Capítulo VI
Que nuestro señor Jesucristo ha triunfado del mundo exclusivamente por medios sobrenaturales
«Cuando esté puesto en el alto, es decir, en la cruz, traeré todas las cosas a mí; es decir, aseguraré mi dominación y mi victoria sobre el mundo». En estas palabras, solemnemente proféticas, descubrió el Señor a sus discípulos a un mismo tiempo lo poco que valían para la conversión del mundo las profecías que anunciaron su advenimiento, los milagros que publicaban su omnipotencia, la santidad de su doctrina, testimonio de su gloria, y lo poderoso que había de ser para obrar este prodigio su inmensísimo amor, revelado a la tierra en su crucifixión y en su muerte.
Ego veni in nomine Patris mei, et non accipitis me: si alius venerit in nomine suo, illum accipietis (Io 5,43). En estas palabras está anunciando el triunfo natural del error sobre la verdad, del mal sobre el bien. En ellas está el secreto del olvido en que tenían puesto a Dios todas las gentes, de la propagación asombrosa de las supersticiones paganas, de las hondas tinieblas tendidas por el mundo, así como el anuncio de las futuras crecientes de los errores humanos, de la futura disminución de la verdad entre los hombres, de las tribulaciones de la Iglesia, de las persecuciones de los justos, de las victorias de los sofistas, de la popularidad de los blasfemos. En aquellas palabras está como encerrada la historia, con todos los escándalos, con todas las herejías, con todas las revoluciones. En ellas se nos declara por qué, puesto entre Barrabás y Jesús, el pueblo judío condena a Jesús y escoge a Barrabás; por qué, puesto hoy el mundo entre la teología católica y la socialista, escoge la socialista y deja la católica; por qué las discusiones humanas van a parar a la negación de lo evidente y a la proclamación de lo absurdo. En esas palabras, verdaderamente maravillosas, está el secreto de todo lo que nuestros padres vieron, de todo lo que verán nuestros hijos, de todo lo que vemos nosotros; no; ninguno puede ir al Hijo, es decir, a la verdad, si su Padre no le llama; palabras profundísimas que atestiguan a un tiempo mismo la omnipotencia de Dios y la impotencia radical, invencible, del género humano.
Pero el Padre llamará, y le responderán las gentes: «El Hijo será puesto en la cruz y atraerá a sí todas las cosas»; ahí está la promesa salvadora del triunfo sobrenatural de la verdad sobre el error, del bien sobre el mal; promesa que será del todo cumplida al fin de los tiempos.
Pater meus usque modo operatur: et ego operor sieut Pater... sic etfihus quos vult vivificat (Io 5-17.21). Expedit vobis ut ego vadam: si enim non abiero, Paraclitus non veniet ad vos: si autem abiero, mittam eum ad vos (Io 16,7).
Las lenguas de todos los doctores, las plumas de todos los sabios no bastarían para explicar todo lo que esas palabras contienen. En ellas se declara la soberana virtud de la gracia y la acción sobrenatural, invisible, permanente, del Espíritu Santo. Ahí está el sobrenaturalismo católico con su infinita fecundidad y con sus maravillas inenarrables; ahí está explicado, sobre todo, el triunfo de la cruz, que es el mayor y el más inconcebible de todos los portentos.
En efecto: el cristianismo, humanamente hablando, debía sucumbir, y era necesario que sucumbiera; debía sucumbir, lo primero, porque era la verdad; lo segundo, porque tenía en su apoyo testimonios elocuentísimos, milagros portentosos y pruebas irrefragables. Jamás el género humano dejó de rebelarse y de protestar contra todas esas cosas separadas, y no era probable, ni creíble, ni imaginable siquiera, que dejara de rebelarse y de protestar contra todas ellas juntas; y de hecho estalló en blasfemias, y en protestas, y en rebeldías.
