EL
PROTESTANTISMO COMPARADO
CON
EL CATOLICISMO
Dr.
D. Jaime Balmes 1842
TOMO 5 caps. 60
a 73 final
Resumen de la obra y declaración del autor, sujetándola
al juicio de la Iglesia romana.
DEMOCRACIA.
En los siglos que precedieron al XVI, era tal la situación de Europa, que
no parece fácil que la democracia ocupara un lugar muy distinguido en las
teorías políticas. Ahogada por tantos poderes como encontraba establecidos,
escasa todavía de los medios que andando el tiempo le granjearon ascendiente,
era muy natural que cuantos pensaban en gobierno la divisasen apenas. De hecho
se hallaba muy abatida; y así no fuera extraño que influyendo la realidad
sobre las ideas, éstas representasen al pueblo como una parte abyecta de la
sociedad, indigna de honores y de bienestar, apta únicamente para obedecer,
trabajar y servir.
Sin
embargo, es notable que las ideas tomaban otra dirección; pudiendo asegurarse
que eran mucho más elevadas y generosas que los hechos. Y he aquí una de las
pruebas más convincentes del desarrollo intelectual que había comunicado al
hombre el cristianismo; he aquí uno de los testimonios más irrecusables de
aquel profundo sentimiento de razón y de justicia que había depositado en
el corazón de la sociedad; elementos que no podían ser ahogados por los hechos
más contrarios y más fuertes, porque tenían un apoyo en los mismos dogmas
de la religión, y ésta se hallaba firme a pesar de todos los trastornos, como
después de destruida una máquina queda inmóvil e inalterable un eje robusto.
Leyendo
los escritos de aquella época encontramos establecido como cosa indudable
el derecho que tiene el pueblo a que se le administre justicia, que no se
le atropelle con ninguna clase de vejaciones, que se distribuyan con equidad
las cargas, que no se obligue a nadie sino a hacer aquello que sea conforme
a razón, y conducente al bien de la sociedad; es decir, que vemos reconocidos
y asentados todos aquellos principios sobre los cuales debían fundarse las
leyes y las costumbres que habían de producir la libertad civil.
559 Y
es esto tanta verdad, que a medida que fueron consintiéndolo las circunstancias,
se desarrollaron esos principios con la mayor extensión y rapidez, se hicieron
de ellos amplias y multiplicadas aplicaciones, y la libertad civil quedó tan
arraigada entre los pueblos de la Europa moderna, que no ha desaparecido jamás,
y se la ha visto conservarse así baje las formas del gobierno mixto como del
absoluto.
En
confirmación de que las ideas favorables al pueblo eran hijas del cristianismo,
alegaré una razón que me parece decisiva. La filosofía que a la sazón dominaba
en las escuelas era la de Aristóteles. Su autoridad era de mucho peso; se
le llamaba por antonomasia el, filósofo; un buen comentario de sus obras parecía
el más elevado punto a que en estas materias se podía llegar. Sin embargo,
es bien notable que en lo tocante a las relaciones sociales no eran adoptadas
las doctrinas del publicista de Estagira; y que los escritores cristianos
contemplaban a la humanidad con mirada más alta y generosa.
Aquella
degradante enseñanza sobre hombres nacidos para servir, destinados a este
fin por la naturaleza misma anteriormente a toda legislación, aquellas horribles
doctrinas sobre el infanticidio, aquellas teorías que de un golpe inhabilitaban
para el título de ciudadano a todos los que ejercían oficios mecánicos, en
una palabra, aquellos monstruosos sistemas que los antiguos filósofos aprendían
sin pensarlo de la sociedad que los rodeaba, todo esto lo desecharon los filósofos
cristianos.
El
hombre que acababa de leer la Política de Aristóteles tomaba en manos la Biblia
o las obras de un santo Padre; la autoridad de Aristóteles era grande, pero
lo era mucho más la de la Iglesia; preciso era pues o interpretar piadosamente
las palabras del escritor gentil, o abandonarle; en uno y otro paso se salvaban
los derechos de la humanidad, y esto se debía al predominio de la fe católica.
Una
de las causas que más impiden el desarrollo del elemento popular haciendo
que el mayor número de los habitantes de un país no salga nunca de un estado
de abyección y, servidumbre, es el régimen de las castas; pues que vinculándose
en ellas los honores, riquezas y mando, y trasmitiéndose de padres a hijos
estos privilegios, se levanta una barrera que separa a unos hombres de otros,
y acaba por hacer considerar a los más fuertes cual si pertenecieran a especie
más elevada.
La
Iglesia se ha opuesto siempre a que se introdujese tan dañoso sistema; los
que han aplicado al clero el nombre de casta, han dado a entender que no sabían
lo que significaba. En esta parte M. Guizot ha hecho cumplida justicia a la
causa de la verdad. He aquí cómo se expresa en la lección V de su Historia
general sobre la civilización europea.
560 "Cuando
se trata de la creación y transmisión del poder eclesiástico, se usa comúnmente
una palabra que tengo necesidad de separar de este lugar: tal es la palabra
casta. Suele decirse que el cuerpo de magistrados
eclesiásticos forma una casta. Tal expresión está llena de error, pues que
la idea de casta envuelve la de sucesión y herencia, y la sucesión y herencia
no se encuentran en la Iglesia.
Consultad,
si no, la historia; examinad los países en los que ha dominado el régimen
de las castas: fijaos, si os place, en la India, en Egipto; y siempre veréis
la casta esencialmente hereditaria, y siempre veréis que se trasmite de padres
a hijos el mismo Estado, el mismo poder. Donde no reina el principio de sucesión,
tampoco reina el principio de casta. Es claro, pues, que impropiamente se
llama una casta a la Iglesia, puesto que el celibato de los clérigos ha impedido
que el clero cristiano llegase a ser tal.
"Se manifiestan ya por sí mismas las consecuencias
de esta diferencia; siempre que hay casta, hay herencia; siempre que hay herencia
hay privilegio. Ideas son éstas unidas, dependientes las unas de las otras.
Cuando las mismas funciones, los mismos poderes se comunican de padres a hijos,
está visto que el privilegio pertenece exclusivamente a la familia; y esto
es lo que efectivamente aconteció en todas las partes en que el gobierno religioso
se radicó en una casta.
Todo lo contrario ha sucedido en la Iglesia
cristiana; ella constantemente ha conservado y defendido el principio de la
igual admisión de los hombres a todos los cargos, a todas las dignidades,
cualquiera que fuese su origen, cualquiera que su procedencia fuese. La carrera
eclesiástica, especialmente desde el siglo V al XII, estaba abierta a todos
los hombres sin distinción alguna; no hacía la Iglesia diferencia de clases;
brindaba a que aceptasen sus destinos y honores tanto a los que se hallaban
en la cumbre de la sociedad, como a los que estaban colocados en su fondo;
y muchas veces se dirigía más a éstos que a aquéllos.
A la sazón todo lo dominaba el privilegio, excesivamente
desigual era la condición de los hombres; sólo la Iglesia llevaba inscripta
en sus banderas la palabra igualdad; ella sola proclamaba el libre y general
concurso; ella sola llamaba a todas las superioridades legítimas, para que
tomasen posesión del poder. Esta es la consecuencia más fecunda que ha producido
la constitución de la Iglesia considerada como cuerpo."
Este
magnífico pasaje del publicista francés vindica cumplidamente a la Iglesia
católica del cargo de exclusivismo con que se ha pretendido afearla; y me
ofrece oportunidad de hacer algunas reflexiones sobre la benéfica influencia
del Catolicismo en el desarrollo de la civilización, con respecto a las clases
populares.
561 Sabido
es cuánto han declamado contra el celibato religioso los afectados defensores
de la humanidad; pero es bien extraño que no hayan visto cuán exacta es la
observación de M. Guizot de que el celibato
ha impedido que el clero cristiano llegase a ser una casta.
En efecto, veamos lo que hubiera sucedido en el caso contrario. En los tiempos
a que nos referimos era ilimitado el ascendiente del poder religioso, y muy
cuantiosos los bienes de la Iglesia; es decir, que ésta poseía todo cuanto
se necesita para que una casta pueda afianzar su preponderancia y estabilidad.
¿Qué le faltaba, pues? La sucesión hereditaria, nada más; y esta sucesión
se habría establecido con el matrimonio de los eclesiásticos.
Lo
que acabo de afirmar no es una vana conjetura, es un hecho positivo que puedo
evidenciar con la historia en la mano. La legislación eclesiástica nos presenta
notables disposiciones por las cuales se echa de ver que fué necesario todo
el vigor de la autoridad pontificia para impedir que no se introdujese la
indicada sucesión. La misma fuerza de las cosas tendía visiblemente a este
objeto; y si la Iglesia se libró de semejante calamidad,
fué por el verdadero horror que siempre tuvo a tan funesta costumbre.
Léase el titulo
XVII del libro I de las Decretales de Gregorio IX,
y por las disposiciones pontificias en él contenidas se convencerá cualquiera
de que el mal ofrecía síntomas alarmantes. Las palabras empleadas por el Papa,
son las más severas que encontrarse pueden: "ad
enormitatem istam eradicandam", "observato
Apostolici rescripti decreto quod successionem in Ecclesia Dei hereditariam
detestatur." = "Ad
extirpandas successiones a sanctis Dei Ecclessis studio totius sollicitudinis
debemus intendere." = "Quia igitur in Ecclesia successiones, et in praelaturis et
dignitatibus Ecclesiasticis statutis canonicis dammantur";
éstas y otras expresiones semejantes manifiestan bien claro que el peligro
era ya de alguna gravedad, y justifican la prudencia de la Santa Sede en reservarse
exclusivamente el derecho de dispensar en este punto.
Sin
la continua vigilancia de la autoridad pontificia el abuso hubiera cundido
cada día más, ya que a él impulsaban los más poderosos sentimientos de la
naturaleza. Habían transcurrido cuatro siglos desde que se dieron las disposiciones
a que acabo de aludir, cuando vemos que todavía en 1533, el Papa Clemente
VII se ve precisado a restringir un canon de Alejandro III, para obviar graves
escándalos de que se lamenta sentidamente el piadoso pontífice.
562 Ahora,
suponed que la Iglesia no se hubiese opuesto con todas sus fuerzas a semejante
abuso, y que la costumbre se hubiese generalizado; si además recordáis que
en aquellos siglos reinaba la más crasa ignorancia, que los privilegiados
lo eran todo y el pueblo tenía apenas existencia civil, ved si no hubiera
resultado una casta eclesiástica al lado de la casta noble, y si unidas ambas
con vínculos de familia y de interés común, no se habría opuesto un invencible
obstáculo al ulterior desarrollo de la clase popular, sumiéndose la sociedad
europea en el mismo envilecimiento en que yacen las asiáticas.
Este
bello fruto nos habría traído el matrimonio de los eclesiásticos, si la llamada
Reforma se hubiese realizado algunos siglos antes. Viniendo a principios del
XVI encontró ya formada en gran parte la civilización europea; tenía que habérselas
con un adulto a quien no era fácil hacerle olvidar sus ideas ni cambiar sus
costumbres. Lo que ha sucedido nos indicará lo que habría podido suceder.
En
Inglaterra se formó estrecha alianza entre la aristocracia seglar y el clero
protestante; y ¡cosa notable! allí se ha visto, y se está viendo todavía,
algo de semejante a castas, bien que con las modificaciones que no puede menos
de traer consigo el gran desarrollo de cierto género de civilización y libertad
a que ha llegado Gran Bretaña.
Si
en los siglos medios el clero se hubiese constituido clase exclusiva, afianzando
su perpetuidad en la sucesión hereditaria, era natural que se estableciese
la alianza aristocrática que acabo de citar; y entonces, ¿quién la quebrantará?
Los enemigos de la Iglesia explican toda su disciplina y hasta algunos de
sus dogmas, suponiéndole segundas intenciones, y así consideran también la
ley del celibato como el fruto de interesados designios. Y sin embargo era
fácil advertir, que si la Iglesia no hubiera tenido sino miras mundanas, bien
podía proponerse por modelo a los sacerdotes de las demás religiones, los
cuales han formado una clase separada, preponderante, exclusiva, sin que hayan
contrapuesto la severidad del deber a los halagos de la naturaleza.
Se
objetará que Europa no es Asia: es cierto; pero tampoco la Europa de ahora
ni la del siglo XVI no es la Europa de los siglos medios, cuando nadie sabía
escribir ni leer sino los eclesiásticos, cuando la única luz que existía estaba
en manos del clero, cuando si él hubiese querido dejar a oscuras el mundo,
bastábale apagar la antorcha con que lo alumbraba.
Es
cierto también que el celibato le ha dado al clero una fuerza moral, y un
ascendiente sobre los ánimos, que por otros medios no alcanzara; pero esto
sólo prueba que la Iglesia ha preferido el poder moral al físico, que el espíritu
de sus instituciones es de obrar influyendo directamente sobre el entendimiento
y el corazón.
563 ¿Y
acaso no es altamente digno de alabanza que para dirigir a la humanidad se
empleen, en cuanto posible sea, los medios morales? ¿Por ventura no es preferible
que el clero católico haya hecho con instituciones severas para sí, lo que
en parte pudiera hacer adoptando sistemas lisonjeros a sus pasiones, y envilecedores
(le los demás? Bien resplandece aquí la obra de aquel que estará con su Iglesia
hasta la consumación de, los siglos.
Sea
lo que fuere del peso de las reflexiones que preceden, no se me podrá negar
que donde no ha existido el cristianismo, allí el pueblo ha sido la víctima
de unos pocos que sólo le han retribuido sus fatigas con ultraje y desprecio.
Consúltese la historia, atiéndase a la experiencia, el hecho es general, constante,
sin que ni siquiera formen excepción las antiguas repúblicas que tanto blasonaron
de su libertad. Debajo de formas libres había la esclavitud, propiamente dicha,
para el mayor número, cubierta con bellas apariencias para esa muchedumbre
turbulenta, que servía a los caprichos de un tribuno, y que quería ejercer
sus altos derechos cuando condenaba al ostracismo o a la muerte a ciudadanos
virtuosos.
Entre
los cristianos, a veces las apariencias no eran de libertad; pero el fondo
de las cosas le era siempre favorable; si por libertad hemos de entender el
dominio de leyes justas, dirigidas al bienestar de la multitud, fundadas sobre
la consideración y profundo respeto que son debidos a los derechos de la humanidad.
Observad
todas las grandes fases de la civilización europea, en los tiempos en que
dominaba exclusivamente el Catolicismo; con sus variadas formas, con sus distintos
orígenes, con sus diversas tendencias, todas se encaminan a favorecer la causa
del mayor número; lo que a este fin se dirige, dura; lo que le contraría,
perece. ¿Cómo es que no ha sucedido así en los demás países? Si evidentes
razones, si hechos palpables no manifestaran la saludable influencia de la
religión de Jesucristo, bastar debiera coincidencia tan notable para sugerir
graves reflexiones a cuantos meditan sobre el curso v carácter de los acontecimientos
que cambian o modifican la suerte del humano linaje.
Los
que nos han presentado el Catolicismo como enemigo del pueblo, debieran indicarnos
alguna doctrina de la Iglesia en que se sancionasen los abusos que dañaban
o las injusticias que le oprimían; debieran decirnos si a principios del siglo
XVI, cuando Europa se hallaba bajo la exclusiva influencia de la religión
católica, no era ya el pueblo todo lo que podía ser, atendido el curso ordinario
de las cosas.
564 Por
cierto que ni poseía las riquezas que después ha adquirido ni se habían extendido
los conocimientos tanto como se ha verificado en tiempos más modernos; pero
semejantes progresos ¿se deben por ventura al Protestantismo? ¿Acaso el siglo
XVI no se inauguraba bajo mejores auspicios que el XV, así como éste se había
aventajado al XIV? Esto prueba que la Europa, colocada bajo la égida del Catolicismo,
andaba siguiendo una marcha progresiva, que la causa del mayor número no recibía
perjuicio de la influencia católica; y que si después se han hecho grandes
mejoras, no han sido éstas el fruto de la llamada Reforma.
Lo
que ha dado más vuelo a la democracia moderna, disminuyendo la preponderancia
de las clases aristocráticas, ha sido el desarrollo de la industria y comercio.
Yo examino lo que sucedía en Europa antes de la aparición del Protestantismo,
y veo que lejos de que embargaran semejante movimiento las doctrinas e instituciones
católicas, debían de favorecerlo; pues que a su sombra y bajo su protección
se desenvolvían los intereses industriales y mercantiles de una manera sorprendente.
Nadie
ignora el asombroso desarrollo que habían tenido en España; y sería un error
el creer que tal progreso fué debido a los moros. Cataluña sujeta a la sola
influencia católica, se nos muestra tan activa, tan próspera, tan inteligente
en industria y comercio, que parecería increíble su adelanto si no constara
en documentos irrecusables. Al leer las Memorias históricas sobre la marina,
comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona, de nuestro insigne Campmany,
parece que uno se engríe de pertenecer a esa nación catalana, cuyos antepasados
se lanzaban tan briosamente a todo linaje de empresa, no consintiendo que
otras los aventajasen en la carrera de la civilización y cultura.
Mientras
en el mediodía de Europa se verificaba este hermoso fenómeno, se había levantado
en cl Norte la asociación de las ciudades anseáticas, cuyo primer origen se
pierde en la oscuridad de los siglos medios; y que con el tiempo llegó a ser
poderosa hasta el punto de medir sus fuerzas con los monarcas. Sus riquísimas
factorías establecidas en muchos puntos de Europa, y favorecidas con ventajosos
privilegios, la elevaron al rango de una verdadera potencia. No contenta con
el poderío que disfrutaba en su país, y además en Suecia, Noruega y Dinamarca,
lo extendía hasta la Inglaterra y la Rusia; Londres y Novgorod admiraban los
brillantes establecimientos de aquellos comerciantes, que orgullosos de sus
riquezas se hacían otorgar exorbitantes privilegios, que tenían sus magistrados
particulares, y constituían un Estado independiente en el centro de los países
extranjeros.
Es
bien notable que la asociación anseática había tomado por modelo las comunidades
religiosas, en lo tocante al sistema de vida de los empleados de sus factorías.
Comían en común, tenían dormitorios comunes, y a ningún habitante de ellas
le era permitido casarse. Si contravenía a esta ley, perdía los derechos de
socio anseático y de ciudadano.
En
Francia se organizaron también las clases industriales, de suerte que pudiesen
resistir mejor a los elementos de disolución que entrañaban; y cabalmente
este cambio, tan fecundo en resultados, es debido a un rey a quien la Iglesia
católica venera sobre los altares. El Establecimiento de los oficios de París
contribuyó poderosamente a dar vuelo a la industria, haciéndola más inteligente
y moral; y sean cuales fueren los abusos que después se introdujeron sobre
el particular, no puede negarse que San Luís satisfizo una gran necesidad,
haciéndolo del mejor modo posible, atendido el atraso de aquellos tiempos.
¿Y
qué diremos de la Italia, de esa Italia que contaba en su seno las pujantes
repúblicas de Venecia, Florencia, Génova
y Pisa?
Parece increíble el vuelo que en aquella península
habían tomado la industria y comercio, y el consiguiente desarrollo del elemento
democrático. Si la influencia del Catolicismo fuese de suyo tan apocadora,
si el aliente de la corte romana fuese mortal para el progreso de los pueblos,
¿no es verdad que debían hacerse sentir con más daño allí donde podían obrar
más de cerca? ¿Cómo es que mientras buena parte de Europa gemía bajo la opresión
del feudalismo, la clase media, la que no tenía más títulos de nobleza que
el fruto de su inteligencia y trabajo, se mostrase en Italia tan poderosa,
tan lozana y floreciente? No pretendo que este desarrollo se debiese a los
papas; pero al menos será preciso convenir en que los papas no lo embarazaban.
Y
ya que vemos un fenómeno semejante en España, particularmente en la Corona
de Aragón donde era grande la influencia pontificia, ya que lo mismo se verifica
en el norte de Europa donde habitaban pueblos civilizados por solo el Catolicismo,
ya que lo propio se realizaba con más o menos rapidez en todos los países
sometidos exclusivamente a las creencias y autoridad de la Iglesia, lícito
será deducir que el Catolicismo nada entraña que contraríe el movimiento de
la civilización, y que no se opone a un justo y legítimo desarrollo del elemento
popular.
No alcanzo
ver con qué ojos han estudiado la historia los que han querido otorgar al
Protestantismo el bello título de favorable a los intereses de la multitud.-
566 Su origen fué esencialmente aristocrático, y en los países donde ha logrado arraigarse
ha establecido la aristocracia sobre cimientos tan profundos, que no han bastado
a derribarla las revoluciones de tres siglos. Véase en prueba de esta verdad
lo sucedido en Alemania, en Inglaterra, y en todo el norte de Europa.
Se
ha dicho que el calvinismo era más favorable al elemento democrático, y que
si hubiese prevalecido en Francia habría sustituido a la monarquía un conjunto
de repúblicas confederadas. Sea lo que fuere de tal conjetura sobre un cambio,
que por cierto no era muy favorable al porvenir de aquella nación, siempre
resulta que no se habría podido ensayar otro sistema que el aristocrático;
dado que no permitían otra cosa las circunstancias de la época, ni consintieran
diferente organización los magnates que se hallaban a la cabeza de las innovaciones
religiosas.
Si
el Protestantismo hubiese triunfado en Francia, quizás los pobres paisanos trataran de
imitar a los de Alemania
reclamando una parte en el pingüe botín; pero de seguro que la proverbial
dureza de Calvino no les fuera menos funesta que lo fué a los alemanes el
atolondramiento de Lutero. Es probable que aquellos miserables aldeanos, que,
según relación de escritores contemporáneos, no comían más que negro pan de
centeno, jamás probaban la carne, dormían sobre un montón de paja y no usaban
otra almohada que un trozo de madera, al levantarse para reclamar en provecho
propio las consecuencias de las nuevas doctrinas habrían sufrido la misma
suerte que sus hermanos de Alemania, los cuales no fueron castigados sino
exterminados.
En
Inglaterra
la repentina desaparición ele los conventos produjo el pauperismo; pues que
pasando los bienes a manos seglares, quedaron sin medios de subsistencia,
así los religiosos arrojados de sus moradas como los indigentes que antes
vivían de la limosna de aquellos piadosos establecimientos.
Y
nótese bien que el daño no fue pasajero: ha continuado hasta nuestros días,
y es aún el mayor de los que afligen a la Gran Bretaña. No ignoro lo que se ha dicho sobre el fomento
de la holgazanería por medio de las limosnas; pero lo cierto es que la Inglaterra
con sus leyes sobre los pobres, con su caridad mandada, los presenta en muchos
mayores números que los países católicos. Difícilmente se me hará creer que
sea buen medio para desenvolver el elemento popular el dejar al pueblo sin
pan.
Algo
había en el Protestantismo que no lisonjearla a los demócratas de la época,
cuando vemos que no pudo encontrar acogida en España ni en Italia, que eran
a la sazón los dos países donde el pueblo disfrutaba más bienestar, más derechos.
567 Y
esto es tanto más reparable cuanto vernos que las innovaciones prendieron
fácilmente allí donde preponderaba la aristocracia feudal. Se me hablará de
las Provincias Unidas; pero esto sólo prueba que el Protestantismo, codicioso de sostenedores,
se aliaba gustoso con todos los descontentos. Si Felipe II hubiese
sido un celoso protestante, las Provincias Unidas habrían quizás alegado que
no querían continuar sometidas a un príncipe hereje.
Largos
siglos estuvieron aquellos países bajo la exclusiva influencia del Catolicismo,
y sin embargo prosperaron, y el elemento popular se desenvolvía en ellos sin
encontrar que la religión le sirviese de obstáculo. ¿Cabalmente a principios
del siglo XVI descubrieron que no podían medrar sin abjurar la fe de sus mayores?
Observad
la situación geográfica de las Provincias Unidas, vedlas rodeadas de reformados
que les ofrecían auxilio, y entonces encontraréis en el orden político las
causas que buscáis en vano en imaginarias afinidades del sistema protestante
con los intereses del pueblo.
[i]
VER
NOTA 34.
EL
ENTUSIASMO por ciertas instituciones políticas que tanto había cundido en
Europa en los últimos tiempos, se ha ido enfriando poco a poco; pues que la
experiencia ha enseñado que una organización política que no esté acorde con
la social, no sirve de nada para el bien de la nación, antes al contrario
derrama sobre ella un diluvio de anales.
Se
ha comprendido también, y no ha dejado de costar trabajo comprender una cosa
tan sencilla, que las formas políticas sólo deben mirarse como un instrumento
para mejorar la suerte de los pueblos; y que la libertad política, si algo
había de significar de razonable, no podía ser sino un medio para adquirir
la civil.
Estas
ideas son ya comunes entre todos los hombres que saben; el fanatismo por estas
o aquellas foráneas políticas, sin relación a los resultados civiles, se deja
ya solamente como propio de ilusos, o como recurso muy desacreditado del que
echan mano afectadamente aquellos ambiciosos, que careciendo de mérito sólido
no tienen otro camino de medrar sino las revueltas y trastornos.
568 Sin
embargo, no puede negarse que miradas las formas políticas como un instrumento,
han adquirido consideración y arraigo en algunos países las que se llaman
de gobierno mixto, templado, constitucional, representativo, o como se quiera;
y por esta causa llevará mala recomendación en muchas partes todo principio
al cual se le suponga enemigo natural de las formas representativas, y amigo
únicamente de las absolutas.
La
libertad civil se ha hecho una necesidad para los pueblos europeos; y como
en algunas naciones se ha vinculado de tal manera la idea de ésta con la de
libertad política, que es difícil hacer entender que la civil también puede
encontrarse bajo una monarquía absoluta, es menester analizar cuáles son en
esta materia las tendencias de la religión católica y de la protestante, tendencias
que procuraré descubrir examinando con imparcialidad los hechos históricos.
“Nunca
tal vez ha sido más raro, dice muy bien M. Guizot, el conocimiento de los
resortes naturales del inundo y de los caminos secretos de la Providencia.
Donde no vemos asambleas, elecciones, urnas y votos, suponemos ya el poder
absoluto, y a la libertad sin garantías.” (Discurso
sobre la Democracia).
De
propósito me he servido de la palabra tendencias, porque es bien claro que
el Catolicismo no tiene sobre este punto ningún dogma; nada determina sobre
las ventajas de esta o aquella forma de gobierno; el romano pontífice reconoce
como a su hijo al católico que se sienta en los escaños de una asamblea americana,
como al vasallo que recibe sumiso las Ordenes de un poderoso monarca.
Es
demasiada la sabiduría que distingue a la religión católica, para que pudiera
descender a semejante arena. Arrancando del mismo cielo se extiende corno
la luz del sol sobre todas las cosas; a todas las ilumina y fecundiza, pero
ella no se oscurece ni empaña. Su destino es encaminar al hombre al cielo,
proporcionándole como de paso grandes bienes y consuelos en la tierra; muéstrale
de continuo las verdades eternas, dale saludables consejos en todos los negocios;
pero en descendiendo a ciertas particularidades, no le obliga, no le estrecha.
Le
recuerda las santas máximas de su moral, le advierte que no se desvíe de ellas,
y como que le dice a manera de tierna madre a su hijo: "con tal que no te apartes de lo que te he enseñado,
obra como mas conveniente te parezca."
569 Pero,
es verdad que el Catolicismo entrañe al menos cierta tendencia a estrechar
la libertad? ¿Qué es lo que ha producido en Europa el Protestantismo con respecto
a formas políticas? ¿En qué ha enmendado o mejorado la obra del Catolicismo?
En
los siglos anteriores al XVI se había complicado de tal suerte la organización
de la sociedad europea, tal era el desarrollo de todas las facultades intelectuales,
tal era la lucha de intereses muy poderosos, y tal por fin la extensión de
las naciones que con la aglomeración de las provincias se andaban formando,
que era de todo punto indispensable para el sosiego y prosperidad de los pueblos,
un poder central, fuerte, robusto, muy elevado sobre todas las pretensiones
de los individuos y de las clases.
No
de otra manera era concebible que pudiera la Europa esperar días de calma;
pues que donde hay muchos elementos, muy varios, muy opuestos, y todos muy
poderosos, es necesaria una acción reguladora, que previniendo los choques,
templando el demasiado calor y moderando la viveza del movimiento, evite la
guerra continua, y lo que a ella sería consiguiente, la destrucción y el caos.
Esta
fué la causa por que tan luego como principió a ser posible, se vió una irresistible
tendencia hacia la monarquía; y cuando la misma tendencia se hizo sentir en
todos los países de Europa, hasta en aquellos que tenían instituciones republicanas,
señal es que existían para ello causas muy profundas.
En
la actualidad ningún publicista de nota duda ya de estas verdades; pues cabalmente
de medio siglo a esta parte se han verificado sucesos muy a propósito para
manifestar que la monarquía en Europa era algo más que usurpación y tiranía;
hasta los países en que se han arraigado mucho las ideas democráticas, han
tenido que modificarlas, y quizás falsearlas lo necesario para poder conservar
el trono, al que miran como la mas segura garantía de los grandes intereses
de la sociedad.
Achaque
es de todas las cosas humanas que, por más buenas y saludables que sean, traigan
siempre consigo su correspondiente sequito de inconvenientes y males; y ya
se ve que de esta regla general no podía ser una excepción la monarquía, es
decir, que la grande extensión y fuerza del poder había de acarrear abusos
y excesos. No son los pueblos europeos de índole tan sufrida y genio tan templado,
que puedan sobrellevar en calma ningún linaje de desmanes.
Tan
profundo es el sentimiento que tiene el europeo de su dignidad, que para él
es incomprensible ese quietismo de los pueblos orientales, que vegetan en
medio del envilecimiento, que obedecen con abatida frente al déspota que los
oprime y desprecia.
Así
es que si bien se ha conocido y sentido en Europa la necesidad de un poder
muy robusto, se ha tratado empero siempre de tomar aquellas medidas que pudieran
reprimir y precaver sus abusos.
570 Nada
tan a propósito para hacer resaltar el grandor y dignidad de los pueblos de
Europa, como el compararlos en esta parte con los de Asia; allí no se conoce
otro medio de sustraerse de la opresión que degollar al soberano. Está humeando todavía
la sangre del uno, y ya se sienta en el trono algún otro, cuya planta pisa
con orgulloso desdén la cerviz de aquellos hombres tan crueles como degradados.
En
Europa no; en Europa se apela ahora y se ha apelado siempre a los medios propios
de la inteligencia; al planteo de instituciones, que de un modo estable y
duradero pongan a cubierto a los pueblos de vejaciones y demasías. No es esto
decir que tales esfuerzos no hayan costado torrentes de sangre, ni que se
haya seguido el camino más conducente; pero sí que el espíritu de la Europa
en este punto, es el mismo que la ha guiado en todas materias, el de sustituir
el derecho al hecho.
El
problema no es de hoy, existe desde la cuna de las sociedades europeas; lejos
de que su conocimiento date de estos últimos tiempos, ya muy anteriormente
se habían hecho grandes esfuerzos para resolverle. He aquí cómo expone sus
ideas sobre las causas de que exista este difícil problema el conde de Maistre.
"Aunque
la soberanía no tenga mayor ni más general interés que el de ser justa, y
aunque los casos en que puede caer en la tentación de no serlo, sean sin comparación
menos que los otros, sin embargo ocurren por desgracia muchas veces; y el
carácter personal de ciertos soberanos puede aumentar estos inconvenientes,
hasta el punto de que para hacerlos soportables, casi no hay otro medio que
el de compararlos con los que indudablemente resultarían si no existiese el
soberano.
"Era, pues, imposible
que los hombres no hiciesen de tiempo en tiempo algunos esfuerzos para ponerse
a cubierto de los excesos de esta enorme prerrogativa; mas sobre este punto
se ha dividido el mundo en dos sistemas enteramente diversos uno de otro.
"La atrevida raza
de Jafet no ha cesado de gravitar, si es permitido decirlo así, hacia lo que
indiscretamente se llama la libertad, es decir, hacia aquel estado en que
el que gobierna es lo menos gobernador posible, y el pueblo tan poco gobernado
como puede ser. El europeo siempre prevenido contra sus dueños, ya los ha
destronado, ya les ha impuesto leyes; lo ha tentado todo, y apurado todas
las formas imaginables de gobierno para emanciparse de dueños, o para cercenarles
el poder.
571 "La inmensa posteridad
de Sezn y de Canz ha tomado otro rumbo diferente; y, desde los tiempos primitivos
hasta nuestros días, ha dicho siempre a un hombre solo: "Haced
de nosotros todo lo que queráis; y cuando nos hallemos ya cansados de sufriros,
os degollaremos."
Por lo demás, nunca
han podido ni querido saber qué viene a ser una república; ni tratado ni entendido
nada de equilibrio de poderes, ni de esos privilegios o leyes fundamentales,
de que nosotros tanto nos jactamos.
Entre ellos el hombre
más rico y más señor de sus acciones, el poseedor de una inmensa fortuna mobiliaria,
absolutamente libre de transportarla donde quisiese, y seguro por otra parte
de una entera protección en el suelo europeo, aunque vea venir hacia sí el
cordón o el puñal, los prefiere no obstante a la desdicha de morir de tedio
en medio de nosotros.
"Sin duda que
nadie aconsejará a la Europa este derecho público, tan conciso y tan claro
del Asia y del África; mas supuesto que el poder es entre nosotros siempre
temido, discutido, atacado o trasladado, pues que nada hay más insoportable
a nuestro orgullo que el gobierno despótico, el mayor problema europeo se reduce a saber, cómo se puede
limitar el poder del soberano sin destruirlo." (Del Papa,
lib. 2, cap. 2.)
Este
espíritu de libertad política, este deseo de limitar el poder por medio de
instituciones, no data, pues, de la época de los filósofos franceses; antes
de ellos, y aún mucho antes de la aparición del Protestantismo, circulaba
ya por las venas de los pueblos de Europa: la historia nos ha conservado de
esta verdad monumentos irrefragables.
¿Cuáles
fueron las instituciones juzgadas a propósito para llenar este objeto. Ciertas
asambleas, donde pudiese resonar el eco de los intereses y de las opiniones
de la nación; asambleas que formadas de esta o de aquella manera, y reunidas
a tiempos alrededor del trono, pudieran elevarle sus quejas y reclamaciones.
Como
no era posible que estas asambleas gobernasen, lo que hubiera sido destruir
la monarquía, era menester que se les asegurase de un modo u otro la influencia
en los negocios del Estado; y, yo no veo que hasta ahora se haya ideado algo
más a propósito que el derecho de intervenir en la formación de las leves,
garantido por otro derecho que puede llamarse el arma de la representación
nacional: la votación de los impuestos.
¡Mucho
se ha escrito sobre constituciones y gobiernos representativos, pero lo esencial
está aquí; las modificaciones pueden ser muchas, muy varias, pero al fin todo
viene a parar a un trono, centro de poder y de acción, rodeado de asambleas
que deliberan sobre las leyes y los impuestos.
572
Mirada la libertad política desde este punto
de vista, ¿debe acaso su origen a las ideas protestantes? ¿Tiene nada que
agradecerles? ¿Tiene algo que echar en cara al Catolicismo?
Yo
abro los escritos de los autores católicos anteriores al Protestantismo, para
ver qué es lo que pensaban sobre esta materia; y encuentro que veían claramente
el problema que había por resolver; yo escudriño si puedo encontrar en ellos
nada que contrariase el movimiento del mundo, nada que se oponga a la dignidad
ni que menoscabe los derechos del hombre, nada que tenga afinidad con el despotismo,
con la tiranía; y los encuentro llenos de interés por la ilustración y progreso
de la humanidad, rebosando de sentimientos nobles y generosos, llenos de celo
por la felicidad del mayor número, y noto que levanta la indignación su pecho
al solo mentar el nombre de tiranía y despotismo.
Abro
los fastos de la historia, examino las ideas y costumbres de los pueblos,
las instituciones dominantes; y veo por todas partes fueros, privilegios,
libertades, cortes, estados generales, municipalidades, jurados.
Lo
veo con cierta informe confusión, pero lo veo; y no extraño que no se presente
con regularidad, porque es un nuevo mundo, que acaba de salir del caos. Pregunto
si el monarca tiene facultad de formar leyes por sí solo; y en esto, como
es natural, encuentro variedad, incertidumbre, confusión; pero observo que
las asambleas que representan las varias clases de la nación toman parte en
la formación de esas leyes; pregunto si tienen intervención en los grandes
negocios del Estado, y encuentro consignado en los códigos que se las debe
consultar en los asuntos de más gravedad e importancia, y hallo que muy a
menudo lo verifican así los monarcas; pregunto si esas asambleas tienen algunas
garantías de su existencia e influjo, y los códigos me muestran textos terminantes,
y cien y cien hechos vienen a recordarme el arraigo de estas instituciones
en los hábitos y costumbres de los pueblos.
¿Y
qué religión era entonces la dominante? El Catolicismo ¿Eran muy apegados a la religión
los pueblos? Tanto, que el espíritu religioso lo señoreaba todo. ¿Tenía el
clero mucha influencia? Muy grande. ¿Cuál era el poder de los papas? Inmenso.
¿Dónde están las
gestiones del clero para acrecentar las facultades de los reyes a expensas
de los pueblos? ¿Dónde los decretos pontificios contra estas o aquellas formas?
¿Dónde las medidas y las trazas de los papas para menoscabar ningún derecho
legítimo?
473
Entonces me digo con indignación: si bajo la
influencia del Catolicismo salía del caos la Europa, si la civilización marchaba
con rápido y acertado paso, si el gran problema de las formas políticas ocupaba
ya a los sabios, si las cuestiones sobre las costumbres y las leyes empezaban
a resolverse en sentido favorable a la libertad; si mientras era muy grande
aún temporalmente la influencia del clero, si mientras era colosal en todos
sentidos el poderío de los papas, se verificaba todo esto; si cuando hubiera
bastado una palabra del pontífice contra una forma popular para herirla de
muerte, las libres se desenvolvían rápidamente; ¿dónde está la tendencia de
la religión católica a esclavizar a los pueblos?
¿Dónde
esa impía alianza de los reyes y de los papas para oprimir y vejar, para entronizar
el feroz despotismo, y gozarse a su sombra con los infortunios y las lágrimas
de la humanidad?
Cuando
los papas tenían desavenencias con algunos reinos ¿eran por lo común con los príncipes, o con los pueblos?
Cuando había que decidirse contra la tiranía,
o contra la opresión de alguna clase, ¿quién había que levantase voz más alta
y robusta que el pontífice romano? ¿No son los papas quienes, como confiesa
Voltaire, "han contenido
a los soberanos, protegido a los pueblos, terminando querellas temporales
con una sabia intervención, advertido a los reyes y a los pueblos de sus deberes,
y lanzado anatemas contra los grandes atentados que no habían podido prevenir?"
(Citado por de Alaistre, del Papa, lib. 2, cap. 3.)
¿No
es bien notable que la bula In Cana Domini, esa bula que tanto ruido metió,
contenga en su art. 5 una excomunión contra "los que estableciesen en sus tierras nuevos impuestos o aumentasen los
antiguos, fuera de los casos señalados por el derecho?"
El
espíritu de deliberación, tan común hasta en aquellas épocas en que formaba
singular contraste con la inclinación a medios violentos, provenía en buena
parte del ejemplo que por tantos siglos había estado dando la Iglesia católica.
En
efecto: no cabe encontrar sociedad, donde hayan sido más frecuentes las juntas,
en que se reuniese todo lo más distinguido por su sabiduría y virtud. Concilios
generales, nacionales, provinciales, sínodos diocesanos, he aquí lo que se
encuentra a cada paso en la historia de la Iglesia; y semejante ejemplo puesto
a la vista de todos los pueblos, por espacio de tantos siglos, ya se ve que
no podía quedar sin influencia y resultados con respecto a las costumbres
y a las leyes.
En
España la mayor parte de los concilios de Toledo eran al propio tiempo congresos
nacionales, donde al paso que la autoridad episcopal llenaba sus funciones,
vigilando sobre la pureza del dogma y atendiendo a las necesidades de la disciplina,
se trataban de acuerdo con la potestad secular los grandes negocios del Estado,
y se formaban aquellas leyes que cautivan todavía la admiración de los observadores
modernos.
574 Ahora
que han caído en completo descrédito entre los mejores publicistas las utopías
de Rousseau, y que no se trata de defender los gobiernos representativos como
un medio de poner en acción la voluntad general, sino como instrumento a propósito
para consultar la razón y el buen sentido que de otra manera andarían desparramados
por la nación;
Ahora
que en los libros de derecho constitucional se nos pintan las asambleas legislativas
como focos donde pueden reunirse todas las luces que sean parte a ilustrar
las cuestiones sobre los negocios públicos, como representantes de todos los
intereses legítimos, órgano de todas las opiniones razonables, eco de todas
las quejas justas, vehículo de todas las reclamaciones, conducto de perenne
comunicación entre gobernantes y gobernados, prenda de acierto en las leyes,
medio para hacerlas respetables y veneradas a los ojos de los pueblos, y por
fin como una seguridad continua de que el gobierno, no mirando jamás a sí,
tiene siempre fija la vista en la utilidad y conveniencia pública; ahora que
con tan bellas palabras se nos dice lo que debieran ser, mas no lo que son,
no deja de ser interesante el recordar los concilios; pues que ocurre desde
luego que en cierto modo se explican con esto la naturaleza y espíritu de
ellos, se indican sus motivos y sus fines.
No
se me ocultan las capitales diferencias que median entre unas y otras asambleas;
pues de ninguna manera pueden equipararse hombres que tienen sus poderes de
un nombramiento popular, con aquellos a quienes el Espíritu Santo ha puesto
para regir la Iglesia de Dios; ni el monarca que tiene sus derechos a la corona
en fuerza de las leves fundamentales de la nación, con aquella Piedra sobre
la cual está edificada la Iglesia de Jesucristo. Y no se me oculta tampoco
que, ora se atienda a las materias de que se trata en los concilios, ora a
las personas que en ellos intervienen, ora a la extensión de la Iglesia por
toda la faz de la tierra, es imposible que no haya mucha desemejanza entre
los concilios y las asambleas políticas, ya por lo que toca a las épocas de
sus reuniones, ya con respecto a su organización y procedimientos.
Pero
no trato yo aquí de formar ingeniosos paralelos, y de buscar cavilosamente
semejanzas que no existen; sólo me propongo manifestar la influencia que sobre
las leves y costumbres políticas debieron de tener las lecciones de prudencia
y madurez que por tantos siglos estuvo dando la Iglesia.
Ya
miremos las historias de las naciones antiguas, va de las modernas, veremos
que en todas las asambleas deliberantes toman su asiento solamente aquellos
que tienen este derecho consignado en las leves. Pero eso de llamar al sabio,
sólo porque es sabio, ese tributo pagado al mérito, esa proclamación solemne
de que el arreglo del mundo pertenece a la inteligencia, eso lo ha hecho la
Iglesia, y sólo la Iglesia.
