleficios de los espíritus infernales.
Cuando oigo pronunciar una palabra divina, es decir, católica, luego al punto vuelvo los ojos al derredor para ver lo que sucede, cierto como estoy de que ha de suceder algo y de que eso me ha de suceder ha de ser forzosamente un milagro de la divina justicia o un prodigio de la divina misericordia. Si es la Iglesia la que la pronuncia, aguardo la salvación; si el que la pronuncia es otro, aguardo la muerte. Preguntad al mundo por qué está lleno de terror y de espanto; por qué los aires están llenos de lúgubres y siniestros rumores; por qué las sociedades están todas turbadas y suspensas como quien sueña que le va a faltar el pie y que allí donde le va a faltar está un abismo. Preguntar al mundo esto es lo mismo que preguntar por qué tiembla el que ve entrar a un malvado o a un demente con una vela encendida en un almacén de pólvora sin conocer el uno y conociendo el otro demasiado la virtud de la pólvora y la virtud de la llama. Lo que ha salvado al mundo hasta aquí es que la Iglesia fue en los tiempos antiguos bastante poderosa para extirpar las herejías, las cuales, consistiendo principalmente en enseñar una doctrina diferente de la Iglesia con las palabras de que la Iglesia se sirve, hubieran llevado al mundo mucho tiempo ha a su última catástrofe si no hubieran sido extirpadas. El verdadero peligro para las sociedades humanas comenzó en el día en que la gran herejía del siglo XVI obtuvo el derecho de ciudadanía en Europa. Desde entonces no hay revolución ninguna que no lleve consigo para la sociedad un peligro de muerte. Consiste esto en que, fundadas todas ellas en la herejía protestante, son fundamentalmente heréticas; véase, si no, cómo todas vienen dando razón de sí y legitimándose a sí propias con palabras y máximas tomadas del Evangelio: el sanculotismo de la primera revolución de Francia buscaba en la desnudez humilde del manso Cordero su antecedente histórico y sus títulos de nobleza; ni faltó quien reconociese al Mesías en Marat, ni quien llamara a Robespierre su apostol. De la revolución de 1830 brotó la doctrina sansimoniana, cuyas extravagancias místicas componía no sé qué evangelio corregido y depurado. De la revolución de 1848 brotaron con ímpetu en copioso raudal, expresadas en palabras evangélicas, todas las doctrinas socialistas. Nada de esto habían visto los hombres antes del siglo XVI. No quiero decir con esto que el mundo católico no hubiera padecido ya grandes dolencias, ni que las sociedades antiguas no hubieran padecido grandes vaivenes y mudanzas; lo único que quiero decir es que ni estos vaivenes bastaban para derribar a la sociedad por el suelo ni aquellas dolencias para quitarla la vida. Hoy todo sucede al revés: una batalla perdida por la sociedad en las calles de París basta por sí sola para derribar por el suelo a la sociedad europea como herida súbitamente de un rayo: e cadde come corpo morto cadde.
¿Quién no ve en las revoluciones modernas, comparadas con las antiguas, una fuerza de destrucción invencible, que, no siendo divina, es forzosamente satánica?. Antes de dejar este asunto, me parece cosa oportuna hacer aquí una observación importante, que abandonaré a la meditación de mis lectores. De dos pláticas del ángel de las tinieblas tenemos noticia exacta: la primera la tuvo con Eva en el paraíso; la segunda, con el Señor en el desierto. En la primera habló palabras de Dios, desfiguradas a su modo; en la segunda citó la Escritura, interpretada a su manera. ¿Sería temerario creer que así como la palabra de Dios, tomada en su sentido verdadero, es la única que tiene el poder de dar la vida, es la única también que, siendo desfigurada, tiene el poder de dar la muerte? Si esto fuera así, quedaría suficientemente explicado por qué las revoluciones modernas, en las que se desfigura más o menos la palabra de Dios, tienen esa virtud destructoras.
