Capítulo IV


El orden social de la Cristiandad


En una obra literaria medieval que lleva por nombre, Poème de Miserere, cuya autoría pertenece a Reclus de Molliens, se indica con claridad la estructuración que caracterizó a la sociedad de aquella época:
Labeur de clerc est de prier
Et justice de chevalier.
Pain leur trouvent les labouriers.
Gil paist, cil prie et cil défend.
Labor del clérigo es rezar
y justicia la del caballero;
Pan les proporcionan los que trabajan.
Uno da el pan, otro reza y otro defiende.
Un estamento que oraba, otro que trabajaba y otro que combatía defendiendo la justicia. En esta constitución tripartita se reconocía la fórmula ideal de la sociedad medieval, tan semejante al organismo humano, que posee, también él, una cabeza, un corazón y diversos miembros. Era un sistema armonioso de distribución de fuerzas.
En otro poema del mismo autor, el «De Carité», se afirma algo semejante, si bien señalándose mejor el papel complementario de los tres estamentos:
L’épée dit: G’est ma justice
Garder les clercs de Sainte Eglise
Et ceux par qui viande est quise.
Oficio mío es, dice la espada,/ Proteger a los clérigos de la Santa Iglesia/ Y a aquellos que procuran el sustento.
Analicemos cada uno de los niveles.

I. Los que oran
En la cumbre de la pirámide social de la Edad Media se encontraba el estamento eclesiástico –«labeur de clerc»–, porque decía relación con el orden superior, el orden sobrenatural, constituyendo una suerte de puente entre la tierra y el cielo. Expondremos el papel de este estamento en el contexto más general del modo como en aquella época se entendía la vida espiritual.


1. La Edad Media: una época religiosa


Durante los 300 años de su transcurso, la Edad Media conoció etapas muy diversas. Sin embargo los cambios que dichas etapas implicaban jamás menoscabaron la unanimidad de la fe, que siempre siguió siendo un dato indiscutido. Y conste que se trataba de una fe que no se restringía al plano meramente cerebral sino que imbuía casi con naturalidad todas las facetas de la actividad humana. Como dice Daniel-Rops, «nada se hizo entonces en la tierra que no tuviera, directa o indirectamente, a Dios como fin, como testigo o como juez» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 44).
Por cierto que en aquellos tiempos se cometieron muchos pecados. Nada seria más erróneo que ver en la Edad Media una época poco menos que edénica, donde nadie se salía del carril de los mandamientos. La verdad es que se pecaba grave y conscientemente. ¿No resulta ello incoherente con un espíritu de fe tan invasor como el que caracterizó a la Edad Media? ¿Cómo las costumbres estaban tan poco acordes con la fe? Fue, sin duda, una deficiencia responsable. Sin embargo, hay que notar algo fundamental, que diversifica aquel período del nuestro. Y es que aquellos hombres, cuando se comportaban mal, sabían lo que estaban haciendo, sabían que lo que hacían era una falta. Nadie por aquel entonces hubiera podido imaginar el error más grave del mundo moderno, que es no ya el de combatir a Dios, negando su soberanía y su dominio, sino el de marginarlo, el de pensar y comportarse como si El no existiera. Entonces Dios no era algo muerto, era una realidad, algo tan vivo y real como los que lo ofendían.
Interesante a este respecto el juicio de Charles Péguy sobre el mundo de nuestro tiempo. Escribiéndole a un amigo le decía que tanto la existencia del pecador como la del santo son propias de una época cristiana; son dos creaciones, dos inventos del cristianismo. Decir que el mundo de hoy se ha descristianizado, no quiere decir que la santidad haya quedado sepultada bajo el número ingente de los pecados. Eso sería insignificante. Eso no sería más que un mal cristianismo, un mal siglo cristiano, como tantos otros. Por lo demás, siempre el contingente de los santos fue exiguo en comparación con los pecadores. Pero lo que ya no es para nada normal, lo que constituye precisamente el drama de nuestro tiempo, es que nuestras miserias ya no son cristianas. Mientras la gente sabía que los pecados eran pecados, había una salida, había, por así , decirlo, materia para la gracia. En cambio hoy no es así. El mundo se ha vuelto perfectamente descristianizado, totalmente acristiano: ya no se alaba públicamente la santidad, y ya no se sabe lo que es el pecado. (El texto completo de esta carta puede verse en «Esquiú» 23 de diciembre 1990, 6-11).
La Edad Media valoraba la santidad y no justificaba el pecado. O mejor, vivía con cierta naturalidad el orden sobrenatural. Esta aceptación de lo sobrenatural, este vivir en ese orden como el pez en el agua, es una de las características más típicas del hombre medieval, que le permitíó desarrollarse sobre la base de certezas, y no de meras opiniones, y emprender grandes acciones, seguro de que podía superarse siempre más. Asimismo hizo que su vida se desarrollase en una atmósfera de poesía y de asombro, caldo de cultivo de la inspiración artística que en tan alto grado resplandeciera en la Edad Media. Pero dicha manera de encarar la existencia no estuvo exenta de peligros, porque no siempre se supo distinguir adecuadamente entre lo que era de veras sobrenatural y lo que aparecía como maravilloso a la imaginación. De la inclinación a creer en el contenido de la fe se pasaba fácilmente a la credulidad en tradiciones cuyo origen era con frecuencia sospechoso, ya las que la Iglesia jerárquica no reconocía fundamento alguno, por ejemplo, en leyendas relativas a la infancia de Jesús, al estilo de los evangelios apócrifos, o en milagros no pocas veces estrafalarios que se atribuían con excesiva ingenuidad al poder de los santos.
De esta forma, el sentido auténtico de lo sobrenatural se mezcló en ocasiones con la credulidad popular y la tendencia a lo maravilloso. Hoy ello se nos hace extraño, en una época tan racionalista como la nuestra, pero aquellos hombres eran más sencillos y tendían a creer en lo que se les decía. Un ejemplo de esta mixtión es claramente advertible en el culto de las reliquias, cosa tan loable y tan recomendada por la Iglesia desde los primeros siglos. Todo el mundo estaba en pos de reliquias. Pero, ¿quién garantizaba la autenticidad de las mismas? A decir verdad, esta preocupación no les hacía perder el sueño, lo que aprovechaban algunos vivillos, que siempre los hay, para poner a disposición de los fieles, a buen precio, por supuesto, cestos de la multiplicación de los panes, o algunas gotas de sudor de Cristo en el Huerto… Como era de esperar, la Iglesia denunció reiteradamente semejantes fraudes, pero el pueblo simple no se conmovía demasiado por tales advertencias.
El espíritu religioso lo invadía todo. El almanaque civil era casi un calendario eclesiástico, un elenco de las fiestas y santos de la Iglesia. No se decía «el 11 de noviembre» sino «el día de S. Martín». Los domingos eran designados con la primera palabra del introito de la Misa del día: el domingo de Lætare, de Quasimodo, etc. Para el pueblo, el año nuevo comenzaba no el 1º de enero sino en Navidad y Epifanía, cuando se concluían los trabajos y se terminaba de levantar las cosechas. La llegada de la primavera lo señalaba el día de Pascua –como se sabe, por la diferencia de hemisferios, la Pascua en Europa coincide con la primavera–, primavera natural y sobrenatural, resurgir de la naturaleza y resurrección del cuerpo de Cristo. Las fiestas de Todos los Santos y de Todos los Difuntos indicaban la llegada del fin del año, y entonces la Iglesia, acompañando el declinar de la naturaleza, incluía en su liturgia reflexiones diversas sobre la precariedad de la vida humana y la gloria reservada al que perseveraba en la fe.
Más allá de todas las limitaciones, la Edad Media fue indudablemente una época gloriosa de santidad, cuyos frutos germinaron a todo lo largo y ancho de la Cristiandad. Hubo santos que huyeron del mundo haciéndose eremitas, o que se santificaron en él. Hubo santos en todos las países, en todos los estratos y ambientes de la sociedad, entre los sacerdotes y monjes, obispos y Papas, pero también entre los laicos, reyes, príncipes, artesanos y labradores.

2. Cinco características de la espiritualidad medieval


No es fácil sistematizar las principales manifestaciones del espíritu religioso que distinguieron a los hombres de la Cristiandad. Hagamos el intento.


a) La impronta escriturística


Contrariamente a lo que generalmente se cree, la Edad Media tuvo predilección por la Sagrada Escritura. Es cierto que en aquel entonces no serían muchos los que la habrían leído íntegramente, pero la lectura no es el único modo de acceder al contenido de un libro. El hecho es que la Biblia fue entonces conocida, al menos en sus líneas generales, con mucha mayor amplitud y profundidad que en nuestros días. Especialmente se frecuentó el Evangelio y, consiguientemente, los principales hechos de la vida de Cristo. Pero también se conoció el Antiguo Testamento, considerado cual preludio del Nuevo, según la manera como lo habían interpretado los Padres de la Iglesia, que veían en la vieja alíanza la prefiguración y anuncio profético de la nueva. A la luz del Nuevo Testamento los cristianos penetraron en el misterio de la Iglesia y su culminación en el Apocalipsis.
La mejor prueba del modo como los cristianos de la Edad Media entendían la Sagrada Escritura nos lo proporcionan la escultura y los vitrales de las catedrales, que en aquella época eran como las casas del pueblo. Según veremos en conferencias ulteriores, la distribución de las imágenes en las catedrales supone una mente ordenadora y teológica. Pero, como bien ha escrito Daniel-Rops: «¿Para qué iban los maestros constructores a haber multiplicado las páginas de aquellas “Biblias de piedra”, de aquellos Evangelios transparentes, si los usuarios del edificio no hubieran visto en todo ello más que jeroglíficos?, Se ha dicho que la catedral ‘hablaba al analfabeto’; pero hay que admitir que éste era capaz de entender su lenguaje» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 60).
Por cierto que la Sagrada Escritura era conocida y estudiada con más profundidad en las Universidades y Facultades de Teología. No deja de resultarnos admirable el grado en que los hombres más intelígentes la asimilaban hasta citarla con una facilidad que nos resulta pasmosa, como por ejemplo S. Bernardo, quien en sus escritos y sermones no sólo pasaba con toda naturalídad de los tipos y figuras del Antiguo Testamento a las realidades del Nuevo, sino que hasta su mismo estilo estaba profusamente impregnado de giros bíblicos. Asimismo la Escritura era ampliamente conocida en los conventos donde, ya desde los tiempos de S. Benito, la lectio divina, en que la Escritura constituía lo principal, había de ocupar una buena parte de la jornada del monje. Pero lo que acá queremos recalcar es hasta qué punto ese conocimiento no quedó encerrado en los claustros universitarios y en los monasterios, sino que se proyectó a la generalidad de los fieles, informando su espiritualidad.


b) El culto a los santos


La segunda nota de la religiosidad medieval es el culto de los santos, que fue cobrando gran importancia en el transcurso de aquella época. Dicho culto no fue, por cierto, un invento del Medioevo, ya que provenía de los primeros siglos del cristianismo, pero entonces alcanzó una magnitud impresionante. Como lo hemos señalado, a veces se dejó contaminar por la credulidad y la superstición. Pero ello no obsta a que valoremos lo que tenía de positivo. «El, hombre de la Edad Media se sentía humilde e inerme ante el Eterno –escribe Daniel-Rops–, y experimentaba así la necesidad de colocar entre el Todopoderoso y él, unos intermediarios, unos hombres como él que hubieran conquistado el cielo levantando hasta la perfección su propia naturaleza. Ese deseo del alma que Nietzsche formuló en aquellos términos célebres: “el hombre es algo que quiere ser superado”, lo acalló el cristianismo de la Edad Media admirando a los Santos, lo que sin duda vale más que idolatrar a los campeones de boxeo ya los artistas de cine» (ibid., 61.) En cierto modo, cada uno es lo que admira.
Los hombres de esa época unían con toda naturalidad las vidas de los santos a la Escritura tan amada. Para ellos, según observa el mismo Daniel-Rops, la historia de los grandes hombres y mujeres que habían servido a Dios hasta el heroísmo de la santidad, fue la tercera parte de un tríptico, cuyas dos primeras eran el Antiguo y el Nuevo Testamento (cf. ibid.) Tal aserto encuentra una confirmación en las esculturas de los pórticos de las catedrales, así como en los vitrales, donde se los ve mezclados familiarmente con los grandes personajes de la Sagrada Escritura. Algunas crónicas que relataban las vidas ejemplares de los santos eran leídas en el marco de la liturgia, pero muchas otras pertenecían al repertorio de los juglares y trovadores al mismo título que los Cantares de Gesta.
Cada nación, cada provincia, cada ciudad, tenía sus propios santos. Cada época del año, su santo especialmente venerado. Cada oficio contaba con la protección de un santo «patrono». Cada necesidad, con su especial intercesor.
c) La devoción a la humanidad de Cristo
Podríase decir, en términos muy generales, que si el primer milenio del cristianismo insistió más en la divinidad de Nuestro Señor, el segundo se inauguró predileccionando su naturaleza humana. Un autor llegó a decir que la gran novedad de la Edad Media fue la inteligencia y el amor, o, por mejor decir, la pasión por la humanidad de Cristo. Quizás este cambio de acentuación encuentre su origen en S. Bernardo. El Verbo encarnado ya no será el Pantocrátor del arte bizantino sino un Cristo más cercano, más aproximado al hombre, sin por ello obviar su divinidad. Desde entonces se iban a enfocar con predilección todos los aspectos humanos del Señor, para analizarlos en los libros y predicarlos en los sermones. De este tiempo es la costumbre del pesebre, instaurada por S. Francisco, y la consiguiente veneración del Niño recién nacido, del que S. Bernardo evocaría con ternura incluso sus pañales; se honró al Niño de Nazaret, sobre quien S. Elredio de Rieval escríbió un tratado. Y especialmente se meditaron los misterios dolorosos del Señor, su agonía en el Huerto, los detalles de su Pasión, su muerte. Incluso ciertos estudiosos han creído descubrir en algunos discípulos de Bernardo el origen remoto de la devoción al Sagrado Corazón.
El despliegue de la devoción a la humanidad de Cristo trajo consecuencias en diversos campos. Por ejemplo en la liturgia, donde se fomentó la adoración a la Hostia consagrada, signo visible del Cristo inmolado, rodeándola de piedad y de fervor; con motivo del milagro de Bolsena, se instituyó la fiesta de Corpus Chrísti, para la que Sto. Tomás escríbió el texto de la Misa y del Oficio Divino, que incluye obras maestras de la poesía medieval como el Lauda Sion, el Adoro te devote, el Pange lingua, y otros textos igualmente sublimes; asimismo a raíz de aquel milagro se edificó esa joya rutilante que es la catedral de Orvieto, con el deseo de que sirviese de relicario grandioso para los paños y objetos sagrados tocados por la Sangre de Cristo.
El culto de la humanidad de Jesús se reflejó también en el arte. Fue la causa de que en cada catedral se dedicase al Verbo encarnado una de las fachadas. En la Portada Real de Chartres, por ejemplo, la imagen de Cristo como Señor ocupa el centro, rodeado por las representaciones de los misterios de su Encarnación y Glorificación.

d) El culto a Nuestra Señora


La devoción a la Santísima Virgen conoció durante la Edad Media un auge extraordinario. Si se buscaban intercesores, ¿quién podía interceder mejor que la Madre del Verbo encarnado? Su culto estuvo estrechamente asociado al de Jesús. «Toda alabanza de la Madre, pertenece al Hijo», predicaba S. Bernardo.
Fue en esta época cuando se escribieron los antífonas marianas Alma Redemptoris Mater, Ave Regina coelorum, así como la Salve Regina –según algunos, compuesta por el obispo de Puy, Ademaro de Monteil, uno de los que encabezaron la primera de las Cruzadas–, que los guerreros cristianos entonaron al ocupar Jerusalén. Fue asimismo durante el Medioevo que los cistercienses introdujeron la costumbre de llamar a María «Nuestra Señora», quizás por influjo del vocabulario de la Caballería. Fue el tiempo en que trovadores y juglares cantaban por doquier los milagros atribuidos a la Santísima Virgen. Fue también la época en que el Ave María empezó a difundirse entre los cristianos y en que pronto se instauraría la práctica del Rosario. Se buscaron en el Antiguo Testamento las figuras que profetizaban la suya, viéndosela sobre todo como la segunda Eva –Eva se hizo Ave–, la verdadera «madre de los vivientes». Se cantó a la Virgen de la Navidad, reclinada cabe su Hijo recién nacido, pero también se la contempló junto a la cruz, de pie, como la Virgen de los Dolores, la Madre del Stabat Mater.
Según era de esperar, este fervor se reflejó igualmente en el campo del arte. Fueron innumerables las iglesias que llevaron el nombre de la Virgen, por ejemplo en Francia las llamadas «Notre-Dame» (de París, de Chartres, de Amiens, etc.). La Virgen compareció en las fachadas de las catedrales, en las esculturas de los pórticos y en los tímpanos, cada vez con más frecuencia, primero con su Hijo, luego sola, e incluso «en Majestad», actitud reservada anteriormente a sólo Cristo. El culto mariano dio al cristianismo medieval un toque de ternura que constituye uno de sus aportes más admirables*.
*Para ampliar el análisis de estas notas de la espiritualidad medieval, cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 59-67.


e) El ansia de peregrinaje


Señala R. Pernoud una suerte de paradoja que caracterizó a la Edad Media, el encuentro misterioso de dos polos aparentemente contrarios, es a saber, el apego al solar y el ansia de peregrinación. Como ya lo hemos señalado, en aquel tiempo los hombres echaban raíces profundas en el hogar, la familia, la parroquia, el terruño, la profesión que ejercían. Y, con todo, esos seres remachados al suelo, estuvieron en perpetuo movimiento. La Edad Media fue testigo de los más grandes desplazamientos de multitudes, de la circulación más intensa que los siglos hayan conocido, exceptuado quizás el nuestro. El Medioevo es, a la vez, una época en que se construye y una época en que se viaja, dos actividades que a primera vista parecen absolutamente inconciliables, y que sin embargo coexistieron con total naturalidad (Lumière du Moyen Âge, 254-255).
La tendencia a la movilidad de los cristianos quizás tenga que ver con el carácter de la Iglesia como «peregrina» en este mundo. Sea lo que fuere, lo cierto es que la Edad Media estuvo signada por la actitud de búsqueda, de «demanda», que fue uno de los asuntos más cautivantes de la literatura de la época, la obsesión de la partida en orden a encontrar un tesoro escondido, el ansia del descubrimiento, la prosecución de la dama con la que soñaban los caballeros andantes, el tema del paraíso perdido, del «gesto clave» que cumplir. El Grial, ese cáliz de una materia desconocida a los mortales, que muchos buscan, pero que sólo un corazón puro será capaz de encontrar, sigue siendo una de las aventuras más seductoras de la Edad Media (cf. R. Pernoud, op. cit., 167-168).
Quizás debamos incluir en este contexto la gran experiencia medieval de las peregrinaciones. Resulta hoy difícil imaginar aquellos inmensos desplazamientos, aquellas impresionantes multitudes que se lanzaban por los caminos de la peregrinación. La Roma del primer «Año Santo» de la historia, vio pasar por sus calles más de dos millones de peregrinos... ¿Por qué se hacía una peregrinación? Las razones eran diversas. Había quienes esperaban de Dios alguna gracia especial, por ejemplo la salud, si se trataba de un enfermo. Otros porque deseaban que Dios se apiadase de ellos y les perdonase un gran pecado. Otros porque el confesor se la había impuesto a modo de penitencia. O simplemente para expresar su fe o su devoción. No siempre las rutas ofrecían seguridad; con frecuencia hacían su aparición grupos de bandoleros que desvalijaban a los pobres peregrinos. Justamente para la defensa de los mismos surgirían diversas Ordenes Militares dedicadas a la custodia de los caminos. Generalmente a lo largo de la ruta los peregrinos iban encontrando albergue en las abadías y hostales construidos especialmente para ellos. Casi todos iban a pie, pocos a caballo o en burro. A veces se les agregaban algunos juglares, cuyas voces alternaban con los cantos religiosos de la multitud. Cada tanto los peregrinos se detenían. Habían llegado a tal o cual santuario, ya que los grandes caminos estaban jalonados por lugares que cobijaban reliquias de santos, o que conservaban recuerdos de alguno de ellos, curiosamente mezclados con los de los héroes, a veces legendarios, de los Cantares de Gesta.
Tres fueron los centros principales. El primero, como es obvio, Jerusalén. La costumbre de peregrinar hasta esa ciudad santa la inauguró S. Elena, la madre de Constantino, en el siglo IV, y desde entonces el flujo nunca se detuvo. Los que allí acudían fueron llamados «Palmeros», porque se cosían al cuello la imagen de una palma. El segundo fue Roma, más cercana que aquélla, pero igualmente meritoria, cuya importancia fue siempre creciendo en la Edad Media. Los que a ella se dirigían eran llamados «Romeros», y su peregrinación «romería», palabra que luego serviría para designar cualquier tipo de peregrinaje. Y finalmente Compostela, lugar que rivalizaba en atractivo con los otros dos. Dante llegó a decir que «en sentido estricto, se entiende por peregrino el que va a la Casa de Santiago». Explayémonos un tanto sobre este lugar de peregrinación, ya que es fundamental en la historia de nuestra Madre Patria. Según la tradición, en el año 45 atracó en las costas de Galicia una barca, donde siete discípulos de Santiago, que habían evangelizado España juntamente con él, llevaban los restos del apóstol, decapitado en Jerusalén, para que pudiesen reposar allí, santificando para siempre la tierra de su apostolado. Con el tiempo fue desapareciendo la memoria precisa del lugar donde había sido enterrado, hasta que un ermitaño, iluminado por una estrella, logró encontrarlo. Era el Campus Stellæ, el campo de la estrella, Compostela. El apóstol Santiago tuvo mucho que ver con la historia de España. Según las viejas crónicas se habría aparecido durante la batalla de Clavijo, para cargar contra los árabes a la cabeza de los ejércitos cristianos, por lo que fue llamado «Matamoros». El hecho es que los peregrinos a Compostela –que recibían el nombre de «Jacobitas», ya que Santiago se dice Iacobus en latín– fueron siempre numerosísimos durante la Edad Media, y dicha peregrinación tuvo, como el santo que la provocaba, no poco que ver con la Reconquista de España. «Santiago y cierra España», tal era el grito de batalla. Pareció natural que en las iglesias que jalonaban el camino se representase al santo con el atuendo de un soldado. Ni era raro que el peregrino se convirtiese en cruzado.
Junto a estos tres grandes centros, hubo otros de menor importancia: en Tours, la tumba de S. Martín; en Normandía, el Mont-Saint-Michel, cuyos peregrinos eran llamados «Migueletes»; y en tantos lugares, diversos santuarios de la Virgen.
En fin, la Cristiandad vivió en movimiento. Aquel caminar por Dios y por la fe es una muestra del carácter de la piedad medieval, con su nostalgia de lo infinito, su impaciencia de los límites. En una obra reciente se ha podido demostrar cómo el Dante, que tanto propició las grandes peregrinaciones de la Edad Media, compuso la Divina Comedia al modo de una magna peregrinación a través de los distintos estados del alma humana. También las cruzadas, se agrega en dicha obra, fueron una forma de peregrinación, de sublimación de la idea del homo viator, donde las imágenes de la Jerusalén terrestre y la Jerusalén celestial conocieron una curiosa simbiosis (cf. E. Mitre Fernández, La muerte vencida. Imágenes e historia en el Occidente medieval (1200-1348), Encuentro, Madrid, 1988, 77-80.139).
* * *
Tales fueron las características más salientes de la religiosidad medieval. Seríamos injustos si no señaláramos también sus principales falencias. La Edad Media sufrió, y de manera prolongada, el embate de dos recalcitrantes tentaciones: la de la carne y la del dinero. En el umbral del siglo XIV, es decir, al término de aquella edad, se seguía fustigando exactamente los mismos pecados que S. Bernardo denunciara en el siglo XII, y los Santos Francisco y Domingo en el siglo XIII. Basta con abrir la Divina Comedia para tener una recapitulación de esas críticas; el Dante pobló el Infierno y el Purgatorio de Cardenales «a quienes hay que llevar, de tanto como pesan», de «lobos rapaces con hábitos de pastores» y de clérigos impúdicos. Pero aun cuando estas defecciones resultan innegables, también hay que reconocer una permanente y retornada voluntad de reforma, sobre todo de parte de los santos, quienes no dudaron en levantarse con intrépida indignación contra los vicios que mancillaban a la Esposa de Cristo.