Empero, el justo subió a la cruz por amor, y derramó su sangre por amor, y dio su vida por amor; y ese amor infinito y esa preciosísima sangre merecieron al mundo la venida del Espíritu Santo. Entonces todas las cosas mudaron de faz, porque la razón fue vencida por la fe, y la naturaleza por la gracia.
¡Cuán admirable es Dios en sus obras, cuán maravilloso en sus designios y cuán sublime en sus pensamientos! El hombre y la verdad reñidos; el orgullo indomable del primero se compadecía mal con la evidencia un tanto insolente y brutal de la segunda. Dios templó la evidencia de la segunda poniéndola entre nubes transparentes, y envió al primero la fe, y enviándosela, ajustó con él este pacto: «Yo dividiré contigo el imperio; yo te diré lo que has de creer, y te daré fuerza para que lo creas, pero no oprimiré con el yugo de la evidencia tu voluntad soberana; te doy la mano para salvarte, pero te dejo derecho de perderte; obra conmigo tu salvación o piérdete tú solo; no te quitaré lo que te di, y el día que te saqué de la nada, te di el libre albedrío». Y este pacto, por la gracia de Dios, fue libremente aceptado por el hombre. De esta manera la oscuridad dogmática del catolicismo salvó de un naufragio cierto a su evidencia histórica. La fe, más conforme que la evidencia con el entendimiento del hombre, salvó del naufragio a la razón humana. La verdad debía ser propuesta por la fe si había de ser aceptada por el hombre, rebelde de suyo contra la tiranía de la evidencia.
Y el mismo espíritu que propone lo que se ha de creer y nos da fuerza para que lo crearnos, propone lo que es necesario obrar, y nos da el deseo de obrarlo, y obra con nosotros para que lo obremos. Tan grande es la miseria del hombre, tan honda su abyección, tan absoluta su ignorancia y tan radical su impotencia, que no puede por sí solo ni formar un buen propósito, ni trazar un gran designio, ni concebir un gran deseo de cosa que agrade a Dios y que aproveche a la salvación de su alma. Y, por otro lado, es tan alta su dignidad, su naturaleza tan noble, su origen tan excelso, su fin tan glorioso, que el mismo Dios piensa por su pensamiento, ve por sus ojos, anda con sus Pies y obra por sus manos. Él es el que le lleva. para que ande, y el que le detiene para que no tropiece, y el que manda a sus ángeles que le asistan para que no caiga; y si por ventura cae, Él le levanta por sí mismo, y, puesto en pie, le hace que desee perseverar y le hace que persevere. Por eso dice San Agustín «Ninguno' creemos que viene a la verdadera salud si Dios no le llama, y ninguno, después de llamado, obra lo que conviene para esta misma salud si Él no le ayuda». Por eso dice el mismo Dios en el Evangelio de San Juan (c.15 v.4-5): Manete in me et ego in vobis. Sicut palmes non potest ferre fructum a semetipso, nisi manserit in vite, sic nec vos, nisi in me manseritis. Ego sum vitis, vos palmites: qui manet in me, et ego in eo, hic fert fructum multum; quia sine me nihil facere. El Apóstol, en su segunda Epístola a los de Corinto (c.3 v.4-5), dice: Fiduciam autem talem habemus per Christum ad Deunm, non quad sufficientes simus cogitare aliquid a nobis quasi ex nobis; sed sufficientia nostra ex Deo est. Esta misma impotencia radical del hombre en el negocio de su salvación confesaba el santo Job cuando decía (c.14): «¿Quién puede hacer limpia una cosa concebida de masa sucia sino Vos, Señor?» y Moisés diciendo (Ex c.34): «Nadie por sí mismo puede». San Agustín, en el inimitable libro de Las Confesiones, volviéndose a Dios, le dice: «Señor, dadme gracias para hacer lo que Vos mandáis, y mandadme lo que mejor os parezca». De manera que, así como Dios me declara lo que debo creer y me da fuerzas para creerlo, del mismo modo me manda lo que debo obrar y me da gracia para obrar aquello mismo que me ha ordenado.
