Libro Tercero
Problemas y soluciones relativas al orden en la humanidad
Capítulo I
Transmisión de la culpa, dogma de la imputación
Con el pecado del primer hombre se explica suficientemente aquel gran desorden y aquella formidable confusión que padecieron las cosas a poco de creadas, cuya confusión y cuyo desorden se convirtieron, como vimos, sin dejar de ser lo que eran, en elementos de un orden más excelente y de una más grande armonía por aquella virtud secreta e incomunicable, que está en Dios, de sacar el orden del desorden, de la confusión el concierto, y el bien del mal, por un acto simplicísimo de su voluntad soberana. Lo que aquel pecado por sí solo no alcanza a explicar en la perpetuidad y constancia de aquella primitiva confusión, la cual subsiste todavía en todas las cosas, señaladamente en el hombre. Para explicar cumplidamente la subsistencia de los efectos es necesario suponer la subsistencia de la causa, y para explicar la subsistencia de la causa es forzoso suponer la transmisión perpetua de la culpa.
El dogma de la transmisión del pecado con todas sus consecuencias es uno de los misterios más temerosos, más incomprensibles y oscuros entre cuantos nos han sido enseñados por revelación divina. Esa sentencia de condenación, dada en cabeza de Adán contra todas las generaciones de los hombres, así las que han sido como las que son ahora presentes y las que serán en lo venidero hasta la consumación de los tiempos, no se compone bien a primera vista, en el entendimiento humano, con la justicia de Dios, y mucho menos con su inagotable misericordia. Cualquiera diría, al considerarla de golpe y por primera vez, que es un dogma sacado de aquellas religiones inexorables y sombrías del Oriente, cuyos ídolos no tienen oídos sino para escuchar lamentos, ni ojos sino para ver la sangre, ni voz sino para lanzar anatemas y para pedir venganzas. El Dios vivo, en la actitud de revelarnos ese dogma tremendo, más bien que como el Dios manso y clemente de los cristianos, se nos muestra como el Moloch de los pueblos idólatras, crecido en grandeza y en barbarie, el cual, no contentándose ya con carnes tiernas para aplacar su hambre devoradora, va sepultando unas después de otras en las cavernas de su vientre las generaciones humanas. ¿Por qué somos penadas -dicen todas las gentes convertidas a Dios- si no fuimos culpables?
Entrando de lleno y derechamente en las entrañas de la cuestión, no será empresa ardua demostrar la altísima conveniencia de este profundo misterio. Ante todo, debemos observar que los mismos que niegan la transmisión como dogma revelado están obligados a reconocer que, aun considerado este negocio haciendo abstracción completa de lo que tenemos por fe, se va siempre a parar al mismo término por diferentes caminos. Demos por sentado que el pecado y la pena, siendo personales de suyo, son de suyo intransmisibles; y después de hecha esta concesión, todavía demostraremos con evidencia que, con ella como sin ella, queda en pie lo que se nos enseña por el dogma.
En efecto: de cualquiera manera que se considere este negocio, siempre resultará que el pecado puede producir en el que le comete tales estragos y tan grandes mudanzas, que sean poderosas para alterar física y moralmente su constitución primitiva; cuando esto sucede, el hombre, que transmite todo lo que tiene constitucionalmente, transmite a sus hijos por la generación sus condiciones constitucionales. Cuando una gran explosión de ira produce una enfermedad en el airado, cuando esa enfermedad que en él produce es constitucional y orgánica, es cosa sencilla y natural que transmita a sus hijos por vía de generación el mal constitucional y orgánico que padece. Ese mal constitucional y orgánico se reduce, considerándole bajo su aspecto físico, a una enfermedad verdadera; y considerándole desde su punto de vista moral, a una predisposición de la carne a sojuzgar al espíritu con aquella misma pasión que, cuando fue actual, produjo aquellos grandes estragos. Que la prevaricación de Adán, siendo la mayor de todas las prevaricaciones posibles, debió alterar, y alteró de una manera radical, su constitución moral y física, es una cosa puesta fuera de toda duda, y siéndolo, es cosa clara que debió transmitírsenos con la sangre el estrago de la culpa y la predisposición a cometerla actualmente.
Síguese de lo dicho que en realidad nada adelantan los que niegan el dogma de la transmisión del pecado si no niegan al mismo tiempo lo que no pueden negar sin insensatez evidente y sin evidente locura, a saber: que la culpa, cuando es grande, deja un rastro en la constitución y en el organismo del hombre, y que ese rastro orgánico y constitucional se transmite de unas generaciones en otras, viciándolas todas en lo que tienen de constitucional y de orgánico.
