Capítulo VII

Que la Iglesia ha triunfado de la sociedad a pesar de los mismos obstáculos y por los mismos medios sobrenaturales que dieron la victoria sobre el mundo a nuestro Señor Jesucristo

La Iglesia católica, considerada como institución religiosa, ha ejercido la misma influencia en la sociedad que el catolicismo, considerado como doctrina, en el mundo; la misma que Nuestro Señor Jesucristo en el hombre. Consiste esto en que Nuestro Señor Jesucristo, su doctrina y su Iglesia no son en realidad sino tres manifestaciones diferentes de una misma cosa; conviene a saber: de la acción divina obrando sobrenatural y simultáneamente en el hombre y en todas sus potencias, en la sociedad y en todas sus instituciones. Nuestro Señor Jesucristo, el catolicismo y la Iglesia católica son la misma palabra, la palabra de Dios resonando perpetuamente en las alturas.

Esa palabra ha tenido que superar los mismos obstáculos y ha triunfado por los mismos medios en sus encarnaciones diferentes. Los profetas de Israel habían anunciado la venida del Señor en la plenitud de los tiempos, habían escrito su vida, habían lamentado con tremendas lamentaciones sus tremendos infortunios, habían dicho sus dolores, habían descrito sus trabajos, habían contado una por una las gotas que componían el mar de sus lágrimas, habían visto sus congojas y vilipendios, habían levantado el acta de su pasión y de su muerte; a pesar de todo esto, el pueblo de Israel no le conoció cuando vino, y cumplió todas las profecías olvidado de sus profetas. La vida del Señor fue santísima; su boca había sido la única boca humana que se había atrevido a pronunciar en presencia de los hombres estas palabras, insensatamente blasfemas o inefablemente divinas: «¿Quién me argüirá de pecado?» Y a pesar de esas palabras, que ningún hombre había pronunciado antes, que no pronunciará después ninguno, el mundo no le conoció, y le llenó de ignominias. Su doctrina era maravillosa y verdadera, y lo era tanto, que iba como perfumándolo todo con su extremada suavidad y bañándolo todo con sus apacibles resplandores. Cada una de las palabras que caían blandamente de sus sacratísimos labios era una revelación portentosa; cada revelación, una verdad sublime; cada verdad, una esperanza o un consuelo. Y, a pesar de todo, el pueblo de Israel apartó la luz de sus ojos y cerró su corazón a aquellas portentosas consolaciones y a aquellas sublimes esperanzas. Obró milagros nunca vistos de los hombres ni oídos de las gentes, y a pesar de esto se apartaron de Él con horror, como si estuviera inficionado de la lepra o como si llevara en la frente una maldición estampada por la cólera divina, las gentes y los hombres. Hasta uno de entre sus discípulos, a quien amó con amor, fue sordo al reclamo dulce de sus dulcísimos amores, y cayó en el abismo de la traición desde la eminencia del apostolado.

