Libro Segundo

Problemas y soluciones relativos al orden general

Capítulo I

Del libre albedrío del hombre

Fuera de la acción de Dios no hay más que la acción del hombre, fuera de la providencia divina no hay más que la libertad humana. La combinación de esta libertad con aquella providencia constituye la trama variada y rica de la Historia.

El libre albedrío del hombre es la obra maestra de la creación y el más portentoso, si fuera lícito hablar así, de los portentos divinos. A él se ordenan todas las cosas invariablemente, de tal manera que la creación seria inexplicable sin el hombre, y el hombre sería inexplicable no siendo libre. Su libertad es a un tiempo mismo su explicación y la explicación de todas las cosas. ¿Quién explicará, empero, esa libertad altísima, inviolable, santa, tan santa, tan altísima y tan inviolable, que el mismo que se la dio no se la puede quitar y con la cual puede resistir y vencer al mismo que se la dio, con una resistencia invencible y con una tremenda victoria? ¿Quién explicará de qué manera, con esa victoria del hombre sobre Dios, queda Dios vencedor y el hombre queda vencido, y esto siendo la victoria del hombre una verdadera victoria, y el vencimiento de Dios un vencimiento verdadero? ¿Qué victoria es ésa, seguida necesariamente de la muerte del vencedor? Y ¿qué vencimiento es aquel que va a parar a la glorificación del vencido? ¿Qué significa el paraíso, galardón de mi vencimiento, y el infierno, pena de mi victoria? Si en mi vencimiento está mi galardón, ¿por qué desecho naturalmente lo que me salva? Y si mi condenación está en mi victoria, ¿por qué apetezco naturalmente aquello mismo que me condena?

Cuestiones son éstas que ocuparon todos los entendimientos en los siglos de los grandes doctores, y que miran hoy con desdén los petulantes sofistas que no tienen fuerza para levantar del suelo las formidables armas que esgrimieron fácil y humildemente aquellos doctores santos en las edades católicas. Hoy día parece inexcusable locura tantear humildemente y ayudados con su gracia los altos designios de Dios en sus profundos misterios; como si el hombre pudiera saber alguna cosa sin entender algo de esos misterios profundos y de esos altos designios. Todas las grandes cuestiones sobre Dios parecen hoy estériles y ociosas; como si, siendo Dios inteligencia y verdad, fuera posible ocuparse de Dios sin ganar en verdad y en inteligencia.

Viniendo a la tremenda cuestión que es asunto de este capítulo, y que procuraré encerrar en los límites más estrechos, diré que la noción que se tiene generalmente del libre albedrío es de todo punto falsa. El libre albedrío no consiste, como generalmente se cree, en la facultad de escoger el bien y el mal, que le solicitan con dos contrarias solicitaciones. Si el libre albedrío consistiera en esa facultad, habían de seguirse de ello forzosamente las siguientes consecuencias, una relativa al hombre y otra relativa a Dios, que son evidentemente absurdas. La relativa al hombre consiste en que sería menos libre cuanto fuera más perfecto, como quiera que no puede crecer en perfección sin sujetarse al imperio de lo que le solicita al bien, y no puede sujetarse al imperio del bien sin sustraerse al imperio del mal, sustrayéndose del uno en el mismo grado en que se sujeta al otro; lo cual, alterando más o menos, según el grado de su perfección, el equilibrio entre esas dos solicitaciones contrarias, viene a disminuir su libertad, es decir, su facultad de escoger, en el mismo grado en que se altera ese equilibrio. Consistiendo la suma perfección en el aniquilamiento de una esas dos contrarias solicitaciones, y suponiendo la libertad perfecta la facultad entera de escoger entre esas solicitaciones contrarias, es claro que entre la perfección y la libertad del hombre hay contradicción patente, incompatibilidad absoluta. Lo absurdo de esta consecuencia está en que, siendo el hombre libre y debiendo ser perfecto, no puede conservar su libertad sino renunciando a su perfección, ni puede ser perfecto sin renunciar a ser libre.

La consecuencia relativa a Dios consiste en que, no habiendo en Dios solicitaciones contrarias, carece de todo punto de libertad, si la libertad consiste en la facultad entera de escoger entre contrarias solicitaciones. Para que Dios fuera libre era necesario que pudiera escoger entre el bien y el mal, entre la santidad y el pecado. Entre la naturaleza de Dios y la de la libertad así definida hay, pues, contradicción radical, incompatibilidad absoluta. Y como quiera que sea absurdo suponer, por una parte, que Dios no puede ser libre siendo Dios y que no puede ser Dios siendo libre, y por otra, que el hombre no puede alcanzar su perfección sin renunciar a su libertad ni ser libre sin renunciar a ser perfecto, síguese de aquí que la noción de la libertad que vamos explicando es de todo punto falsa, contradictoria y absurda.

El error que voy combatiendo consiste en suponer que la libertad está en la facultad de escoger, cuando no está sino en la facultad de querer, la cual supone la facultad de entender. Todo ser dotado de entendimiento y de voluntad es libre, y su libertad no es una cosa distinta de su voluntad y de su entendimiento; es su mismo entendimiento y su misma voluntad juntos en uno. Cuando se afirma de un ser que tiene entendimiento y voluntad, y de otro que es libre, se afirma de ambos una misma cosa, expresada de dos maneras diferentes.