Ni adelantan más en ese terreno los que, negando la transmisibilidad del pecado, niegan el dogma de la imputación o la transmisión de la pena, como quiera que aquello mismo que en calidad de pena apartan de sí se les viene encima con otro nombre, con el nombre de desgracia. Demos por sentado que las desventuras que padecemos no son una pena, la cual lleva consigo la idea de una infracción voluntaria por parte del que la recibe y de una determinación voluntaria por parte del que la impone; siempre resultará de aquí que en todas las suposiciones son igualmente inevitables y ciertas nuestras grandes desventuras; los que no las confiesan como consecuencia legítima del pecado, se ven obligados a confesarlas como una consecuencia natural de las relaciones necesarias que tienen entre sí las causas y sus efectos. Por este sistema, la corrupción radical de su naturaleza fue una pena en nuestros primeros padres, voluntariamente pecadores. Su desobediencia voluntaria mereció la pena de la corrupción que les fue impuesta por un Juez incorruptible. Esa misma corrupción es en nosotros una desgracia, como quiera que no se nos impone como pena, sino que nos viene en calidad de herederos de una naturaleza radicalmente corrompida. Y esa desgracia es tan lamentable, que el mismo Dios no podría decretar nuestra exención sin alterar la ley de la causalidad, que está en las cosas, por medio de un portentoso milagro. Ese milagro se obró en la plenitud de los tiempos por una manera tan conveniente y tan alta, por caminos tan secretos, por medios tan sobrenaturales y por consejo tan sublime, que la obra inenarrable de Dios había de ser para los unos escándalo y para los otros locura.
La transmisión de las consecuencias del pecado se explica por sí misma, sin ningún género de contradicción ni de violencia. Nació el primer hombre adornado de inestimables privilegios: su carne estaba sujeta a su voluntad, su voluntad a su entendimiento, que recibía su luz del entendimiento divino. Si nuestros primeros padres hubieran procreado antes de pecar, sus hijos hubieran participado, por vía de generación, de su naturaleza incorrupta. Para que las cosas no hubieran sucedido de esta manera, hubiera sido necesario un milagro por parte de Dios, como quiera que aquella transmisión no hubiera podido impedirse sin mudar aquella ley en virtud de la cual cada ser transmite lo que tiene, en otra por cuya virtud su ser no pudiera transmitir sino aquello precisamente que le falta. Caídos en mísera rebeldía nuestros primeros padres, fueron justamente despojados de todos sus privilegios: su unión espiritual con Dios se trocó en apartamiento de ese mismo Dios con quien estaban unidos. Su sabiduría se convirtió en ignorancia, todo su poder fue flaqueza. Por lo que hace a la justicia original y a la gracia en que nacieron, les fueron quitadas del todo, quedando enteramente desnudos. Su carne se rebeló contra su voluntad, su voluntad contra su entendimiento, su entendimiento contra su voluntad, su voluntad contra su carne, y su carne, su voluntad y su entendimiento contra aquel Dios magnificentísimo que había puesto en ellos tan grandes magnificencias. En este estado es cosa clara que el padre no pudo transmitir por generación sino aquello que tenía, y que el hijo había de nacer ignorante de ignorante, flaco de flaco, corrompido de corrompido, apartado de Dios de apartado de Dios, enfermo de enfermo, mortal de mortal, rebelde de rebelde. Para que hubiera nacido sabio de ignorante, fuerte de flaco, unido a Dios de apartado de Dios, sano de enfermo, inmortal de mortal, sumiso de rebelde, hubiera sido forzoso cambiar la ley en virtud de la cual lo semejante engendra su semejante, en otra por virtud de la cual lo contrario engendra a su contrario.
Por lo dicho se ve que la razón natural va a parar, aunque por distintos caminos, al mismo término que el dogma. Entre el uno y la otra hay diferencias especulativas, no hay diferencias prácticas; para medir la distancia inmensa que hay entre la explicación natural y la sobrenatural del hecho que vamos consignando, es de todo punto necesario tender la vista más allá de ese hecho; entonces es cuando se advierte la esterilidad de la explicación humana y la fecundidad portentosa de la explicación divina. Esta fecundidad resplandecerá más adelante con el resplandor de la evidencia; por ahora lo que cumple a mi propósito es exponer y demostrar el dogma de la transmisión, el cual, sin invalidar lo que en la explicación natural del hecho de la transmisión hay de verdadero, rectifica lo que hay en ella de incompleto y de falso.