3. El florecer de las Órdenes Religiosas


Resulta realmente prodigioso el resurgimiento de viejas Ordenes y la aparición de nuevas familias religiosas de toda índole.


a) Órdenes Monásticas


Ya hemos destacado el valor, no sólo espiritual sino también cultural, de las grandes Ordenes antiguas, sobre todo de la fundada por S. Benito. Desde el comienzo, la abadía benedictina tomó la forma de un pequeño estado que podía servir de paradigma a la nueva sociedad cristiana que surgió luego del desastre ocasionado por las invasiones bárbaras.
En el curso de la Edad Media dos fueron las grandes Ordenes Monásticas que brillaron en Occidente. La primera de ellas fue la Orden benedictina, que multiplicó sus monasterios por toda Europa, siempre en fidelidad a la regla que el gran patriarca del monacato, S. Benito, escribiera en Monte Cassino; y la segunda, la Orden del Cister, aparecida en el siglo XII, que recibió un decidido impulso merced al espíritu ardiente de S. Bernardo. El crecimiento de las Ordenes Monásticas fue impresionante. Cluny, monasterio benedictino fundado a comienzos del siglo X, cuya influencia se extendería a toda la Iglesia, contaba en 1100 con 10.000 monjes y 1450 casas. El Cister, en menos de 50 años, agrupó 348 monasterios, y el biógrafo de S. Bernardo no exageraba al decir que el gran Abad se había convertido «en el terror de las madres y de las esposas, pues, allí donde hablaba, todos, maridos e hijos, se encaminaban al convento».
Como dijimos más arriba, el monasterio era una pequeña ciudad, con su sala capitular, el claustro, el scriptorium, las celdas o dormitorios, el comedor, la hospedería, la enfermería y las dependencias donde se conservaban los productos agrícolas cosechados. En torno a él vivía una especie de «familia», una verdadera ciudad monástica, integrada por los que administraban las tierras de la abadía o trabajaban en ella, cuyas casas circundaban los edificios conventuales, dando origen a verdaderas aldeas. Todos vivían muy cerca del convento, si bien una «clausura» los separaba de la Comunidad, a fin de que la intimidad y el recogimiento de los monjes no se viesen turbados.


b) Órdenes Canonicales


También durante la Edad Media aparecieron diversas comunidades de Canónigos Regulares. Tratábanse de grupos de presbíteros o colegios de sacerdotes, que se instalaban junto al Obispo para asegurarle la continuidad en la recitación del Oficio Divino y ayudarlo en su gestión pastoral.
Es cierto que el origen de tales instituciones se remonta a la época carolingia. Pero como con el correr de los siglos se habían introducido diversos abusos, los mejores de entre ellos quisieron ahora volver a las fuentes. Y la fuente principal fue nada menos que S. Agustín, el primero que, en Tagaste, y luego en su sede episcopal de Hipona, se había rodeado de sacerdotes que no sólo colaboraban con él sino que llevaban vida comunitaria y religiosa, según una Regla que el mismo santo había redactado para ellos. Sobre la base del retorno a los remotos orígenes agustinianos, nacieron diversas Ordenes de este tipo, por ejemplo, los Canónigos del Gran San Bernardo, fundados por S. Bernardo de Menthon (923-1008), la Congregación de San Rufo, iniciada, por Benito, obispo de Aviñón (1039-1095), y algunas otras, en diferentes ciudades. Quien más se destacó en este emprendimiento fue S. Norberto (1085-1134), el cual fundó la famosa Orden de los Premonstratenses.


c) Órdenes Mendicantes


Hubo quienes prefirieron renunciar a la paz de los claustros monásticos para lanzarse más directamente a las lides apos-tó1icas. Así creyó entenderlo S. Domingo de Guzmán (1170-1221), hijo de un noble de Castilla, quien siendo sacerdote había recorrido el sur de Francia predicando contra la herejía de los Albigenses. Fundó entonces la Orden de Predicadores, cuyos miembros se dedicarían no sólo a la contemplación sino también al apostolado, principalmente intelectual y de predicación. De dicha Orden saldrían Sto. Tomás, S. Raimundo de Peñafort, Eckhardt y tantos otros grandes.
La Orden iniciada por S. Domingo ejerció un influjo considerable en la vida religiosa y cultural de la época. Sin embargo mayor aún fue la influencia que tuvo otro gran fundador, S. Francisco de Asís (1182-1226), creador de la Orden de los Hermanos Menores, difundiendo en el ambiente la piedad evangélica y la devoción a la humanidad de Jesús, tan propias de su espiritualidad. También de esta Orden salieron grandes teólogos, como S. Buenaventura; con todo S. Francisco predileccionaba el corazón y la experiencia personal. Los dominicos polemizaron eficazmente con los cátaros, desdeñadores de la materia; pero Francisco, al rehabilitar el valor de lo tangible, destruyó el catarismo en su raíz, siendo quizás su cántico de las creaturas el que logró sobre esa herejía la victoria decisiva. Lo que Domingo alcanzó con su teología, Francisco lo obtuvo con su cántico (cf. G. Duby, Le temps des cathédrales, Paris, 1976, 178). Dante se refirió a ambos en la Divina Comedia. En el canto XI del Paraíso puso en boca de Sto. Tomás el elogio de S. Francisco: «fu tutto serafico in ardore», así como de S. Domingo: «per sapienza in terra fu / di cherubica luce uno splendore»...
Tanto la Orden de S. Domingo como la de S. Francisco tuvieron gran afluencia de candidatos. En 1316, los franciscanos contaban con 1400 casas y más de 30.000 religiosos; los dominicos, en 1303, con 600 casas y 10.000 frailes.
Junto a estas dos grandes Ordenes, surgieron otras, dado que algunas Ordenes monásticas fueron convertidas en mendicantes. Así los Carmelitas, al advertir que su presencia en Tierra Santa se hacía prácticamente imposible a causa de los turcos, se expandieron por Europa como «Tercera Orden Mendicante». Y también los Agustinos, bajo cuyo nombre el Papa unió a diversos grupos que seguían la regla de S. Agustín.
Los Mendicantes no limitaron su actividad a sólo Europa, sino que se lanzaron también a las misiones extranjeras. Entre estos misioneros se destaca la figura de S. Jacinto, notable dominico que se dirigió hacia el este, instalándose en Kiev, en 1222, de donde tuvo que partir hacia el sur de Rusia y Ucrania, preparando allí las bases de lo que con el tiempo seria la Iglesia Uniata Ucraniana. La Iglesia medieval entró asimismo en contacto con los mogoles. Lo hizo a través de un doble conducto: el de la diplomacia, sobre todo por medio del rey S. Luis, cuya idea era entablar un acuerdo con los mogoles, algunos de los cuales eran cristianos, si bien herejes, frente al enemigo común, el Islam; y el apostólico, llevado a cabo por un grupo de hermanos franciscanos que, partiendo de Constantinopla, se internaron en el corazón de Asia hasta llegar a la corte del Khan, en Karakorum. De esta época son también los aventurados viajes de Marco Polo quien, como se sabe, llegó hasta la China.
Asimismo fueron numerosos los religiosos mendicantes que se dirigieron al Africa del Norte, especialmente los franciscanos, siguiendo el ejemplo de su padre y fundador, quien ya había ido allí con varios de sus primeros compañeros. Más tarde acudieron también los dominicos, algunos de los cuales morirían mártires. Comprender al Islam no era tarea fácil. Ni bastaba el entusiasmo apostólico. Era preciso ciencia y sabiduría. Así lo entendió una de las personalidades más apasionantes de toda la historia de las misiones en la Edad Media: Raimundo Lulio (1235-1316). Detengámonos un tanto en esta figura excepcional, quien juntó de manera admirable una notable inteligencia, gracias a la cual pudo penetrar en el alma del Islam, con una generosidad ilimitada, que lo condujo casi hasta el martirio.
La vida de Raimundo fue una verdadera epopeya. Aquel catalán era un hombre de hierro. Siendo joven había llevado una vida muy poco edificante, hasta que un día, sintiendo que Dios lo había «herido», se convirtió, entregándose a su servicio, como terciarío franciscano. Desde hacía mucho que conocía bastante bien a los musulmanes; había alternado con muchos de ellos, aprendiendo su lengua con tanta perfección que estaba en condiciones de escribir en árabe. Ahora que se había convertido concibió un plan grandioso, con varias etapas: ante todo se dedicaría a formar misioneros en institutos donde se les enseñara las lenguas del lugar, luego redactaría compendios de la fe cristiana en los idiomas de los pueblos que habían de ser evangelizados, y por fin se expondría él mismo al martirio, ofreciendo así a los infieles el testimonio supremo de la caridad.
Año tras año, insistió ante los Reyes y los Papas en favor de su plan. Algunos atendieron su propuesta, como el rey Jaime de Cataluña, quien creó un Colegio especial para formar un grupo de Hermanos Menores de acuerdo al proyecto de Lulio. Asimismo París, Oxford, Bolonia y Salamanca resolvieron crear en sus Universidades cátedras de árabe, gríego, hebreo y caldeo. Habiendo logrado todo esto, Raimundo pensó que sólo le restaba dar el testimonio anhelado.
Y así se embarcó para Túnez. Había allí algunos cristianos, especialmente comerciantes. Pero él quería ir a los árabes. Vestido como un sabio del Islam, comenzó a mezclarse con las muchedumbres, que en las esquinas de las calles y en las plazas, se agolpaban en torno a los juglares o predicadores, según la milenaria tradición oriental. Durante varias semanas se comportó de este modo, no perdiendo ocasión alguna para predicar el Evangelio. Hasta llegó a entablar controversias con los sabios musulmanes en sus propias escuelas. Pero un día fue denunciado como cristiano a las autoridades; llevado ante el tribunal, y acusado de blasfemo, fue condenado a muerte. ¿No era eso lo que había buscado? Sin embargo Dios no lo quiso así. Un poderoso personaje de Túnez que lo había conocido, abogó en su favor, salvándole la vida. Lo cual no le evitó ser terriblemente azotado, tras lo cual fue expulsado, arrojándosele a un barco genovés que estaba a punto de zarpar. Pero Lulio era indomable, y apenas llegada la noche, se tiró al agua, y nadó hasta la costa, decidido a reanudar su tarea de evangelización.
No tenemos tiempo para detallar lo que luego sucedió. Sólo digamos que muchos le aconsejaron desistir de su empresa, y dedicarse a predicar en las Baleares y en España, donde había tanto por hacer. Pero él se negó una y otra vez, convencido de que Dios lo quería en el Africa. Estaba ya muy avejentado, y sin embargo mostraba cada vez menos «prudencia», hasta el punto de atacar públicamente la doctrina de Mahoma en las plazas y en las calles. Se diría que tenía urgencia por ser martirizado. Fue nuevamente detenido, mas esta vez lo salvaron de la muerte algunos comerciantes genoveses y catalanes. Tras seis meses de arresto, las autoridades ordenaron su expulsión. Pero pronto retornó, dedicándose ahora a escribir tratados sobre la religión islámica y la manera de rebatir la doctrina musulmana. Por fin, en 1316, el populacho, amotinado por un controversista enemigo, se abalanzó sobre él. lo molió a palos, y lo dejó por muerto. Los genoveses lo cargaron en un navío. Lleno de pesar por no poder dar su vida en la tierra de sus sueños, murió cuando Mallorca aparecía en el horizonte. Nos hemos detenido en la figura de Raimundo, a quienes llamaron «Raimundo el Loco», el «Doctor Iluminado», «el Loco de Dios», porque nos parece encantadora. Y porque es de nuestra misma sangre.

d) Órdenes Redentoras


Aparecieron asimismo Ordenes de talante heroico, cuyos miembros se ofrecían voluntariamente para ser enviados a los países musulmanes, ocupando el puesto de tal o cual cautivo cristiano, lo cual, como es evidente, entrañaba gravísimos peligros. Así, en 1240, S. Ramón Nonato fue martirizado por el rey de Argel. La primera Orden de este estilo fue la de los Trinitarios, creada en 1198 por S. Juan de Mata y S. Félix de Valois, cuya vocación específica era liberar a los cristianos cautivos del Islam.
Poco después, en 1223, aparecieron los Mercedarios: por iniciativa de S. Pedro Nolasco y S. Raimundo de Peñafort, quienes introdujeron en su regla el voto de sustituirse a los cautivos. Desde su fundación hasta la Revolución francesa estas dos Ordenes liberaron más de 600.000 cautivos, entre los cuales figuraría el inmortal Cervantes.
e) Órdenes Militares
Bástenos aquí con mencionarlas, ya que de ellas algo diremos al tratar de la Caballería.
* * *
Todas estas Ordenes apuntaban a fines diversos. Así como sobre un mismo paisaje grandes pintores pueden componer cuadros sumamente diferentes, en torno al tema único del amor de Dios se desplegó un amplio abanico de actitudes espirituales. Un benedictino, un cisterciense, un franciscano, un dominico, un mercedario, no siguieron, por cierto, los mismos caminos. El hijo de S. Benito, trataba de santificarse por la obediencia a la Regla, el culto divino, la oración, la lectio sacra, el trabajo y el amor a la belleza puesta al servicio de Dios. La reforma del Cister implicó una contemplación más intensa y prolongada, un mayor espíritu de mortificación, más tiempo dedicado al trabajo manual, y predileccionó el despojo por sobre la belleza formal, pero lo que de severo hubo en aquella espiritualidad quedó compensado por la inclinación de la misma hacia la humanidad de Cristo y hacia la Virgen María. Asimismo hubo diferencias entre las dos grandes Ordenes que surgieron a comienzos del siglo XIII, no obstante llamarse ambas «mendicantes». Los hijos de S. Francisco acentuaron el espíritu de pobreza absoluta, juntamente con un amor delicado a Jesucristo y una actitud de admiración frente al mundo creado. La espiritualidad de los dominicos, en cambio, se orientó con preferencia hacia la contemplación y la especulación teológica, cuya abundancia estaría en el origen de la actividad apostólica. La actitud de los mercedarios expresó el tema del amor de Dios desde el punto de vista de la dación personal –canje heroico– por aquellos en favor de los cuales Cristo había derramado su sangre, haciéndose así cautivos en el Señor (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 56-57).

4. San Bernardo, motor inmóvil del Medioevo


Antes de dar por terminada la presente conferencia, presentemos una figura paradigmática de santo medieval, el arquetipo del estamento de los «orantes», tal cual lo concibió la Cristiandad, S. Bernardo de Claraval.


a) La persona


Nació Bernardo el año 1090. Era un joven robusto, de frente amplia, ojos azules y penetrantes. Todos sus contemporáneos concuerdan en afirmar que brotaba de él un prestigio singular.
Un día comprendió que Dios lo llamaba para seguirlo de cerca. Su padre se opuso. Pero entonces comenzó a manifestarse aquella capacidad de fascinación que durante toda su vida habría de emanar de su persona. Uno tras otro, todos sus hermanos, sin excepción, hicieron suya la decisión de Bernardo. Comentando este poder de atracción contagiosa escribe R. Guénon en su tan breve como precioso estudio dedicado a nuestro santo: «Hay ya en ello algo de extraordinario, y sería sin duda insuficiente evocar el poder del “genio”, en el sentido profano de esta palabra, para explicar semejante influencia. ¿No vale mejor reconocer en ello la acción de la gracia divina que, penetrando en cierta manera toda la persona del apóstol e irradiando fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, según la comparación que él mismo emplearía más tarde aplicándola a la Santísima Virgen?» (R. Guénon, Saint Bernard, 4ª ed., Ed. Traditionnelles, Paris, 1973, 6-7).
Nos referiremos enseguida al influjo que seguiría ejerciendo a lo largo de su vida en diversos ámbitos del mundo de su época. Pero digamos desde ya que el atractivo que fluía de su personalidad no se limitó tan sólo al círculo de quienes la conocieron cara a cara, sino que se multiplicó inmensamente a raíz de su frondosa y elegante producción literaria. Dice Gilson que S. Bernardo «renunció a todo excepto al arte de escribir bien». Véase, si no, su magnífico «Comentario del Cantar», en 96 admirables sermones, sus tratados dogmáticos, su famosa De consideratione en que señala sus deberes a los Papas...


b) Monje y caballero


S. Bernardo fue antes que nada y por sobre todo un monje. Si bien las circunstancias lo llevaron a veces a salir del monasterio, hay que decir que aun en medio de sus viajes, de sus mediaciones político-religiosas, de sus debates doctrinales, fue y siguió siendo monje. Con frecuencia le ofrecieron títulos y honores, incluida la misma tiara pontificia, pero él siempre prefirió su humilde condición de monje del Cister.
Sin embargo, S. Bernardo no fue un monje común. Detrás de su cogulla monacal se escondía el yelmo del caballero. La iconografía ha conservado aquella imagen del monje blanco que, predicando desde el elevado atrio de la iglesia de Vézelay, el día de Pascua de 1146, a una inmensa multitud, volvió a encender en ella el entusiasmo que había decaído, y lanzó a la Cristiandad a la segunda Cruzada para la recuperación del Santo Sepulcro. Habían pasado casi cuarenta años desde que Godofredo de Bouillon conquistara Jerusalén. Pero el enemigo, que era abrumador, había logrado retomar la iniciativa, y la nobleza europea ya no vibraba por la causa de las Cruzadas, como la del siglo pasado. Bernardo sufría ante esta situación, y entonces se había dirigido al Papa, que era por aquel entonces Eugenio III, antiguo monje suyo en Claraval, solicitándole su intervención. Con la Bula del Papa en sus manos, Bernardo entró en acción, consiguiendo en Vézelay resultados espectaculares, ya que las multitudes, profundamente conmovidas, reclamaban el honor de cruzarse allí mismo. Relatan las crónicas que faltó tela para las cruces, que todos querían coser sobre sus hombros. Hasta el manto de Bernardo sirvió para ello. Pero tal éxito no satisfizo del todo al santo, quien desde Vézelay se lanzó a los caminos de Europa para seguir enrolando nuevos combatientes.
El Abad de Claraval parece de la misma pasta que Godofredo de Bouillon o el Cid Campeador. El cristianismo que predicó fue enérgico, conquistador y casi castrense. Su mismo modo de dirigirse a la Santísima Virgen, llamándola «Nuestra Señora», brota del lenguaje caballeresco; se consideró como el caballero de la Virgen y la sirvió como a la dama de sus sueños. S. Bernardo trató de dar forma institucional a su concepción del cristianismo, imaginando una Orden religiosa que la encarnara. Tal fue la Orden del Temple, orden militar y caballeresca, cuya misión sería la defensa de Tierra Santa ante los ataques de los infieles. Para ellos hizo redactar estatutos adecuados y escribió aquel «Elogio de la nueva milicia», donde exalta el ideal del caballero cristiano enamorado de Jesucristo y de la tierra en que vivió Nuestro Señor. Los templarios eligieron un hábito blanco, como los monjes del Cister (la gran cruz roja fue un añadido posterior). En la concepción de Bernardo, la Caballería habría así hallado su expresión más acabada en aquellos hombres que unían el espíritu de fe y de caridad, propio de la vida religiosa, con el ejercicio de la milicia en grado heroico. Algo parecido a lo que era él: un monje-caballero.
Pero ya se sabe lo que aconteció con la Orden del Temple, o mejor, lo que de ella se dice, es a saber, que con el tiempo se fue mercantilizando, entrando en transacciones financieras, no siempre por encima de toda sospecha. Así se degradan las cosas más nobles. Sin embargo, hay demasiados misterios en este asunto para que pueda hacerse de ello un juicio imparcial. No deja de ser sintomático que fuera Felipe el Hermoso, uno de los grandes rebeldes de la Edad Media contra la supremacía de la autoridad espiritual, quien proclamara el acta de defunción de aquella «milicia de Cristo», como la había llamado S. Bernardo. Guénon lo ha advertido en su libro sobre el santo: «El que dio los primeros golpes al edificio grandioso de la Cristiandad medieval fue Felipe el Hermoso –escribe–, el mismo que, por una coincidencia que no tiene sin duda nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atacando con ello directamente la obra misma de S. Bernardo» (op. cit., 17-18).
Señala Daniel-Rops que tanto la Orden del Temple como el ciclo literario de la busca del Santo Grial ocuparon un lugar considerable en la leyenda áurea que se formó en torno a la figura de S. Bernardo, apenas éste hubo muerto. Los caballeros del Grial, puros, desprendidos, ya la vez heroicos, no parecen sino la expresión literaria de «la nueva milicia» esbozada por Bernardo. El poema del alemán Wolfram von Eschenbach, en la parte que empalma con la obra del poeta francés Guyot, hace de Parsifal el rey de los templarios. Y no son pocos los comentaristas que se han preguntado si el arquetipo de Galaad, el caballero ideal, el paladín sin tacha, no habrá sido el propio Bernardo de Claraval (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 143). El guía que Dante elige en el canto 31 del Paraíso para suplir a Beatriz es «un anciano vestido como la gloriosa familia», evidentemente el Abad de Claraval.
Monje y caballero. «Hecho monje –escribe Guénon–, seguirá siendo siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por lo mismo, se puede decir que estaba en cierta manera predestinado a jugar, como lo hizo en tantas circunstancias, el rol de intermediario, de conciliador y de árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque había en su persona como una participación en la naturaleza del uno y del otro» (R. Guenon, op. cit. 20).


