Capítulo IV

De cómo se salva por el Catolicismo el dogma de la providencia y el de la libertad sin caer en la teoría de la rivalidad entre Dios y el hombre

En ninguna otra cosa resplandece tanto la incomparable belleza de las soluciones católicas como en su universalidad, ese atributo incomunicable de las soluciones divinas. No bien es aceptada una solución católica, cuando luego al punto todos los objetos antes oscuros y tenebrosos se esclarecen, la noche se torna día y el orden sale del caos. No hay ninguna de ellas en que no esté ese soberano atributo y aquella secreta virtud de donde procede la grande maravilla del universal esclarecimiento. En esos piélagos de luz no hay más que un punto opaco, aquel en donde está la solución misma que penetra con su luz esos piélagos profundos. Consiste esto en que, no siendo el hombre Dios, no puede estar en posesión de aquel atributo divino por el cual el Señor de todo lo criado ve todo lo que crió con una luz inefable. El hombre está condenado a recibir de las sombras la explicación de la luz, y de la luz la explicación de las sombras. Para él no hay cosa evidente que no proceda de un impenetrable misterio. Entre las las cosas misteriosas y las evidentes hay, sin embargo, la notable diferencia de que el hombre puede esclarecer las evidentes, pero no puede esclarecer las misteriosas. Cuando, para entrar en posesión de esa luz inefable que está en Dios y que no está en él, desecha por oscuras las soluciones divinas, da consigo en el laberinto intrincado y tenebroso de las soluciones humanas. Entonces sucede lo que acabamos de demostrar: que su solución es particular; como particular, incompleta, y como incompleta, falsa. Considerada a primera vista, parece que resuelve algo; considerada mejor, se ve que no alcanza a resolver nada de lo que parece que resuelve; y la razón, que comienza por aceptarla como plausible, concluye por desecharla por ineficaz, contradictoria y absurda. Esto último quedó completamente demostrado en el capítulo anterior; por lo que hace a la cuestión que venimos discutiendo, después de haber demostrado la ineficacia evidente de la solución humana, sólo nos falta demostrar la eficacia suprema y altísima conveniencia de la solución católica.

Dios, que es el bien absoluto, es el supremo hacedor de todo bien, y todo lo que es bueno, siendo imposible a un tiempo que Dios ponga en la criatura lo que no tiene y que ponga todo lo que tiene en la criatura. Dos cosas son de todo punto imposibles, a saber: que ponga el mal, que no tiene, en alguna cosa, y que ponga en alguna cosa el bien absoluto; ambas imposibilidades son evidentes, como quiera que es imposible concebir que alguno dé lo que no tiene y que el Criador quede absorbido en la criatura. No pudiendo comunicar su bondad absoluta, que sería comunicarse a sí propio, ni el mal, que sería comunicar lo que no tiene, comunica el bien relativo, con lo cual comunica todo lo que puede comunicar, algo de lo que está en él y que no es él, poniendo entre sí y la criatura aquella semejanza que atestigua la procedencia y aquella diferencia que atestigua la distancia. De esta manera toda criatura va diciendo, sólo con mostrarse, quién es su criador y que ella no es mas que su criatura.

Siendo Dios el criador de todo lo criado, todo lo criado es bueno con una bondad relativa. El hombre es bueno en cuanto hombre, el ángel en cuanto ángel y el árbol en cuanto árbol. Hasta el príncipe que relampaguea en el abismo, y el abismo en donde relampaguea, son cosas buenas y excelentes. El príncipe del abismo es bueno en sí, porque por serlo no ha dejado de ser ángel, y Dios es el criador de la naturaleza angélica, excelente sobre todas las cosas criadas; el abismo es bueno en sí, porque se ordena a un fin que es bueno soberanamente.

Y, sin embargo de ser buenas y excelentes todas las esencias criadas, el catolicismo afirma que el mal está en el mundo y que son grandes y portentosos sus estragos. La cuestión consiste en averiguar, por una parte, qué cosa es el mal; por otra, en dónde tiene su origen, y, últimamente, de qué manera concurre con su propia disonancia a la universal armonía.