575 Como
mi objeto en esta observación es demostrar que el estado civil debió en buena
parte a la Iglesia todo lo razonable que puso en planta en este punto, recordaré
un hecho, en el que quizás no se ha reparado bastante, y que sin embargo manifiesta
bien a las claras que el buscar la sabiduría donde quiera que se hallare,
y el concederle influencia en los negocios públicos, lo ha concedido y ejecutado
antes que nadie la Iglesia católica.
Pasaré
por alto el espíritu que la ha distinguido constantemente de las otras sociedades,
cual es el buscar siempre el mérito y, nada más que el mérito, para elevarle
a los primeros puestos; espíritu que nadie le puede disputar, y que ha contribuido
mucho a darle brillo y preponderancia; pero lo que hay notable es que este
espíritu ha ejercido su influencia hasta allí donde a primera vista parecía
no deber ejercerla.
En
efecto: nadie ignora que según las doctrinas ele la Iglesia, ningún derecho
tiene un simple particular a intervenir en las decisiones y deliberaciones
de los concilios: y así es que por más grande que sea el saber de un teólogo,
o de un jurista, no tiene por eso derecho alguno a tomar parte en aquellas
augustas asambleas. Sin embargo, es bien sabido que ha cuidado siempre la
Iglesia de que con este o aquel título, asistiesen a ella los hombres que
mas descollaban por sus talentos v saber.
¿Quién
no ha recorrido con placer la lista de los sabios que, sin ser obispos, figuraron
en el de Trento?
En
la sociedades modernas ¿no es el talento, no es el saber, no es el Qenin quien
levanta su erguida frente, quien exige consideración y- respeto, quien pretende
elevarse a los altos puestos, dirigir los negocios públicos, o ejercer sobre
ellos influencia?
Sepan,
pues, ese talento, ese saber, ese genio, que en ninguna parte se han respetado
tanto sus títulos como en la Iglesia, en ninguna parte se ha reconocido más
su dignidad que en la Iglesia, en ninguna sociedad se los ha buscado tanto
para elevarlos, para consultarlos en los negocios más graves, para hacerlos
brillar en las grandes asambleas, copio se ha hecho en la Iglesia católica.
rl
nlcllnlento, las riquezas, nada significan en la Iglesia: ¿no deslustras tu
mérito con desarreglada conducta, y al propio tiempo brillas por tus talentos
y saber?, esto basta; eres un grande hombre: serás mirado con mucha consideración,
serás siempre tratado con respeto, serás escuchado con deferencia; y ya que
tu cabeza salida de en medio de la oscuridad se ha presentado adornada con
brillante aureola, no se desdeñarán de asentarse sobre ella ni la mitra, ni
el capelo, ni la tiara.
576
Lo diré en los términos del día: la aristocracia del saber debe mucho de su
importancia a las ideas y costumbres de la Iglesia
[ii]
VER NOTA 35 .
DANDO
una ojeada al estado de Europa en el siglo XV, échase de ver fácilmente que
semejante orden de cosas no podía ser duradero; y que de los tres elementos
que se disputaban la preferencia, había de prevalecer por necesidad el monárquico.
Y no podía ser de otra manera: pues que siempre se ha visto que las sociedades,
después de muchos disturbios y revueltas, vienen al fin a colocarse a la sombra
de aquel poder que les ofrece más seguridad y bienestar.
Al
ver a aquellos grandes tan orgullosos, tan exigentes, tan turbulentos, enemigos
unos de otros, y rivales del rey y del pueblo; aquellos comunes, cuya existencia
se presenta bajo tan diferentes formas, cuyos derechos, privilegios, fueros
y libertades ofrecen un aspecto tan variado y complejo, cuyas ideas no tienen
dirección bien marcada y constante; conócese desde luego que no han de ser
parte para luchar con el poder real, a quien se le observa obrando ya con
plan premeditado, con sistema fijo, acechando todas las ocasiones que puedan
favorecerle.
¿Quién
no ha notado la sagacidad de Fernando el Católico en desenvolver y plantear
su idea dominante, la de centralizar el poder, de darle robustez, de hacer
su acción fuerte, regular y universal, es decir, la de fundar una verdadera
monarquía? ¿Quién no ha visto un digno y más aventajado continuador de semejante
política, en el inmortal Cisneros?
Y
no se crea que esto fuese en daño de las naciones; todos los publicistas convienen
en que era preciso dar nervio y estabilidad al poder, y evitar que su acción
fuera débil e intermitente; y el verdadero poder no tenía otro representante
fijo que el trono. Así es que el robustecerse y engrandecerse el real fue
una verdadera necesidad; y no podían ser parte a impedirlo todos los planes
y esfuerzos de los hombres.
577
Queda empero la dificultad, si este engrandecimiento pasó de los límites convenientes;
y aquí es donde han de encararse el Protestantismo y el Catolicismo, para
que se vea si alguno de ellos tuvo la culpa, quién fué y hasta qué punto.
Materia
es esta muy importante y curiosa; pero al propio tiempo difícil y delicada:
porque tanto se han trastrocado los nombres en estos últimos tiempos, tanta
es la aversión que los partidos se profesan, tanta la impetuosidad con que
rechazan todo lo que ni de lejos siquiera se parece a lo que ensalzan los
adversarios, que es ardua tarea la de hacerles entender ni el estado de la
cuestión, ni el significado de las palabras.
Lo
que les suplico a los hombres de todas opiniones es que suspendan el juicio,
hasta haber leído todo lo que voy a exponer sobre este punto; pues que si
lo hacen así, si no se exaltan por una que otra palabra que pueda causarles
a primera vista algún desagrado, si tienen la suficiente templanza para escuchar
antes de juzgar, estoy seguro que si no quedamos del todo acordes, cosa imposible
en tanta variedad de opiniones, al menos no dejarán de confesar que el aspecto
bajo que considero las cosas no carece de apariencias de razón, y que mis
conjeturas no están destituidas de fundamento.
Por
de pronto prescindiré completamente de si fué o no ventajoso para la sociedad
el que en la mayor parte de las monarquías europeas quedase el poder real
sin ningún linaje de freno; a no ser aquel que de suyo le imponía el estado
de las ideas y de las costumbres. Quienes estarán por la afirmativa, quienes
por la negativa; y no es menester señalar con sus propios nombres a los que
figurarán en uno y otro bando. La palabra libertad es para muchos hombres
una palabra de escándalo; así como el nombre de poder absoluto es para otros
sinónimo de despotismo.
¿Y cuál es la libertad que los primeros rechazan
con tanta fuerza? ¿Qué significa en su diccionario esta palabra?
Ellos
han visto pasar ante sus ojos la Revolución Francesa cargada de injusticias,
de espantosos crímenes, y la han oído que apellidaba libertad; ellos han visto
la revolución española, con su gritería de muerte, con sus excesos de sangre,
con sus injusticias, con su desprecio de todo lo que habían mirado siempre
los españoles como más venerable y sagrado; y sin embargo han oído también
que esa revolución apellidaba libertad. ¿Y qué había de suceder?
Lo
que ha sucedido: que han unido a la idea de libertad la de toda clase de impiedad
y crímenes, y que por consiguiente la han odiado, la han rechazado, la han
combatido con las armas.
578 En
vano se ha dicho que antiguamente había Cortes; ellos han respondido que no
eran como las de ahora; en vano se ha recordado que en nuestras leyes estaba
consignado el derecho que tenía la nación de intervenir en la votación de
los impuestos; ellos han respondido que ya lo sabían, pero que los que lo
hacían ahora no representaban a la nación, y que se valían de este título
para esclavizar al pueblo y al monarca; en vano se ha opuesto que en los grandes
negocios del Estado intervenían antiguamente los representantes de las varias
clases; ellos han respondido: ¿Qué clase de Estado representáis vosotros que
degradáis al monarca, insultáis y perseguís a la nobleza, ultrajáis y despojáis
al clero, y despreciáis al pueblo burlándoos de sus costumbres y creencias?
¿A
quién representáis vosotros? ¿Cómo podéis representar a la nación española
cuando pisáis su religión y sus leyes, provocáis por todas partes la disolución
de la sociedad, y hacéis correr torrentes de sangre?
¿Cómo podéis llamaros restauradores de nuestras
leyes fundamentales, cuando nada encontramos en vosotros ni en vuestros actos
que exprese al verdadero español, cuando todas vuestras teorías, planes y
proyectos, todos son mezquinas copias de libros extranjeros harto conocidos,
cuando habéis olvidado hasta nuestra lengua?
Yo
ruego a los lectores que se tomen la pena de pasar los ojos por las colecciones
de periódicos, sesiones de Corte, y de otros documentos que nos han quedado
de las dos épocas de 1812 y 1820; que recuerden también lo que acabamos de
presenciar, que revuelvan en seguida los monumentos de las épocas anteriores,
nuestros códigos, nuestros libros, todo aquello en que puedan encontrar expresados
el carácter, las ideas, las costumbres del pueblo español; y entonces que
pongan la mano sobre su pecho, y sean cuales fueren sus opiniones, que digan
a fuer de hombres honrados si hallan ninguna semejanza entre lo antiguo y
lo moderno, que digan si no advierten a primera vista la más fuerte oposición
y contrariedad, si no encuentran que media entre las dos épocas un abismo,
y que, si se había de llenar había de hacerse, ¡ah, dolor causa decirlo!,
había de hacerse como se ha hecho, con montones de ruinas, de cenizas, de
cadáveres, con torrentes de sangre.
Colocada
la cuestión fuera de la emponzoñada atmósfera de las pasiones, y del alcance
de irritantes recuerdos, bien se podría entrar en el examen de si fué o no
conveniente que creciera hasta tal punto la autoridad de los reyes, que llegasen
a verse libres de todo género de trabas, hasta con respecto a los negocios
de más gravedad y a la imposición de las contribuciones. En tal caso, la cuestión
fuera simplemente histórico-política; nada tendría que ver con la práctica
actual; y por consiguiente no afectaría ni los intereses ni las opiniones
de nuestra época.
579 Como
quiera, aun me propongo prescindir de todo esto, v de cuanto se ha opinado
sobre la materia; y estribaré en el supuesto de que fuera a la sazón dañoso
a los pueblos, y un obstáculo a los progresos de la verdadera civilización,
el que desaparecieran de la máquina política todos los elementos, excepto
el monárquico.
¿Quién tuvo
la culpa?
Por
de pronto es bien reparable que el mayor acrecentamiento del poder real en
Europa date cabalmente de la época del Protestantismo. En Inglaterra, desde
Enrique VIII, prevaleció no diré la monarquía, sino un despotismo tan duro,
que no bastaban a ocultar su destemplanza las vanas apariencias de formas
impotentes.
En
Francia después de la guerra de los hugonotes se presenta el poder real más
fuerte que nunca; en Suecia se entroniza Gustavo, y desde su tiempo los reyes
ejercen un poder casi sin límites; en Dinamarca continúa y se fortalece la
monarquía; en Alemania se crea el reino de Prusia, y prevalecen en general
en las otras partes las formas absolutas; en Austria se levanta el imperio
de Carlos V con todo su poderío y esplendor; en Italia van desapareciendo
las pequeñas repúblicas, y van entrando los pueblos con este o aquel título,
bajo el dominio de los príncipes; y en España caen en desuso las antiguas
Cortes de Castilla, Aragón, Valencia y Cataluña; es decir, que lejos de ver
que con la aparición del Protestantismo dieran los pueblos ningún paso hacia
las formas representativas, notamos, muy al contrario, que se encaminan rápidamente
hacia el gobierno absoluto.
Este
hecho es cierto, incontestable; tal vez no se ha reparado bastante en tan
singular coincidencia, pero no deja por esto de existir; y de cierto que sugiere
abundantes y, delicadas reflexiones.
Esta
coincidencia ¿fué netamente casual? ¿Hubo entre el Protestantismo r- el completo
desarrollo y establecimiento de las formas absolutas alguna relación secreta?
Yo creo que sí; y además añadiré que si el Catolicismo hubiera quedado dominando
exclusivamente en Europa, se habría limitado suavemente el poder real, tal
vez no hubieran desaparecido del todo las formas representativas, los pueblos
hubieran continuado tomando parte en los negocios públicos, nos hallaríamos
mucho más adelantados en la carrera de la civilización, más amaestrados en
el goce de la verdadera libertad, y ésta no andaría enlazada con el recuerdo
de escenas horrorosas.
Sí;
la malhadada Reforma torció el curso de las sociedades europeas, adulteró
la civilización, creó necesidades que no existían, formó vacíos que no pudo
llenar; destruyó muchos elementos de bien; y por tanto cambió radicalmente
las condiciones del problema político. Creo poder demostrarlo.
580
HAY
EN LA historia de Europa un hecho capital, consignado en todas sus páginas,
y presente todavía a nuestros ojos, cual es la marcha paralela de dos democracias,
que semejantes a veces en apariencia, tienen en realidad la naturaleza, el
origen y el fin muy diferentes. Estriba la una en el conocimiento de la dignidad
del hombre, y del derecho que le asiste de disfrutar cierta libertad conforme
a razón y a justicia.
Con
ideas más o menos claras, más o menos acordes sobre el verdadero origen de
la sociedad y del poder, las tiene no obstante muy lúcidas, determinadas,
fijas, sobre el verdadero objeto y fin de entrambos, y ora haga descender
directa e inmediatamente de Dios el derecho de mandar, ora le suponga comunicado
primordialmente a la sociedad, y trasmitido después a los gobernantes, siempre está conforme
en que el poder es para el bien común, y que si no encamina sus actos a este
bien, cae en la tiranía.
Los
privilegios, los honores, las distinciones cualesquiera, todo lo examina con
su piedra de toque favorita, el bien
común; si un objeto le contraría, es condenado como dañoso; si no sirve
para él, es desechado como inútil.
Bien convencida
de que lo único que tiene un valor real, atendible en la distribución de los
puestos sociales, son la sabiduría y la virtud, clama siempre para que se
las busque, y se las levante a la cumbre del poder y de la gloria; aunque
sea arrancándolas de en medio de la oscuridad más profunda.
Un noble que ufano de sus títulos y blasones
ensalza las hazañas de antepasados a quienes no sabe imitar es a sus ojos
un objeto ridículo; un hombre a quien dejará disfrutar de sus riquezas, por
no tocar al sagrado de la propiedad, pero a quien quitará por todos los medios
legítimos la influencia que pudieran darle sus títulos de sangre. Si atiende
al nacimiento o a las riquezas, no es por lo que son en sí, sino como signos
de más cumplida educación, o de mayor saber y probidad.
Llena
esta democracia de ideas generosas, teniendo un elevado concepto de la dignidad
del hombre, recordando los derechos sin olvidar los deberes, se indigna al
solo nombre de la tiranía; la odia, la condena, la rechaza, y discurre de
continuo cuál es el medio más oportuno de precaverla.
581 Cuerda
y sosegada, como compañera inseparable de la razón y del buen sentido, se
aviene muy bien con la monarquía; pero puede asegurarse que en general ha
deseado que de una u otra manera, las leyes del país pusieran coto a las demasías
de los reyes.
Bien
ha conocido que el escollo en que éstos peligraban de estrellarse era cargar
demasiado a los pueblos con impuestos desmedidos; y por lo mismo, ha sido
siempre su idea favorita, que no ha muerto jamás, aun cuando no haya sido
posible ponerla en práctica, el coartar la ilimitada facultad del poder en
materia de contribuciones.
Otra
idea la ha dominado también, y es que no prevaleciera nunca ni en la formación
de las leyes, ni en su aplicación, la voluntad del hombre: siempre ha deseado
algunas garantías en que el lugar de la razón no estaría ocupado por la voluntad.
Tanta
ha sido la fuerza de este deseo universal, que se ha comunicado a las costumbres
europeas de un modo indeleble; y los monarcas más absolutos no han podido
dejar de satisfacerle.
Así
es muy digno de notarse, que siempre se han visto al lado de los tronos consejos
respetables, cuya existencia estaba asegurada o por las leyes o por las costumbres
de la nación; consejos que por cierto no podían conservar, en ciertas circunstancias,
toda aquella independencia que habían menester para llenar cumplidamente su
objeto, pero que no dejaban de producir un gran bien; pues que su sola existencia
era una elocuente protesta contra las disposiciones injustas y arbitrarias,
una magnífica personificación de la razón y de la justicia, señalando con
su dedo los sagrados límites que no debe nunca pisar el más poderoso monarca.
Del
mismo origen dimana que los soberanos en Europa no ejercen la facultad de
juzgar por sí mismos; distinguiéndose en esto de los sultanes.
Las
leyes y costumbres europeas rechazan fuertemente esa facultad, que tan funesta
es al pueblo y al monarca; y la sola narración de un atentado semejante concitaría
contra su autor la indignación pública.
Todo
esto significa que el principio tan celebrado de que no es el monarca quien
manda sino la ley, está recibido en Europa de muchos siglos a esta parte;
y largo tiempo antes de que lo enunciaran con énfasis los publicistas modernos,
estaba ya vigente en todas las naciones de Europa.
Diráse
quizás que así era en teoría, más no en la práctica: no negaré que hubiera
excepciones reprensibles; pero en general el principio era respetado.
582
Por punto de comparación tomemos el reinado más absoluto de los tiempos modernos,
el poder real en toda su ilimitada extensión, en todo su auge y esplendor,
el reinado de quien pudo decir con desmedido orgullo, y hasta cierto punto
con verdad, el Estado soy yo: el de
Luís XIV.
En
medio siglo que duró, y en tanta variedad y complicación de ocurrencias, ¿cuántas muertes,
confiscaciones, deportamientos se verificaron de real orden, sin forma de
juicio?
Si
citarán tal vez algunos atropellamientos, pero compárense con lo que sucede
en los países fuera de Europa en semejanza de circunstancias, recuérdese lo
que acontecía en tiempo del imperio romano, no se olviden los excesos de los
reinos absolutos donde quiera que no ha dominado el cristianismo, y se verá,
entonces, que ni siquiera son dignos de mentarse los desmanes que se hayan
cometido en las monarquías de Europa.
Esto prueba
que no es arbitraria ni ficticia la distinción que se ha hecho entre los gobiernos
monárquicos absolutos y los despóticos: y para quien conozca la legislación y
la historia de Europa es esta distinción tan palpable, que no podrá menos
de sonreírse al oír esas fogosas declamaciones en que por malicia o ignorancia
se confunden los dos sistemas de gobierno.
Esa
limitación del poder, ese círculo de razón y de justicia que ve siempre trazado
en su torno, y que ora sólo tiene su garantía en las ideas y en las costumbres,
ora en las formas políticas, trae principalmente su origen de las ideas que
ha difundido el cristianismo.
Él ha dicho: "La
razón y la justicia, la sabiduría y la virtud lo son todo; la mera voluntad
del hombre, su nacimiento, sus títulos, por sí solos, no son nada";
estas voces han penetrado desde el palacio de los reyes hasta la choza de
los pobres; y cuando un pueblo entero se ha imbuido de semejantes ideas, el despotismo asiático se ha hecho imposible.
Porque
aun cuando no hayan existido formas políticas que limitasen el poder del monarca,
éste ha oído siempre resonar por todas partes una voz que le decía: "No somos tus esclavos, somos tus súbditos; eres
rey, pero eres hombre; y hombre que como nosotros has de presentarte un día
delante del Supremo juez; tú puedes hacer leyes, pero sólo para nuestro bien;
tu puedes pedirnos tributos, pero únicamente los necesarios para el bien común;
no puedes juzgarnos por tu capricho, sino con arreglo a las leyes; no puedes
arrebatarnos nuestras propiedades, sin ser más culpable que un ladrón común;
no puedes atentar contra nuestras vidas por sólo tu voluntad, sin ser un asesino;
el poder que has recibido no es para tus comodidades y regalos, no es para
satisfacer tus pasiones, sino únicamente para hacer nuestra dicha; tú eres
una persona consagrada, exclusivamente consagrada al bien público; si de esto
te olvidas eres un tirano".
583
Pero
desgraciadamente al lado de ese espíritu de legítima independencia, de razonable
libertad, al lado de esa democracia tan justa, tan noble y generosa, ha marchado
siempre otra que ha formado con ella el más vivo contraste y le ha acarreado
los mayores perjuicios, no dejándole que alcanzase lo que tan justamente pretendía.
Errónea en sus principios, perversa en
sus intenciones, violenta e injusta en sus actos, ha
dejado siempre en su huella un reguero de sangre; lejos de proporcionar a
los pueblos la verdadera libertad, sólo ha servido para quitarles la que tenían;
o en caso de que en realidad los haya encontrado gimiendo en la esclavitud,
sólo ha sido a propósito para remachar sus cadenas.
Hermanándose
siempre con las pasiones más ruines, se ha presentado como la bandera de cuanto
abrigaba la sociedad de más vil y abyecto; reuniendo en torno de sí a todos
los hombres turbulentos y malvados, fascinando con engañosas palabras una
turba de miserables, y brindando a sus secuaces con el sabroso cebo de los
despojos de los vencidos, ha sido un eterno semillero de disturbios, escándalos,
encarnizados enconos, que al fin vinieron a producir su fruto natural: persecuciones, proscripciones
y cadalsos.
Su dogma
fundamental ha sido negar la autoridad, sea del orden que fuere; su empeño
constante, destruirla; y la recompensa que esperaba de sus trabajos era sentarse
sobre montones de escombros y ruinas, cebarse en la sangre de millares de
víctimas, y mientras se repartía los despojos ensangrentados, entregarse a
la insensata algazara de groseras orgías.
En
todos tiempos y países se han visto disturbios, levantamientos populares,
revoluciones; pero la Europa de siete siglos a esta parte presenta dichas
escenas con un carácter tan singular, que es muy digno de llamar la atención
de todos los filósofos. En Europa no sólo han existido esas tendencias a la
dislocación social, tendencias de que no es difícil divisar el origen en el
mismo corazón del hombre, sino que se las ha visto elevadas a teoría, defendidas
en el terreno de las ideas, con toda la obstinación y atascamiento del espíritu
de secta; y siempre que se ha ofrecido oportunidad, llevadas a cabo con osadía,
con tenacidad, con encarnizamiento.
Extravagancias
y delirios formaban el conjunto del sistema; obstinación, espíritu de proselitismo,
monstruosidades y crímenes, he aquí los caracteres que han acompañado su planteo.
En todas las páginas de la historia se halla atestiguada esta verdad con caracteres
de sangre; felices nosotros si no hubiésemos tenido que experimentarla.
Europa
se asemeja a los hombres de alta capacidad y de carácter activo y osado, que
en lo bueno son los mejores, y en lo malo los peores.
Aquí,
apenas hay hechos de alguna gravedad que puedan mantenerse aislados; aquí no hay verdad que no aproveche, ni error
que no dañe.
El pensamiento tiende siempre a la realización;
y los hechos a su vez piden su apoyo al pensamiento; si hay virtudes se señala
la razón de ellas, se busca su fundamento en elevadas teorías; si hay crímenes
se procura disculparlos: y para lograrlo, se los apoya en sistemas perversos.
El pueblo que hace el bien o el mal, no se contenta con practicarle a solas;
se esfuerza en propagarlo, y no reposa hasta que le imiten sus vecinos.
Hay algo más que el apocado proselitismo que
se limita a determinados países; diríase que todas las ideas nacen entre nosotros
con pretensión al imperio universal. El espíritu de propaganda no data de
la Revolución Francesa, ni aun del siglo XVI; desde los primeros albores de
la civilización, desde que el entendimiento comenzó a dar señales de alguna
actividad, se presenta este fenómeno de una manera notable. En la agitada
Europa de los siglos XI y XIII, vemos la Europa del siglo XIX, como en los
confusos lineamientos de una semilla están las formas del futuro viviente.
Buena parte de las sectas que perturbaron la
Iglesia desde el siglo x eran profundamente revolucionarias o nacían directamente
de la funesta democracia que acabo de recordar, o buscaban en ella su apoyo.
Desgraciadamente, esta misma democracia inquieta, injusta y turbulenta, que
había comprometido el sosiego de Europa en los siglos anteriores al XVI, encontró
sus más fervientes patronos en el Protestantismo; entre las muchas sectas
en que desde luego se fraccionó la falsa Reforma, unas le abrieron paso, y
otras la tomaron por bandera. ¿Y qué efectos debía esto producir en la organización
política de Europa?
Lo diré terminantemente: la desaparición de las
instituciones políticas en que tomaban parte en los negocios del Estado las
varias clases que le formaban.
Y como atendido el carácter, ideas y costumbres
de los pueblos europeos, era muy difícil que se sometieran para siempre a
su nueva condición, y que siguiendo su inclinación favorita no tratasen de
poner coto a la extensión del poder, era también muy natural que andando el
tiempo sobrevinieran revoluciones, era natural que las generaciones futuras
presenciaran grandes catástrofes, tales como la Revolución Inglesa en el siglo
XVI, y la Francesa en el XVII.
Hubo un tiempo en que estas verdades pudieron
ser difíciles de comprender, ahora no: las revoluciones en que ele mucho tiempo
a esta parte viven sumergidos, ora unos, ora otros pueblos de Europa, han
puesto al alcance aun de los menos entendidos esa ley que se realiza siempre
en la sociedad: la anarquía conduce al despotismo, el despotismo engendra
la anarquía.
585
Jamás en ningún tiempo ni país, y ahí están la
historia y la experiencia que me abonarán, jamás en ningún tiempo ni país
se han derramado ideas antisociales, comunicado a los pueblos el espíritu
de insubordinación y levantamiento, sin que a no tardar se haya presentado
el único remedio que en semejante conflicto tienen las naciones: un gobierno
muy fuerte, que con justicia o injusticia, con legitimidad o sin ella, levante
un brazo de hierro sobre todas las cabezas, haga inclinar todas las frentes
y doblegar todas las cervices. Después del ruido y de la algazara viene el
silencio más profundo; y entonces los pueblos se resignan fácilmente a su
nuevo estado, porque conocen por reflexión y por instinto, que si bien es
muy apreciable cierto grado de libertad, la primera necesidad de las sociedades
es su conservación.
¿Qué sucede en Alemania con el Protestantismo después
de las revoluciones religiosas? Se propalan máximas destructoras de toda sociedad,
surgen facciones, se hacen levantamientos; en el campo y en los patíbulos
se derrama a torrentes la sangre: pero entra luego a obrar el instinto de
conservación social; y muy lejos de arraigarse las formas populares, todo
propende al extremo contrario.
¿No es
allí donde se había lisonjeado tanto al pueblo con la perspectiva de ilimitada
libertad, con el repartimiento de las propiedades, y hasta la comunidad de
bienes, y la absoluta Igualdad en todas las cosas?
Allí mismo, pues, prevalece la desigualdad más
chocante, allí se conserva en su vigor la aristocracia feudal; y cuando en
otros países en que no se había hecho tanto alarde de libertad e igualdad,
apenas se conocen los lindes que separan a la nobleza del pueblo, allí se
conserva todavía rica, prepotente, rodeada de títulos, de privilegios, y de
toda clase de distinciones.
Allí mismo donde se había clamado contra el poder
de los reyes, allí mismo donde se había proclamado que rey era sinónimo de
tirano, y que ley era lo mismo que opresión, allí se levanta la monarquía
más absoluta; y el apóstata del orden teutónico funda el reino de Prusia,
donde no se han podido introducir todavía las formas representativas.
En Dinamarca se arraiga el Protestantismo, y a su lado
echa también raíces profundas el poder absoluto; en Suecia, precisamente a la misma época,
se crea el poder de los Gustavos.
¿Qué es lo que sucede en Inglaterra? Las formas representativas
no fueron introducidas en Inglaterra por el Protestantismo; siglos antes existían
allí, como en otras naciones de Europa.
Cabalmente, el monarca fundador de la Iglesia
anglicana se distinguió por su atroz despotismo; y el parlamento que debía servirle de freno se
envileció de la manera más vergonzosa.
¿Qué pensaremos de la libertad de un país, cuyos
legisladores y representantes se degradan hasta el punto de declarar que cualquiera
que tenga noticias de ilícitos amores de la reina debe acusarla so pena de
alta traición?
¿Qué pensaremos de la libertad cuando los que
debían ser sus defensores lisonjeaban tan villanamente las pasiones del destemplado
monarca, cuando no se avergonzaban de establecer, en obsequio de los celos
de su soberano, que la doncella que se casase con un rey de Inglaterra, si
antes hubiere padecido algún desliz, debía manifestarlo también bajo la pena
de alta traición?
Estas ignominiosas miserias prueban ciertamente
más abyecto servilismo, que la misma declaración en que el parlamento estableció
que la sola voluntad del monarca tenía fuerza de ley.
Ni el conservarse en esta nación las formas representativas,
cuando habían naufragado en casi todos los países de Europa, fueron parte
a libertarla de la tiranía; y los ingleses seguramente no recordarán muy ufanos
la libertad que disfrutaron bajo los reinados de Enrique VIII y de Isabel.
Quizá no había país en Europa en que se gozara
menos libertad, en que bajo formas populares se oprimiera más al pueblo, y
reinara más ilimitado el despotismo. Si algo es capaz de convencer de estas
verdades, en caso de no bastar los hechos ya citados, lo serán sin duda los
esfuerzos de los ingleses para adquirir libertad; y si es segura señal de
la violencia y de opresión el esfuerzo que se hace por sacudirla, derecho
tenernos a pensar que debía de ser muy grande la que sufrían los ingleses,
cuando atravesaron una revolución tan dilatada, tan terrible, en que se vertieron
tantas lagrimas y tanta sangre.
Si miramos lo acontecido en Francia,
notaremos que el poder real se ostenta mucho más fuerte y poderoso después
de las guerras religiosas; y cuando después de tantas agitaciones, disturbios,
guerras civiles, vemos el reinado de Luís XIV, y oímos al orgulloso monarca
diciendo el
Estado soy yo, tenemos delante la personificación más completa
del mando absoluto que viene siempre en pos de la anarquía.
Si los pueblos europeos tienen algo de que dolerse
con respecto al ilimitado poder que ejercieron los monarcas, si tienen que
lamentarse de que se rindieran todas las formas representativas, que podían
ser una garantía de sus libertades, se lo pueden agradecer al Protestantismo,
que esparciendo por
toda Europa los gérmenes de la anarquía, creó una necesidad imperiosa, urgente,
imprescindible, de centralizar el mando, de fortificar el poder real, de que
se obstruyesen todos los conductos por donde pudieran expresarse principios
disolventes, de que se separasen y aislasen todos los elementos que con el
contacto y el roce eran susceptibles de inflamarse y de acarrear conflagraciones
funestas.
587 Todos los hombres pensadores
habrán de convenir en esta parte conmigo; y en el modo de considerar el engrandecimiento
del poder absoluto en Europa, no verán más que la realización de un hecho
observado ya de antemano en todas partes. Por cierto que los monarcas de Europa
no pueden compararse ni en su origen, ni en sus actos, con los déspotas que
con este o aquel título se han apoderado del mando de la sociedad, en aquellos
momentos críticos en que estaba a punto de disolverse; pero bien podrá decirse
que la ilimitación de su poder ha provenido también de una gran necesidad
social, de que sin una autoridad única y fuerte, no era posible la conservación
del orden público.
Espanto causa el dar una ojeada por la Europa
después de haber aparecido el Protestantismo. ¡Qué disolución tan asombrosa!
¡Qué extravío de ideas! ¡Qué relajación de costumbres! ¡Qué muchedumbre de
sectas! ¡Cuánto encono en los ánimos! Cuánto encarnizamiento y ferocidad!
Disputas acaloradas, contiendas interminables,
acusaciones, recriminaciones sin fin, disturbios, revueltas, guerras intestinas,
guerras extranjeras, batallas sangrientas, suplicios atroces; he aquí el cuadro
que presentaba la Europa; he aquí los efectos de la manzana de discordia arrojada
en medio de pueblos hermanos.
¿Y qué había de resultar de esa confusión, de
ese retroceso en que parecía la sociedad encaminarse de nuevo a los medios
de violencia, y a sustituir el hecho al derecho?
Lo que había de resultar era lo que resultó:
que el instinto de conservación, más fuerte que las pasiones y delirios de
los hombres, había de prevalecer, y había de sugerir a la Europa el único
medio que tenía de salvarse, y era que el poder real, que a la sazón había
adquirido mucho auge y poderío, acabase de llegar a la cumbre; que allí se
aislase, se separase enteramente del pueblo, impusiese silencio a las pasiones;
lográndose con la fuerza de una institución muy poderosa, lo que hubiera podido
obtenerse con la acertada dirección de las ideas, neutralizándose con la robustez
del cetro el impulso de destrucción que había sufrido la sociedad.
Esto si bien se mira está representado por lo
acontecido en 1680 en Suecia, cuando se sometió enteramente a la libre
voluntad de Carlos
XI; en 1669 en Dinamarca, cuando la nación, fatigada de anarquía,
suplicó al rey Federico III que se dignase declarar la monarquía hereditaria
y absoluta, como en efecto lo hizo; en 1747 en Holanda, con la creación del Stathouder
hereditario; y si queremos ejemplares más violentos, podemos recordar el despotismo
de Cromwell en Inglaterra en pos de tantas revoluciones, y el de
Napoleón en Francia después de la república.
[iii]
VER
NOTA 36
588
CUANDO estaban encarados a manera de rivales
en liza los tres elementos de gobierno, la monarquía, la aristocracia y la democracia, el
medio más a propósito para que prevaleciese la primera con exclusión de las
demás, era arrojar a una de éstas en el camino de las demasías y excesos.
Entonces se creaba una necesidad imprescindible de que un centro de acción,
único, fuerte, libre de toda traba, pusiera coto a los desmanes, y asegurase
el orden público.
Cabalmente el elemento popular se hallaba entonces
en una posición, bien que llena de esperanzas, nada escasa empero de peligros;
para conservar la influencia adquirida y granjearse mayor ascendiente y poderío,
era menester que anduviera con mucha circunspección y miramiento. El poder
real era ya a la sazón muy fuerte; y como una parte de su fuerza la había
alcanzado poniéndose de parte del pueblo en las luchas y contiendas que éste
tenía con los señores, el poder del monarca se presentaba como el protector
nato de los intereses populares. Esto entrañaba mucha verdad; mas no dejaba
de abrir espaciosa puerta para que los reyes pudieran ensanchar ilimitadamente
sus facultades a expensas de los fueros y libertades de los pueblos.
Un germen de división existía entre la aristocracia
y los comunes, lo que prestaba ocasión a los reyes de escatimar y cercenar
a los señores sus derechos y poder, pudiendo estar seguros de que toda medida
que a este fin se encaminara, hallaría buena acogida en la multitud. Pero,
en cambio, también podía estar seguro el monarca de que no sería mal mirado
por los señores todo acto dirigido a doblegar la cerviz de ese pueblo, que
tan erguida empezaba a levantarla cuando se trataba de resistir a los aristócratas
feudales; y en tal caso, si el pueblo se propasaba a demasías y desmanes,
si se veían prohijadas por él máximas y doctrinas subversivas del orden público,
nadie había de poner obstáculo a que le enfrenase el monarca por todos los
medios posibles.
589
Siendo los grandes quienes tenían fuerza para
hacerlo, se hubieran abstenido de realizarlo; ya para que no se desencadenase
enteramente contra ellos mismos, y no les arrebatase con las prerrogativas
y honores hasta las propiedades y la vida; ya también porque siendo su rival
el pueblo de muchos siglos antes, y enconada esta rivalidad por tantos y tan
porfiados combates, era regular que mirasen con secreta complacencia la humillación
de aquél que acaba de humillarlos; y que ayudaran a esto con todas sus fuerzas,
dado que la mala dirección que comenzaba a tomar el movimiento popular les
ofrecía ocasión de satisfacer su venganza, cubriéndola con el velo de la utilidad
pública.
Contaba a la sazón el pueblo con algunos medios
de defensa; pero si llegaba a quedarse aislado, y en oposición con el trono,
eran esos medios sobrado débiles para que pudiera prometerse la victoria.
El saber no era ya un patrimonio exclusivo de
ninguna clase privilegiada; pero es menester confesar que no había transcurrido
el tiempo necesario para difundirse los conocimientos hasta el punto de que
pudiera formarse una opinión pública bastante poderosa para influir directamente
sobre los negocios de gobierno. La imprenta, si bien ya comenzaba a dar sus
frutos, no se había desarrollado de manera que las ideas adquirieran aquel
grado de movilidad y rapidez que han alcanzado en tiempos posteriores; a pesar
de los esfuerzos que se hacían por todas partes en pro de la difusión de los
conocimientos, basta tener alguna noticia de la naturaleza y carácter de éstos
en aquella época, para quedar convencido de que no eran a propósito, ni en
su fondo ni en su forma, para que participasen mucho de ellos las clases populares.
Con el desarrollo de las artes y comercio se
formaba a la verdad un nuevo género de riqueza, que por precisión debía ser
el patrimonio del pueblo; pero estaban aún en su infancia, y no habían alcanzado
aquella extensión y arraigo a que han llegado después, hasta enlazarse íntimamente
con todos los ramos de la sociedad. A excepción de uno que otro país muy reducido,
el nombre de comerciante y artesano no tenía el prestigio suficiente, para
que con este solo título se pudiera ejercer mucha influencia.
Atendido el curso de las cosas, y la altura a
que se había levantado el poder real sobre las ruinas del feudalismo, antes
de que el elemento democrático pudiera hacerse respetar lo bastante, el solo
medio que se ofrecía para poner límites a la potestad de los monarcas era
la unión de la aristocracia con el pueblo.
590
No era fácil semejante empresa, cuando hemos
visto que mediaban entre ellos enconadas rivalidades; y éstas eran inevitables
hasta cierto punto, pues que tenían su origen en la oposición de los respectivos
intereses. Pero es menester recordar que la nobleza no era la única aristocracia,
pues existía otra, todavía más fuerte y poderosa que ella: el clero.
Tenía
a la sazón esta clase todo aquel ascendiente e influencia que dan los medios
morales unidos con los materiales; pues además del carácter religioso que
la hacía respetable y venerada a los ojos de los pueblos, poseía al propio
tiempo abundantes riquezas, con las cuales al paso que le era fácil granjearse
de mil maneras la gratitud, y asegurarse influencia, podía también hacerse
temer de los grandes y respetar de los monarcas.
Y he aquí un yerro capital del Protestantismo:
quebrantar entonces el poder del clero era apresurar la completa victoria
de la monarquía absoluta, era dejar al pueblo sin apoyo, al monarca sin freno,
a la aristocracia sin trabazón, sin principio de vida: era impedir que pudieran
combinarse sazonadamente los tres elementos monárquico,
aristocrático y democrático, para formar el gobierno templado,
a que parecían dirigirse casi todas las naciones de Europa.
Ya se ha visto que no convenía entonces dejar
al pueblo aislado, porque su existencia política era todavía muy débil y precaria;
y es no menos claro que si la nobleza había de quedar como un medio de gobierno,
tampoco era conveniente dejarla sola; pues que no entrañando esta clase otro
principio vital que el que le daban sus títulos y privilegios, no podía sostenerse
contra los ataques que el poder real le dirigiría de continuo. Mal de su grado
le era preciso plegarse a la voluntad del monarca, abandonando los inaccesibles
castillos para trasladarse a representar el papel de cortesana en los lujosos
salones de los reyes.
El Protestantismo quebrantó el poder del clero
no sólo en los países en que llegó a establecer sus errores, sino también
en los demás; porque allí donde él no pudo introducirse, se difundieron un
tanto sus ideas en la parte que no estaba en abierta oposición con la fe católica.
Desde entonces el poder del clero quedó sin uno de sus principales apoyos,
cual era la influencia política del Papa; pues no sólo los reyes cobraron
mayor osadía contra las pretensiones de la Sede apostólica, sino también los
mismos papas para no dar ningún pretexto ni ocasión a las declamaciones de
los protestantes, debieron andar con mucha circunspección en lo perteneciente
a negocios temporales.
591 Todo esto se ha mirado como un progreso de la
civilización europea, como un paso hacia la libertad; sin embargo el rápido bosquejo que acabo de
presentar con respecto a la política, manifiesta claramente que lejos de
seguirse el camino más acertado para desenvolver las formas representativas,
se anduvo por el sendero que conducía al gobierno absoluto.
El Protestantismo como interesado en quebrantar
de todos modos el poder del papa, ensalzó el de los reyes hasta en las cosas
espirituales; y concentrando de esta manera en sus manos el temporal y espiritual,
dejó al real sin ningún linaje de contrapeso. Así, quitando la esperanza de
alcanzar libertad por medios suaves, arrojó a los pueblos al uso de la fuerza,
y abrió el cráter de las revoluciones que tantas lágrimas han costado a la
Europa moderna.
Si las formas de libertad política habían de
arraigarse y perfeccionarse, era necesario que no salieran prematuramente
de la atmósfera en que habían nacido: y toda vez que en esa atmósfera había
el elemento monárquico, el aristocrático y el democrático, todos fecundizados
y dirigidos por la religión católica, toda vez que bajo la influencia de la
misma empezaban a combinarse suavemente, era menester no separar la política
de la religión; y lejos de mirar al clero como si fuera un elemento dañino,
importaba considerarle como un mediador entre todas las clases y poderes,
que templara el calor de las luchas, pusiera coto a las demasías, y no permitiera
el prevalecimiento exclusivo ni del monarca, ni de los grandes, ni del pueblo.
Siempre que se trata de combinar poderes e intereses
muy diferentes, es necesario un mediador, es necesario que intervenga algo
que impida los choques violentos; si este mediador no existe por la naturaleza
de las cosas, es preciso crearle con la ley. Por lo cual, sube muy de punto
la evidencia del daño que hizo a la Europa el Protestantismo, pues fué su
primer paso aislar completamente al poder temporal, ponerle o en rivalidad
o en hostilidad con el espiritual, y dejar al monarca frente a frente con
el pueblo solo.
La aristocracia lega perdió desde luego su influencia
política, porque le faltó la fuerza y trabazón que sacaba de estar mezclada
con la aristocracia eclesiástica; y reducidos los nobles a la esfera de cortesanos,
se encontró sin contrapeso el poder del rey.
Ya lo he dicho, y lo repito aquí: muy útil fué
para la conservación del orden público, y por tanto muy conducente para el
desarrollo de la civilización, el que se robusteciese el poder real, aun cuando
fuera a expensas de los derechos y libertades de los señores y de los comunes;
pero ya que mientras se confiesa esta verdad, no se escasean los lamentos
por el exceso que tomó ese poder, es necesario considerar que una de las causas
que más contribuyeron a ello, fue el sacar al clero del juego de la máquina
política.