c) La conciencia de la sociedad


No se puede sino destacar con admiración el feliz encuentro entre el genio de S. Bernardo y el reconocimiento del pueblo. Porque con frecuencia la historia ha sido testigo de la existencia de hombres superiores que en su momento no fueron reconocidos como tales. Acá, felizmente, se produjo el encuentro enriquecedor. Este hombre, dotado de tan eminentes cualidades, fue venerado por la sociedad de su tiempo, lo que permitió entre ambos un activo intercambio espiritual. El hecho de que sus contemporáneos lo apreciasen en tal forma que escuchasen sus consejos y se enmendasen al oír sus reprensiones, constituye una muestra acabada de cómo esa época supo valorar, más aún que a los «especialistas» de la política, la diplomacia o la economía, a los hombres religiosos, a los santos y a los místicos.
Por eso S. Bernardo se permitió intervenir en tantas cuestiones aparentemente ajenas a la vida monástica. «Los asuntos de Dios son los míos –exclamó un día–, nada de lo que a El se refiere me es extraño». Ofender a Dios era ofenderlo a él, y por eso se erguía decididamente cuando estaban en juego «los asuntos de Dios».
Dice Daniel-Rops que S. Bernardo concebía los «asuntos» de Dios de dos maneras. Por una parte se atentaba contra el Señor cuando se violaba su ley, cuando sus preceptos eran burlados; con lo que el Santo se situó en el corazón mismo de aquella gran corriente de reforma que constituiría una fuerza de incesante renovación en la conciencia de la Iglesia durante la Edad Media. Pero Dios era también afectado cuando se amenazaba a la Iglesia en su libertad, en su soberanía, o en el respeto que se le debía (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 121).
El género epistolar se avenía especialmente con su temperamento apasionado y tan personal en su manera de expresarse. A veces entusiasta, otras indignado, sus cartas son una radiografía de su modo de ser. El amor, la ternura, la irritación encuentran con facilidad los términos adecuados, por lo general no carentes de elegancia. Muchas de esas cartas se dirigen a las autoridades eclesiásticas ya los poderes civiles. Lo notable es que tanto los obispos como los políticos aceptasen las interferencias de este monje y con frecuencia le hicieran caso.
Especialmente interesante resulta su actitud con la persona del Papa. Por una parte lo admiraba y veneraba, pero precisamente por eso lo quería santo y sabio, a la altura de su inmensa responsabilidad. Cuando veía que el círculo que lo rodeaba era incompetente o vicioso, que su Curia estaba llena de «empleados», carentes de espíritu sobrenatural, con qué virulencia estigmatizaba a aquellos rapaces. ¡Que el Papa escoja gente mejor, que elija «en todo el universo a quienes debían juzgar el universo»!
Intervino asimismo, y de manera decidida, en las luchas doctrinales de su tiempo. Sintomática fue su contienda con Abelardo, aquel hombre devorado por la pasión de razonar, precursor de cierta mentalidad racionalista que atenta contra la misteriosidad de la fe. Entendiendo que su silencio lo favorecía, Bernardo entró en escena. Para dirimir la disputa, Abelardo solicitó la convocatoria de un Concilio. Ya desde el comienzo del mismo se mostró hasta qué punto la actitud de ambos era diferente. Abelardo se sentía seguro de sí, de su capacidad dialéctica, considerando el Concilio como una especie de palestra donde lucir su inteligencia. Bernardo era un santo, un hombre lleno de Dios. El hecho es que antes que Abelardo abriese la boca, Bernardo comenzó a atacarlo, arguyendo que los temas que pretendía discutir no eran temas sujetos a discusión, porque rozaban el orden de la fe. Y lo abrumó con un diluvio de citas tomadas de las Escrituras y de los Padres, identificándolo con Arrio, Nestorio y Pelagio. Totalmente desconcertado, Abelardo apeló del Concilio al Papa. Y se encaminó hacia Roma. Pero no tuvo tiempo de llegar... ni valía ya la pena hacerlo porque al arribar a Cluny le alcanzó la condena romana. Advertido del hecho, y enterándose de que su adversario se encontraba indispuesto, Bernardo acudió inmediatamente al lecho del enfermo y le dio el ósculo de paz (cf. Daniel-Rops, op. cit., 128-131).

d) El eje de la rueda


Se ha comparado a Bernardo con el eje de una rueda. A semejanza del eje que no se mueve, Bernardo estaba inmóvil en su contemplación, pero así como el eje quieto mueve a toda la rueda, de modo similar él ponía en movimiento la entera sociedad. Ya, muchos siglos atrás, había dicho Boecio que así como cuanto más nos acercamos al centro de una rueda, menos movimiento notamos, de manera análoga cuanto más se aproxima un ser finito a la inmóvil naturaleza divina, tanto menos sujeto se ve al destino, que es una imagen móvil de la eterna Providencia.
Bernardo era un hombre de oración, fijado en su contemplación, y sin embargo lo vemos actuar en todos los campos, incluidos los más temporales. No deja de resultar impresionante el hecho de que la desnuda celda de un monje pudiera llegar a ser el centro mismo de Occidente. Y viceversa, no deja de ser menos impresionante que en lo más intenso de sus tareas nunca olvidase que su energía era de origen sobrenatural. «Mi fuego –decía– se ha encendido siempre en la meditación».
A semejanza del Motor inmóvil, desde el «centro» fue Bernardo capaz de atender la periferia. «Tener hasta ese grado el sentido de los hombres y de los acontecimientos –escribe Daniel-Rops–; ser capaz de llevar adelante tantas tareas diversas; saber dirigir la inmensa red de los Hermanos de su Orden para ser informado y para que sus instrucciones sean ejecutadas; mantener una correspondencia gigantesca con cuanto era importante en la Cristiandad de Occidente; y seguir siendo entre tanto el mismo hombre de pensamiento, de oración y de contemplación que conocemos, es todo ello el irrecusable testimonio de su valía única». Viene aquí al caso aquel espléndido pensamiento de Pascal: «No muestra uno su grandeza por ser una extremidad, sino más bien por tocar las dos a la vez y por llenar todo lo que hay entre ambas» (ibid., 137-138).
Con frecuencia lo reprendieron por «abandonar» la celda y fastidiar a los demás, en vez de dedicarse a la oración –»esos monjes que salen de los claustros para molestar a la Santa Sede ya los Cardenales»–, pero tales acusaciones que a menudo llegaban a Roma, apenas si le impresionaban. Y en cuanto al simpático Cardenal que le escribió amonestándolo, le respondió secamente que las voces discordantes que alteraban la paz de la Iglesia le parecían ser las de las ranas alborotadoras que atestaban los palacios cardenalicios o pontificios.
Bien ha escrito Guénon: «Entre las grandes figuras de la Edad Media, pocas hay cuyo estudio sea más propio que la de S. Bernardo para disipar ciertos prejuicios caros al espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para éste que ver un contemplativo puro, que siempre ha querido ser y permanecer tal, llamado a ejercer un papel preponderante en la conducción de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y triunfando a menudo allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y los diplomáticos de profesión?... Toda la vida de S. Bernardo podría parecer destinada a mostrar, mediante un ejemplo impresionante, que existen para resolver los problemas del orden intelectual e incluso del orden práctico, medios completamente distintos que los que se está habituado desde hace mucho tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni siquiera la sombra de la verdadera sabiduría» (R. Guénon, op.cit., 5).


e) Encarnación de la religiosidad medieval


S. Bernardo es la imagen más lograda del hombre tal y como pudo concebirlo la Edad Media, si bien en su cumbre, «pero es que una montaña forma también cuerpo con la extensión de las llanuras que la rodean y arraiga en ellas» (Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 116).
El Santo de Claraval llevó a su más alto grado las diversas notas que caracterizan el espíritu religioso de la Edad Media. Si aquella época se distinguió por su impronta escriturística, advertimos que tanto el pensamiento como la elocuencia de S. Bernardo manan directamente de esa fuente. No es de extrañar, ya que desde su juventud escrutó los libros de la Sagrada Escritura con ternura y minuciosidad. Algunos de sus sermones son simple y llanamente un tejido de textos bíblicos, ordenados conforme a un ritmo tomado de los salmos y de los profetas.
También encarnó en gran nivel la profunda devoción que el hombre medieval experimentara por la humanidad de Cristo, que fue para él no sólo el modelo admirable, sino el hermano y el amigo. Asimismo fue medieval por su delicado amor a la Madre de Dios. Cuenta una encantadora tradición que, en cierta oportunidad, oyendo entonar a sus hermanos la Salve Regina, no pudo resistir el fuego del amor que lo consumía y exclamó: O clemens, o pia, o dulcis, palabras que en adelante quedarían incluidas en dicha plegaria. La piedad mariana de la Edad Media es inescindible de quien quiso ser caballero de «Nuestra Señora».
Deudor de la espiritualidad medieval, por otra parte contribuyó como nadie a consolidarla y darle fuste. Dice Daniel-Rops que ninguna de las grandes formas de la piedad medieval dejó de recibir su impronta. Y no sólo los elementos interiores de aquella piedad, sino también sus manifestaciones exteriores, como la Catedral y la cruzada (ibid., 120. Para el tratamiento de la semblanza de S. Bernardo nos hemos valido del excelente capitulo a él dedicado en el libro citado de Daniel-Rops, págs. 101-147, cuya lectura recomendamos).
* * *
Nada mejor para cerrar esta conferencia sobre «los que oran» que un texto notabilísimo del Doctor Angélico, que bien podría haber sido la carta magna de la sociedad medieval, donde se señala con absoluta claridad no sólo el primado de la contemplación y del contemplador sobre todas las ocupaciones de los hombres, sino también la ordenación de éstas a aquélla ya aquél como a su fin:
«¿Pues para qué el trabajo y el comercio, sino para que el cuerpo, provisto de las cosas necesarias o convenientes para la vida, esté en el estado requerido para la contemplación? ¿Por qué las virtudes morales y la prudencia, sino para procurar el dominio de las pasiones y la paz interior, que la contemplación necesita como presupuesto? ¿Para qué el gobierno de la vida civil sino para asegurar el bien común y la paz exterior necesaria para la contemplación? De suerte que, si se las considera como es’ menester –concluye gallardamente–, todas las funciones de la vida humana parece que están al servicio de los que contemplan la verdad» (Contra Gentes, lib. III, cap. 37).

II. Los que trabajan


En la presente conferencia trataremos del segundo estamento que integraba el tejido social de la Edad Media, el de los que trabajaban.
Antes de abocarnos directamente a la consideración del tema, insistamos sobre algunas características propias de la época, a las que ya hemos aludido en anteriores conferencias, pero cuyo recuerdo nos servirá de introducción a lo que ahora nos va a ocupar.
Y ante todo la relación que el hombre de la Edad Media mantuvo con el espacio circundante, muy diversa de la que impera en la actualidad. En aquel entonces la proximidad se determinaba por la distancia que se podía recorrer, de ida y vuelta, entre la salida y la puesta del sol. No existiendo la luz eléctrica, la vida del hombre estaba regida por el curso del día natural, de sol a sol. Uno se consideraba «de viaje» cuando se veía obligado a pernoctar fuera de su casa. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver esto con nuestro tema. Lo tiene, y mucho, ya que en buena parte se debió a ello el que las relaciones laborales, económicas y políticas, se desarrollasen en pequeños ámbitos cuya dimensión dependía de la longitud del paso del hombre o del ritmo de su cabalgadura. Esas reducidas circunscripciones antiguas son las aldeas y cantones de la Europa actual. El hecho de vivir en perímetros tan limitados para nuestro modo de ver las cosas, desarrolló particularidades altamente originales y enriquecedoras: distintas maneras de hablar (pronunciaciones y vocablos propios) , de vestirse, de comer, de distraerse, de trabajar , sus santos lugareños, sus héroes, y también su legislación. El primer patriotismo se encendió en el rescoldo de las aldeas y regiones. Las guerras fueron casi siempre luchas de un señorío contra otro, es decir, de una aldea contra otra aldea, o de un cantón contra otro cantón (cf. G. D’Haucourt, La vida en la Edad Media…, 18-19).
Otro aspecto que queremos recordar en esta breve introducción es la tendencia comunitaria que caracterizó al hombre medieval. Se hubiera podido creer que por el hecho de vivir habitualmente en pequeños espacios, aquel hombre hubiese sido un individualista nato. Es muy posible que haya de atribuirse en amplia medida al influjo del cristianismo, especialmente a la idea de comunión que brota del Evangelio, aquello que el P. Mandonnet designó como «el fenómeno más característico de la vida de Europa en los siglos XII y XIII, el poder de afinidad», que tanto impulsó a trabajar codo a codo. En varios reglamentos de los oficios que de aquella época han llegado hasta nosotros, cuando se habla de la solidaridad en el trabajo, se apela con frecuencia a la ley del amor promulgada por Cristo (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 332).
Sin embargo no parece justa la opinión de Burkhardt según la cual la Edad Media habría sido una época absolutamente «colectivista». Acertadamente señala Landsberg que la Edad Media fue al mismo tiempo menos y más comunitaria que la época moderna. Menos comunitaria, o mejor, no colectivista, por cuanto el hombre individual era considerado cual sujeto irrepetible de su salvación personal. Por estrechos que fuesen los vínculos sociales, existía, con todo, una zona profunda e intocable en cada persona, la esfera religiosa, el ámbito del cara a cara con Dios. Si alguna vez tuvo vigencia social la fórmula agustiniana «Dios y el alma», fue evidentemente durante la Edad Media. Cuanto más religioso es un pueblo, prosigue Landsberg, tanto menos expuesto está a convertírse en rebaño. Los norteamericanos actuales, con todo su «individualismo» y su exaltación de la «persona humana», son mucho más uniformes y gregarios que el pueblo de la Edad Media. Las expresiones vitales que de aquella época han llegado hasta nosotros, como son las canciones populares, las leyendas, los cuentos y los mitos, para nada indican que el pueblo de donde brotaron fuese una masa impersonal; al contrario, destácanse allí toda suerte de individualidades... Por otra parte, el hombre de la Edad Media fue mucho más comunitarista y solidario que el moderno, no sólo en el nivel popular, de los gremios y asociaciones, sino también en la esfera de sus pensadores. Por aquel entonces no existía el típo del sabio solitario, al estilo de Burkhardt, que procede del Renacimiento, y particularmente del Humanismo. Los grandes hombres de la Edad Media estuvieron mucho más íntimamente integrados en la sociedad. En síntesis, se puede afirmar que lo individual y lo comunitario encontraron un equilibrio feliz (cf. P. L. Landsberg, La Edad Media y nosotros… 150-152).
Tras estos prolegómenos entremos en la materia del presente tema. Distinguiremos tres tipos de «trabajos»: el rural, el artesanal y el comercial.

1. El trabajo rural


Ya hemos observado anteriormente el cimiento agrícola de la sociedad medieval. Podríase decir que fue el campo la base sobre la cual descansó el entero tejido existencial de la Edad Media, la vida de sus monasterios, la sabiduría de sus teólogos, la ciencia de sus filósofos y legistas, el poder de sus reyes y estadistas, el esplendor de su arte.
Cuando los autores medievales afirmaban la división tripartita de la sociedad –los que oran, los que combaten y los que trabajan–, por este último estado entendían principalmente a los que labraban la tierra, excluyendo de él a los mercaderes y, más en general, a los habitantes de las ciudades. Si bien nosotros incluiremos en la categoría de «los que trabajan» a los artesanos e incluso a los comerciantes, propiamente y en sentido estricto tanto éstos como aquéllos encajaban con dificultad en el esquema medieval.


a) El trabajo y la tierra en la Edad Media


Señala Calderón Bouchet que dos fueron las razones principales por las que la Edad Media privilegió el quehacer rural, es a saber, el influjo de la Iglesia, que no veía el comercio con buenos ojos, y el poco atractivo que por la vida urbana experimentaban las poblaciones bárbaras incorporadas al ámbito del Imperio.
Grandes provincias imperiales, como por ejemplo Germania o Inglaterra, carecían de ciudades importantes, y muchas antiguas ciudades romanas habían visto mermar considerablemente su población. Las aldeas supérstites estaban invadidas por el campo. Como todavía puede observarse en algunos villorrios españoles, el campo penetra el tejido urbano, y las casas de esos pueblos cobijan de noche, en su planta baja, a algunos animales de la hacienda. Todo el mundo, incluidos los más ricos, aun los obispos y los reyes, estaban marcados por el espíritu rural, y para su subsistencia en buena parte dependían del campo. La mayoría de los que habitaban en las aldeas poseían en ellas la casa en que moraban, rodeada de un terreno cuyo nombre latino era mansus, del que extraían los productos con que se alimentaban.
Cada aldea tenía su señor y su cura párroco. El sacerdote vivía del diezmo que recaudaba de sus fieles y, en general, participaba del mismo tipo de vida que ellos. El tributo que le debían entregar no era excesivamente oneroso y por lo común consistía en productos de la tierra, animales de corral o trabajo personal. El mansus familiar proveía así al sustento de los labradores y al diezmo parroquial. Las tierras pertenecientes a las abadías ya los obispados suministraban los bienes necesarios para el presupuesto de los mismos. Cuando los temporales o grandes sequías arruinaban las cosechas, los ojos de los labriegos se dirigían a los monasterios, ya que ellos albergaban depósitos de cereales, precisamente en orden a subsanar los inconvenientes que podían surgir en eventualidades semejantes. El dinero era escaso y de poco uso, reservándose tan sólo para las grandes transacciones comerciales. En cuanto a los señores, que eran por lo general hombres de armas, y guardianes natos del orden social, recibían también de sus subordinados una contribución que frecuentemente consistía en trabajo personal. Ellos tenían su fortuna en la tierra y vivían de sus productos. Inútil intentar un rendimiento que excediese sus necesidades, ya que no hubieran sabido dónde colocar las ganancias obtenidas, a no ser que las destinasen a alguna nueva construcción, como un castillo más poderoso, o un convento, o un templo parroquial, todas obras de utilidad social, pero en sí el lucro o el provecho financiero mismo no los tentaba.
En cuanto al régimen agrario de la Edad Media, digamos que tuvo un carácter mixto. Existía una propiedad familiar exclusivamente relacionada con sus posesores y beneficiarios directos, pero había también una serie de bienes colectivos atendidos por todos los habitantes de la aldea con su esfuerzo común.
La vida rural tuvo asimismo no poco que ver con la vida religiosa de los labradores. La Iglesia cuidó que las principales fiestas del año litúrgico coincidiesen lo más posible con el ciclo de las estaciones y las faenas agrícolas correspondientes, realizándose así una interesantísima comunión entre la vida espiritual y el acontecer cósmico. La campana de la parroquia o del convento confería a la existencia campesina un ritmo no sólo cronológico sino sacral. Poco antes del alba tocaba a laudes y clausuraba la jornada a la hora de vísperas. De este modo, la oración matutina y la plegaria vespertina enmarcaban el trabajo, confiriéndole una significación trascendente. Los días de fiesta eran numerosos, mucho más que en nuestros tiempos. Tanto los domingos como los días festivos los campesinos asistían a la Santa Misa y con frecuencia a los oficios de las Horas canónicas. Asimismo participaban en las procesiones, presenciaban en los atrios representaciones teatrales de los misterios sagrados, escuchaban sermones y homilías, aprendían el catecismo. Todo ello, sumado a las visitas domiciliarias de los sacerdotes, constituía una especie de cátedra ininterrumpida para su educación en los principios de la fe y la moral. La entera existencia del campesino latía al ritmo establecido por la Iglesia. Desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por el matrimonio y las enfermedades, los momentos fundamentales de su vida resultaban sublimados por el aliento sobrenatural de la liturgia (cf. R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana, 235-241).