El mal tiene su origen en el uso que hizo el hombre de la facultad de escoger, la cual, como dijimos, constituye la imperfección de la libertad humana. La facultad de escoger estuvo encerrada en ciertos límites impuestos por la naturaleza de las cosas. Siendo todas buenas, esa facultad no pudo consistir en escoger entre las cosas buenas, que existían necesariamente, y las malas, que no existían de manera ninguna; consistió sólo en unirse al bien o en apartarse del bien, en afirmarle con su unión o en negarle con su apartamiento. El entendimiento humano se apartó del entendimiento divino, lo cual fue apartarse de la verdad; apartado de la verdad, dejó de conocerla. La voluntad humana se apartó de la voluntad divina, lo cual fue apartarse del bien; apartada del bien, dejó de quererle; habiendo dejado de quererle, dejó de ejecutarle; y como, por otra parte, no pudo dejar de poner en ejercicio sus facultades íntimas e inamisibles, que consistían en entender, en querer y en obrar, siguió entendiendo, queriendo y obrando; si bien lo que entendía, apartado de Dios, no era la verdad, que sólo está en Dios; ni lo que quería era el bien, que sólo está en Dios; ni lo que obró pudo ser el bien, que ni entendía ni quería; y que, no siendo ni querido por su entendimiento ni aceptado de su voluntad, no pudo ser el término de sus acciones. El término de su entendimiento fue entonces el error, que es la negación de la verdad; el término de su voluntad fue el mal, que es la negación y el bien, y el término de sus acciones el pecado, que es la negación simultánea de la verdad y del bien, manifestaciones diversas de una misma cosa considerada desde dos puntos de vista diferentes. Negándose por el pecado todo lo que Dios afirma con su entendimiento, que es la verdad, y todo lo que afirma con su voluntad, que es el bien; no habiendo en Dios más afirmaciones que la del bien, que está en su voluntad, y la de la verdad, que está en su entendimiento, y no siendo Dios sino esas mismas afirmaciones sustancialmente consideradas, se sigue de aquí que el pecado, que niega todo lo que Dios afirma, niega virtualmente a Dios en todas sus afirmaciones, y que negándole, y no haciendo otra cosa sino negarle, es la negación por excelencia, la negación universal, la negación absoluta.

Esa negación no afectó ni pudo afectar las esencias de las cosas, que existen independientemente de la voluntad humana y que después como antes de la prevaricación fueron no sólo buenas en sí, sino también perfectas y excelentes. Empero, si el pecado no las quitó su excelencia, las quitó aquella soberana armonía que puso en ellas su divino Hacedor, que es aquella trabazón delicada y aquel orden perfecto con que estaban juntas unas con otras y todas con Él cuando las sacó del caos después de haberlas sacado de la nada por efecto de su bondad infinita. Según aquel orden perfecto y aquella trabazón admirable, todas las cosas se movían derechamente hacia Dios con un movimiento irresistible y ordenado. El ángel, espíritu puro abrasado de amor, gravitaba hacia Dios, centro de todos los espíritus, con una gravitación amorosa y vehemente. El hombre, menos perfecto, pero no menos amoroso, seguía con su gravitación el movimiento de la gravitación angélica, para confundirse con el ángel en el seno de Dios, centro de las gravitaciones angélicas y humanas. La materia misma, agitada por un secreto movimiento de ascensión, seguía la gravitación de los espíritus hacia aquel supremo Hacedor que atraía a sí sin esfuerzo todas las cosas. Y así como todas estas cosas, consideradas en sí, son las manifestaciones exteriores del bien esencial que está en Dios, esta manera de ser es la manifestación exterior de su manera de ser, como su esencia misma, perfecta y excelente. Las cosas fueron hechas de tal modo, que tuvieron una perfección mudable y otra necesaria e inamisible; su perfección inamisible y necesaria fue aquel bien esencial que puso Dios en toda criatura; su perfección mudable fue aquella manera de ser con que Dios quiso que fueran cuando las sacó de la nada. Dios quiso que fueran siempre lo que son; no quiso, empero, que fueran necesariamente de la misma manera; sustrajo las esencias a toda jurisdicción que no fuera la suya; puso por un tiempo el orden en que están bajo la jurisdicción de aquellos seres que formó inteligentes y libres. De donde se sigue que el mal, producido por el libre albedrío angélico o el libre albedrío humano, no pudo ser y no fue otra cosa sino la negación del orden que puso Dios en todas las cosas criadas, cuya negación va envuelta en la palabra misma que la significa, con lo cual se afirma lo mismo que se niega; esa negación se llama desorden. El desorden es la negación del orden, es decir, de la afirmación divina, relativa a la manera de ser de todas las cosas. Y así como el orden consiste en la unión de las cosas que Dios quiso que estuvieran unidas y en la separación de aquellas que quiso anduvieran separadas, de la misma manera el desorden consiste en unir las cosas que Dios quiso que anduvieran separadas y en separar aquellas que quiso Dios que estuvieran unidas.