La Iglesia de Jesucristo venía anunciada por grandes profetas y representada en símbolos o figuras desde el principio de los tiempos. Su mismo divino Fundador, al abrir sus zanjas inmortales y al modelar en un molde maravilloso sus divinas jerarquías, puso ante los ojos de sus apóstoles su historia advenidera; allí anunció sus grandes tribulaciones, sus persecuciones sin ejemplo; vio pasar uno por uno y unos en pos de otros, en sangrienta procesión, sus confesores y sus mártires. Dijo cómo las potestades del mundo y del infierno ajustarían contra ella, en odio a él, paces horribles y sacrílegas alianzas, y de qué manera triunfaría, por su gracia de todas las potestades del mundo y del infierno. Tendió por toda la prolongación de los tiempos su vista soberana, y anunció el fin de todas las cosas y la inmortalidad de su Iglesia, transformada en aquella Jerusalén celestial vestida de luz y de piedras resplandecientes, llena de gloria y empapada en perfumes de suavísimas fragancias. A pesar de esto, el mundo, que la vio siempre perseguida y siempre triunfante, que ha podido contar y ha contado por sus tribulaciones sus victorias, le da perpetuamente nuevas victorias con sus nuevas tribulaciones, cumpliendo así ciegamente la grande profecía, al mismo tiempo que se olvida de lo profetizado y del Profeta. La Iglesia es perfecta y santísima, así como su divino Fundador fue perfecto y santísimo. Ella también, y sólo ella, pronuncia en presencia del mundo aquella palabra nunca oída: «¿Quién me argüirá de error? ¿Quién me argüirá de pecado?» Y a pesar de esa extraña palabra que ella sola pronuncia, el mundo ni la desmiente ni la sigue sino con sus vituperios. Su doctrina es maravillosa y verdadera, porque es la enseñada por el gran Maestro de toda verdad y el gran Hacedor de toda maravilla, y, sin embargo, el mundo cursa estudios en la cátedra del error y pone un oído atento a la elocuencia vana de impúdicos sofistas y de oscuros histriones. Recibió de su divino Fundador la potestad de hacer milagros, y los hace, siendo ella misma un milagro perpetuo; y, sin embargo, el mundo la llama vana superstición y vergonzosa y es dada en espectáculo a los hombres y a las gentes. Sus propios hijos, amados con tanto amor, ponen su mano sacrílega en el rostro de su ternísima Madre, y abandonan el santo hogar que protegió su infancia, y buscan en nueva familia y en nuevo hogar no sé qué torpes delicias y qué impuros amores; y de esta manera va siguiendo el anunciado camino de su dolorosa pasión, no conocida del mundo y desconocida de los heresiarcas.

Y lo que hay aquí de singular y de maravilloso es que, imitando perfectamente a Nuestro Señor Jesucristo, no padece tribulaciones a pesar de los prodigios que obra, de la vida que vive, de las verdades que enseña y de los testimonios invencibles que acreditan la divinidad de su encargo; sino que, al revés, padece esas tribulaciones a causa de esos testimonios invencibles, de esas verdades que enseña, de esa vida santísima que vive y de esos milagros que obra. Suprimid por un momento con la imaginación esa vida, esas verdades, esos prodigios y esos invencibles testimonios, y habréis suprimido, de un solo golpe y de una vez, todas sus tribulaciones, todas sus lágrimas, todos sus infortunios y todos sus desamparos.

En las verdades que proclama está el misterio de su tribulación; en la fuerza sobrenatural que la asiste está el misterio de su victoria; y esas dos cosas juntas explican a la vez sus victorias y sus tribulaciones.

La fuerza sobrenatural de la gracia se comunica perpetuamente a los fieles por el ministerio de los sacerdotes y por el canal de los sacramentos, y aquella fuerza sobrenatural, comunicada de esta manera a los fieles, miembros de la sociedad civil al mismo tiempo que de la Iglesia, es la que ha abierto el profundísimo abismo que hay, aun consideradas desde el punto de vista político y social, entre las sociedades antiguas y las sociedades católicas. Entre ellas, todo bien considerado, no hay otra diferencia sino la que resulta de estar las unas compuestas de católicos y las otras de paganos, de estar las unas compuestas de hombres movidos por sus instintos naturales y las otras de hombres que, muertos más o menos completamente a su naturaleza propia, obedecen más o menos cumplidamente al impulso sobrenatural y divino de la gracia. Esto sirve para explicar la distancia que hay entre las instituciones políticas y sociales de las sociedades antiguas y las que han brotado como de suyo y espontáneamente en las sociedades modernas; como quiera que las instituciones son la expresión social de las ideas comunes, las ideas comunes el resultado colectivo de las ideas individuales, las ideas individuales la forma intelectual de la manera de ser y de sentir del hombre, y que el hombre pagano y el hombre católico dejaron de ser y de sentir de la misma manera, siendo el uno el representante de la humanidad prevaricadora y desheredada, y el otro el representante de la humanidad redirnida. Las instituciones antiguas y las modernas no son la expresión de dos sociedades diferentes sino porque son la expresión de dos diferentes humanidades. Por eso, cuando las sociedades católicas prevarican y caen, sucede que luego al punto el paganismo hace irrupción en ellas, y que las ideas, las costumbres, las instituciones y las sociedades mismas tornan a ser paganas.

