Capítulo V

Que nuestro señor Jesucristo no ha triunfado del mundo por la santidad de su doctrina ni por las profecías y milagros, sino a pesar de todas estas cosas

El Padre es amor, y envió al Hijo por amor; el Hijo es amor, y envió al Espíritu Santo por amor; el Espíritu Santo es amor e infunde perpetuamente en la Iglesia su amor. La Iglesia es amor, y abrasará al mundo en amor. Los que esto ignoran o los que esto han olvidado, ignorarán perpetuamente cuál es la causa sobrenatural y secreta de los fenómenos patentes y naturales, cuál es la causa invisible de todo lo visible, cuál es el vínculo que sujeta lo temporal a lo eterno, cuál es el resorte secretísimo de los movimientos del alma; de qué manera obra el Espíritu Santo en el hombre, en la sociedad la Providencia, Dios en la Historia.

Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo con su maravillosa doctrina. Si no hubiera sido otra cosa sino un hombre de doctrina maravillosa, el mundo le hubiera admirado un momento y hubiera puesto en olvido después juntamente a la doctrina y al hombre. Maravillosa y todo como era su doctrina, no fue seguida sino de alguna gente popular, cayó en desprecio de la más granada entre el pueblo judío, y durante la vida del Maestro fue ignorada del género humano.

Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo con sus milagros. De los mismos que le vieron mudar, con sólo su querer, la naturaleza de las cosas, andar sobre las aguas, aquietar los mares, sosegar los vientos, mandar a la vida y a la muerte, unos le llamaron Dios, otros demonio, otros prestidigitador y hechicero.

Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo porque se hubieran cumplido en Él las antiguas profecías. La sinagoga, que era su depositaria, no se convirtió, ni se convirtieron los doctores, que se las sabían de memoria, ni se convirtieron las muchedumbres, que las habían aprendido de los doctores.

Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo con la verdad. La verdad esencial del cristianismo estaba en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, como quiera que fue siempre una, eterna, idéntica a sí misma. Esa verdad que estuvo eternamente en el seno de Dios, fue revelada al hombre, infundida en su espíritu y depositada en la Historia desde que resonó en el mundo la primera palabra divina. Y, sin embargo, el Antiguo Testamento, así en lo que tenía de eterno y de esencial como en lo que tenía de accesorio, de local y de contingente, en sus dogmas como en sus ritos, no salvó nunca las fronteras del pueblo predestinado. Ese mismo pueblo rompió muchas veces en grandes rebeldías, persiguió a sus profetas, escarneció a sus doctores, idolatró a la manera de los pueblos gentiles, hizo pactos nefandos con los espíritus infernales, se entregó en su cuerpo y en su alma a sangrientas y horribles supersticiones: y el día en que la verdad tomó carne, la maldijo, la negó y la crucificó en el Calvario. Y mientras que la verdad, que estaba escondida en los antiguos símbolos, representada en las antiguas figuras, anunciada por los antiguos profetas, testificada con espantables prodigios y con milagros estupendos, fue puesta en una cruz, cuando vino por sí misma para explicar con su presencia el porqué de aquellos milagros estupendos y de aquellos prodigios espantables para abonar todas las palabras proféticas y para enseñar a las gentes lo que estaba representado en los antiguos símbolos y lo que estaba escondido en las antiguas figuras, el error se había extendido libremente por el mundo, cuan ancho es, y había cubierto todos los horizontes con sus sombras; y todo esto con una prodigiosa rapidez, y sin el auxilio de profetas, ni de símbolos, ni de figuras, ni de milagros. ¡Terrible lección memorable documento para los que creen en la fuerza recóndita y expansiva de la verdad y en la radical impotencia del error para hacer por sí solo su camino por el mundo!