La razón natural llama desgracia a lo que se nos transmite. El dogma lo llama con tres nombres: culpa, pena y desgracia; es desgracia, por lo que tiene de inevitable; es pena, por lo que tiene de voluntario por parte de Dios; es culpa, por lo que en ello hay de voluntario por parte del hombre. La maravilla está en que, siendo una verdadera desgracia, de tal manera lo es, que se convierte en ventura: que siendo verdaderamente pena, de tal manera es pena, que también es medicina; y que siendo una verdadera culpa, de tal manera lo es, que es una culpa dichosa. En este gran designio de Dios resplandece, si cabe, más que en sus otros designios, aquella virtud soberana con que concilia lo que parece inconciliable, y por medio de la cual resuelve en una síntesis magnífica todas las antinomias y todas las contradicciones.
Por lo relativo a la culpa, toda la cuestión está en este arduo problema: ¿Cómo puedo ser pecador cuando no peco? ¿Cómo peco siendo niño?
Para resolverle conviene observar que nuestro primer padre fue a un tiempo mismo un individuo y una especie, un hombre y la especie humana, la variedad y la unidad juntas en uno; y como es ley fundamental y primitiva que la variedad, que está en la unidad, salga de la unidad en que está, para constituirse por separado, salvo el volver en su última evolución a la unidad en donde originalmente reside, de aquí fue que la especie, que estaba en Adán, salió de Adán, por la generación para constituirse separadamente. Empero, como Adán, al propio tiempo que era individuo era especie, resultó necesariamente de aquí que Adán estuvo en la especie de la misma manera que estuvo en el individuo. Cuando el individuo y la especie fueron una misma cosa, Adán fue esa cosa misma; cuando el individuo y la especie se apartaron para constituir la unidad y la variedad, Adán fue esas dos cosas separadas, de la misma manera que había sido antes esas dos cosas mismas juntas en uno. Hubo, pues, un Adán individuo y otro Adán especie; y como el pecado fue antes de la separación, y como Adán pecó juntamente con su naturaleza individual y con su naturaleza colectiva, resultó de aquí que así el uno como el otro fueron ambos pecadores. Ahora bien: si el Adán individuo murió, el Adán colectivo no ha muerto, y no habiendo muerto, conserva su pecado. Como el Adán colectivo y la naturaleza humana son una cosa misma, la naturaleza humana es perpetuamente culpable, porque es perpetuamente pecadora.
Aplicando estos principios al caso en cuestión, se ve claro que, estando la naturaleza humana en cada individuo, Adán, que es esa misma naturaleza, vive perpetuamente en cada hombre, y vive en él con lo que constituye su vida, es decir, con su pecado. Ahora se comprenderá más fácilmente de qué manera puede existir el pecado en el niño que nace. Cuando nazco soy pecador, a pesar de ser niño, porque soy Adán; lo soy, no porque peco, sino porque pequé actualmente cuando me llamaba Adán y era adulto, antes de tener el nombre que tengo y de ser niño. Cuando Adán salió de las manos de Dios, yo estaba en él, y él está en mí ahora que salgo del vientre de mi madre. No pudiendo separarme de su persona, no puedo separarme de su pecado, y, sin embargo, no soy Adán de tal manera que me confunda con él de una manera absoluta. Hay algo en mí que no es él, algo por lo que me distingo de él, algo que constituye mi unidad individual y que me distingue aun de aquello a que soy más semejante; y eso que me constituye variedad individual relativamente a la unidad común, es lo que he recibido y tengo del padre que me engendró y de la madre que me tuvo en sus entrañas. Ellos no me han dado la naturaleza humana, que me viene de Dios por Adán, pero han puesto en ella el sello de la familia y han estampado en ella su figura; no me han dado el ser, sino la manera en que soy, poniendo lo menos en lo más, es decir, aquello por lo que me distingo de los otros en aquello por lo que me asemejo a los demás, lo particular en lo común, lo individual en lo humano; y como quiera que eso que tiene de humano y que le asemeja a los otros es lo esencial en el hombre, y que lo que tiene de individual y de distinto no es más que un accidente, síguese de aquí que, teniendo de Dios por Adán lo que constituye su esencia y de Dios por su padre lo que constituye su forma, no hay hombre ninguno que, considerado en su conjunto, no se asemeje más a Adán que a su propio padre.