b) Vida rural y servidumbre

Dice R. Pernoud que según la visión tan sumaria como injusta que generalmente se tiene de la sociedad medieval, pareciera que en ella no hubiese habido lugar sino para dos categorías de hombres, los señores y los siervos. De un lado la tiranía, la arbitrariedad, los abusos de poder, y del otro la miseria, la obligación de impuestos y la sujeción irrestricta a la servidumbre corporal. Tal es la idea comúnmente aceptada y expuesta no solamente en los manuales de historía que se usan en los colegios, sino también en círculos intelectuales más elevados. El simple sentido común basta, sin embargo, para darse cuenta de lo difícil que resulta admitir que los descendientes de los invencibles soldados de las legiones romanas, de los indómitos galos, de los guerreros de Germania y de los fogosos vikingos hayan podido ser domados en tal forma que se convirtiesen durante siglos en mansas ovejas, sujetos a toda clase de arbitrariedades.
La realidad no fue tan simple, y poco tiene que ver con semejante manera de ver las cosas. Entre la absoluta libertad y la servidumbre, la sociedad rural incluía una serie de situaciones intermedias, una notable variedad en la condición de las personas y de los bienes. Se sabe con seguridad que, aparte de la nobleza, había una cantidad de hombres libres que prestaban a sus señores un juramento semejante al de los vasallos nobles, y una cantidad no menos grande de individuos cuya condición era un tanto imprecisa entre la libertad y la servidumbre.
Eran libres todos los habitantes de las ciudades, las cuales, como es sabido, se multiplicaron desde comienzos del siglo XII. Cualquiera que fuese a establecerse en algunas de las ciudades recién creadas –nótese los nombres de algunas de ellas: Villafranca, en España, Villeneuve, en Francia– era declarado libre, como ya lo eran los burgueses y artesanos en las ciudades más antiguas. Fuera de ello, un gran número de campesinos eran también libres; especialmente aquellos que en Francia fueron llamados roturiers (plebeyos, los que no son nobles) o vilains (villanos), no teniendo esos términos, claro está, el sentido peyorativo que luego tomarían; «roturier» era una de las denominaciones que recibía el campesino, el labrador, porque «roturaba» la tierra, es decir, la rompía con la reja del arado; el «vilain» o «villano» era el que habitaba una «villa», término latino que designaba una casa de campo o granja.
Además de los hombres libres, había por cierto un gran número de siervos. También esta expresión ha sido a menudo mal comprendida, quizás a raíz de que en la antigüedad romana la palabra servus era sinónimo de «esclavo». Y así se confundió la servidumbre, propia de la Edad Media, con la esclavitud que caracterizó a las sociedades antiguas y de la que no se encuentra vestigio alguno en la sociedad medieval (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge, 43-46).
Abundemos sobre esta confusión porque ha sido causa de numerosos equívocos. La esclavitud fue, probablemente, el hecho que más profundamente distinguió a la civilización de las sociedades antiguas. Sin embargo, cuando se recorren los textos de historia, se observa con extrañeza la curiosa reserva con que suelen tratar un hecho inconcuso cual es la desaparición de la esclavitud al comienzo de la Edad Media y, más aún, su súbita reinstalación a principios del siglo XVI. Fustigan con dureza la servidumbre medieval, pero silencian por completo –lo que no deja de resultar paradójico– la reaparición de la esclavitud en la Edad Moderna.
La situación del siervo en nada se asemejaba a la del esclavo. A diferencia de éste, no estaba sometido a un hombre –el amo–, sino adherido a un terreno determinado, conforme a aquella concepción tan típicamente medieval, del vinculo entre el hombre y la tierra que trabaja. Es cierto que a diferencia del villano, aldeano libre, que podía abandonar voluntariamente su tierra, el siervo estaba adscripto obligatoriamente a la suya, pero en compensación de ello la tierra de este último era inembargable, y en caso de guerra, no estaba obligado a la prestación de ningún servicio militar. El propietario libre, en cambio, se veía sometido a toda suerte de responsabilidades sociales; si se endeudaba de manera irreparable, la autoridad tenía derecho a apoderarse de su tierra; en caso de guerra, podía ser obligado a combatir, y en caso de derrota y de saqueo de su campo no se le debía compensación alguna. Como puede advertirse, el siervo se encontraba protegido contra las vicisitudes que amenazaban a su vecino «libre», y ello era visto como algo tan ventajoso que algunos textos de la época hablan del «privilegio que tienen los siervos de no poder ser arrancados de su tierra», conociéndose innumerables casos de aldeanos libres que se hacían siervos para estar tranquilos y protegidos (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 328).
Quizás sea R. Pernoud quien mejor ha investigado este tema de la «incardinación» del aldeano en su tierra. La gran medievalista sostiene que la servidumbre fue una institución derivada de los imperativos de la época, sobre la base de la necesidad de lograr la indispensable estabilidad para el adecuado cultivo de la tierra. En la sociedad que se fue gestando durante los siglos VI y VII, la vida se organizó en torno a la tierra nutricia y el siervo era su pieza fundamental. Debía «radicarse» en su terruño, ararlo, sembrarlo, recolectar las cosechas. Ciertamente, sabía que no podía abandonar la tierra, pero sabía también que no podía ser expulsado de la misma, y que tendría su parte en sus propias cosechas. La ligazón entre el hombre y la tierra en que vivía constituye la esencia de la servidumbre. Fuera de ello, el siervo gozaba de los mismos derechos que el hombre libre: podía casarse, establecer una familia, la tierra que trabajaba pasaría a sus hijos después de su muerte, lo mismo que los bienes que hubiese podido adquirir. El señor, por su parte, tenía –es preciso destacarlo– las mismas obligaciones que su siervo, aunque, por supuesto, en un plano diverso, ya que tampoco podía abandonar sus tierras, venderlas o enajenarlas a su arbitrio.
Como se ve, la situación del siervo era totalmente diferente de la del esclavo; éste no podía casarse, ni fundar una familia, ni hacer valer, en ningún caso, su dignidad de persona, que nadie le reconocía; era un objeto, una cosa, una res, que se podía comprar o vender, y sobre la cual otro hombre, su amo, ejercitaba un poder sin límites (cf. R. Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?... 128).
Seríamos ciertamente injustos si no señaláramos las limitaciones de esta institución social. La adscripción del siervo a la gleba implicaba diversas restricciones a su libertad, como consecuencia de su misma asignación al suelo. En caso de abandono de la tierra que estaba a su cuidado, el señor tenía sobre él lo que se llamaba el «derecho de persecución», es decir, que podía hacerle volver a la fuerza a su terruño, ya que, como hemos señalado, al siervo no le era lícito abandonar su tierra; la única excepción era para los que iban a peregrinación o se enrolaban en alguna cruzada. Asimismo el señor poseía lo que los franceses denominaron el «derecho de formariage», que al comienzo significaba la prohibición para el siervo de casarse fuera de su feudo, pero que con el tiempo se fue convirtiendo en una compensación que éste debía dar a su señor por las pérdidas que tal hecho podía producirle; con todo la Iglesia no se contentó con esta mitigación sino que protestó sin cesar contra la costumbre en vigor que parecía atentar contra la libertad de establecer espontáneamente la propia familia*. Finalmente, cuando el siervo fallecía, el señor poseía el denominado «derecho de manmuerta», es decir, que podía retomar los bienes que aquél había adquirido a lo largo de su vida; tal derecho, que nos parece abusivo, en la realidad se veía fuertemente mitigado o simplemente suprimido por cuanto el señor otorgaba al siervo el derecho de hacer testamento o reconocía de hecho a la familia como comunidad globalmente propietaria y, por tanto, legítima heredera.
*Señala Daniel-Rops que aquí está el origen del llamado «derecho de pernada», sobre el cual se han dicho y escrito tantas tonterías. Al señor correspondía autorizar a su siervo o sierva la facultad de casarse; pero como en la Edad Media todo se expresaba con gestos simbólicos, para mostrar su consentimiento ponía su mano sobre la pierna del siervo o sobre el lecho conyugal. De ahí a lo imaginado. Cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 329, en nota.
En suma, la restricción fundamental impuesta a la libertad del siervo era no poder abandonar la tierra que cultivaba. Esta adherencia a la gleba es, como ya lo dijimos, una característica típica de la época, y, reiterémoslo una vez más, desde dicho punto de vista el señor estaba sujeto a las mismas obligaciones que su siervo, ya que tampoco él podía en caso alguno alienar su dominio o desentenderse de él. En los dos extremos de la jerarquía se encuentra el mismo apremio de estabilidad, inherente al alma medieval. Señala Pernoud que fue así como nació el campesinado europeo; perseverando durante siglos en el mismo terruño, sin responsabilidades civiles ajenas a su menester, sin obligaciones militares, el campesino se convirtió en el verdadero señor de su tierra (cf. Lumière du Moyen Âge... 47).
Sería ridículo pensar que la situación de los siervos fuese idílica. Por eso la progresiva «liberación» de sus restricciones fue considerada como una conquista, aun dentro del período medieval. Los siervos podían comprar su libertad total, sea pagando cierta cantidad de dinero a su señor, sea comprometiéndose a abonar un impuesto anual como lo hacía el propietario libre. Esta obligación de rescate explica por qué las manumisiones fueron a menudo aceptadas de muy mala gana por sus presuntos beneficiarios; la ordenanza que en 1315 promulgó Luis X el Hutín, sucesor de Felipe el Hermoso, por la que quedaron liberados todos los siervos del dominio real, chocó en muchos lugares con la oposición de «siervos recalcitrantes». Sin embargo es innegable que, en líneas generales, la manumisión implicó un progreso. Crónicas antiguas atestiguan múltiples actos de emancipación referidos a 100, 200 e incluso 500 siervos; otras, en cambio, se refieren a una familia o a una sola persona. Y es que, según bien observa Pernoud, con la servidumbre ocurrió lo mismo que sucede con cualquier restricción de la libertad, que considerada como soportable cuando, impuesta por las necesidades de la vida, supone una contrapartida ventajosa, se vuelve intolerable tan pronto como el hombre puede autoabastecerse y valerse por sí mismo (cf. ¿Qué es la Edad Media?... 132).
De la vieja esclavitud de los primeros siglos de la Europa cristiana, en que el hombre podía ser comprado y vendido como una mercancía cualquiera, arribamos a la completa liberación del campesino. Refiriéndose al despliegue de dicho proceso observa Belloc que la causa última que determinó dicha evolución no fue otra sino la religión común a todos, que sin renegar de las desigualdades naturales, afirmó la igualdad esencial de todos los hombres, sin distingos de rango o de riqueza. Ya desde el comienzo se fue haciendo cada vez más difícil, moralmente, «comprar y vender hombres cristianos». De ahí que el ilustre escritor inglés atribuya, sin más, al influjo de la fe católica, la gradual transformación de los esclavos en hombres plenamente libres (cf. H. Belloc, La crisis de nuestra civilización... 74-75).
Agrega Belloc: «Al perder esta Fe comenzamos de nuevo a volver sobre nuestros pasos. Con la decadencia de la religión, esto que nuestros reformadores ni siquiera sueñan aún, pero que va implícito en todos sus planes en forma ostensible, vuelve el Estado servil, es decir, la Sociedad fundada v marcada con el sello de la esclavitud».

e) La figura del aldeano

Los diversos estudios de R. Pernoud demuestran la enorme injusticia que cometen quienes aceptan sin más la leyenda del campesino miserable, inculto y despreciado, que todavía se encuentra en un gran número de manuales de historia. Su régimen general de vida y su género de alimentación no tiene nada que merezca excitar especialmente nuestra compasión. El campesino, señala la estudiosa francesa, no ha sufrido en la Edad Media más de lo que el hombre en general ha sufrido en todas las épocas de la historia de la humanidad. Padeció, por cierto, la consecuencia de las guerras, ¿pero acaso éstas han perdonado a sus descendientes de los siglos XIX y XX? Por lo menos el siervo medieval estaba eximido de toda obligación militar, y en caso de emergencia podía encontrar amparo en el castillo de su señor. Pasó, asimismo, hambre en las épocas de malas cosechas, pero sabía que en la ocurrencia contaba con el granero de su señor o del monasterio vecino.
¿Fue el campesino despreciado? Quizá nunca lo fue menos, de hecho, que en la Edad Media. La literatura de esa época donde el labrador aparece ridiculizado no debe inducirnos a engaño, observa Pernoud; ello no es sino una prueba más del resentimiento, tan antiguo como el mundo, que experimenta el juglar o el comerciante frente al campesino, el «rústico», cuya morada es estable; es asimismo una prueba más de la tendencia, tan inconfundiblemente medieval, de reírse de todo; incluso de lo que parece digno de respeto. En realidad, jamás fue más estrecho el contacto entre los estamentos dirigentes y el pueblo rural. La noción del lazo personal, básico en la sociedad medieval, facilitaba todo tipo de contactos de persona a persona, concretados tanto en las ceremonias locales como en las fiestas religiosas y profanas, donde el señor encontraba a su siervo, lo conocía mejor, compartiendo su existencia mucho más íntimamente de lo que en nuestros días la comparten las familias pudientes y sus domésticos. La administración del feudo lo obligaba a conocer todos los detalles de su vida: el nacimiento de un nuevo hijo, el matrimonio o la muerte de algún miembro de la familia, sus litigios con otros siervos, etcétera. En nuestros días, el jefe de una empresa o el patrón de una fábrica, fuera del contrato con sus obreros y del pago del sueldo convenido, se juzga libre de toda obligación material y moral respecto de dichos asalariados; jamás se le ocurriría invitarlos a comer a su casa, en ocasión, por ejemplo, del matrimonio de uno de sus hijos. En fin, el trato es totalmente diferente del que prevalecía en la Edad Media. El campesino se ubicaba, quizás, en el extremo de la mesa, pero al menos se sentaba en la mesa de su señor .
El aldeano no era, pues, un personaje despreciable dentro de la sociedad medieval. Lo prueba el patrimonio artístico que nos ha legado la Edad Media, donde se revela con toda claridad el lugar que en ella ocupaba. Su figura aparece por doquier: en los cuadros, en los tapices, en las esculturas de las catedrales, en las iluminaciones de los manuscritos; allí se lo encuentra representado una y otra vez, realizando los trabajos propios del campo, arando, manejando la azada, podando la viña, matando un cerdo. Era uno de los temas más corrientes de inspiración. Véase, si no, el himno a la gloria del campesino que trasuntan las miniaturas de las «Tres riches heures du Duc de Barry», o los pequeños bajorrelieves de los diversos meses en la fachada de Notre-Dame de París, o las esculturas del Maestro de los Meses en el pórtico de la catedral de Ferrara... ¿Alguna otra época ha dejado, por ventura, tan numerosas representaciones vivas y realistas de la vida rural?
También en esta materia se han confundido las épocas. Lo que es verdad para la Edad Media no lo es para la época del Renacimiento y del Humanismo. A partir del siglo XVI se va haciendo patente un creciente divorcio entre los nobles, los artistas y el pueblo. Cada vez se comprenderán y se integrarán menos, llevando existencias paralelas. La vida intelectual y artística será patrimonio casi exclusivo de la burguesía; el campesino se verá excluido de ella, así como de la actividad política. Es indudable que desde el siglo XVI hasta nuestros días, el campesino ha sido si no despreciado, al menos preterido y considerado como de segundo orden, pero no resulta menos innegable que en la Edad Media ocupó un lugar relevante en la vida de la sociedad (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 50-54). Agrega la autora: «Notemos que es también en el siglo XVI cuando vuelve a aparecer el desdén, familiar a la Antigüedad, para con los oficios manuales. La Edad Media asimilaba tradicionalmente las “ciencias, artes y oficios”».

2. El trabajo artesanal


Dijimos que en la Edad Media se consideraba «trabajador» por antonomasia al que labraba el campo, trabajo noble por excelencia. Sin embargo la vida urbana desarrolló otros dos tipos de trabajo: el de los oficios y el del comercio.
a) El origen de las corporaciones
La palabra «corporación» es un vocablo moderno, cuyo uso se propagó recién en el siglo XVIII. Hasta entonces no se hablaba sino de oficios, maestrazgos y jurandas. Después de haber sido considerada, según algunos historiadores, como sinónimo de «tiranía», la corporación ha sido objeto de juicios menos severos, ya veces de elogios entusiastas.
¿Cómo nacieron las corporaciones? Algunos autores sostienen que su origen más remoto debe ser buscado nada menos que en la antigua Roma; sobreviviendo a la decadencia del Imperio, habrían llegado hasta la Edad Media. Y a modo de ejemplo anotan en favor de su hipótesis el hecho de que las corporaciones medievales del Languedoc y Provenza afirmaban expresamente que sus estatutos procedían de la antigüedad romana*.
*De acuerdo a los Statuta Marsiliæ, redactados en el siglo XII, la ciudad de Marsella contaba con cien corporaciones de oficios, cuyos dirigentes eran elegidos según reglamentaciones bien determinadas, jugando un papel significativo en el régimen político de la ciudad.
Aliase a esta tesis Calderón Bouchet quien señala que en el sur de Francia, así como en las ciudades italianas, no habría habido solución de continuidad entre el régimen municipal romano y el régimen medieval. Pero agrega un dato importante, y es el innegable influjo que ejerció el cristianismo, si no en la organización al menos en el espíritu de las nuevas asociaciones (cf. R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana... 260-261).
Sin embargo el mismo autor recuerda que no todas las corporaciones tuvieron un fin edificante. Las hubo de muy mala índole, llegando algunas de ellas a asociar grupos de comerciantes próximos al bandidaje. «Tienen estatutos pintorescos donde se comprometen a asistir a los banquetes periódicos sin armas, para poder emborracharse a gusto y pelear sólo a puñetazos y con sillas» (ibid. 262).
Quizás sea atribuible a dicha influencia cristiana algo relevante de destacar y es el hecho de que fue en los hogares de aquellos artesanos donde se comenzó a honrar por vez primera las profesiones llamadas serviles. La Antigüedad sólo había considerado la agricultura como ocupación digna del hombre libre, reputando las artes manuales como trabajo propio de esclavos. También la Edad Media, según ya lo hemos destacado, privilegió el trabajo rural, pero ello no fue obstáculo para que enseñara a valorar asimismo la labor artesanal.
Cada gremio reclamaba para sí una antigua prosapia y eminentes antepasados: los cerveceros, por ejemplo, se remitían al rey borgoñón Gambrino, personaje legendario del tiempo de Carlomagno, de quien decían que había enseñado a los alemanes a fabricar cerveza; los hortelanos, por su parte, pretendían que su ocupación era la más vetusta de la humanidad, ya que en el paraíso Adán se había dedicado a la horticultura (!).
b) Comunión del capital y del trabajo
La organización corporativa medieval está en las antípodas de lo que podría ser una concepción clasista de la sociedad, y consiguientemente ignoró todo tipo de lucha de clases.
En la planta baja de las casas se hallaban instalados los talleres de los diversos oficios, que hacían las veces, al propio tiempo, de tiendas al por menor. Podríase decir que en buena parte las ciudades medievales eran la resultante de una multitud de pequeños talleres. Semejante configuración las diferencia sustancialmente de nuestras modernas urbes, en las que entre el fabricante y el consumidor se interponen los negocios y tiendas de los intermediarios, en enormes almacenes al por mayor.
El sistema artesanal tenía una base estrictamente familiar. Era la casa hogareña el pequeño mundo en que el carpintero, el tejedor, el orfebre, transcurrían su vida, repartida entre el trabajo y los placeres domésticos. Sus auxiliares en la profesión eran sus propios hijos, algún oficial, y uno o a lo sumo dos aprendices, quienes prácticamente se incorporaban al grupo familiar y colaboraban no sólo en el trabajo del maestro, sino también en los menesteres domésticos del ama de casa. No se podría entender más cabalmente el artesanado medieval que viendo en él la organización familiar aplicada a la profesión. En su seno, al modo de un organismo integrador, se cobijaban todos los que integraban un oficio determinado: maestros, oficiales y aprendices, no bajo la égida de una autoridad cualquiera, sino en virtud de esa solidaridad que surge naturalmente del ejercicio de un mismo quehacer. También la corporación era, como la familia, una asociación natural, que brotaba, no del Estado, o del monarca, sino desde las bases.
Cuando el rey S. Luis encargó a Etienne Boileau que redactase el llamado «Libro de los oficios» (Livre des métiers), no lo hizo con la idea de ejercer un acto de autoridad, imponiendo una minuciosa reglamentación obligatoria para los distintos gremios. Sólo quiso que su preboste pusiese por escrito las costumbres y tradiciones ya existentes. El único papel del rey en relación con las corporaciones, como por otra parte con todas las demás instituciones de derecho privado, no era sino controlar la aplicación leal de los usos y prácticas en vigor. A semejanza de la familia, e incluso de la Universidad, la corporación medieval constituía un cuerpo libre, no sujeto a otras leyes que las que ella se había forjado para sí misma. Tal fue una de sus características esenciales, que conservaría hasta fines del siglo XV.
Un estudioso de los oficios en Francia, Emile Coomaert, escribe en su libro Les corporations en France (Les Editions Ouvrieres, Paris, 1968): «En París se creó un notable edificio corporativo que comprendía., a fines del siglo XIII, cerca de 150 oficios representados por cinco mil maestros artesanos». El ejemplo de París se extendió con el prestigio de la monarquía, y otras ciudades de Francia siguieron el modelo de su organización social.
El régimen corporativo no era horizontal, sobre la base de dos franjas, la patronal arriba, y la sindical abajo, sino vertical o jerárquico, abarcando al maestro ya sus artesanos. El capital y el trabajo conspiraban hacia un mismo fin. No podía existir antagonismo entre ambos por una razón muy sencilla: el que trabajaba era el dueño del capital, o mejor, el capital era un capital artesanal.


c) Maestros y aprendices


Como acabamos de decir, la organización corporativa era esencialmente piramidal. Se comenzaba siendo aprendiz y se terminaba accediendo al maestrazgo.
El ingreso al rango de los aprendices acaecía durante la niñez o la adolescencia, en el marco de una ceremonia. El hecho implicaba una especie de contrato, no escrito, por lo general, pero certificado por cuatro testigos, miembros de la corporación, dos de los cuales eran maestros y dos oficiales. El maestro aceptaba recibirlo, comprometiéndose a proporcionarle un lugar donde vivir y la debida alimentación, así como a enseñarle el oficio y tratarlo en forma digna y paternal; el candidato, por su parte, prestaba juramento de fidelidad a lo que iba a aprender, obligándose sus padres a entregar una retribución pecuniaria a su protector, según lo fijaban los estatutos, y el mismo joven a un determinado número de años de trabajo, destinados tanto a su propio adiestramiento como a indemnizar al maestro en especie, por la pensión suministrada y por el tiempo otorgado.
Como puede verse, el aprendiz quedaba ligado con su maestro por una especie de pacto bilateral. Siempre ese lazo personal, tan apreciado en la Edad Media, que implicaba obligaciones para entrambas partes, y donde se vuelve a encontrar, traspuesta esta vez al campo artesanal, la doble noción de «protección-fidelidad» que unía al señor con su vasallo. Pero dado que acá una de las partes contratantes era un chico de 12 a 14 años, toda la preocupación recaía en asegurar la protección de que éste debía gozar, y mientras las reglamentaciones mostraban la mayor indulgencia cuando se trataba de los defectos e infracciones del aprendiz, precisaban con estricta severidad los deberes del maestro: no podía éste tomar sino un aprendiz por vez, o a lo más dos, para que la enseñanza fuese personal y fructuosa, y no le era lícito abusar de sus discípulos descargando sobre ellos una parte de sus encargos; asimismo señalaban lo que el maestro debía gastar cada día para la alimentación y el sostenimiento de sus alumnos. En una palabra, el maestro tenía respecto del aprendiz los deberes y las cargas de un padre, y había de velar por su conducta y su comportamiento moral.
Con el fin de que todo esto no quedara en pura exhortación, los maestros se veían sometidos a la visita y control de los jurados de la corporación, que periódicamente inspeccionaban sus talleres donde, entre otras cosas, examinaban la manera como el aprendiz era alimentado, educado e iniciado en el oficio.
Para acceder al nivel superior era preciso haber concluido el tiempo de aprendizaje. Dicho tiempo variaba, por supuesto, según la mayor o menor complejidad del oficio, si bien por lo general no superaba los cinco años. Terminada la preparación, el candidato debía hacer la prueba de su habilidad en presencia del jurado de la corporación, lo que está en el origen de la llamada obra maestra, cuyas exigencias se hicieron cada vez mayores.
Si todo salía bien, el joven se convertía en oficial. Podía entonces solicitar, si así lo deseaba, el permiso de la corporación para hacer un viaje de perfeccionamiento. En caso positivo, el gremio lo proveía de los debidos certificados y todos los maestros del mismo oficio que residían en las diversas ciudades de la Cristiandad habían de recibirlo en su casa como oficial visitante. La afición al simbolismo, tan típica del hombre medieval, determinaba que el viaje debía comenzar un día de primavera, Con la alforja al hombro y el bastón en la mano, el nuevo artesano peregrinaba de ciudad en ciudad, entraba al servicio de quien le parecía mejor, continuaba su camino cuando lo juzgaba oportuno, pasaba por los apremios propios de quien está de viaje, y adquiría acrisolada experíencia artesanal. Así transcurrían varios años de su juventud en una suerte de poético noviazgo con el oficio del que se había enamorado. Hasta que por fin lo vencía la añoranza de su pueblo natal, y se decidía a retornar a su casa.
Allí el oficial constituía una familia y se convertía en maestro, instalando su propio taller, probablemente no lejos de la casa donde había vivido en sus tiempos de aprendiz, ya que era frecuente que en la misma calle se alineasen todos los artesanos del mismo oficio. Entre unos y otros no había rivalidad ni competencia desleal. Cada cual trabajaba para su propia clientela, que solía ser reducida. Tocaba a los dirigentes del gremio regular las relaciones entre los diversos maestros de la corporación, así como las de éstos con sus oficiales y aprendices, determinar los horarios cotidianos de trabajo, los precios que se habían de pagar por las materias primas y lo que se debía cobrar por el trabajo ejecutado.
La corporación no sólo era una comunidad de índole laboral, sino también un centro de ayuda mutua. Entre las obligaciones que la caja de la asociación, alimentada con las contribuciones de sus miembros activos, debía atender, figuraban las pensiones en favor de los maestros ancianos o impedidos, la ayuda a los miembros enfermos durante su tiempo de indisposición y convalescencia, y el sustento de los huérfanos. Asimismo la corporación asistía a sus integrantes cuando estaban de viaje o en caso de falta de trabajo. En la ordenanza de uno de los gremios, el de los zapateros, se lee: «He aquí nuestro reglamento: Si un compañero llega a una ciudad, sin dinero y sin pan, no tíene sino que darse a conocer, y no necesita ocuparse de otra cosa. Los compañeros de la ciudad no solamente lo reciben bien, sino que le proveen gratis el alojamiento y la comida...».
De los centenares de oficios que se encuentran mencionados en el «Livre des métiers» a que aludimos más arriba, si bien la mayoría eran propios de hombres, cinco por lo menos estaban reservados al sexo femenino. Dos tareas, sobre todo, parecían concernir particularmente a las mujeres, por cuanto podían llevarse a cabo con facilidad en el propio hogar, como actividades anejas a las ocupaciones caseras. La primera era la elaboración de la cerveza, que en aquellos tiempos consumían los que no podían permitirse el lujo del vino. La segunda, la hilandería; en todos los grandes centros de tejeduría (Florencia, Países Bajos, Inglaterra...) eran mujeres las que tenían a su cargo los procesos preliminares de dicha artesanía.
Un dicho de la época decía que Dios había dado tres armas a las mujeres: ¡el engaño, el llanto y la rueca!