Volviendo ahora a las contradicciones socialistas, diré que no basta haber negado, una después de otra, la solidaridad religiosa, la doméstica y la política, si, como acabo de demostrar, no se niega también la humana, y con ella la libertad, la igualdad y la fraternidad, principios todos que sólo en ella tienen a un mismo tiempo su razón y su origen; y como, negados estos fundamentos de todas las doctrinas socialistas, el edificio todo viene abajo, síguese de aquí que el socialismo no puede ser consecuente si, comenzando por la negación del catolicismo, no concluye por la negación de sí propio. Yo sé que al profesar los socialistas el dogma de la solidaridad humana, no por eso profesan en este punto la doctrina católica. Sé que entre el uno y el otro dogma hay una diferencia esencial, velada apenas con la identidad del hombre. La humanidad, que para los católicos no existe sino en los individuos que la constituyen, existe para los socialistas individual y concretamente; de donde resulta que, cuando socialistas y católicos afirman que la humanidad es solidaria, aunque parece que afirman una misma cosa, afirman en realidad dos cosas diferentes. Esto no obstante, la contradicción socialista salta a los ojos y es una cosa puesta fuera de toda duda. Aunque la humanidad sea la inteligencia universal, servida por grupos especiales, que llevan el nombre de pueblos y de familias, la lógica exige que todos ellos obedezcan en ella y por ella a su misma ley y que los grupos sean solidarios si es ella solidaria. De aquí la necesidad de negar la solidaridad humana o de afirmarla a un tiempo mismo en los individuos, en la familia y en el Estado. Ahora bien: si hay una cosa evidente, es que el socialismo es incompatible con aquella negación radical y con esta afirmación absoluta. Negar la solidaridad humana es negarle, y afirmar la solidaridad de los grupos sociales es negarle de otra manera. El mundo no puede sujetarse a la ley socialista sin renunciar antes al imperio de la lógica.
Por aquí se verá cuán lejos están de merecer el titulo de consecuentes sus más afamados doctores, y, sobre todo, el que entre los que componen su apostolado goza de más renombre y mayor fama. M. Proudhon, en sus contiendas con aquellos partidarios del nuevo evangelio que están por la expropiación de todos los derechos individuales y por la concentración en el Estado de todos los derechos domésticos, civiles, políticos, sociales y religiosos, no ha necesitado de gran esfuerzo para demostrar que el comunismo, es decir, el gubernamentalismo elevado a su última potencia, era una cosa extravagante y absurda desde el punto de vista de los principios que son comunes a los nuevos sectarios. En efecto: el comunismo, concibiendo el Estado como una unidad absoluta que concentra en sí todos los derechos y absorbe a todos los individuos, viene a concebirle como alta y poderosamente solidario, como quiera que unidad y solidaridad son una misma cosa, considerada desde dos puntos de vista diferentes. El catolicismo, depositario del dogma de la solidaridad, la deriva siempre de la unidad, que la hace posible y necesaria. Ahora bien: como cabalmente el punto de partida del socialismo es la negación de ese dogma, es claro que el comunismo se contradice a sí propio cuando le niega en la teoría y le reconoce en la práctica, cuando le niega en sus principios y le afirma en sus aplicaciones. Si la negación de la solidaridad familiar lleva consigo la negación de la familia, la negación de la solidaridad política lleva consigo la negación de todo gobierno. Esa negación procede igualmente de la noción que los socialistas se forman de la igualdad y de la libertad, comunes a todos los hombres, como quiera que esa igualdad y esa libertad no pueden ser concebidas como limitadas por un gobierno, sino como limitadas naturalmente por la libre acción y reacción de unos individuos en otros. La consecuencia está, pues, de parte de M. Proudhon, cuando dice en sus Confesiones de un revolucionario: «Todos los hombres son iguales y libres; la sociedad es, pues, así por su naturaleza como por la función a que está destinada autonómica, que tanto quiere decir como ingobernable, Siendo la esfera de la actividad de cada ciudadano el resultado, por una parte, de la división natural del trabajo, y por otra, de la elección que hace de una profesión, y estando constituidas las funciones sociales de tal manera que produzcan un efecto armónico, el orden viene a ser el resultado de la libre acción de todos; de donde saco la negación absoluta del gobierno: todo el que pone en mi su mano para gobernarme es un tirano y un usurpador; yo le declaro mi enemigo».
