Capítulo II
Se da respuesta a algunas objeciones relativas a este dogma
Si la facultad de escoger no constituye la perfección, sino el peligro del libre albedrío del hombre; si en aquella facultad tuvo principio su prevaricación y origen su caída, y si en ella está el secreto del pecado, de la condenación y de la muerte, ¿cómo se compadece con la infinita bondad del Dios infinito ese funestísimo don que viene henchido de desventuras y preñado de catástrofes? ¿Cómo llamaré a la mano que me lo da? ¿Misericordiosa o airada? Si es una mano airada, ¿por qué me dio la vida? ¿Por qué me la acompañó con carga tan grave, si es misericordiosa? ¿La llamaré justa o sólo fuerte? Si es justa, ¿qué había hecho yo antes de ser, para ser asunto de sus rigores? Y sí es sólo fuerte, ¿qué hace que no me pisa y no me quiebra? Si pequé por el uso del don que recibí, ¿quién es el autor de mi pecado? Si llego a condenarme por el pecado a que me incliné po la inclinación que me fue dada, ¿quién es el autor de mi condenación y de mi infierno? Ser misterioso y tremendo, a quien no sé si bendecir o detestar, ¿caeré derribado a tus pies como tu siervo Job y te enviaré hasta rendirte, acompañándolas con mis acerbos sollozos, mis encendidas plegarias, o pondré monte sobre monte, Pelión sobre Osa, volviendo a emprender contra ti la guerra de los Titanes? Esfinge misteriosa ni sé cómo aplacarte ni sé cómo vencerte; no sé si echar por el camino de tus enemigos o por el camino de tus siervos. Ni sé aún cómo te llamas. Si, como dicen, eres omnisciente, dime, por lo menos, en cuál de tus libros sellados tienes escrito tu nombre, para saber cómo he de llamarte; porque tus nombres son tan contradictorios como Tú mismo. Los que se salvan te llaman Dios; los que se condenan, tirano. Así habla, vueltos los ojos encendidos hacia Dios, el genio del orgullo y de las blasfemias. Por una demencia inconcebible y por una aberración inexplicable, el hombre, hechura de Dios, cita ante su tribunal al mismo Dios, que le da el tribunal en que se asienta, la razón con que le ha de juzgar y hasta la voz con que le llama. Y las blasfemias llaman a otras blasfemias, como el abismo a otro abismo; la blasfemia que le emplaza va a parar a la blasfemia que le condena o a la blasfemia que le absuelve. Absuélvale o condénele, el hombre que en vez de adorarle le juzga, es blasfemo. ¡Desdichados los soberbios que le emplazan y bienaventurados los humildes que le adoran, porque Él vendrá a los unos y a los otros: a los unos, como emplazado, en el día del emplazamiento; a los otros, como adorado, en el día de las adoraciones; a ninguno que le llama dejará nunca de responder; a los unos, empero, responderá con sus iras, a los otros con sus misericordias!
Y no se diga que con esta doctrina se va a parar a un absurdo, como quiera que se va a parar a la negación de toda competencia por parte de la razón humana para entender en las cosas de Dios, y por aquí a la condenación implícita de los teólogos y de los santos doctores, y hasta de la misma Iglesia, que de ellas trataron y entendieron largamente en las edades pasadas. Lo que por esta doctrina se condena es la competencia de la razón no alumbrada de la fe para entender en las cosas que son materia de la revelación y de la fe, por ser sobrenaturales. Cuando la razón entiende en aquellas cosas sin aquella ayuda, trata de Dios y con Dios en calidad de juez supremo, que no consiente ni alzada ni recurso contra sus fallos inapelables; en esta suposición, ahora sea condenatorio, ahora absolutorio, su fallo es una blasfemia, y lo es no tanto por lo que en él se afirma o se niega de Dios como por lo que la razón humana afirma de sí en él implícitamente; como quiera que, así en la condenación como en la absolución, afirma siempre de sí una misma cosa: su propia independencia y su propia soberanía. Cuando la Iglesia santísima afirma o niega alguna cosa de Dios, no hace otra cosa sino afirmar o negar de Dios lo que a Dios mismo le oye, Cuando los teólogos eminentes y los doctores santos entran con su razón en el abismo oscuro de las divinas excelencias, no entran nunca en él sin un secretísimo terror y sin que la fe les vaya abriendo camino. No se proponen sorprender en Dios secretos y maravillas ignoradas de la fe, sino sólo juntar la lumbre de la razón con su lumbre, para ver por otro lado las mismas maravillas y secretos; no van a ver en Dios cosas nuevas, sino a ver en Él las mismas cosas de dos maneras diferentes; y estas dos diferentes maneras de conocerle vienen a ser dos maneras diferentes de adorarle.