d) La obra bien hecha


El hombre medieval no consideraba el trabajo exclusivamente como un medio indispensable para ganarse la vida. Según su modo de ver las cosas, implicaba un valor en sí, una actividad realmente meritoria. También en este plano es advertible el influjo de la enseñanza cristiana. Ya S. Benito lo había exigido de sus monjes no sólo para subvenir a las necesidades materiales sino también como un medio de santificación. Cuando el labrador trabajaba su campo, cuando la hilandera enhebraba sus agujas, cuando el orfebre labraba los metales, tenían la conciencia de que estaban realizando una obra noble, que los preparaba para el cielo. Ese desprecio por el trabajo manual que caracterizaría a los hombres del Humanismo y que ha llegado hasta nuestros días, fue totalmente desconocido en la época de la Cristiandad medieval, donde no se distinguía el «artesano» del «artista» (Sobre esta materia cf. mi libro El icono, esplendor de lo sagrado, Gladius, Buenos Aires, 1991, 316-320).
Pero no se trataba, a la verdad, de trabajar por trabajar, sin interesarse por el resultado del trabajo. Los reglamentos que de aquellos tiempos han llegado hasta nosotros descienden a detalles nimios tales como determinar el número de hilos que había de tener la trama de una tela, o el espesor que debían poseer las piedras que se utilizaban para la edificación de una casa. Todo en orden a que la obra resultante fuese lo más perfecta posible.
El influjo de principios superiores, de orden religioso sobre la organización material del trabajo, tuvo consecuencias venturosas para los usuarios, pues garantizó la lealtad del producto. Y también las tuvo para el mismo artesano, pues defendió a la vez la calidad de su alma, su integridad moral (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 332-335).
Asimismo ese influjo religioso determinó un sistema de justicia laboral y social, celosamente custodiado por los maestros-jurados o «guardias del oficio». Porque todos los años, el conjunto de la corporación, o el cuerpo de los maestros, según las costumbres, elegían un consejo formado por los maestros más destacados. Los consejeros electos prestaban juramento –de ahí su nombre de «jurados»– de velar por la observancia de los reglamentos, visitar y proteger a los aprendices/ zanjar los diferendos que podían surgir entre los diversos talleres del mismo gremio, inspeccionar los negocios para controlar las cuentas. Los fraudulentos eran públicamente desenmascarados y su mala mercadería expuesta como tal delante del pueblo. Sus mismos compañeros habían sido los primeros en denunciarlos, ya que sentían que se atentaba contra el honor del oficio, experimentando una suerte de vergüenza colectiva. Los infractores eran puestos al margen de la sociedad; se los miraba como si fuesen caballeros perjuros que hubieran merecido la degradación. Todo intento por monopolizar un mercado, todo conato de entendimiento entre algunos maestros en detrimento de los otros, todo proyecto de acaparar una cantidad demasiado grande de materias primas, era severamente reprimido. Se castigaba también implacablemente el propósito de conquistar la clientela de un vecino, lo que hoy llamaríamos el abuso de la publicidad. Había, sí, una sana competencia, pero en base a las cualidades personales del artesano: la única manera de atraer legítimamente al cliente era hacer el producto más perfecto, más noble que el del vecino, pero a igual precio.
En ese mundo de pequeños talleres se desarrolló una industria firme y activa, sin duda que con un ritmo bien diferente del que caracteriza a la industria moderna. Se trabajaba casi tan sólo a la luz del día, sin el recurso de la iluminación artificial, se descansaba regularmente desde el toque del Angelus, al ponerse el sol, hasta que sonaba la campana del alba. El trabajo se llevaba a cabo con un profundo sentido del deber, sin los apresuramientos de la producción moderna, de modo que la obra elaborada salía sólida y perfecta, tan bien rematada por dentro como por fuera. No deja de emocionarnos aquella frase que un investigador de nuestro tiempo descubrió en una piedra preciosamente tallada que halló en el techo de la catedral de Colonia, en un sitio inaccesible a la vista del hombre: «Si nadie más lo ve, al menos lo verá Dios que está en los cielos». Se trabajaba, es cierto, con gran respeto por las reglas y formas tradicionales, pero ello nada tiene que ver con la uniformidad de la moderna fabricación en serie según moldes estereotipados, ya que en los numerosos y pequeños talleres independientes de entonces desplegaba el hombre una curiosidad y una inventiva jamás conocidas hasta entonces.
A diferencia de lo que acaece hoy, cuando al parecer la única preocupación del productor y, por consiguiente, del comerciante es vender objetos lo más vulgares, prácticos y baratos que sea posible, fabricados exclusivamente con ese propósito para su difusión masiva.. antaño se trabajaba cada pieza en particular, artesanalmente, considerándosela como un objeto independiente, y poniéndose en su elaboración todo el esmero posible, en orden a satisfacer el gusto de los numerosos usuarios que querían pagar en su justo valor la obra de que se tratase. Un abanico, las tapas de un libro, un peine, un tenedor, todas esas cosas pequeñas, como lo prueban las que de entre ellas han llegado hasta nosotros, revelan delicadeza, ingenio, un verdadero buen gusto por parte de su anónimo artífice. Podríase decir, hablando en general, que el artesano medieval hacía un culto de su trabajo, según lo confirman distintos testimonios que encontramos en novelas de gremios, al estilo de las de Thomas Deloney sobre los tejedores y los zapateros de Londres. Cuando estos últimos se referían a su arte lo llamaban «el noble oficio», y aceptaban complacidos el proverbio: «Todo hijo de zapatero es príncipe nato». Es un rasgo típicamente medieval esta altivez del propio estado, en estrecha relación con aquel «orgullo de la obra bien hecha», que refiriéndose a la antigua Francia Péguy tanto alabara.
Actualmente a la gente le importa poco que la canilla que hace girar o la silla en que se sienta sean más o menos hermosas. Pero el hombre antiguo vivía con un ritmo más pausado, se movía entre horizontes más limitados. Y en consecuencia prestaba más atención a las cosas que lo rodeaban. La sociedad de nuestro tiempo ha inventado los objetos «descartables»; para el hombre medieval los utensilios de su casa eran cosas poco menos que sagradas, llenas de historia y rodeadas de cariño, que se transmitían de padres a hijos. Cada objeto tenía su nombre: el herrero diferenciaba uno por uno sus martillos, las campanas de la torre tenían apelativos propios; por el tono del sonido toda la ciudad sabía cuándo tañía la «María», cuándo la «Isabel»...
Entre las numerosas ocupaciones artesanales se encontraban diversas especialidades según las diferentes regiones. Los alemanes del sur se distinguieron de manera especial en el tallado de la madera, como lo muestra palmariamente el primor con que tallaban las puertas de los armarios, labradas en forma de palacios, con cornisas, columnas y ventanas. En el arte textil se destacaron los flamencos, autores de esos tan enormes como espléndidos tapices, con escenas tomadas de la Sagrada Escritura o de los libros de caballerías, sobre un fondo de paisajes o castillos. El arte del cristal prosperó en los talleres venecianos, donde aquellos artesanos supieron infundir al cristal, con su soplo, las formas más exóticas, decorándolo con elegancia incomparable. La confección de lozas y porcelanas encontró su epicentro en los talleres de Limoges.
Un trabajo que así se desposaba con la belleza no podía brotar sino del corazón de un auténtico artista. El artesano era un artista, no sólo mientras confeccionaba su obra sino en todo momento. Cuando el carpintero, por ejemplo, llegada la noche, dejaba ya en reposo su martillo, o cuando el zapatero abandonaba la lezna, no pocas veces dedicaban sus ratos de ocio a componer versos. Se sabe que en Florencia, a la par de una literatura de gran nivel, como la de Dante y Petrarca, existía toda una literatura de carácter lírico, privativa de los artesanos.
En esta misma línea hemos de mencionar las famosas escuelas de «maestros cantores», principalmente en el sur de Alemania. En Maguncia, Nuremberg y otras ciudades, los gremios organizaron competencias culturales con pruebas, grados y exámenes públicos. ¿Cómo se concretaban? Un domingo, por ejemplo, aparecían en la ciudad numerosos carteles– anunciando un certamen de canto en talo cual iglesia, luego de terminados los oficios lítúrgicos. Reuníanse entonces en el templo los miembros del gremio y numerosos espectadores. En presencia de un jurado competente, un tejedor, un panadero, un peluquero, interpretaban sendas canciones cuya letra y música habían compuesto ellos mismos, algunas veces sobre temas teológicos, otras sobre asuntos morales o didácticos, siempre en verso, con alegorías y acertijos. Luego los jueces acordaban los premios correspondientes. Recordemos a este respecto la magnífica ópera de Wagner «Los maestros cantores de Nuremberg»...
Estamos a años luz de aquella época, ahora que el trabajo se ha convertido en algo tan tedioso y tan prosaico. Bien decía Chesterton que se le hacía difícil imaginar un coro de sindicalistas, tanto como un ensamble de banqueros o de prestamistas. Los oficios de hoy han perdido poesía.


e) El espíritu religioso de las corporaciones


Ya hemos señalado cómo las corporaciones, al igual que las demás instituciones medievales, estaban impregnadas de espíritu religioso. Los miembros de las diversas artesanías se asociaban bajo la protección de un Santo que muchas veces había tenido, durante su vida terrena, especial relación con su oficio. Así los carpinteros veneraban a S. José, que había trabajado en el taller de Nazaret; los peleteros, a S. Juan Bautista, que en el desierto se había vestido con pieles de camello; los que se dedicaban a la pesca, a S. Pedro, el pescador de peces y de hombres; los que hacían peines, a S. María Magdalena, la cual, según la leyenda, antes de su conversión, se pasaba todo el día acicalándose su hermosa cabellera; los changadores a S. Cristóbal, quien de acuerdo a la tradición había llevado a Cristo sobre sus hombros. Aquellos trabajadores pensaban que cada uno de los oficios, a semejanza del estado eclesiástico, había sido instituido por Dios para bien de la sociedad.
Los artesanos se complacían evocando sus trabajos en los policromados ventanales que donaban a las capillas laterales de la catedral. Todavía hoy podemos encontrar allí escenas típicas de sus oficios, así como las diversas tareas que realizaban en sus talleres, perennizadas ante los ojos de Cristo o de la Virgen, cuyas figuras coronan el vitral. A veces representaban también fuera del templo sus actividades artesanales, como se puede ver en el campanario de la Catedral de Florencia.
Cada corporación tenía sus propias tradiciones, sus fiestas, sus ritos piadosos, sus diversiones, sus cantos, sus insignias. En las fiestas locales y en las procesiones solemnes, sus miembros se encolumnaban tras la imagen de su santo patrono, desplegando los estandartes del gremio, y confiriendo a la ciudad ese aspecto polícromo, abigarrado y ruidoso, que tanto caracterizó a aquella época.
S. Raimundo de Peñafort y un grupo de teólogos con él relacionados fueron quienes lograron que la celebración del domingo se iniciase el sábado por la tarde, no sólo en Orden a afirmar el carácter sacro del «día del Señor», que litúrgicamente comienza en las segundas vísperas del sábado, sino también para suavizar el régimen del trabajo. El mal llamado «sábado inglés» no es una conquista reciente, como muchos creen, sino una vieja costumbre cristiana abandonada cuando el auge del capitalismo y retomada bajo el influjo de los modernos movimientos obreros.
A veces las corporaciones tuvieron que ver con el orden político. En algunas ciudades, los delegados de los oficios ejercieron verdadera influencia en la dirección de los asuntos comunales, a tal punto que ninguna decisión tocante a los intereses de la ciudad podía ser tomada sin ellos. Un historiador de la comuna de Marsella, M. Bourrilly, afirma que en el siglo XIII los dirigentes de los gremios fueron «el elemento motor» de la vida municipal, a tal punto que se podría decir que en aquel tiempo Marsella tuvo un gobierno de base corporativa (Para estos temas se leerá con provecho R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 64-72).
En lo que toca a Francia, la buena relación de sus reyes con las corporaciones duró hasta la Revolución Francesa. La exaltación desmesurada del individuo y la consiguiente fobia –por las asociaciones intermedias, juntamente con la aparición de los primeros síntomas del capitalismo, hicieron que se viese en la organización corporativa de los oficios una forma de limitación de la libertad. De ahí que dicho régimen fuese abolido por la Convención en virtud de la famosa ley Le Chapelier, dejando al individuo, cada vez más desarmado, frente al Estado, cada vez más omnipotente.

3. La actividad comercial


Dijimos que la Edad Media consideró «trabajadores» por antonomasia a los que labraban el campo. Los artesanos ya fueron vistos como menos dignos de elogio, pero mucho menos los que se dedicaban al negocio de la compraventa.

a) La economía y el surgimiento de las ciudades


Tanto el comercio como los oficios estuvieron especialmente ligados con la ciudad, pero fue sobre todo el comercio el que mayormente comulgó con el nuevo espíritu que ella trasuntaba. Será, pues, conveniente introducirnos en el presente tema refiriéndonos, aunque sea de manera sucinta, al lugar que la ciudad ocupó en la Edad Media.
Las ciudades no son, por cierto, un invento medieval. Ya existían durante el Imperio Romano, si bien habían entrado en franca decadencia con motivo de las grandes invasiones bárbaras, cediendo su primacía a los castillos y aldeas rurales contiguas, defendidas por sus respectivos señores feudales. Cuando la situación dejó de ser tan azarosa, otra vez las ciudades comenzaron a reaparecer. Dicha mudanza se originó principalmente en Italia. Ya desde el siglo X, Venecia había sabido aprovechar las crisis intestinas del Islam y las dificultades de Bizancio, para constituir una flota e irse fortaleciendo cada vez más. Génova y Pisa, por su parte, se consolidaron desde el siglo XI como ciudades poderosas. A fines de dicho siglo, el movimiento provocado por las Cruzadas impulsó más aún el renacimiento municipal, dando origen a diversas industrias, y con ellas, a numerosos centros urbanos como Gante, Arrás, Mesina, Colonia, Maguncia, etc.
De este modo, el mapa de Europa cambió decididamente de fisonomía. Si hacia el año 1000 el campo estaba poblado de monasterios y solitarios castillos feudales, en torno a los cuales se acurrucaban chozas de barro y diminutas aldehuelas, hacia el año 1300 encontramos por todas partes populosas ciudades, a orillas de los ríos, en las cercanías de los puertos naturales, o en torno a los palacios de los príncipes y las residencias episcopales. Este fenómeno provocó una notable transformación social; el dinero fue pasando de manos del noble y del campesino a las del ciudadano, los artesanos y mercaderes comenzaron a ostentar blasones, y la vida intelectual se concentró principalmente en las ciudades. Poco a poco las nuevas urbes se fueron arrogando un alto grado de independencia social y de poder político, al tiempo que comenzaron a desarrollar una cultura propia, justamente en los momentos en que el espíritu caballeresco y monástico comenzaba a declinar. Es verdad que no pocos nobles, príncipes y prelados trataron de enfrentar el poder cada vez mayor de las ciudades, tanto en el norte de Francia como en Italia, en Flandes y en el sur de Alemania. Pero la corriente era irrefrenable. Olas de campesinos abandonaban sus tierras ya sus señores, buscando morada en el amurallado recinto de la ciudad.
Por cierto que esas ciudades no eran como las de ahora. En las calles de las urbes actuales la gente se cruza cada día con una multitud de rostros extraños, y sólo muy de tanto en tanto alguien se topa con algún conocido. Los amigos viven a lo mejor en el otro extremo de la ciudad, y con frecuencia sólo se los puede visitar unas cuantas veces por año, o contentarse con hablarles por teléfono. El hombre de la ciudad actual carece asimismo de contacto personal con los diferentes profesionales que lo atienden o con los comerciantes que lo abastecen. Se siente rodeado de indiferencia, y en medio del tráfago urbano, vive casi como un ermitaño. Las ciudades medievales, en cambio, se asemejaban a los actuales pueblos de provincia. Todo el mundo se conocía y el movimiento de inmigración y emigración era tan escaso que las relaciones entre sus habitantes resultaban mucho más estrechas y duraderas, aun en las ciudades de mayor importancia.
En concomitancia con el fenómeno de resurgimiento de las ciudades es advertible otra importante transformación: la economía fue pasando de la esfera privada a la social y política. Durante la época feudal, a semejanza de lo que acontecía en el mundo clásico, las actividades económicas giraban en torno a la vida hogareña. El padre de familia era el jefe de los que la integraban, al tiempo que organizaba el trabajo de sus miembros en orden a la sustentación económica del grupo. Los hijos y el personal de servicio, aprendices y domésticos en general, completaban lo que hoy llamaríamos «la unidad económica».
A este respecto escribe Marcel de Corte: «Para los griegos, la economía –de oikos, casa– es la actividad de la familia, célula fundamental donde se cumplen las actividades que permiten a los hombres vivir y transmitir la vida. De igual modo que la transmisión de la vida por el matrimonio, la adquisición económica tiene por propósito proveer a la familia de recursos y medios de subsistencia indispensables y por ende pertenece al dominio de lo privado. El Estado se reserva el dominio del orden público... La ciudad agrupa a las familias a fin de darles, más allá de la economía doméstica de subsistencia, un conjunto de bienes excelentes que la comunidad familiar no puede dar: el orden, la paz, el desarrollo del espíritu, las artes, etc. El Estado no tiene por fin específico el problema de atender a la subsistencia de los ciudadanos. Esta usurpación de una faena familiar acusa el avance del estatismo moderno».
Pues bien, esto último es aquello a lo que fue tendiendo, si bien todavía en grado muy incipiente, la concepción económica ligada al renacer de las ciudades, tergiversándose subrepticiamente el sentido más noble de la economía. La burguesía, desdeñosa del pueblo sencillo, comenzó a prevalecer sobre la nobleza. Un vasto movimiento de emancipación sacudió a las ciudades de Italia, Francia y Flandes; y la revolución económica corrió paralela con la revolución municipal.

b) La aparición del burgués


Acabamos de hablar de la burguesía, y no en vano, ya que fue en los últimos siglos de la Edad Media, en coincidencia con el prosperar de las ciudades, cuando apareció la figura del burgués, aquel personaje que llevaría el sello de la vida industriosa, pero también la marca indeleble de su origen plebeyo.
Propio era de la mentalidad del burgués la exaltación de lo utilitario, de lo práctico, de todo aquello que puede pagarse. Frente a la moral del renunciamiento, tan característica del cristianismo monacal, y frente al espíritu heroico, inescindiblemente ligado a la concepción caballeresca, el burgués introduce una ética de nuevo estilo, basada en la búsqueda de la ganancia y del lucro.
Fueron precisamente aquellos dos estamentos, el eclesiástico y el caballeresco, quienes atacaron con más decisión el espíritu burgués, lamentándose de que Frau Geld (Doña Moneda) empezara a regir el mundo. En la figura del gran comerciante florentino Cosme de Médicis –si bien éste nació cuando la Edad Media acababa de cerrarse–, podemos ver personificada la moral egoísta que constituye la base de toda sociedad esencialmente orientada hacia el lucro. Es el negociante ordenado, diligente, aborrecedor de los ociosos, asiduo a su despacho, cotidiana y puntualmente, lleno de iniciativas, sobrio en su vida privada, que dirige la banca paterna y consolida el influjo social de su familia. Codicia, sí, el dinero, pero no apetece menos el poder, casando a sus hijas con jóvenes de la burguesía florentina. Para el logro de sus fines apela a veces, pocas veces, a la fuerza; pero más generalmente prefiere las sutiles vías de la astucia, y en vez de recurrir a los tribunales para que condenen a quienes se alzan contra él, los persigue hábil y fríamente, imponiéndoles tributos cada vez más onerosos, hasta lograr su ruina.
Desde el comienzo la Iglesia miró con desconfianza al burgués, principalmente por la inclinación que en él se iba insinuando de emancipar de la fe su actividad económica. A comienzos del siglo XIV, la tensión entre la Iglesia y el estamento burgués se acrecentó en gran forma por el empalme de la conciencia burguesa con aquella corriente a que aludimos en una conferencia anterior, es a saber, la que se manifestó en las grandes Universidades urbanas, cuando intentaron reflotar el Derecho Romano, encontrándose nuevos argumentos que oponer a las tesis pontificias de la soberanía de la autoridad espiritual, en pro de la total autonomía del orden temporal. El nuevo espíritu, que tanto heriría la cosmovisión medieval, habría de afirmarse precisamente en las ciudades.
No resulta casual que el movimiento de la Iglesia en pro de la valoración de la pobreza, encarnado principalmente en la espiritualidad y la persona de S. Francisco, fuera exactamente contemporáneo de la expansión plutocrática, ni que los Frailes Menores se instalasen justamente en las ciudades. Aunque es cierto que esta acción bienhechora influyó muy positivamente en la reanimación de la fe, no bastó para frenar la evolución hacia el primado de la riqueza y el creciente materialismo.


c) Economía y «lucro»