Si Nuestro Señor Jesucristo venció al mundo, lo venció a pesar de ser verdad, a pesar de ser el anunciado por los antiguos profetas, el representado en los antiguos símbolos, el contenido en las antiguas figuras; lo venció a pesar de sus prodigiosos milagros y de su doctrina maravillosa, Ninguna otra doctrina que no hubiera sido la evangélica hubiera podido triunfar con ese inmenso aparato de testimonios clarísimos, de pruebas irrefragables y de argumentos invencibles. Si el mahometismo se derramó a manera de un diluvio por el continente africano, por el asiático y por el europeo, consistió esto en que caminó a la ligera y en que llevaba en la punta de su espada todos sus milagros, todos sus argumentos y todos sus testimonios.

El hombre prevaricador y caído no ha sido hecho para la verdad, ni la verdad para el hombre prevaricador y caído. Entre la verdad y la razón humana, después de la prevaricación del hombre, ha puesto Dios una repugnancia inmortal y una repulsión invencible. La verdad tiene en sí los titulos de su soberanía y no pide venia para imponer su yugo, mientras que el hombre, desde que se rebeló contra su Dios, no consiente otra soberanía sino la suya propia, si no le piden antes su consentimiento y su venia. Por eso, cuando la verdad se pone delante de sus ojos, luego al punto comienza por negarla; y negarla es afirmarse a sí propio en calidad de soberano independiente. Si no puede negarla, entra en combate con ella, y combatiéndola combate por su soberanía. Si la vence, la crucifica; si es vencido, huye; huyendo cree huir de su servidumbre, y crucificándola cree crucificar a su tirano.

Por el contrario, entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo; el pecado los ha unido con el vínculo de un indisoluble matrimonio. Lo absurdo triunfa del hombre, cabalmente porque está desnudo de todo derecho anterior y superior a la razón humana. El hombre le acepta, cabalmente porque viene desnudo, porque careciendo de derecho no tiene pretensiones; su voluntad le acepta porque es hijo de su entendimiento, y el entendimiento se complace en él porque es su propio hijo, su propio verbo; porque es testimonio vivo de su potencia creadora: en el acto de su creación el hombre es a manera Dios y se llama Dios a sí propio. Y si es Dios a manera de Dios, Dios, para el hombre todo lo demás es menos, ¿Qué importa que el otro sea el Dios de la verdad, si él es el Dios de lo absurdo? Por lo menos será independiente, a manera de Dios; será soberano, a manera de Dios; adorando a su obra, se adorará a sí propio; magnificándola será magnificador de sí mismo.

Vosotros los que aspiráis a sojuzgar a las gentes, a dominar en las naciones y a ejercer un imperio sobre la raza humana, no os anunciéis como depositarios de verdades clarísimas y evidentes, y sobre todo no declaréis vuestras pruebas, si las tenéis, porque jamás el mundo os reconocerá por señores, antes se rebelará contra el yugo brutal de vuestra evidencia. Anunciad, por el contrario, que poseéis un argumento que echa por tierra una verdad matemática; que vais a demostrar que dos y dos no hacen cuatro, sino cinco; que Dios no existe o que el hombre es Dios; que el mundo ha sido esclavo hasta ahora de vergonzosas supersticiones; que la sabiduría de los siglos no es otra cosa sino pura ignorancia; que toda revelación es una impostura; que todo gobierno es tiranía y toda obediencia servidumbre; que lo hermoso es feo, que lo feo es hermosísimo; que el bien es mal, y el mal es bien; que el diablo es Dios, y que Dios es el diablo; que fuera de este mundo no hay infierno ni paraíso; que el mundo que habitamos es un infierno presente y un paraíso futuro; que la libertad, la igualdad y la fraternidad son dogmas incompatibles con la superstición cristiana; que el robo es un derecho imprescriptible, y que la propiedad es un robo; que no hay orden sino en la anarquía, ni hay anarquía sin orden; y estad ciertos de que, con este solo anuncio, el mundo, maravillado de vuestra sabiduría y fascinado por vuestra ciencia, pondrá a vuestras palabras un oído atento y reverente. Si al buen sentido, de que habéis dado larga muestra anunciando la demostración de todas estas cosas, añadís después el buen sentido de no demostrarlas de ninguna manera, o si, como única demostración de vuestras blasfemias y vuestras afirmaciones, dais vuestras blasfemias y vuestras afirmaciones mismas, entonces el género humano os pondrá sobre los cuernos de la luna, sobre todo si ponéis un cuidado exquisito en llamar la atención de las gentes hacia vuestra buena fe, llevada hasta el punto de presentaros desnudos como estáis, sin haber acudido a las vanas supercherías de vanas razones, de vanos antecedentes históricos y de vanos milagros, dando así un público testimonio de vuestra fe en el triunfo de la verdad por sí sola; y si, por último, revolviendo a todas partes vuestros ojos, preguntáis dónde están y qué se hicieron vuestros enemigos, entonces el mundo, extático, atónito, proclamará a una voz vuestra magnanimidad, y vuestra grandeza, y vuestra victoria, y os apellidará píos, felices triunfadores.