Porque es de saber que no hay misterio ninguno, entre los que nos enseña la fe y la Iglesia nos propone, que no reúna en sí, por una admirable disposición de Dios, dos calidades que suelen andar reñidas: la oscuridad y la evidencia. Los misterios católicos vienen a ser a manera de cuerpos a un tiempo mismo luminosos y opacos, y que de tal manera lo son, que sus sombras no pueden ser esclarecidas nunca por su luz, ni su luz oscurecida por sus sombras, siendo perpetuamente oscuros y perpetuamente luminosos. Al mismo tiempo que derraman su luz por la creación, guardan para sí sus sombras; lo esclarecen todo, y no pueden ser por nada esclarecidos. Todo lo penetran, y son impenetrables. Parece cosa absurda concederlos, y es mayor absurdo negarlos; para el que los concede no hay otra oscuridad sino la suya: para el que los niega, el día se le vuelve noche, y para sus ojos privados de luz, la oscuridad está en todas partes. Y, sin embargo, los hombres -¡tan grande es su ceguedad!- prefieren negarlos a concederlos; la luz les es cosa intolerable si por ventura les viene de una región sombría, y en el despacho de su gigantesco orgullo condenan sus ojos a eterna oscuridad, teniendo por desventura mayor las sombras que se concentran en un solo misterio que las que se dilatan por todos los horizontes.
Sin salir de los altísimos misterios que son asunto de este capítulo, será fácil demostrar cuanto venimos afirmando. ¿Ignoráis el porqué de ese don tremendo de escoger entre el bien y el mal, entre la santidad y el pecado, entre la vida y la muerte? Pues negadlo por un solo momento, y en ese momento mismo hacéis imposible de todo punto la creación angélica y la creación humana. Si en esa facultad de escoger está la imperfección de la libertad, quitada esa facultad, la libertad es perfecta, y la libertad perfecta es el resultado de la perfección simultánea de la voluntad y del entendimiento. Esa perfección simultánea está en Dios; si la ponéis también en la criatura, Dios y la criatura son una misma cosa: todo es Dios o nada es Dios; de esta manera vais a dar al panteísmo o al ateísmo, que son una misma cosa, expresada de dos maneras diferentes. La imperfección es una cosa tan natural a la criatura, y la perfección es una cosa tan natural a Dios, que no podéis negar ni la una ni la otra sin una implicación en los términos, sin una contradicción sustancial, sin un absurdo evidente. Afirmar de Dios que es imperfecto es afirmar que no existe; afirmar que la criatura es perfecta es afirmar que no existe la criatura; de donde resulta que, si el misterio es superior, su negación es contraria a la razón humana; dejando el uno por la otra, habéis dejado lo oscuro por lo imposible.
Así como todo es falso, contradictorio y absurdo en la negación racionalista, todo es sencillo y natural y lógico en la afirmación católica. El catolicismo afirma de Dios que es absolutamente perfecto; y de los seres creados, que son perfectos con una perfección relativa e imperfectos con una imperfección absoluta; y son perfectos e imperfectos por tan excelente manera, que su imperfección absoluta, por la cual se separan infinitamente de Dios, constituye su perfección relativa, con la cual cumplen perfectamente sus diferentes encargos y forman todos juntos la perfecta armonía del universo. La perfección absoluta de Dios está, desde nuestro punto de vista, en ser soberanamente libre, es decir, en entender perfectamente el bien y en querer el bien que entiende con una voluntad perfecta. La imperfección absoluta de todos los otros seres inteligentes y libres está en no entender y en no querer el bien, de tal manera que no puedan entender el mal y querer el mal que entiende su entendimiento. Su perfección relativa está en esa misma imperfección absoluta, a la cual se debe, por una parte, que sean diferentes de Dios por naturaleza, y por otra, que puedan juntarse con Dios, que es su fin, por un esfuerzo de su propia voluntad, ayudada de la gracia.