592
A principios del siglo XVI ya no estaba la cuestión
en si habían de conservarse esa muchedumbre de castillos desde donde un orgulloso
barón dictaba la ley a sus vasallos, y se creía con facultades para desobedecer
las disposiciones del monarca; ni tampoco en si habían de conservarse ese
hormiguero de libertades comunales, que no tenían ninguna trabazón entre sí,
que estaban en oposición con las pretensiones de los grandes, que embarazaban
la acción del soberano, e impedían la formación de un gobierno central, que
asegurando el orden y protegiendo todos los intereses legítimos, diera impulso
al movimiento de civilización que con tanta viveza había comenzado.
No estaba en esto la cuestión, porque los castillos
iban allanándose a toda prisa, los señores iban descendiendo de sus fortalezas
para mostrarse más humanos con el pueblo, ceder a sus exigencias e inclinar
con respeto la frente ante el poder del monarca; y los comunes precisados
a entrar en la amalgama que se iba haciendo de tantas pequeñas repúblicas
para formar grandes monarquías, se veían forzados a sufrir que se escatimase
y cercenasen sus fueros y libertades en la parte que se oponía a la centralización
general.
La cuestión estaba en si había algún medio de
que alcanzando los pueblos los beneficios que había de traerles la centralización
y engrandecimiento del poder, era dable al propio tiempo señalar a éste límites
legales; de manera que sin embarazar ni debilitar su acción, ejerciesen los
pueblos una razonable influencia en el curso de los negocios; y sobre todo,
si podrían conservar el derecho que tenían ya adquirido de vigilar la inversión
de los caudales públicos.
Es decir, que se trataba de evitar las escenas
sangrientas de las revoluciones, y los abusos y desmanes de los privados.
Para que los pueblos pudieran por sí solos conservar
esta influencia, era necesario que contaran con un recurso indispensable para
tales casos, recurso de que en general estaban muy faltos: la inteligencia
en los negocios públicos.
No es esto decir que entre los comunes no hubiera
cierta clase de conocimientos, pero es menester no olvidar que la palabra
público acaba de levantarse a una altura muy superior, porque no limitándose
su significado a una municipalidad, ni a una provincia, a causa de la centralización
que en general iba prevaleciendo, se extendía a todo un reino, y aun éste
no aislado, sino en relación con todos los demás pueblos.
Desde entonces empezaba ya la civilización europea
a presentar ese carácter de generalidad que la distingue; desde entonces,
para formar verdadero concepto de un negocio en un reino, era menester elevar
y extender la vista, dar una mirada a la Europa entera, y tal vez al mundo.
593
Ya se ve que los hombres capaces de tanta elevación
de miras no debían de ser muy comunes; y además era natural que atraído lo
más ilustre de la sociedad por el brillo que rodeaba el trono de los reyes,
se formase allí un foco de inteligencia que podía pretender exclusivos derechos
al gobierno. Si con este centro de acción y de inteligencia encaráis al pueblo
solo, todavía débil, todavía ignorante, ¿qué sucederá?
Bien fácil es conocerlo; pues jamás prevalecieron
la debilidad y la ignorancia sobre la fuerza y la inteligencia. ¿Y qué medios
había para atajar este inconveniente? Conservar la religión católica en toda
Europa; conservar de esta manera el influjo del clero; porque nadie ignora que éste se hallaba todavía con el cetro
del saber.
Cuando se ha ensalzado el Protestantismo por
haber debilitado la influencia política del clero católico, no se ha reflexionado
bastante sobre la naturaleza de ella. Difícil fuera encontrar una clase que tuviera
afinidades con los tres elementos de poder, intereses comunes con todos ellos,
sin estar exclusivamente ligada con ninguno.
La monarquía nada tenía que temer del clero;
pues que los ministros de una religión que mira al poder como bajado del cielo,
mal podían declararse enemigos del real, que, como hemos visto, era la cabeza
de todos los demás. La aristocracia tampoco tenía que recelar del clero, mientras
se limitase a un círculo razonable. Al alegar sus títulos de propiedad con
respecto a sus riquezas, y sus derechos a cierta consideración y preferencia,
no se viera contrariada por una clase que por sus principios e intereses no
podía ser enemiga de cuanto estuviera encerrado en el ámbito de la razón,
de la justicia y de las leyes.
La democracia, y entiendo ahora por esta palabra
la generalidad del pueblo, había encontrado a la época de su mayor abatimiento
el más firme apoyo, el más generoso amparo en la Iglesia: y ella, que tanto
había trabajado por emanciparle de la antigua esclavitud, por aligerarle las
cadenas feudales, ¿cómo podía ser enemiga de una clase a quien miraba como
a su hechura?
Si el pueblo había mejorado su estado civil,
lo debía al clero; si había alcanzado influencia política, lo debía a la mejora
de su situación, y esta mejora era debida al clero; y si a su vez el clero
tenía en alguna parte seguro apoyo, había de ser en esta misma clase popular,
que estaba con él en continuo contacto, y que de él recibía todas sus inspiraciones
y enseñanza.
Además, la Iglesia tomaba indistintamente sus
individuos de en medio de todas las clases, sin que exigiera para elevar a
un hombre al sagrado ministerio, ni títulos de nobleza, ni riquezas; y esto
solo era bastante para que el clero tuviese con las inferiores relaciones
muy íntimas, y que no pudieran éstas mirarle con aversión ni desvío.
594
Échase pues de ver que el clero, ligado con todas
las clases, era un elemento excelente para impedir el prevalecimiento exclusivo
por parte de ninguna de ellas, y muy a propósito para que se mantuvieran todos
los elementos en cierta fermentación suave y fecunda, que andando el tiempo
produjese una combinación natural y sazonada.
No es esto decir que hubiesen faltado desavenencias,
contiendas, quizás luchas; cosas todas inevitables mientras los hombres no
dejen de ser hombres; pero ¿quién no ve que entonces fuera imposible el espantoso derramamiento
de sangre que se hizo en las guerras de Alemania, en la revolución de Inglaterra,
y en la de Francia?
Se me dirá, quizás, que el espíritu de la civilización
europea se encaminaba por necesidad a disminuir la excesiva desigualdad de
clases; yo lo confieso; y aún añadiré que esa tendencia era muy conforme a
los principios y máximas de la religión cristiana, que recuerda de continuo
a los hombres su igualdad ante Dios, que todos tienen un mismo origen y destino,
que nada son las riquezas y los honores, que lo único que hay de sólido sobre la tierra,
lo único que nos hace agradables a los ojos de Dios es la virtud.
Pero reformar no es destruir; para remediar el mal, no se debe matar a quien
lo padece.
Se ha preferido derribar de un golpe lo que se
podía corregir por medios legales; falseada la civilización europea con las
funestas innovaciones del siglo XVl, desconocida la legítima autoridad hasta
en las materias que le eran más propias, se han sustituido a su acción benéfica
y suave los desastrosos recursos de la violencia.
Tres siglos de calamidades han amaestrado un
tanto a las naciones, manifestándoles cuán peligroso es, aun para el buen
éxito de las empresas, el encomendarlas a los duros azares del empleo de la
fuerza; pero es probable que si el Protestantismo no hubiese aparecido como
manzana de discordia, todas las grandes cuestiones sociales y políticas estarían
mucho más próximas a una resolución acertada y pacífica, si es que no hubiesen
sido resuelta mucho tiempo antes
[iv]
. VER NOTA 37
595
LA CIENCIA política más moderna se lisonjea de
sus grandes adelantos en materia de gobiernos representativos; y nos dice
de continuo que la escuela donde habían recibido sus lecciones los diputados
de la Asamblea constituyente nada entendía de achaque de constituciones políticas.
Y bien, comparando las doctrinas de la escuela dominante con las de su predecesora,
¿cuál es la diferencia que las distingue? ¿En qué puntos están discordes?
¿Dónde está el ponderado adelanto?
La del siglo XVIII había dicho: "El rey es naturalmente
el enemigo del pueblo; su poder es necesario o destruirle enteramente, o al
menos cercenarle y limitarle de tal manera que se presente en la cinta del
edificio social con las manos atadas, y sólo con facultad de aprobar lo que
sea del agrado de los representantes del pueblo".
¿Y qué dice la escuela moderna, ella que se precia
de más adelantada, que se aplaude de no haber despreciado las lecciones de
la experiencia, que se gloría de haber dado en el blanco señalado por la razón
y el buen sentido?
"La monarquía, dice, es una verdadera necesidad para las grandes
naciones europeas; sea lo que fuere de los ensayos hechos en América, éstos
han de sufrir todavía la prueba del tiempo; y además, habiéndose verificado
en circunstancias muy diferentes de las nuestras, nunca pueden ser imitadas
por nosotros.
El rey no ha de ser mirado como enemigo del pueblo, sino como su padre;
y lejos de exponerle a la vista pública con las manos atadas, es necesario
presentarle rodeado de poder, de grandor y hasta de majestad y de pompa; porque
de otro modo no será posible que el trono llene las altas funciones que le
están encomendadas.
El rey ha de ser inviolable,
y esta inviolabilidad es menester que no sea de puro nombre, sino verdadera
y efectiva, sin que pueda ser atacada jamás bajo ningún pretexto. Es necesario
que el monarca esté colocado en una esfera superior al torbellino de las pasiones
y partidos; cual una divinidad tutelar, que enteramente ajena a toda mira
mezquina, a toda pasión baja, sea como el representante de la razón y de la
justicia".
596
"Insensatos, han dicho sus adversarios, ¿no veis que para
tener un rey como le queréis vosotros, más valiera no tener ninguno?, ¿no
veis que el monarca entre vosotros será siempre el enemigo nato de la constitución,
pues que ella le sale siempre al paso por todas partes, embarazándole, coartándole,
humillándole?"
Cotejemos ahora esos adelantos científicos con
las doctrinas dominantes en Europa mucho antes de la aparición del Protestantismo;
y resultará demostrado que todo cuanto ellas entrañan de razonable, de justo,
de útil, era ya sabido, común en Europa, antes que obrasen sobre ella otras
influencias que las de la Iglesia católica.
Es necesario un rey, dice la escuela moderna;
y merced a la influencia de la religión católica, todas las grandes naciones
de Europa tenían un rey: el rey ha de ser mirado no como enemigo, sino como
padre del pueblo, y padre del pueblo se le apellidaba ya; el poder del rey
ha de ser grande: y ese poder era grande también; el rey ha de ser inviolable,
su persona ha de ser sagrada; y su persona era sagrada; y esta prerrogativa
se la aseguraba de muy antiguo la Iglesia con una ceremonia solemne, augusta,
la consagración.
"El pueblo es soberano, decía la escuela del siglo pasado; la
ley es la expresión de la voluntad general; los representantes del pueblo
son, pues, los únicos que tienen la facultad legislativa; el monarca no puede
contrariar esa voluntad: las leyes se sujetarán a su sanción por mera fórmula;
si se negase a darla, sufrirán a lo más un nuevo examen; pero si la voluntad
de los representantes del pueblo continuare la misma, se la elevará a la esfera
de ley; y el monarca, que negándole su sanción había manifestado que la reputaba
nociva al bien público, quedará obligado a mandarla ejecutar, con mengua de
su dignidad e independencia".
¿Y qué
dice a esto la escuela moderna?
"La soberanía del pueblo, o nada significa, o tiene un sentido
muy peligroso; la ley no ha de ser la expresión de la voluntad, sino de la
razón; la mera voluntad no basta para hacer leyes; son necesarias la razón,
la justicia, la conveniencia pública";
y todas esas ideas eran comunes ya mucho antes del siglo XVI, no sólo entre
los sabios, sino también entre la gente más sencilla e ignorante.
Un doctor del siglo XIII lo había expresado con
su acostumbrado y admirable laconismo: ordenación de la razón, dirigida al bien común.
"Si queréis, continúa la escuela
moderna, si queréis que el poder real sea una verdad, es necesario señalarle
el primer lugar entre los poderes legislativos, es necesario el veto absoluto;
y en las antiguas Cortes, en los antiguos Estados y parlamentos, tenía el
rey ese primer puesto entre los poderes legislativos, y nada se hacía contra
su voluntad: poseía el veto absoluto".
597
"Fuera
toda clase, dicen los de la Asamblea constituyente, fuera, toda distinción:
el rey encarado directa, e inmediatamente, con el pueblo; lo demás es un atentado
contra los derechos imprescriptibles".
"Sois unos temerarios, dice la escuela moderna,
si no hay distinciones, es menester crearlas; si en la sociedad no hay clases
quede suyo puedan formar un segundo cuerpo legislativo, un mediador entre
el rey y el pueblo, será menester fingir esas clases, será necesario crear
por la ley lo que no se halle en la sociedad; si no hay realidad, ha de haber
ficción".
Y esas clases existían en la sociedad antigua,
y tomaban parte en los negocios públicos, y estaban organizadas en brazos,
y formaban altos cuerpos colegisladores.
Y pregunto yo ahora: ¿de semejante
cotejo no resulta más, claro que la luz del día, que lo que actualmente se
apellida adelanto en: materias de gobierno, es en el fondo un verdadero retroceso
hacia lo que se hallaba enseñado y practicado por todas partes antes del Protestantismo,
bajo la influencia de la religión católica?
Por cierto que con respecto a los hombres dotados
de mediana comprensión en materias sociales y políticas, podré dispensarme
de insistir sobre las diferencias que necesariamente deben mediar entre una
y otra época.
Reconozco que el mismo curso de las cosas hubiera traído modificaciones
de importancia; siendo preciso acomodar las instituciones políticas a las
nuevas necesidades que se habían de satisfacer. Pero sostengo, sí que en cuanto
lo consentían las circunstancias, la civilización europea marchaba por el
buen camino hacia un mejor porvenir, que ella entrañaba en su seno los medios
que había menester para reformar sin trastornar.
Más para esto convenía que los acontecimientos
se desenvolvieran con espontaneidad, sin violencia de ningún género; convenía
no olvidar que la acción del hombre por sí sola vale muy poco; que los ensayos
repentinos son peligrosos; que las grandes producciones sociales se asemejan
a las de la naturaleza; unas y otras necesitan un elemento indispensable:
el tiempo.
Un hecho hay sobre el cual me parece que no se
ha fijado la atención, sin embargo de que en él viene encerrada la explicación
de extraños fenómenos que se han presenciado durante los tres últimos siglos.
El hecho es que el Protestantismo ha impedido que la civilización moderna
fuera homogénea; contrariándose una muy fuerte tendencia que conduce a esta
homogeneidad a todas las naciones ele Europa. No cabe duda que la civilización
de los pueblos recibe su naturaleza y caracteres de los principios que le
han comunicado el movimiento y la vida; y siendo estos principios los mismos
a poca diferencia para todas las naciones de Europa, debían éstas parecerse
mucho unas a otras.
598 La historia
se halla en esta parte de acuerdo con la filosofía; y así es que mientras
las naciones europeas no tuvieron inoculado ningún germen de división, se
las veía desarrollar sus instituciones civiles y políticas con una semejanza
muy notable. Es cierto que se observaban entre ellas aquellas diferencias
que eran el resultado inevitable de la diversidad de circunstancias; pero
se conoce que llevaban camino de asemejarse más y más, tendiendo a formar
de la Europa un todo, de que nosotros, acostumbrados como estamos a la división,
no podemos formarnos completa idea.
Esta homogeneidad hubiera llegado a su colmo
por medio de la rapidez de la comunicación intelectual y material, que se
estableció con el aumento y prosperidad de las artes y comercio, y sobre todo
con la imprenta; pues que el flujo y reflujo de las ideas hubiera allanado
a toda prisa las desigualdades que separaban a limas naciones de otras.
Pero desgraciadamente nació el Protestantismo,
y separó a los pueblos europeos en dos grandes familias que se profesaron
desde su división un odio mortal; odio que produjera encarnizadas guerras
en que se vertieron torrentes de sangre. Peor que estas catástrofes fue todavía
el germen de cisma civil, político y literario que dimanó de la falta de unidad
religiosa.
Las instituciones
civiles y políticas, y todos los ramos de conocimientos hayan nacido y prosperado
en Europa bajo el influjo de la religión; el cisma fue religioso, afectó la
raíz misma, y por necesidad se extendió a todos los ramos. Esta fue la causa
de que se levantaran entre unas y otras naciones esos muros de bronce que
las tenían separabas, de que se esparciese por todas partes el espíritu de
sospecha y desconfianza, de que lo que antes se hubiera juzgado como inocente
o de poca monta, se reputase después como altamente peligroso.
Bien se deja entender el malestar, la inquietud,
la agitación, que combinaciones tan funestas debían traer; y la historia de
las calamidades que afligieron a Europa en los tres últimos siglos puede decirse
que está encerrada en ese germen maligno. Las guerras de los anabaptistas,
la del imperio, la de los treinta años, a quien las debe la Alemania? Las
de los hugonotes, las escenas sangrientas de la Liga, a quien las debe In
Francia?
Lo quien debe esa causa profunda de división,
ese semillero de discordia, que empezó en los hugonotes, continuo en el jansenismo,
prosiguió con la filosofía y terminó en la Convención?
La Inglaterra, si no abrigara en su seno ese
hormiguero de sectas que nacieron en ellas con el Protestantismo, hubiera
tenido que sufrir los desastres de una revolución prolongada por tantos años?
Si Enrique VIII no se hubiese separado de la Iglesia católica, no habría pasado
la Gran Bretaña los dos tercios del siglo XVI en medio de las persecuciones
religiosas mas atroces, y del despotismo mas brutal, ni se hubiera visto anegada
en la mayor parte del siglo XVII en raudales de sangre vertida por el fanatismo
de las sectas.
599 Sin
el Protestantismo, habría llegado al fatal estado en que se halla la cuestión
irlandesa, dejando apenas medio entre un desmembramiento del imperio y una
revolución espantosa?
Pueblos hermanos no hubieran encontrado medio
de entenderse amistosamente, si durante los tres últimos siglos no los separaran
las discordias religiosas con un lago de sangre?
Estas ligas ofensivas y defensivas entre naciones
y naciones, que dividían la Europa en dos partes no menos enemigas que cristianos
y musulmanes, esos odios tradicionales entre el norte y el mediodía, esa profunda
separación entre la Alemania protestante y la católica, entre España e Inglaterra,
y entre esta y Francia, debieron de contribuir sobremanera a que se retardase
la comunicación entre los pueblos europeos, y a que sólo se lograse con el
desarrollo de los medios materiales, lo que se habría obtenido mucho antes
con el auxilio de los morales.
El vapor se encamina a convertir la Europa en
una gran ciudad; quien tiene la culpa de que se hayan odiado durante tres
siglos, hombres que habían de hallarse un día bajo un mismo techo?
El estrecharse mucho antes los corazones no hubiera
anticipado el momento feliz en que pudieran estrecharse las manos?
600
INCOMPLETA dejaría la aclaración de esta materia,
si no soltase la dificultad siguiente: "En España dominó exclusivamente
el Catolicismo, y a su lado prevaleció la monarquía absoluta, lo que indica
que las doctrinas católicas son enemigas de la libertad política".
La mayor parte de los hombres no entra en profundo
examen sobre la verdadera naturaleza de las cosas, ni sobre el valor de las
palabras; en pudiéndose presentarles alguna cosa de bulto, y que hiere fuertemente
su imaginación, aceptan los hechos tales como se los ofrecen a primera vista,
y confunden sin reparo la causalidad con la coincidencia. No puede negarse
que el predominio de la religión católica coincidió en España con el prevalecimiento
de la monarquía absoluta; pero la dificultad está en si fué la religión la
verdadera causa de dicho prevalecimiento; si fué ella quien echó por el suelo
las antiguas Cortes, asentando sobre las instituciones populares el trono
de los monarcas absolutos.
Antes de colocarnos en el terreno donde ha de
agitarse la presente cuestión, es decir, antes de descender al examen de las
causas particulares que destruyeron la influencia de la nación en los negocios
públicos, será bien recordar que en Dinamarca, en Suecia, en Alemania, se estableció y arraigó
el absolutismo al lado del Protestantismo; lo que basta para manifestar
que se puede fiar muy poco del argumento de las coincidencias, pues que militando
la misma razón en un caso que otro, tendríamos también probado que el Protestantismo
conduce a la monarquía absoluta.
Y aquí advertiré, que cuando en los capítulos
anteriores me propuse manifestar que la falsa Reforma contribuyó a matar la
libertad política, si bien llamé la atención sobre las coincidencias, no me
fundé únicamente en ellas, sino en que el Protestantismo, sembrando doctrinas
disolventes, había hecho necesario un poder más fuerte; y destruyendo la influencia
política del clero y del Papa había trastornado el equilibrio de las clases,
dejado al trono sin contrapeso, y aumentado además sus facultades, otorgándole
la supremacía eclesiástica en los países protestantes, y exagerando sus prerrogativas
en los católicos.
Pero dejemos esas consideraciones generales,
y fijemos la vista sobre España. Esta nación tiene la desgracia de ser una
de las menos conocidas; pues que ni se hace un verdadero estudio de su historia,
ni se observa cual debe su situación presente. Sus agitaciones, sus revueltas,
sus guerras civiles, están diciendo en alta voz que no se acierta en el verdadero
sistema de gobierno; lo que indica bien a las claras que se tiene poco conocida
la nación que se ha de gobernar. Con respecto a su historia, aun es mayor,
si cabe, el desvarío; porque como los sucesos se han alejado ya mucho de nosotros,
y si influyen sobre lo presente es de un modo secreto y no muy fácil de ser
conocido, satisfechos los observadores con una mirada superficial sueltan
la rienda al curso de sus opiniones, y quedan éstas sustituidas a la realidad
de los hechos.
Casi todos los autores que tratan de las causas
por que se perdió en España la libertad política, fijan principal o exclusivamente
sus ojos sobre Castilla, y atribuyen a la sagacidad de los monarcas mucho
más de lo que les señala el curso de los sucesos.
La guerra de las comunidades suele tomarse como
punto de vista; al decir de ciertos escritores, parece que sin la derrota
de Villalar hubiera medrado indefectiblemente la libertad española. Ni negaré
que la guerra de las comunidades sea un excelente punto de vista para estudiar
esta materia, ni que en los campos de Villalar se hiciera en algún modo el
desenlace del drama, ni que Castilla deba mirarse como el centro ele los acontecimientos,
ni que los monarcas españoles empleasen mucha sagacidad en llevar a cabo su
empresa; creo, sin embargo, que no es justo dar a ninguna de esas consideraciones
una preferencia exclusiva; y además me parece también que por lo común no
se atina en el verdadero punto de la dificultad, que se toman a veces los
efectos por las causas, y lo accesorio por lo principal.
A mi juicio, las causas de la ruina de las instituciones
libres fueron las siguientes:
1°, el desarrollo prematuro y excesivamente lato
de esas mismas instituciones;
2° el haberse formado la nación española de miembros
tan heterogéneos, y que tenían todos instituciones muy populares;
3° el haberse asentado el centro del mando en
medio de las provincias donde eran menos amplias dichas formas, y más dominante
el poder de los reyes;
4° la excesiva abundancia de riquezas, de poderío
y de gloria, de que se vió rodeado el pueblo español, y que le adormecieron
en brazos de su dicha;
5° la posición militar y conquistadora en que
se encontraron los monarcas españoles; posición que cabalmente se halló en
todo su auge y esplendor, en los tiempos críticos en que debía decidirse la
contienda
602
Examinaré rápidamente" estas causas, ya
que la naturaleza de la obra no me permite hacerlo con la extensión que reclaman
la gravedad e importancia del asunto. El lector me dispensará esta excursión
política, recordando el estrecho enlace que con la presente materia tiene
la cuestión religiosa.
Es un hecho fuera de duda que la España fué entre
las naciones monárquicas la que llevó la delantera en punto a formas populares.
El desarrollo fué prematuro y excesivo, y esto contribuyó a arruinarlas; de
la propia suerte que enferma y muere temprano el niño, que en edad demasiado
tierna llega a estatura muy alta, o manifiesta inteligencia sobrado precoz.
Ese vivo espíritu de libertad, esa muchedumbre
de fueros y privilegios, esas trabas que embargan el movimiento del poder
privándole de ejercer su acción con rapidez y energía, ese gran desarrollo
del elemento popular de suyo inquieto y turbulento, al lado de las riquezas,
poderío y orgullo de la aristocracia, debían engendrar naturalmente muchos
disturbios; pues no era posible que funcionaran tranquilamente con acción
simultánea, tantos, tan varios y tan opuestos elementos, que además no habían
tenido aún el tiempo suficiente para combinarse cual debieran, a fin de vivir
en pacífica comunión y armonía.
El orden es la primera necesidad de las sociedades;
a ellas deben doblegarse las ideas, las costumbres y las leyes; y así es que
viéndose que existe algún germen de desorden continuo, por más arraigo que
tenga ese germen, se puede asegurar que o será extirpado, o al menos amortiguado,
hasta que no ofrezca perenne riesgo a la tranquilidad pública.
La organización municipal y política de España
tenía este inconveniente; y he aquí una necesidad imperiosa de modificarla.
Tal era a la sazón el estado de las ideas y costumbres,
que no era fácil que parase la cosa en mera modificación; porque no había
entonces como ahora ese espíritu constituyente que crea con tanta facilidad
numerosas asambleas para formar nuevos códigos fundamentales o reformar los
antiguos; ni habían tomado las ideas esa generalidad por la cual elevándose
sobre todo lo que tiene algo de circunscrito a un pueblo particular, se encumbran
hasta aquellas altas regiones desde donde se pierden de vista todas las circunstancias
locales, y no se divisa más que hombre, sociedad, nación, gobierno.
Entonces no era así; una carta de libertad concedida
por un rey a alguna ciudad o villa; alguna franquicia arrancada a un señor
por sus vasallos armados; algún privilegio obtenido por una acción ilustre
en las guerras, ora propia, ora de los ascendientes.
603
Una concesión hecha en Cortes por el monarca en el acto del otorgamiento de
alguna contribución, o como la llamaban, servicio; una ley, una costumbre
cuya antigüedad se ocultaba en la oscuridad de los tiempos, y se confundía
con la cuna de la monarquía; éstos y otros semejantes eran los títulos en
que estribaba la libertad de la nobleza y del pueblo, títulos de que se mostraban
ufanos, y de cuya conservación e integridad eran celosísimos y acérrimos defensores.
La libertad de ahora tiene algo de más vago,
y a veces de menos positivo a causa de la misma generalidad y elevación a
que se han remontado las ideas; pero en cambio es también menos a propósito
para ser destruida; porque hablando un lenguaje entendido de todo, los pueblos,
y presentándose como una causa común a todas las naciones, excita simpatías
universales, y puede formar asociaciones mas vastas para resguardarse contra
los golpes que el poder intente descargarle.
Las palabras
de libertad, de igualdad, de derechos del hombre, las de intervención del
pueblo en los negocios públicos, de responsabilidad ministerial, de opinión
pública, de libertad de imprenta, de tolerancia y otras semejantes, entrañan
ciertamente mucha variedad de sentidos, difícil de deslindar y clasificar,
cuando se trato de hacer de ellas aplicaciones particulares; pero no dejan,
sin embargo, de ofrecer al espíritu ciertas ideas, que aunque complicadas
y confusas, tienen alguna falsa apariencia de sencillez y claridad.
Y como de otra parte presentan objetos de bulto,
que deslumbran con colores vivos y halagüeños, resulta que al pronunciarlas
se los escucha con, interés, son comprendidos de todos los pueblos, y parece
que constituyéndose en campeón de lo que por ellas viene expresado, se elevan
al alto rango de defensor de los derechos de la humanidad entera.
Pero presentaos entre los pueblos libres de los
siglos XIV y XV, y os hallaréis en situación muy diferente; tomad en manos
una franquicia de Cataluña o Castilla, y dirigíos a esos aragoneses que tan,
bravos se muestran al tratar de sus fueros; aquello no es lo suyo, ni excita
su celo ni su interés; mientras no hallen el nombre que le recuerde alguna
de sus villas o ciudades, aquel pergamino será para ellos una cosa indiferente
y extraña.
Este inconveniente que tenía su raíz en el mismo
estado de las ideas, de suyo limitada a circunstancias locales, subía de punto
en España, donde se andaban amalgamando debajo de un mismo cetro pueblos tan
diferentes en sus costumbres y en su organización municipal y política, y
que además no carecían de rivalidades y rencores.
604
En tal caso, era mucho más fácil que pudiera
combatirse la libertad de una provincia sin que las demás se creyeran ofendidas,
ni temieran por la suya. Si cuando, se levantaron en Castilla las comunidades
contra Carlos V hubiera existido esa comunicación de ideas
y sentimientos, esas vivas simpatías que a la sazón enlazan a todos los pueblos,
la derrota de Villalar habría sido una derrota y nada más; porque resonando
el grito de alarma en Aragón y Cataluña, a buen seguro que hubieran dado mucho
más que entender al inexperto y mal aconsejado monarca. Pero no fue así: se
hicieron esfuerzos aislados, y por lo mismo estériles.
El poder real, procediendo siempre sobre un mismo
plan, podía ir batiendo por partes aquellas fuerzas diseminadas, y el resultado
no era dudoso.
En 1521 perecieron en un cadalso Padilla, Bravo
y Maldonado; en 1591 sufrieron igual suerte en Aragón D. Diego de Heredia,
D. Juan de Luna y el mismo justicia D. Antonio de Lanuza. y cuando en 1640
se sublevaron los catalanes en defensa de sus fueros, a pesar de sus manifiestos
por atraerse partidarios, no encontraron quién les ayudase.
No existían entonces esas hojas sueltas que a
cada mañana nos llaman la atención hacia toda clase de cuestiones, y que nos
alarman al menor riesgo. Los pueblos apegados a sus usos y costumbres, satisfechos
con las nominales confirmaciones que de sus fueros iban haciendo cada día
los reyes, ufanos con la veneración que éstos manifestaban á las antiguas
libertades, no reparaban que tenían a su vista un adversario sagaz que no
empleaba la fuerza sino cuando era menester para un golpe decisivo; pero que
en todo caso la tenía siempre preparada para aplastarlos con robusta mano.
Estudiando con reflexión la historia de España
se observa desde luego, que el plan de concentrar toda la acción gubernativa
en manos del monarca, excluyendo en cuanto fuera dable la influencia de la
nación, principió desde el reinado de Fernando e Isabel. Y no es extraño;
porque entonces hubo a un tiempo más necesidad y mayor facilidad de hacerlo.
Hubo más necesidad, porque partiendo la acción del gobierno de un mismo centro,
y extendiéndose a toda España, a la sazón tan varia en sus leyes, usos y costumbres,
se debía sentir más de lleno y con mayor viveza el embarazo que oponía a la
acción central, tanta diversidad de cortes, de ayuntamientos, de códigos y
privilegios; y como todo gobierno desea que su acción sea rápida y eficaz,
era natural que se apoderase del consejo de los reyes de España el pensamiento
de allanar, de uniformar y centralizar.
605
Ya se deja entender que a un rey que se hallaba
a la cabeza de numerosos ejércitos, que disponía de soberbias flotas, que
había humillado en cien encuentros a poderosos enemigos, que se veía respetado
de las naciones extranjeras, no podía serle muy agradable el tener que sujetarse
a cada paso a celebrar Cortes, ora en Castilla, ora en Aragón, después en
Valencia, luego en Cataluña; y que le habían de repugnar algún tanto aquellos
repetidos juramentos de guardar los fueros y libertades; aquella eterna cantinela
que hacían resonar a sus oídos los procuradores de Castilla, y los brazos
de Aragón, de Valencia y de Cataluña.
Ya se deja entender que aquello de tener que
humillarse a pedir a las Cortes algún servicio para los gastos del Estado,
y en particular para las guerras casi nunca interrumpidas, les había de caer
tan poco en gracia a los reyes, que sólo se resignarían a hacerlo, temiendo
la fiera altivez de aquellos hombres, que al paso que combatían como leones
en el campo de batalla cuando se trataba de su religión, de su patria y de
su rey, hubieran peleado intrépidos en las calles y en sus casas, si se hubiese
intentado arrebatarles los fueros y franquicias que habían heredado de sus
mayores.
Con sólo la reunión de las coronas de Aragón
y Castilla, se preparó ya de tal manera la ruina de las instituciones populares,
que era poco menos que imposible no viniesen al suelo. Desde entonces quedó
el trono en posesión demasiado elevada, para que pudieran ser barreras bastantes
a contenerle los fueros de los reinos que se habían unido.
Si quisiéramos imaginar un poder político que
a la sazón fuera capaz de hacer frente al trono, debiéramos figurarnos todas
las asambleas que con nombre de Cortes se veían de vez en cuando en varias
partes del reino, reunidas también, refundidas en una representación nacional,
aumentándose su fuerza de la propia manera que se había alimentado la de los
reyes; deberíamos imaginarnos aquella asamblea central, heredera de sus componentes
en celo por la conservación de los fueros y privilegios, sacrificando en las
aras del bien común todas las rivalidades, y dirigiéndose a su objeto con
paso firme, en masa compacta, para que no fuera fácil abrirle ninguna brecha.
Es decir, que deberíamos figurarnos un imposible;
imposible por el estado de las ideas, imposible por el estado de las costumbres,
imposible por las rivalidades de los pueblos, imposible porque no eran éstos
capaces de comprender la cuestión bajo un aspecto tan grandioso, imposible
por la resistencia que a ello habrían opuesto los reyes, por los embarazos
y complicaciones que hubiera ofrecido la organización municipal, social y
política; en una palabra, deberíamos fingir cosas tan imposibles de ser entonces
concebidas, como ejecutadas.
606
Todas las circunstancias favorecían al engrandecimiento
del poder del monarca. No siendo ya solamente rey de Aragón o de Castilla,
sino de España, los antiguos reinos iban haciéndose muy pequeños ante la altura
y esplendor del solio; y como desde entonces ya empezaban a tomar el puesto
que después les había de caber, el de provincias. Ya el monarca teniendo que
ejercer una acción más extensa y complicada, no puede estar en tan continuo
contacto con sus vasallos; y cuando sea menester celebrar Cortes en alguno
de los reinos componentes, será preciso aguardar mucho tiempo por hallarse
ocupado en otro punto de sus dominios.
Para castigar una sedición, para enfrenar un
desmán, o reprimir una demasía, ya no le será preciso acudir a las armas del
país; con las de Castilla podrá sojuzgar a los que se subleven en la Corona
de Aragón, y con el ejército de ésta podrá abatir a los rebeldes de Castilla.
Granada ha caído a sus pies, la Italia se humilla bajo la
vencedora espada de uno de sus generales, sus flotas conducen a Colón que
ha descubierto un nuevo mundo; volved entonces la vista hacia ese bullicio
de cortes y ayuntamientos, y desaparecerán a vuestros ojos como desaparecieron
en la realidad.
Si las costumbres de la nación hubieran sido
pacíficas, si no hubiera sido su estado ordinario el de la guerra, quizás
fuera menos difícil que se salvaran las instituciones democráticas. Dirigida
exclusivamente la atención de los pueblos hacia el régimen municipal y político,
hubieran podido conocer mejor sus verdaderos intereses; los mismos reyes no
se arrojaran tan fácilmente a todo linaje de guerra, perdiendo así el trono
parte del prestigio que le comunicaban el esplendor y el estruendo de las
armas; la administración no se hubiera resentido de aquella dureza quebrantadora
de que más o menos adolecen siempre las costumbres militares; haciéndose de
esta suerte menos difícil que se conservara algún respeto a los antiguos fueros.
Cabalmente España era entonces
la nación más belicosa del mundo. El campo de
batalla era su elemento; siete siglos de combates habían hecho de ella un
verdadero soldado; las recientes victorias sobre los moros, las proezas de
los ejércitos de Italia, los descubrimientos de Colón, todo contribuía a engreírla,
y a darle aquel espíritu caballeresco
que por tanto tiempo fue uno de sus más notables distintivos. El rey había
de ser un capitán; y podía estar seguro de cautivar el ánimo de los españoles,
mientras se hiciera ilustre con brillantes hechos de armas. Y las armas son
muy temibles para las instituciones populares; porque habiendo vencido en
el campo de batalla, acostumbran a trasladar a las ciudades el orden, y la
disciplina de los campamentos.
607
Ya desde el tiempo de Fernando e Isabel se levanta
tan alto el solio de los reyes de Castilla, que en su presencia apenas se
divisan las instituciones libres; y si después de la muerte de la reina vuelven
a aparecer sobre la escena los grandes y el pueblo, es porque con la mala
inteligencia entre Fernando el Católico y Felipe el Hermoso, había perdido
el trono su unidad, y por consiguiente su fuerza. Así es que tan pronto como
cesan aquellas circunstancias; sólo se ve figurar el trono; y esto no sólo
en los últimos días de Fernando, sino también bajo la regencia de Cisneros.
Exasperados los castellanos con las demasías
de los flamencos, y alentados tal vez con la esperanza de la debilidad que
suele llevar consigo el reinado de un monarca muy joven, volvieron a levantar
su voz. Las reclamaciones y quejas degeneraron luego en disturbios, convirtiéndose
después en abierta insurrección. A pesar de las muchas circunstancias que
favorecían sobremanera a los comuneros, a pesar de la irritación que debía
de ser general a todas las provincias de la monarquía, notamos sin embargo
que el levantamiento, si bien es considerable, no es tal sin embargo que presente
la extensión y gravedad de un alzamiento nacional; manteniéndose buena parte
de la Península en una verdadera neutralidad, e inclinándose otra a la causa
del monarca. Si no me engaño, esta circunstancia indica el inmenso prestigio
que había adquirido el trono, y que era mirado ya como la institución más
dominante y poderosa.
Todo el reinado de Carlos V fué lo más a propósito para llevar a cabo
la obra comenzada; pues habiéndose inaugurado bajo el auspicio de la batalla
de Villalar, continuó con no interrumpida serie de guerras, en que los tesoros
y la sangre de los españoles se derramaron por todos los países de Europa,
África y América con prodigalidad excesiva.
Ni siquiera se daba a la nación el tiempo para
cuidar de sus negocios; estaba privada casi siempre de la presencia de su
rey, y convertida en provincia
de que disponía a su talante el emperador de Alemania y dominador de Europa.
Es verdad que las Cortes de 1538 levantaron muy
alto la voz, dando a Carlos una lección severa en lugar del servicio que pedía;
pero era ya tarde, el clero y la nobleza fueron arrojados de las Cortes, y
limitada en adelante la representación de Castilla a los solos procuradores;
es decir, condenada a no ser más que un mero simulacro de lo que era antes,
y un instrumento de la voluntad de los reyes.
608
Mucho se ha
dicho contra Felipe II; pero a mi juicio no hizo más que colocarse
en su lugar propio, y dejar que las cosas siguieran su curso natural. La crisis
había pasado ya, la cuestión estaba decidida; para que la nación volviese
a recobrar la influencia que había pendido, era necesario que pasase sobre
España la innovadora acción de los siglos.
Mas no debe creerse por esto, que la obra de
cimentar el poder absoluto estuviera ya tan acabada que no quedase ningún
vestigio de la antigua libertad; pero refugiada ésta en Aragón y Cataluña,
nada podía contra el gigante que la enfrenaba desde el centro de un país ya
del todo dominado, desde la capital de Castilla. Quizás los monarcas hubieran
podido hacer un ensayo atrevido, cual era el descargar de una vez un golpe
recio sobre cuanto los embarazaba; pero por más probabilidades que tuvieran
de buen éxito, atendidos los poderosos medios de que disponían, se guardaron
muy bien de hacerlo; permitieron a los habitantes de Navarra y de la Corona
de Aragón el disfrutar tranquilamente de sus franquicias, fueros y privilegios;
cuidaron que no se pegase el contagio a las otras provincias; y con los ataques
parciales, y sobre todo con el desuso, lograron que se fuera enfriando el
celo por las libertades antiguas, y que insensiblemente se acostumbraran los
pueblos a la acción niveladora del poder central
[v]
VER NOTA 38.
EN EL CUADRO que acabo de bosquejar, y cuya rigurosa
exactitud nadie es capaz de poner en duda, no se ve la opresora influencia
del Catolicismo, no se descubre la alianza entre el clero y el trono para
matar la libertad; sólo se presenta a nuestros ojos el curso regular y natural
de las cosas, el sucesivo desarrollo de acontecimientos, contenidos los unos
en los otros como la planta en su semilla.
Por lo tocante a la Inquisición, creo haber dicho
lo suficiente en los capítulos donde traté de ella; sólo observaré ahora que
no es verdad que se prostituyese a la voluntad de los monarcas, y que estuviese
en manos de éstos como instrumento político.
609
Su objeto era religioso; y tanto distaba de apartarse
de él para lisonjear la voluntad del soberano, que, como hemos visto ya, no
tenía reparo en condenar las doctrinas que ensanchaban injustamente las facultades
del rey.
Si se
me objeta que la Inquisición era intolerante por su misma naturaleza, y que
así se oponía al desarrollo de la libertad, replicaré que la tolerancia, tal
como ahora la entendemos, no existía a la sazón en ningún país de Europa;
y que en medio de la intolerancia
religiosa se emanciparon los comunes, se organizaron las municipalidades,
y se estableció el sistema de las grandes asambleas, que bajo distintos nombres
intervenían más o menos directamente en los negocios públicos.
No se habían entonces trastornado las ideas,
dando a entender que la religión era amiga y auxiliar de la opresión de los
pueblos; muy al contrario, éstos abrigaban un vivo anhelo de libertad, de
adelanto, que se avenía muy bien en sus espíritus con una fe ardiente, entusiasta,
que consideraba como muy justo y saludable que no se tolerasen creencias opuestas
a la enseñanza de la Iglesia romana.
La unidad en la fe católica no constriñe a los
pueblos como mano de hierro; no les impide el moverse en todas direcciones;
la brújula que preserva del extravío en la inmensidad del Océano, jamás se
apellidó la opresora del navegante.
La antigua unidad de la civilización europea,
¿carecía por ventura de grandor, de variedad y de belleza?
La unidad católica que presidía a los destinos
de la sociedad, ¿embargaba acaso su movimiento, ni aun en los siglos bárbaros?
¿Habéis fijado la vista sobre el grandioso y placentero espectáculo que presentan
los siglos anteriores al XVI?
Parémonos un momento a considerarle, que así
comprenderá mejor con cuánta verdad he afirmado que el curso de la civilización
fue torcido por el Protestantismo.
Con el inmenso sacudimiento producido por la
colosal empresa, de las cruzadas, obsérvase cual hierven los poderosos elementos
depositados en el seno de la sociedad. Avivada su acción con el choque y el
roce, multiplicadas con la unión las fuerzas, despliégase por doquiera y en
todos sentidos, un movimiento de calor y de vida, seguro anuncio del alto
grado de civilización y cultura a que en breve debía encumbrarse la Europa.
