Capítulo III

Dogma de la solidaridad. Contradicciones de la Escuela Liberal

Cada uno de los dogmas católicos es una maravilla fecunda en maravillas. El entendimiento humano pasa de unos a otros como de una proposición evidente a otra proposición evidente, como de un principio a su legítima consecuencia, unidos entre sí por la lazada de una ilación rigurosa. Y cada nuevo dogma nos descubre un nuevo mundo, y en cada nuevo mundo se tiende la vista por nuevos y más anchos horizontes, y a la vista de esos anchísimos horizontes el espíritu queda absorto con el resplandor de tantas y tan grandes magnificencias.

Los dogmas católicos explican por su universalidad todos los hechos universales, y estos mismos hechos, a su vez, explican los dogmas católicos; de esta manera, lo que es vario se explica por lo que es uno, y lo que es uno por lo que es vario; el contenido por el continente, y el continente por el contenido. El dogma de la sabiduría y de la providencia de Dios explica el orden y el maravilloso concierto de las cosas creadas, y por ese mismo orden y concierto vamos a parar a la explicación del dogma católico. El dogma de la libertad humana sirve para explicar la prevaricación primitiva, y esa misma prevaricación, atestiguada por todas tradiciones, sirve de demostración de aquel dogma. La prevaricación adámica, a un mismo tiempo dogma divino y hecho tradicional, explica cumplidamente los grandes desórdenes que alteran la belleza y la armonía de las cosas, y esos mismos desórdenes, en sus manifestaciones evidentes, son una demostración perpetua de la prevaricación adámica. El dogma enseña que el mal es una negación y el bien una afirmación, y la razón nos dice que no hay mal que no se resuelva en la negación de una afirmación divina. El dogma proclama que el mal es modal y el bien sustancial, y los hechos demuestran que no hay mal que no se resuelva en cierta manera viciosa y desordenada de ser y que no hay sustancia que no sea relativamente perfecta. El dogma afirma que Dios saca el bien universal del mal universal y un orden perfectísimo del desorden absoluto, y ya hemos visto de qué manera todas las cosas van a Dios, aunque vayan a Él por caminos diferentes, viniendo a constituir por su unión con Dios el orden universal y supremo.

Pasando del orden universal al orden humano, la conexión y armonía, por una parte, de los dogmas entre sí, y por otra de los dogmas con los hechos, no es menos evidente. El dogma que enseña la corrupción simultánea en Adán del individuo y de la especie, nos explica la transmisión, por vía de generación, de la culpa y de los efectos del pecado; y la naturaleza antitética, contradictoria y desordenada del hombre, que todos vemos, nos lleva, como por la mano, de inducción en inducción, primero al dogma de una corrupción general de toda la especie humana, después al dogma de una corrupción transmitida por la sangre, y por último, al dogma de la prevaricación primitiva, el cual, enlazándose con el de la libertad dada al hombre y con el de la Providencia, que le dio aquella libertad, viene a ser como el punto de conjunción de los dogmas que sirven para explicar el orden y el concierto especial en que fueron puestas las cosas humanas, con aquellos otros, más universales y más altos, que sirven para explicar el peso, número y medida en que fueron criadas por el Criador todas las criaturas.

Siguiendo ahora en la exposición de los dogmas relativos al orden humano, veremos salir de ellos, como de copiosísima fuente, aquellas leyes generales de la humanidad que nos dejan atónitos por su sabiduría y como pasmados por su grandeza.