Yo no sé si hay algo debajo del sol más vil y despreciable que el género humano fuera de las vías católicas.

En la escala de su degradación y de su vileza, las muchedumbres engañadas por los sofistas y oprimidas por los tiranos son la más degradadas y las más viles; los sofistas vienen después, y los tiranos que tienden su látigo sangriento sobre los unos y sobre las otras son, si bien se mira, los menos viles, los menos degradados y los menos despreciables. Los primeros idólatras salen apenas de la mano de Dios, cuando dan consigo en la de los tiranos babilónicos. El paganismo antiguo va rodando de abismo en abismo, de sofista en sofista y de tirano en tirano, hasta caer en la mano de Calígula, monstruo horrendo y afrentoso con formas humanas, con ardores insensatos y con apetitos bestiales. El moderno comienza por adorarse a sí propio en una prostituta, para derribarse a los pies de Marat, el tirano cínico y sangriento, y a los de Robespierre, encarnación suprema de la vanidad humana con sus instintos inexorables y feroces. El novísimo va a caer en un abismo más hondo y más oscuro; tal vez se remueve ya en el cieno de las cloacas sociales el que ha de ajustar a su cerviz el yugo de sus impúdicas y feroces insolencias.

Capítulo V

Que nuestro señor Jesucristo no ha triunfado del mundo por la santidad de su doctrina ni por las profecías y milagros, sino a pesar de todas estas cosas

El Padre es amor, y envió al Hijo por amor; el Hijo es amor, y envió al Espíritu Santo por amor; el Espíritu Santo es amor e infunde perpetuamente en la Iglesia su amor. La Iglesia es amor, y abrasará al mundo en amor. Los que esto ignoran o los que esto han olvidado, ignorarán perpetuamente cuál es la causa sobrenatural y secreta de los fenómenos patentes y naturales, cuál es la causa invisible de todo lo visible, cuál es el vínculo que sujeta lo temporal a lo eterno, cuál es el resorte secretísimo de los movimientos del alma; de qué manera obra el Espíritu Santo en el hombre, en la sociedad la Providencia, Dios en la Historia.

Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo con su maravillosa doctrina. Si no hubiera sido otra cosa sino un hombre de doctrina maravillosa, el mundo le hubiera admirado un momento y hubiera puesto en olvido después juntamente a la doctrina y al hombre. Maravillosa y todo como era su doctrina, no fue seguida sino de alguna gente popular, cayó en desprecio de la más granada entre el pueblo judío, y durante la vida del Maestro fue ignorada del género humano.

Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo con sus milagros. De los mismos que le vieron mudar, con sólo su querer, la naturaleza de las cosas, andar sobre las aguas, aquietar los mares, sosegar los vientos, mandar a la vida y a la muerte, unos le llamaron Dios, otros demonio, otros prestidigitador y hechicero.

Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo porque se hubieran cumplido en Él las antiguas profecías. La sinagoga, que era su depositaria, no se convirtió, ni se convirtieron los doctores, que se las sabían de memoria, ni se convirtieron las muchedumbres, que las habían aprendido de los doctores.

Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo con la verdad. La verdad esencial del cristianismo estaba en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, como quiera que fue siempre una, eterna, idéntica a sí misma. Esa verdad que estuvo eternamente en el seno de Dios, fue revelada al hombre, infundida en su espíritu y depositada en la Historia desde que resonó en el mundo la primera palabra divina. Y, sin embargo, el Antiguo Testamento, así en lo que tenía de eterno y de esencial como en lo que tenía de accesorio, de local y de contingente, en sus dogmas como en sus ritos, no salvó nunca las fronteras del pueblo predestinado. Ese mismo pueblo rompió muchas veces en grandes rebeldías, persiguió a sus profetas, escarneció a sus doctores, idolatró a la manera de los pueblos gentiles, hizo pactos nefandos con los espíritus infernales, se entregó en su cuerpo y en su alma a sangrientas y horribles supersticiones: y el día en que la verdad tomó carne, la maldijo, la negó y la crucificó en el Calvario. Y mientras que la verdad, que estaba escondida en los antiguos símbolos, representada en las antiguas figuras, anunciada por los antiguos profetas, testificada con espantables prodigios y con milagros estupendos, fue puesta en una cruz, cuando vino por sí misma para explicar con su presencia el porqué de aquellos milagros estupendos y de aquellos prodigios espantables para abonar todas las palabras proféticas y para enseñar a las gentes lo que estaba representado en los antiguos símbolos y lo que estaba escondido en las antiguas figuras, el error se había extendido libremente por el mundo, cuan ancho es, y había cubierto todos los horizontes con sus sombras; y todo esto con una prodigiosa rapidez, y sin el auxilio de profetas, ni de símbolos, ni de figuras, ni de milagros. ¡Terrible lección memorable documento para los que creen en la fuerza recóndita y expansiva de la verdad y en la radical impotencia del error para hacer por sí solo su camino por el mundo!

Si Nuestro Señor Jesucristo venció al mundo, lo venció a pesar de ser verdad, a pesar de ser el anunciado por los antiguos profetas, el representado en los antiguos símbolos, el contenido en las antiguas figuras; lo venció a pesar de sus prodigiosos milagros y de su doctrina maravillosa, Ninguna otra doctrina que no hubiera sido la evangélica hubiera podido triunfar con ese inmenso aparato de testimonios clarísimos, de pruebas irrefragables y de argumentos invencibles. Si el mahometismo se derramó a manera de un diluvio por el continente africano, por el asiático y por el europeo, consistió esto en que caminó a la ligera y en que llevaba en la punta de su espada todos sus milagros, todos sus argumentos y todos sus testimonios.

El hombre prevaricador y caído no ha sido hecho para la verdad, ni la verdad para el hombre prevaricador y caído. Entre la verdad y la razón humana, después de la prevaricación del hombre, ha puesto Dios una repugnancia inmortal y una repulsión invencible. La verdad tiene en sí los titulos de su soberanía y no pide venia para imponer su yugo, mientras que el hombre, desde que se rebeló contra su Dios, no consiente otra soberanía sino la suya propia, si no le piden antes su consentimiento y su venia. Por eso, cuando la verdad se pone delante de sus ojos, luego al punto comienza por negarla; y negarla es afirmarse a sí propio en calidad de soberano independiente. Si no puede negarla, entra en combate con ella, y combatiéndola combate por su soberanía. Si la vence, la crucifica; si es vencido, huye; huyendo cree huir de su servidumbre, y crucificándola cree crucificar a su tirano.

Por el contrario, entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo; el pecado los ha unido con el vínculo de un indisoluble matrimonio. Lo absurdo triunfa del hombre, cabalmente porque está desnudo de todo derecho anterior y superior a la razón humana. El hombre le acepta, cabalmente porque viene desnudo, porque careciendo de derecho no tiene pretensiones; su voluntad le acepta porque es hijo de su entendimiento, y el entendimiento se complace en él porque es su propio hijo, su propio verbo; porque es testimonio vivo de su potencia creadora: en el acto de su creación el hombre es a manera Dios y se llama Dios a sí propio. Y si es Dios a manera de Dios, Dios, para el hombre todo lo demás es menos, ¿Qué importa que el otro sea el Dios de la verdad, si él es el Dios de lo absurdo? Por lo menos será independiente, a manera de Dios; será soberano, a manera de Dios; adorando a su obra, se adorará a sí propio; magnificándola será magnificador de sí mismo.