La Iglesia, a pesar de todo, siguió insistiendo en lo suyo. Su doctrina económica durante la Edad Media estaba tan alejada como era posible de las teorías actualmente en vigencia. Era una economía sin espíritu de lucro, en la que no se buscaba la riqueza por sí misma, una economía que no sacrificaba la gratuidad –el gasto gratuito para la gloria de Dios y la ayuda de los pobres– en aras del ahorro y el acrecentamiento del capital. Fiel a su origen doméstico, era asimismo una economía muy próxima a los hombres, sus beneficiarios directos. El ministro inglés Disraeli hubo de rendirle este homenaje en el siglo pasado: «Nos quejamos ahora del absentismo de los propietarios; los monjes residían siempre, y gastaban sus rentas en medio de los que las producían por su trabajo». La economía medieval propiciada por la Iglesia estaba a mil leguas de la que sustentan los grandes capitalistas, tan alejados de todo contacto con la gente concreta de la cual depende la producción. Durante la Edad Media la economía estaba a la altura y al servicio del hombre.
En su libro sobre la Cristiandad, Daniel-Rops nos ha dejado una buena síntesis acerca del modo como la Edad Media concibió la economía. Hablando en general, nos dice, las nociones de propiedad, de trabajo, de ganancia, no eran consideradas desde un punto de vista meramente económico, como lo son ahora, sino en función de los servicios que podían prestar. La propiedad de las tierras no pertenecía a un hombre por el mero hecho de que las hubiera recibido o comprado, como frecuentemente sucede en nuestros días, en que un propietario sólo puede ser desposeído de ellas en caso de quiebra e incapacidad para saldar sus deudas, pero no si las emplea malo las mantiene improductivas. En la Edad Media sucedía exactamente lo contrario: aunque un señor estuviese abrumado de deudas, en ningún caso podía ser desposeído de su propiedad; en cambio no se veía dificultad en que ésta le fuese confiscada, si se mostraba indigno de su cargo o traidor a su juramento. El principio moral se anteponía al principio económico.
Algo semejante acaeció en lo que se refiere al trabajo. En nuestros días las relaciones laborales entre el patrón y el obrero se reducen esencialmente al principio del salario: el obrero recibe tal cantidad de dinero a cambio de determinado tiempo de trabajo. El hombre de la Edad Media fundaba sus relaciones y justificaba sus servicios laborales sobre presupuestos enteramente diferentes, de fidelidad, de abnegación, de protección y de caridad. Por supuesto que las excepciones podían ser numerosas, y que había avaros y explotadores, pero los principios seguían siendo predominantemente morales y no económicos.
Señala Daniel-Rops que lo que fue exactamente el papel de la Iglesia en este campo, queda de manifiesto en la famosa cuestión del préstamo a interés, o, como decían los teólogos, de la «usura». Esta palabra no designaba únicamente, como ahora, el interés abusivo o superior a la tasa legal, sino, más generalmente, todo interés percibido con ocasión de un préstamo de dinero.
Desde los primeros siglos, la Iglesia se había declarado en contra de este tipo de transacciones. En la época del Imperio Romano, el préstamo a interés era de uso corriente. Pero una vez que el cristianismo comenzó a influir en las costumbres, pareció execrable que un hermano prestara dinero a otro hermano que lo precisara y sacase de ello provecho. ¿Acaso no había dicho el Señor: «Dad los unos a los otros sin esperar nada en cambio» (Lc 6,34)?, argumentaron los Padres de la Iglesia. Las penas canónicas con que se amenazó a los usureros fueron drásticas: a los clérigos la destitución, ya todos, clérigos y laicos, la excomunión. A veces se equiparó en un mismo vituperio la usura y la fornicación. Los nombres de los usureros eran exhibidos en las puertas de las iglesias. Inocencio III aconsejó al poder temporal que castigase sobre todo y más severamente a los «grandes usureros», a modo de advertencia ejemplificadora.
La prohibición del préstamo a interés y de la especulación económica suscitó la aparición de grupos clandestinos o semi-clandestinos, que operaban libremente en dicho campo. Destacáronse en ello principalmente los italianos del norte –los «lombardos»– y los judíos. La importancia de esos grupos se hizo particularmente considerable cuando comenzó a desarrollarse el comercio en gran escala y, juntamente con él, la Banca. El resentimiento que naturalmente brota de los deudores cuando piensan en sus acreedores se volcó de manera especial contra los lombardos y los judíos, sobre todo contra estos últimos, que por no estar sujetos a la jurisdicción de la Iglesia, podían ejercer la «usura» sin que las leyes los alcanzasen. Tal fue la razón de algunos progroms populares...
Con el tiempo la Iglesia iría atenuando la condenación del préstamo a interés. Porque lo que en el fondo quería reprobar era la especulación pura, el dinero logrado sin trabajo ni riesgos. Pero si el prestamista corría algún peligro real de pérdida económica, o si el deudor demoraba voluntariamente la devolución de lo que le habían prestado, ¿no parecía justo que aquél recibiese una indemnización a cambio de ello?
Sin embargo la Iglesia mantuvo la norma: toda ganancia obtenida sin trabajo ni riesgo, simplemente en base a un préstamo de dinero, era inmoral. Por cierto que en varias ocasiones las autoridades de la Iglesia toleraron abusos en este terreno; más aún, algunos Papas tuvieron que recurrir a los banqueros y hasta permitieron administrar las rentas pontificias a gente de pocos escrúpulos. Pero esas fueron las excepciones que confirman la regla. En principio, la Iglesia se opuso con decisión a quienes propiciaban la primacía del dinero; más aún, quiso que también el dinero se sometiese a la doctrina del Evangelio (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 336-340).

d) La figura del mercader


La actividad comercial no tiene, en sí, nada de reprensible. Todas las sociedades han contado siempre con personas dedicadas a la compraventa de productos y mercancías. Sin embargo no deja de resultar curiosa la evolución que a lo largo de la Edad Media fue sufriendo la figura del comerciante. Cuando lo vemos aparecer en escena, advertimos que gozaba de general benevolencia, siendo considerado como un bienhechor de la sociedad, por cuanto viajando de aquí para allá, incluso fuera del propio país, ofrecía, a veces con detrimento de la propia seguridad, todas aquellas mercaderías que eran necesarias a ricos y pobres. Entre un sinnúmero de libros de caballería e historias de santos, ha llegado hasta nosotros una novela anónima, escrita por un poeta alemán, cuyo héroe es justamente un comerciante cristiano, «el buen Gerardo», que emula a los caballeros por su prestancia, por su actitud de hombre de mundo que sabe actuar siempre como corresponde, rivalizando en bondad, modestia y sencillez con los mismos religiosos.
Pero a medida que se fue haciendo menos peligrosa la profesión de mercader y sus bolsos se fueron llenando con siempre mayor rapidez, comenzó a extenderse un sentimiento de antipatía en relación con ellos, coincidiendo en el ataque los caballeros, los artesanos e incluso los sacerdotes. Las arremetidas arreciaron sobre todo en los últimos tiempos de la Edad Media. Los artesanos denunciaban en ellos a los intermediarios encarecedores de sus productos. La literatura los presentó como haraganes que se limitaban a vivir del trabajo de los demás, que nada producían, y que se enriquecían gracias al engaño. Una fábula proveniente de Nuremberg –la de la araña y de la abeja– los estigmatiza sin piedad: la araña se burlaba de la abeja, nos cuenta, porque ésta tenía que trabajar todo el día, mientras que ella se sentaba tranquilamente, envolvía a la presa en su red, y por fin chupaba su sangre. En la abeja –concluye la fábula– ha de verse a aquellos que se alimentan del trabajo de sus manos y comen el pan con el sudor de su frente; al bando de las arañas, en cambio, pertenecen los usureros, los acaparadores, los comerciantes, etcétera. En un libro escrito en Alemania hacia 1250 se decía que sólo había que reconocer tres estamentos de origen cristiano: los caballeros, los clérigos y los campesinos; el cuarto, el de los mercaderes, era obra del diablo.
Como puede verse, una sombra de sospecha se ceñía sobre esta cuestionada profesión, sujeta por cierto a múltiples tentaciones. La gente los veía enriquecerse más y más. Por otra parte, el boato del comerciante era sustancialmente distinto de la magnificencia de las cortes y de los castillos feudales. El mercader se mostraba más insaciable en sus placeres, nunca satisfecho del todo, siempre codiciando. La vida mercantil creaba en poco tiempo fortunas que un artesano jamás hubiera podido alcanzar, fortunas que, por lo demás, podían evaporarse con idéntica rapidez. El temor de que esto último aconteciese es lo que impulsaba a aquellos «nuevos ricos» a aprovechar el tiempo de las vacas gordas, entregándose desbocadamente a los placeres, que había que disfrutar con tanta celeridad como intemperancia. Dante nos dejó un admirable cotejo entre el severo atuendo y sencilla vida doméstica de los nobles de rancio linaje y el lujo chillón ostentado por los comerciantes.
La indiferencia religiosa, o la mezcla de religión y avaricia, y el consiguiente maquiavelismo antes de tiempo, constituyeron también una nota característica de la vida comercial. Venecia, ciudad eminentemente mercantil, no trepidó en concertar, sin mayores escrúpulos, no obstante las severas advertencias de la Iglesia, tratados comerciales con el sultán Saladino y con el Khan de los tártaros; más tarde, la ciudad, con gran escándalo de la Cristiandad entera, entablaría alianza con los turcos, llegando en cierta ocasión a pensar seriamente en llamarlos a Italia, para que la ayudasen en sus luchas contra otros Estados italianos.
Por cierto que hubo también comerciantes virtuosos. Como aquel rico mercader de Bourges, Jacques Coeur, quien en el ocaso de la Edad Media, soñaría con poner su dinero al servicio de la gran empresa mística de la Caballería: «Yo sé que el Santo Grial no se puede ganar sin mi ayuda», decía (!).

III: Los que combaten


En esta conferencia consideraremos el tercer estamento de la sociedad medieval. Junto a los que oran ya los que trabajan, y para defensa de ambos, estaban los bellatores, los que combaten*.
*Hemos tratado extensamente este tema en nuestro libro La Caballería, Excalibur, Buenos Aires, 1982. Tras haber dictado la presente conferencia, apareció la 3ª edición de dicho libro, en Ed. Gladius, Buenos Aires, 1991. En nuestra conferencia abordamos algunos aspectos no incluidos en aquella obra.

1. Historia de la caballería


No es la Caballería una de esas tantas instituciones que han ido apareciendo a lo largo de la historia por iniciativa de la autoridad espiritual o del poder temporal. Si bien, con el tiempo, el estamento de la Caballería pasó a integrar formalmente el tejido constitutivo de la sociedad, su aparición en la escena pública no fue sino el resultado de una respuesta a circunstancias concretas.


a) El origen de la Caballería medieval


Chrestien de Troyes, poeta francés del siglo XII, autor de varias novelas de caballería –entre otras Lancelot, Le chevalier en lion, Perceval, etc.–, dice al comienzo de una de ellas, que lleva como título Cligès: «Por los libros que tenemos, nos son conocidos los hechos de los antiguos y del mundo de antaño. Los libros nos han enseñado que Grecia tuvo el primer premio de la caballería y de la ciencia; después pasó a Roma el conjunto de la caballería y la ciencia, que ahora ha pasado a Francia. Quiera Dios que se mantenga en ella y que tan grato le sea el lugar que no se aleje jamás de Francia la gloria que se ha fijado en ella» (Cit. en G. Cohen, La gran claridad de la Edad Media... 117, nota 5).
Según puede verse, fue al parecer Grecia el lugar en que se originó la Caballería, más propiamente Atenas, donde había un grupo de hombres llamados «eupátrides», a quienes Solón denomina precisamente «caballeros», Otros han preferido ubicar su raíz remota en el ámbito de Roma, concretamente en los allí designados como equites romani, Con todo, y sin negar que tanto Grecia como Roma hayan cobijado en su seno instituciones o grupos que puedan ser considerados cual «antecedentes» del estamento caballeresco, creemos que se va quizás demasiado lejos en la inquisición de sus orígenes. Al menos en lo que se refiere a la concreta aparición de la Caballería en Occidente, nos parece más adecuado remitirnos a los siglos que enmarcaron las invasiones de los bárbaros, principalmente los de estirpe germánica. Los integrantes de esas tribus, que se abalanzaron tan resueltamente sobre los despojos del Imperio Romano, eran toscos y brutales, robando propiedades y haciendas, y asesinando con toda naturalidad y hasta alegría. La Iglesia, al tiempo que atendía a su conversión, trató de ir atemperando el ardor de la sangre guerrera y, más allá de ello, ofreciendo una causa noble al ímpetu hasta entonces tan mal empleado. Les presentó a aquellos guerreros ideales dígnos y sublimes como meta de sus empresas bélicas, les dijo que la fuerza debía ponerse al servicio de la justicia, de la inocencia, de la religión, de los desvalidos. El resultado de dicha actitud pastoral fue asombroso: aquellos hombres feroces acabarían convirtiéndose en caballeros. León Gautier llegó a escribir que «la Caballería es una costumbre germánica idealizada por la Iglesia» (Le Chevalerie, H. Welter, Paris, 1895, 2).
La Caballería aparece así como la fusión de las prácticas de los bárbaros, propias de épocas de hierro y de violencia absurda e incontrolada, con el espíritu sereno y justiciero del catolicismo. Para que dicha síntesis se realizara de manera plena fue preciso, por cierto, que transcurriesen largos siglos, durante los cuales se fue produciendo el encuentro y la subsiguiente simbiosis de las dos grandes tradiciones, la del Norte, germana y bárbara, y la del Sur, romana y católica. De esta síntesis surgió la Caballería. El ataque generalizado de los árabes contra el naciente mundo cristiano fue el detonante que exigió de Occidente la formación de un conjunto estable de guerreros, constituido casi exclusivamente por hombres de a caballo. Luego esta institución se hizo permanente, y no mera respuesta a una emergencia coyuntural. Partiendo, pues, del combatiente cruel y terrible de las hordas bárbaras, capaz de asesinar inocentes y de desafiar al mismo Dios, llegamos al caballero heroico y Cristiano de fines del siglo XI, tal cual lo vemos descrito, por ejemplo, en la «Chanson de Roland». Cuando el Papa Urbano II predicara la Cruzada, lanzando el Occidente católico sobre el Oriente de la tumba de Cristo, caída en manos de los turcos, ya la Caballería era una realidad cumplida. Godofredo de Bouillon, el más grande de los Cruzados, es asimismo el modelo de toda Caballería.
Tal fue el proceso histórico de la institución caballeresca. Raimundo Lulio lo resume en estos términos: Faltó la caridad y la lealtad, y entonces se eligieron los mejores para imponer el orden; luego, para los hombres más nobles, el animal más generoso, el caballo. Así de simple (Cf. Libro de la Orden de Caballería, en Obras literarias de Ramón Lull, BAC, Madrid, 1948, 109-110).


b) La educación de la violencia


Según acaba de verse, aquel cambio se logró principalmente por el influjo de la Iglesia, ¿Cuál fue su pedagogía? Ante todo ha de quedar bien en claro que la Iglesia nunca condenó la guerra y por tanto jamás se opuso a la vida guerrera como tal. Por cierto que la guerra no puede resultar grata a nadie. Más aún, parece terrible para toda persona que no haya perdido el sentido de la realidad. Sin embargo, es un hecho que existen situaciones que la vuelven inevitable. En el estado actual de naturaleza caída, donde la humanidad está sujeta a las consecuencias del pecado original, necesariamente habrá injusticias tales que, a falta de otros medios, el brazo del guerrero se haga imprescindible para restablecer el orden conculcado. Como decía S. Agustín en carta a un general bizantíno: «La guerra se hace para lograr la paz» (cf. Ad Bonifacium, Ep. 189,6: en Obras Completas de S. Agustín, t. XI, BAC, Madrid, 1953, 756). Y por eso la Iglesia no trepidó en hablar de lo que llamó «la guerra justa». En cuanto a las guerras injustas, ya el mismo S. Agustín las había calificado de manera tajante: «¿Qué otro nombre cumple darles que el de gran latrocinio?» (De Civitate Dei, 1. IV, cap. VI: en Obras Completas de S Agustín, t. XVI, BAC, Madrid, 1977, 232).
Así, pues, es falso afirmar que la Iglesia se opuso a la guerra por principio. No sólo no lo hizo sino que además señaló que la profesión militar, si se ejerce de acuerdo a la justicia, es legítima y aun santificante. Para confirmar dicho aserto recurrió al ejemplo del mismo Cristo, quien trató con tanto cariño y hasta admiración al centurión romano que le pedía la curación de su siervo con aquellas palabras conmovedoras: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa...» (cf. Lc 7,1-10). Y destacó cómo S. Pablo no vaciló en describir la existencia del cristiano recurriendo a términos castrenses (cf. Ef 6,13-17). Esa Iglesia, que quiso llamarse a sí misma «Iglesia militante», comparó el compromiso bautismal de sus fieles con el juramento que los soldados prestan a su bandera. En la misma línea, la antigua iconografía representó a Cristo con atuendo de guerrero –el Christus Militans–, que vino al mundo a traer la espada (cf. Mt 10,34).
Pues bien, ahora la Iglesia se encontraba frente a una multitud de guerreros injustos y saqueadores, que recurrían a la violencia para fines depravados, o incluso por el gusto mismo de la violencia. ¿Qué hacer?
Ante todo, ubicar el hecho de la guerra en un nuevo contexto, en su dimensión ética, como reacción última pero gloriosa contra la injusticia. Lejos de lo que en nuestros días se entiende por «pacifismo», un Papa como Gregorio VII declaraba «maldito a cualquiera que se negase a empapar su espada en sangre». Claro que se estaba refiriendo al buen combate, a la lucha por una causa noble, y no a la batalla emprendida por espíritu de venganza o con propósitos bastardos. El Liber feudorum, código cristiano de Caballería, afirmaba formalmente que el vasallo no era traidor si se negaba a ayudar a su señor en una guerra injusta. Fuera de estos casos, el uso de las armas era no sólo autorizado sino hasta recomendado por la Iglesia, pero en nombre de principios superiores: el principio de justicia, que definía al que la conculcaba y le imponía la paz, en caso necesario por la fuerza; y el principio de caridad, que impelía a correr en ayuda del débil injustamente atacado por el fuerte inicuo (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 342-343).
En segundo lugar, apuntar a la mitigación de la violencia misma mediante el recurso a una serie de disposiciones y de arbitrios prácticos que fueron progresivamente aceptados por el conjunto de la Cristiandad. La primera de esas medidas, tomada a fines del siglo X, fue lo que se dio en llamar la Paz de Dios. Al comienzo, las guerras no perdonaban a nadie, destruyéndose todo lo que se encontraba al paso. Gracias a esta estratagema de la Iglesia, por vez primera en la historia se distinguió a los guerreros de las poblaciones civiles, que quedaban al margen de las operaciones militares. Se prohibió terminantemente violar a las mujeres, maltratar a los niños, los labriegos y los clérigos, es decir, a todos los indefensos; las casas de los labradores fueron declaradas inviolables, como lo eran las iglesias. A comienzos del siglo XI se instauró la denominada Tregua de Dios, que reducía la guerra en el tiempo, así como la Paz de Dios la había restringido en el espacio. En virtud de dicha «tregua» todo acto de guerra quedaba prohibido en determinados tiempos litúrgicos: desde el primer domingo de Adviento hasta la octava de Epifanía, desde el comienzo de la Cuaresma hasta la octava de Ascensión, y, durante todo el resto del año, desde el miércoles a la tarde hasta el lunes por la mañana, en homenaje al triduo pascual. ¡Imagínese lo que serían esas guerras fragmentadas, que no podían durar más de tres días seguidos!
Con la ayuda de estas iniciativas la Iglesia fue dando fin a aquel terrible dualismo que había caracterizado a la Edad Oscura, cuando existía un ideal para el guerrero y otro para el cristiano. Una de las grandes glorias de la Edad Media es haber emprendido la educación del soldado, transformando al guerrero, inicialmente feroz, en un noble caballero. El que antes se lanzaba a la batalla atraído por la borrachera de los encontronazos, la violencia y el pillaje, se convirtió en el defensor del débil; su violencia brutal se volvió fuerza armada al servicio de la verdad desarmada; su gusto del riesgo se mudó en coraje consciente y generoso. Era ya la Caballería medieval. Tal como se la encuentra desde el comienzo del siglo XIII, en un auténtico orden, casi un sacramento (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 91-93).
En este largo proceso de educación y cristianización de la violencia, no dejó de influir el hecho de que la Iglesia fuera tomando una participación cada vez mayor en la ceremonia del armado del caballero, elaborando para ello un ritual especial*. De este modo, el ingreso al Orden de la Caballería, juntamente con la decisión que había de caracterizar al caballero de buscar la gloria por medio de hechos hazañosos, trajo aparejado el deber de constituirse en paradigma de los demás en lo que toca a la práctica de las virtudes cristianas**, consagrando su espada al «apoyo y protección de la Iglesia, las viudas y los huérfanos, y como rendido servidor de Jesucristo».
*Sobre el sentido de esa ceremonia no nos extenderemos acá ya que a ello nos hemos referido ampliamente en nuestro libro sobre el estamento caballeresco, donde tras señalar quién era el que confería el Orden de la Caballería, exponemos los distintos rituales que se empleaban para acoger a los candidatos que aspiraban a ingresar en dicho Orden, y el simbolismo de las diversas armas que en su decurso se iban imponiendo al novel caballero: cf. La Caballería, 3ª ed... 78-116.
**En lo que toca a las virtudes propias de la Caballería y al código que regía su actividad –una suerte de Decálogo caballeresco– puede verse ibid., 117-195.
Bien dice R. Pernoud que lo que se esperaba del caballero, no era simplemente, como lo soñó la antigüedad, una especie de equilibrio, un justo medio –mens sana in corpore sano–, sino un máximum. Se lo invitaba a la exuberancia, a superarse a sí mismo, a ser el mejor, el más generoso, ofrendando su persona y su vida al servicio de Dios y del prójimo. «Esas novelas en que los héroes de la Tabla Redonda van sin cesar en busca de la hazaña más maravillosa no hacen sino traducir el ideal exaltante ofrecido entonces a aquel que sentía la vocación de las armas» (Lumière du Moyen Âge... 94). Se les ponía por modelo al arcángel S. Miguel, el primer antepasado de la Caballería, vencedor de las huestes infernales. El estamento caballeresco no era sino el reflejo terreno del ejército de los ángeles que rodeaba el trono del Señor (cf. J. Huizinga, El otoño de la Edad Media… 101).
El ápice donde culminó esta pedagogía ennoblecedora del soldado fueron las «Ordenes Militares», a que nos referiremos enseguida, nacidas al calor de las Cruzadas, la más elevada encarnación del cristianismo medieval, sobre la base del desposorio místico entre el ideal monástico y el ideal caballeresco.
Tal fue la estrecha alianza que se estableció entre la Iglesia y la Caballería. Lo que la Iglesia hizo en el campo intelectual poniendo la razón al servicio de la fe, que no otra cosa fue la Escolástica, lo realizó también en el campo de la milicia elevando el valor humano al heroísmo cristiano.
La Caballería fue la gran pasión de la Edad Media. El mismo adjetivo que de ella se deriva –«caballeresco»– expresa de manera cabal el haz de cualidades que despertaba la admiración general. Basta recorrer la literatura medieval o contemplar las obras de arte que han llegado hasta nosotros, para advertir que tanto en las novelas y en los poemas, como en los cuadros y en las esculturas, surge siempre y por doquier la gloriosa figura del caballero, tan garbosamente representado en la conocida estatua de la catedral de Bamberg (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 95).
* * *
Se han señalado diversas etapas en la historia de la Caballería: la época heroica, la época galante, y la época de la decadencia (cf. al respecto nuestro libro La Caballería, 48-54). Cuando en el resto de Europa se fue desdibujando el ideal caballeresco, en España persistió dicho arquetipo. ¿No fue acaso la Conquista de América un gran acto de Caballería?