Del dogma de la concentración de la naturaleza humana en Adán, unido al dogma de la transmisión de esa misma naturaleza a todos los hombres, procede, como una consecuencia de su principio, el dogma de la unidad sustancial del género humano. Siendo el género humano uno, debe ser al mismo tiempo vario, según aquella ley, la más universal de todas las leyes, a un mismo tiempo física y moral, humana y divina, en virtud de la cual todo lo que es uno se descompone en lo que es vario, y todo lo que es vario se resuelve en lo que es uno. El género humano es uno por la sustancia que le constituye, y es vario por las personas que le componen; de donde se sigue que es uno y vario al mismo tiempo. De la misma manera, cada uno de los individuos que componen la humanidad, estando separado de los demás por lo que le constituye individuo, y junto con ellos por lo que le constituye individuo de la especie, es decir, por la sustancia, viene a ser, como el género humano, uno y vario a un mismo tiempo. El dogma del pecado actual es correlativo al dogma de la variedad en la especie; el del pecado original y el de la imputación es correlativo al que enseña la unidad sustancial del género humano; y como consecuencia de uno y de otro viene el dogma según el cual el hombre está sujeto a una responsabilidad que le es propia y a otra responsabilidad que le es común con los demás hombres.

Esa responsabilidad en común, a que llaman solidaridad, es una de las más bellas y augustas revelaciones del dogma católico. Por la solidaridad el hombre, levantado a mayor dignidad y a más altas esferas, deja de ser un átomo en el espacio y un minuto en el tiempo, y anteviviéndose y sobreviviéndose a sí mismo, se prolonga hasta donde los tiempos se prolongan y se dilata hasta donde se dilatan los espacios. Por ella se afirma y hasta cierto punto se crea la humanidad, con cuya palabra, que carecía de sentido en las sociedades antiguas, se significa la unidad sustancial de la naturaleza humana y el estrecho parentesco que tienen entre sí unos con otros todos los hombres.

Desde luego se echa de ver que lo que por este dogma gana la naturaleza humana en lo grandioso, eso gana el hombre en lo nobilísimo; al revés de lo que sucede con la teoría comunista de la solidaridad, de que hablaremos más adelante; según esa teoría, la humanidad no es solidaria en el sentido de que es el vasto conjunto de todos los hombres solidarios entre sí porque por la naturaleza son unos, sino en el sentido de que es una unidad orgánica y viviente, que absorbe a todos los hombres, los cuales, en vez de constituirla, la sirven. Por el dogma católico, la misma dignidad a que es levantada la especie alcanza a los individuos. El catolicismo no levanta por un lado su altísimo nivel para abatirle por otro, ni ha descubierto los títulos nobiliarios de la humanidad para humillar al hombre, sino que la una y el otro se levantan juntamente a las divinas grandezas y a las divinas alturas. Cuando, poniendo mis ojos en lo que soy, me considero en comunicación con el primero y con el último de los hombres, y cuando, poniéndolos en lo que obra veo a mi acción sobrevivirme y ser causa, en su perpetua prolongación de otras y de otras acciones que a su vez se sobreviven y se multiplican hasta el fin de los tiempos; cuando pienso que todas esas acciones juntas, que en mi acción tienen su origen, toman un cuerpo y una voz y que, alzando esa voz que toman, me aclaman, no sólo por lo que hice, sino por lo que hicieron otros a causa de mí, digno de galardón o digno de muerte; cuando todas estas cosas considero, yo de mí sé decir que me derribo en espíritu ante el acatamiento de Dios, sin acabar de comprender y de medir toda la inmensidad de mi grandeza.

¿Quién sino Dios pudo levantar tan concertadamente y por igual el nivel de todas las cosas? Cuando el hombre quiere levantar algo, no lo hace nunca sin deprimir aquello que no levanta: en las esferas religiosas no sabe levantarse a sí propio sin deprimir a Dios, ni levantar a Dios sin deprimirse a sí propio; en las esferas políticas no acierta a rendir culto a la libertad sin negar a la autoridad su culto y su homenaje; en las esferas sociales no sabe otra cosa sino sacrificar la sociedad al individuo o los individuos a la sociedad, como acabamos de ver, fluctuando perpetuamente entre el despotismo comunista o la anarquía proudhoniana. Si alguna vez ha intentado mantenerlo todo en su propio nivel, poniendo en las cosas cierta manera de paz y de justicia, luego al punto la balanza en que las pesa ha rodado por tierra, hecha fragmentos, como si hubiera una irremediable falta de proporción entre la pesadumbre de esa balanza y la flaqueza del hombre. No parece sino que Dios, al consagrarle rey en los dominios de las ciencias, sustrajo a su potestad y a su jurisdicción una sola: la ciencia del equilibrio.