Cual si una voz poderosa hubiese llamado a la
vida las ciencias y las artes, preséntanse de nuevo en la sociedad, reclaman
a voz en grito protección y distinguido acogimiento; y los castillos del feudalismo,
legado de las costumbre de los pueblos conquistadores, se ven de repente iluminados
con una ráfaga de luz, que recorre con la velocidad del rayo todos los climas
y países.
Aquellas bandas de hombres que escarbaran fatigosos
la tierra en provecho de sus señores, levantan erguida su frente; y con el
brío en el corazón y la franqueza en los labios, demandan una parte en los
bienes de la sociedad; dirigiéndose recíprocamente una mirada de inteligencia,
se unen, y reclaman de mancomún que se sustituyan las leyes a los caprichos.
Entonces se forman, se engrandecen, se muran
las poblaciones; nacen y se desenvuelven las instituciones municipales; y
acechando tamaña oportunidad los reyes, juguete hasta entonces del orgullo,
ambición y terquedad de los señores, forman causa común con los pueblos. Amenazado
de muerte el feudalismo, entra con denuedo en la lucha; pero en vano; una
fuerza más poderosa que los aceros de sus mismos adversarios le detiene; cual
si le oprimiera el ambiente que le rodea, siente embargados sus movimientos
y debilitada su energía; y desconfiando ya de la victoria, se abandona a los
goces con que le brinda el adelanto de las artes.
Trocando la cerrada cota por el delicado traje,
el robusto escudo por el blasón lujoso, el ademán y continente guerrero por
los modales cortesanos, zapa por su misma base todo su poder, deja que se
desenvuelva completamente el elemento popular y que tome creces cada día mayores
el poder de los monarcas.
Robustecido el cetro de los reyes, desenvueltas
las instituciones municipales, socavado y debilitado el feudalismo, cayendo
de continuo a los golpes de tantos adversarios los restos de barbarie y de
opresión que se notaran en las leyes, se veían un número considerable de grandes
naciones, presentando, y esto por la primera vez en el mundo, mostrando el
apacible espectáculo de algunos millones de individuos reunidos en sociedad,
y que disfrutaban de los derechos de hombre y de ciudadano.
Hasta entonces se había tenido siempre el cuidado
de asegurar la tranquilidad pública, y hasta la existencia de la sociedad,
separando del juego de la máquina a gran parte de los hombres por medio de
la esclavitud; y esto probaba a la vez la degradación, y la flaqueza intrínseca
de las constituciones antiguas.
La religión
cristiana, con el animoso aliento que inspiran el sentimiento de las propias
fuerzas y el ardiente amor de la humanidad, no dudando de que tenía a la mano
muchos otros medios para contener al hombre, sin que necesitase apelar a la
degradación y a la fuerza, había resuelto el problema del modo más grande
y generoso. Ella había dicho a la sociedad: "¿Temes esa inmensa turba que no cuenta con bastantes
títulos para poseer tu confianza?
611
Pués yo salgo fiador por ella; tú la sojuzgas
con una cadena de hierro al cuello, yo domeñaré su mismo corazón; suéltala
libremente, y esa muchedumbre que te hace temblar como manada de bestias feroces,
se convertirá en clase útil para sí y para ti misma." Y había sido escuchada
esta voz; y libres ya del férreo yugo todos los hombres, trabábase aquella
noble lucha que debía equilibrar la sociedad, sin destruirla ni desquiciarla.
Ya hemos visto más arriba que se hallaban a la
sazón, cara a cara, adversarios muy poderosos; y si bien eran inevitables
algunos choques más o menos violentos, nada había que hiciese presagiar grandes
catástrofes, con tal que combinaciones funestas no vinieran a romper el freno,
único capaz de dominar ánimos tan briosos y tal vez exasperados, quitando
de en medio aquella voz robusta que hubiera dicho a los combatientes: basta;
aquella voz que hubiera sido escuchada con más o menos docilidad, pero lo
suficiente para templar el calor de las pasiones, moderar el ímpetu de los
ataques y prevenir escenas sangrientas.
Dando una ojeada sobre Europa a fines del siglo
XV y principios del XVI, buscando
los elementos que campeaban en la sociedad, y que entrando en reñida competencia
podían turbar su sosiego, se descubre el poder real elevado ya a grande altura,
sobre los señores y los pueblos.
Si bien se le observa todavía complaciendo a
sus rivales, y abalanzarse hacia unos por sojuzgar a los otros, se conoce
fácilmente que aquel poder es ya indestructible; y que más o menos coartado
por los recuerdos altaneros del feudalismo, y por la fuerza siempre creciente
e invasora del brazo popular, debía quedar no obstante, como un centro que
pusiese a cubierto a la sociedad de violencias y demasías. Tan marcada era
la dirección hacia este punto, que con más o menos claridad, con caracteres
más o menos semejantes, se presenta por doquiera el mismo fenómeno.
Las naciones eran grandes en extensión y abundantes
en número; abolida la esclavitud se había sancionado el principio de que el
hombre debía vivir libre en medio de la sociedad, disfrutando de sus beneficios
más esenciales, quedándole ancho campo para ocupar un grado más o menos elevado
en la jerarquía, según fueran los medios que emplease para conquistarlo. Desde
entonces la sociedad había dicho a todo individuo:
"Te reconozco como a hombre y
como a ciudadano, desde ahora te aseguro estos títulos; si deseas una vida
sosegada en el seno de tu familia, trabaja y ahorra; y nadie te arrebatará
el fruto de tus sudores, ni limitará el uso de tus facultades; si codicias
grandes riquezas, mira cómo las adquieren los otros, y despliega tú, como
ellos, igual grado de actividad y de inteligencia; si anhelas la gloria, si
ambicionas los grandes puestos, los títulos brillantes, ahí están las ciencias
y las armas; si tu familia te ha trasmitido un nombre ilustre, podrás acrecentar
su esplendor; cuando no, tú mismo podrás adquirírtelo."
612 He aquí cómo
se presentaban las condiciones del problema social a fines del siglo XV. Todos
los datos se hallaban a la vista; todos los grandes medios de acción estaban
descubiertos y se iban desenvolviendo rápidamente; la imprenta trasmitía ya
el pensamiento de un extremo a otro del mundo con la rapidez del relámpago,
y aseguraba su conservación para las generaciones venideras; la comunicación
de los pueblos, el renacimiento de las bellas letras y de las artes, el cultivo
de las ciencias, el espíritu de viaje y de comercio, el descubrimiento de
un rumbo nuevo para las Indias orientales, y el de las Américas, la afición
a las negociaciones políticas para arreglar las relaciones internacionales,
todo se había combinado ya para que recibieran los ánimos aquel fuerte impulso,
aquel sacudimiento, que despierta y desarrolla a la vez todas las facultades
del hombre, comunicando a los pueblos una nueva vida.
Apenas puede alcanzarse, cómo en vista de datos
tan positivos y ciertos, de tanto bulto que basta abrir la historia para tropezar
con ellos, se haya podido decir seriamente que el Protestantismo hizo progresar
al linaje humano.
Si anteriormente
a la reforma de Lutero, se hubiera visto a la sociedad estacionaria, sin salir
del caos en que la sumergieran las irrupciones de los bárbaros; si los pueblos
no hubieran acertado a constituirse en grandes naciones, con formas de gobierno
más o menos bien organizadas, pero que sin disputa llevaban ventaja a cuantas
hasta entonces habían existido.
Si la administración de justicia, más o menos
bien ejercida, no hubiese tenido ya un sistema de legislación muy moral, muy
razonable y equitativo, donde pudiera fundar sus fallos; si los pueblos no
hubiesen sacudido en gran parte el yugo del feudalismo, adquiriendo abundantes
medios para la conservación y defensa de las libertades; si el régimen administrativo
no hubiese ya dado gigantescos pasos con el establecimiento, extensión y mejora
de las municipalidades.
Si engrandeciéndose, robusteciéndose y solidándose
el poder real no se hubiese creado en medio de la sociedad un centro fuerte
para ejecutar el bien, impedir el mal, contener las pasiones, prevenir luchas
funestas, y velar por los intereses generales dispensándolos perenne protección
y eficaz fomento; si no se hubiera ya visto desde entonces en todos los pueblos
una sagaz previsión del escollo en que peligraba de estrellarse la sociedad,
por dejar sin ningún linaje de contrapeso el poderío de los reyes.
613
Si esto se hubiera verificado después de la revolución
religiosa del siglo XVI, entonces tuviera el aserto alguna verosimilitud,
o al menos no habría el inconveniente de verle desde luego en clara oposición
con las más reparables y ciertas fechas.
Por de pronto quiero conceder que en toda clase
de materias sociales, políticas y administrativas, se hayan hecho desde entonces
grandes adelantos; ¿síguese de esto que sean debidos a la reforma protestante?
Lo que
era necesario es que dos sociedades enteramente semejantes en posición y circunstancias,
separadas empero por larga distancia de tiempo para que no se pudieran afectar
recíprocamente, hubiesen estado sujetas, la una a la influencia católica,
y la otra a la protestante; en tal caso habrían podido presentarse ambas religiones
y decir: esto es mi obra.
Pero comparar ahora tiempos muy diferentes, circunstancias
nada parecidas, posiciones excepcionales con épocas comunes; y no considerar
que los primeros pasos en todas las cosas son siempre los más difíciles, y
que el mayor mérito es el de la invención; y aun después que se ha incurrido
en tan palpables defectos de lógica, empeñarse en atribuir a un hecho todos
los otros hechos sólo porque han venido después de el, esto es no tener
un deseo sincero de la verdad, es empeñarse en adulterar la historia.
La organización de la sociedad europea, tal como
la encontró el Protestantismo, no era ciertamente lo que debía ser; pero era si todo
lo que podía ser.
A menos que la Providencia hubiera querido conducir
el mundo por medio de prodigios, no era dable que en aquella sazón se hallase
la Europa constituida de otra manera más ventajosa.
Los elementos de adelanto, de felicidad, de civilización y cultura,
estaban en su seno, eran abundantes y poderosos; con la acción del tiempo
iban desenvolviéndose de un modo verdaderamente admirable; y ya que a fuerza
de dolorosas experiencias, las doctrinas disolventes van menguando en prestigio
y crédito, tal vez no esté lejos el día en que todos los filósofos que examinen
desinteresadamente esa época de la historia,
convengan en que la sociedad habría recibido entonces el movimiento más acertado;
y que viniendo el Protestantismo a torcerle el curso, no hizo más que precipitarla
por un rumbo sembrado de escollos, donde ha estado ya a pique de zozobrar,
y de donde zozobraría tal vez, si la mano del Altísimo no fuese más poderosa
que el débil brazo del hombre.
614
Gloríanse los protestantes de haber hecho un
gran servicio a la sociedad, quebrantando en unas partes y enervando en otras
el poder de los papas; por lo que toca a la supremacía en relación a las cosas
de fe, basta lo dicho sobre las desastrosas consecuencias del espíritu privado;
y por lo concerniente a la disciplina, como no trato de engolfarme en materias
que llevarían sobrado lejos los límites de esta obra, sólo rogaré a mis adversarios
que reflexionen, si es prudente dejar a una sociedad extendida por todo el
mundo, sin legislador, sin juez, sin árbitro, sin consultor, sin jefe.
Poder temporal. Esta palabra ha sido por mucho
tiempo el espantajo de los reyes, la enseña de los partidos anticatólicos,
el lazo donde han caído muchos hombres de buena fe, el blanco contra el cual
han asestado con más libertad sus tiros los políticos malcontentos, los escritores
ofendidos, los canonistas adustos; y nada más natural, pues que en esta materia
encontraban ancho campo para desfogar sus re-sentimientos, y verter sospechosas
doctrinas; seguros de que aparentando celo por el poder de los monarcas, encontrarían
para los azares que pudieran ofrecerse decidida protección en los palacios
de los reyes.
No es
aquí el lugar de discutir una materia que ha dado campo a tan acaloradas y
eruditas disputas; y sería esto tanto menos oportuno, cuanto no es regular
que en la actualidad ninguna potencia abrigue recelos con respecto a usurpaciones
temporales de la Santa Sede. Ésta, que, digan lo que quieran sus enemigos,
ha mostrado en todas épocas, hasta humanamente hablando, más prudencia, más
tino, sufrimiento y cordura que ninguna otra potestad de la tierra; ha sabido
también en los dificilísimos tiempos modernos colocarse en tal posición, que
sin disminuir su dignidad, sin apartarla de sus altos deberes, la dejase no
obstante desembarazada y flexible, para atemperarse a lo que reclamaban circunstancias
diferentes.
Es indudable que el poder temporal del Papa se
había con el transcurso de los tiempos elevado a tan grande altura, que ya
no era sola-mente el sucesor de San Pedro, sino un consultor, un árbitro,
un juez universal, de cuyo fallo era peligroso disentir, hasta con respecto
a objetos meramente políticos. Con el movimiento general de Europa se había
este poder debilitado algún tanto; conservaba sin embargo cuando la aparición
del Protestantismo tal ascendiente en los ánimos, inspiraba tales sentimientos
de veneración y respeto, y disponía de medios tan poderosos para defender
sus derechos, sostener sus pretensiones, apoyar sus juicios y hacer respetar
sus consejos, que aun los monarcas más poderosos de Europa consideraban corno
inconveniente de mucha gravedad en un negocio cualquiera, el contar como adversaria
a la corte de Roma; por cuyo motivo, procuraban siempre con grande ahínco
captarse su benevolencia y alcanzar su amistad.
De manera que se había constituido Roma en centro
general de negociaciones, y no había asunto importante que pudiera sus-traerse
a su influencia.
615 Tanto
se ha declamado contra ese poder colosal, contra esa pretendida usurpación
de derechos, que no parece sino que los papas fueron una serie de profundos
conspiradores, que con sus manejos y artificios, a nada menos aspiraban que
a la monarquía universal.
Ya que se ha querido blasonar de espíritu de
observación y de análisis de los hechos, era necesario reparar que el poder
temporal de • los papas se robusteció y extendió cuando aún no se hallaba
verdaderamente constituido ninguno de los otros poderes; así, el llamarle
usurpación, es no sólo una inexactitud, sino también un anacronismo.
En el trastorno general en que se hallaron sumidas
todas las sociedades europeas con la irrupción de los bárbaros, en la informe
y monstruosa amalgama que se hizo de razas, leyes, costumbres y tradiciones,
no quedó ninguna base sobre que pudiera labrarse la civilización y cultura,
ningún punto luminoso que iluminara aquel caos, ningún elemento bastante a
fecundar de nuevo las semillas de regeneración que yacían sepultadas en medio
de escombros y de sangre, sino el cristianismo; y así es que, dominando, humillando,
anonadan-do los restos de las otras religiones, se eleva como solitaria columna
en el centro de una ciudad arruinada, como antorcha brillante en medio de
un horizonte de tinieblas.
Bárbaros como eran los pueblos conquistadores, y engreídos con sus
triunfos, doblegan sin embargo su cerviz bajo el cayado de los pastores del
rebaño de Jesucristo; y estos hombres tan nuevos para ellos, que les hablaban
un lenguaje superior y divino, adquieren sobre los feroces caudillos de aquellas
hordas un ascendiente tan eficaz y duradero, que no fue bastante a destruirle
el transcurso de los siglos.
He aquí la raíz del poder temporal, y bien se
alcanza que elevado el Papa sobre todas los demás Pastores en el edificio
de la Iglesia, como la soberbia cúpula sobre las demás partes de un magnífico
templo, su poder debía también levantarse sobre el poder temporal de los simples
obispos, echando, además, raíces más profundas, más robustas, más trabadas
y extendidas.
Todos los principios de legislación, todas las
bases de la sociedad, todos los elementos de cultura, todo cuando había quedado
de artes y de ciencias, todo estaba en manos de la religión, y todo se puso
por consecuencia muy natural bajo la sombra del solio pontificio; como que
éste era el único poder que obraba con orden, concierto y regularidad, el
único que ofrecía prendas de estabilidad y firmeza.
Sucediéronse unas guerras a otras guerras, unos
trastornos a otros trastornos, unas formas a otras formas; pero el hecho grande,
general, dominante, fué siempre el mismo; y es cosa risible el oír a tanto
hablador apellidando un fenómeno tan natural, tan inevitable, y sobre todo
tan provechoso; "serie de atentados y de usurpaciones contra el poder
temporal."
Para que un poder sea usurpado, es menester que
exista; ¿y dónde existía entonces? ¿En los reyes, juguete, y a menudo víctimas
de orgullosos barones? En los señores feudales, que estaban en lucha continua
entre sí, y con los reyes y con los pueblos?
¿En el pueblo, tropa de esclavos, que, merced
a los esfuerzos de la religión, se iba lentamente emancipando? ¿Qué reuniéndose
para resistir a los señores, alzando la voz para reclamar la protección de
los reyes, o demandando a la Iglesia un auxilio contra los atropellamientos
y vejaciones de unos y otros, era no más que un confuso embrión de sociedad,
sin reglas fijas, sin gobierno, sin leyes?
¿Con qué buena fe se han podido comparar nuestros
tiempos con aquellos tiempos, queriendo aplicar reglas de deslinde de autoridad,
sólo admisibles en sociedades que, habiendo ya desarrollado los elementos
de vida y civilización, y asentadas sobre bases firmes y duraderas, ordenan
las funciones de los poderes sociales, entrando en minuciosos detalles sobre
el limite de las respectivas atribuciones?
No debiera haberse olvidado que discurrir de
otra manera es pedir orden al caos, regularidad a las oleadas de una tormenta.
No debiera haberse olvidado tampoco un hecho general y constante, cómo fundado
en la misma naturaleza de las cosas, hecho de que da repetidas lecciones la
historia de todos los tiempos y países, y que señaladamente se ha mostrado
de un modo muy notable en las revoluciones de los pueblos modernos, cual es, que siempre
que hay un gran desorden en la sociedad, se presenta un principio fuerte para
contrarrestarle.
Empiézase la lucha, se repiten, se avivan, se
multiplican los choques; pero al fin cede el principio de desorden al principio
de orden, y queda dominante por largo tiempo en la sociedad el que ha obtenido
el triunfo.
Este principio será más o menos justo, más o
menos racional, más o menos violento, más o menos apto para llenar el objeto
de su destino; pero sea cual fuere, y como quiera, siempre prevalece, a menos
que durante la lucha no se presente otro mejor y más fuerte que pueda reemplazarle.
Ahora bien, en los siglos medios este principio
era la Iglesia cristiana; y ella era la única que podía serlo, porque en sus
dogmas tenía la verdad, en sus leyes la justicia, en su gobierno la regularidad
y la prudencia.
617
Ella era a la sazón el único elemento de vida, la depositaria del
gran pensamiento que debía reorganizar la sociedad; y este pensamiento no
era abstracto y vago, y sí positivo, práctico, aplicable, como descendido
de la boca de Aquel, cuya palabra fecunda la nada, y hace brotar la luz en
medio de las tinieblas.
Así debía suceder que habiendo penetrado hasta
el corazón de la sociedad sus dogmas sublimes, se apoderase también de las
costumbres su moral pura, fraternal y consoladora; y que las formas de gobierno,
los sistemas de legislación, participasen más o menos de su poderosa y suave
influencia.
Estos son hechos, nada más que hechos; y enlazándose
con ellos otro, cual es, que el centro de esta religión, que con tan legítimos
títulos iba extendiendo su provechoso predominio, estaba en manos del pontífice
romano, bien claro es que muy naturalmente debía encontrarse elevado su poder
sobre todos los otros de la tierra.
Después de contemplar ese magnífico cuadro que a nuestros ojos despliega
la fiel y sencilla narración de la historia, el pararse en los defectos o
vicios de algunos hombres, el alegar demasías, yerros o vicios, patrimonio
inseparable de la humanidad, el andar a caza de ellos a través de larga serie
de tenebrosos siglos, amontonarlos, reunirlos en un punto de vista para que
hieran con más fuerza, y sorprendan a la credulidad e ignorancia, el insistir
sobre los mismos, exagerándolos, desfigurándolos y cubriéndolos de negros
colores, es tener muy menguada la vista, es conocer muy escasamente la filosofía
de la historia; y sobre todo, es acreditarse de espíritu parcial, de miras
poco elevadas, de sentimientos mezquinos y rencorosos.
Es preciso
decirlo en alta voz, para que se oiga, es necesario repetirlo una y mil veces,
para que no se olvide: no se respetan los límites que no existen, no se usurpa el poder
cuando se crea, no se violan las leyes cuando se forman, no se inducen perturbaciones
en la sociedad cuando se desembrolla el caos que la envuelve.
Esto
hizo la Iglesia; esto hicieron los papas.
[vi]
VER NOTA 39
618
EL DIVORCIO irrevocable que se ha querido suponer
entre la unidad en la fe y la libertad política, es una invención de la filosofía
irreligiosa del pasado siglo.
Sean cuales fueren las opiniones políticas que
se adopten, importa mucho estar en guardia contra semejante doctrina; conviene
no olvidar que la religión católica pertenece a esfera muy superior a todas
las formas de gobierno, que no rechaza de su seno, ni al ciudadano de los
Estados Unidos, ni al morador de la Rusia; que a todos los abraza con igual
cariño, que a todos les manda obedecer al gobierno legítimo establecido en
su país, que a todos los mira como hijos de un mismo padre, como partícipes
de una misma redención, como herederos de una misma gloria.
Importa mucho recordar que la irreligión se alía con la libertad o
con el despotismo, según a ella le interesa; que, si aplaude al ver que furibunda
plebe incendia los templos y degüella a los ministros del Señor, también sabe
lisonjear a los monarcas, exagerando desmedidamente sus facultades, siempre
que éstos acierten a merecer sus encomios, despojando al clero, trastornando
la disciplina, o insultando al Papa.
¿Qué le importan los instrumentos, con tal que
consume su obra? Será realista cuando pueda dominar el ánimo de los reyes,
expulsar a los jesuitas de Francia, España y Portugal, y perseguirlos en todos
los ángulos de la tierra, sin darles tregua ni descanso; será liberal, mientras
haya asambleas que exijan al clero juramentos sacrílegos, y envíen al destierro
o al cadalso a los ministros fieles a su deber.
Preciso fuera haber olvidado la historia, preciso
fuera haber cerrado los ojos a bien reciente experiencia, para desconocer
la verdad y exactitud de lo que acabo de afirmar.
Con religión, con moral, pueden marchar bien
todas las formas de gobierno; sin ellas ninguna. Un monarca absoluto, imbuido
en ideas religiosas, rodeado de consejeros de sanas doctrinas, reinando sobre
un pueblo donde éstas dominen, puede hacer la felicidad de sus súbditos; y
la hará, a no dudarlo, en cuanto lo permitan las circunstancias del lugar
y tiempo.
619 Un monarca impío,
o dirigido por consejeros impíos, dañará tanto más cuanto más ilimitadas sean
sus facultades; será más temible que la revolución misma, porque combinara
mejor sus designios, y los ejecutará con más rapidez, con menos obstáculos,
con más apariencias de legalidad, con más pretextos de conveniencia pública,
y por tanto con más seguridad de buen éxito y estabilidad del resultado.
Las revoluciones han causado ciertamente muchos
daños a la Iglesia; pero no se los han causado menores aquellos monarcas que
se han arrojado a la persecución. Un capricho de Enrique VIII estableció el Protestantismo en
Inglaterra; la codicia de otros príncipes produjo el mismo efecto en los países
del norte, y en nuestros días, un decreto del autócrata de Rusia fuerza a
vivir en el cisma a millones de almas.
Infiérese de esto que la monarquía pura, si no
es religiosa, no es apetecible; la irreligión, como de suyo es inmoral, tiende
naturalmente a la injusticia, y por consiguiente a la tiranía. Si llega a
sentarse en un trono absoluto, o señorea el ánimo de quien le ocupa, sus facultades
no tienen límites; y yo no conozco cosa
más horrible que la omnipotencia de la impiedad.
La democracia europea de los últimos tiempos
se ha señalado tristemente por sus criminales atentados contra la religión;
y esto lejos de favorecer su causa, la ha dañado sobremanera. Porque un gobierno
más o menos lato puede concebirse cuando hay virtudes en la sociedad, cuando
hay moral, cuando hay religión; pero faltando éstas es imposible. Entonces
no hay otro medio de gobierno que el despotismo, que el imperio de la fuerza;
porque es la única que puede regir a los hombres sin conciencia y sin Dios.
Si reflexionamos sobre las diferencias que mediaron
entre la revolución de los Estados Unidos y la de Francia, hallaremos que
no es una de las menores el que aquélla fue esencialmente democrática, y ésta
esencialmente impía; en los manifiestos con que se inauguraba aquélla, se
ve por todas partes el nombre de Dios, de la Providencia; los hombres que
se han lanzado a la arriesgada empresa de emanciparse de la Gran Bretaña,
no blasfeman del Señor, le invocan en su auxilio, creyendo que la causa de
la independencia es la causa de la razón y de la justicia. En Francia se comienza
haciendo el apoteosis de los corifeos de la irreligión, se derriban los altares,
se salpican con la sangre de los sacerdotes los templos, las calles v los
cadalsos, se ofrece a los pueblos como emblema de la revolución el ateísmo
abrazado con la libertad.
620 Esta insensatez
ha producido su fruto; pegándose el fatal contagio a las demás revoluciones
de los últimos tiempos, se ha inaugurado el nuevo orden de cosas con atentados
sacrílegos, y la proclamación de los derechos del hombre ha comenzado con
la profanación de los templos de Aquel de quien emanan todos los derechos.
Verdad es, que los modernos demagogos no han
hecho más que imitar a sus predecesores, los protestantes, husitas y albigenses;
sólo que en
nuestros tiempos se ha manifestado abiertamente la impiedad al lado de su
digna compañera, la democracia de sangre y lodo, mientras antiguamente se
asociaba esta última con el fanatismo de las sectas.
Las doctrinas disolventes del Protestantismo
hicieron necesario un poder mas fuerte, precipitaron las ruinas de las antiguas
libertades, e hicieron que la autoridad hubiese de estar continuamente en
acecho y en actitud de herir. Debilitada la influencia del Catolicismo, fue
preciso llenar el vacío con el espionaje y la fuerza.
No olvidéis
este ejemplo, oh vosotros que hacéis la guerra a la religión apellidando libertad;
no olvidéis que las mismas causas producen idénticos efectos; que si no existen
las influencias morales será menester suplirlas con la acción física; que si quitáis a los pueblos el suave freno de la religión no
dejáis otros medios de gobierno que, la vigilancia de la policía y la fuerza
de las bayonetas. Medid y escoged.
Antes del Protestantismo, la civilización europea,
colocada bajo la égida de la religión católica, tendía evidentemente a esa
armonía general, cuya falta ha producido la necesidad de un excesivo empleo
de la fuerza. Desapareció la unidad de la fe, y con esto se introdujo la licencia
del pensamiento y la discordia religiosa; se destruyó en unas partes y se
debilitó en otras la influencia del clero y con esto se rompió el equilibrio
de las clases, y se inutilizó la que por su naturaleza estaba destinada a
ser mediadora; se enflaqueció el poder de los papas, y con esto se quitó a
los pueblos y a los gobiernos un freno suave que los templaba sin abatirlos,
y corregía sin humillarlos; así quedaron frente a frente los reyes y los pueblos,
sin una clase autorizada que pudiese interponerse en caso de conflicto, sin
un juez que, amigo de todos y desinteresado en las contiendas, pudiese terminar
imparcialmente las desavenencias; el gobierno contó con los ejércitos regulares
que a la sazón se organizaron, el pueblo con la insurrección.
621 Ni vale alegar
que en las naciones donde prevaleció el Catolicismo también se verificó en
el orden político un fenómeno semejante al de los países protestantes; yo
afirmo que ni aun en los católicos siguieran los acontecimientos el curso
que les era natural, a no haber sobrevenido la malhadada Reforma.
La civilización europea, para desenvolverse bien
y cumplidamente, había menester la unidad que la había engendrado; sólo así
le era dable alcanzar la armonía de los varios elementos que en su seno abrigaba.
Le faltó la homogeneidad, tan pronto como desapareció la unidad de la fe;
desde entonces cada nación se vio precisada a organizarse de la manera conveniente,
no sólo atendiendo a sus necesidades interiores, sino también a los principios
que dominaban en otras partes, y de cuya influencia le importaba resguardarse.
¿Creéis que la causa del gobierno español, constituído el defensor
de la causa del Catolicismo contra poderosas naciones protestantes, no debió
de resentirse profundamente de las circunstancias excepcionales y sumamente
peligrosas en que la España se encontraba?
Creo haber demostrado que la Iglesia no se ha
opuesto al legítimo desarrollo de ninguna forma política, que ha tomado bajo
su protección a todos los gobiernos, y que por consiguiente es una calumnia
cuanto se ha dicho de que era naturalmente enemiga de las instituciones populares.
He dejado también fuera de duda que las sectas
separadas de la Iglesia católica fomentando una democracia impía o cegada
por el fanatismo, lejos de contribuir al establecimiento de una justa y razonable
libertad, colocaron a los pueblos en la alternativa de optar entre el desenfreno
de la licencia y las ilimitadas facultades del poder supremo.
Esta lección de la historia la confirma la experiencia,
y no la desmentirá el porvenir. El hombre es tanto más digno de libertad cuanto
es más religioso y moral; porque entonces necesita menos el freno exterior,
a causa de llevarlo muy poderoso en la conciencia propia. Un pueblo irreligioso
e inmoral ha menester tutores que le arreglen sus negocios; abusará siempre
de sus derechos, y por tanto merecerá que se los quiten.
San Agustín había comprendido admirablemente
estas verdades; y en pocas palabras explica con mucho tino las condiciones
necesarias para las diferentes formas de gobierno. El santo Doctor establece
que las populares serán buenas, si el pueblo es morigerado y concienzudo;
mas si fuere corrompido, será preciso o la aristocracia reducida a muy pocos,
o la monarquía pura. No dudo que se leerá con agrado el interesante pasaje,
que en forma de diálogo se encuentra en su
Lib. I del Libre Albedrío, cap. 6.
"Agustín. Los hombres ni los pueblos, ¿tienen
acaso tal naturaleza, que sean del todo eternos, y no puedan ni perecer ni
mudarse?
- Evodio. ¿Quién duda que son mudables y están
sujetos a la acción del tiempo?
- Ag. Luego si el pueblo es muy templado y grave,
y además muy solícito del bien común, de manera que cada cual prefiera la
conveniencia pública a la utilidad propia, ¿no es verdad que será bueno establecer
por ley que este pueblo se elija él mismo los magistrados para la administración
de la república?
-Evod. Ciertamente.
- Ag. Pero si el mismo pueblo llega a pervertirse
de manera que los ciudadanos pospongan el bien público al privado, si vende
sus votos, y corrompido por los ambiciosos, entrega el mando de la república
a hombres malvados y criminales como él, ¿no es verdad que si hay algún varón
recto y además poderoso, hará muy bien en quitarle a ese pueblo la potestad
de distribuir los honores, y concentrar este derecho en manos de pocos buenos,
o también de uno solo?
- Evod. No cabe duda.
- Ag. Y pareciendo tan opuestas estas leyes,
que la una otorga al pueblo la potestad de los honores, lo que la otra le
niega; y siendo imposible que ambas se hallen vigentes a un mismo tiempo,
¿por ventura debemos decir que alguna de ellas es injusta, o que no fué conveniente
su establecimiento?
- Evod. De ninguna manera."
[vii]
623 Helo aquí dicho
todo en pocas palabras. ¿Pueden ser legítimas y hasta convenientes la monarquía,
la aristocracia, la democracia? Sí. ¿A qué debe atenderse para resolver sobre
esta legitimidad y conveniencia? A los derechos existentes, y a las circunstancias
del pueblo a que dichas formas se han de aplicar. ¿Lo que antes era bueno
podrá pasar a ser malo? Ciertamente; porque todas las cosas humanas están
sujetas a mudanza. Estas reflexiones, tan sólidas como sencillas, preservan
de todo entusiasmo exagerado por estas o aquellas formas; no hay aquí una
cuestión de mera teoría, sino también de prudencia; y la prudencia no da su
dictamen sino después de haber considerado todas las circunstancias con detenida
reflexión.
Pero descuella en la doctrina de San Agustín
el pensamiento que llevo indicado más arriba, a saber, la necesidad de mucha
virtud y desprendimiento en los gobiernos libres. Mediten sobre las palabras
del insigne Doctor aquellos que quieren fundar la libertad política sobre
la ruina de todas las creencias.
¿Cómo queréis que el pueblo ejerza amplios derechos,
si procuráis incapacitarle para ello, extraviando sus ideas v corrompiendo
sus costumbres? Decís que en las formas representativas se recogen por medio
de las elecciones la razón y la justicia, y se las hace obrar en la esfera
del gobierno; y sin embargo, no trabajáis para que esta justicia y razón existan
en la sociedad de donde se deberían sacar. Sembráis viento, y por esto cogéis
tempestades; por esto en vez de modelos de sabiduría y de prudencia, les ofrecéis
a los pueblos escenas de escándalo.
Nos decís que condenamos al siglo, pero que el
siglo marcha a pesar nuestro; nosotros no desechamos lo bueno, pero no podemos
menos de reprobar lo malo.
El siglo marcha, es verdad, pero ni vosotros
ni nosotros sabemos adónde va.
Una cosa sabemos los católicos, y para esto no
necesitamos ser profetas: que con hombres malos no se puede formar una sociedad
buena; que los hombres inmorales son malos; que faltando la religión, la moral
carece de base. Firmes en nuestras creencias os dejaremos que andéis ensayando
varias formas, buscando paliativos al mal, y engañando al enfermo con palabras
lisonjeras; sus frecuentes convulsiones y su continuo malestar revelan vuestra
impotencia; y dichoso el si conserva este desasosiego, indicio seguro de que
todavía no habéis conquistado plenamente su confianza; que si algún día consiguieseis
infundírsela, y se durmiese tranquilo en vuestros brazos, aquel día se podría
asegurar que toda carne ha corrompido su camino, aquel día se pudiera temer
que Dios quiere borrar al hombre de la faz de la tierra.
624
BIEN ASENTADO queda en el decurso de esta obra,
que la falsa Reforma no contribuyó en nada a la perfección de individuo ni
de la sociedad; de lo que se infiere muy naturalmente que nada le debe tampoco
el desarrollo de la inteligencia. Sin embargo, no quiero dejar esta última
verdad en la esfera de un mero corolario, porque me parece que es susceptible
de peculiar ilustración. Puede abrirse discusión directa sobre las ventajas
que proporcionó el Protestantismo a los varios ramos del saber humano, sin
que el Catolicismo haya de temer ningún linaje de desaire.
Cuando se trata de examinar objetos de tal naturaleza
que abarcan tantas y tan varias relaciones, no basta pronunciar algunos nombres
brillantes, ni citar con énfasis uno que otro hecho; de esta manera no se
coloca la cuestión en su terreno propio, ni se la ventila como, es debido.
Quedando limitada a reducido círculo, no puede presentar toda su extensión
y variedad, o divagando por un espacio indefinido, remeda a los ojos poco
observadores, la universalidad, la elevación, el atrevido vuelo, cuando en
realidad no hace más que fluctuar incierta, sin rumbo fijo, a merced de toda
clase de contradicciones.
Si esta cuestión ha de ser examinada cual merece,
necesitase a mi juicio tomar en manos el principio católico y el protestante,
desentrañarlos hasta en sus más recónditos pliegues, para ver hasta qué punto
pueden envolver algo que ayude o embarace el desarrollo del espíritu humano.
No contento con este examen el observador, debe
hacer todavía más; debe recorrer la historia del entendimiento, pararse muy
en particular sobre aquellas épocas en que habrá podido ser mayor el influjo
del principio cuyas tendencias y efectos se quieren conocer; y entonces, si
no se hace caso de excepciones extrañas que nada prueban en pro ni en contra,
si se desprecian aquellos hechos que por su pequeñez y aislamiento nada influyen
en el curso de los sucesos, si se eleva la mirada a la altura correspondiente,
con espíritu de observación, con sincero deseo de encontrar la verdad, se
descubrirá si las consideraciones filosóficas están de acuerdo con los hechos,
y se habrá resuelto cumplidamente el problema.
625
Uno de los principios fundamentales del Catolicismo
y de sus caracteres distintivos, es la sujeción del entendimiento a la autoridad
en materias de fe.
Éste es el punto contra que se han dirigido siempre,
y se dirigen todavía los ataques de los protestantes; lo que es muy natural,
pues que ellos profesan como principio fundamental y constituyente la resistencia
a la autoridad; y todos
sus demás errores son corolarios que fluyen de ese manantial corrompido.
Si algo se encuentra en el Catolicismo que pueda
embargar el movimiento de nuestro espíritu, y rebajar la altura de su vuelo,
debe de hallarse sin duda en el principio de la sumisión a la autoridad; a
el deberá achacarse toda la culpa, si es que de alguna sea responsable en
este punto la religión católica.
No puede negarse que quien oiga hablar de sujeción
del entendimiento a una autoridad, quien oiga pronunciar esta palabra sin
que se explique su verdadero significado, sin que se determinen los objetos
con respecto a los cuales se entiende dicha sujeción, recelará que no haya
aquí algo que se oponga al desarrollo del entendimiento; y si es amante de
la dignidad del hombre, si es entusiasta de los adelantos científicos, si
le agrada ver cuál despliega sus hermosas alas el espíritu humano para lucir
su vigor, agilidad y osadía, no dejará de sentir un tanto de aversión hacia
un principio que parece entrañar la esclavitud, abatiendo el vuelo de la mente,
dejándola cual ave débil y rastrera.
Pero si se examina el principio tal como es en
sí, si se le aplica a todos los ramos científicos, y se observa cuáles son
los puntos de contacto que con ellos tiene, ¿qué se encontrará de fundado
en esos temores y sospechas?, ¿qué de verdadero en las calumnias de que ha
sido blanco el Catolicismo?, ¿cuánto no se hallará de vacío, de pueril, en
las declamaciones que a este propósito se han publicado?
Entremos de lleno en la ventilación de esa dificultad,
tomemos en manos el principio católico, examinándole a los ojos de una filosofía
imparcial; llevémosle luego a través de todas las ciencias, interroguemos
el testimonio de los hombres más grandes; y si hallamos que se haya opuesto
al verdadero desarrollo de algún ramo de conocimientos, si al presentarnos
ante las tumbas de los genios mas insignes, ellos levantan su cabeza del sepulcro
para decirnos que el principio de la sujeción a la autoridad encadenó su entendimiento,
oscureció su fantasía, o secó su corazón, entonces tendrán razón los protestantes
en los cargos que por esta causa dirigen de continuo a la religión católica.
Dios, el hombre, la sociedad, la naturaleza, la creación entera, he
aquí los objetos en que puede ocuparse nuestro espíritu; no cabe salir de
esa región, porque es infinita; y además, porque fuera de ella no hay nada.
Ni por lo que toca a Dios, ni al hombre, ni a
la sociedad, ni a la naturaleza, embaraza el principio católico el progreso
del entendimiento; en nada le embarga, en nada se le opone; lejos de serle
dañoso, puede considerarse como un gran faro que, en vez de contrariar la
libertad del navegante, le sirve de guía para no extraviarse en la tinieblas
de la noche.
¿Qué puede encontrarse en el principio católico que se oponga al vuelo
del entendimiento humano, en todo lo que pertenece a la Divinidad?
No dirán ciertamente los protestantes que se haya de enmendar en algo la idea
que la religión católica nos da de Dios. Ellos están acordes con nosotros
en que la idea de un Ser eterno, inmutable, infinito, creador del cielo y
tierra, justo, santo, bondadoso, premiador del bien y vengador del mal, es
la única que pueda presentarse como razonable al entendimiento del hombre.
La religión católica une a dicha idea un misterio
inconcebible, profundo, inefable, cubierto con cien velos a los ojos del débil
mortal: el augusto arcano de la Trinidad; pero en esta parte nada pueden echarnos
en cara los protestantes, a no ser que se quieran declarar abiertamente partidarios
de Socino.
Los luteranos, los calvinistas, los anglicanos,
y muchas otras sectas, condenan con nosotros a los que niegan el augusto misterio;
siendo notable que Calvino
hiciera quemar en Ginebra a Miguel Servet, por sus doctrinas heréticas sobre
la Trinidad.
No ignoro los estragos que ha hecho el socinianismo
en las iglesias separadas, a causa que el espíritu privado y el derecho de examen en materias de fe, convierten
a los cristianos en filósofos incrédulos; pero esto no impide que el misterio
de la Trinidad haya sido respetado largo tiempo por las principales sectas
protestantes, y que lo sea todavía, a lo menos en lo exterior, en la mayor
parte de ellas.
Además que yo no alcanzo cuál es la traba que
ese misterio pone a la razón en sus contemplaciones sobre la Divinidad. ¿Acaso
la veda espaciarse por un horizonte inmenso?, Estrecha, oscurece por ventura,
ese piélago de ser y de luz, que viene encerrado en la palabra de Dios? Cuando
alzándose el espíritu del hombre sobre las regiones criadas, desprendiéndose
por algunos momentos del cuerpo que le agrava, gusta de abandonarse a meditaciones
sublimes sobre el Ser infinito, hacedor del cielo y de la tierra, ¿le sale
tal vez al paso ese augusto misterio para detenerle ni embarazarle?
627
Díganlo los innumerables volúmenes escritos sobre
la Divinidad; ellos son un elocuente e irrefragable testimonio de la libertad
que le queda al entendimiento del hombre en los países dominados por la religión
católica.
Bajo dos aspectos pueden ser consideradas las
doctrinas católicas sobre la Divinidad: en cuanto se refieren a misterios
que sobrepujan la comprensión humana, o en cuanto nos enseñan lo que está
al alcance de la razón.
Lo primero se halla en región tan elevada, versa
sobre objetos tan superiores a todo pensamiento criado, que aun cuando éste
se abandonara a las investigaciones más dilatadas, más profundas y al propio
tiempo más libres, no fuera posible, a no preceder la revelación, que le ocurriese
ni la más remota idea de tan inefables arcanos. Mal pueden embarazarse cosas
que no se encuentran, que pertenecen a un orden del todo diferente, que se
hallan a inmensa distancia. El entendimiento puede meditar sobre una de ellas,
abismarse, sin ni aun pensar en la otra: la órbita de la luna, ¿qué tiene
que ver con la del astro que gira en la más lejana región de las estrellas
fijas?
¿Teméis que la revelación de un misterio limite
el espacio donde se explaya vuestra razón? ¿Teméis ahogaros de estrechez,
al divagar por la inmensidad? ¿Faltó anchuroso campo al genio de Descartes,
Gassendi y Malebranche? ¿ sé quejaron nunca que su entendimiento se hallaba
limitado, aprisionado? ¿Ni cómo podían hacerlo, si no sólo ellos, sino cuantos
sabios modernos han tratado de la Divinidad, no pueden menos de reconocer
que deben al cristianismo los más altos y sublimes pensamientos con que han
enriquecido las páginas de sus escritos?