¿Qué entendimiento habrá que conozca, qué lengua habrá que declare, qué pluma habrá que escriba la manera en que Dios obra en el hombre estos soberanos prodigios, y cómo te lleva por el camino de la salvación con mano a un mismo tiempo misericordiosa y justa, suavísima y potente? ¿Quién señalará los linderos de ese imperio espiritual entre la voluntad divina y el libre albedrío del hombre? ¿Quién dirá cómo concurren sin confundirse y sin menoscabarse? Sólo sé una cosa, Señor: que pobre y humilde como soy, y grande y potente como eres, me respetas tanto como me amas, y me amas tanto como me respetas. Sé que no me abandonaras a mí mismo, porque por mí mismo nada puedo sino olvidarte y perderme; y sé que al tenderme la mano que me salva, me la tenderás tan blanda, tan cariñosa y tan suave, que no la sentiré venir. Tú eres como silbo de viento delgado en lo suave, como aquilón en lo fuerte. Soy llevado por Ti como por el aquilón y me muevo hacia Ti libremente, como mecido por viento delgado. Me llevas como si me empujaras; pero no me empujas, sino que me solicitas. Yo soy el que me muevo, y, sin embargo, Tú te mueves en mí. Tú vienes a mi puerta y llamas con blandura, y si no respondo, aguardas a mi puerta y vuelves a llamar; sé que puedo no responderte y perderme, sé que puedo responderte y salvarme; pero sé que no podría responderte si Tú no me llamaras, y que cuando respondo, respondo lo que me dices, siendo tuya la pregunta y tuya y mía la respuesta. Sé que no puedo obrar sin Ti, y que por Ti obro, y que, cuando obro, merezco; pero que no merezco sino porque Tú me ayudas a merecer, como me ayudaste a obrar; sé que cuando me premias porque merezco, y cuando merezco porque obro, me das tres gracias: la gracia del premio, con que galardonas; la gracia del merecer que me diste, con la cual galardonaste; la gracia que me diste de obrar con ayuda tuya. Sé que Tú eres como la madre, y yo como el niño pequeñuelo, en quien la madre infunde el deseo de andar, y luego le da la mano para que ande, y después le da un beso en la frente porque deseó andar y anduvo con la ayuda de su mano. Sé que no escribo sino porque Tú me has encendido en el deseo de escribir, y que no escribo sino lo que me enseñas o lo que permites que escriba; creo que el que cree que mueve un miembro sin Ti, ni te conoce ni es cristiano.
Yo pido perdón a mis lectores por haber entrado, siendo profano y lego como soy, por el camino recóndito y escabroso de la gracia. Todos reconocerán, sin embargo, a poco que reflexionen, que el entrar algún tanto por ese áspero camino era una exigencia imperiosa del gravísimo asunto que vengo tratando en los últimos capítulos. Tratábase de averiguar cuál es la explicación legítima del prodigio, siempre antiguo y siempre nuevo, de la acción poderosa que el cristianismo ha ejercido y está ejerciendo en el mundo, para venir a parar después en el misterio no menos estupendo y prodigioso de la virtud de transformación que ha mostrado en sí al ponerse en relación y contacto con las sociedades humanas. El prodigio de su propagación y de su triunfo no está en los testimonios históricos, ni en los anuncios proféticos, ni en la santidad de su doctrina; circunstancias todas que, en el estado a que fue reducido el hombre después de la prevaricación y de la culpa, han sido mas propias para apartar de él a las gentes que para llevarle triunfante y vencedor hasta los términos más apartados de la tierra. Los milagros no han sido tampoco parte para obrar este prodigio, porque, si bien es cierto que considerados en sí son una cosa sobrenatural, considerados como una prueba exterior son una prueba natural, sujeta a las mismas condiciones que los otros testimonios humanos. La propagación y el triunfo del cristianismo es un hecho sobrenatural, como quiera que se ha propagado y ha triunfado a pesar de llevar en sí todo lo que debía haber impedido su propagación y su victoria. Siendo éste un hecho sobrenatural, no podía explicarse legítimamente sino subiendo a una causa que, siendo por su naturaleza sobrenatural, obrara en lo exterior de una manera conforme a su propia naturaleza, es decir, sobrenaturalmente. Esta causa sobrenatural en sí misma y sobrenatural en su acción es la gracia. La gracia nos fue merecida por el Señor cuando padeció en la cruz muerte afrentosa, y la recibieron los apóstoles cuando bajó sobre ellos el autor de toda gracia y de toda santificación, el Espíritu Santo. El Espíritu Santo infundió en los apóstoles la gracia que nos mereció la muerte del Hijo por la misericordia del Padre, viniendo de esta manera a ocuparse en la obra inefable de nuestra redención, como antes en la creación del universo, la Trinidad divina.