Esto serviría para explicar la impotencia absoluta a que todos los partidos equilibristas aparecen condenados en la Historia, y por qué el gran problema de la conciliación de los derechos del Estado con los individuales y del orden con la libertad es todavía un problema, viniendo, como viene, planteado desde que tuvieron principio las primeras asociaciones. El hombre no puede mantener en equilibrio las cosas sino manteniéndolas en su ser, ni mantenerlas en su ser sino absteniéndose de poner en ellas su mano. Puestas todas y bien asentadas por Dios en sus firmísimos asientos, toda mudanza en su manera de estar asentadas y puestas es necesariamente un desequilibrio. Los únicos pueblos que han sido a un tiempo mismo respetuosos y libres, los únicos gobiernos que han sido a un tiempo mismo mensurados y fuertes, son aquellos en que no se ve la mano del hombre y en que las instituciones se vienen formando con aquella lenta y progresiva vegetación con que crece todo lo que es estable en los dominios del tiempo y de la Historia.

Esa gran potestad que por excepción ha sido negada al hombre, no sin altísimo consejo, reside en Dios de una manera especial y privativa. Por eso, todo lo que sale de su mano sale de ella en un equilibrio perfecto, y todo lo que se está en donde lo puso Dios se mantiene perfectamente equilibrado. Sin acudir a ejemplos extraños a la cuestión, nos bastará la cuestión misma que venimos planteando y resolviendo para dejar esta verdad puesta fuera de toda duda.

La ley de la solidaridad es tan universal, que se manifiesta en todas las asociaciones humanas, y esto hasta tal punto que el hombre, cuantas veces se asocia, tantas cae bajo la jurisdicción de esa ley inexorable. Por sus ascendientes está en unión solidaria con el tiempo pasado; por el tracto sucesivo de sus propias acciones y por su descendencia entra en comunión con los tiempos futuros; como individuo de una sociedad doméstica, cae bajo la ley de la solidaridad de la familia; como sacerdote o magistrado, está en comunión de derechos y de deberes, de méritos y de prevaricaciones con la magistratura o con el sacerdocio; como miembro de la asociación política, cae bajo la ley de la solidaridad nacional, y, por último, en calidad de hombre, le alcanza la ley de la solidaridad humana. Y, sin embargo, siendo responsable por tantos conceptos, conserva íntegra, intacta su responsabilidad personal, que ninguna otra disminuye, que ninguna otra restringe, que ninguna otra absorbe; él puede ser santo siendo individuo de una familia pecadora, incorrupto e incorruptible siendo miembro de una sociedad corrompida, prevaricador siendo miembro de una magistratura intachable y réprobo siendo miembro de un sacerdocio santísimo. Y al revés, esa potestad suprema que le ha sido conferida de sustraerse a la solidaridad por un esfuerzo de su voluntad soberana, en nada altera el principio de que, por punto general y dejada la libertad a salvo, el hombre es lo que son la familia en que nace y la sociedad en que vive y en que respira.

Esta ha sido, en toda la prolongación de los tiempos históricos, la creencia universal de todas las gentes, las cuales, aun después de perdida la huella de las divinas tradiciones, tuvieron noticia de esta ley de la solidaridad. Si bien no levantaron el espíritu a la contemplación de toda su grandeza, conocieron aquella ley por instinto, pero ignoraron de todo punto en dónde tenía sus hondas raíces y sus anchísimos fundamentos. No siendo conocido el dogma de la unidad del género humano sino sólo del pueblo de Dios, los otros no podían tener idea de la humanidad una y solidaria; empero, si no podían hacer aplicación de esta ley al género humano, que no conocían, la reconocieron y aun la exageraron en todas las asociaciones políticas y domésticas.