Estando los seres inteligentes y libres ordenados en jerarquías, de tal manera son imperfectos, que lo son jerárquicamente. Se parecen entre sí en que son imperfectos todos; se distinguen entre sí en lo que son en diferentes grados, ya que no de diferente manera. El ángel no se diferencia del hombre sino en que la imperfección común a los dos es mayor en el hombre y menor en el ángel, como convenía al diferente puesto que ocupan en la inmensa escala de los seres. Salieron de la mano de Dios el uno y el otro con la facultad de entender y de querer el mal y con la de ejecutar el mal que entendían: en esto está su semejanza; empero, en la naturaleza angélica esta imperfección duró un momento, mientras que en la humana dura siempre: en esto está su diferencia. Hubo para el ángel un momento pavoroso, solemnísimo, en que le fue dado escoger entre el bien y el mal; en aquel instante tremendo las falanges angélicas se dividieron entre sí: de ellas unas se inclinaron ante el acatamiento divino, otras se alzaron en tumulto y se declararon rebeldes. A esta resolución suprema e instantánea siguió un fallo instantáneo y supremo: los ángeles rebeldes fueron condenados y los leales fueron confirmados en gracia.
El hombre, más flaco de entendimiento y de voluntad que el ángel, porque no era, como él, un espíritu puro, recibió una libertad más flaca y más imperfecta, y su imperfección había de durar en él tanto como su vida. Aquí es donde resplandece con su infinito resplandor la inenarrable belleza de los designios divinos. Dios vio antes de todo principio cuán bellas y convenientes eran las jerarquías, y estableció las jerarquías entre los seres inteligentes y libres. Vio, por otro lado, eternamente cuán conveniente y bella era en el Criador cierta manera de igualdad para con todas sus criaturas, y fue tal el soberano artificio, que juntó en uno la belleza de la igualdad con la belleza de la jerarquía. Para que la jerarquía pudiera existir, hizo desiguales su dones, y para que la ley de la igualdad se cumpliera, exigió más al que dio más, y menos al que dio menos, de tal manera que el más aventajado en los dones fue más estrechado en las cuentas, y el menos estrechado en las cuentas, menos aventajado en los dones. Porque la nativa excelencia del ángel fue mayor, su caída fue sin esperanza y sin remedio, su castigo instantáneo, su condenación eterna; porque la nativa excelencia del hombre fue menor, no cayó sino para ser levantado, no prevaricó sino para ser redimido. El fallo que le alcanza no será inapelable, ni su condenación irredimible, sino en aquel instante, conocido sólo de Dios, en que la prevaricación angélica y la humana pesen con un peso igual en la balanza divina, llegando a ser la una por la repetición lo que la otra por la grandeza. De esta manera el hombre no podrá decir a Dios: «¿Por qué me hiciste hombre y no ángel?» Ni el ángel: «¿Por que no me hiciste hombre?»
Señor, ¿quién no se espanta con el espectáculo de tu justicia? ¿Qué grandeza hay igual a la grandeza de tu misericordia? ¿Qué balanza hay en su fiel como la que Tú tienes en la mano? ¿Qué vara hay tan derecha como la vara con que mides? ¿Qué matemático conoce como Tú los números y sus misteriosas armonías? ¡Cuán bien hechos están todos los prodigios que hiciste! ¡Cuán bien asentadas las cosas que asentaste y cuán armónicamente bellas después de bien asentadas! Abre, Señor, mi entendimiento para que entienda algo de lo que te propones en tus eternos designios, algo de lo que eternamente entiendes y algo de lo que eternamente ejecutas; porque ¿qué sabes quien no te sabe a ti? Y quien a ti te sabe, ¿qué ignora?