Esto sirve para explicar dos cosas que sin esta explicación serían de todo punto inexplicables, conviene a saber: cómo fue que los apóstoles obraron mayores milagros que su divino Maestro, y que los milagros de los primeros fueron más fructuosos que los del segundo, según les fue anunciado por el Señor repetidas veces y en diferentes ocasiones. Consistió esto en que el rescate universal del género humano en toda la prolongación de los siglos, desde los tiempos adámicos hasta los últimos tiempos, había de ser el galardón de la sangrienta tragedia de la cruz, y en que, hasta que fuera consumada, las divinas mansiones debían estar cerradas ante los desdichados hijos de Adán con puertas de diamante.
Cuando los tiempos fueron llegados, el espíritu de Dios vino sobre los apóstoles como un viento impetuoso en lenguas de fuego. Entonces sucedió que sin transición ninguna fueron mudadas en un punto todas las cosas, en virtud de una acción sobrenatural y divina. En los apóstoles se obró la primera mudanza: no veían, y tuvieron luz; no entendían, y tuvieron entendimiento; eran ignorantes, y fueron sapientísimos: hablaban cosas vulgares, y hablaron cosas prodigiosas. La maldición de Babel tuvo fin: desde entonces cada pueblo había hablado su lengua; los apóstoles las hablaron sin confusión todas juntas; eran pusilánimes, fueron atrevidos; eran cobardes, fueron valerosos; eran perezosos, fueron diligentes; habían abandonado a su Señor por la carne y por el mundo, abandonaron por su Señor el mundo y la carne; habían dejado la cruz por la vida, dieron la vida por la cruz; murieron en sus miembros para vivir en sus espíritus; para transformarse en Dios, dejaron de ser hombres; para vivir vida angélica, dejaron la humana.
Y así como el Espíritu Santo había transformado a los apóstoles, los apóstoles transformaron al mundo; pero no ellos en verdad, sino el Espíritu invencible que estaba en ellos. El mundo había visto a Dios, y no le había conocido; y ahora que no tenía su vista, tuvo su conocimiento. No había creído en su palabra, y ahora que había dejado de hablar creyó en su palabra; había visto sus milagros vanamente, y ahora que era ido a su Padre el que los obró, creyó en sus milagros. Había crucificado a Jesús, y adoró al que había crucificado; había adorado a los ídolos, y quemó sus ídolos. Lo que había tenido por argumentos vanos tuvo ahora por argumentos victoriosos e inconcebibles; cambióse en amor inmenso su odio profundo.