La idea de la transmisión misteriosa por la sangre, no sólo de las cualidades físicas, sino también de aquellas otras que están en el alma exclusivamente, basta por sí sola para explicar casi todas las instituciones de los antiguos, así las domésticas como las políticas y sociales. Esa idea es la idea misma de la solidaridad, como quiera que todo lo que se transmite a muchos en común constituye la unidad de aquellos a quienes se transmite, y que afirmar de muchos que están en comunión entre sí es lo mismo que afirmar de ellos que son solidarios. Cuando la idea de la transmisión hereditaria de las cualidades físicas y morales prevalece en un pueblo, sus instituciones son forzosamente aristocráticas; por esta razón, todos los pueblos antiguos, en los cuales lo que tiene de exclusivo esa idea cuando se aplica a ciertos grupos sociales no estaba templado por lo que tiene de general y de democrático, si puede decirse así, cuando se aplica a todos los hombres, se constituyeron aristocráticamente: las razas más gloriosas sojuzgaban y reducían a servidumbre a las razas inferiores; entre las familias que componían los grupos constitutivos de una raza, tomaba el poder aquella que contaba los más gloriosos ascendientes. Los héroes, antes de venir a las manos, levantaban hasta las nubes la gloria de su esclarecido linaje. Las ciudades fundaban su derecho a la dominación en sus árboles genealógicos. Aristóteles creía, con toda la antigüedad, que unos hombres nacían con el derecho de mandar y con las cualidades propias para el mando, y que recibían aquel derecho y estas cualidades juntamente por transmisión hereditaria; correlativa a esta común creencia era la creencia común de que había entre las gentes razas malditas y desheredadas, incapaces de transmitir por la generación ninguna cualidad y ningún derecho y condenadas, por tanto, a legítima y perpetua servidumbre. La democracia de Atenas no era otra cosa sino una aristocracia insolente y tumultuosa, servida por esclavizadas muchedumbres. La Ilíada, de Homero, monumento enciclopédico de la sabiduría pagana, es el libro de las genealogías de los dioses y de los héroes; considerada desde este punto de vista, no es otra cosa sino el más espléndido de todos los nobiliarios.

Esta idea de la solidaridad no tuvo entre los antiguos de desastrosa sino lo que tuvo de incompleta; las varias solidaridades sociales, políticas y domésticas, no estando subordinadas jerárquicamente entre sí por la solidaridad humana, que a todas las ordena y las limita, porque las abarca a todas, no podían producir otra cosa sino guerras, turbaciones, incendios y desastres. Bajo el imperio de la solidaridad pagana, el género humano se constituyó en estado de guerra universal y permanente; por eso, la antigüedad no ofrece a la vista otro espectáculo sino el de gentes destruidas por gentes, y reinos por reinos, y razas por razas, y familias por familias, y ciudades por ciudades. Los dioses combaten con los dioses, los hombres con los hombres y no pocas veces se lanzan unos contra otros en son de guerra y vienen a las manos con estrépito los hombres y los dioses inmortales. Dentro de los muros de una misma ciudad no hay asociación ninguna solidaria que no aspire a ejercer, primero sobre sus individuos y después sobre las otras, una acción dominadora y absorbente. En la asociación doméstica, la personalidad del hijo es absorbida por la personalidad del padre, y la de la mujer por el hombre; el hijo se convierte en cosa; la mujer, sujeta a perpetua tutela, cae en perpetua infamia, y el padre señor del hijo y de la mujer, cambia su potestad en tiranía. Sobre la tiranía del padre está la tiranía del Estado, que absorbe en una común absorción a la mujer, al hijo y al padre, aniquilando de hecho la sociedad doméstica. Hasta el patriotismo no es entre los antiguos otra cosa sino la declaración de guerra hecha por una casta constituida en nación a todo el género humano.

Viniendo ahora de las edades pasadas a las presentes, veremos, por una parte, la perpetuidad de la idea contenida en el dogma, y por otra, la perpetuidad de sus estragos siempre que se desvía en todo o en parte del dogma católico.