Pero si M. Proudhon es consecuente negando el gobierno, no lo es sino a medias cuando señala esta negación como la última de las negaciones que van envueltas en las doctrinas socialistas. Con la familia, está negada la solidaridad doméstica; con el gobierno, está negada la solidaridad política; pero allí mismo donde niega estas dos solidaridades, por una contradicción inconcebible afirma la humana, que las sirve a todas de fundamento. Ya demostramos cumplidamente antes que afirmar la igualdad y la libertad y afirmar la solidaridad humana era afirmar una misma cosa. Ni para aquí la contradicción, porque al mismo tiempo que afirma la igualdad y la libertad en las Confesiones de un revolucionario, niega la fraternidad en el capítulo VI de su libro sobre las Contradicciones económicas, por estas palabras: «¿De fraternidad me habláis? Seremos hermanos si formáis en ello empeño, con tal, empero, que yo sea el hermano mayor y que vengáis todos después de mí, y con esta condición: que la sociedad, nuestra madre común, honre mi primogenitura y mis servicios, dándome porción doblada. Me decís que atenderéis a mis necesidades proporcionalmente a mis recursos, y yo pretendo, al revés, que atendáis a ellas proporcionalmente a mi trabajo; de lo contrario, dejo de trabajar».
Por donde se ve que la contradicción es doble, porque si, por una parte, hay contradicción en afirmar la solidaridad humana cuando se niega la doméstica y la política, por otra hay contradicción mayor en negar la fraternidad cuando se proclama el principio de la libertad y de la igualdad entre los hombres. La igualdad, la libertad y la fraternidad son principios que se suponen mutuamente y que se resuelven los unos en los otros, así como la solidaridad humana, la política y la doméstica son dogmas que se resuelven los unos en los otros y que se suponen mutuamente. Tomar unos y dejar otros es tomar lo que se deja y dejar lo que se toma; es negar lo que se afirma y afirmar lo que se niega a un tiempo mismo.
Por lo que hace a la cuestión relativa al gobierno, la negación de todo gobierno por parte de M. Proudhon no es más que una negación aparente. Si la idea del gobierno no es contradictoria con la idea socialista, no había para qué negarla; y si hay contradicción entre estas dos ideas, es una inconsecuencia insigne proclamar en otra forma al gobierno que viene negado. Ahora bien: M. Proudhon, que niega el gobierno, símbolo de la unidad y de la solidaridad política, viene a reconocerle de otra manera y en otra forma, cuando reconoce y proclama en las palabras siguientes la unidad y la solidaridad social: «Sólo la sociedad, es decir, el ser colectivo, puede seguir su inclinación y abandonarse a su libre albedrío sin temor de un error absoluto e inmediato. La razón superior que está en ella, y que va desprendiéndose de ella poco a poco por las manifestaciones de la muchedumbre y la reflexión de los individuos, la pone siempre, en definitiva, en el buen camino. El filósofo es incapaz de descubrir la verdad por intuición, y si por ventura se propone dirigir la sociedad, corre un gran riesgo de poner sus propias ideas, ineficaces e insuficientes siempre, en lugar de las leyes eternas del orden y de llevar de esta manera la sociedad a los abismos. El filósofo necesita algo que le guíe. ¿Cuál puede ser este algo sino la ley del progreso y aquella lógica que reside como en su centro en la misma humanidad?» (Confesions d'un révolutionaire.)
Aquí se suponen tres cosas: la unidad, la solidaridad y en definitiva, la infalibilidad social; cabalmente las mismas tres cosas que el comunismo afirma o supone en el Estado; y se niegan otras: la capacidad y la competencia de los individuos para gobernar a las naciones; lo mismo que en ellos niega el comunismo cabalmente. De donde se sigue que entre proudhonianos y comunistas se va a parar a un mismo término por diferentes caminos: unos y otros afirman el gobierno, y con él la unidad, la solidaridad de las sociedades humanas. El gobierno es para los unos y para los otros infalible, es decir, omnipotente, y, siéndolo, excluye toda idea de libertad en los individuos, los cuales, puestos bajo la jurisdicción de un gobierno omnipotente e infalible, no pueden ser otra cosa sino esclavos. Que el gobierno resida en el Estado, símbolo de la unidad política, o en la sociedad, considerada como un ser solidario, siempre resultará que el gobierno es la condensación de todos los derechos sociales, así en la primera como en la segunda de estas suposiciones; de donde se sigue para el individuo, considerado aisladamente, la más completa servidumbre.