2. Las Órdenes Militares


La aparición de tales Ordenes –una suerte de sacralización de la Caballería– constituye una demostración muy elocuente del grado en que la espiritualidad monástica fue impregnando progresivamente los diversos estamentos de la sociedad medieval, incluido el guerrero. Los caballeros de las Ordenes Militares eran una rara mezcla de soldados y de monjes. Sin dejar de ser guerreros, hacían los tres votos religiosos –pobreza, castidad y obediencia–, al que solían agregar un cuarto compromiso, el de consagrarse por entero a la guerra contra los infieles. Acaso ninguna época de la historia nos haya dejado un símbolo tan expresivo y adecuado de su propia espiritualidad.
Las Ordenes Militares incluían por lo general tres clases de miembros: ante todo los sacerdotes, que vivían en los conventos de la propia Orden o acompañaban a los guerreros como capellanes, y que en razón de su estado clerical no combatían en el campo de batalla; luego los caballeros nobles, que se dedicaban, ellos sí, a la guerra, llevando habitualmente vida de campaña; y finalmente los servidores o hermanos legos, que ayudaban a los caballeros en el servicio de las armas o a los sacerdotes en los oficios domésticos. Constituían, como se ve, un reflejo en pequeño de los tres estamentos de la sociedad medieval: los que oran (los sacerdotes), los que combaten (los nobles) y los que trabajan (los hermanos legos).
El comienzo de las Ordenes Militares está inescindiblemente ligado con la epopeya de las Cruzadas, sin las cuales difícilmente hubiesen surgido. Con todo, hay que notar que la mayor parte de ellas nacieron con fines no estrictamente militares o guerreros, sino más bien caritativos y benéficos, para controlar los caminos, proteger y dar morada a los peregrinos, etc. Pero muy pronto las necesidades acuciantes de la guerra, que se prolongaba más allá de lo previsto, hicieron que sus miembros se abocasen directamente al combate.
Aludiremos ante todo a las principales Ordenes Militares, primero a las más universales y luego a las de cuño español, que tienen una relación mayor con nuestros orígenes patrios. Lo haremos valiéndonos de los datos que nos ofrece el P. García Villoslada (cf. B. Llorca, R. García Villoslada, F. J. Montalbán, Historia de la Iglesia Católica, II, Edad Media, BAC, Madrid, 1963, 773ss).
A continuación expondremos lo principal de su espiritualidad, especialmente en base a las enseñanzas de S. Bernardo.

a) Órdenes Militares Palestinenses


Diversas fueron las Ordenes creadas en relación con las peregrinaciones a Tierra Santa o las luchas contra los infieles.
La primera de ellas, cronológicamente hablando, fue la de los Sanjuanistas, o, más precisamente, la Orden Militar de S. Juan de Jerusalén o de los Caballeros Hospitalarios. Fundada por un grupo de mercaderes oriundos de Amalfi, que estaban en Jerusalén, la Orden comenzó por dirigir un hospital bajo la advocación de S. Juan Bautista para recoger a los peregrinos que caían enfermos. Luego se transformaría en Orden Militar, comprometiéndose sus miembros a empuñar las armas en el combate contra los enemigos de la fe. Mucho tiempo después de terminadas las Cruzadas recibirían de Carlos V el dominio de la isla de Malta, de donde su nombre actual de «Caballeros de Malta».
La segunda fue la de los Templarios, fundada por Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Audemar, también para la protección de los peregrinos que llegaban a Tierra Santa. Poco diremos acá de esta Orden ya que enseguida nos referiremos ampliamente a ella, considerando que su espiritualidad, tan influida por la personalidad de S. Bernardo, siendo paradigmática, es la que quizás caracteriza con más perfección al caballero de una Orden Militar.
La última es la de los Teutónicos, que fue fundada durante el curso de la tercera cruzada, teniendo una destacada actuación en la lucha contra el Islam. Cuando uno de sus grandes maestres juzgó que las Cruzadas llegaban a su fin y las huestes cristianas ya no estaban en condiciones de enfrentar a los turcos, lanzó a sus caballeros a la conquista de la Prusia pagana, empresa que culminaría con la conversión de los prusianos al cristianismo. Esta Orden tuvo un tristísimo fin, ya que en 1525, su gran maestre, Alberto de Brandeburgo, se hizo luterano, convirtiéndose su territorio en un ducado protestante.


b) Órdenes Militares Española

s
Las luchas que la España católica debió entablar contra sus ocupantes suscitó también en su territorio la aparición de varias Ordenes. Nombremos ante todo la de Calatrava, nacida particularmente para defender la ciudad del mismo nombre, pero que desempeñó un papel muy relevante en todo el proceso de la Reconquista española. La austeridad de vida de sus integrantes emulaba el monaquismo cisterciense. Participaron activamente en los combates victoriosos del rey S. Fernando; en uno de ellos su gran maestre murió cubierto de gloria bajo los muros de Granada.
Asimismo la Orden de Alcántara, cuya historia corre paralela a la de Calatrava. Fundada por dos caballeros de Salamanca para defender la ciudad de su nombre, importante reducto tomado por los cristianos a los moros en 1214, luego se dedicaron más en general a la protección de los cristianos que residían en la frontera del reino de León contra los ataques de los moros de Extremadura.
Destacóse igualmente la Orden de Santiago de la Espada, cuyos caballeros se abocaron a la custodia del camino de Compostela, siempre amenazado por los numerosos bandoleros que lo asolaban. Tomaron también parte en la Reconquista, ocupando zonas contiguas a Toledo.
Finalmente la Orden de Nuestra Señora de la Merced, cuyo origen fue militar y caballeresco. Fundada inicialmente para la defensa de las costas españolas contra los ataques de los berberiscos, sus caballeros se dedicaron asimismo a visitar los puertos del Africa, en orden a ayudar espiritual y corporalmente a los cristianos cautivos, procurando su rescate, sea a través de dinero, sea ofreciéndose ellos mismos en heroico canje. Desde el siglo XIV la Orden dejó de ser militar y muy ulteriormente sería reconocida como Orden Mendicante.


c) La espiritualidad del monje-caballero


Si los caballeros tenían su espiritualidad propia, ésta brilló de manera mucho más esplendorosa en aquellos que hicieron de la Caballería una forma de vida estrictamente religiosa. Nos referiremos acá de manera particular a la Orden del Temple, ya que ella tuvo el privilegio de haber sido orientada por el mismo S. Bernardo, como lo acabamos de recordar.
Sobre los comienzos de esa famosa Orden tenemos una referencia expresa en una obra del siglo XII, escrita por Guillermo, arzobispo de Tiro, que lleva por título: Historia rerum in partibus transmarinis gestarum (cf. PL 201, 210.888), donde se relatan los diversos emprendimientos llevados a cabo por los príncipes cristianos que estaban «más allá del mar» Mediterráneo, es decir, en Tierra Santa. Es justamente en uno de los capítulos de dicho libro que se narra cómo nació y se desarrolló la Orden de los Caballeros del Temple. «Algunos nobles pertenecientes a la orden de los caballeros –escribe Guillermo–, llenos de devoción, piedad y temor de Dios, poniéndose al servicio de Cristo según las reglas de los Canónigos Regulares, hicieron voto de vivir para siempre en castidad, obediencia y pobreza» (ibid. 526). Estos votos no cancelaban, por cierto, su preexistente vocación caballeresca sino que, agregándose a ella, la sublimaban. Los nobles caballeros, ahora también monjes, «no tenían ni una iglesia ni una casa». Entonces el rey Balduino les cedió temporalmente como morada «la parte meridional de su residencia, adyacente al templo del Señor», por lo que fueron llamados «Caballeros del Templo» o del Temple.
En 1132, tras la aprobación pontificia de la nueva Orden, el gran maestre se dirigió a S. Bernardo pidiéndole consejos espirituales para los suyos. El abad de Claraval le escribió una extensa carta que pasaría a la historia bajo el nombre de De Laude novæ militiæ (Hemos analizado minuciosamente su contenido en nuestro libro La Caballería... 169-175). Dicha epístola, que tan diáfanamente revela la personalidad del Santo, constituye una especie de «teología de la Caballería», o si se quiere, de «mística de la Caballería», sobre la base del carácter de milicia que tiene la vida cristiana, de la fe entendida como combate.
Hace poco hemos tenido la oportunidad de leer con provecho un notable estudio sobre los caballeros del Temple, justamente a la luz de la espiritualidad que les quiso inculcar S. Bernardo (cf. Mario Olivieri, I cavalieri del Tempio, en Gli Annali, Università per stranieri, Firenze, 10, 1988, 27-54. Al término de sus reflexiones, el Autor ofrece en apéndice la traducción italiana del relato de Guillermo de Tiro, una parte del tratado de S. Bernardo, y el texto de la Regla de la Orden). Si bien su autor revela cierta tendencia al esoterismo, no por ello deja de ofrecer interesantes observaciones, de las que vamos a servirnos en esta conferencia.
Los caballeros del Temple son para S. Bernardo el fruto de un admirable encuentro entre el monacato y la caballería. Son monjes-caballeros. Tal es, según él, la conjunción ideal, el monacato hecho milicia, la caballería llevada a su expresión suprema. Porque la lucha que el nuevo caballero habrá de entablar no es parcial sino total. No se limitará a luchar contra el enemigo externo sino que enfrentará asimismo al enemigo interior. Los caballeros de la nueva milicia se distinguen en esto de todos los demás, sea de los caballeros que no son religiosos como de los simples monjes, por ser conjunta e inescindiblemente guerreros en el campo de lo visible y de lo invisible. «A la verdad hallo que no es maravilloso ni raro resistir generosamente a un enemigo corporal con las solas fuerzas del cuerpo. Tampoco es cosa muy extraordinaria, aunque sea loable, hacer guerra a los vicios o a los demonios con la virtud del espíritu, pues se ve todo el mundo lleno de monjes que están continuamente en este ejercicio. Mas, ¿quién no se pasmará por una cosa tan admirable y tan poco usada como es ver a uno y otro hombre poderosamente armado de estas dos espadas y noblemente revestido del cinturón militar?» (De la excelencia de la nueva milicia, I,1; trad. en Obras Completas de S. Bernardo, T. II, BAC, Madrid, 1955, 854. En adelante citaremos la obra según esta edición). El combate es global: contra la amenaza exterior de las armas materiales y contra las asechanzas del demonio en el interior del alma.
Semejante vocación exige que el templario, antes de lanzarse a la lucha exterior para vencer a un enemigo tan concreto como él, logre el dominio de su interioridad. Sólo si alcanza el señorío de sí será capaz de encarar como corresponde el combate exterior, sólo así se lanzará confiado a la batalla. «Ciertamente, este soldado es intrépido y está seguro por todas partes; su espíritu se halla armado del casquete de la fe, igual que su cuerpo de la coraza de hierro» (ibid. I, 1... 854). Hombres y demonios no pueden dejar de temblar ante un hombre protegido con la armadura del guerrero y el poder de la fe.
Este feliz encuentro entre la vida monástica –dominio de sí– y la caballeresca –dominio sobre los demás–, hace que tales caballeros sean a la vez, en expresión de S. Bernardo, «más mansos que los corderos y más feroces que los leones» (ibid. IV, 8... 861). Por eso las Ordenes Militares son para el Santo la expresión más pura de la Caballería, o mejor , su «sacralización». Casi un sacerdocio.
Abundemos, con el abad de Claraval, en las consecuencias de esta extraña simbiosis de dos vocaciones. El progreso en la vida espiritual del caballero en cuanto monje no puede sino repercutir en la eficacia de la lucha exterior del monje en cuanto caballero, dado que el combate interior en orden al dominio sobre sí mismo, posibilita y potencia el combate exterior contra los enemigos de la fe. Por eso el templario ha huido primero del «siglo», se ha encerrado en un convento para cargar su cruz, ya través de la mortificación lograr señorío sobre todas sus pasiones. S. Bernardo considera que la mortificación es el mejor noviciado para el combate exterior. El ejercicio de la humildad le permitirá ir realizando el olvido de su propia persona –perderse a sí mismo–, tan propio del monje y del caballero. En las diversas formas de obediencia aprenderá el abandono de sí y del mundo. El despojo espiritual que le exige la vida religiosa será la mejor manera de alcanzar la completa renuncia de su voluntad, de sus deseos, de su propiedad, a semejanza de Francisco de Asís que se desprendió de sus vestidos para simbolizar su decisión de desapegarse totalmente del mundo. Por la sumisa dependencia respecto de sus superiores en lo que toca a la ropa y al alimento, recuperará la inocencia y la ingenua disponibilidad del niño. Así, mediante el abandono de todo lo accidental en aras de lo sustancial, su alma alcanzará la paz y la serenidad. Será un hombre esencial.
Destaquemos cómo este proceso de gradual desnudamiento del monje-caballero, merced al cual va cayendo todo lo que es superfluo y puramente ornamental, revela una refinada concepción estética del alma, que encuentra su reflejo más logrado en la pureza de la arquitectura cisterciense propiciada por Bernardo, cuya belleza radica precisamente en su misma desnudez. Tal arquitectura, sólida y despojada, responde admirablemente al modelo caballeresco por él soñado.
En el texto de S. Bernardo se recalca asimismo el carácter ministerial del caballero-monje. El templario ha de convertirse en un instrumento vivo de Cristo. Su vida espiritual lo ha ido preparando para ello. Si de veras ha resuelto vivir para Cristo y morir por El, ya no se perderá en el laberinto del egoísmo y de las pasiones narcisistas, ni se pondrá a sí mismo como centro de su acción. De algún modo ha renunciado a su subjetividad, ha renunciado a su yo para que en él viva Cristo, de manera análoga al sacerdote que no obra ya en nombre propio sino in persona Christi. El yo del monje-caballero es sustituido por el yo de Cristo, convirtiéndose de este modo en un instrumento dócil de la voluntad divina, tanto más eficaz cuanto más olvidado de su propia persona. Así como el «enemigo» contra el que lucha encarna en cierta manera al enemigo invisible, de modo semejante él personifica a Dios, encarna la justicia divina, es la espada de Dios.
En su análisis de la espiritualidad que ha de caracterizar al monje-caballero S. Bernardo destaca su disponibilidad para la muerte, su decisión de abrazarse con el riesgo de la muerte. Ya se preparó para ella mediante el desapego a las cosas de esta vida ya la vida misma, a la que ha renunciado de antemano. La mortificación que ha practicado cotidianamente en el monasterio –no olvidemos que la palabra «mortificación» significa «dar muerte», en nuestro caso, a los brotes perdurantes del viejo Adán– florecerá un día en el seno de un encuentro agonal contra el enemigo de la fe, florecerá quizás en su propia muerte física, ofrecida por anticipado.
El largo entrenamiento para la muerte, que es su vida religiosa, lo ha ido librando del espanto de la muerte. «No teme la muerte –escribe S. Bernardo–, puesto que desea morir. Y, en efecto, ¿qué puede hacer temer, sea viviendo o sea muriendo, a aquel cuyo vivir es Cristo, y el morir ganancia?» (ibid. I, 1, 854). Libre de sí mismo, se ha liberado del enemigo interior más perturbador para un soldado cual es «el miedo a la muerte». Y con la desaparición de este miedo esencial, desaparecen todos los otros tipos de «miedo», sea que provengan de preocupaciones, o de angustia por la existencia, o de temor a perder bienes o amistades, o de exagerada solicitud por seguir viviendo, consecuencias, en última instancia, del primado oculto del propio yo. Para el monje-caballero fiel a su vocación, lo transeúnte ya no es merecedor de atención, y por ende se desvanece el miedo, que es justamente preocupación por lo transeúnte y lo mudable. Puesto que «su vivir es Cristo» no se siente acosado por el temor de la muerte natural. Puede morir en cualquier momento histórico puesto que «ya» ha muerto, «ya» ha renunciado a lo temporal para vivir en lo eterno.
Por eso se encamina al combate sin temores o turbaciones paralizantes, indiferente a su posible o probable muerte, sumergido en la voluntad de Dios, con el ojo interior apuntando más allá de lo visible. La muerte se le muestra como un acto pletórico de belleza, divinizante y transfigurador, como plenitud de su anhelo de trascendencia, de su nostalgia de lo eterno, de su vocación al martirio, que disuelve la empiricidad de su vida en la pureza absoluta del ideal.
El caballero se dirige así al encuentro de la muerte, se desposa con la muerte. La muerte es la «dama» de sus sueños. Todos los días de su vida religiosa no fueron sino una paciente preparación, una laboriosa y eficaz purificación para el encuentro con la amada. La monotonía de sus jornadas monásticas, la reiteración de las horas del Oficio Divino, la disciplina siempre igual, lo fue concentrando en la atención y la espera de su muerte. La muerte es su éxtasis, su salida de sí final para entrar en la eternidad.
Pero, aunque resulte obvio decirlo, el caballero no va a la batalla sólo preparado para morir, sino también dispuesto a matar. S. Bernardo une la legitimidad de la muerte del enemigo con la licitud de tomar las armas –como última instancia, se entiende, una vez probadas las otras vías–, y por tanto de la profesión militar. De ahí que el caballero se encamine a la batalla con la conciencia tranquila, dispuesto a matar o a morir. «El soldado de Jesucristo –escribe el Santo Doctor– mata seguro a su enemigo y muere con mayor seguridad. Si muere, a sí se hace el bien; si mata, lo hace a Jesucristo, porque no lleva en vano a su lado la espada, pues es ministro de Dios para hacer la venganza sobre los malos y defender la virtud de los buenos. Ciertamente, cuando mata a un malhechor, no pasa por un homicida, antes bien, si me es permitido hablar así, por un malicida; por el justo vengador de Jesucristo en la persona de los pecadores y por el legítimo defensor de los cristianos» (ibid. III, 4; 857).
De lo dicho infiere S. Bernardo la diferencia abismal que separa al caballero santo del caballero mundano. El caballero «secular» no ha consumado la «mortificación», no ha muerto a sí mismo, lo que busca es la glorificación de su individualidad. A su juicio el honor no se identifica con la virtud, ni brota de ella y del obrar según el orden querido por Dios, sino que es el fruto de la sobrevaloración del propio yo. Carece, pues, de «interioridad», es un soldado puramente exterior. Usa la espada, sí, pero para sus propios fines; no es «ministro» o «instrumento» de nadie más que de su propia vanidad.
El caballero secular es vanidoso porque es «vano», es decir, vacuo, sin riqueza interior, revoloteando siempre en torno a lo superfluo y accesorio, S. Bernardo dice que su militancia es feminoide, porque a semejanza de la mujer busca el ornato exterior. Presa del vértigo de sus pasiones incontroladas, sólo combate para afirmarse a sí mismo. Va a la batalla impelido por turbias motivaciones, impulsado por el fuego fatuo de la ira y la codicia. Su intención torcida todo lo pervierte: sea la victoria –que será siempre el efecto de un homicidio, ya que matar al enemigo injustamente o por intereses bastardos es simple y llanamente un homicidio– sea la derrota –que con la muerte del cuerpo traerá también la muerte eterna. Habiendo puesto su corazón en las cosas del mundo, ya triunfe, ya sea vencido, está destinado a perderse. Siempre peca porque o mata odiando o sucumbe odiando. En el fondo, no es sino una caricatura del auténtico caballero.
Por eso, como dice S. Bernardo, la suya es non militia sed malitia. Para el Santo Doctor sólo hay Caballería verdadera si el que la ejerce es un cristiano cabal, fiel a la doctrina y moral del Evangelio. El que combate sin fe y con intenciones tortuosas, es un obrador del mal, siempre sometido al doble peligro que acecha a la caballería mundana y la hace proclive al pecado: la de matar al enemigo en el cuerpo ya sí mismo en el alma, o la de ser matado por el enemigo tanto en el cuerpo como en el alma. Eso no es milicia sino malicia. «Mas no es lo mismo respecto de los caballeros de Jesucristo, pues combaten solamente por los intereses de su Señor, sin temor de incurrir en algún pecado por la muerte de sus enemigos ni en peligro ninguno por la suya propia, porque la muerte que se da o recibe por amor de Jesucristo, muy lejos de ser criminal, es digna de mucha gloria» (De la excelencia de la nueva milicia III, 4... 857). Trayendo a colación aquel texto del Apóstol: «Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos; de modo que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos» (Rom 14,8), así exhorta S. Bernardo al guerrero cristiano: «Regocíjate, atleta valeroso, de vivir y de vencer en el Señor; pero regocíjate todavía más de morir y de ser unido al Señor. Sin duda, tu vida es fructuosa, y tu victoria gloriosa; mas tu muerte sagrada debe ser preferida con muy justa razón a la una ya la otra. Porque, si los que mueren en el Señor son bienaventurados, ¿cuánto más lo serán los que mueren por el Señor?» (ibid. I, 1... 855).
En la carta que estamos comentando, el abad de Claraval hace algunas referencias al lugar sagrado donde tuvo su sede la Orden de los Templarios. No resulta irrelevante que el nuevo género de caballería haya nacido «en el país mismo que el Hijo de Dios, hecho visible en la carne, honró con su presencia, para exterminar en el mismo lugar de donde arrojó El por entonces a los Príncipes de las tinieblas, con la fuerza de su brazo, a sus infelices ministros, que son los hijos de la infidelidad» (ibid. I, 1 854). El «lugar» y la «función» integran la especificidad de la nueva milicia. Ambos son «sacros»: el lugar, porque santificado y transfigurado por la presencia física de Cristo; la función, por cuanto continúa el designio salvífíco del Señor. Así como el Verbo encarnado triunfó con su luz sobre el poder del Príncipe de las tinieblas, así sus caballeros templarios, colaboradores suyos en la obra de la redención, combaten y vencen a los acólitos de Satanás, continuando a su modo la acción redentora. La Tierra Santa pasa a ser toda ella un templo sagrado, donde se produce el empalme de los nuevos caballeros con la acción salvadora de Cristo.
Un último aspecto digno de ser señalado es el carácter de itinerario sagrado que da su sentido a la militancia caballeresca. En el fondo no es sino una retoma, si bien en un nivel superior, de la condición itinerante y peregrina propia de todos los cristianos, que a partir del renacimiento bautismal deben encaminarse hacia la transfiguración final, a través de las pruebas propias del viaje de la vida. El decurso vital del monje-caballero, impulsado por la nostalgia divina, expresa de manera acabada esa peregrinación del pueblo de Dios, con su mirada puesta en la patria celestial y sus brazos empeñados en la lucha para neutralizar a los elementos hostiles que se interponen en el camino. Siendo la existencia un viaje y la historia un itinerario, su defensa de los peregrinos a Tierra Santa y la protección de los caminos que a ella conducen, constituyen un magnífico símbolo de su vocación de defender a los cristianos de los enemigos exteriores ya la Iglesia de los ataques del demonio.
El hecho de que la sede de esta nueva caballería sea el Templo de Jerusalén, esconde una invitación implícita a hacer de la vida un viaje sagrado. «No dudamos de manera alguna de que esta Jerusalén de aquí abajo es la figura verdadera de aquella que en los cielos es nuestra madre» (ibid. III, 6... 859).