La escuela liberal y racionalista niega y concede la solidaridad a un mismo tiempo, siendo siempre absurda, así cuando la concede como cuando la niega. En primer lugar niega la solidaridad humana en el orden religioso y en el político; la niega en el orden religioso, negando la doctrina de la transmisión hereditaria de la pena y de la culpa, fundamento exclusivo de este dogma; la niega en el orden político, proclamando máximas que contradicen la solidaridad de los pueblos. Entre ellas merecen una mención especial la que consiste en proclamar el principio de no intervención, y aquella otra, que le es correlativa, según la cual cada uno debe mirar por sí y ninguno debe salir de su casa para cuidar de la ajena. Estas máximas, idénticas entre sí, no son otra cosa sino el egoísmo pagano sin la virilidad de sus odios. Un pueblo adoctrinado por las doctrinas enervantes de esta escuela llamará a los otros extraños, porque no tiene fuerza para llamarlos enemigos.

La escuela liberal y racionalista niega la solidaridad familiar, por cuanto proclama el principio de la aptitud legal de todos los hombres para obtener todos los destinos públicos y todas las dignidades del Estado, lo cual es negar la acción de los ascendientes sobre sus descendientes y la comunicación de las calidades de los primeros a los segundos por transmisión hereditaria. Pero al mismo tiempo que niega esa transmisión la reconoce de dos maneras diferentes: la primera, proclamando la perpetua identidad de las naciones, y la segunda, proclamando el principio hereditario en la monarquía. El principio de la identidad nacional, o no significa nada o significa que hay comunidad de méritos y de deméritos, de glorias y de desastres, de talentos y de aptitudes entre las generaciones pasadas y las presentes, entre las presentes y las futuras; y esta misma comunidad es de todo punto inexplicable si no se la considera como el resultado de nuestra transmisión hereditaria. Por otra parte, la monarquía hereditaria, considerada como institución fundamental del Estado, es una institución contradictoria y absurda allí en donde se niega el principio de la virtud de transmisión de la sangre, que es el principio constitutivo de todas las aristocracias históricas. Por último, la escuela liberal y racionalista, en su materialismo repugnante, da a la riqueza, que se comunica, la virtud que niega a la sangre, que se transmite. El mando de los ricos le parece más legítimo que el mando de los nobles.

Vienen en pos de esta escuela efímera y contradictoria las escuelas socialistas, las cuales, concediéndole todos sus principios, le niegan todas sus consecuencias. Las escuelas socialistas toman de la racionalista y liberal la negación de la solidaridad humana en el orden político y en el orden religioso; negándola en el orden religioso, niegan la transmisión de la culpa y de la pena, y además la pena y la culpa; negándola en el orden político, toman de la escuela racionalista y liberal el principio de la igual aptitud de todos los hombres para obtener los destinos y las dignidades del Estado; pasando, empero, más adelante, demuestran a la escuela liberal que ese principio lleva consigo en buena lógica la supresión de la monarquía hereditaria y que esta supresión lleva tras sí la supresión de la monarquía, que, no siendo hereditaria, es una institución inútil y embarazosa. En seguida demuestran, sin grande esfuerzo de razón, que, supuesta la igualdad nativa del hombre, esa igualdad lleva consigo la supresión de todas las distinciones aristocráticas, y por consiguiente la supresión del censo electoral, en el cual no se puede reconocer esa virtud misteriosa de conferir los atributos soberanos, habiéndosele negado a la sangre, sin una contradicción evidente. Los pueblos, según los socialistas, no han salido de la servidumbre de los faraones para caer en la de los asirios y babilonios, ni están tan desnudos de derecho y de fuerza que vayan a dar consigo en las manos de los ricos rapaces, después de haber salido de las manos de los nobles insolentes. Ni les parece menos absurdo negar la solidaridad de la familia para venir a reconocer en seguida que una nación es solidaria. Aceptado por ellos el primero de estos principios, niegan absolutamente el segundo, como contradictorio del primero; y así como proclaman la perfecta igualdad de todos los hombres, proclaman también la igualdad perfecta de todos los pueblos.