Así como el que no tiene idea de la gracia no la tiene tampoco del cristianismo, el que no tiene noticia de la providencia de Dios está en la ignorancia más completa de todas las cosas. La providencia, tomada en su acepción mas general, es el cuidado que tiene el Criador de todas las cosas creadas. Las cosas existieron porque Dios las crió; pero no existen sino porque Dios cuida de ellas por medio de un cuidado continuo que viene a ser una creación incesante. Las cosas que antes de que fueran no tuvieron en sí razón de ser, no tienen en sí razón de subsistir después de que fueron: sólo Dios es la vida y la razón de la vida, el ser y la razón del ser, el subsistir y la razón de subsistir. Nada es, nada vive, nada subsiste por su virtud propia. Fuera de Dios esos atributos supremos no están en ninguna parte ni en cosa ninguna. Dios no es a manera de un pintor que, hecho el cuadro, se separa de él, le abandona y le olvida; ni las cosas que Dios crió subsisten de la manera que la figura pintada, que subsiste por sí sola. Dios hizo las cosas de una manera más soberana, y las cosas dependen de Dios de una manera más sustancial y excelente. Las cosas del orden natural, las del orden sobrenatural y las que, por salir del orden común natural o sobrenatural, se llaman y son milagrosas, sin dejar de ser diferentes entre sí, como quiera que son gobernadas y regidas por leyes diferentes, tienen todas algo y aun mucho de común, que consiste en su dependencia absoluta de la voluntad divina. No se afirma de las fuentes cuanto de ellas hay que afirmar cuando se afirma que corren, porque su naturaleza es correr: ni de los árboles cuando se afirma de ellos que fructifican, porque su naturaleza es dar frutos. Su naturaleza no da a las cosas una virtud propia e independiente de la voluntad de su Criador, sino cierta manera determinada de ser dependiente en todos y en cada uno de los momentos de su existencia, de la voluntad del soberano Hacedor y del divino Arquitecto. Corren las fuentes porque Dios las manda correr con un mandamiento actual, y las manda correr porque hoy, como en el día de su creación, ve que es bueno que corran; fructifican los arboles porque Dios les manda fructificar con un actual mandamiento, y les da este mandamiento porque hoy, como en el día de su creación, ve que es bueno que los árboles fructifiquen. Por donde se ve cuán errados andan los que van a buscar la última explicación de los sucesos, ya en las causas segundas, que existen todas bajo la dependencia general e inmediata de Dios, ya en la fortuna, que no existe de ninguna manera. Sólo Dios es criador de todo lo que existe, el conservador de todo lo que subsiste y el autor de todo lo que sucede, según se ve por estas palabras del Eclesiástico (c. 11 v. 14): Bona et mala, vita et mors, paupertas et honestas a Deo sunt. Por eso dice San Basilio que en atribuírselo todo a Dios está la suma de toda la filosofía cristiana, conforme a lo que dice el Señor en San Mateo (c.10 v.29-30): Nonne duo passeres asse veneunt? Et unus ex illis non cadet super terram sine patre vestro. Vestri autem capili capitis omnes numerati sunt.
Considerando las cosas desde esta altura, se ve claro que de la misma manera depende de Dios lo que es natural que lo que es sobrenatural y lo que es milagroso. Lo milagroso, lo sobrenatural y lo natural son fenómenos idénticos sustancialmente entre sí por razón de su origen, que es la voluntad de Dios; voluntad que, siendo actual en todos ellos, es en todos eterna. Dios quiso eterna y actualmente la resurrección de Lázaro, como quiere eterna y actualmente que los árboles fructifiquen; y los árboles no tienen una razón más independiente de la voluntad divina para fructificar que Lázaro para salir después de muerto del sepulcro. La diferencia de estos fenómenos no está en su esencia, puesto que uno y otro dependen de la voluntad divina, sino en el modo, porque en los dos casos la divina voluntad se ejecuta y se cumple por dos diferentes maneras y en virtud de dos leyes distintas. Una de estas dos maneras se llama y es natural, y la otra se llama y es milagrosa. Los hombres llamamos naturales a los prodigios diarios, y milagrosos a los prodigios intermitentes.