M. Proudhon hace, pues, todo lo contrario de lo que dice y es todo lo contrario de lo que parece: proclama la libertad y la igualdad, y constituye la tiranía; niega la solidaridad, y la supone; se llama a sí propio anarquista, y tiene sed y hambre de gobierno. Es tímido, y parece arrojado; el arrojo está en sus frases, la timidez en sus ideas. Parece dogmático, y es escéptico en la sustancia y dogmático en la forma. Anuncia solemnemente que va a proclamar verdades peregrinas y nuevas, y no hace otra cosa sino ser el eco de antiguos y desacreditados errores.
Aquel apotegma suyo de que la propiedad es el robo ha cautivado a los franceses por su originalidad y por su ingenio. Bueno será que sepan nuestros vecinos que ese apotegma es antiquísimo de este lado de los Pirineos. Desde Viriato hasta nuestros días, todos los ladrones que salen al camino, al poner la boca de su trabuco en el pecho del caminante, le llaman ladrón, y como a ladrón le quitan lo que tiene. M. Proudhon no ha hecho otra cosa sino robar a los bandoleros españoles su apotegma, como ellos roban al caminante su bolsa. Del mismo modo que se da en espectáculo a las gentes como original cuando es plagiario, siendo el apóstol de lo pasado, se llama el profeta de lo futuro. Su principal artificio está en expresar la idea que afirma con la palabra que la contradice. Todos llaman despotismo al despotismo; M. Proudhon le llamará anarquía; y cuando ha puesto a la cosa afirmada su nombre contradictorio, con el nombre hace guerra a sus amigos y con la cosa a sus contrarios; con la dictadura comunista, que está en el fondo de su sistema, infunde espanto al capital: con la palabra anarquía ahuyenta y hace huir a sus amigos los comunistas; y cuando, volviendo los ojos por todos lados, ve a los unos sin fuerza para huir y a los otros puestos en vergonzosa fuga, suelta la carcajada. Otro de sus artificios está en tomar de cada sistema lo que, no siendo bastante para confundirse con aquellos que le sostienen, basta para excitar la cólera de los que le contradicen; en él hay páginas que pudieran suscribir todos los partidarios del orden; esas páginas van dirigidas a todos los hombres turbulentos; otras que pudieran suscribir los más fanáticos demócratas; ésas van dirigidas a los amigos del orden; en algunas hace ostentación del ateísmo más inmundo, y al escribirlas tiene presentes a los católicos; otras, por fin, pudieran ser aceptadas por el católico más ferviente, y ésas son las que destina a regalar los oídos de los materialistas y ateos. El bien supremo de ese hombre es obligar a todos a que levanten la mano contra él y levantar él su mano contra todos. Cuando ha afirmado de sí que tiene por enemigo a todo el que quiere gobernarle, no ha revelado sino la mitad de su secreto; la otra mitad está en afirmar que es enemigo suyo todo el que le siga y todo el que le obedezca. Si el mundo se hiciera proudhoniano alguna vez, por hacer contraste al mundo dejaría de ser proudhoniano; y si, dejando de serlo él, dejara de serlo el mundo, se colgaría del primer árbol que encontrara en su camino. Yo no sé si después de la desventura de, no poder amar, que es la desventura satánica por excelencia, hay otra mayor que la de no querer ser amado, que es la desventura proudhoniana. Y, sin embargo, ese hombre, asunto tremendo de la cólera divina, conserva allá en lo más recóndito de su ser oscurecido y tenebroso algo que es luz y es amor, algo que le distingue todavía de los espíritus infernales; aunque envuelto ya en sombras que se van rápidamente condensando, no es todo odio y tinieblas. Enemigo declarado de toda belleza literaria, como de toda belleza moral, sin saberlo y sin quererlo es bello, literaria y moralmente, en las pocas páginas que consagra a la suavidad modesta del pudor, a los limpios y castos amores y a las armonías y a las magnificencias católicas. Su estilo entonces o se levanta hasta su asunto lleno de majestad y de pompa o toma la forma suave y apacible de los más frescos idilios.