El desorden causado por la rebelión angélica consistió en el apartamiento, por parte del ángel rebelde, de su Dios, que era su centro, por medio de un cambio en su manera de ser, que consistió en convertir su movimiento de gravitación hacia su Dios en un movimiento de rotación sobre sí mismo.

El desorden causado por la prevaricación del hombre fue parecido al causado por la rebelión del ángel, no siendo posible ser rebelde y prevaricador de dos maneras esencialmente diferentes. Habiendo dejado el hombre de gravitar hacia su Dios con su entendimiento, con su voluntad y con sus obras, se constituyó en centro de sí propio, y fue el último fin de sus obras, de su voluntad y de su entendimiento.

El trastorno causado por esta prevaricación fue grande y profundísimo. Cuando el hombre se hubo apartado de su Dios, luego al punto todas sus potencias se apartaron unas de otras, constituyéndose a sí mismas en otros tantos centros divergentes: su entendimiento perdió su imperio sobre su voluntad; su voluntad perdió su imperio sobre sus acciones; la carne salió de la obediencia en que había estado del espíritu, y el espíritu, que había estado sujeto a Dios, cayó en la servidumbre de la carne. Todo había sido antes en el hombre concordancias y armonías; todo fue después en él guerra, tumulto, contradicciones, disonancias. Su naturaleza se convirtió de soberanamente armónica en profundamente antitética.

Este desorden causado en él por él mismo, se transmitió por él al universo y a la manera de ser de todas las cosas: todas le estaban sujetas, y todas se le rebelaron. Cuando dejó de ser esclavo de Dios, dejó de ser príncipe de la tierra, lo cual no nos causará maravilla si consideramos que los títulos de su monarquía terrenal estaban fundados en su divina servidumbre. Los animales, a quien él mismo, en señal de su dominación, había puesto sus nombres, dejaron de obedecer a su voz, y de entender su palabra, y de seguir su mandamiento; la tierra se le llenó de abrojos, el cielo se le volvió de metal, las flores se le rodearon de espinas; la naturaleza entera estuvo como poseída contra él de una furia insensata; los mares, al verle venir, volcaron estrepitosamente sus ondas, y sus abismos resonaron con pavorosos estruendos; las montañas, para atajarle el paso, levantaron hasta los cielos sus cumbres; por sus campos pasaron los torrentes y sobre sus frágiles tiendas vinieron los huracanes; los reptiles escupieron en él sus venenos, las hierbas le destilaron sus ponzoñas; en cada paso temió una celada, y en cada celada la muerte.

Una vez aceptada la explicación católica del mal, se explica naturalmente todo aquello que sin ella y fuera de ella parecía y era en efecto inexplicable. No existiendo el mal de una manera sustancial, sino antes bien negativa, no puede servir de materia a una creación, con lo cual cae naturalmente la dificultad que nacía de la coexistencia de dos creaciones diferentes y simultáneas. Esta dificultad iba en aumento al paso que se iba adelantando por este escabroso camino, como quiera que el dualismo de la creación suponía forzosamente otro dualismo más repugnante todavía a la razón humana: el dualismo esencial de la Divinidad, que ha de ser concebida como una esencia simplicísima o no puede ser concebida de manera ninguna. Juntamente con ese dualismo divino viene por tierra la idea de una rivalidad a un tiempo mismo imposible y necesaria; necesaria, porque dos dioses que se contradicen y dos esencias que se repugnan están condenadas por la naturaleza misma de las cosas a una lucha perpetua; imposible, porque siendo la victoria definitiva el objeto final de toda contienda, consistiendo aquí la victoria definitiva en la supresión del mal por el bien o del bien por el mal, y no pudiendo ser suprimido ni el uno ni el otro, porque lo que existe de una manera esencial existe necesariamente, de la imposibilidad de la supresión se seguía la imposibilidad de la victoria, y de la imposibilidad de la victoria, objeto final la de la contienda, la imposibilidad radical de la contienda misma. Con la contradicción divina, a que va a parar forzosamente todo sistema maniqueo, desaparece la con- tradicción humana, en que se cae cuando se supone la coexistencia del bien y del mal en el hombre. Esa contradicción es absurda, y como absurda inconcebible. Afirmar del hombre que es a un tiempo esencialmente bueno y esencialmente malo, es tanto como afirmar una de estas dos cosas: o que el hombre es un compuesto de dos esencias contrarias, juntando aquí lo que se ve obligado a separar en la Divinidad el sistema maniqueo, o que la esencia del hombre es una, y que siendo una es mala y buena a un tiempo mismo, lo cual es afirmar todo y que se niega a negar todo lo que se afirma de una misma cosa.