Cuando nos hablan de la Divinidad los antiguos
filósofos se quedan a una distancia inmensa del menor de nuestros teólogos
y metafísicos; el mismo Platón, ¿qué será si le comparamos con Granada, Fray
Luís de León, Fenelón o Bossuet?
Antes de aparecer sobre la tierra el cristianismo,
antes que la fe de la cátedra de San Pedro se hubiese apoderado del mundo,
borradas como estaban las primitivas nociones sobre la Divinidad, la inteligencia
humana divagaba a merced de mil errores y monstruosidades; y sintiendo la
necesidad de un Dios, ponía en su lugar las creaciones de la fantasía.
Pero desde que apareció aquel inefable resplandor,
que descendiendo del seno del Padre de las luces alumbra toda la tierra, han
quedado las ideas sobre la Divinidad, tan fijas, tan claras, tan sencillas,
y al mismo tiempo tan grandes y sublimes, que han ensanchado la razón humana,
han levantado
el velo que cubría el origen del universo, han señalado cuál era su destino,
y dado la llave para la explicación de tantos prodigios como ve el hombre
en sí mismo y en cuanto le rodea.
Los protestantes sintieron la fuerza de esta
verdad: su odio a todo cuanto les venía de los católicos rayaba en fanatismo;
mas por lo que toca a la idea de Dios, generalmente hablando, puede decirse
que la respetaron. Aquí es donde tuvo menos cabida el espíritu innovador:
¡ah!, no podía ser de otra manera; el Dios de los católicos era sobrado grande
para que pudiera ser reemplazado por otro dios; Newton y Leibnitz, abarcando
en sus cálculos y meditaciones el cielo y la tierra, nada encontraron que
decirnos sobre el Autor de tantas maravillas que no nos lo hubiera dicho de
antemano la religión católica.
Dichosos los protestantes, si en medio de sus
extravíos conservaran al menos este precioso tesoro; si no apartándose de
las huellas de sus predecesores, rechazasen esa filosofía monstruosa que amenaza
resucitar todos los errores antiguos y modernos, comenzando por sustituir
el informe panteísmo al Dios sublime de los cristianos.
Que no estén desprevenidos los protestantes que
profesan amor a la verdad, que se interesan por el honor de su comunión, por
el bien de su patria, por el porvenir del mundo; si el panteísmo llega a dominar,
no será la filosofía espiritualista la que habrá salido triunfante, sino la
materialista. En vano se entregan los filósofos alemanes a la abstracción
y al enigma, en vano condenan la filosofía sensualista del pasado siglo: un Dios confundido con la naturaleza no
es Dios; un Dios que se identifica con todo, es nada; el panteísmo es la divinización
del universo, es decir, la negación de Dios.
Dolorosas reflexiones sugiere la dirección que
van tomando los espíritus en diferentes países de Europa, y muy particularmente
en Alemania; los católicos habían dicho que se comenzaba por resistir a la
autoridad negando un dogma, pero que al fin se acabaría por negarlos todos,
precipitándose en el ateísmo; y el curso de las ideas en los tres últimos
siglos ha confirmado plenamente la predicción.
Pero
¡cosa notable!, la filosofía alemana se empeño en promover una reacción contra
la escuela materialista, y con todo
su espiritualismo ha venido a ser panteísta.
Parece que la Providencia quiso esterilizar para
la verdad el suelo de donde salieran los heraldos del error. Fuera de la Iglesia
todo es vértigo y delirio; se abrazan con la materia y se hacen ateos, divagan
por regiones ideales, andan en busca del espíritu, y se hacen panteístas.
¡Ah! ¡Dios aborrece todavía el orgullo,
y repite con frecuencia el tremendo castigo de la confusión de Babel! ¡Esto
es un triunfo para la religión católica; pero es un triunfo bien triste!
Tampoco alcanzo cómo puede el Catolicismo cortar
el vuelo a la inteligencia, en lo que tiene relación con el estudio del hombre.
En este punto, ¿qué exige de nosotros la Iglesia? ¿Cuál es la enseñanza que
nos da? ¿Cuál es el círculo en que se encierran las doctrinas a las que nos
está vedado contradecir?
Los filósofos se han dividido en dos escuelas:
materialistas y espiritualistas;
los primeros afirman que nuestra
alma no es más que una porción de materia que, modificada de cierta manera,
produce dentro de nosotros eso que llamamos pensar y querer;
los segundos pretenden que la actividad
que consigo llevan el pensamiento y la voluntad, son incompatibles con la
inercia de la materia; que lo divisible, lo que se compone de muchas partes,
y por tanto de muchos seres, no puede avenirse con la unidad simple que por
necesidad se ha de hallar en el ser que piensa, que quiere, que se da cuenta
a sí mismo de todo, y que posee el profundo sentimiento de un yo; y así sostienen
que la opinión contraria es falsa y absurda, y esto lo confirman con todo
linaje de razones.
La Iglesia
católica, mezclando en la contienda su voz, ha dicho: "el alma del hombre no es corpórea, es un espíritu; quien quiera
ser católico, no puede ser materialista."
Pero preguntadle a la Iglesia cuál es el sistema
con que deben explicarse las ideas, las sensaciones, los actos de la voluntad,
los sentimientos del hombre; preguntádselo, y os responderá que quedáis en
plena libertad de pensar sobre esto lo que os pareciese más razonable; el
dogma no desciende a las cuestiones particulares que pertenecen a aquel mundo
que entregara Dios a las disputas de los hombres.
Antes de la luz del Evangelio estaban las escuelas
de los filósofos en las tinieblas de la más profunda ignorancia sobre nuestro
origen y destino, ninguno de ellos sabía cómo explicar esas monstruosas contradicciones
que en el hombre se notan; ninguno de ellos atinaba a señalar la causa de
esa informe mezcla de grandor y de pequeñez, de bondad y de malicia, de saber
y de ignorancia, de elevación y de bajeza. Vino la religión y dijo: "el hombre es obra de Dios; su destino es unirse a Dios para
siempre; la tierra es para él un destierro; no es tal ahora como salió de
las manos del Criador; todo el linaje humano sufre las consecuencias de una
gran caída";
y
yo emplazo a todos los filósofos antiguos y modernos, para que me muestren
cómo en la obligación de creer todo esto se encierra algo que se oponga
a los progresos de la verdadera filosofía.
Tan distante se halla el dogma católico de contrariar
en nada los adelantos filosóficos, que antes bien es de todos ellos fecunda
semilla. No es poco cuando se trata de adelantar en alguna ciencia, el tener
un polo alrededor del cual como punto seguro y fijo, pueda girar el entendimiento;
no es poco evitar ya desde el principio una muchedumbre de cuestiones, de
cuyos laberintos o no se saldría jamás, o se saldría para caer en los mayores
absurdos; no es poco, si se quieren examinar estas mismas cuestiones, el tenerlas
ya resueltas de antemano en lo que encierran de más importancia el saber dónde
está la verdad, dónde el peligro de extravíos. Entonces el filósofo es como
aquel que seguro de la existencia de una mina en algún lugar, no gasta el
tiempo en vano para descubrirla; sino que fijándose luego sobre el verdadero
terreno, aprovecha ya desde un principio todas sus investigaciones y trabajos.
Aquí está la razón de la inmensa ventaja que
llevan en estas materias los filósofos modernos a los antiguos; éstos marchaban
en tinieblas, a tientas; aquéllos caminan precedidos de brillante luz, con
paso firme y seguro, en derechura al objeto. No importa que digan tan a menudo
que prescinden de la revelación; no importa que a veces la miren con desvío, o quizás la combatan
abiertamente; aun en este caso la religión los alumbra, ella guía
con frecuencia sus pasos porque no pueden olvidar mil y mil ideas luminosas
tomadas de la religión, ideas que han encontrado en los libros, aprendido
en los catecismos, chupado con la leche; ideas que andan en boca de todos,
que se han esparcido por todas partes, y que como un elemento vivificante
y benéfico, impregnan, por decirlo así, la atmósfera que respiramos.
Cuando los modernos desechan la religión, llevan muy allá su ingratitud, porque al propio tiempo que
la insultan, se aprovechan de sus beneficios.
No es aquí el lugar de entrar en pormenores sobre
esta materia; fácil sería aducir abundantes pruebas para confirmar cuanto
acabo de establecer; bastándome abrir las obras de un filósofo cualquiera
de los modernos y cotejarlo con los antiguos.
Pero semejante trabajo no fuera suficiente para
los que no estén versados en tales materias, y sería inútil para los que se
han ocupado en ellas. A la inteligencia y a la imparcialidad abandono la cuestión
con entera confianza; y estoy, seguro ele que convendrán conmigo en que siempre
que los filósofos modernos hablan del hombre con verdad y dignidad, se encuentra
en su lenguaje el sabor de las ideas cristianas.
631
Si tal es la influencia del Catolicismo con respecto
a ciencias que, limitándose al orden puramente especulativo, dan lugar a que
campee y con mayor libertad y lozanía el ingenio del filósofo; si, con respecto
a esas ciencias, lejos de limitar en nada la extensión del entendimiento,
le ensancha sobremanera; si lejos de abatir su vuelo, sólo hace que sea éste
más alto, más osado, pero más seguro, más libre de vaguedad y de extravío;
¿qué diremos si fijamos nuestra consideración en las ciencias morales?
Todos
los filósofos juntos, ¿que han descubierto en moral que no se halle en el
Evangelio? En pureza, en santidad, en elevación, ¿hay doctrina que se aventaje
a la enseñada por la religión católica? Preciso es en esta parte hacer justicia
a los filósofos, aun a los más enemigos de la religión cristiana; han atacado
sus dogmas, se han burlado de su divinidad, pero llegándose a tratar de la
moral la han respetado; no sé qué fuerza secreta los ha impelido a hacer una
confesión que debía serles muy dolorosa: "sí, han
dicho todos, no puede negarse, su moral es excelente."
Hay en el Catolicismo algunos dogmas, que ni
puede decirse que pertenezcan directamente a Dios, ni al hombre, ni a la moral,
en el sentido que damos por lo común a esta palabra. Claro es que siendo la
religión católica religión revelada, de un orden muy superior a todo cuanto
puede concebir el entendimiento humano, destinada a conducirnos a un fin que
con solas nuestras fuerzas no podríamos alcanzar ni imaginar siquiera; y partiendo además
del principio que la naturaleza está caída y corrompida, y que por consiguiente
necesita una reparación y purificación, debía encerrar algunos dogmas que
enseñasen el modo con que se habían hecho en general y con que se hacían en
particular dicha reparación y purificación, y explicasen cuáles eran los medios
de que Dios quería servirse para conducir a los hombres a la bienaventuranza
eterna.
He aquí los dogmas de la Encarnación, de la Redención,
de la Gracia y de los Sacramentos. Ancho campo abrazan, vastas son las relaciones
que tienen con Dios y los hombres; y en todos ellos es y ha sido siempre inalterable
la fe de la Iglesia católica. Y ¡cosa notable!, a pesar de esa amplitud, no
se encuentra siquiera un solo punto en que pueda decirse que embargan la libre
acción del entendimiento en todo linaje de investigaciones.
La razón es la misma que llevo indicada. Cuantos
hayan hecho un estudio comparativo de las ciencias filosóficas y de las teológicas
habrán podido observar que por lo tocante a los extremos indicados, anda la
teología en una región tan diferente, tan superior, que apenas es atmósfera
filosófica.
Son dos órbitas, ambas grandes, ir que ocupan
posición muy distante en la inmensidad, y
el hombre quiere aproximarlas a veces, quiere que se crucen, quiere
que una ráfaga de luz terrenal penetre en aquella región de arcanos incomprensibles;
pero apenas sabe cómo hacerlo; él mismo siente su debilidad, y le oiréis confesar
que habla por congruencias, por analogías, no más que para darlo a entender
mejor; y la Iglesia se lo tolera en gracia de su buena voluntad, y a veces
le estimula a hacerlo así, para que en cuanto cabe, los dogmas incomprensibles
se acomoden algún tanto a la capacidad de los pueblos.
Después de haber discurrido tanto los filósofos
sobre los atributos de la Divinidad, y sobre las relaciones del hombre con
Dios, ¿han encontrado nada que se oponga a esos dogmas del Catolicismo?
¿Han tropezado nunca con ellos, como con un embarazo
que no les consintiera pasar adelante en sus investigaciones?
En la revolución filosófica provocada por Descartes
en el siglo XVIl, hay que notar un hecho singular que arroja mucha luz sobre
la materia.
Conocida es la doctrina de la religión católica
con respecto al augusto misterio de la Eucaristía; sabido es también en qué
consiste el dogma de la transustanciación, y que muchos teólogos para explicar
el fenómeno sobrenatural que se verifica después de consumado el milagro,
apelaban a la doctrina de los accidentes y a su distinción de la sustancia.
La teoría de Descartes, y de casi todos los filósofos
modernos, era incompatible con esa explicación, pues que negaban la existencia
de los accidentes como distintos de la sustancia; por lo cual parecía a primera
vista que había de resultar de aquí algún compromiso para la doctrina católica,
y que la Iglesia se había de poner en lucha con los sistemas de los filósofos.
¿Y ha sucedido así? No; examinada a fondo la
cuestión, se ha encontrado que el dogma católico estaba en una región mucho
más elevada, a la que no podían alcanzar las vicisitudes de la doctrina filosófica
que tanto parecía rozarse con él; y por más que hayan disputado los teólogos,
por más cargos que se hayan hecho unos a otros, por más consecuencias que
se hayan querido sacar de la nueva doctrina para presentarla como peligrosa,
la Iglesia se ha mostrado ajena a sus disputas, superior a los pensamientos
de los hombres, y se ha mantenido en aquella actitud grave, majestuosa, inalterable,
que tan bien asienta en la conservadora del sagrado depósito que le fué encomendado
por Jesucristo.
Ésta es la libertad que deja la Iglesia a los
filósofos para explayar su ingenio en todas materias; no necesita andar siempre
con restricciones y cortapisas; los sagrados dogmas de que es depositaria
se hallan en región tan encumbrada, que apenas puede encontrarse con ellos
el hombre, que en sus investigaciones no quiera apartarse de los senderos
de la verdadera filosofía.
633
Pero esta razón tan grande, y al propio tiempo
tan débil, se hincha a veces en demasía, levanta con orgullo una frente altanera
e insultante; en nombre de la libertad y de la independencia pide el derecho
de blasfemar de Dios, de negar al hombre su libre albedrío, y al alma su espiritualidad,
su inmortalidad, y la elevación de su origen y destinos; entonces sí, lo confesamos,
y lo confesamos con noble orgullo, entonces la Iglesia levanta su voz, no
para oprimir, no para tiranizar el entendimiento del hombre, sino para defender
los derechos del Ser supremo, y de la dignidad humana; entonces se opone con
firmeza inflexible a esa libertad insensata, que consiste en el funesto derecho
de decir todo linaje de desvaríos.
Esta libertad no la tenemos los católicos, pero tampoco la queremos;
porque sabemos que también en estas materias hay un linde sagrado que distingue
entre la libertad y la licencia.
Dichosa esclavitud, por la cual quedamos privados de ser ateos o materialistas,
de dudar que nuestra alma viene de Dios y se dirige a Dios; de que en pos
de los sufrimientos que agobian en esta vida al infortunado mortal, hay preparada
por los méritos de un Hombre-Dios otra vida eternamente feliz.
Por lo que toca a las ciencias que versan sobre
las sociedad, me parece que podré excusarme de vindicar a la religión católica
del cargo de opresora del entendimiento humano, cuando las extensas consideraciones
en que llevo expuestas sus doctrinas, y su influencia con respecto a la naturaleza
y extensión del poder, y a la libertad civil y política de los pueblos, dejan
más claro que la luz del día, que la religión católica sin descender al terreno
de pasiones y pequeñez en que se agitan los hombres, enseña la doctrina
más a propósito para la verdadera civilización y bien entendida libertad de
las naciones.
Trataré, pues, brevemente de las relaciones del
principio católico en lo que toca al estudio de la naturaleza. Ciertamente
que no es fácil ver en qué puede dañar dicho principio al adelanto del espíritu
humano en las ciencias naturales. Digo que no es fácil verlo, y podría añadir
que es imposible atinarlo; y todo esto por una razón muy sencilla, fundada
en un hecho que está al alcance de todo el mundo, y es, que la religión católica
se manifiesta en extremo reservada en
todo cuanto pertenece a conocimientos puramente naturales. Diríase que Dios se propuso dar una severa lección a nuestra excesiva
curiosidad; leed la Biblia y os quedaréis convencido de cuanto acabo de asentar.
Y no es que en la Biblia no se hable de la naturaleza,
sino que allí se nos la presenta bajo su aspecto hermoso, grande, sublime,
donde se ofrece todo en grupo, todo animado, con sus vastas relaciones, con
sus altos fines, pero sin análisis, sin descomposición de ninguna clase; el
pincel del pintor, la fantasía del poeta encontrarán allí magníficos modelos;
pero el filósofo observador se hallará sin los datos que busca.
No quería el Espíritu Santo hacer naturalistas,
sino virtuosos; por esto, sólo nos presenta los portentos de la creación bajo
el aspecto más a propósito para excitar en nosotros la admiración y gratitud
hacia el Autor de tantas maravillas y beneficios. La naturaleza tal como viene
mostrada en el sagrado texto, satisface poco la curiosidad filosófica; pero
en cambio, recrea y engrandece la fantasía, hiere y penetra en el corazón.
POR LA RÁPIDA ojeada que acabamos de dar sobre
los varios ramos científicos en sus relaciones con la autoridad de la Iglesia,
resulta bien en claro que la pretendida esclavitud del entendimiento de los
católicos es un vano espantajo; que es falso que nuestra fe impida ni entorpezca en nada el
adelanto de las ciencias.
Pero como sucede a menudo que los raciocinios
al parecer más sólidos flaquean por alguna parte desconocida, y que cuando
se los pone al lado de los hechos se descubre su vicio, será bien hacer la
prueba en la cuestión que nos ocupa; pues no dudo que ganará mucho con ello
la causa de la verdad. Tomaremos la cosa desde su principio.
Afirma M. Guizot que la lucha entre la Iglesia
y los defensores del libre pensar comenzó en los siglos medios. Después de
habernos recordado los esfuerzos de Juan Erigena, Roscelín y Abelardo, y la
alarma que esas tentativas causaron a la Iglesia, nos dice: "entonces
empezó la lucha entre el clero y los que se declaraban defensores del libre
pensamiento; entonces tuvo principio ese grande hecho que tanto lugar ocupa
en los siglos XI y XII, que tantos efectos produjo en la Iglesia teocrática
y monástica." (Historia general de la civilización europea.
Lección 6.)
635
Se conoce por todo el texto de la obra de M.
Guizot que en su opinión el cargo más fundado que hacerse podía a la Iglesia
católica era el de cortar el vuelo al pensamiento, siendo éste el punto en
que el sistema protestante llevaba mucha ventaja al Catolicismo.
Esta idea que se proponía desenvolver más cumplidamente
al tratar de propósito de la revolución religiosa del siglo XVI, debía estar
ya como en semilla en lo que hubiese asentado en sus lecciones anteriores;
pues, de otra manera, se hubiese presentado el hecho aislado, y hubiera perdido
de su importancia.
Además, era menester también que la resistencia
de los protestantes a la Iglesia católica no pareciese un hecho cualquiera,
sino que se ofreciese como la expresión de un pensamiento grande y generoso,
como la proclamación de la libertad del espíritu humano.
Para alcanzar estos extremos era necesario que
por una parte se nos mostrase la Iglesia como si hubiera salido en los siglos
medios con una pretensión que no había tenido anteriormente; y que por otro
lado se ensalzasen ciertos escritores que resistieron a pretensiones semejantes,
y se ponderase sobremanera la vasta extensión de sus miras.
Este es el hilo del discurso de M. Guizot; y
aquí se encuentra la razón de los esfuerzos que hace en el lugar citado para
preparar el triunfo de sus opiniones. Anduvo empero con tan poco acierto,
que no parece sino que había olvidado los hechos más palpables de la historia
de la Iglesia, y que no sabía siquiera cuáles fueron las doctrinas de los
tres campeones cuyos nombres invoca con tanta complacencia.
Para que no se diga que procedo de ligero, citaré
literalmente palabras; helas aquí: "Presentaba la Iglesia el mejor aspecto, y parecía ya que todo se había
convertido en provecho de su unidad, cuando se levantaron en su seno mismo
algunos hombres emprendedores, que, sin atacar en lo más mínimo los dogmas
y las creencias establecidas, pedían a voz en grito el derecho de hacer intervenir
el examen en materias religiosas y en asuntos de fe.
Juan
Erigena, Roscelín, Abelarlo : he aquí los sabios que se declararon intérpretes
ele la razón humana, defensores de su libre ejercicio, impugnadores acérrimos
de la autoridad del hombre como justo criterio en asuntos de religión: he
aquí los que agregaron sus esfuerzos a los esfuerzos reformadores de Hildebrando
y, de San Bernardo. Al investigar la naturaleza y carácter de ese movimiento,
no se ve que tendiese a un cambio radical en las opiniones, que encerrase
una revolución contra las creencias recibidas: nada de esto; sólo se pretendía
raciocinar 636
libremente,
romper hasta en cuestiones de fe las trabas de la autoridad." (Historia
general de la civilización europea. Lección S.)
Dejemos
aparte la singular extrañeza de presentar unidos los esfuerzos de Juan Erigena,
Roscelín y Abelardo, con los esfuerzos reformadores de Hildebrando, o sea
san Gregorio, y de san Bernardo; éstos trataban de reformar la Iglesia por
medios legítimos, de hacer al clero más venerable haciéndole más virtuoso,
de conciliar más acatamiento a la autoridad santificando las personas que
la ejercían; aquéllos, según M. Guizot, combatían esa autoridad en materias
de fe, es decir, que trataban de derribar, y por eso aplicaban la segur a
la misma raíz; éstos eran reformadores; aquéllos devastadores; y sin embargo
¡sus esfuerzos se nos muestran unidos, como si conspiraran al mismo fin, cual
si se encaminaran al mismo objeto!
Pobre
cosa fuera la filosofía de la historia si consentir pudiese tal confusión
de ideas; menguado progreso harán en esta ciencia los que se contenten con
tan extraña manera de observar los hechos.
Mas
dejemos, repito, tan singulares aberraciones, para fijarnos particularmente
en dos objetos: la importancia de los tres escritores que tanto se nos ensalzan,
y la idea que se nos da de su movimiento de resistencia. Estoy seguro que
los nombres de Juan Erigena y de Roscelín se pronuncian ya con respeto por
los que, deseando pasar por filósofos en la historia sin haberla leído siquiera,
se ven precisados a contentarse con esas lecciones fáciles, que se escuchan
en breve rato, o se estudian en una velada: les bastará que se los haya nombrado
con énfasis, y apellidado hombres emprendedores, sabios, intérpretes de la
razón humana, defensores de su libre ejercicio, para creer que las ciencias
no les deben menos a Erigena y a Roscelín, que a Descartes o Bacón.
A
no recordar las observaciones arriba emitidas sobre la posición en que se
encontraba Guizot, no sería fácil atinar por qué quiso presentar como nuevo
y extraordinario lo que era viejo y común; cómo pudo decir que empezó la Iglesia
a luchar con la libertad del pensamiento, por haber reprimido a Erigena, Roscelín
y Abelardo; cómo señaló a estos tres escritores cual si su influencia hubiera
sido muy trascendental, cuando no tuvieron otra que la de cualesquiera sectarios,
de que tantos ejemplos se habían visto en los tiempos anteriores.
Y a la verdad ¿quién era ese Juan Erigena?
Un
escritor que, poco versado en las ciencias teológicas, y engreído con el favor
que le dispensaba Carlos el Calvo, esparció unos cuantos errores sobre la
Eucaristía, sobre la predestinación y la gracia; aquí no se ve otra cosa que
un hombre que se aparta de la doctrina de la Iglesia; y cuando Nicolás I trata
de reprimirle, vemos un papa que cumple con su deber.
637 ¿Qué hay en todo eso de nuevo, de
extraordinario? ¿Acaso en la historia de la Iglesia, ya desde el tiempo de
los apóstoles, no encontramos una cadena de hechos semejantes?
Lo
repito: es imposible atinar cómo pudo juzgarse oportuno el recordarnos el nombre de Erigena, cuando ni sus errores
tuvieron notables consecuencias, ni la misma época en que vivió puede mirarse
como muy influyente en el desarrollo del entendimiento en los tiempos sucesivos.
Juan Erigena vivía en el siglo XI, el cual no
pertenece al movimiento de los siguientes; pues es cosa sabida que el siglo
X fue el máximun de la ignorancia de los siglos medios, y que sólo comenzó
el movimiento intelectual a fines del X y principios del XI. Entre Erigena y Roscelín median dos siglos.
Por
lo que toca a Roscelín y Abelardo, es más fácil de concebir por qué se nos
citan a este propósito; pues nadie ignora el ruido que metió en el mundo Abelardo
por sus doctrinas, y más tal vez por sus aventuras; y en cuanto a Roscelín,
no deja también de llamar la atención, no sólo por sus errores, sino y principalmente
por haber sido el maestro de Abelardo.
Para
dar una idea del espíritu que guiaba a esos hombres, y del aprecio que debe
hacerse de sus intentos, es necesario entrar en algunos pormenores sobre su
vida y doctrinas. Era Roscelín uno de los hombres más cavilosos de su tiempo:
dialéctico sutil, y ardiente partidario de la secta de los nominales, sustituyó
sus opiniones a la enseñanza de la Iglesia; llegando a errar gravísimamente
sobre el augusto misterio de la Trinidad.
La
historia nos ha conservado un hecho que prueba de un modo incontestable su
insigne mala fe, y su falta ele probidad y de pudor. Cuando propalaba Roscelín
sus errores, vivía san Anselmo, que después fue arzobispo de Cantorberi, y
que a la sazón era abad de Bec.
Había
muerto algún tiempo antes Lanfranco, arzobispo de la nombrada silla, con una
reputación de virtud y de buena doctrina que nada dejaba de desear. Roscelín
creyó que sus errores ganarían mucho concepto si podían verse autorizados
con un nombre respetable; y echando mano de la más negra calumnia, afirmó
que sus opiniones eran las mismas del arzobispo Lanfranco, y de Anselmo, abad
de Bec.
No podía responderle Lanfranco porque había
muerto ya; pero el abad de Bec se defendió vigorosamente de tan injusta imputación,
vindicando al propio tiempo a Lanfranco, que había sido su maestro. Las obras
de san Anselmo no nos dejan duda alguna sobre cuáles eran los errores de Roscelín,
pues que en ellas los encontramos formulados con toda precisión. A decir verdad,
tampoco se puede atinar por qué M. Guizot dio tanta importancia a ese hombre,
ni por qué nos lo había de señalar como uno de los principales defensores
de la libertad del pensamiento, cuando no encontrarnos en él nada que le distinga
de los demás herejes.
638 Es un hombre
que cavila, que sutiliza y que yerra; pero esto es una cosa tan trivial en
la historia de la Iglesia, que ni siquiera causa la menor novedad.
Mas
digno es de que llame nuestra atención el famoso Abelardo, dado que su nombre
se ha lecho tan célebre, que no hay quien no esté al corriente de sus tristes
aventuras. Discípulo de Roscelín, e igualmente hábil que su maestro en la
dialéctica de su siglo, dotado de grandes talentos y sediento de ostentarlos
en las principales arenas literarias, llegó a granjearse más alta reputación
que no alcanzara jamás el dialéctico de Compiegne.
Sus
errores en gravísimas materias acarrearon males de cuantía a la Iglesia, y
no dejaron de ocasionarle a él mismo muy graves disgustos. Más no es verdad
lo que dice con respecto a él M. Guizot, que no tanto fueron reprobadas sus
doctrinas como su método: y que tanto él como su Maestro Roscelín, no se proponían
un cambio radical de doctrinas.
Afortunadamente
tenernos testimonios irrecusables que no nos dejan ninguna duda de que no
fue el método lo que se culpó en Roscelín, sino su error sobre la Trinidad;
así como se conservan todavía en forma de artículos los varios errores entresacados
de las obras de Abelardo.
Sabemos
por san Bernardo que sobre la Trinidad pensaba como Arrio, sobre la Encarnación
como Nestorio, y sobre la Gracia como Pelagio: y ya se ve que todo esto no
sólo tendía a un cambio radical de doctrinas, sino que ya de suyo lo era.
No se no oculta que Abelardo pretendió ser falsos
semejantes cargos, pero ya sabemos lo que valen tales negativas; y lo cierto
es que en la fangosa asamblea de Seas, provocada por el mismo Abelardo, no
pudo responder palabra al santo abad de Claraval que le echó en cara sus errores,
presentando las mismas proposiciones entresacadas de sus obras, e invitándole
a que o las defendiese o las abjurase.
En
tan terrible apuro se encontró Abelardo al verse cara a cara con adversario
tan respetable, que por de pronto no atino a responder -otra cosa sino que
apelaba a Roma. Y si en el concilio de Sens por respeto a la Santa Sede se
abstuvo de condenar la persona del novador, no dejó por eso de condenar sus
errores; condenación que fue aprobada por el Sumo Pontífice y extendida a
la misma persona. Por los artículos que contienen los errores de Abelardo,
no se ve que este escritor tuviera como idea capital la proclamación de la
libertad del pensamiento.
Se
conoce, sí, que se abandonaba demasiado a sus propias cavilaciones; pero no
hacía más que dogmatizar erróneamente sobre los puntos más graves, cosa que
habían hecho ya todos los herejes que le habían precedido.
639 M. Guizot debía
saber todo esto, y no se por qué lo olvidó, ni por qué quiso atribuir a dichos
autores una importancia que en realidad no merecen.
Buscando la razón que pudo inducir a M. Guizot
a recordarnos con tanto énfasis los nombres de Roscelín y Abelardo, ocurre
desde luego que se proponía buscar a los protestantes algunos predecesores
ilustres; y como quiera que Roscelín y Abelardo no carecieron de talentos
y ye saber, y por otra parte vivieron en la misma época en que se desplegaba
en Europa el movimiento intelectual, debió parecerle muy oportuno sacar a
la escena a estos novadores, para manifestar que ya desde el principio del
desarrollo del entendimiento habían levantado la voz en pro de la libertad
de pensar los hombres mas famosos.
Aun
cuando pudiera probarnos M. Guizot que Erigena, Roscelín y Abelardo sólo se
propusieron proclamar el examen privado en materias de fe, no se seguiría
de aquí que aquellos novadores no quisieran un cambio radical en las doctrinas,
ya que nada puede haber más radical en materias de fe que lo que ataca la raíz de
la certeza, que es la autoridad. No se inferiría tampoco que la
Iglesia condenando sus errores se hubiese alarmado por un simple método, pues
si este método había de consistir en sustraer el entendimiento al yugo de
la autoridad aun en materias de fe, era ya de sí un error gravísimo, combatido
en todos los tiempos por la Iglesia católica, que jamás ha consentido ni tolerado
que se pusiese en duda su autoridad en cuestiones dogmáticas.
Sin
embargo, si los citados novadores se hubiesen presentado combatiendo principalmente
la autoridad en materias de fe, hubiera tenido razón M. Guizot en hacernos
notar sus nombres, como que indicaban una nueva época; pero ¡cosa singular!
no se halla que formulasen principalmente sus proposiciones en favor de la
independencia del pensamiento y contra la autoridad en materias de fe, no
se halla que la Iglesia los condenara sólo por tal motivo, pero sí por otros
errores. ¿Dónde están, pues, la exactitud, ni la verdad histórica en que parece
debían de estribar un hombre como M. Guizot? ¿Cómo se permitía esa libertad
de introducir sus pensamientos en lugar de los hechos, dirigiéndose como se
dirigía a un auditorio numeroso?
Bien conocía M. Guizot que estas son materias
que todo el mundo trata, y que pocos profundizan, y que para excitar simpatías
en los hombres superficiales, bastaba hablarles pomposamente de la libertad
del pensamiento, pronunciar nombres que muchos oirían sin duda por la primera
vez, como Erigena y Roscelín, y sobre todo mentar el apellido del infortunado
amante de Eloísa.
Como
a M. Guizot no podía ocultársele que flaqueaban un tanto las observaciones
que iba emitiendo sobre aquella época, trató de remediarlo insertándonos un
trozo de la Introducción a la Teología, de Abelardo: texto que a mi juicio
está muy lejos de probar lo que se propone el publicista.
Se
nos quiere persuadir que empezaba ya a reinar entonces un fuerte espíritu
de resistencia a la autoridad de la Iglesia en materias de fe, y que el entendimiento
del hombre estaba ya impaciente por romper las trabas con que se le tenía
encadenado. Según M. Guizot, parece que a ruego de sus propios discípulos
se arrojó Abelardo a sacudir el yugo de la autoridad, y que los escritos del
novador fueron ya en cierto modo la expresión de una necesidad que se hacía
sentir con mucha fuerza, de un pensamiento que se agitaba de antemano en muchas
cabezas.
He
aquí las palabras a que me refiero: "Al
investigar -dice M. Guizot- la naturaleza y carácter de ese movimiento, no
se ve que tendiese a un cambio radical en las opiniones, que encerrase una
revolución contra las creencias recibidas; nada de esto; sólo se pretendía
raciocinar libremente, romper hasta en cuestiones de fe las trabas de la autoridad".
Ya hemos visto cuán ajeno está de toda verdad
lo que asienta aquí el escritor; y que, aun cuando se hubiese atacado solamente
el principio de autoridad, esto ya encerraba un cambio radical en las opiniones,
una revolución contra las creencias recibidas; pues que la infabilidad de
la Iglesia era un dogma en sí, y además era la base de todas las creencias.
Harto
me parece que lo ha demostrado la experiencia, desde la aparición del Protestantismo
en el primer tercio del siglo XVI. Pero dejemos proseguir a M. Guizot: "Dísenos el mismo Abelardo en su Introducción
a la Teología, que sus discípulos le pedían argumentos propios para satisfacer
la razón; que les enseñase no a repetir sus explicaciones, sino a comprenderlas;
porque nadie sabría creer sin haber antes comprendido, y hasta ridículo sería
enseñar cosas que no habían de comprender ni el profesor ni los discípulos.
. ."
¿Cuál
puede ser el objeto de una sana filosofía sino conducirnos al más perfecto
conocimiento de Dios, donde deben ir a parar todas nuestras meditaciones,
todos nuestros estudios? ¿Con qué miras se permite a los fieles la lectura
de las cosas del siglo, y hasta de los libros de los gentiles, sino para disponer
su inteligencia a alcanzar las verdades de la Santa Escritura, para adiestrar
su discurso en defenderlas?
Es
por lo mismo indispensable emplear todas las fuerzas de la razón, a fin de
impedir que en cuestiones tan difíciles y complicadas como las que se ofrecen
a cada paso en el estudio de las doctrinas del Evangelio, no alteren jamás
la pureza de nuestra fe las sutilezas de sus enemigos.
641 No puede negarse
que en la época en que figuraba Abelardo se había despertado una viva curiosidad,
que excitaba al espíritu a emplear sus fuerzas para darse razón de las cosas
que creía; pero no es verdad que la Iglesia se opusiera a ese movimiento,
considerado como un método científico, en cuanto no saliese de los límites
legítimos, extendiéndose a combatir o socavar los dogmas de fe.
No cabe presentar la Iglesia de un modo más
desfavorable del que lo hace M. Guizot en este lugar: no cabe un olvido, mejor
diré, una alteración mas completa de los hechos. "A pesar -dice- de hallarse ocupada la Iglesia en su reforma interior,
no dejó por esto de sentir y comprender la trascendencia de aquel movimiento;
se alarmó vivamente de los ulteriores resultados que pudiera dar de sí, y
declaró inmediatamente la guerra a los innovadores, tanto más temibles, cuanto
eran sus métodos y no sus doctrinas los que amenazaban el golpe".
He
aquí a la Iglesia conspirando contra el desarrollo del pensamiento, y sofocando
con mano fuerte las tentativas que hacía para dar sus primeros pasos en el
camino de las ciencias; hela aquí prescindiendo ele las doctrinas y combatiendo
los métodos; y todo esto introducido como una novedad; pues según M. Guizot,
"entonces empezó la lucha entre
el clero y los que se declaraban defensores del libre pensamiento, entonces
tuvo principio ese grande hecho que tanto lugar nos ocupa en los siglos XI
y XII que tantos efectos produjo en la Iglesia teocrática y monástica.
Las quejas de Abelardo
y hasta cierto punto las de San Bernardo, los concilios de Soissons y Sens
que condenaron al primero, son una verdadera expresión de aquel hecho, que
por un oculto eslabonamiento de resultados se ha perpetuado hasta los tiempos
más modernos".
Siempre la misiva confusión de ideas. Ya lo
he dicho, y es preciso repetirlo: la Iglesia no ha condenado ningún método, lo que ha condenado
son errores; a no ser que se entienda el método que tanto agrada M. Guizot,
de "romper hasta en cuestiones
de fe las trabas ele la autoridad"; lo que no es un simple método,
sino un error de alta trascendencia.
Al
reprobar una doctrina perniciosa, subversiva de toda fe, cual es la que niega
la infalibilidad de la Iglesia en puntos de dogma, no tuvo ésta ninguna pretensión
nueva; su conducta fue la misma que había tenido desde el tiempo de los apóstoles
y que ha observado después. En propagándose alguna doctrina que ofrezca peligro,
la examina, la coteja con el sagrado depósito de verdad que le está confiado:
si la doctrina no repugna a la verdad divina, la deja correr a sus anchuras,
porque no ignora que Dios ha entregado el mundo a las disputas de los hombres;
pero, si se
opone a la fe, es condenada irremisiblemente, sin consideración ni condescendencia.
642 Que si lo contrario
hiciera, se negaría a sí misma, dejaría de ser quien es, no sería la celosa
depositaria de la verdad divina. Si consintiese que se pusiera en duda su
autoridad infalible, desde aquel momento se olvidaría de una de sus obligaciones
más sagradas, y, no tendría derecho a que se la creyese; pues que manifestando
que le es indiferente la verdad, mostraría bien a las claras que no es una religión bajada
del cielo, y por consiguiente entraría en la esfera de las ilusiones humanas.
Cabalmente
a la época a que se refiere M. Guizot, hay un hecho que indica que la Iglesia
dejaba campo libre donde pudiera espaciarse el pensamiento. Sabido es de cuanta
reputación disfrutó san Anselmo todo el tiempo de su vida, y en cuanta estima
fue tenido por los pontífices de su tiempo; y sin embargo san Anselmo pensaba
con la mayor libertad, y en el prólogo de su Monólogo nos dice que algunos
le suplicaban que les enseñase a explicar las cosas por la sola razón, y prescindiendo
de la Sagrada Escritura.
No teme el santo condescender a sus súplicas,
y se propone contentarlos escribiendo a este propósito el citado opúsculo,
y no deja de adoptar en otras partes el mismo método. Como ahora pocos se
cuidan de escritores antiguos, quizás no serán muchos los que hayan leído
alguna vez las obras de este santo; y no obstante se encuentra en ellas una
claridad de ideas, una solidez de razones, y sobre todo un juicio tan sobrio
y templado, que apenas parece posible que desde el principio del movimiento
intelectual se elevase tan alto el pensamiento. Allí se ve la mayor libertad
de pensar unida con el respeto debido a la autoridad de la Iglesia: y qué
lejos de que este respeto debilitase en nada el vigor del pensamiento, sólo
servía para alumbrarle y robustecerle.
Allí se ve que no era sólo Abelardo quien enseñaba
no a repetir sus lecciones, sino a comprenderlas; pues que algunos años antes
estaba haciendo esto mismo san Anselmo, con una claridad y solidez muy superiores
a lo que podía esperarse de su tiempo. Se ve también, que se trataba en la
Iglesia católica de servirse de la razón hasta donde fuera posible; sabiendo
empero respetar los lindes que le señala su propia debilidad, e inclinándose
respetuosamente ante el sagrado velo que encubre augustos misterios.
En
las obras de este sabio escritor se verá que no era Abelardo quien había de
enseñar al mundo que "el objeto de una sana filosofía es conducirnos al más perfecto
conocimiento de Dios, y que es indispensable
emplear todas las fuerzas de la razón a fin de impedir que en cuestiones tan
difíciles y complicadas como las que se ofrecen a cada paso en el estudio
de las doctrinas del Evangelio, no alteren jamás la pureza de nuestra fe las
sutilezas de sus enemigos".
643 Pero
en la profunda sumisión que muestra el santo a la autoridad de la Iglesia,
en la cándida entereza con que reconoce los límites del entendimiento humano,
échase de ver que estaba en la persuasión de que nos es posible creer antes
de comprender; pues que no es lo mismo estar cierto de la existencia de una
cosa, que conocer claramente su naturaleza.
YA
QUE nos hemos trasladado a los siglos XI y XII, para examinar cuál había sido
en ellos la conducta de la Iglesia con respecto a los novadores, detengámonos
algunos instantes en la misma época, como en un excelente punto de vista,
para observar desde allí la marcha del espíritu humano.
Se
ha dicho que el desarrollo del entendimiento había sido en Europa enteramente
teológico; esto es verdad, y, verdad necesaria. La razón es muy sencilla:
todas las facultades del hombre se desenvuelven conforme a las circunstancias
que le rodean: y así como su salud, su temperamento, sus fuerzas y hasta su
color y estatura, dependen del clima, de los alimentos, del tenor de vida,
y otras circunstancias que le afectan, así también las facultades intelectuales
y morales llevan el sello de los principios que preponderan en la familia
y sociedad de que forma parte.
En
Europa el elemento predominante era la religión; se la oye, se la ve, se la
encuentra en todos los objetos; sin ella no se descubre en ningún punto un
principio de acción y de vida; y así era preciso que todas las facultades del europeo se desenvolviesen
en un sentido religioso. Si bien se observa, no era sólo el entendimiento
el que presentaba ese carácter: era también el corazón, hasta las pasiones,
todo el hombre moral; de suerte que así como no se puede dar un paso en ninguna
dirección de Europa sin tropezar con algún monumento religioso, tampoco se
puede examinar ninguna facultad del europeo sin encontrar la huella de la
religión.
644 Lo
que sucedía en el individuo, se verificaba también en la familia y en la sociedad:
la religión era igualmente dueña de éstas que de aquél. Un fenómeno semejante
encontramos en todas partes donde el hombre haya caminado hacia un estado
más perfecto; pudiendo asegurarse como un hecho constante en la historia del
linaje humano, que jamás ninguna sociedad adelantó por el camino de la civilización
a no ser bajo la dirección e impulso de los principios religiosos.