Si hacéis abstracción por un momento de esta fuerza sobrenatural, invisible, con que el catolicismo ha ido transformando todo lo que es visible y natural lenta y calladamente, por medio de una operación misteriosa y secretísima, todo se oscurece a vuestros ojos; y lo natural y lo sobrenatural, lo visible y lo invisible, todo es tinieblas; todas vuestras explicaciones se convierten en hipótesis falsas, que nada explican y que son además inexplicables.

No hay espectáculo más triste de ver que el que presenta el hombre de esclarecido ingenio cuando acomete la empresa imposible y absurda de explicar las cosas visibles por las visibles, las naturales por las naturales; lo cual, como quiera que todas las cosas visibles y naturales, en cuanto naturales y visibles, son una misma cosa, viene a ser tan absurdo como explicar un hecho por el mismo hecho, una cosa por la cosa misma. En este gravísimo error ha caído un hombre eminentísimo y de grandes excelencias, cuyos escritos es imposible leer sin un respeto profundo, cuyos discursos no se pueden oír sin grande admiración y cuyas prendas personales son superiores todavía a sus escritos, a sus discursos y a sus talentos. M. Guizot saca ventaja a todos los escritores contemporáneos en el arte de tender sobre las cuestiones más intrincadas una vista serena. Su mirada, generalmente hablando, es imparcial y segura. En la expresión es limpio, en el estilo sobrio, en los atavíos del lenguaje severamente modesto; su elocuencia misma se sujeta a su razón: su elocuencia es alta, pero su razón altísima. Por elevada que una cuestión esté, cuando M. Guizot sale de su reposo y va hacia ella va siempre como del monte al valle, nunca como del valle al monte. Cuando describe los fenómenos que ve, no los describe, sino que los crea. Si entra en cuestiones de partido, tiene una complacencia refinada en señalar a cada uno la parte de error y la parte de verdad que le corresponde, y no parece que se la da porque le corresponde, sino que le corresponde porque él se la señala. Por lo general, siempre que discute, discute como si enseñara, y enseña como si estuviera naturalmente revestido para enseñar de un magisterio eminente. Si por acaso habla de la religión, su lenguaje es solemne, ceremonioso y austero; a serle esto posible, se ve bien que iría hasta los términos de la reverencia; la parte que le concede en la obra de la restauración social es grande, como conviene a la persona que la da y a la institución que la recibe; nadie sabrá decir si la considera como reina y señora de las otras instituciones; lo que puede afirmarse es, que en todo caso, es a sus ojos como una reina amnistiada, que aún en el día de su gloria conserva señales de su pasada servidumbre.

La calidad eminente de M. Guizot está en ver bien todo lo que ve, y en ver todo lo visible, y en ver cada cosa de por sí y separadamente. La parte flaca de su entendimiento está en no ver de qué manera esas cosas visibles y separadas forman entre sí un conjunto jerárquico y armonioso, animado por una fuerza invisible. Se echa de ver más que en ninguna otra parte, así este gran defecto como aquella calidad eminente, en el libro que consagró a hacer una descripción cumplida de la civilización europea.

M. Guizot ha visto todo lo que hay en esa civilización tan compleja como fecunda: todo, menos la civilización misma. El que busque los elementos múltiples y variados que la componen, búsquelos en su libro, que allí están; el que busque la poderosa unidad que la constituye, el principio de vida que circula libremente por los robustos miembros de ese cuerpo social sano y robusto, que busque todas esas cosas en otra parte, porque en su libro no se encuentran.