Si el hombre no puede decir a Dios: «¿Por qué no me hiciste ángel?» ni «¿Por qué no me hiciste perfecto?», no podrá decirte a lo menos: «Señor, ¿no me valiera más no haber nacido? ¿Por qué me hiciste lo que soy? Si Tú me hubieras consultado, no hubieras recibido la vida con la facultad de perderla; el infierno me aterra más que nada».
El hombre no sabe de por sí sino blasfemar; cuando pregunta blasfema, si el mismo Dios, que le ha de dar la respuesta, no le enseña la pregunta; cuando pide algo blasfema, si no le enseña lo que ha de pedir y cómo lo ha de pedir, el mismo Dios, que le ha de otorgar su demanda. El hombre no supo ni lo que había de pedir ni cómo había de pedirlo, hasta que el mismo Dios, venido al mundo y hecho hombre, le enseñó el Padrenuestro para que lo tomase, como un niño, de memoria.
¿Qué quiere decir el hombre cuando dice: «¿No me valiera más no haber nacido?» ¿Existía, por ventura, antes de existir? ¿Y qué significa su pregunta si antes de existir no existía? El hombre puede formarse alguna idea de todo lo que excede su razón; por eso se forma alguna idea de todos los misterios; sólo de lo que no existe no puede formarse idea ninguna; por eso no se forma idea ninguna de la nada. El que se suicida no quiere dejar de ser, quiere dejar de padecer siendo de otra manera. El hombre, pues, no expresa idea ninguna cuando dice: «¿Por qué soy?» Sólo puede expresar una idea preguntando: «¿Por qué soy lo que soy?» Esta pregunta se resuelve en esta otra: «¿Por qué soy con la facultad de perderme?» La cual es absurda por cualquier lado que se la mire. En efecto: si toda criatura, en el hecho mismo de serlo, es imperfecta, y si la facultad de perderse constituye la imperfección especial de los hombres, el que esa pregunta hace viene a preguntar por qué el hombre es una criatura, o lo que es lo mismo, por qué la criatura no es el Criador, por qué el hombre no es el Dios que crió al hombre. Quod absurdum.
Y si no es esto lo que se quiere decir, si lo que únicamente se dice con esa pregunta es: «¿Por qué no me salvas a pesar de mi facultad de perderme?», el absurdo está más claro todavía; porque ¿qué significa la facultad de perderse, dada al que no ha de perderse nunca? Si el hombre hubiera de salvarse de todas maneras, ¿cuál sería el objeto final de la vida en el tiempo? ¿Por qué no comienza y se perpetúa en el paraíso? La razón no puede concebir que la salvación sea a un tiempo mismo necesaria y futura, como quiera que lo futuro no va sino con lo contingente y que por su naturaleza misma es presente lo que por su naturaleza misma es necesario.
Si el hombre debió pasar sin transición a la eternidad de la nada y vivir, desde el momento que vivió, vida gloriosa, queda suprimido el tiempo y el espacio y la creación entera hecha para el hombre, que es su rey. Si su reino no había de ser de este mundo, ¿para qué este mundo? Si no había de ser temporal, ¿para qué el tiempo? Si no había de ser local, ¿para qué el espacio? Y sin el tiempo y el espacio, ¿para qué las cosas creadas en el espacio y en el tiempo? Por donde se ve que, en la suposición que vamos admitiendo, el absurdo que consiste en la contradicción que hay entre la necesidad de salvarse y la facultad de perderse, va a parar al absurdo que consiste en suprimir de un golpe el tiempo y el espacio, el cual lleva consigo el que consiste en la supresión lógica de todas las cosas creadas, con el hombre, para el hombre y a causa del hombre. El hombre no puede poner una idea humana en lugar de otra divina sin que luego al punto el edificio entero de la creación venga abajo, sepultándose a sí mismo en sus gigantescos escombros.
Mirando esta cuestión por otro lado, puede afirmarse que al pedir el hombre el derecho absoluto de salvarse sin perder la facultad de perderse, pide, si cabe, un absurdo mayor que cuando puso pleito a Dios porque le dio la facultad de perderse; como quiera que si en este último litigio pleiteaba por ser Dios, en aquél pleitea por tener los privilegios de la divinidad siendo hombre.