Si la libertad consiste en la facultad de entender y de querer la libertad perfecta consistirá en entender y querer perfectamente; y como sólo Dios entiende y quiere con toda perfección, se sigue de aquí, por una ilación forzosa, que sólo Dios es perfectamente libre.

Si la libertad está en entender y en querer, el hombre es libre, porque está dotado de voluntad y de inteligencia; pero no es perfectamente libre, como quiera que no está dotado de un entendimiento infinito y perfecto y de una voluntad perfecta e infinita.

La imperfección de su entendimiento está, por una parte, en que no entiende cuanto hay que entender, y por otra, en que está sujeto al error. La imperfección de su voluntad está, por una parte, en que no quiere cuanto se debe querer, y por otra, en que puede ser solicitada y vencida por el mal. De donde se sigue que la imperfección de su libertad consiste en la facultad que tiene de seguir el mal y de abrazar el error; es decir, que la imperfección de la libertad humana consiste cabalmente en aquella facultad de escoger en que consiste, según la opinión vulgar, su perfección absoluta.

Cuando el hombre salió de las manos de Dios, entendía el bien; y porque le entendía, le quería, y porque le quería, le ejecutaba; y ejecutando el bien que quería con su voluntad y que entendía con su entendimiento, era libre. Que éste es el significado cristiano de la libertad, se ve claro por las siguientes palabras evangélicas: Cognoscetis veritatem, et veritas liberabit vos (Io 7,32). Entre su libertad y la de Dios no había, pues, otra diferencia sino la que hay entre una cosa que puede menoscabarse y perderse y otra que ni puede perderse ni padecer menoscabo, entre una cosa que por su naturaleza es limitada y otra que por su naturaleza es infinita.

Cuando la mujer puso a la voz del ángel caído un oído atento y curioso, luego al punto su entendimiento comenzó a oscurecerse, su voluntad a enflaquecer; apartada de Dios, que era su apoyo, padeció un súbito desfallecimiento. En aquel instante mismo, su libertad, que no era una cosa diferente de su voluntad y de su entendimiento, quedó enferma. Cuando pasó de la culpable contemplación al acto culpable, su entendimiento padeció una grande oscuridad, su voluntad un profundo desmayo, la mujer arrastró al hombre desfallecido, y la libertad humana cayó en tristísima flaqueza.

Confundiendo la noción de la libertad con la de una independencia soberana, preguntan algunos por qué se dice que el hombre fue esclavo cuando cayó bajo la jurisdicción del demonio, al mismo tiempo que se afirma que era libre cuando estaba puesto absolutamente en la mano de Dios. A lo cual se responde que no se puede afirmar del hombre que es esclavo sólo porque no se pertenece a sí propio, en cuyo caso sería esclavo siempre, como quiera que no se pertenece nunca a sí mismo de una manera independiente y soberana; afírmase de él que es esclavo solamente cuando cae en manos de un usurpador, como se afirma de él que es libre cuando no obedece sino a su legítimo dueño. No hay otra esclavitud sino aquella en que cae el que se sujeta a un tirano, ni más tirano que el que ejerce una potestad usurpada, ni otra libertad sino la que consiste en la obediencia voluntaria a las potestades legítimas. Otros no alcanzan a comprender de qué manera la gracia, por la cual fuimos puestos en libertad y rescatados, se aviene con esa misma libertad y rescate, pareciéndoles que, en esa operación misteriosa, Dios sólo obra y el hombre padece; en lo cual van de todo punto errados, como quiera que en este gran misterioso concurren Dios y el hombre, obrando el primero y cooperando el segundo. Y aun por esta razón no suele dar Dios, por punto general, sino la gracia que es suficiente para mover la voluntad con blandura. Temeroso de oprimirla, se contenta con llamarla hacia sí con suavísimos reclamos. El hombre, por su parte, cuando acude al reclamo de la gracia, acude con incomparable suavidad y complacencia; y cuando la voluntad suavísima del hombre que se complace en el llamamiento se junta en uno con la voluntad suavísima de Dios, que llamándole se complace y que complaciéndose le llama, entonces sucede que de suficiente que era la gracia, se torna en eficaz por el concurso de estas dos suavísimas voluntades.

Por lo que hace a aquellos que no conciben la libertad sino en la ausencia de toda solicitación que mueva a la voluntad del hombre, sólo diré que caen sin advertirlo en uno de estos dos grandes absurdos: en el que supone que puede moverse sin ninguna especie de motivo un ser razonable o en el que consiste en suponer que un ser que no es razonable puede ser libre.

Si lo dicho anteriormente es cierto, la facultad de escoger otorgada al hombre, lejos de ser la condición necesaria, es el peligro de la libertad, puesto que en ella está la posibilidad de apartarse del bien y de caer en el error, de renunciar a la obediencia debida a Dios y de caer en manos del tirano. Todos los esfuerzos del hombre deben dirigirse a dejar en ocio esa facultad, ayudado de la gracia, hasta perderla del todo, si esto fuera posible, con el perpetuo desuso. Sólo el que la pierde entiende el bien, quiere el bien y le ejecuta; y sólo el que esto hace es perfectamente libre, y sólo el que es libre es perfecto, y sólo el que es perfecto es dichoso; por eso ningún dichoso la tiene: ni Dios, ni sus santos, ni los coros de sus ángeles.

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