Verdaderos
o falsos, razonables o absurdos, se los encuentra en todas partes donde el
hombre se perfecciona; y bien que sean dignos de lástima algunos pueblos,
por las monstruosidades supersticiosas en que se precipitaron, todavía se
debe confesar que bajo aquella superstición se ocultaban gérmenes de bien,
que no dejaban de proporcionar considerables ventajas. Los egipcios, los fenicios,
los griegos, los romanos, todos eran muy supersticiosos; y sin embargo hicieron
tantos adelantos en la civilización y cultura, que nos asombran aún con sus
monumentos y recuerdos.
Fácil
es reírse de una práctica extravagante o de un dogma descabellado; pero no
debe nunca olvidarse que
hay una porción de principios morales que sólo medran o se conservan estando
bajo la sombra de las creencias; principios indispensables para
que el individuo no se convierta en un monstruo, y no se quebranten todos
los lazos de la sociedad y de la familia.
Se
ha hablado mucho contra la inmoralidad tolerada, consentida, y a veces predicada
por algunas religiones; por cierto que nada hay tan lamentable como que sirva
para extraviar al hombre aquello que debiera ser su principal guía; pero si
miramos al través de aquellas sombras, que tanto nos chocan a primera vista,
no dejaremos de descubrir algunas ráfagas de luz, que nos harán mirar a las
falsas religiones, no con indulgencia, pero sí con menos horror que a las sistemas impíos que no reconocen
otro ser que la materia, ni otro Dios que el placer.
La
sola conservación de la idea del bien y del mal moral, idea que sólo tiene
sentido en el supuesto de existir una divinidad, ya es de suyo un beneficio
inapreciable; y este beneficio lo traen siempre consigo las religiones, aun
las que permiten o mandan aplicaciones monstruosas o criminales. Sin duda
que se han visto en los pueblos antiguos, y se ven todavía en los no iluminados
por el cristianismo, aberraciones lamentables; pero en medio de estas mismas
aberraciones hay siempre alguna luz; luz que por poco que brille, por pálidos
y endebles que sean sus rayos, vale incomparablemente más que las densas tinieblas
del ateísmo.
645 Entre
los pueblos antiguos y los europeos había una diferencia muy notable, y es
que aquéllos marcharon hacia la civilización saliendo de su infancia, y éstos
se dirigían al mismo punto saliendo de aquel estado indefinible, que resultó
de la confusa mezcla que en la invasión de los bárbaros se hizo de una sociedad
joven con otra decrépita, de pueblos rudos y feroces con otros civilizados y cultos, o más bien afeminados.
De aquí provino que en los pueblos antiguos se desplegó primero el entendimiento
que la imaginación.
En
aquéllos, lo primero que se encuentra es la Poesía; en éstos, al contrario,
lo primero que hallamos es la Dialéctica y la Metafísica.
Investiguemos
la causa de tamaña diferencia. Cuando un pueblo está en la infancia, ya sea
propiamente dicha, o bien porque habiendo vivido largo tiempo en la estupidez,
se encuentre en situación semejante a la de un pueblo niño, abunda de sensaciones
y se halla escaso de ideas.
La
naturaleza con toda su majestad, con todas sus maravillas y secretos, es lo
que le afecta más vivamente; su lenguaje es magnífico, pintoresco, poético;
las pasiones no son refinadas, pero en cambio son enérgicas y violentas; y
el entendimiento que busca con candor la región de la luz, ama la verdad pura
y sencilla, la confiesa, la abraza sin rodeos, y no es a propósito para sutilezas,
cavilaciones y disputas. La cosa de menos importancia le sorprende y admira
con tal que hiera vivamente los sentidos y la imaginación; y si un hombre
le ha de inspirar entusiasmo, es menester que le presente algo de sublime
y heroico.
Observando
el estado de los pueblos de Europa en los siglos medios, se nota desde luego que ofrecían
alguna semejanza con un pueblo niño; pero que eran también muchas
y muy reparables las diferencias. Tenían las pasiones mucha energía, agradaba
también sobremanera lo extraordinario, lo maravilloso; y a falta de realidades creaba la fantasía sombras
gigantescas. 37
La profesión de las armas era la ocupación favorita;
las aventuras más peligrosas eran buscadas con afán, y arrostradas con increíble
osadía. Todo esto indicaba desarrollo de sentimiento y de imaginación, en
lo que estas facultades encierran de más fuerte y brioso; pero ¡cosa notable!
mezclábase con tales disposiciones una afición singular a los objetos puramente
intelectuales; al lado de la realidad más viva, más ardiente y pintoresca,
se levantaban las abstracciones más frías y descarnadas.
Un
caballero cruzado, ricamente vestido, rodeado de trofeos, radiante con la
gloria adquirida en cien combates; y un dialéctico sutil, disputando sobre
el sistema de los nominales y llevando las abstracciones y cavilaciones hasta
un punto ininteligible: he aquí dos objetos por cierto poco parecidos; y sin
embargo estos objetos coexistían en la sociedad; y no como quiera, sino con
mucho prestigio, favorecidos con toda clase de obsequios y seguidos por ardientes
entusiastas.
646 Aun atendiendo
a la situación extraña en que, según llevo indicado, se encontraron las naciones
de Europa, no es fácil explicar la razón de esta anomalía. Se deja entender
sin dificultad que los pueblos europeos, en su mayor parte salidos de los
bosques del Norte, y que habían vivido por mucho tiempo en guerra, ya entre
sí, ya con los conquistados, debían de conservar con su hábitos guerreros,
imaginación viva y fuerte, y pasiones enérgicas y violentas; lo que no se
concibe tan bien es su inclinación a un orden de ideas puramente metafísico
y dialéctico. No obstante, profundizando la cuestión, no deja de conocerse
que esta anomalía tenía su origen en la misma naturaleza de las cosas.
¿Por
qué un pueblo en su infancia abunda de imaginación y de sentimientos? Porque
abundan los objetos que excitan esas facultades, y porque éstos pueden ejercer
su acción con más fuerza, a causa de que el individuo se halla expuesto de
continuo a la influencia de las cosas exteriores. El hombre primero siente e imagina, después entiende
y piensa; así lo exigen en su naturaleza el orden y dependencia de las facultades.
Y he aquí la razón de que primero se desarrollen en un pueblo la imaginación
y las pasiones, que no el entendimiento: aquéllas encuentran desde luego su
objeto y su pábulo, éste no; y por lo mismo, precedió siempre la edad de los poetas a la de los filósofos.
Infiérese
de aquí que los pueblos niños piensan
poco, porque carecen de ideas; y en esto se halla una diferencia capital que
los distingue de los de Europa en la época de que hablamos: en Europa abundan
las ideas.
Lo
que explica por qué se hacía tanto aprecio de lo puramente intelectual, aun
en medio de la más profunda ignorancia; y por qué se esforzaba el entendimiento
en descollar también, cuando parece que no había llegado su hora. Las verdaderas ideas
de Dios, del hombre y de la sociedad estaban ya esparcidas por todas partes,
merced a la incesante enseñanza del cristianismo; y como quedaban muchos rastros
de la sabiduría antigua, ya cristiana, ya gentil, resultaba que el entendimiento
de un hombre de alguna instrucción se hallaba en realidad lleno de ideas.
A
pesar de tamañas ventajas, claro es que por efecto de la ignorancia acarreada
por tantos trastornos, habíase de encontrar el entendimiento abrumado y confuso
con aquella mezcla que se le presentaba de erudición y de filosofía; y que
había de escasear de discernimiento y buen juicio, para hacer de una manera
provechosa el simultáneo estudio de la Biblia, escritos de los Santos Padres,
derecho civil y canónico, obras de Aristóteles, y comentarios de los árabes.
647
Todo esto no obstante se estudiaba a la vez,
de todo se disputaba con ardor; y al lado de los errores y desvaríos que eran
en tal caso inevitables, marchaba la presunción, inseparable compañera de
la ignorancia. Para explicar con acierto varios puntos de la Biblia, de los
Santos Padres, de los códigos, de las obras de los filósofos, era necesario
prepararse con grandes trabajos, como lo ha enseñado la experiencia de los
siglos posteriores. Era preciso estudiar las lenguas, registrar archivos,
desenterrar monumentos, recoger de todas partes un gran cúmulo de materiales;
y luego ordenar, comparar, discernir; en una palabra, era menester un gran fondo de erudición alumbrado por la antorcha de la
crítica.
Todo
esto faltaba a la sazón, ni era dable adquirirlo, sino con el transcurso de
los siglos. ¿Y qué sucedía? Lo que por precisión debía suceder, habiendo el
prurito de explicarlo todo: ¿se ofrecía una dificultad?, ¿faltaban datos,
noticias para resolverla? Se echaba por el atajo: en vez de estribar sobre
un hecho, se estribaba sobre un pensamiento; en lugar de un raciocinio sólido,
se ponía una abstracción cavilosa; ya que no era posible formar un cuerpo
de sabia doctrina, se amontonaba un confuso fárrago de ideas y palabras. ¿Quién,
por ejemplo, no se ríe o no se compadece de Abelardo, al verle ofrecer a sus
discípulos la explicación del profeta Ezequiel, y con la condición de no tomarse
sino un tiempo muy escaso para prepararse, y cumplir luego su oferta?
¿No
les parece a los lectores, que en el siglo XII, y tratándose del profeta Ezequiel,
y estando poco preparado el maestro, debió de ser la explicación muy, feliz
e interesante?
Fue
tanto el ardor con que se abrazó el estudio de la dialéctica y de la metafísica,
que en poco tiempo llegaron a eclipsar todos los demás conocimientos. Esto
acarreó gravísimo daño al espíritu; porque absorbida toda su atención en su
objeto predilecto, miró con indiferencia la parte sólida de las ciencias,
cuidó poco de la historia, no pensó en literatura, resultando de aquí que
no se desarrolló sino a medias. Postergado todo lo relativo a imaginación
y afectos, quedó dueño del campo el entendimiento; y no en su parte útil,
como lo es la percepción
clara y cabal, juicio maduro, y raciocinio sólido y exacto, sino en lo que
tiene de más sutil, caviloso y extravagante.
Me
atreveré a decir que los hombres que culpan a la Iglesia por la conducta que
a la sazón observó con los novadores, han comprendido muy mal la situación
científica y religiosa en que entonces se encontraba
la Europa.
648
Ya hemos visto que cuando el entendimiento se apartó del verdadero camino
el desarrollo intelectual era religioso; y de aquí es que aún conservó todavía
este carácter; de lo que dimanó que se vieron aplicadas a los más sublimes
misterios las sutilezas más extrañas.
Casi
todos los herejes de la época eran famosos dialécticos, y empezaron a extraviarse
por un exceso de sutilezas.
Roscelín
era uno de los principales dialécticos de su tiempo, fundador de la secta
de los nominales, o al menos uno de sus principales caudillos; Abelardo era
célebre por su talento sutil, por su habilidad en las disputas, y por su destreza
en explicarlo todo conforme a su talante; el abuso del ingenio le condujo
a los errores de que he hablado más arriba; errores que habría podido evitar
si no se hubiera entregado con tanto orgullo a sus vanos pensamientos. El
espíritu de sutilizarlo todo condujo a Gilberto de la Poirée a los errores
más lamentables sobre la Divinidad; y Amaurí, otro filósofo célebre al estilo
de la época, se calentó tanto el cerebro con la materia prima de Aristóteles,
que llegó a decir que esa materia era Dios.
La
Iglesia se oponía con todas sus fuerzas a aquel hormiguero de errores nacidos
de cabezas alucinadas con fútiles argumentos, y desvanecidas por un orgullo
insensato; y es necesario desconocer enteramente los verdaderos intereses
de las ciencias, para no convenir en que la resistencia de la Iglesia a los
sueños de los novadores era muy beneficiosa al progreso del entendimiento.
Aquellos
hombres fogosos, que sedientos de saber se lanzaban con ardor sobre la primera
sombra que forjaban sus fantasías, habían menester en gran manera las amonestaciones
de una voz juiciosa que les inspirara sobriedad y templanza. Daba apenas el
entendimiento los primeros pasos en la carrera del saber, y ya se figuraba
saberlo todo; todo pretendía conocerlo; excepto el necio, el no sé; como le
echa en cara San Bernardo al vanidoso Abelardo.
¿Quién no se alegra para el bien de la humanidad
y honor del humano entendimiento, al ver a la Iglesia condenando los errores
de Gilberto, errores que a nada menos tendían que a trastornar las ideas que
tenemos de Dios; y los de Amaurí y su discípulo David de Dinant, que confundiendo
al Criador con la materia primera, destruían de un golpe la idea de la Divinidad?
¿Le había de ser muy, saludable a Europa el empezar su movimiento intelectual,
arrojándose desde luego a la sima del panteísmo?
Si el entendimiento
humano hubiera seguido en su desarrollo el camino por el cual le guiaba la
Iglesia, se habría adelantado la civilización europea, cuando menos, dos siglos; el siglo X hubiera podido ser el XVI.
Para convencerse de esta verdad no hay, más que comparar escritos con escritos,
hombres con hombres: los más adictos a la fe de la Iglesia se levantaron a
tal altura que dejaron muy atrás a su siglo.
649 Roscelín tuvo por adversario a San Ansemo; éste se mantuvo siempre sumiso a la
autoridad, aquél le fue rebelde; y ¿quién podría comparar al sabio arzobispo
de Cantorberi con el dialéctico de Compiegne?
¡Qué
diferencia tan grande entre el profundo y juicioso metafísico autor del Monologio
y Prosologio, y el frívolo disputador corifeo de los nominales!
Las
sutilezas y cavilaciones de Roscelín ¿valen algo si se las compara con los
elevados pensamientos del hombre que en el siglo XI llevaba ya tan adelante
sus ideas metafísicas, que para probar la existencia de Dios sabía desprenderse
de palabras vanas y quisquillosas, concentrarse dentro de sí mismo, consultar
sus ideas, analizarlas, compararlas con su objeto, y fundar la demostración
de la existencia de Dios en la misma idea de Dios, adelantándose cinco siglos
a Descartes?
¿Quién
entendía mejor los verdaderos intereses de la ciencia? ¿Dónde está el funesto
influjo que para apocar y estrechar el entendimiento de San Anselmo, debió
de ejercer esa autoridad tan temible de la Iglesia, esa usurpación de los
papas sobre los derechos del espíritu humano?
Y
Abelardo, el mismo Abelardo, ¿puede acaso ponerse en parangón con su adversario
católico, con San Bernardo? Ni como hombre, ni como escritor, ¿qué es Abelardo
comparado con el insigne abad de Claraval?
Abelardo se empapa en todas las sutilezas de
la escuela, se disipa en disputas ruidosas, se desvanece con los aplausos
de sus discípulos alucinados por el talento y osadía del maestro, y más todavía
por la extravagancia científica dominante en aquel siglo; y sin embargo ¿que
se han hecho de sus obras?, ¿quién las lee?, ¿quién recurre a ellas para encontrar
una página bien razonada, la descripción de un grande suceso, algún cuadro
de las costumbres de la época, es decir, nada de cuanto puede interesar a
la ciencia o a la historia? ¿Y quién es el hombre instruido que no haya buscado
varias veces todo esto en los inmortales escritos de San Bernardo?
No
cabe más sublime personificación de la Iglesia combatiendo con los herejes
de su tiempo, que el ilustre abad de Claraval, luchando con todos los novadores,
y llevando, por decirlo así, la palabra en nombre de la fe católica.
No
cabe encontrar más digno representante de las ideas, de los sentimientos que
la Iglesia procuraba inspirar y difundir, ni expresión más fiel del curso
que el Catolicismo hubiera hecho seguir al espíritu humano.
Parémonos un momento a la vista de esa columna
gigantesca que se levanta a una inmensa altura sobre todos los monumentos
de del siglo; de ese hombre extraordinario que llena el mundo con su nombre,
que le levanta con su palabra, le domina con su ascendiente; que le alumbra
en la oscuridad, que sirve como de misterioso eslabón para unir dos épocas
tan distantes como son la de San Jerónimo y San Agustín, y la de Bossuet y
Bourdaloue.
650 La relajación
y la corrupción le rodean, y él se abroquela contra sus ataques con la observancia
más rígida, con la más delicada pureza de costumbres; la ignorancia ha cundido
en todas las clases, él estudia día y noche para ilustrar su entendimiento;
un saber falso y postizo se empeña en ocupar el puesto de la verdadera sabiduría,
él le conoce, le desdeña, le desprecia, y con su vista de águila descubre
a la primera ojeada que el astro de la verdad marcha a una distancia inmensa
de ese mentido esplendor, de ese fárrago informe de sutileza e inepcias, que
los hombres de su tiempo llamaban filosofía.
Si
en alguna parte podía a la sazón encontrar una ciencia útil, era en la Biblia,
en los escritos de los Santos Padres; y San Bernardo se abandona sin reserva
a su estudio. Lejos de consultar a los frívolos habladores que cavilaban y
declamaban en las escuelas, él pide sus inspiraciones al silencio del claustro,
y a la augusta majestad de los templos; y si quiere salirse de allí, contempla
en el gran libro de la naturaleza estudiando las verdades eternas en la soledad
del desierto; o como él mismo nos dice, en medio de los bosques de hayas.
Así
este grande hombre, elevándose sobre las preocupaciones de su tiempo, logró
evitar el daño producido en los demás por el método a la sazón dominante;
cual era apagar la imaginación y el sentimiento, falsear el juicio, aguzar
excesivamente el ingenio, y confundir y embrollar las doctrinas.
Leed
las obras del santo abad de Claraval, y notaréis, desde luego, que todas las facultades marchan,
por decirlo así, hermanadas y de frente. ¿Buscáis imaginación?
Allí encontraréis hermosísimos cuadros, retratos fieles, magníficas pinturas.
¿Buscáis efectos?
Le oiréis insinuándose sagazmente en el corazón, hechizarle, sojuzgarle, dirigirle;
ora amedrenta con saludable terror al pecador obstinado, trazando con enérgica
pincelada lo formidable de la justicia de Dios y de su venganza perdurable;
ora consuela y alienta al hombre abatido por las adversidades del mundo, por
los ataques de sus pasiones, por los recuerdos de sus extravíos, por un temor
inmoderado de la justicia divina.
¿Queréis
ternura? Escuchadle en sus coloquios con Jesús, con María; escuchadle hablando
de la Santísima Virgen con dulzura tan embelesante, que parece agotar todo
cuanto sugerir pueden de más hermoso y delicado la esperanza y el amor.
¿Queréis
fuego, queréis vehemencia, queréis aquel ímpetu irresistible que allana cuanto
se le opone, que exalta el ánimo, que le saca fuera de sí, que le inflama
del entusiasmo más ardiente, que le arrebata por los más difíciles senderos,
y le lleva a las empresas más heroicas?
651 Vedle
enardeciendo con su palabra de fuego a los pueblos, a los señores y a los
reyes, sacarlos de sus habitaciones, armarlos, reunirlos en numerosos ejércitos,
y arrojarlos sobre el Asia para vengar el santo sepulcro.
Este
hombre extraordinario se halla en todos lugares, se le oye por todas partes:
exento de ambición, tiene sin embargo la principal influencia en los grandes
negocios de Europa; amante de la soledad y del retiro, se ve forzado a cada instante
a salir de la oscuridad del claustro para asistir a los consejos de los príncipes
y de los papas; nunca duda, nunca lisonjea; jamás hace traición a la verdad,
jamás disimula el sacro ardor que hierve en su corazón; y no obstante es escuchado
por doquiera con profundo respeto, y hace resonar su voz severa en la choza
del pobre como en el palacio del monarca; amonesta con terrible austeridad
al monje más oscuro, como al soberano pontífice.
A
pesar de tanto calor, de tanto movimiento, nada pierde su espíritu en claridad
ni precisión; si explica un punto de doctrina, se distingue por su desembarazo
y lucidez; si demuestra, lo hace con vigoroso rigor; si arguye, es con una
lógica que estrecha, que acosa a su adversario, sin dejarle salida; y si se
defiende, lo ejecuta con suma agilidad y destreza. Sus respuestas son amplias
y exactas, sus réplicas son vivas y penetrantes; y sin que se haya formado
con la sutileza de la escuela, deslinda primorosamente la verdad del error,
la razón sólida de la engañosa falacia.
He aquí
un hombre entera y exclusivamente formado por la influencia católica; he aquí
un hombre que ni se apartó jamás del gremio de la Iglesia, ni pensó en sacudir
de su entendimiento el yugo de la autoridad; y que sin embargo se levanta
como pirámide colosal sobre todos los hombres de su tiempo.
Para
honor eterno de la Iglesia católica, para rechazar más y más el cargo que
se le ha hecho de apocadora del entendimiento humano, es menester observar
que no fue sólo San Bernardo quien se elevó sobre su siglo, e indicó el camino
que debía seguirse para el verdadero adelanto.
Puede
asegurarse que los hombres más esclarecidos de aquella época, los que menos
parte tuvieron en los lamentables extravíos, que por tanto tiempo llevaron
al entendimiento humano en pos de vanidades y de sombras, fueron cabalmente
aquellos que más adictos se mostraban al Catolicismo.
Ellos
dieron el ejemplo de lo que debía hacerse, si se quería progresar en las ciencias;
ejemplo que, aunque poco imitado por mucho tiempo, hubo al fin de seguirse
en los siglos posteriores; habiendo marchado las ciencias en la misma razón
en que se le ha ido poniendo en planta: hablo del estudio de la antigüedad.
652 El principal
objeto de los trabajos de aquella época eran las ciencias sagradas; pues que
siendo el desarrollo del entendimiento en un sentido teológico la dialéctica
y la metafísica se estudiaban con la mira de hacer aplicaciones teológicas.
Roscelín, Abelardo, Gilberto de la Poirée, Amaurí, decían: "Discurramos,
sutilicemos, apliquemos nuestros sistemas a toda clase de cuestiones; nuestra
razón sea nuestra regla y guía, de otra manera es imposible saber".
San Anselmo, San Bernardo, Hugo de San Víctor,
Ricardo de San Víctor, Pedro Lombardo, dijeron: "Veamos
lo que nos enseña la antigüedad, estudiemos las obras de los Santos Padres,
analicemos y cotejemos sus textos; no hay mucho que fiar en puros raciocinios,
que unas veces serán peligrosos y otras infundados".
De esos juicios, ¿cuál ha confirmado la posteridad?
De esos métodos, ¿cuál es el que se adoptó cuando se trató de hacer serios
progresos?, ¿no se apeló a un estudio ímprobo de los monumentos antiguos?,
¿no se hubieron de arrumbar las cavilaciones dialécticas?
Los
mismos protestantes, ¿no se glorían de haber seguido este camino?; sus teólogos,
¿no tienen a mucha honra el poder llamarse versados en la antigüedad?, ¿no
tendrían a mengua que se los apellidase puro dialécticos? ¿De qué parte, pues,
estaba la razón?
¿De
los herejes o de la Iglesia?
¿Quién
comprendía mejor cuál era el método más conveniente para el progreso del entendimiento?,
¿Quién seguía el camino más acertado: los dialécticos
herejes o los doctores católicos? Esto no tiene réplica; porque son pensamientos,
son hechos; no es una teoría, es la historia de las ciencias, tal como la
sabe todo el mundo, tal como la presentan monumentos irrefragables; y los
hombres que estuviesen preocupados por la autoridad de M. Guizot, no podrán
por cierto quejarse de que yo haya divagado, de que haya esquivado las cuestiones
históricas, ni pretendido que se me creyese sobre mi palabra.
Desgraciadamente,
la humanidad parece condenada a no encontrar el verdadero camino, sino
después de grandes rodeos:
y así es que, siguiendo el entendimiento la dirección
peor, se fue en pos de las sutilezas y cavilaciones, y abandonó el sendero
señalado por la razón v el buen sentido. A principios del siglo XII estaba
tan adelantado el mal, que no era liviana empresa el tratar de remediarle;
y no es fácil diferentes sentidos hubieran sobrevenido, si la Providencia, que no descuida jamás el orden físico ni el moral
del universo, no hubiera hecho nacer
un genio extraordinario, que levantándose a inmensa altura sobre los hombres
de su siglo, desembrollase aquel caos; y viera atinar a qué extremo habrían
llegado las cosas, y los males y que cercenando, añadiendo, ilustrando, clasificando,
sacase de aquella indigesta mole un cuerpo de verdadera ciencia.
653 Los
versados en la historia científica de aquellos tiempos no tendrán dificultad
en conocer que hablo de Santo Tomás de Aquino, a quien es
menester contemplar desde el punto de vista indicado, si queremos comprender
toda la extensión de su mérito. Siendo este doctor uno de los entendimientos
más claros, más vastos y penetrantes con que puede honrarse el linaje humano,
parece a veces que estuvo como mal colocado en el siglo XIII;
y como que uno se duele de que no viviera en los posteriores, para disputar
la palma a los hombres más ilustres de que puede gloriarse la Europa moderna.
Sin
embargo, cuando se reflexiona mas profundamente, se descubre ser tanta la
extensión del beneficio dispensado por él al humano entendimiento, se conoce
tan a las claras la oportunidad de que apareciese en la época en que apareció,
que el observador no puede menos de admirar los
profundos designios de la Providencia.
¿Qué
era la filosofía de su tiempo? La dialéctica, la metafísica, la moral, ¿a
dónde hubieran ido a parar, en medio de la torpe mezcla de filosofía griega,
filosofía árabe e ideas cristianas?
Ya
hemos visto lo que de sí empezaban a dar tamañas combinaciones, favorecidas
por la grosera ignorancia, que no permitía distinguir la verdadera naturaleza
de las cosas, y fomentadas por el orgullo que pretendía saberlo ya todo; y
sin embargo, el mal sólo estaba en sus principios; a medida que se hubiera
desarrollado habría ofrecido síntomas más alarmantes.
Afortunadamente,
se presentó ese grande hombre; de un solo empuje hizo avanzar la ciencia en
dos o tres siglos; y ya que no pudo evitar el mal, al menos lo remedió; porque
alcanzando una superioridad indisputable, hizo prevalecer por todas partes
su método y doctrina, se constituyó como un centro de un gran sistema alrededor
del cual se vieron precisados a girar todos los escritores escolásticos; reprimiendo
de esta manera un sinnúmero de extravíos que de otra suerte hubieran sido
poco menos que inevitables.
Halló
las escuelas en la más completa anarquía, y él estableció la dictadura. Dictadura sublime de que fue investido por su entendimiento de ángel,
embellecido y realzado con su santidad eminente. Así comprendo la misión de
Santo Tomás, así la comprenderán cuantos se hayan ocupado en el estudio de
sus obras, contentándose con la rápida lectura de un artículo biográfico.
Y
este hombre era católico y es venerado sobre los altares de la Iglesia católica;
y sin embargo, su mente no se halló embarazada por la autoridad en materias
de fe, y su espíritu campeó libremente por todos los ramos del saber, reuniendo
tal extensión y profundidad de conocimientos que parece un verdadero portento,
atendida la época en que vivió.
Y
es de advertir que en Santo Tomás, a pesar de ser su método tan escolástico,
se nota no obstante lo mismo que hemos hecho observar ya con respecto a los
escritores católicos que más se distinguieron en aquellos siglos. Raciocina mucho,
pero se conoce que desconfía de la razón, con aquella desconfianza cuerda, que es señal inequívoca de verdadera
sabiduría. Emplea las doctrinas de Aristóteles, pero se
advierte que se hubiera valido menos de ellas, y se habría ocupado más en
el análisis de los Santos Padres, si no hubiera seguido su idea capital, que
era hacer servir para la defensa de la religión la filosofía de su tiempo.
Mas
no se crea por esto que su metafísica y su filosofía moderna sean un fárrago
de cavilaciones inexplicables, cual parece debiera prometerlo su época; no:
y quien así lo creyera manifestaría haber gastado pocas horas en su estudio.
Por lo que toca a metafísica, no puede negarse que se conoce cuáles eran las
opiniones a la sazón dominantes; pero también es cierto que se encuentran
a cada paso en sus obras trozos tan luminosos sobre los puntos más complicados
de ideología, cosmología y psicología, que parece que estamos oyendo a un
filósofo que escribiera después que las ciencias han hecho los mayores adelantos.
Ya
hemos visto cuáles eran sus ideas en materias políticas; y si menester fuese,
y lo consintiera la naturaleza del escrito, podría presentar aquí muchos trozos
de su Tratado de leyes y de justicia, donde se nota tanta solidez de principios,
tanta elevación de miras, un tan profundo conocimiento del objeto de la sociedad,
sin olvidar la dignidad del hombre, que no asentarían mal en las mejores obras
de legislación que se han escrito en los tiempos modernos.
Sus
tratados sobre las virtudes y vicios en general y en particular, agotan la
materia; y bien se podría emplazar a todos los escritores que le han sucedido,
para que nos presentasen una sola idea de alguna importancia, que no estuviese
allí desenvuelta, o cuando menos indicada.
Sobre
todo, lo que se repara en sus obras, y esto es altamente conforme al espíritu
del Catolicismo, es una moderación, una templanza en la exposición de las
doctrinas, que si la hubiesen imitado todos los escritores, a buen seguro
que el campo de las ciencias se hubiera parecido a una academia de verdaderos
sabios, y no a una ensangrentada palestra donde combatían encarnizadamente
furibundos campeones.
Basta
decir que es tanta su modestia, que no recuerda un solo hecho de su vida privada
ni pública; allí no se oye más que la palabra de la inteligencia que va desenvolviendo
sosegadamente sus tesoros; pero el hombre, con sus glorias, con sus adversidades,
con sus trabajos, y todas esas vanidades con que nos fatigan generalmente
otros escritores, todo esto allí desaparece, nada se ve.VER NOTA 40
[viii]
655
CREO
HABER vindicado completamente a la Iglesia católica de los cargos que le hacen
sus enemigos por la conducta que observó en los siglos XI y XII con respecto
al desarrollo del espíritu humano. Sigamos a grandes pasos la marcha del entendimiento
hasta nuestros tiempos, y veamos cuáles son los títulos que la Reforma nos
presenta, para que pueda merecer la gratitud de los amantes del progreso del
humano saber.
Si
no me engaño, las fases del entendimiento después de la restauración de las
luces comenzada en el siglo XI, fueron las siguientes: primero se sutilizó,
amontonando al propio tiempo erudición indigesta; en seguida se criticó, entablando
oportunamente graves controversias sobre lo que de sí arrojaban los monumentos;
y por fin se meditó, inaugurando la época de la filosofía.
Dialéctica
y fárrago de erudición caracterizan al siglo
XI y siguientes hasta el XVI
Crítica
y controversia forman el distintivo del XVI, y parte del XVII;
El espíritu
filosófico comienza a dominar a mediados del XVII,
y continúa dominando todavía en nuestros tiempos.
¿Qué
provecho trajo el Protestantismo con respecto a la erudición? Ninguno. La
encontró ya amontonada; lo probaré de una manera bien sencilla: brillaban
a la sazón Erasmo y Luís Vives.
¿Contribuyó
a fomentar el estudio de la crítica? Sí: como una enfermedad que diezma a
las naciones promueve el adelanto de la medicina.
Mas
no se crea que sin la falsa Reforma, no hubiera cundido la afición a esta
clase de trabajos; a medida que se desenterraban monumentos, que se difundía
el conocimiento de las lenguas, que se poseían noticias más claras y exactas
sobre la historia, natural era que se tratase de discernir lo apócrifo de
la auténtico. Los documentos estaban a la vista, se los estudiaba de continuo,
por ser éste el gusto favorito de la época: ¿cómo era posible que no se despertase
afición al examen de los títulos por los cuales se atribuían a este o aquel
autor, a tal o cual siglo, y hasta qué punto la ignorancia o la mala fe habían
alterado, quitado o añadido?
A este propósito recordaré lo que sucedió con
las fangosas Decretales de Isidoro
Mercator. Corrían sin contradicción en los siglos anteriores al XV,
merced a la ignorancia de la antigüedad y de la crítica; pero tan pronto como
se tuvo mayor copia de datos y conocimientos, comenzó a bambolear el edificio
del impostor. Ya en el siglo XV, atacó el cardenal de Cusa la autenticidad
de algunas Decrétales que se suponían anteriores al Papa Siricio; las reflexiones
del sabio cardenal abrieron el camino a los que se propusieron combatir las
otras.
Entablóse seria disputa, y como era natural tornaron
parte en ella los protestantes; pero ciertamente que lo mismo se habría verificado
entre los escritores católicos. Cuando se leían los códigos de Teodosio y
Justiniano, las obras de los autores antiguos, y las colecciones de los monumentos
eclesiásticos, era imposible que no se advirtiese que en las falsas Decrétales
se hallaban sentencias y fragmentos de escritos que pertenecían a épocas posteriores
al tiempo en que se las suponía; y que por consiguiente no viniera primero
la sospecha, y luego la demostración del engaño.
Lo propio que de la crítica, puede decirse de
la controversia; no habría ésta faltado, aun suponiendo la unidad de la fe;
y en prueba de esta verdad, basta recordar lo que aconteció entre las escuelas
católicas. Y si esto se verificaba cuando tenían a la vista al enemigo común,
bien se deja entender que a no estar distraídas por él, se habrían entregado
a la polémica con más vivacidad y calor.
Ni con respecto a la crítica ni a la controversia
llevan ventaja los protestantes a los católicos; porque si bien es verdad
que no todos nuestros teólogos comprendieron la necesidad de hacer frente
a los enemigos de la fe con armas más sólidas y mejor templadas que las que
se tomaban del arsenal de la filosofía aristotélica, también es cierto que
fueron muchos los que se levantaron a la altura debida, haciéndose cargo de
toda la gravedad de la crisis, y de la urgente necesidad de introducir en
los estudios teológicos modificaciones profundas. Belarmino, Melchor Cano,
Petau y otros muchos que fuera fácil citar, son hombres que en nada ceden
a los más aventajados protestantes, por más que se quiera exagerar el mérito
científico de los defensores del error.
657
El conocimiento de las lenguas sabias debía contribuir
sobremanera al progreso de la crítica y de la bien entendida polémica; y yo
no veo que ni en la latina, ni en la griega, ni en la hebrea se quedaran rezagados
los católicos. ¿Fueron por ventura enseñados en la escuela protestante Antonio
de Nebrija, Erasmo, Luis Vives, Lorenzo Valla, Leonardo Aretino, el cardenal
Bembo, Sadoleto, Pogge, Melchor Cano y otros innumerables que podría recordar?
¿No fueron los papas quienes dieron el principal
impulso a aquel movimiento literario? ¿No fueron ellos quienes protegían con
la mayor liberalidad a los eruditos, quienes les dispensaban honores, quienes
les suministraban recursos, quienes costeaban la adquisición de los mejores
manuscritos? ¿Se ha olvidado por ventura que se llevó hasta el extremo la
afición a la culta latinidad, y que algunos eruditos escrupulizaban en leer
la Vulgata por temor de contagiarse con el encuentro de palabras poco latinas?
En cuanto al griego, no hay más que recordar
las causas de su propagación en Europa, para convencerse de que el adelanto
en esta lengua no es debido a la falsa Reforma. Sabido es que con la toma
de Constantinopla por los turcos, aportaron a las costas de Italia los restos
literarios de aquella infortunada nación; en Italia comenzó el estudio serio
de la lengua griega; y desde la Italia se extendió a la Francia y demás países
de Europa.
Medio siglo antes de la aparición del Protestantismo,
ya enseñaba en París la lengua griega el italiano Gregorio de Tiferno. En
la misma Alemania florecía a fines del siglo XV y principios del XVI el célebre
Juan Reuchlin, que enseñó el griego con lustre y gloria, primero en Orleáns
y Poitiers, y últimamente en Ingolstad. Reuchlin poseía este idioma con tanta
perfección, que hallándose en Roma interpretó tan felizmente y leyó con pronunciación
tan pura un pasaje de Tucídides en presencia del célebre Argyropilo, que admirado
éste, exclamó: Grecia postra exilio
transvolavit Alpes.
Por lo tocante al hebreo, insertaré un notable
pasaje del abate Goujet: "Los protestantes
-dice- quisieran el honor de pasar por los restauradores de la lengua hebrea
en Europa; pero les es preciso reconocer que si algo saben en este punto,
lo deben a los católicos, que han sido sus maestros, y de quienes nos ha venido
todo lo que tenemos de mejor y más útil relativo a las lenguas orientales.
Juan Reuchlin, que pasó la mayor parte de su vida en el siglo XV, era ciertamente
católico, y fue uno de los más hábiles en la lengua hebrea, el primero de
los cristianos que la redujo a un arte. Juan Wessel de Groningue le había
enseñado en París los elementos de dicho idioma, y él a su vez tuvo otros
discípulos a quienes comunicó la afición a su estudio. El ardor por la lengua
hebrea se avivó en Occidente por el impulso de Pico de la Mirándola, perteneciente
también a la comunión de la Iglesia romana.
658
De los herejes
del tiempo del concilio de Trento que sabían esta lengua, la habían aprendido
los más en el seno de la Iglesia que habían abandonado; y sus vanas sutilezas
sobre el sentido del Texto excitaron más y más a los verdaderos fieles a profundizar
una lengua que tanto podía contribuir a su propio triunfo y a la derrota de
sus enemigos. En esto no hacían más que seguir el espíritu del Papa Clemente
V, quien ya desde principios del siglo XIV había mandado que para instrucción
de los extranjeros se enseñasen públicamente el griego, el hebreo, el caldeo
y el árabe en Roma, París, Oxford, Bolonia y Salamanca.
El
designio de este Papa, que tan bien conocía las ventajas que resultan de hacer
los estudios con solidez, era hacer brotar del estudio de las lenguas un mayor
raudal de luces a propósito para ilustrar a la Iglesia, y formar doctores
capaces de defenderla contra el error. Proponíase particularmente renovar
el estudio de los Libros Santos con el de las lenguas, y sobre todo del hebreo;
quería que la Sagrada Escritura, leída en su original, pareciese todavía más
digna del Espíritu Santo que la dictó; y que conocidas más de cerca su elevación
y sencillez, se la acatase con más reverencia, de suerte que sin perder nada
el respeto debido a la versión latina, se sintiese que el conocimiento del
Texto original era todavía más útil a la Iglesia para apoyar la solidez de
la fe y cerrar la boca a la herejía".
(El abate Goujet, Discurso sobre la
renovación de los estudios eclesiásticos desde el siglo XIV).
Una de las causas que más contribuyeron al desarrollo
del entendimiento humano fue la creación de grandes centros de enseñanza,
donde se reuniese lo más ilustre en talento y sabiduría; y desde los cuales
se difundieran los rayos de la luz en todas direcciones. Yo no se cómo se
ha echado en olvido que este pensamiento nada debe a la falsa Reforma, y que
la mayor parte de las universidades de Europa son fundadas mucho tiempo antes
del nacimiento de Lutero.
1.
La
de Oxford fue establecida en el año 895;
2.
la
de Cambridge, en 1280;
3.
la
de Praga, en Bohemia, en 1358;
4.
de
la Lovaina, en Bélgica, en 1425;
5.
la
de Viena, en Austria, en 1365;
6.
la
de Ingolstad, en Alemania, en 1372;
7.
la
de Leipzig en 1408;
8.
la
de Basilea, en Suiza, en 1469;
9.
la
de Salamanca en 1200;
10.
la de Alcalá en 1517;
no siendo preciso
recordar la antigüedad de las de París, Bolonia, Ferrara y otras muchas, que
se habían adquirido el más alto renombre largo tiempo antes de que apareciese
el Protestantismo.
Sabido es que los papas intervenían en la fundación
de las universidades, que les otorgaban privilegios y las favorecían con ilustres
distinciones; ¿cómo se ha podido, pues, afirmar que en Roma se abrigaba el
designio de ahuyentar la luz de las ciencias, manteniendo a los pueblos en
las tinieblas de la ignorancia?
659
Cual si la Providencia hubiese querido confundir
a los futuros calumniadores, apareció el Protestantismo precisamente en la
época en que bajo la protección de un gran Papa se desplegaba el más vivo
movimiento en las ciencias, en las letras y en las artes.
La posteridad, que juzgará imparcialmente nuestras
disputas, pronunciará, a no dudarlo, un fallo muy severo contra los pretendidos
filósofos que se empeñan en encontrar en la historia pruebas irrefragables
de que el Catolicismo embarazaba la marcha del entendimiento humano, y de
que los progresos de las ciencias fueron debidos al grito de libertad levantado
en el centro de Alemania. Sí: a los hombres juiciosos de los siglos venideros,
como también del presente, les bastará para fallar con acierto el recordar
que Lutero comenzó a propalar sus errores en el siglo de León X.
No era a la sazón el oscurantismo el cargo que
se podía hacer a la corte de Roma; ella marchaba a la cabeza de todos los
adelantos, ella los impulsaba con el celo más vivo, con el entusiasmo más
ardoroso. Por manera que si, algo había que reprender, si algo había que pudiese
desagradar era más bien el exceso que el defecto. No lo dudemos: si un nuevo
San Bernardo se hubiese dirigido al Papa León X, por cierto que no le reconviniera
de abuso de autoridad en contra del entendimiento humano, ni en daño del progreso
de las luces.
"La
Reforma -dice Chateaubriand-, penetrada del espíritu de su fundador, fraile
envidioso y bárbaro, se declaró enemiga de las artes. Quitando la imaginación
de entre las facultades del hombre, cortó al genio sus alas, y le puso a pie.
Estalló con motivo de algunas limosnas destinadas a levantar para el mundo
cristiano la Basílica de San Pedro; los griegos no hubieran ciertamente negado
los socorros pedidos a su piedad para edificar el templo de Minerva.
“Si
la Reforma desde el principio hubiese alcanzado un completo triunfo, habría
establecido, al menos por algún tiempo, una nueva barbarie. Tratando de superstición
la pompa de los altares, y de idolatría las obras maestras de escultura, arquitectura
y pintura, se encaminaba a desterrar del mundo la elocuencia y la poesía,
en lo que tienen de más grande y elevado, a determinar el gusto repudiando
los modelos, a introducir algo de seco, frío y quisquilloso en el espíritu,
a sustituir una sociedad dura y material a otra sociedad acomodada e intelectual,
a poner las máquinas y el movimiento de una rueda en lugar de las manos y
la operación mental. Estas verdades las confirma la observación de un hecho.
660 "Las diversas
ramificaciones de la religión reformada han participado más o menos de lo
bello, a proporción que se han alejado más o menos de la religión católica.
En Inglaterra, donde se ha conservado la jerarquía eclesiástica, las letras
han tenido su siglo clásico; el luteranismo conserva todavía algunas centellas
de imaginación, que el calvinismo procura apagar; y así van descendiendo las
sectas, hasta el cuákero que quisiera reducir la vida social a la grosería
de los modales y a la práctica de los oficios.