Por donde se ve cuán grande es la locura de los que niegan la potestad de obrar los intermitentes al mismo que obra los diarios. ¿Qué otra cosa viene a ser esto sino negar al que hace lo que es más la potestad de hacer lo que es menos, o lo que viene a ser lo mismo, negar que puede obrarse alguna vez aquello que se obra siempre? Vosotros, los que negáis la resurrección de Lázaro porque es obra milagrosa, decidme: ¿Por que no negáis otros prodigios mayores? ¿Por qué no negáis ese sol que asoma por el Oriente, y esos cielos tan hermosos y refulgentes y tendidos, y sus luminares eternos? ¿Por qué no negáis esos mares bramadores, hermosísimos, turbulentísimos, y esa arena blanda, leve, en donde mueren humildes esos roncos bramidos, esas concertadas armonías y esas grandes turbulencias? ¿Por qué no negáis esos campos tan llenos de frescura, y esos bosques tan llenos de silencio, de majestad y de sombras, y esas inmensas cataratas con sus inmensos vuelcos, y esos deslumbradores cristales de clarísimas fuentes? Y si no negáis estas cosas, ¿cómo es tan grande vuestra locura, y vuestra inconsecuencia tan palpable, que negáis como imposible, o como difícil siquiera, la resurrección de un hombre? Yo de mí sé decir que no niego mi fe sino al que afirma que habiendo abierto sus ojos exteriores para ver lo que le rodea, o sus ojos interiores para ver lo que en sí pasa, ha visto fuera o dentro de sí cosa que no sea milagrosa.
Síguese de lo dicho que la distinción, por una parte, entre las cosas naturales y las sobrenaturales, y por otra entre los fenómenos ordinarios, así del orden natural como del sobrenatural, y los milagrosos, no lleva ni puede llevar consigo no sé qué rivalidad y antagonismo oculto entre lo que existe por la voluntad de Dios y lo que existe por naturaleza, como si Dios no fuera el autor, y el mantenedor, y el gobernador soberano de todo lo que existe.
Todas estas distinciones, sacadas de sus límites dogmáticos, han ido a parar, a lo que vemos, a la deificación de la materia y a la negación absoluta, radical, de la providencia y de la gracia.
Volviendo a anudar, para concluir, el hilo de este discurso, diré que la providencia viene a ser una gracia general, en virtud de la cual Dios mantiene en su ser y gobierna según su consejo todo lo que existe, así como la gracia viene a ser a manera de una providencia especial, con la que Dios tiene cuidado del hombre. El dogma de la providencia y el de la gracia nos revelan la existencia de un mundo sobrenatural en donde residen sustancialmente la razón y las causas de todo lo que vemos; sin la luz que viene de allí, todo es tinieblas; sin la explicación que está allí, todo es inexplicable; sin esa explicación y sin esa luz, todo es fenomenal, efímero, contingente; todas las cosas son humo que se deshace, fantasmas que se desvanecen, sombras que se deslizan, sueños que pasan. Lo sobrenatural está sobre nosotros, fuera de nosotros, dentro de nosotros mismos. Lo sobrenatural circunda lo natural y lo penetra por todos sus poros.
El conocimiento de lo sobrenatural es, pues, el fundamento de todas las ciencias, y señaladamente de las políticas y de las morales. En vano aspiraréis a explicar al hombre sin la gracia y a la sociedad sin la providencia: sin la providencia y sin la gracia, la sociedad y el hombre son para el género humano un arcano perpetuo. La importancia de esta demostración y su trascendencia altísima se verá más adelante, cuando, bosquejando el triste y lamentable cuadro de nuestros extravíos y de nuestros errores, se les vea brotar todos de la negación del sobrenaturalismo católico como de su propia fuente. Entre tanto conviene a mi propósito dejar consignado aquí que la acción sobrenatural y constante de Dios sobre la sociedad y sobre el hombre es el anchísimo y seguro fundamento en que se asienta todo el edificio de la doctrina católica, de tal manera que, quitado ese fundamento, todo ese gran edificio en que se mueven anchamente las generaciones humanas viene abajo a igualarse con la tierra.