De aquí se deducen las siguientes consecuencias: siendo los hombres perfectamente iguales entre sí, es una cosa absurda repartirlos en grupos, como quiera que esa manera de repartición no tiene otro fundamento sino la solidaridad de esos mismos grupos, solidaridad que viene negada por las escuelas liberales como origen perpetuo de la desigualdad entre los hombres. Siendo esto así, lo que en buena lógica procede es la disolución de la familia; de tal manera procede esta disolución del conjunto de los principios y de las teorías liberales, que sin ella aquellos principios no pueden realizarse en las asociaciones políticas. En vano proclamaréis la idea de la igualdad; esa idea no tomará cuerpo mientras la familia esté en pie. La familia es un árbol de este nombre, que en su fecundidad prodigiosa produce perpetuamente la idea nobiliaria.

Pero la supresión de la familia lleva consigo la supresión de la propiedad como consecuencia forzosa. El hombre, considerado en sí, no puede ser propietario de la tierra, y no puede serlo por una razón muy sencilla: la propiedad de una cosa no se concibe sin que haya cierta manera de proporción entre el propietario y su cosa, y entre la tierra y el hombre no hay proporción de ninguna especie. Para demostrarlo cumplidamente bastará observar que el hombre es un ser transitorio y la tierra una cosa que nunca muere y nunca pasa. Siendo esto así, es una cosa contraria a la razón que la tierra caiga en la propiedad de los hombres, considerados individualmente. La institución de la propiedad es absurda sin la institución de la familia; en ella o en otra que se la asemeje, como los institutos religiosos, está la razón de su existencia. La tierra, cosa que nunca muere, no puede caer sino en la propiedad de una asociación religiosa o familiar, que nunca pasa; luego suprimida implícitamente la asociación doméstica y explícitamente la asociación religiosa, a lo menos la monástica, por la escuela liberal, procede la supresión de la propiedad de la tierra, como consecuencia lógica de sus principios. Esta supresión de tal manera va embebida en los principios de la escuela liberal, que ha comenzado siempre el período de su dominación por apoderarse de los bienes de la Iglesia, por la supresión de los institutos religiosos y por la de los mayorazgos, sin advertir que apoderándose de los unos y suprimiendo los otros, desde el punto de vista de sus principios, hacía poco; desde el punto de vista de sus intereses, en calidad de propietaria, hacía demasiado. La escuela liberal, que de todo tiene menos de docta, no ha comprendido jamás que siendo necesario, para que la tierra sea susceptible de apropiación, que caiga en manos de quien pueda conservar su propiedad perpetuamente, la supresión de los mayorazgos y la expropiación de la Iglesia con la cláusula de que no pueda adquirir es lo mismo que condenar la propiedad con una condenación irrevocable. Esa escuela no ha comprendido jamás que la tierra, hablando en rigor lógico, no puede ser objeto de apropiación individual, sino social, y que no puede serlo, por lo mismo, sino bajo la forma monástica o bajo la forma familiar del mayorazgo, las cuales, desde el punto de vista de la perpetuidad, vienen a ser una misma forma, como quiera que una y otra subsisten perpetuamente. La desamortización eclesiástica y civil, proclamada por el liberalismo en tumulto, traerá consigo en un tiempo más o menos próximo, pero no muy lejano si atendemos al paso que llevan las cosas, la expropiación universal. Entonces sabrá lo que ahora ignora: que la propiedad no tiene razón de existir sino estando en manos muertas, como quiera que la tierra, perpetua de suyo, no puede ser materia de apropiación para los vivos que pasan, sino para esos muertos que siempre viven.