"Según todas las probabilidades,
Shakespeare era católico; Milton es evidente que imitó algunas
partes de los poemas de Sainte Avite y de Masenius; Klopstoch ha tomado lo
principal ele las creencias romanas. En nuestros tiempos la elevada imaginación
no se ha manifestado en Alemania, sino cuando el espíritu del Protestantismo
se ha enflaquecido, y desnaturalizado.
Goethe y Schiller encontraron de nuevo su genio
tratando objetos católicos; Rousseau y madame de Stáel son ilustres excepciones
de esta regla; pero, ¿eran tal vez protestantes a la manera de los primeros
discípulos de Calvino?
A Roma acuden los pintores, los arquitectos
y los escultores de las sectas disidentes, a buscar las inspiraciones que
la tolerancia universal les permite recoger. La Europa, mejor diré, el mundo
está cubierto de monumentos de la religión católica; a ella es debida esa
arquitectura gótica que por sus detalles rivaliza con los monumentos de la
Grecia, y que los sobrepuja en grandor. Tres siglos van desde el nacimiento
del Protestantismo; es poderoso en Inglaterra, en Alemania, en América; es
practicado por millones de hombres; y ¿qué es lo que ha edificado?
Os
manifestará ruinas que ha hecho, entre las cuales ha plantado algunos jardines
o establecido algunas manufacturas. Rebelde a la autoridad de las tradiciones,
a la experiencia de los tiempos, a la sabiduría de los antiguos, el Protestantismo
se separo de todo lo pasado, para fundar una sociedad sin raíces.
Reconociendo por padre a un fraile alemán del
siglo XVI, renunció a la magnífica genealogía que hace remontar al católico
por una serie de santos y de grandes hombres hasta Jesucristo, y de allí hasta
los patriarcas, hasta la cuna del universo. El siglo protestante desde sus
primeros momentos rehusó todo parentesco con el siglo de aquel León, protector
del mundo civilizado contra Atila, y con el siglo de ese otro León, que poniendo fin al mundo bárbaro, embelleció la sociedad, cuando
ya no era necesario defenderla". (Estudios históricos sobre la caída del imperio
romano, y el nacimiento y progresos del cristianismo).
Es sensible que el autor de tan bello pasaje
y que tan atinadamente juzgaba los efectos del Protestantismo en lo tocante
a las letras y a las artes, haya dicho que "la Reforma fue propiamente hablando la verdad filosófica, que,
revestida de una forma cristiana, atacó la verdad religiosa".
(Ibid. Prefacio).
661
¿Qué significan estas palabras? Para decidirlo
con acierto, veamos cómo las entiende el ilustre autor. "La verdad religiosa -dice- es el conocimiento de un Dios único,
expresado por un culto; la verdad filosófica es la triple ciencia de las cosas
intelectuales, morales y naturales". (Estudios históricos, Exposición).
No es fácil concebir cómo, admitiendo la verdad
de la religión católica, y por tanto reconociendo la falsedad de la protestante,
se podrá llamar a ésta verdad filosófica en pugna con aquélla, que es la verdad
religiosa.
Así en el orden natural como en el sobrenatural,
en el filosófico como en el religioso, todas las verdades vienen de Dios,
todas van a parar a Dios. No cabe, pues, la lucha entre las verdades de un
orden y las verdades de otro; no cabe lucha entre la religión y la verdadera
filosofía, entre la naturaleza y la gracia.
Lo que es verdadero es la realidad, porque la
verdad está en los mismos seres, o mejor diremos, no es otra cosa que los
seres, tales como existen, como son en sí; por lo mismo es muy inexacto el
decir que la verdad filosófica estuvo nunca en lucha con la verdad religiosa.
Según el mismo autor: "la
verdad filosófica es la independencia del espíritu del hombre, ella tiende
a descubrir, a perfeccionar en las tres ciencias de su competencia: la intelectual,
la moral y la natural";
"pero la verdad filosófica -prosigue-,
tendiendo hacia el porvenir, se ha hallado en contradicción con la verdad
religiosa, que está unida
a lo pasado, porque participa de la inmovilidad de su principio eterno".
Con el respeto debido al inmortal autor del Genio
del cristianismo y cantor de Los Mártires, me atreveré a decir que hay aquí una lastimosa
confusión de ideas. La verdad filosófica
de que nos habla Chateaubriand ha de ser, o la ciencia misma en cuanto encierra
un conjunto de verdades o la reunión de conocimientos, comprendiendo en ellos
así la verdad como el error; o los hombres que los poseen, en cuanto forman
una clase muy influyente de la sociedad.
Si lo primero, es imposible que la
verdad filosófica esté en lucha con la religiosa, es decir, con el Catolicismo;
Si lo segundo, no será extraño que
exista esta oposición, porque habiendo mezcla de errores, algunos de éstos
podrían estar en contradicción con los dogmas católicos;
Si lo tercero, entonces por desgracia
será verdad que muchos hombres distinguidos por sus talentos y saber habrán
combatido la enseñanza católica; pero, como en cambio los ha habido en no
menor número y no menos aventajados, que la han sostenido victoriosamente,
será muy impropio afirmar que, ni
aun en este sentido, la verdad filosófica se haya encontrado en oposición
con la verdad religiosa.
662
No me propongo dar a las palabras del ilustre
autor un sentido malicioso; y antes me inclino a creer que en su mente la
verdad filosófica no era más que un espíritu de independencia, considerado
en general, de una manera vaga, indeterminada, sin aplicación a estos o aquellos
objetos.
Sólo así se podrán conciliar unos textos con
otros textos, porque es bien claro que quien condena con tanta severidad la
Reforma protestante, no debía de admitir que ésta entrañase la verdad filosófica propiamente dicha, en lo que se hallaba
en oposición con las doctrinas católicas.
En tal caso, ciertamente no habrá sido muy exacto
el lenguaje del ilustre escritor; lo que no será de extrañar, reflexionando
que la exactitud en ciencias filosófico-históricas no suele ser el distintivo
de los genios acostumbrados a dejarse llevar por regiones elevadas, a impulso
de los arranques de sublime poesía.
El movimiento filosófico, en lo que tiene de
más libre y atrevido, no tuvo su origen en Alemania, no en Inglaterra, sino en la católica Francia.
Descartes, que inauguró la nueva época, que destronó
a Aristóteles, que impulsó el adelanto de la lógica, de la física y de la
metafísica, era francés y católico.
La mayor
parte de sus más aventajados discípulos pertenecieron también a la comunión
de la Iglesia romana. La filosofía, pues, en lo que encierra de más elevado,
nada le debe al Protestantismo.
Hasta Leibnitz, apenas se señaló la Alemania
por un filósofo de nombradía; y las escuelas inglesas que han adquirido más
o menos celebridad fueron posteriores a Descartes. Si bien se mira, la Francia
fue el centro del movimiento filosófico desde fines del siglo XVI; épocas
en que todos los países protestantes estaban tan atrasados en este linaje
de estudios, que apenas llamaba su atención el vivo desarrollo que experimentaba
la filosofía entre los católicos.
La afición a las meditaciones profundas sobre
los secretos del corazón, sobre las relaciones del espíritu humano con Dios
v la naturaleza, la abstracción sublime que concentra al hombre, que le despoja
de su cuerpo, que le hace divagar por las altas regiones que al parecer sólo
debieran recorrer los espíritus celestes, comenzó también en el seno de la
Iglesia católica. La mística, en lo
que tiene de más puro, de más delicado y sublime, ¿no se encuentra por ventura
en nuestros escritores del Siglo de Oro? Todo
cuanto se ha publicado en los tiempos posteriores, ¿no se halla en Santa Teresa
de Jesús, en San Juan de la Cruz, en el venerable Ávila, en fray Luís de Granada,
en fray Luís de León?
663
¿Era, por ventura protestante uno de los más
briosos pensadores del siglo XVII, el genio de quien recordamos todavía con
dolor que fuese alucinado durante algún tiempo por una secta hipócrita y seductora,
el insigne Pascal?
¿No fue él quien planteó esa escuela filosófico-religiosa
que, ora se lanza en las profundidades de la religión, ora en las de la naturaleza,
ora en los misterios del espíritu humano, haciendo brotar en todas direcciones
rayos de vivísima luz en pro de la causa de la verdad? ¿No fueron sus Pensamientos
el libro que consultaron con predilección los apologistas de la religión cristiana,
así católicos como protestantes, que tuvieron que luchar contra la incredulidad
y la indiferencia?
Los profesores de la filosofía de la historia
son tal vez los que más se han señalado por su prurito en achacar a la Iglesia
el cargo de enemiga de las luces, y de presentar a la falsa Reforma como ilustre
defensora de los derechos del entendimiento.
Por gratitud siquiera debían proceder con más
circunspección; cuando no podían olvidar que el verdadero fundador de la filosofía de la historia era
un católico; que la primera y más excelente obra que se ha escrito
sobre la materia, salió de la pluma de un obispo católico: Bossuet,
en su inmortal Discurso sobre la historia universal,
fue quien enseñó a los modernos a contemplar la vida del humano linaje desde
un punto de vista elevado; a abarcar con una sola ojeada todos los grandes
acontecimientos que se han verificado en el transcurso de los siglos, a verlos
en todo su grandor, en todo su encadenamiento, todas sus fases, con todos
sus efectos y sus causas, y a sacar de allí saludables lecciones para enseñanza
de príncipes y de pueblos.
Y Bossuet era católico, y era
uno de los más ilustres adalides contra la Reforma protestante, y agrandó,
si cabe, su nombradía con otra obra en que redujo a polvo las doctrinas de
los innovadores, probándoles sus variaciones continuas, demostrándoles que
habían tomado el camino del error, dado que la variedad no puede ser el carácter
de la verdad. Bien se puede preguntar a los fautores del Protestantismo si el vuelo de águila
del insigne obispo de Meaux se resiente de las pretendidas trabas
de la religión católica, cuando, al echar una ojeada sobre el origen y destino
de la humanidad, sobre la caída del primer padre y sus consecuencias, sobre
las revoluciones de Oriente y Occidente, traza con tan sublime maestría el
camino seguido por la Providencia.
Tocante al movimiento literario, casi podría
dispensarme de vindicar al Catolicismo de los cargos que le pueden hacer sus
enemigos. ¿Qué era la literatura en todos los países protestantes, cuando
la Italia y la España producían los oradores y los poetas, que han sido en
los tiempos posteriores el modelo de cuantos se han ocupado en este linaje
de estudios?
664
Así en Inglaterra como en Alemania, no se conocían
muchos géneros de literatura que estaban va vulgarizados en los países católicos;
y cuando en los últimos tiempos se ha tratado de enmendar esta falta, uno
de los mejores medios que se ha excogitado para llenar el vacío, es tomar
por modelos a los escritores españoles, sujetos al oscurecimiento católico
y a las hogueras de la Inquisición.
El entendimiento, el corazón, la fantasía, nada le deben al Protestantismo; antes que él naciese, se desarrollaban
con gallarda lozanía; después de su aparición se desenvolvieron también en
el seno de la Iglesia católica, con tanto lustre y gloria como en los tiempos
anteriores. Hombres insignes, radiantes con la magnífica aureola que ciñeron
con unánime aplauso de todos los países civilizados, resplandecen en las filas
de los católicos; luego es una calumnia cuanto se ha dicho sobre la tendencia
de nuestra religión a esclavizar y oscurecer la mente.
No, no podía ser así: la que ha nacido del seno de la luz, no puede
producir las tinieblas; lo que es obra de la misma verdad, no ha menester
huir de los rayos del sol, no necesita ocultarse en las entrañas de la tierra;
puede marchar a la claridad del día, puede arrostrar la discusión, puede
llamar alrededor de sí a todas las inteligencias, con la seguridad de que
han de encontrarla tanto más pura, más hermosa y embelesante, cuanto la
contemplen con más atención, cuanto la miren más de cerca.
AL LLEGAR al término de mi difícil empresa, séame
lícito volver la vista atrás, como el viajero que se repone de sus fatigas,
dando una mirada al dilatado espacio que acaba de recorrer. El temor de que
se introdujera en mi patria el cisma religioso, la vista de los esfuerzos
que se hacían para inculcarnos los errores de los protestantes, la lectura
de algunos escritos en que se establecía que la falsa Reforma era favorable
al progreso de las naciones, todas estas causas reunidas me inspiraron la
idea de trabajar una obra en que se demostrase que ni el individuo, ni la
sociedad, nada le debían al Protestantismo, bajo el aspecto religioso, bajo
el político y literario.
665 Me propuse examinar
lo que sobre esto nos dice la historia, lo que nos enseña la filosofía. No
desconocía la inmensa amplitud de las cuestiones que trataba de abordar, ni
me lisonjeaba de poder dilucidarlas cual ellas demandan; emprendí, no obstante,
el camino con el aliento que inspiran el amor a la verdad y la certeza de
que se defiende su causa.
Al considerar el nacimiento del Protestantismo,
procuré levantar la mirada tan alto como me fue posible; haciendo la debida
justicia a los hombres, atribuí gran parte del daño a la mísera condición
de la humanidad, a la flaqueza de nuestro espíritu, a ese legado de maldad
y tinieblas, que nos trasmitió la caída del primer padre.
Lutero, Calvino, Zuinglio, desaparecieron a mi
vista: colocados en el inmenso cuadro de los acontecimientos, se presentaron
a mis ojos como figuras pequeñas, imperceptibles, cuya individualidad no merecía
ni de mucho la importancia que se les diera en otros tiempos. Leal en mis
convicciones y sincero en mis palabras, confesé con sencillez, bien que con
dolor, la existencia de algunos abusos que se tomaron por pretexto para romper
la unidad de la fe; reconocí que también les cabía una parte de culpa a los
hombres; pero observé que, cuanto más resaltaban su debilidad o su malicia,
tanto mas resplandecía la providencia de Aquel que prometió estar con su Iglesia
hasta la consumación de los siglos.
Echando mano del raciocinio y de la irrefragable
experiencia, probé que los dogmas fundamentales del Protestantismo suponían
poco conocimiento del espíritu del hombre, que eran un semillero fecundo de
error y de catástrofes.
En seguida, volviendo mi atención al desarrollo
de la civilización europea, establecí un incesante parangón entre el Protestantismo
y el Catolicismo; y creo poder asegurar que no me he aventurado a una sola
proposición de alguna trascendencia, que no la haya confirmado con la prueba
de los hechos históricos.
Me ha sido necesario recorrer todos los siglos
desde el establecimiento del cristianismo, y observar las diferentes fases
que en ellos había presentado la civilización; porque no me era posible de
otro modo vindicar cumplidamente a la religión católica.
El lector habrá podido observar que el pensamiento
dominante de la obra es el siguiente: "Antes
del Protestantismo, la civilización europea se había desarrollado tanto como
era posible; el Protestantismo torció el curso de esta civilización, v produjo
males de inmensa cuantía a las sociedades modernas; los adelantos que se han
hecho después del Protestantismo, no se han hecho por él, sino a pesar de
él".
He procurado consultar la historia, y he tenido
sumo cuidado en no falsearla: porque recuerdo muy bien aquellas palabras del
Sagrado Texto: ¿Acaso necesita Dios de vuestra mentira?
666 Ahí están los
monumentos a que me he referido, ahí están en todas las bibliotecas, prontos
a responder a quien los interrogue; leed y juzgad.
Ignoro si en la muchedumbre de cuestiones que
se me han ofrecido, y que me ha sido indispensable ventilar, habré resuelto
algunas de un modo poco conforme a los dogmas de la religión que me proponía
defender; ignoro si en algún pasaje de la obra habré asentado proposiciones
erróneas o me habré expresado en términos mal sonantes. Antes de darla a luz,
la he sometido a la censura de la autoridad eclesiástica; y sin vacilar me
hubiera prestado a su más ligera insinuación, enmendando, corrigiendo o variando
lo que me hubiese señalado como digno de variación, corrección o enmienda.
Esto no obstante, sujeto toda la obra al juicio
de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana; y desde el momento que el Sumo
Pontífice, sucesor de San Pedro y vicario de Jesucristo sobre la tierra, hablase
contra alguna de mis opiniones, me apresuraría a declarar que la tengo por
errada, y que ceso de profesarla.
[i]
NOTA
34 Tal vez no se ha estudiado con la debida atención todo el
mérito de la organización industrial que se introdujo en Europa desde muy
antiguo, y que se anduvo generalizando desde el siglo XII en adelante; hablo
de los gremios y demás corporaciones que se habían formado bajo la influencia
de la religión católica, que estaban comunmente bajo la protección de algún
santo, que tenían fundaciones piadosas para celebrar sus fiestas o acudir
a sus necesidades.
Nuestro
insigne Capmany en sus Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes
de la antigrua ciudad de Barcelona, ha publicado una colección de documentos
preciocísimos para la historia de las clases industriales y del desarrollo
de su influencia en el orden político. No serán muchas las obras extranjeras
publicadas en el último tercio del pasado siglo, ni aun en el presente,
que encierren tanto mérito como la de nuestro Capmany dada ya a luz desde
1779.
Hállase
en dicha obra un capítulo sumamente interesante sobre la institución de
los gremios, que traslado a continuación para confundir a aquellos que se
imaginan que hasta ahora
nada se había pensado en Europa que pudiera ser útil a las clases industriales,
que consideran neciamente como un medio de esclavitud y de exclusivismo
lo que lo era en realidad de fomento y de auxilios mutuos. Pacécenle además
que con las filosóficas reflexiones de Capmany no habrá quien no quede convencido
de que desde los más remotos siglos se conocían en Europa los sistemas
a propósito para alentar la industria, ponerla a cubierto de las turbaciones
de la época, conciliar estimación a las artes mecánicas y desarrollar
de una manera legítima y saludable el elemento popular.
No será tampoco
inútil ofrecer esta muestra a ciertos extranjeros que tanto se ocupan de
economía social y política, y que al hacer la historia de ella, se conoce
que no ha llegado a su noticia una obra tan importante para todo lo relativo
al movimiento del mediodía de Europa desde el siglo XI hasta el XVIII.
De la Institución de los Gremios y
demás Cuerpos de Artesanos en Barcelona
No se ha encontrado hasta ahora memoria alguna
que nos ilumine ni guíe para buscar la épica I fija de la institución de los gremios de artesanos
de Barcelona, pero según todas las conjeturas que nos suministran los más
antiguos documentos, es rnuy verosimil que la erección o formación politicas
de los de menestrales se efectuase en tiempo de Don Jaime I, en cuyo glorioso
reinado las artes se fomentaron, al paso que el comercio y la navegación
se animaban con las expediciones ultramarinas de las armas aragonesas.
La industria había crecido por la
mayor facilidad del despacho,
y la población hija del trabajo reproducía y aumentaba al
mismo trabajo.
La
necesidad formaría en Barcelona como en otras partes los cuerpos de oficios,
cuando se multiplicaron a tal punto las comodidades y fantasías de los hombres,
que los mismos artífices tuvieron que dividirse en comunidades para trabajar
con más seguridad y no ser el uno víctima del otro.
Y
porque el lujo y fantasías del hombre en sociedad, como también los objetos
del comercio, es fácil que reciban muchas alteraciones, así es que han tomado
nacimiento unos oficios y han desaparecido otros. En tal tiempo convino
que un arte se dividiese el, diferentes ramos, y en otro, fué necesario
que varias de ellas se refundiesen en una.
Todas
estas vicisitudes ha experimentado la industria gremial en Barcelona en
el transcurso de cinco siglos.
El
trabajo en hierro ha llegado a sostener muchas veces once y doce oficios
diversos, y por consiguiente, otras tantas clases de familias bien-estantes:
las que hoy están reducidas a ocho por haberse mudado ciertas modas y usos.
Según
la constitución general que reinaba entonces en la mayor parte de los países
de Europa, era necesario dar libertad y privilegios a un pueblo laborioso y mercantil que iba a ser desde aquella
época el recurso y apoyo de sus reyes, distribuyendo los ciudadanos en diferentes
órdenes. Pero esta demarcación no hubiera podido ser constante y visible
sino por medio de la división política de los cuerpos gremiales, que clasifican
a los hombres al paso que a las profesiones; división más necesaria aun,
en las grandes ciudades como Barcelona, que desde mediados del siglo XIII
empezó a gobernarse con una especie de independencia democratica.
Así
es que en Italia, primera región de occidente que restauró el nombre y las
funciones de pueblo, borradas antes por el Gobierno Gótico en los siglos
de hierro, se había conocido ya la industria distribuida en corporaciones
que hicieron sedentarias y honradas a las artes y oficios en aquellas ciudades
libres, donde el artesano se hacía senador y, el senador artesano en medio
del flujo y reflujo de las invasiones.
Las
guerras y facciones, males endémicos entonces de aquel delicioso país, no
pudieron a pesar de sus estragos destruir los oficios asociados, cuya existencia
política, desde que fueron sus individuos admitidos en el Gobierno, formaba
la base de la constitución de aquellos pueblos industriosos y mercantiles.
Sobre
este sistema municipal y jurisprudencia consular, que siempre han necesitado
el comercio y la industria su compañera, se ordenaron, prosperaron y florecieron
los oficios en Barcelona, hasta formar de esta capital uno de los talleres
más célebres de las manufacturas de la baja edad, conservado hasta nuestros
días con igual reputación y con nuevos incrementos. Bajo el nombre y orden
de corporaciones y comunidades, se plantaron los oficios en Flandes, Francia
e Inglaterra, en cuyos países han subido las artes al último grado de su
perfección y esplendor.
Los
gremios en Barcelona, aun cuando no se hubiesen considerado como una institución
necesaria para arreglar la primitiva forma de su gobierno municipal, debieran
siempre ser reputados por un establecimiento importantísimo, asi para la
conservación de las artes, como para la estimación de los mismos artesanos.
Primeramente los gremios, según lo ha
mostrado la experiencia de cinco siglos continuados, han hecho un bien incomparable
en Barcelona, sólo con conservar como en depósitos inmortales el amor, tradición
y memoria de las artes. Ellos han formado otros
tantos puntos de reunión, digámoslo así, bajo cuyas handeras se refugiaron
algunas veces las reliquias de la industria para repararse, rehacerse y
sostenerse hasta nuestros tiempos, a pesar de las pestes, guerras, facciones
y otras calamidades que agotan los hombres, trastornan los domicilios y
alteran las costumbres.
Si Barcelona, que ha padecido tantos de estos
azotes físicos y políticos, hubiese tenido sus artífices dispersos, sin
comunidad, interes ni relación entre sí, toda su inteligencia, economía
y actividad hubieran seguraniente desaparecido, como sucede a los castores
perseguidos del cazador, cuando llegan a desunirse.II
Por
un efecto benéfico de la seguridad que gozan las familias en sus oficios
demarcados, y del socorro o montepío que por institución del gremio disfrutan
sus individuos necesitados, quienes desunidos podrían precipitarse en su
ruina, se ha visto que en Barcelona semejantes establecimientos económicos
contribuyen directamente a mantener florecientes las artes, pues destierran
del obrador la miseria y del menestral la indigencia.
Sin
la policía gremial que circunscribe a cada oficio a más de tener los artesanos
muy aventurada su propiedad y su fortuna, los oficios hubieran tal vez perdido
su crédito y permanencia, pues entonces el falsificador, el chapucero y
el aventurero obscuro obtendrían la impunidad de engañar al público, convirtiendo
la libertad en fatal licencia.
Por
otra parte los gremios, siendo unos cuerpos poderosos, dirigidas cada cual
por unanimidad de inteligencia y comunidad de intereses, sabia institución
de aquellas comunidades hacían con ventaja y oportunidad los acopios de
las materias primeras, proveían a las necesidades de sus maestros, adelantaban
y fiaban a sus individuos que carecían de tiempo o de fondos para hacer
tales anticipaciones por su cuenta.
Además
los gremios, como cuerpos que comprendían y representaban la industria nacional,
siendo por lo mismo tan interesados en su propia conservación, dirigían
en otros tiempos sus memorias al Consejo Municipal o a las Cortes, sobre
los perjuicios que experimentaban o preveían muchas veces, ríe la introducción
de géneros falsificados o artefactos extranjeros, que pudiesen causar la
ruina de su industria.
Finalmente.
sin la institución de los gremios, no hubiera podido tener orden ni reglas
constantes la enseñanza, porque donde no hay maestros autorizados y radicados,
tampoco hay discípulos; y todas las leyes sin una potestad ejecutiva que
las haga observar serían vanas o despreciadas. Los gremios son tan necesarios
para la con-servación de las artes, que por medio de sus divisiones económicas
y fabriles dieron en otros tiempos origen y nombre a los diferentes oficios
que hoy conocemos en aquella capital.
Cuando
el herrero trabajaba en su obrador rejas, clavos, llaves, cuchillos, espadas,
etc., se ignoraban los nombres de los oficios de cerrajero, clavetero, cuchillero,
espadero, etc., y como no había enseñanza propia y peculiar de cada uno
de estos ramos de trabajo, cuya división ha formado otras tantas artes sostenidas
por su comunidad respectiva, no se conocían tales oficios.
El segundo bien
político que han producido los gremios en Barcelona, es la estimación y
aprecio que su constitución ha darlo en todos tiempos a los artesanos y
a las mismas artes.
La sabia institución
de aquellas comunidades ha hecho respetable la clase de menestrales, constituyéndo
a un orden visible y permanente en la república. Así es que el pueblo barcelonés
ha manifestado en todos tiempos señales, porte y modo de vida propios de
la conducta de un pueblo honrado; y no habiéndose jamás podido confundir
con ningún cuerpo exento y privilegiarlo (porque los gremios circunscriben
a sus individuos y los hacen conocer por lo que son y valen) llegó a convencerse
de que dentro de su esfera había honra y virtud propia, y así ha procurado
conservarlas. ¡Cuán cierto es que las distinciones de estados en una nación
influyen más de lo que se cree para conservar el espíritu de cada uno de
ellos!
Por otra parte,
los cuerpos gremiales forman unas comunidades regidas por su código económico,
y en ellas se cuentan ciertos empleos y honores a que todos los individuos
pueden aspirar. Y como hasta las preocupaciones de los hombres, cuando
se les da una inclinación, producen a veces admirables efectos, el gobierno
y administración de estos cuerpos, donde el artesano ha gozado siempre
la prerrogativa de dirigir la economía y los intereses
de su oficio y de sus miembros, con el título de cónsul o prohombre, comunicó
a las artes mecánicas de Barcelona una pública y general estimación. En
tales hombres la preeminencia de presidir una fiesta o una junta puede muy
bien dulcificar la dureza del trabajo corporal y la inferioridad de su condición.
1 Los oficios de Barcelona,
reducidos a gremios bien ordenados, al paso que domiciliaron y conservaron
las artes en aquella capital, comunicaron también como cuerpos políticosde
la clase más numerosa del pueblo toda su estirnación a sus miembros. El
artesano oscuro, sin matrícula ni comunidad, queda independiente , vaga:
muere y con él perece también el arte; otras veces emigra y abandona el
oficio al primer revés de la fortuna. ¿Qué estimación pueden merecer en
cualquier país los oficios errantes y miseros?; la que tienen los amoladores
y caldereros en las provincias de España. En Barcelona todos los oficios
han gozado siempre de un mismo general aprecio, porque todos fueron escogidos
y arreglados bajo de un igual sistema que los ha hecho sedentarios, visibles
y bien-estantes.
2 De la estimación que adquirieron en Barcelona los oficios,
desde que por medio de la policía grern¡al vinieron a ser cuerpos nacionales
v otros tantos órganos de la economía pública, se originó la loable y útil
costumbre de perpetuarlos en las familias.
Pues
como allí hubiese llegado el pueblo a conocer que dentro de su clase podía
conservar aquel aprecio y respeto debidos a los útiles y honrados ciudadanos,
jamás deseó salir de ella, ni se avergonzó de su destino. Cuando los oficios
son honrados, que es una consecuencia de la estabilidad y propicdad civil
de las corporaciones, naturalmente se hacen hereditarios, y el bien que
resulta a los artesanos y las artes de esta trasmisión de los oficios, es
tan notoria y real, que nos dispensa el trabajo de especificar y encarecer
sus saludables efectos. De esta demarcación y clasificación de los oficios
ha provenido que muchas artes fuesen
otras tantas propiedades seguras para los que tomaron aquella carrera.
De aqui, pues,
nació la propensión de los padres en trasmitir el oficio a sus hijos: viniendo
a formar por este medio una masa indestructible de industria nacional
que comunicaha honor al trabajo, pues establecía costumbres sólidas y homogéneas,
digámoslo así, en el pueblo artesano.
3 Pero
lo que más contribuyó en Barcelona a dar a los oficios mecánicos, no sólo
el aprecio que generalinente no han merecido en España, sino también el
honor que en ninguna república antigua ni moderna han llegado a gozar, fué
la admisión de los cuerpos gremiales a la matrícula de los cargos municipales
de una ciudad colmada de regalías y singulares prerrogativas de independencia,
en tanta manera, que la nobleza, aquella. nobleza gótica, llena de altos
dominios, aspiró a ser incorporada con los menestrales en el Ayuntamiento
para los empleos y supremos honores del gobierno político, que continuó
en Barcelona por más de quinientos años bajo de una forma y espíritu realmente
democráticos III
4 Todos
los oficios mecánicos, sin distinción ni odiosidad, merecieron ser habilitados
para componer el Consejo consistorial de sus magistrados: todos tuvieron
voz y voto entré los PP. Conscriptos que representaban la ciudad acaso más
privilegiada del orbe; Una de las más nombradas por sus leyes, su poder
y su opulencia; una de las más respetadas que conoció la baja edad entre
las diferentes repúblicas y potentados de Europa, Asia y África .
[i]
Este
sistema político y forma municipal de gobierno era semejante al que regía
a las principales ciudades de Iralia en la edad media, de donde tomó Cataluña
muchos usos y costumbres. En Génova, Pisa, Milán, Pavía, Florencia, Sena
y otros pueblos, cuyo gobierno municipal se componía de jefes del comercio
y de las artes, llamados Consulles, Consiliarii, etc. Priores dártium, se
inventó esta forma popular de gobierno electivo, distribuido en las diferentes
clases de sus ciudadanos, entre los cuales los artífices, que en los siglos
XIII y XIV florecían en sumo grado, componían la parte más considerable
de la población, y por tanto la más rica, poderosa e independiente.
Esta
libertad democrática, al paso que domicilió la industria en Italia, comunicó
singular honor a las profesiones mecánicas. El gran Concejo de aquellas
ciudades se convocaba a son de campana; y el pueblo artesano se dividía
en banderas o gonfalones de sus respectivos oficios. Tal fué la constitución
política de Barcelona desde mediados del siglo XIII hasta principios del
presente.
En
vista de esto ¿será pues de admirar que las artes y los artesanos conserven
aún en nuestros días una estimación y aprecio constante que el amor a las
profesiones mecánicas se haya hecho como hereditario? ¿Que el decoro y buena
opinión de sí mismos hayan venido a ser tradicionarios hasta las últimas
generaciones, en las que ya no subsistan los motivos políticos que dieron
el primer impulso, han quedado transmitidas por la sucesión del ejemplo
las costumbres de sus padres?
Muchos gremios
conservan aún en las salas de sus juntas los retratos de aquellos individuos
que en tiempos pasados obtuvieron los supremos empleos de la república.
Esta loable práctica ¿puede dejar de haber grabado en la memoria de los
gremiales las ideas de honor y aprecio que fueron compatibles con el destino
de un menestral?
Seguramente la forma popular del gobierno antiguo
de los barceloneses daría desde los principios cierto impulso y la inclinación
general a las costumbres públicas; porque parece consiguiente que donde
todos los ciudadanos son iguales para la participación
de los honores, ninguno quiera ser inferior a otro en virtud y mérito, aun
cuando por otra parte lo sea en estado y fortuna.
De esta noble emulación, muy natural de encenderse
y propagarse en la concurrencia de todas las Órdenes del Estado, dimanaron
la decencia, el porte y la honradez de los artesanos barceloneses: lo que
ha continuado hasta estos tiempos con admiración universal dentro y fuera
de España.
A causa de
la negligencia de nuestros autores nacionales parecerá esta narración un
descubrimiento, porque hasta ahora las cosas de aquella ciudad y principado
no han merecido los ojos de la Historia política, sin cuya luz jamás se
aclararán ni explicarán los verdaderos principios (ignorados siempre del
vulgo de los hombres) que han producido en todos tiempos las virtudes y
vicios de las naciones.
A
estos y otros principios puede atribuirse gran parte de la estimación de
los artesanos, por la obligación en que los han constituido siempre de un
gran porte y decencia sus oficios públicos, así del gremio como del gobierno
municipal: y además del ejemplo continuado de la casa de los maestros, que
hasta ahora han vivido en loable comunidad con sus discípulos, ha confirmado
a los muchachos en lo que es decoroso y puesto en orden, pues las costumbres
que tienen tanto poder corno las leyes se han de infundir desde la tierna
edad.
Así
es que el desaseo jamás ha podido confundir a los menestrales con los mendigos,
cuyas costumbres licenciosas y holgazanas, como dice un ilustre escritor,
es tan fácil contraer cuando el traje del hombre honrado no se distingue
del que abriga la canalla.
Tampoco
se han conocido en la gente oficial trajes embarazos que tapando los harapos
y encubriendo la holgazanería, embargan los movimientos y agilidad del cuerpo
y convidan a una cómoda ociosidad.
Tampoco
se ha conocido el uso de entrar en las tabernas, cuya concurrencia precisamente
encamina a la embriaguez, y al estrago de las costumbres.
Las
diversiones, tan necesarias al pueblo artesano para hacerle tolerable el
trabajo diario fueron siempre recreos inocentes para descansar de sus fatigas,
o para variarlas.
Los
juegos antes permitidos eran la sortija, los bolos, pelota, bochas, el tiro
al blanco, la esgrima y el baile público autorizado y vigilado por la policía,
que de tiempo inmemorial ha sido general diversión de los pueblos de Cataluña
en ciertas temporadas y días festivos del año.
La
materia de plata, acero, hierro, cobre, madera, lana, etc., en que se ejercite
un menestral, nunca ha desconceptuado en Barcelona a los artesanos, pues
hemos visto que todos los oficios tenían igual capacidad para los empleos
municipales de la república, sin excluir los mismos carniceros.
Los
antiguos barceloneses no cayeron en el error político de suscitar preferencias
que pudiesen causar odiosidades entre los oficios.
Consideraron
aquellos vecinos que todos eran igualmente apreciables en sí mismos, pues
que todos concurrían a fomentar y sostener la prosperidad de una capital
opulenta y poderosa por la industria del artífice y del comerciante.
En efecto, en ella jamás ha reinado la idea
común de vileza o infamia contra ninguna profesión mecánica: vulgaridad
perjudicial que en las provincias de España ha hecho una irreparable brecha
al progreso de las artes. Tampoco se conocía el error de poner exclusión
en la entrada de ciertos gremios a los que hubiesen profesado otros oficios:
puesto que allí todos han tenido después igual estimación. En una palabra,
en Barcelona, igualmente que en todos los demás pueblos de Cataluña, nunca
han tenido entrada estos ni otros errores comunes que pudiesen retraer las
gentes honradas de la aplicación a las artes, o a los hijos de continuar
en que ejercieron sus padres IIII
I En prueba de
cuán difícil sea apurar el origen de los gremios, aun en las ciudades de
una policía más antigua y mejor ordenada: Sandi en su historia Civil de
Venecia (tomo II parte I, libro IV pag 767). IV, Pág. 767), que había visto todos los Archivos de la República,
después de numerar hasta 61 los Gremios, que existían a Principios de este
siglo en aquella capital, dice que no es Posible señalar a cada uno su época
ni la de sus primitivo, estatutos; contentándose con advertir que ninguna
de aquellas corporaciones es anterior
al siglo XIV. (Las notas que acompañan
a este capítulo son del mismo Capmany).
IIComo aquí se repiten muchos
pensamientos frecuentísimos en un escrito publicado en 1718 en la imprenta
de Sancha, con el titulo de Discurso
Económico Politico en defensa del trabajo mecánico de los menestrales,
por don Ramon Miguel Palacio el autor de estas Memorias, temiendo la nota
del plagiario grosero advierte que debiendo tocar la misma materia en este
lugar no podía dejar de adoptar mucha parte de las ideas de aquel escrito,
en cuya publicación tuvo entonces por conveniente ocultar su verdadero nombre.
IIIVéase en el APÉNDICE DE NOTAS el núm. XVXIII y XXX: y se vendrá en conocimiento de la alta consideración y poder
que gozaba en en otros tiempos la ciudad de Barcelona por medio de los Magistrados
Municipales que la representaba,. bajo el nombre vulgar de Concelleres
o Conciliarios.
IIII En la Colección Diplomática de estas
Memorias son frecuentísimas las cartas
y otros instrumentos que prueban la directa y mutua correspondencia entre
la ciudad de Barcelona y los emperadores de Oriente y de Alemania: los Suldanes
de Egipto. los reyes de Túnez, de Marruecos. etc.. y varios monarcas, repúblicas
y otros grandes potentados de Europa.
[ii]
NOTA 35 He hablado en el texto de los muchos concilios que en otras
épocas se celebraron en la Iglesia,¿por qué pues , se me preguntará, no
los celebra en la actualidad en la actualidad con tanta frecuencia? A éstos
responderé con el siguiente juicioso pasaje del conde de Maistre en su obra
Del Papa, lib. 1, cap. 2.
"En los primeros siglos del cristianismo era
mucho más fácil juntar los concilios, porque la Iglesia era menos numerosa;
y la unidad de poderes reunidos en la cabeza de los Emperadores, les permitía
congregar un número de obispos suficientes para imponer desde luego respeto,
y no necesitar después sino el consentimiento de los demás; y sin embargo
¡qué penas, qué embarazos para congregarlos!
"Mas en los tiempos modernos, después que el
mundo culto se ve como dividido, por decirlo así, en tantas soberanías,
y que además se ha engrandecido inmensamente por nuestros intrépidos navegantes,
un concilio Ecuménico ha venido a ser una quimera
[ii]
; pues sólo para convocar a todos los obispos y hacer constar
legalmente esta convocación, apenas bastarían cinco o seis años”.
[iii]
NOTA 36 Ruego a mis
lectores que para convencerse de la verdad y exactitud de cuanto afirmo
en el lugar a que me refiero, lean la historia de las herejías que han afligido
la Iglesia desde los primeros siglos; pero muy particularmente desde el X hasta el nuestro.
[iv]
NOTA 37
Tanta verdad es que fué muy dañoso a
la libertad de los pueblos el quitar del juego de la máquina política la
influencia del clero, que es digno de observarse que buena parte de los
teólogos propendían a doctrinas bastante latas en materias políticas, y
que fueron los eclesiásticos los que con más libertad hablaron a los reyes,
aun después que los pueblos habían ya perdido casi del todo la intervención
en los negocios públicos. Véase cuáles
eran las opiniones de Santo Tomás sobre las formas de gobierno.
Quest. 15.
1ª 2ª
De ratione
judicialum praeceptorum, art. 1,
Respondeo dicendum, quod circa
bonum
ordinationem principum in aliqua civitate, vel
gente, duo sunt attendenda, quorum unum est, tit omnes
aliquam pattern habeant in
principatu;
per hoc enim conservatur pax populi
et omnes talem ordinationem amant et
custodiunt,
tit dicitur in II Polit. cap. 1; aliud
est quod attenditur secundum speciem regiminis vel ordinationis principatuum,
cujus cum sint diversae species, ut Philosophus tradit in III Polit, cap.
V, praecipue tamen unum regimen
est,
in quo unus
principatur secundum virtutem: et aristocratia, id
est,
potestas optimorum in qua aliqui pauci principantur
secundumi virtutem.
Unde optima ordinatio
principum est in aliqua civitate vel regno, in quo unus praeficitur secundum
virtutemi qui omnibus praesit et sub ipso sunt aliqui principantes secundum
virtutem, et tamen talis principatur ad omnes pertinet, tum quia ex omnibus
eligi possunt, turn quia etiam ab omnibus eliguntur. Talis vero est omnis
politia bene commixta ex regno in quantum unus praest, et aristocratia in
quantum multi principantur secundum virtutem, et ex democratia, id est,
potestatc populi in quantum ex popularibus possunt eligi principes, et
ad populum pertinet clectio principum, et hoc fuit institutum secundum legem
divinam.
Divus Thomas. 1ª 2ª Q. 90,
Art. 4
Et sic ex quatuor
praedicitis potest colligi definitio legis, qum niihl
est
aliud quam quaedam rationis ordinatio ad bonum commune ab eo qui curam communitatis habet promulgata.
Q. 95, art. 4.
Tertio est de ratione
legis humanae ut instituatur a gubernante communitatem
civitatis: sicut supra dictum est. (Quaest. XC, art. 3).
Et secundum
hoc distinguuntur leges humanae secundum diversa
regimina
civitatum, quorum unum, secundum Philosophum in III
Polit. cap. XI, est regnum, quando scilicet civitas
gubernatur ab uno, et secundum hoc accipiuntur constitutiones principum;
aliad vero regimen est aristocratic,
id est, principatus optimorum vel optimatum, et secundum hoc sumuntur responsa
prudentum et etiam senatusconsulta.
Aliad
regimen est oligarchia, id est, principatus paucorum divitum
et potentum et secundum hoc sumitur ivis praetorium, quod etiam honorarium dicitur.
Aliud autem regimen est populi, quod nominatur democratia: et secundum
hoc sumuntur plebiscita.
Aliad autem est tyrannicum quod est omnino corruptum, unde ex hoc
non sumitur aliqua ley. Est etiam et aliquod
regimen ex istis commixtum, quod est optimum et secundum hoc sumitur lex
quam majores natu simul cum plebibus sanxerum, ut Isidorus licit lib. S.
(Etim. C. Cap. X).
Si se atiende
a lo que dicen ciertos declamadores, parece es un
descubrimiento muy reciente, el principio de que conviene
que gobierne la
ley, y no la voluntad del hombre; véase no obstante
con qué solidez y claridad expone
esta doctrina el Angélico Doctor. (1ª. 2ª,
Q. 9S, art. 1).
Utrum fuerit titile aliquas
leges poni ab hominibus.
Ad 2m dicendum, quod sicut Philosophus dicir,
1. Rhetor., melius est omnia ordinari lege, quant dimittere judicum arbitrio,
et hoc propter tria.
Primo quidem, quia facilus est invenire paucus sapientes, qui sufficiant ad
rectas leges ponendas, quam multos, qui requirerentur ad recte judicandum
de singulis.
Secundo, quia illi
qui leges ponum, ex multo tempore considerant quid lege ferendum
sit: sed
judicia de singularibus factis fiunt ex casibus cubito
exortis. Facilius autem ex multis consideratis potest homo videre
quid rectum sit, quarn solum ex aliquo uno facto.