Vosotros los que aspiráis a sojuzgar a las gentes, a dominar en las naciones y a ejercer un imperio sobre la raza humana, no os anunciéis como depositarios de verdades clarísimas y evidentes, y sobre todo no declaréis vuestras pruebas, si las tenéis, porque jamás el mundo os reconocerá por señores, antes se rebelará contra el yugo brutal de vuestra evidencia. Anunciad, por el contrario, que poseéis un argumento que echa por tierra una verdad matemática; que vais a demostrar que dos y dos no hacen cuatro, sino cinco; que Dios no existe o que el hombre es Dios; que el mundo ha sido esclavo hasta ahora de vergonzosas supersticiones; que la sabiduría de los siglos no es otra cosa sino pura ignorancia; que toda revelación es una impostura; que todo gobierno es tiranía y toda obediencia servidumbre; que lo hermoso es feo, que lo feo es hermosísimo; que el bien es mal, y el mal es bien; que el diablo es Dios, y que Dios es el diablo; que fuera de este mundo no hay infierno ni paraíso; que el mundo que habitamos es un infierno presente y un paraíso futuro; que la libertad, la igualdad y la fraternidad son dogmas incompatibles con la superstición cristiana; que el robo es un derecho imprescriptible, y que la propiedad es un robo; que no hay orden sino en la anarquía, ni hay anarquía sin orden; y estad ciertos de que, con este solo anuncio, el mundo, maravillado de vuestra sabiduría y fascinado por vuestra ciencia, pondrá a vuestras palabras un oído atento y reverente. Si al buen sentido, de que habéis dado larga muestra anunciando la demostración de todas estas cosas, añadís después el buen sentido de no demostrarlas de ninguna manera, o si, como única demostración de vuestras blasfemias y vuestras afirmaciones, dais vuestras blasfemias y vuestras afirmaciones mismas, entonces el género humano os pondrá sobre los cuernos de la luna, sobre todo si ponéis un cuidado exquisito en llamar la atención de las gentes hacia vuestra buena fe, llevada hasta el punto de presentaros desnudos como estáis, sin haber acudido a las vanas supercherías de vanas razones, de vanos antecedentes históricos y de vanos milagros, dando así un público testimonio de vuestra fe en el triunfo de la verdad por sí sola; y si, por último, revolviendo a todas partes vuestros ojos, preguntáis dónde están y qué se hicieron vuestros enemigos, entonces el mundo, extático, atónito, proclamará a una voz vuestra magnanimidad, y vuestra grandeza, y vuestra victoria, y os apellidará píos, felices triunfadores.

Yo no sé si hay algo debajo del sol más vil y despreciable que el género humano fuera de las vías católicas.

En la escala de su degradación y de su vileza, las muchedumbres engañadas por los sofistas y oprimidas por los tiranos son la más degradadas y las más viles; los sofistas vienen después, y los tiranos que tienden su látigo sangriento sobre los unos y sobre las otras son, si bien se mira, los menos viles, los menos degradados y los menos despreciables. Los primeros idólatras salen apenas de la mano de Dios, cuando dan consigo en la de los tiranos babilónicos. El paganismo antiguo va rodando de abismo en abismo, de sofista en sofista y de tirano en tirano, hasta caer en la mano de Calígula, monstruo horrendo y afrentoso con formas humanas, con ardores insensatos y con apetitos bestiales. El moderno comienza por adorarse a sí propio en una prostituta, para derribarse a los pies de Marat, el tirano cínico y sangriento, y a los de Robespierre, encarnación suprema de la vanidad humana con sus instintos inexorables y feroces. El novísimo va a caer en un abismo más hondo y más oscuro; tal vez se remueve ya en el cieno de las cloacas sociales el que ha de ajustar a su cerviz el yugo de sus impúdicas y feroces insolencias.

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