M. Proudhon es inexplicable e inconcebible considerado en sí aisladamente. M. Proudhon no es una persona, aunque lo parece; es una personificación. Siendo contradictorio e ilógico, como lo es, el mundo le llama consecuente, porque él es una consecuencia; es la consecuencia de todas las ideas exóticas, de todos los principios contradictorios, de todas las premisas absurdas que el racionalismo moderno viene planteando de tres siglos a esta parte; y así como la consecuencia contiene a sus premisas y las premisas contienen su consecuencia, esos tres siglos contienen necesariamente a M. Proudhon, como M. Proudon lleva en sí esos tres siglos necesariamente. Por esta razón, el examen del uno y el examen de los otros dan un mismo resultado; todas las contradicciones proudhonianas están en los tres siglos últimos, y en M. Proudhon están las contradicciones de los tres últimos siglos; y las unas y las otras están en su estado de concentración en la obra más notable, desde cierto punto de vista, del siglo presente: en el Sistema de las contradicciones económicas. Entre ese libro y su autor y los siglos racionalistas hay una identidad absoluta; la diferencia está sólo en los nombres y en las formas; la cosa representada en común toma aquí la forma de libro, allí la forma de hombre y más allá la forma del tiempo. Esto sirve para explicar por qué M. Proudhon está condenado a no ser original nunca y a parecerlo siempre. Está condenado a no ser original nunca, porque, supuestas las premisas, ¿qué cosa hay menos original que la consecuencia? Está condenado a parecerlo siempre, porque ¿qué hay que pueda parecer tan original como la concentración de todas las contradicciones de tres siglos contradictorios en una sola persona?
Esto no quiere decir que M. Proudhon no vaya en pos de la originalidad verdadera. M. Proudhon quiere ser verdaderamente original cuando aspira a formular la síntesis de todas las antinomias y a encontrar la suprema ecuación de todas las contradicciones; pero aquí, que es donde está la manifestación de su personalidad individual, es cabalmente donde se descubre su impotencia. Su ecuación no es más que el principio de una nueva serie de contradicciones, y su síntesis no es más que el principio de una nueva serie de antinomias. Puesto entre la propiedad, que es la tesis, y el comunismo, que es la antítesis, busca la síntesis en la propiedad no hereditaria, sin ver que la propiedad no hereditaria no es propiedad y, por consiguiente, que su síntesis no es síntesis, porque no suprime la contradicción, sino una nueva manera de negar la tesis vencida y de afirmar la antítesis vencedora. Cuando para formular la síntesis, que ha de comprender por un lado la autoridad, que es la tesis, y por otro la libertad, que es la antítesis, niega el gobierno y proclama la anarquía; si con esto quiere decir que no ha de haber gobierno ninguno, su síntesis no es otra cosa sino la negación de la tesis, que es la autoridad, y la afirmación de la antítesis, que es la libertad humana; y al revés, si lo que quiere decir es que el gobierno dictatorial y absoluto no ha de estar en el Estado, sino en la sociedad, en ese caso no hace otra cosa sino negar la antítesis y afirmar la tesis, negar la libertad y afirmar la omnipotencia comunista. En uno y otro caso, ¿dónde está la conciliación?, ¿dónde está la síntesis? M. Proudhon no es fuerte sino cuando se contenta con ser la personificación del racionalismo moderno, por su naturaleza absurdo y contradictorio; y no es débil sino cuando muestra su personalidad individual, cuando deja de ser una personificación para convertirse en una persona.
Si después de haberle examinado bajo varios de sus aspectos se me preguntara cuál es el rasgo más dominante de su fisonomía espiritual, respondería a esta pregunta que es el desprecio de Dios y de los hombres. Jamás hombre ninguno pecó tan gravemente contra la humanidad y contra el Espíritu Santo. Cuando resuena esa cuerda de su corazón, resuena siempre con elocuente y robusta resonancia. No es él el que habla entonces, no; es otro que está en él, que le tiene, que le posee y que le hace caer desfallecido en convulsiones epilépticas; es otro que es más que él y que mantiene con él un diálogo perpetuo. Lo que dice algunas veces es tan extraño, y eso que dice lo dice de tan extraña manera, que el ánimo queda suspenso hasta el punto de no saber si el que habla es hombre o es demonio y si habla de veras o se burla. Por lo que hace a él, si con su voluntad pudiera ordenar las cosas a su antojo, preferiría ser tenido por demonio a ser tenido por hombre. Hombre o demonio, lo que aquí hay de cierto es que sobre sus hombros pesan con abrumadora pesadumbre tres siglos reprobados.
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