En el sistema católico el mal existe, pero existe con una existencia modal; no existe esencialmente. El mal, así considerado, es sinónimo de desorden, porque no es otra cosa, si bien se mira, sino la manera desordenada en que están las cosas que no han dejado de ser esencialmente buenas, y que por una causa secretísima y misteriosa han dejado de estar bien ordenadas. Por el sistema católico se nos señala esa causa misteriosa y secretísima, y en su señalamiento, si hay mucho que exceda a la razón, no hay nada que la contradiga y la repugne, como quiera que, para explicar una perturbación moral en las cosas que aun después de perturbadas conservan íntegras y puras sus esencias, no hay que recurrir a una intervención divina, con lo cual no habría proporción entre el efecto y la causa: basta, para explicar el hecho suficientemente, acudir a la intervención anárquica de los seres inteligentes y libres, como quiera que, si no pudieran alterar de alguna manera el orden maravilloso de la creación y sus concertadas armonías, no podrían ser considerados ni como libres ni como inteligentes. Del mal, considerado como accidental y efímero, pueden afirmarse sin contradicción y sin repugnancia estas dos cosas: la primera, que, por lo que tiene de mal, no ha podido ser obra de Dios; la segunda, que, por lo que tiene de efímero y de accidental, ha podido ser obra del hombre. De esta manera las afirmaciones de la razón van a confundirse con las afirmaciones católicas.

Supuesto el sistema católico, desaparecen todos los absurdos y quedan suprimidas todas las contradicciones. Por este sistema, una es la creación y Dios es uno, con lo cual queda suprimida, con el dualismo divino la guerra de los dioses. El mal existe, porque, si no existiera, no podría concebirse la libertad humana; pero el mal que existe es un accidente, no es una esencia; porque si fuera una esencia y no fuera un accidente, sería obra de Dios, criador de todas las cosas, lo cual envuelve una contradicción que repugna a un mismo tiempo a la razón humana y a la razón divina. El mal viene del hombre y está en el hombre, y viniendo de él y estando en él, hay en ello una grande conveniencia, lejos de haber en ello contradicción ninguna. La conveniencia está en que, no pudiendo ser el mal obra de Dios, no podría el hombre escogerle si no pudiera crearle, y no sería libre si no pudiera escogerle. No hay en ello contradicción ninguna; porque al afirmar el catolicismo, del hombre, que es bueno en su esencia y malo por accidente, no afirma de él lo mismo que niega, ni niega lo mismo que afirma, como quiera que afirmar del hombre que es malo por accidente y bueno por esencia no es afirmar de él cosas contradictorias, sino cosas en que no cabe contradicción, por ser de todo punto diferentes.

Por último, aceptado el sistema católico, cae desplomado el sistema blasfemo e impío que consiste en suponer una rivalidad perpetua entre Dios y el hombre, entre el Criador y la criatura. El hombre, autor del mal, accidental de suyo transitorio, no es, a manera de Dios, criador, mantenedor y gobernador de todas las esencias y de todas las cosas. Entre esos dos seres, apartados entre sí por una distancia infinita, no hay rivalidad imaginable ni competencia posible. En los sistemas maniqueo y proudhoniano, la batalla entre el Criador del bien esencial y el criador del mal esencial era inconcebible y absurda, porque era imposible la victoria; en el sistema católico no cabe la suposición de la batalla, porque no cabe la suposición de la contienda entre partes de las cuales la una ha de ser necesariamente victoriosa y la otra vencida necesariamente. Dos condiciones son necesarias para que exista una contienda: que la victoria sea posible y que sea incierta la victoria. Toda batalla es absurda cuando la victoria es cierta o cuando la victoria es imposible; de donde se sigue que, de cualquier manera que se las considere, son absurdas esas batallas grandiosas trabadas por la universal dominación y por el sumo imperio, ahora sea uno el soberano, ahora dos los emperadores: en el primer caso, porque el que es uno será perpetuamente solo; en el segundo, porque los dos no serán uno jamás y serán dos perpetuamente. Esos combates gigantescos son de tal naturaleza, que o están decididos antes de trabarse o no se deciden después de trabados.

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