Por lo relativo a la pena, la cuestión está resuelta por sí misma desde el momento en que se da por cosa averiguada que se me transmite la culpa, como quiera que la una no puede concebirse sin la otra. Justo es que sea penado, si es cierto que soy culpable; y como en estas materias es necesario lo que es justo, siguese de aquí que la desgracia que padezco, sin dejar de ser desgracia, es necesariamente una pena. La pena y la desgracia, que son cosas diferentes desde el punto de vista humano, son cosas idénticas desde el punto de vista divino. El hombre llama desgracia al mal producido en calidad de efecto inevitable de una causa segunda, y pena al mal que un ser libre impone voluntariamente a otro en castigo de una falta voluntaria; y como quiera que todo lo que sucede necesariamente sucede por la voluntad de Dios, al mismo tiempo que todo lo que sucede por su voluntad sucede necesariamente, síguese de aquí que Dios es la ecuación suprema entre lo necesario y lo voluntario, que, siendo cosas diferentes para el hombre, son en él una cosa misma. Véase cómo, desde el punto de vista divino, toda desgracia es siempre una pena y toda pena una desgracia.
Por lo que dijimos antes, se ve cuán grande es el error de aquellos que, sin maravillarse de las misteriosas analogías y de las afinidades secretas que pone Dios entre los padres y sus hijos, se maravillan de esas mismas afinidades y de esas analogías misteriosas puestas por Dios entre el rebelde Adán y sus míseros descendientes. No hay entendimiento que entienda, ni razón que alcance, ni imaginación que imagine lo fuerte del vínculo y lo estrecho de la lazada puesta por el mismo Dios entre todos los hombres y ese hombre único, a un tiempo mismo unidad y colección, singular y plural, individuo y especie, que muere y que sobrevive, que es real y simbólico, figura y esencia, cuerpo y sombra; que nos tuvo a todos en sí y que está en todos nosotros; pavorosa esfinge que desde cada nuevo punto de vista ofrece un nuevo misterio. Y así como el hombre no puede alcanzar ni con su razón, ni con su imaginación, ni con su entendimiento lo que hay en su naturaleza de singularmente complejo y de misteriosamente oscuro, no puede tampoco alcanzar, aunque ponga en juego todas las potencias de su alma, la distancia inmensa que hay entre nuestros pecados y el pecado de aquel hombre, único, como él, por su profundísima malicia y por su grandeza incomparable. Después de Adán nadie ha pecado como Adán, y nadie pecará como él en toda la prolongación de los tiempos. Participando el pecado de la naturaleza del pecador, fue uno y vario a un tiempo mismo, porque fue un solo pecado en realidad y todos los pecados en potencia; con él puso Adán mancha en lo que ya no puede ponerla ningún hombre, en el puro albor de su inocencia purísima; poniendo unos pecados sobre otros, los que pecamos ahora no hacemos otra cosa sino poner manchas sobre manchas: sólo a Adán le fue dado oscurecer el ampo de la nieve: con ser nuestra naturaleza dañada un grave mal, y nuestros pecados un mal más grande, no carece ese compuesto de cierta belleza de relación, que nace de aquella armonía secreta que hay entre la fealdad propia del pecado y la fealdad propia de la naturaleza del hombre. Las cosas feas pueden armonizarse entre sí como se armonizan las hermosas; y cuando esto sucede, no cabe duda sino que lo que hay en las cosas de esencialmente feo se templa en algún modo por la belleza que reside en lo que hay en ellas de armónico y concertado. Esta, sin duda, debe ser la razón de por qué la fealdad física parece que disminuye siempre con los años; la vejez no es cosa que sienta mal a la fealdad, como la fealdad pierde lo que tiene de repugnante cuando se armoniza con las arrugas. Nada, por el contrario, es más triste de ver y nada más horrible de imaginar que la vejez puesta en la cara de un ángel o la fealdad junta con la primavera de la vida. Las mujeres que, habiendo sido hermosas, conservan, siendo viejas, rastro de lo que fueron, me han parecido siempre horribles; hay algo en mí que me da voces y me dice: «¿Quién ha sido el gran culpable que juntó por primera vez las cosas que hizo Dios para que estuvieran separadas?». No; Dios no ha hecho la hermosura para la vejez ni la vejez para la hermosura. Luzbel es el único entre los ángeles, y Adán entre los hombres, que juntaron todo lo que hay de decrépito y de feo con todo lo que había de resplandeciente y hermoso.