Por último, si se considera atentamente este gravísimo negocio, se ve claro que no pudo convenir a las divinas excelencias salvar al ángel ni al hombre sin anterior merecimiento. Todo en Dios es razonable: su justicia como su bondad, y su bondad como su misericordia; como quiera que si es infinitamente justo, e infinitamente bueno, e infinitamente misericordioso, es razonable también infinitamente. De donde se sigue que no es posible atribuir a Dios, sin blasfemia, ni una bondad, ni una misericordia, ni una justicia, que no tenga sus fundamentos en la soberana razón, la cual solamente hace que la bondad sea verdadera bondad, y la misericordia verdadera misericordia, y la justicia justicia verdadera.
La bondad que no es razonable, es flaqueza; la misericordia que no es razonable, es debilidad; la justicia que no es razonable, es venganza; y Dios es bueno, misericordioso y justo; no es débil, ni vengativo, ni flaco. Esto supuesto, ¿qué es lo que se intenta cuando se le pide en nombre de su infinita bondad la salvación anterior a todo merecimiento? ¿Quién no ve aquí que lo que se le pide es una sinrazón, puesto que lo que se le pide es una acción sin su motivo y un efecto sin su causa? ¡Contradicción singular! El hombre pide a Dios en nombre de su infinita bondad aquello mismo que condena diariamente en el hombre en nombre de su razón limitada, y llama en el cielo obra misericordiosa y justa aquello mismo que llama diariamente en la tierra capricho de mujer nerviosa o extravagancia de tiranos.
Por lo que hace al infierno, su existencia es de todo punto necesaria para que sea posible aquel perfecto equilibrio que Dios ha puesto en todas las cosas, porque está de una manera sustancial en sus divinas perfecciones. El infierno, considerado como pena, está, con la gloria considerada como galardón, en un perfecto equilibrio; sólo la facultad de perderse puede formar en el hombre un equilibrio con la facultad de salvarse; y para que la justicia y la misericordia de Dios fueran igualmente infinitas, era necesario que existieran simultáneamente, como término de la primera, el infierno; como término de la segunda, la gloria. La gloria supone el infierno, y de tal manera le supone, que sin él ni puede ser explicada ni concebida. Estas dos cosas se suponen entre sí, como la consecuencia supone su principio y como el principio supone su consecuencia; y así como el que afirma la consecuencia que está en su principio y el principio que contiene su consecuencia no afirma en realidad dos cosas diferentes, sino una cosa misma, de la misma manera el que afirma el infierno que va supuesto en la gloria, y la gloria que supone el infierno, no afirma en realidad dos cosas diferentes, sino una misma cosa. Hay, pues, necesidad lógica de admitir esas dos afirmaciones o de negarlas ambas con una negación absoluta; antes, empero, de negarlas conviene saber lo que negándolas se niega. En el hombre, lo que con negarlas se niega es la facultad de salvarse y la facultad de perderse; en Dios, lo que con negarlas se niega es su infinita justicia y su infinita misericordia. A estas negaciones, por decirlo así, personales, se añade otra negación real, la negación de la virtud y del pecado, del bien y del mal, del galardón y del castigo; y como con todas estas negaciones se niegan todas las leyes del mundo moral, la negación del infierno lleva envuelta lógicamente en sí la negación del mundo moral y de todas sus leyes. Y no se diga que el hombre podía salvarse sin ir a la gloria y perderse sin ir al infierno, porque todo lo que no sea ir a la gloria o ir al infierno ni es pena ni es galardón; no es perderse ni salvarse. La justicia y la misericordia de Dios o no son o son de una manera infinita; siendo infinitas, se han de terminar, por una parte, en el infierno, y por otra parte, en la gloria; o han de ser vanas, que es otra manera de ser como si no fueran.
Ahora bien: si esta laboriosa demostración da por resultado, por una parte, que la facultad de salvarse supone necesariamente la facultad de perderse, y por otra, que la gloria supone necesariamente el infierno, se sigue de aquí que el que blasfema contra Dios porque ha hecho el infierno, blasfema contra Dios porque ha hecho la gloria, y que el que pide estar exento de la facultad de perderse, viene a pedir estar exento de la facultad.