Cuando los socialistas, después de haber negado la familia como consecuencia implícita de los principios de la escuela liberal, y la facultad de adquirir en la Iglesia, principio reconocido así por los liberales como por los socialistas, niegan la propiedad como consecuencia última de todos estos principios, no hacen otra cosa sino poner término dichoso a la obra comenzada cándidamente por los doctores liberales. Por último, cuando, después de haber suprimido la propiedad individual, el comunismo proclama al Estado propietario universal y absoluto de todas las tierras, aunque es evidentemente absurdo por otros conceptos, no lo es si se le considera desde nuestro actual punto de vista. Para convencerse de ello basta considerar que, una vez consumada la disolución de la familia en nombre de los principios de la escuela liberal, la cuestión de la propiedad viene agitándose entre los individuos y el Estado únicamente. Ahora bien: planteada la cuestión en estos términos, es una cosa puesta fuera de toda duda que los titulos del Estado son superiores a los de los individuos, como quiera que el primero es por su naturaleza perpetuo y que los segundos no pueden perpetuarse fuera de la familia.

De la perfecta igualdad de todos los pueblos, deducida lógicamente de los principios de la escuela liberal, sacan los socialistas, o saco yo en nombre suyo, las siguientes consecuencias: así como de la perfecta igualdad de todas las familias que componen el Estado saca la escuela liberal por consecuencia lógica la no existencia de la solidaridad en la sociedad doméstica, del mismo modo, y por la misma razón, de la perfecta igualdad de todos los pueblos en el seno de la humanidad resulta la negación de la solidaridad política. No siendo solidaria la nación, es fuerza negarle todo aquello que se niega lógicamente de la familia, en la suposición de que no es solidaria. De la familia no solidaria se niega: lo primero, aquel vínculo secretísimo y misterioso que la enlaza en el tiempo con los tiempos pasados y con los tiempos futuros, y como consecuencia de esta negación, se niega de ella, lo segundo, que tenga un derecho imprescriptible a participar de las glorias de sus ascendientes y la virtud de comunicar a sus descendientes algún reflejo de su gloria. Arguyendo por identidad de razón, es fuerza negar de una nación no solidaria lo que no siendo solidaria se niega de la familia; de donde se sigue que es fuerza negar de ella, por una parte, que tenga nada que ver con el tiempo pasado y con el venidero, y por otra, que tenga el derecho de reivindicar una parte de las glorias pasadas y el de atribuirse una parte de las glorias futuras. Lo que se niega de la familia da por resultado lógico la destrucción en el hombre de aquel apego al hogar que constituye la dicha de la asociación doméstica; por identidad de razón, lo que se niega de la nación da por resultado forzoso la destrucción radical de aquel amor a su patria que, levantando al hombre sobre sí mismo, le impulsa a acometer con intrépido arrojo las empresas más heroicas.

Por donde se ve que de estas negaciones se sacan para la sociedad doméstica y para la política estas consecuencias: la solución de continuidad de la gloria, la supresión del amor de la familia y del patriotismo, que es el amor de la patria, y, por último, la disolución de la sociedad doméstica y de la sociedad política, las cuales ni pueden existir ni pueden concebirse sin ese enlace de los tiempos, sin la comunión de la gloria y sin estar asentadas en aquellos grandes amores.

Las escuelas socialistas, que, si bien son más lógicas que la escuela liberal, no lo son tanto como a primera vista parece, no van de consecuencia en consecuencia hasta nuestra última conclusión, que es, sin embargo, supuestas sus premisas, no sólo procedente, sino de todo punto necesaria; la prueba de que lo es está en que los socialistas, apremiados por la lógica, lo que no quieren ser en teórica, eso mismo son en la práctica. En la teórica son todavía franceses, italianos, alemanes; en la práctica son ciudadanos del mundo, y como el mundo, su patria no tiene fronteras. ¡Insensatos! Ellos ignoran que donde no hay fronteras no hay patria y que donde no hay patria no hay hombres, aunque haya por ventura socialistas.

Entre los partidos que contienden por la dominación, al más lógico le corresponde de derecho la victoria: éste, que es un principio verdadero, es a un mismo tiempo un hecho universal y constante. Humanamente hablando, el catolicismo debe sus triunfos a su lógica; si Dios no le llevara por la mano, su lógica le bastaría para caminar triunfante hasta los últimos remates de la tierra. Esto aparecerá más claro en el capítulo siguiente.

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