Tertio, quia legislatores judicant in
universali, et de futuris: sed homines judiciis
praesidentes judicant de praesentibus; ad quae afficientur amore vel odio, cut
aliqua cupiditate: et sic eorum depravatur judicium. Quia ergo
justitia animata judicis non invenitur in multis, et quia flexibilis
est: ideo
necessarium fuit, in quibuscumque est possibile, legem determinare
quid judicandum sit, et paucissima arbitrio hominum committere.
Los procuradores
de las Cortes no se atrevían en España a levantar la voz contra las demasías
del poder. mereciendo con su debilidad las severas reconvenciones del P.
Mariana.
En el interrogatorio
que se le hizo con motivo de la célebre causa formada contra él por los
siete Tratados, confesó
haber llamado a los procuradores a Cortes hombres viles, livianos y venales,
que no cuidaban sino de la gracia del príncipe y de
sus particulares intereses. sin entender al bien público; y
añadió que ésta era la voz y queja pública al menos en Toledo, donde él residía.
Pasaré por
alto su obra titulada De Regis et Regis
institutione, por haber hablado de
ella en otro escrito. Ciñéndome a su Historia de España haré notar la libertad
con que se expresaba sobre los puntos más delicados sin que el gobierno
civil ni la autoridad eclesiástica se opusieran a ello.
En el Lib.
1,
cap. 4. hablando de los aragoneses, con aquel tono
grave y severo que le distingue. dice: "Tienen los de Aragón y usan de leyes y fueros
muy diferentes de los demás pueblos
de España los más a propósito de conservar la libertad contra el
demasiado poder de los Reyes, para que con la lozanía no degenere y se mude
en tiranía; por tener entendido como es la verdad, que de pequeños principios
se suele perder el derecho de libertad".
Cabalmente
en aquella misma época hablaban con la mayor libertad los eclesiásticos
aun sobre la materia más delicada. que es la de contribuciones. El venerable
Palafox en su Memorial al Rey por la inmunidad eclesiástica decía:
"Cuando
el Hijo de Dios definió con sus mismos labios según el sentimiento de San
Agustín y el grande Abulense y otros graves Autores que los hijos de Dios
que son los Ministros de la Iglesia y
sus Sacerdotes no debían pagar tributos a los Príncipes de las gentes, preguntándole
a San Pedro lo nue ya sabía la Eterna Sabiduría
del Padre diciendo: Reges gentium a quibus accipitrnt tributinn a filiis,
an ab alienis.
Y respondió San Pedro: ab alienis.
Y el Señor concluyó,
y definió: ergo liberi sunt filii. Puede, Señor, hacerse discreto
reparo, que no dijo su Divina Majestad: Reges gentium a quibus capiunt
tributum; sino a quibus accipitunt tributum, manifestando en
la palabra accipunt la suavidad y dulzura que conviene que se conserve
al tributar los reinos, para que se temple y adulce la amargura y dolor
que va envuelta en los mismos tributos.
"46.
Porque no hay duda que es utilísimo para que
dure el público estado que primero lo den los súbditos para que luego lo
reciban los Príncipes. Conviene
que lo gasten y admitan los reyes pues consiste en esto la conservación
de las coronas; pero habiéndolo primero voluntariamente ofrecido sus mismos
vasallos. Y de este lugar. y de los labios del Eterno Verbo. la corona católica,
en todo piísima es sin duda que recibió esta santa Doctrina, no permitiendo
V. M. ni sus Serenísimos Antecesores que se cargue tributo que no sea consentido,
ofrecido y votado por sus mismos reinos, siendo mayor, sin comparación,
limitar y templar que fuera al ejecutar todo su real poderío.
"47. Pues. Señor, si los seglares, que no tienen
exención alguna en materia de tributos, gozan la que les concede la benignidad
y piedad de V. M: y sus reyes Catolicísimos, y no pagan si primero no dan
y no se cobra de ellos, si primero no ofrecen, ¿posible es que ha de permitir
la religión y piedad esclarecida de V. M. ni el grande celo de su Concejo.
que los eclesiásticos, hijos y Ministros de Dios los privilegiados y
exentos por todo derecho Divino y Humano en todas las naciones del mundo,
y aun entre los mismos gentiles, sean de peor condición, que no los extraños,
los cuales no son como estos Ministros de la Iglesia ni sacerdotes de Dios?
¿Para los Ministros de Dios Señor ha de ser el capiunt,
y el accipiunt para
los del Mundo?".
Y en su Historia
real Sagrada hablaba contra la tiranía con un tono el más severo.
"12.
Éste es el derecho (dice) que esse Rey que queréis ha de guardaros. Éste que llama derecho es
ironía, como quien dice: Había de gobernar este rey que pedís con derecho:
y para eso lo pedís, pues os quejáis que mi Tribunal no os gobierna con
derecho; y el derecho que guardará ese rey, es no guardar derecho alguno,
y vendrá a ser su derecho una respetada tiranía. Bárbaro es el político,
e indigno de ser tenido por racional, que de este lugar quiere dar éste
a los reyes por derecho, el poder que Dios manifiesta al pueblo por castigo.
Aquí no habla el Señor definiendo lo mejor, no habla dando, no habla calificando;
sino sólo refiriendo lo que había de suceder, y aquello que había de suceder,
reprobando. ¿Quién en la misma justicia funda el origen de la misma tiranía?
Dice Dios que el que ellos desean rey será tirano, no tirano aprobado del
Señor, sino reprobado, y castigado; y esto lo manifestó bien el suceso,
pues hubo reyes malos en Israel, en quien se cumplió la profecía y Santos
en quien se logró su misericordia. Los malos cumplieron a la letra la amenaza,
haciendo lo prohibido; los buenos tomaron para la dignidad lo conveniente,
y justo, dentro de lo permitido".
El padre Márquez
en su Gobernador Cristiano examina también extensamente la misma cuestión,
y no tiene reparo en manifestar sus opiniones, así por lo tocante a la teoría
como a la práctica.
Cap. 16, 53
"Hasta aquí son palabras de Filón, que escribió
con ocasión de este acaecimiento; y porque me dan motivo para discurrir
sobre la obligación que tienen en esta parte los reyes cristianos he querido
referir tan a la larga. No llegaré yo a pedirles, que hagan otro tanto como
Moysés; porque no tienen las ayudas de costa que él tuvo para aliviar a
sus reynos, ni la vara que Dios le dió para sacar agua de la piedra en tiempo
de necesidad. Pero advertirles he, que miren mucho en los nuevos servicios
que piden a sus vasallos, y en las nuevas cargas que les imponen: y se den
por obligados a justificar primero la causa con toda verdad, y sin colores
pretendidos, trayendo siempre ante sus ojos, que viven en la presencia
de Dios, que les está mirando a las manos, y ha de pedir cuenta estrecha
de lo que hicieren. Porque (como decía Nazianceno) el Hijo de Dios nació
de industria en tiempo de proscripciones y tributos, para avergonzar a los
reyes, que los impusieren por antojos; y darles a entender que le han de
hallar a vuelta de cabeza, examinando hasta el más olvidado maravedí, y
de que menos caso hubiéramos hecho.
"Con que se reprueba la falsa persuasión
de algunos aduladores, que por ganar gracias de sus Príncipes, les dicen
que lo pueden todo, que son se-ñores de las haciendas, y personas de sus
vasallos, y pueden servirse de ellos en cuanto les estuviere a cuenta: y
para probar este presupuesto, suelen valerse (como ya he visto) de la historia
de Samuel, que pidiéndole rey el pueblo de Dios, le respondió de su parte,
que si le quería le había de recibir con terribles condiciones; porque
les quitaría los campos, viñas y oliva-res para dar a sus criados: se serviría
de sus hijas como de esclavas, ocupándolas en que le amasasen el pan de
su mesa, e hiciesen olores y conservas para su regalo, sin reparar en que,
según dice Juan Bodino, es interpretación de Philipo Melaneton, causa
bastante para tenerla por sospechosa, ni en que, como dijo San Gregorio,
y después de él han advertido los Doctores, allí no se estableció el justo
derecho de los reyes, antes se avisó de la tiranía de muchos; ni se dijo
lo que los buenos príncipes podrían hacer, si-no lo que acostumbrarían los
malos.
Pues por haber tomado el Rey Acab la viña de
Naboth, se enojó Dios contra él, y lo pagó de la manera que sabemos; y
el rey David, su escogido, pidiendo sitio para edificar el altar al Jebuseo,
nunca lo quiso de otra forma, que pagando lo que valía.
"Por lo cual, deben los Príncipes examinar
con grande atención la justicia de las nuevas contribuciones; porque cesando
ésta, como los Doctores resuelven, sería robo manifiesto gravar en poco,
o en mucho, a los vasallos.
Tan cierta, y tan católica es esta verdad, que
aun los tributos necesarios afirman hombres de buenas letras, que no los
podría imponer de nuevo el Príncipe sin consentimiento del reino. Porque
dicen que no siendo (como no lo es) señor de las haciendas, tampoco podrá
servirse de ellas sin la voluntad de los que se las han de dar. Y en esta
costumbre están de grande tiempo acá los reinos de Castilla, en que por
leyes reales no se reparte nuevo servicio, sin que primero vengan en él
las Cortes; y aun después de la resolución de éstas, se vuelve a votar
en las ciudades; y hasta que venga la mayor parte de ellas, no piensa el
Príncipe que ha obtenido en la pretensión. En la de Inglaterra hizo la
misma ley Eduardo I, como afirman graves autores: y en el de Francia escribe
Philipo de Comines, que antiguamente se hacía otro tanto, hasta que el
rey Carlos VII, apretado de una gran necesidad, hizo de hecho, y mandó
repartir cierta talla, sin esperar la voluntad de las Cortes: con que causó
una llaga muy dañosa en su reino, y de que mucho tiempo correrá sangre.
Y hay quien ponga en cabeza de este autor, que
entonces se dijo públicamente, que había salido el rey de la tutela del
reino: pero que a él le pa-rece, que sin su consentimiento no pueden los
reyes cargarles un solo maravedí; y que los que hacen lo contrario, incurren
en una excomunión Papal, que debe de ser la de la bula In Coena Domini:
pero esto yo no lo he podido hallar en él……………………………………………………
Y considerando
esto segundo, no recibe duda que no podrá el Príncipe por sola su autoridad
imponer el nuevo servicio contra la voluntad del reino, que por cualquiera
de las razones alegadas hubiere adquirido derecho contra él, como tengo
por cierto del de Castilla. Porque nadie niega que pueden los reinos elegir
a los Príncipes con esa condición desde el principio, o hacerles tales servicios,
que en su recompensa se les prometa no les repartir nuevas cargas sin su
consentimiento; y lo uno y lo otro será visto pasar en fuerza de contrato,
a que no pueden dejar de quedar obligados los reyes, sin que para esto
sea de consideración (como algunos pretenden) haber entrado en el reino
por elección de los vasallos, o por sola fuerza de armas. Porque aunque
es más verosímil que el estado que se da de su voluntad, sacará más privilegios,
y mejores condiciones, que el que adquiere por justa guerra, todavía no
se-ría imposible que un reino eligiese Rey, trasladando en él todo su poder
absolutamente, y sin este resguardo, por obligarle y aficionarle más; ni
que el Rey que sujetó otro con las armas en la mano, le quiera conceder
de su voluntad esta franqueza, por conservarle más grato, y en obediencia
más dulce.
Será, pues,
la regla cierta de este derecho privado, el contrato que virtual o expresamente
interviniere entre el Estado y el Príncipe, que debe ser inviolable, mayormente
si se juró".
El Gobernador Cristiano, Libro 2, Capítulo 39,
§ 2
"Y que pueden mandar los Príncipes, que
los vasallos den a menor precio, y aun de balde parte de sus bienes, se
suele fundar en una ley que dice, que llevando una nave muchas mercaderías,
y levantándose una gran tempestad, que obligó a echar unas al agua, los
dueños de la hacienda que quedó salva, tienen obligación de dar prorrata
a los que hicieron la pérdida hasta recompensarles lo que perdieron. De
donde Bartulo y otros han colegido, que en tiempo de necesidad y carestía
puede el Príncipe mandar, que los súbditos den aún de balde, y mucho mejor
a menos precio parte de su hacienda a los que la han menester: y dicen,
que no hay duda en que podría el Príncipe hacer bienes comunes, como lo
eran antes del derecho de las gentes, y consiguientemente quitarlos a uno
para darlos a otros de los vasallos.
"Y es cierto que en los derechos de los
reyes de Israel se dice, que el rey que Dios eligiese, quitaría las viñas
y heredades de los súbitos, para hacer merced de ellas a sus criados. Pero
de este texto no se valen los Docto-res; porque, como dijimos en el capítulo
XVI del libro primero, no se habla en él de los derechos de los buenos reyes,
sino de las tiranías de los malos.
Pero si se mira bien la Escritura, es imposible
que deje de favorecer a la una, o a la otra parte; porque si pretendió establecer
que los reyes tendrían en conciencia toda la autoridad que allí se dice,
es cosa cierta que se la dió para quitar la hacienda a uno de los súbditos,
y dársela a otros. Y si pretendió declarar las violencias, extorsiones,
y tiranías de los malos Príncipes, también lo es, que tuvo por injusto el
hecho de que se trata: pues le trajo por ejemplo de lo que harían los tiranos;
que a ser cosa que pudiera caer en los buenos reyes, no fuera ejemplo de
tiranía, como la Escritura pretendió.
"Y así por solo este lugar, cuando no hubiera
otro en favor de esta doctrina, yo soy de parecer que los reyes no pueden
mandar a sus súbditos que den su hacienda por menos de lo que vale, ni con
color del bien público; porque si éste pudiera valer, no les fuera dificultoso
a los de Israel excusar con él sus tiranías, y decir que era bien público
premiar a los criados, que les servían con fidelidad en tan gran beneficio
de su reino. Y lo que más es, también el rey Acab pudiera decir que era
bien público las recreaciones del Príncipe, en cuya salud se interesan tanto
los pueblos, y tomar con ese color la viña de Nahoth para juntarla con sus
jardines. Y vemos que no le valió éste, ni aun para obligarle a que se la
vendiese, ni el mismo rey se tuvo por agraviado de la repulsa, aunque la
sentía, ni se moviera a tomar la viña si la impía Jezabel no le proveyera
de medios para ocuparla.
"Y la razón que hace por esta parte es clarísima;
porque los reyes son ministros de justicia, y el origen de sus elecciones
fué la necesidad que tienen los pueblos de que se la administren, y guarden;
y como enseña Santo Tomás, no puede ser justo el contrato de compra y venta,
si el precio no es igual en valor a la cosa comprada: bien que el bien público
se ha de preferir al particular; y que si ocurriese una ocasión en que la
república se hubiese de disolver, si un ciudadano no diese su hacienda,
se la podría mandar tomar el Príncipe a menos precio, y aun de balde, como
le puede obligar a que aventure la vida, que es más, defendiendo la causa
comun en justa guerra.
"Pero este caso (como dice el P. Molina)
es imposible, respecto de que siempre podría el Príncipe recompensar el
daño particular, repartiendo el valor en un tributo a todo el cuerpo, que
sería justo, y tendría obligación la república de aceptarle. Y para que
se vea con toda claridad, imaginemos el caso más apretado que puede fingirse,
y demos que un tirano tiene cercado a un Rey en su corte, y está a pique
de entrada a fuego y sangre, y se mueve a levantar el cerco, y retirarse,
porque le den una estatua de oro de gran peso y hechura, que fué de sus
antecesores, y se la tomó en un saco un vasallo del Rey que padece el cerco,
siendo su Capitán General, y la tiene vinculada en el mayorazgo de su casa.
O para apretarlo más, su-pongamos que este tirano tiene en su servicio del
ley cercado un deudo a quien quiere mucho, y se contenta con que quiten
el estado a un señor del reino, que tiene muchos y varios lugares, y hagan
a su deudo señor de él.
"Nadie pondrá en duda, que por redimir las
vidas de todos, se podrá venir en el concierto, y que podrá en este caso
el Príncipe hacer lo que se le pide, y quitar la estatua, y aun toda su
hacienda a aquel señor, y dársela al pariente del tirano. Pero nadie dirá,
que debería el señor despojado hacer toda la pérdida de su hacienda; porque
quedaría la república con obligación de restituirle el daño, cargando sobre
sí, por vía de :tributo, el valor de la recompensa, y repartiendo sola su
rata al señor, a quien se había de restituir. Y la razón es, porque es contra
justicia natural que las cargas de todo el cuerpo las lleve sobre sí un
miembro solo, que es el caso de la ley que se trae por la parte contraria.
Porque hablen do sucedido el naufragio, todas las mercaderías que iban en
la nave, tenían sobre sí usa carga real de ir al agua, para aliviar el peso,
y red las haciendas y vidas de todos; y sien do la carga común, no era justo
la pagasen todos los dueños de las mer caderías, que estuvieran más a mano
o cargaban más el navío; sino todos generalmente, aun los que no llevaban
cosas onerosas, sino joyas, y diamantes; porque tampoco éstos, ni aun la
misma nave se pudiera conservar, si no la aliviaran del peso de las otras.
"Y así dice la ley que al señor de la nave
le toca también la obligación de pagar su rata, no porque la había de socorrer
a los dueños de las mercaderías perdidas por verlos en necesidad, que se
puede creer que eran hombres ricos: y aunque la que de presente padecieran,
fuera extrema, quedaran obligados a restituir después lo que se les prestara
por entonces; porque, como resuelven los Doctores, no hay obligación de
hacer donación al rico que padece extrema necesidad, pudiéndosele socorrer
bastantemente por el medio del empréstito, sino porque siendo todos interesados
en salvar la vida y hacienda; el riesgo de la yactura, y la pérdida de lo
que fué al agua, ha de correr por cuenta de todos, y no de solos los dueños
de lo que se hundió. Y que ésta sea la legítima interpretación, se echará
de ver en el sumario de aquel título, y en las palabras de la misma ley,
que dicen: Eo quod id tributum servatae merces deberent.
"Pero fuera de este caso, u otro de igual
apretura, no se habiendo de disolver la república, porque esta casa dejara
de salir de poder de este señor, y pasar al del otro, no podría el Príncipe
obligar al dueño de ella a darla por menos de su justo valor, y mucho menos
de balde; porque estando en pie las mismas personas y bienes de un reino,
al cuerpo colectivamente no le importa que éstos sean los ricos y aquéllos
los pobres, ni al revés, respecto de que nadie tiene grado fijo en su comunidad
de que no pueda subir ni bajar. Y esta variedad que cada hora acaece entre
los miembros pasando los bienes de unas manos a otras con pérdidas de éstos,
y ganancia de aquéllos, es inseparable de las repúblicas, por la poca constancia
de todo lo temporal, sin que por eso el bien público pierda, ni gane".
[v]
NOTA 38 Creen
algunos al hablar de la muerte de la libertad en España, que es fácil reducir
la cuestión a un solo punto de vista: como si el reino hubiese tenido siempre
la unidad que no alcanzó hasta el siglo XVII, y aun entonces de un modo
muy incompleto. Basta leer la historia, y muy particularmente los códigos
de las diferentes provincias de que se formó la monarquía, para convencerse
de que el poder central se anduvo creando y robusteciendo con mucha lentitud,
y que cuando la obra estaba ya casi consumada en Castilla, restaba todavía
mucho que hacer por lo tocante a Aragón y Cataluña.
Nuestras
constituciones, nuestros usos y costumbres en el siglo XVII son evidente
prueba de que la monarquía de Felipe II, tal como la concebimos robusta
e irresistible, no se había planteado todavía en la corona de Aragón. Me
abstendré de aducir documentos, y ele recordar hechos que todo el mundo
conoce, por no aumentar sin necesidad el volumen de este tomo.
[vi]
NOTA 39 Conocida es la inmortal obra del conde de Maistre sobre
el poder de los papas, y cuán victoriosamente deshizo las calumnias de los
enemigos de la Sede apostólica; pero entre las muchas y profundas observaciones
que hace sobre el particular, es digna de llamar la atención la que versa
sobre la templanza de los papas en lo tocante a la extensión de sus dominios,
y en la que hace resaltar la diferencia que media entre la corte de Roma
y las de los otros príncipes de Europa.
"Es una cosa en extremo notable,
pero nunca, o muy pocas veces notada, que los papas jamás se han servido
del inmenso poder que disfrutaban, para engrandecer sus estados. ¿Qué cosa
más natural, por ejemplo, ni de más tentación para la naturaleza humana,
que reservarse alguna de las provincias conquistadas a los sarracenos, y
que los papas concedían al primer ocupante para rechazar la Media Luna que
no cesaba de engrandecerse?
Sin embargo, jamás lo hicieron, ni aun
respecto de las tierras que les eran vecinas, como el reino de las Dos Sicilia
sobre el cual tenían derechos incontestables, a lo menos según las ideas
de aquel tiempo, y por el cual se contentaron con un vano dominio eminente,
reducido bien pronto a la famosa Hacanea, que el mal gusto del siglo les
disputa todavía.
"En hora buena hayan podido los
papas hacer valer en aquel tiempo este dominio eminente, o feudalidad universal
que una opinión igualmente universal no les disputa. Hayan podido exigir
homenajes, imponer contribuciones, aun arbitrariamente si se quiere: no
tenemos interés en examinar aquí estos puntos.
Pero siempre será cierto que los papas nunca han
buscado, ni se han aprovechado de la ocasión para aumentar sus estados a
expensas de la justicia: cuando ninguna otra soberanía temporal siguió este
buen ejemplo, y que aún hoy mismo con toda nuestra filosofía, nuestra civilización
y nuestros bellos libros, no habrá acaso en Europa una potencia en estado
de justificar sus posesiones delante de Dios y de la razón".
(Lib. 2, Cap. 1)
[vii]
"Aug. Quid ipsi homines et populi, ejusne generis
rerum sunt, ut interire mutarive non possint xternique omnino sint? - Evodius.
Mutabile plane atque tempori obnoxium hoc genus esse quis dubitet? -Aug.
Ergo si populus sit bene moderatus et gravis, communisque utilitatis diligentissimus
custos, in quo unusquisque minoris rein privatam quam publicara pendat,
nonne recte lex fertur, qua huic ipsi populo liceat creare sibi magistratus,
per quos sua res, id est, publica administretur? - Ev. Recte prorsus. -
Aug. Porro si paulatim depravatus idem populus rem privatam reppública;
pra'ferat, atque habeat venale suffragium, corruptusque ab eis qui honores
amant, regimen in se flagitiosis consceleratisque committat; nonne itera
recte, si quis tunc extiterit vir bonus, qui plurimum possit, adimat huic
populo potestatem dandi honores, et in paucorum bonorum, vel etiam unius
redigat arbitrium? - Ev. Et id recte. - Aug. Cura ergo dux ista' leges ita
sibi videantur esse contraria:, ut una earum honorum dandorum populo tribuat
potestatem, auferat altera, et cura ista secunda ita lata sit, ut nullo
modo araba' in una civitate simul esse possint, num dicimus aliquam earum
injustam esse et ferri minime debuisse? - Ev. Nullo modo."
[viii]
NOTA 40 He aquí algunos pasajes notables
de San Anselmo, en que manifiesta los motivos que le inducían a escribir
y el método a que pensaba acomodarse.
Praefatio beati Anselmi Episcopi Cantuariensis in Monologium.
Quidam fratres
saepe me studioseque precati sunt, ut quadam de illis, quae de meditanda
divinitatis essentia, et quibusdam aliis hujus meditationi cohaerentibus,
usitato sermone colloquendo proturelam, sub quodam eis meditationis exemplo
describerem. Cujus scilicet scribendae meditationis magis secundum
suam voluntatem quam secundum rei facilitatem aut meam possibilitatem
hanc mihi formam praestiterunt: quatenus auctoritate Scripturae penitus
nihil in ea persuaderetur. Sed quidquid per singulas investigationes finis
assereret, id ita esse plano stilo et vulgaribus argumentis simplicique
disputatione, et rationis necessitas breviter cogeret, et veritatis claritas
patenter ostenderet. Voluerunt etiam ut nec simplicibus peneque fatuis
objectionibus mihi occurrentibus obviare contemnerem, quod quidem diu
tentare recusavi, atque mecum re ipsa comparans, multis me rationibus excusare
tentavi.
Quanto enim
id quod petebant, usu sibi optabant facilius, tanto mihi illud acta injugebant
dificilius. Tandem tamen victus, tum precum modesta importunitate, tum studii
eorum non contemnenda honestate, invitus quidem propter rei difficultatem,
et ingenii mei imbecillitatem, quod precabantur incoepi, sed libenter propter
eorum caritatem, quantum potui secundum ipsorum definitionem effeci. Ad
quod cum ea spe sim adductus, ut quidquid facerem illis solis a quibus exigebatur,
esset notum, et paulo post idipsum, ut vilem rem fastidientibus, contemptu
esset obruendum, scio enim me in eo non tam precantibus satisfacere potuisse,
quam precibus me prosequentibus finem posuisse. Nescio tamen quomodo sic
praeter spem evenit, ut non solum praedicti fratres sed et plures alii scripturam
ipsam, quisque eam sibi transcribendo in longum memoriae commendare satagerent,
quam ego saepe tractans nihil potui invenire me in ea dixisse, quod non
catholicorum patrum, et maxime beati Augustini scriptis cohaereat.
IDEM. Quod
hoc licet inexplicabile sit, tamen credendum sit. Cap. 62.
Videtur mihi
hujus tam sublimis rei secretum transcendere omnem intellectus aciem humani:
et idcirco conatum explicandi qualiter hoc sit, continendum puto. Sufficere
namque debere existimo rem incomprehensibilem indaganti, si ad hoc ratiocinando
pervenerit, ut eam certissime esse cognoscat, etiamsi penetrare nequeat
intellectu quomodo ita sit, nec idcirco minus his adhibendam fidei certitudinem,
quae probationibus necessariis nulla alia repugnante ratione asseruntur,
si suae naturalis altitudinis incomprehensibilitate explicari non patiantur.
Quid autem tam incomprehensibile, quam id quod supra omnia est? Quapropter
si ea quae de sua essentia hactenus disputata sunt necessariis rationibus
sunt asserta, quamvis sic intellectu penetrari non possint ut quae verbis
valeant explicari: nullatenus tamen certitudinis eorum nutat soliditas.
Nam si superior consideratio rationabiliter comprehendit incomprehensibile
esse, quomodo eadem summa sapientia sciat quae fecit de quibus tam multa
non scire necesse est; quis explicet quomodo sciat, aut dicat seipsam, de
qua aut nihil, aut vix aliquid homini scire possibile est?
Incipit prooemium
in Prosoloquium librum Anselrni Abbatis Beccensis, et Archiepiscopi Cantuariensis.
Postquam opusculum
quoddam velut exemplum meditandi de ratione fidei, cogentibus me precibus
quorumdam fratrum in persona alicujus tacite secum ratiocinando quae nesciat
investigantis edidi, considerans illud esse multorum concatenatione contextum
argumentorum, coepi mecum quaerere: si forte posset inveniri unum argumentum,
quod nullo alio ad se probandum, quam se solo indigeret, et solum ad astruendum
quia Deus vere est; et qui est summum bonum nullo alio indigens et quo omnia
indigent ut sint et bene sint, et quaecumque credimus de divina substantia
sufficeret. Ad quod cum saepe studioseque cogitationes converterem, atque
aliquando mihi videretur jam capi posse quod quaerebam, aliquando mentis
aciem omnino fugeret: tandem desperans volui cessare, velut ab inquisitione
rei quam inveniri esset impossibile. Sed cum illam cogitationem, ne mentem
meam frustra occupando ah aliis in quibus proficere possem impediret, penitus
a me vellem excludere, tunc magis ac magis nolenti et defendenti, se coepit,
cum importunitate quadam ingerere. Quadam igitur die cum vehementer ejus
importunitati resistendo fatigarer, in ipso cogitationem conflictu sic se
obtulit quod desperabam ut studiose cogitationem amplecterer, quam sollicitus
repellebam.Aestimans igitur quod me gaudebam invenisse, si scriptum esset
alicui, legenti placiturum. De hoc ipso et quibusdam aliis sub persona conantis
erigere mentem suam ad contemplandum Deum, et quaerentis intelligere quod
credit, subditum scripsi opusculum. Et quoniam nec istud nec illud cujus
supra memini, dignum libri nomine, aut cui auctoris praeponeretur nomen
judicabam: nec tatuen sine aliquo titulo, quo aliquem in cujus manus venirent,
quodammodo ad se legendum invitarent, dimittenda putabam, unicuique dedi
titulum: ut exemplum meditandi de ratione fidei, etsequens fides quaerens
intellectum diceretur. Sed cum jam a pluribus et his titulis utrumque transumptum
esset, coegerunt me plures et maxime reverendus Archiepiscopus Lugdunensis
Hugo nomine, fungens in Gallia legatione apostolica, praecepit auctoritate,
ut nomen meum illis prxscriberem. Quod ut aptius fieret illud quidem Monoloquium,
id est, soliloquium, istud vero Prosoloquium, id est Alloquium nominavi.
Por lo tocante a lo que he indicado relativamente a
la demostración de la existencia de Dios en lo que se adelantó a Descartes,
léanse los pasajes siguientes, sin que por esto intente yo manifestar mi
opinión sobre el mérito de la demostración mencionada. Aquí se trata de
observar la marcha del espíritu humano, no de resolver cuestiones filosóficas.
Prosoloquium
D. Anselmi,cap. III.
Quod Deus
non possit cogitari non esse.
Quod utique
sic vere est, ut nec cogitari possit non esse. Nam potest cogitari esse
aliquid, quod non possit cogitari non esse, quod majus est quam quod non
esse cogitari potest. Quare si id, quo majus nequit cogitari, potest cogitari
non esse: idipsum, quo majus cogitari nequit, non est id quo majus cogitari
nequit, quod convenire non potest. Sic ergo vere est aliquid, quo majus
cogitari non potest, ut nec cogitari possit non esse. Et hoc es tu, Domine Deus Noster. Sic ergo
vere es, Domine Deus meus, ut nec cogitari possis non esse. Et merito. Si
enim aliqua mens posset cogitare aliquid melius te, ascenderet creatura
super Creatorem: et judicaret de Creatore, quod valde est absurdum. Et
quidem quid-quid est aliud praeter solum te, potest cogitari non esse. Solus
igitur verissime omnium, et ideo maxime omnium babes esse. Cur itaque,
dixit insipiens in corde suo: non est Deus? Cum causa in promptu sit rationali
menti, te maxime omnium esse? Cur, nisi stultus et insipiens?
Quomodo
insipiens dixit in corde suo quod cogitari non potest. Cap. IV.
Verum quomodo
dixit insipiens in corde suo quod cogitare non potuit: aut quomodo cogitare
non potuit quod dixit in corde, cum idem sit dicere in corde, et cogitare?
Quod si vere, imo quia vere, et cogitavit: quia dixit in corde et non dixit
in corde, quia cogitare non potuit; non uno tantum modo dicitur aliquid
in corde vel cogitatur. Aliter enim cogitatur res, cum vox eam significans
cogitatur: aliter cum idipsum, quod res est, intelligitur. Illo itaque modo,
potest cogitari Deus non esse: isto vero, minime. Nullus quippe intelligens
id quod Deus est, potest cogitare quia Deus non est: licet haec verba dicat
in corde, aut sine ulla, aut cum aliqua extranea significatione. Deus enim
est id quo majus cogitari non potest. Quod qui bene intelligit, utique intelligit
idipsum sic esse, ut nec cogitatione queat non esse. Qui ergo intelligit
sic esse Deum, nequit eum non esse cogitare. Gratias tibi, bone Domine,
gratias tibi, quia quod prius credidi te donante, jam sic intelligo te illuminante:
ut si te esse nolim credere, non possim non intelligere.
Ejusdem Beati
Anselmi Liber pro insipiente incipit.
Dubitanti,
utrum sit; vel neganti quod sit aliqua talis natura, qua nihil majus cogitari
possit: tamen esse illam, huic dicitur primo probari: quod ipse negans vel
ambigens de illa, quod dicitur intelligit; deinde, quia quod intelligit necesse est, ut non in solo intellectu, sed
etiam in re sit. Et hoc ita probatur: quia majus est esse in intellectu
et in re, quam in solo intellectu. Et si illud in solo est intellectu,
majus illo erit quidquid etiam fuerit in re, at si majus omnibus, minus
erit aliquo, et non erit majus omnibus, quod utique repugnat. Et ideo necesse
est ut majus omnibus, quod est jam probatum esse in intellectu, et in re
sit: quoniam aliter majus omnibus esse non poterit. Responderi potest, quod
hoc jam esse dicitur in intellectu meo, non ob aliud, nisi quia id quod
dicitur intelligo.
Por los
pasajes que acabo de insertar habrán podido convencerse los lectores de
que en la Iglesia Católica no estaba oprimido el pensamiento, deque los
más ilustres doctores discurrían sobre las más altas materias con justa
y razonable independencia, y que, si bien acataban profundamente la enseñanza
católica, no dejaban de explayarse, tanto y mejor que Abelardo, por el campo de la verdadera filosofía. No alcanzo que pueda
exigirse más del entendimiento humano en aquella época, de lo que encontramos
en San AnseIrro . ¿Cómo es, puses, que se han tributado tantos elogios a
Roscelín y Abelardo, y no se ha recordado el nombre del santo Doctor?
¿Por qué presentar tan incompleto el cuadro del movimiento intelectual,
no incluyendo en él una figura de formas tan colosales y tan bellas?
Para convencer de cuán falsamente afirma
Guizot que Abelardo no atacaba
las doctrinas de la Iglesia, y cuán equivocadamente refiere las causas que
alarmaron el celo de los pastores, insertamos a continuación la Epístola
de los obispos de las Galias al Papa Inocencio, en la cual se encuentra
una cumplida narración del origen y curso de tan grave negocio.
EPISTOLA
CCCLXX
Reverendissimo Patri et Domino, INNOCENTIO
Dei gratia summo Pontifici, Henricus
Senonensium Archiepiscopus,Dasrnotensis Epiiscopus, Sanctae Sedas Apostolicae
famulus, Aurelianensis, Antisiodorensis, Trecensis, Meldensis Episcopus
devotas orationes et devitam obedientiam.
Nulli dubium
est quod ea quae Apostolica firmantur auctoritate, ratta semper existunt:
nec alicujus possuent deinceps mutilari cavillatione, vel invidia depravari.
Ea propter ad vestram Apostolicam Sedem, Beatissime Pater, referre
dignun censuimus Quaedam qua nuper in nostra contigit tractari prasentia. Quae quoniam et nobis,
et multis religiosis ac sapientibus viris rationabiliter acta visa sunt,
vestrae serenitatis expectant comprobari
judicio, simul et auctoritate perpetuo roborari. Itaque cum per totam
ferie Galliam in civitatibus, vicis et castellis, a Scholaribus non solum
intra Schollas, sedetiam triviatum nec a linera tris, aut provectis tantum,
sed a pueris et simplicibus, aut
certe stultis, de Sancta
Trinitate, quae Deus est, disputaretur: insuper alia multa ab eisdem, absona
prorsus et absurda, et plane fidei Catholicae, sanctorumque Patrum auctoritatibus
obviantia preferrentur: cumque ab his qui sane sentiebant, et eas ineptias
rejiciendas esse censebant, saepius admoniti corriperentur, vehementius
convalescebant, et auctoritate magistri sui Peto Abailardi, et cujusdam
ipsius libri, cui Theologiae indiderat
nomen; necnon et aliorum ejusdem opusculorum freti, ad astruendas adinventiones
illas, non sine multarum animarum dispendio, sese magis ac magis armabant.
Qua enim et nos et alios pluses non parum moverant ac laserant; ande tamen
quaetionem facere verebantur.
Verum Dominus
Abbas Clarae-vallis, his a diversis et saepius auditis, immo certe in praetaxato
magistri Petri Theologiae libro,
nec non et aliis ejusdem libris, in quorum forte lectionem incederat, diligenter
inspectis, secreto prius, ac deinde secum duobus aut tribus adhibitis testibus,
juxta Evangelicum praeceptum, hominem convenit. Et ut auditores suos a
talibus compesceret, librosque suos corrigeret, amicabiliter satis ac familiariter
illum admonuit. Plures etiam Scholarium adhortatus est, ut et libros
venenis plenos repudiarent et rejicerent: et a doctrina, quae fidem
laedebat Catholicam, caverent et abstinerent.
Quod magister Petrus minus patienter et nimium
aegre ferens, crebro nos pulsare coepit, nec ante voluit desistere, quoad
Dominum Clara-vallensem Abbatem super hoc scribentes, assignato die, scilicet
octavo Pentecostes, Senonis ante nostram submonuimus venire praesentiam;
quo se vocabat et offerebat paratum magister Petrus ad probandas et defendendas
de quibus illum Dominus Abbas Clara-vallensis, quomodo praetaxatum est,
reprenhenderat sententias. Caeterum Dominus Abbas, nec ad assignatum diem
se venturum, nec contra Petrum sese disceptaturum nobis remandavit. Sed
quia magister Petrus interim suos nihilominus coepit undequaque convocare
discipulos, et obsecrare, ut ad futuram inter se, Dominumque Abbatem Clara-vallensem
disputationem, una cum illo suam sententiam simul et scientiam defensuri
venirent; et hoc Dominum Clara-vallensem minime lateret; veritus ipse,
ne propter occasionem absentiae suae tot profanae, non sententiae sed insaniae,
tam apud minus intelligentes, quam earumdem defensores majore dignae viderentur
auctoritate, praedicto quem sibi designaveramus die, licet eum minime suscepisset,
tactus zelo pii fervoris, imo certe sancti Spiritus igne succensus, sese
nobis ultro Senonis prae-sentavit. llla vero die, scilicet octava Pentecostes,
convenerant ad nos Senonis Fratres et Saffraganei nostri Episcopi, ob
honorem et reverentiam sanctorum, quos in Ecclesia nostra populo revelaturos
nos indixeramus, Reliquiarum.
Itaque presente
glorioso Rege Francorum Ludovico cum Wilhelmo religioso Nivernis Comite
Domino quoque Rhemensi Archiepiscopo, cum quibusdam suis suffraganeis Episcopis
nobis etiam, et suffraganeis nostris, exceptis Parisiis et Nivernis, Episcopis
praesentibus, cum multis religiosis Abbatibus et sapientibus, valdeque
litteratis clericis adfuit Dominus Abbas Clara-vallensis; adfuit magister
Petrus cum fautoribus suis. Quid multa? Dominus Abbas cum librum Theologiae
magistri Petri proferret in medium, et qua annotaverat absurda, imo haeretica
plane capitula de libro eodem proponeret, ut ea magister Petrus vel a se
scripta negaret, vel si sua fateretur, aut probaret, aut corrigeret, visus
est diffidere magister Petrus Abailardus, et subterfugere, respondere noluit,
sed quamvis libera sibi daretur audientia, tutumque locum, et aequos haberet
judices, ad vestram tamen, sanctissime Pater, appellans praesentiam, cum
suis a conventu discessit.
Nos autem,
licet appellatio ista minus Canonica videretur, Sedi tamen Apostolicae
deferentes, in personam hominis nullam voluimus proferre sententiam: Caeterum
sententias pravi dogmatis ipsius, quia multos infecerant, et sui contagione
ad usque cordium intima penetraverant, saepe in audientia publico lectas
et relectas, et tam verissimis rationibus, quam Beati Augustini, aliorumque
Sanctorum Patrum inducti a Domino Clara-vallensi auctoritatibus, non solum
falsas, sed et haereticas esse evidentissime comprobatas, pridie ante factam
ad vos appellationem damnavimus. Et quia multos in errorem perniciossimum
et plane damnabilem pertrahunt, eas auctoritate vestra, dilectissime Domine,
perpetua damnatione notari; et omnes qui pervicaciter et contentiose illas
defenderint, a vobis, aequissime Pater, justa poena mulctari unanimiter
et multa precum instantia postulamus.
Saepe dicto
vero Petro, si Reverentia vestra silentium imponeret, et tam legendi, quam
scribendi prorsus interrumperet facultatem, et libros ejus perverso sine
dubio dogmate respersos condemnaret, avulsis spinis et tribulis ab Ecclesia
Dei, praevaleret adhuc laeta Christi seges succrescere, florere, fructificare.
Quaedam autem de condemnatis a nobis capitulis vobis, Reverende Pater,
conscripta transmisimus, ut per haec audita reliqui corpus operis facilius
aestimetiss.
Véase cómo
explica San Bernardo el método y los errores del famoso Abelardo. En el
capítulo I del tratado que escribió con el título De erroribus Petri Abailardi
dice:
Habemus
in Francia novum de veteri magistro Theologum, qui ab ineunte aetate sua
in arte dialectica lusit; et nunc in Scripturis sanctis insanit. Olim
damnata et sopita dogmata, tam sua videlicet quam aliena suscitare conatur,
insuper et nova addit. Qui dum omnium qua sunt in celo sur-sum, et qua;
in terra deorsum, nihil praeter solum Nescio nescire dignatur; ponit in
coelum os suum, et scrutatur alta Dei, rediensque ad nos refert verba ineffabilia,
quae non licet homini loqui. Et dum paratus est de omnibus
reddere
rationem, etiam quae sunt supra rationem et contra rationem praesumit,
et contra fidem. Quid enim magis contra rationem, quam ratione rationem
conari transcendere? Et quid magis contra fidem, quam credere nolle quidquid
non possit ratione attingere?
Y en el
capítulo 49 recopila en breves palabras los desvaríos del dialéctico.
Sed advertite
caetera. Omitto quod dicit spiritum timoris Domini non fuisse in Domino:
timorem Domini castum in futuro saeculo non futurum: post consecrationem
panis et calicis priora accidentia quae remanent pendere in aere: daemonum
in nobis suggestiones contactu fieri lapidum et herbarum, prout illorum
sagax malitia novit; harum rerum vires diversas, diversis incitandis et
incendendis vitiis, convenire: Spiritum Sanctum esse animam mundi: mumdum
juxta Platonem tanto excellentius animal esse, quanto meliorem animam habet
Spiritum Sanctum. Ubi dum multum sudat quo modo Platonem faciat christianum,
se probat ethicum. Haec inquam omnia, aliasque istiusmodi noenias ejus non
paucas praetereo, venio ad graviora. Non quod vel ad ipsa cuneta respondeam, magnis
enim opus voluminibus esset. Illa loquor quae tacere non possum.
Cum de Trinitate loquitur, dice en la Epístola
192, sapit Arium, cum de Gratia sapit Pelagium, cum de persona Christi sapit
Nestorium.
El Papa
Inocencio, al condenar las doctrinas de Abelardo, dice: In Petri Abailardi
perniciosa doctrina, et praedictorum haereses et alia perversa dogmata
catholicae fidei obviantia pullulare coeperunt.-