M. Guizot ha visto bien todos los elementos visibles de la civilización y todo lo que en ellos hay de visible, y aquellos que no contienen en sí cosa que no caiga debajo de la jurisdicción de los sentidos, han sido examinados por él cumplidamente. Había uno, empero, visible e invisible a un tiempo mismo. Ese elemento era la Iglesia. La Iglesia obraba sobre la sociedad de una manera análoga a la de los otros elementos políticos y sociales y, además, de una manera exclusivamente propia. Considerada como una institución nacida del tiempo y localizada en el espacio, su influencia era visible y limitada, como la de las otras instituciones localizadas en el espacio, hijas del tiempo. Considerada como una institución divina, tenía en sí una inmensa fuerza sobrenatural, la cual, no sujetándose ni a las leyes del tiempo ni a las del espacio, obraba sobre todo, y en todas partes a la vez, callada, secretísima y sobrenaturalmente. Hasta tal punto es esto verdad, que en la crítica confusión de todos los elementos sociales la Iglesia dio algo a todos los demás de exclusivamente suyo, mientras que sólo ella, impenetrable a la confusión, conservó siempre su identidad absoluta. Al ponerse en contacto con ella la sociedad romana, sin dejar de ser romana como antes, fue algo que antes no había sido: fue católica. Los pueblos germánicos, sin dejar de ser germánicos como antes, fueron algo que antes no habían sido: fueron católicos. Las instituciones políticas y sociales, sin perder la naturaleza que les era propia, tomaron una naturaleza que les era extraña: la naturaleza católica. Y el catolicismo no era una vana forma, porque no dio a ninguna institución forma ninguna; era, por el contrario, algo de íntimo y de esencial y por esto las dio a todas algo de profundo y de íntimo. El catolicismo dejaba las formas y mudaba las esencias, y al mismo tiempo que dejaba en pie todas las formas y mudaba todas las esencias, conservaba íntegra su esencia y recibía de la sociedad todas las formas. La Iglesia fue feudal, como el feudalismo fue católico. Pero la Iglesia no recibía el equivalente de lo que daba, como quiera que recibía algo que era puramente exterior y que había de pasar como un accidente, mientras que daba algo de interior y de íntimo, que había de permanecer como una esencia.

Resulta de aquí que en el acervo común de la civilización europea, que como todas las otras civilizaciones, y más que las otras civilizaciones, es unidad y variedad a un tiempo mismo, todos los otros elementos combinados y juntos la dieron lo que tiene de varia, mientras que la Iglesia por sí sola la dio lo que tiene de una; y dándola lo que tiene de una, la dio lo que tiene de esencial, la dio aquello de donde se toma lo que hay de más esencial en una institución, que es su nombre. La civilización europea no se llamó germánica, ni romana, ni absolutista, ni feudal; se llamó y se llama la civilización católica.

El catolicismo no es, pues, solamente, como M. Guizot supone, uno de los varios elementos que entraron en la composición de aquella civilización admirable; es más que eso, aún mucho más que eso; es esa civilización misma. ¡Cosa singular! M. Guizot ve todo lo que ocupa un instante en el tiempo y un lugar circunscrito en el espacio, y no ve aquello que desborda los espacios y los tiempos; ve lo que está allí y lo que está más allá, y no ve lo que está en todas partes; en un cuerpo organizado y viviente no ve la vida que está en los miembros, y ve los miembros que le componen.

Haced por un momento abstracción de la virtud divina, de la fuerza sobrenatural que está en la Iglesia, considerada como una institución humana que se dilata y extiende por medios puramente humanos y naturales, y M. Guizot tiene razón contra vosotros; la influencia de su doctrina no puede salvar los límites naturales que le asigna con su razón soberana; la dificultad, empero, quedará en pie, porque es un hecho evidente que los ha salvado. Entre la Historia, que dice que los ha salvado, y la razón, que enseña que no los pudo salvar, hay una contradicción evidente; contradicción que es necesario resolver en una fórmula superior y en una conciliación suprema, que ponga de acuerdo los hechos con los principios y la razón con la Historia. Esa fórmula ha de estar fuera de la Historia y fuera de la razón, fuera de lo natural y fuera de lo visible; y esta en lo que hay de invisible, de sobrenatural, de divino en la santa Iglesia católica. Ese algo divino, sobrenatural, e impalpable es lo que la ha sujetado el mundo, lo que ha derribado a sus pies los obstáculos más invencibles, lo que la han avasallado las inteligencias rebeldes y los corazones soberbios, lo que la ha levantado sobre las vicisitudes humanas, lo que ha asegurado su imperio sobre las tribus de las gentes.

Ninguno que no tenga en cuenta su virtud sobrenatural y divina comprenderá jamás su influencia, ni sus victorias, ni sus tribulaciones; así como ninguno que no lo comprenda, comprenderá jamás lo que hay de íntimo, de esencial y de profundo en la civilización europea.

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