3. La epopeya de las Cruzadas


Donde sin duda se expresó mejor el espíritu idealista de la Caballería, tanto en lo que se refiere a los caballeros en general como a los integrantes de las Ordenes Militares, fue en el decurso de las Cruzadas. Hubo, por cierto, en el desarrollo de las mismas, acciones realmente deplorables, como parece ser inevitable en el obrar humano, pero el impulso fue noble y ennoblecedor .


a) La conquista de Jerusalén


El hombre medieval sintió siempre el llamado y la nostalgia del Oriente. Varios autores han creído poder relacionar las Cruzadas con las peregrinaciones, expresiones ambas de la impaciencia de los límites, ese sentimiento tan típico de la Edad Media, a que antes nos hemos referido. ¿Qué fueron las Cruzadas sino un peregrinaje armado? Ese hombre medieval, tan arraigado a su terruño, tan adherido a su feudo, partía sin embargo con una desenvoltura desconcertante. Sin atender a las molestias que implicaba el largo y riesgoso viaje, se ponía en camino para Compostela o para la Cruzada. Tal disponibilidad era común en aquella época, alcanzando a todos los estamentos y países de la Cristiandad.
Para entender el porqué de las Cruzadas debemos trasladarnos con la mente al mundo oriental, o mejor, a lo que acontecía en el Imperio bizantino. Durante mucho tiempo, las relaciones entre Bizancio y el Islam habían sido relativamente cordiales, hasta el punto de que los Emperadores podían participar sin dificultades en la reconstrucción del Santo Sepulcro, que estaba en manos de los musulmanes, y enviaban trigo a la Siria islámica. Pero hacia el año 1000 la situación cambió radicalmente con la aparición de una tribu proveniente de las estepas del Aral*, que aprovecharía la decadencia en que se encontraban por aquel entonces aquellos muelles árabes de origen persa y la disgregación de su Imperio en principados provinciales. Eran los turcos, de pasta guerrera como pocos, que habían encontrado un caudillo nimbado de leyenda, el príncipe Seldjuq. Y así fue como con los Seldjúcidas se retomó la dormida Guerra Santa musulmana. A mediados del siglo XI entraron en la Mesopotamia y sin encontrar mayor resistencia conquistaron Bagdad. La campaña seguía adelante. Bizancio ya estaba en la mira.
*Propiamente su dominio se extendía a una gran superficie comprendida en el cuadrilátero Siberia, Afganistán, Mar Caspio y Turkestán.
Durante esa ofensiva, que fue bastante prolongada, los cristianos sufrieron dos reveses particularmente dolorosos. En 1064 se derrumbó la Armenia cristiana. Quizás los bizantinos no la defendieron como hubieran debido, posiblemente influidos por el hecho de que los armenios eran monofisitas*. La otra gran desgracia acaeció en el año 1071 cuando los turcos sitiaron Mantzikert, uno de los últimos bastiones armenios todavía en poder de Bizancio.
*La mayor parte de los armenios sobrevivientes se fueron a Capadocia ya las estribaciones del Tauro, donde establecieron una nueva Armenia que más tarde se haría presente en el transcurso de las Cruzadas.
Acudió en su socorro el emperador Román Diógenes quien tras luchar heroicamente acabó siendo capturado por los turcos. La derrota de los bizantinos fue un acontecimiento sintomático ya que demostró hasta qué punto el Imperio de Oriente se había vuelto incapaz de seguir siendo el bastión seguro de la Cristiandad como lo había sido hasta entonces. Sólo podría relevarlo la joven Cristiandad occidental. Como bien escribe Daniel-Rops: «La Cruzada fue la respuesta a la dimisión de las fuerzas bizantinas: 1095 estaba en germen en 1071 y el derrotado Román Diógenes reclamaba a Godofredo de Bouillon» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 496).
Y así sucedió, en efecto. El nuevo emperador Miguel VII se dirigió humildemente al Papa Gregorio VII pidiéndole ayuda militar. El Papa asintió con presteza, exhortando en ese sentido a los Príncipes cristianos. Pero en vano. El momento político era muy difícil y apenas si consentía un esfuerzo conjunto. Mientras tanto los turcos, viendo expedito el camino, seguían avanzando en todas las direcciones posibles. En 1076, penetraban en Jerusalén, noticia que conmocionó a todo el mundo cristiano. Luego fueron ocupando el Asia Menor, entremezclando sus posesiones con las de los bizantinos. En 1081, el turco Solimán se proclamó Sultán, poniendo su capital en Nicea, donde antaño había sesionado el famoso Concilio. Dicho Sultanato perduraría hasta 1302 (cf. ibid., 495-497).
La situación era gravísima. Occidente no podía permanecer impasible. Fue entonces cuando el Papa Urbano II reunió un Concilio en Clermont (1095), donde se hicieron presentes los principales prelados y nobles de la Cristiandad, y solicitó la formación de un cuerpo expedicionario contra el Islam. Ante la voz del Papa, la asamblea entera se puso de pie, y prorrumpió en un grito clamoroso: Deus la volt!, ¡Dios lo quiere!, que resonó por toda la meseta de Clermont, clamor que recogió el Papa para convertirlo en la divisa de la empresa. La gente comenzó a cortar retazos de los mantos y cortinas para hacer con ellos cruces de tela roja, que los voluntarios cosieron sobre el hombro derecho. Esa noche se acabó la tela roja en Clermont.
De aquí vino la denominación de «cruzados», o «señalados con la cruz». Porque no fue sino el signo de la cruz el que guiaría a aquellas falanges. Después de la conquista de Jerusalén, la Vera Cruz los precedería en los combates. Y el canto de guerra de los cruzados sería un himno litúrgico referido a la cruz, el Vexilla Regis prodeunt, que se entona en las Vísperas de la Pasión y en las fiestas de la Cruz, compuesto cuatro siglos atrás por Fortunato, el obispo poeta.
El grito de guerra que atronara Clermont se propagó por toda la Cristiandad, hasta Sicilia, Alemania, España, la lejana Escandinavia, con una capacidad de convocatoria que superaría incluso las previsiones del Papa, y se mantendría en el aire por lo menos durante dos siglos, para irse luego apagando lentamente. «Viose a muchos hombres –dice Michelet– asquearse súbitamente de todo lo que habían amado, y así los barones abandonaron sus castillos, los aldeanos sus campos, para consagrar sus esfuerzos y su vida a preservar de sacrílegas profanaciones aquellos diez pies cuadrados de tierra que habían recogido, durante unas horas, el despojo terrestre de su Dios».
Y así la Cristiandad se puso en marcha, abriéndose una página admirable de su historia. Según R. Pernoud, las Cruzadas representan uno de los puntos culminantes en los anales del Medioevo, una aventura única en su género, llevada a cabo por voluntarios, y por voluntarios procedentes de todos los pueblos de Europa, al margen de cualquier organización centralizada (cf. R. Pernoud, Los hombres de las Cruzadas, Swan, Madrid, 1987, 13).
Se trataba de ir a la reconquista de Tierra Santa. El hombre medieval conocía esa tierra hasta en sus más ínfimos detalles, ya que había sido espiritualmente alimentado desde su más tierna infancia con las Sagradas Escrituras. Todo le resultaba familiar, la cueva de Belén, el pozo de Jacob, el Calvario, los lugares por los que viajó S. Pablo... Los salmos, varios de los cuales sabía de memoria y entonaba en la liturgia, los sermones que escuchaba, las estatuas y vitrales que veía en sus catedrales, todo le hablaba de los Santos Lugares. Por otra parte, en la época feudal, montada toda ella sobre el fundamento de posesiones concretas, parecía obvio que la Tierra del Señor fuese considerada como el feudo de la Cristiandad; pensar lo contrario hubiese implicado en cierta manera una injusticia (cf. ibid., 24).
Algunos historiadores modernos han asignado a las Cruzadas razones únicamente de índole económica. Pero, como bien señala R. Pernoud, semejante interpretación no es sino el fruto de una extraña transposición al pasado de la mentalidad de nuestra época, que todo lo ve a la luz de ese prisma (cf. ibid., 41). Mucho más cerca de la realidad estaba Guibert de Nogent, abad benedictino del siglo XX, cuando en su «Historia de las Cruzadas» aseguraba que los caballeros se habían impuesto la tarea de reconquistar la Jerusalén terrena con el fin de poder gozar de la Jerusalén celestial, de la que aquélla era imagen. Es de él la célebre frase: Gesta Dei per francos, en razón del gran número de franceses que intervinieron en la epopeya.
Las Cruzadas iban a durar casi hasta fines del siglo XIII, y durante su entero transcurso estarían en el telón de fondo de todos los acontecimientos de la época, fueran éstos políticos o religiosos, económicos o artísticos. Se suele hablar de ocho cruzadas, pero de hecho no hubo un año en que no partiesen de Europa contingentes más o menos numerosos de «Cruzados», a veces sin armas, conducidos sea por señores de la nobleza, sea por monjes. Por eso parece acertada la opinión de Daniel-Rops de que no es adecuado hablar de «las Cruzadas», sino más bien de «la Cruzada», único y persistente ímpetu de fervor, ininterrumpido durante dos siglos, que arrojó a lo mejor de Occidente de rodillas ante el Santo Sepulcro (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 538).
La primera oleada de la marea fue tan incontenible que la jerarquía de la Iglesia no pudo mayormente influir sobre ella. Fue la Cruzada popular, convocada por un religioso de Amiens, Pierre l’Ermite (Pedro el Ermitaño), hombre carismático y austero, a quien siguió toda clase de gente: algunos caballeros, por cierto, pero también numerosos mendigos, ancianos, mujeres y niños. Esa caravana de gente humilde que se pone en camino para reconquistar un pedazo de tierra entrañable, es un fenómeno único en la historia. Recordemos que en la Edad Media la guerra era prerrogativa de la nobleza y de los caballeros, y por eso resultaba tan exótico que aquellos aldeanos apodados paradojalmente «manants», es decir, los que «se quedan», se transformasen súbitamente en guerreros. La historia empezaba a convertirse en epopeya. Militarmente hablando, el proyecto de Pierre l’Ermite acabó en un resonante fracaso, como era de esperar. Sin embargo no lo consideraron así sus contemporáneos. Porque, según señala con acierto R. Pernoud, en aquellos tiempos no se esperaba necesariamente que el héroe fuese eficaz. «Para la antigüedad, el héroe era el vencedor, pero, como se ha podido comprobar, las canciones de gesta ensalzan no a los vencedores sino a los vencidos heroicos. Recordemos que Roldán, prácticamente contemporáneo de Pierre l’Ermite, también es un vencido. No debemos olvidar que nos hallamos ante la civilización cristiana, para la cual el fracaso aparente, el fracaso temporal y material, acompaña a menudo a la santidad, a la par que mantiene su fecundidad interna, fecundidad a veces invisible de inmediato y cuyos frutos se manifestarán posteriormente. Tal es, no lo olvidemos, el significado de la cruz y la muerte de Cristo. En ello estriba toda la diferencia entre el héroe pagano –un superhombre– y el héroe cristiano, cuyo modelo es el crucificado por amor» (Los hombres de las Cruzadas... 55-56).
Sea lo que fuere, al mismo tiempo que Pierre l’Ermite lanzaba sus turbas, los nobles preparaban la cosa con seriedad, constituyendo varios cuerpos de ejército. El primero de ellos estaba formado por belgas, franceses y alemanes. Su jefe era el duque Godofredo de Bouillon, un hombre espléndido desde todo punto de vista, fuerte, valiente, de un vigor extraordinario, a la vez que sencillo, generoso, y de piedad ejemplar, el paradigma del Cruzado auténtico, casi un Santo. Las crónicas relatan que cuando entró en Jerusalén el año 1099, se negó a aceptar el título de rey de Jerusalén, por no querer ceñir corona de oro allí donde Jesús había llevado corona de espinas. Cuando murió, en 1100, su hermano Balduino tendría menos escrúpulos, y con él comenzaría formalmente el Reino Franco de Jerusalén.
No tenemos tiempo, ni viene aquí al caso, relatar detalladamente el desarrollo histórico de las Cruzadas. Contentémonos con destacar algunos de sus aspectos más ilustrativos del espíritu que las impulsó. Como dijimos anteriormente, la entera Cristiandad se sintió galvanizada por el ideal de las Cruzadas. Hasta un espíritu tan apacible y sereno como el de S. Francisco, no ocultó su entusiasmo por la empresa. Ya desde su juventud, se había sentido deslumbrado por el estilo de vida caballeresco, que llegaba entonces a la península italiana a través de los Alpes. Ahora bien, su conversión, lejos de hacerle abandonar aquellos ideales en aras del ascetismo monástico tradicional, les confirió una nueva significación que inspiró toda su misión religiosa. Los ideales de su fraternidad se basaron más en los de la caballería romántica que en los del monasticismo benedictino. No puede resultar insólita la atracción que ejerció la tierra donde nació y murió Nuestro Señor sobre aquel que quiso tomar el Evangelio al pie de la letra. Sus Hermanos Menores constituirían una suerte de Caballería espiritual, un grupo de «Caballeros de la Tabla Redonda, juglares de Dios», dedicados al servicio de la Cruz y al amor de la Dama Pobreza, que llevarían a cabo hazañas espirituales sin temor a los riesgos y peligros que pudiesen encontrar en su senda, teniendo como único norte el servicio del amor (cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media... 214). Dice R. Pernoud que S. Francisco encarna al mismo tiempo al pobre y al caballero, es decir, las dos fuerzas que reconquistaron Jerusalén (cf. Los hombres de las Cruzadas... 240).
En 1219, los cruzados que sitiaban Damieta, ciudad cercana al Nilo, vieron llegar un día, según cuenta Jacques de Vitry*, a «un hombre sencillo y no muy culto, pero muy amable y tan querido de Dios como de los hombres, el Padre Francisco, fundador de la Orden de los Menores». Tras convivir por algún tiempo con los caballeros cruzados se propuso nada menos que pasar al campamento de los mismos infieles. Cuando los caballeros se enteraron de semejante decisión, a todas luces temeraria, no podían contener la risa. Pero Francisco persistió en su idea, y en compañía de Fray Iluminado, se dirigió hacia las líneas enemigas. Al verlos, los centinelas musulmanes se abalanzaron sobre ellos, dispuestos a apalearlos. Entonces Francisco comenzó a gritar: «¡Sultán! ¡Sultán!». Creyendo los guardias que se trataba de parlamentarios, luego de encadenarlos, los condujeron hasta donde estaba el Sultán. Los frailes, sin más trámite, lo invitaron directamente a convertirse al cristianismo. Al Sultán le cayeron en gracia pero, como era previsible, no aceptó la invitación. Y los hizo acompañar de nuevo al campamento cristiano. Relatamos esta anécdota sólo para mostrar cómo también los Santos vibraron con el tema de las Cruzadas.
*Jacques de Vitry, autor del siglo XIII, era cardenal e historiador, famoso por haber predicado la cruzada contra los albigenses. Escribió una obra bajo el título de «Historia occidental».
Una de las formas más asombrosas que tomó esta epopeya a comienzos del siglo XIII fue la que se llamó Cruzada de los Niños. El hecho tuvo su origen en la convocatoria de un pastorcito, Esteban de Cloyes, quien aseguró que el Señor se le había aparecido y le había dado la orden de liberar el Santo Sepulcro. Lo que los caballeros se habían mostrado incapaces de realizar lo harían ellos, los niños, con sus manos inocentes. Como en los días de Pierre l’Ermite, miles de adolescentes se enrolaron en las filas de Esteban y tomaron la Cruz. A pesar de la prohibición del rey de Francia, los jóvenes cruzados atravesaron dicho país y llegaron a Marsella, donde se embarcaron en siete galeras; dos de ellas naufragaron y otras dos llegaron a Argelia, donde los adolescentes fueron vendidos como esclavos. También en Alemania se organizó poco después una Cruzada semejante, pero los que la integraban acabaron dispersándose, agotados y hambrientos, por los caminos de Italia. «Estos niños nos avergüenzan –exclamó Inocencio III, cuando se enteró de tales sucesos–; nosotros dormimos, pero ellos parten...».
Entre la inmensa multitud de los caballeros que se incorporaron a las Cruzadas destaquemos algunas figuras relevantes, por cierto que bien diferentes entre sí. Un cruzado cuyo recuerdo se hizo legendario, no sólo entre los cristianos sino también entre los infieles, fue Ricardo Corazón de León, así llamado por su coraje a toda prueba y sus proezas sin cuento. Cuando las madres árabes querían hacer callar a sus hijos pequeños, les amenazaban con llamar al «rey Ricardo», una especie de «hombre de la bolsa». Un cronista que lo acompañaba en sus expediciones relata esta simpática anécdota que lo pinta de cuerpo entero. En cierta ocasión, Ricardo se había parapetado tras un olivar para atacar por sorpresa al enemigo. «Hasta allí llegó un clérigo / Para hablar con el rey, / Llamado Hugo de la Mare, / Quien le dio un consejo al rey / y le dijo: Huid, señor, / Son demasiado numerosos. / –Señor clérigo, ocupaos de vuestros asuntos, / Le dijo el rey, no os entrometais: / Dejadnos a nosotros la caballería. / ¡Por Dios y por Santa María!». Y tras haber puesto al buen clérigo en su sitio, arremetió y venció... (Cit. en R. Pernoud, Los hombres de las Cruzadas… 211ss).
R. Pernoud se detiene en otras dos figuras, casi opuestas entre sí. La primera es Federico II Hohenstaufen. Este curiosísimo personaje, que se embarcó en una Cruzada luego de haber sido excomulgado por el Papa, y que a diferencia de tantos predecesores suyos logró éxito tras éxito, hasta poder entrar en Jerusalén y coronarse a sí mismo en el Santo Sepulcro, poseía un verdadero harén en el que había sobre todo mujeres moras. Sus estrechos lazos de amistad con los musulmanes lo hicieron sospechoso de haberse convertido en secreto al islamismo, acusación no suficientemente fundada, ya que lo que al parecer más apreciaba del Islam no era tanto su doctrina cuanto la voluptuosidad de las costumbres musulmanas. Singular figura la de este Emperador que en pleno siglo XIII preanuncia, como algunos lo han señalado, el estilo de los príncipes del Renacimiento, tal y como lo delinearía Maquiavelo. En nuestro siglo ciertos historiadores lo han cubierto de elogios, creyendo ver en él al precursor del «déspota ilustrado», escéptico, tolerante, culto, en resumen, un soberano de ideas «modernas» perdido en el mundo feudal (cf. ibid., 248-250).
En contraposición al emperador Federico, R. Pernoud destaca la figura del rey S. Luis, a quien presenta corno el «perfecto cruzado» frente al «cruzado sin fe»*. Su visión de las personas y de los acontecimientos fue eminentemente sobrenatural, en perfecta fidelidad a la mística propia de la Caballería, tal cual la enseñara S. Bernardo. A diferencia de Federico II, siempre victorioso, S. Luis sólo conoció la derrota en el campo militar. Algunos lo han atribuido a su escasa preparación castrense ya su falta de previsión. R. Pernoud sostiene lo contrario: S. Luis, afirma, preparó su campaña con toda seriedad, siendo la suya una cruzada de ingenieros al mismo tiempo que de héroes y de santos. Los azares de la vida hicieron que fracasase una empresa que todo parecía destinar al éxito (cf. ibid., 279). Este rey, que combatió a los infieles en dos campañas, muriendo en la demanda, fue honrado en la memoria de los sarracenos, del mismo modo que Saladino lo fue en la de los cristianos.
*Se leerá con provecho el magnífico capítulo que R. Pernoud dedica a S. Luis como cruzado arquetípico (cf. ibid., 261-281). El gran rey murió en Túnez y sus restos fueron trasladados a Francia y depositados en la iglesia abacial de Saint-Denis, donde estuvieron hasta que fueron profanados durante la Revolución Francesa.
Señalemos otra gran figura, la del rey de Jerusalén, Balduino IV, un joven simpático y atractivo, de espíritu indomable, corajudo como el más atrevido caballero. Un día en que estaba jugando a la pelota, cayó ésta en medio de un arbusto espinoso, y cuando intentaba sacarla de allí comenzó a sangrar, pero sin sentir dolor alguno. Era lepra, De nada sirvieron los remedios. El reinado de este muchacho (1174-1185) no fue sino una penosa agonía, en que la enfermedad avanzaba día a día, minando todo su cuerpo, su cara, sus ojos. Sin embargo, con un heroísmo sólo atribuible a la fe, aquel joven guerrero enfrentó al enemigo con valor realmente sobrehumano. En la batalla de Montgusard, uno de los hechos bélicos más sorprendentes de las Cruzadas, el rey leproso de 17 años, al frente de 500 caballeros, hizo huir a miles de kurdos y sudaneses encabezados nada menos que por Saladino. Mientras pudo mantenerse a caballo siguió dirigiendo a los suyos. Luego, cuando sus fuerzas lo abandonaron, se hacía llevar al combate en una litera a fin de que sus hombres pudiesen verlo. Murió a los 24 años y fue enterrado en las cercanías del Santo Sepulcro.
El último bastión de la resistencia en los momentos finales de las Cruzadas fue San Juan de Acre, donde los guerreros cristianos escribieron su suprema página de gloria. Rodeados por todas partes, atacados sin respiro por una contundente artillería de balistas, exangües por falta de alimentos, privados de todo auxilio posible, resistieron durante un mes y medio, sin otra perspectiva que la de salvar el honor. El fin de aquel último islote cristiano recuerda el comienzo heroico de las Cruzadas y el arrojo de Godofredo de Bouillon. Contratacando de manera ininterrumpida, se superaron unos a otros en muestras de épico coraje, hasta que por fin cayeron como héroes ante el empuje incontenible del enemigo abrumador. De los Templarios quedaron diez, de los Hospitalarios, siete, de los Teutónicos, ninguno. Los vencedores entraron a saco, masacrando a todos los que se ponían a su alcance, principalmente a los sacerdotes. Había de repercutir en toda la Cristiandad el admirable ejemplo de aquel grupo de dominicos, de temple caballeresco también ellos, que murieron de rodillas entonando la Salve.
Si consideramos las Cruzadas en su conjunto advertimos que hubo en su transcurso gestos heroicos, llenos de nobleza, y otros despiadados, terriblemente crueles. Ya se sabe que siempre las guerras sacan a la superficie lo más noble y lo más ruin del hombre, el ángel y la bestia. No sería, pues, exacto pensar que todo en las Cruzadas merece alabanza. Página de horror y de sangre fue, por ejemplo, la masacre que siguió a la primera toma de Jerusalén, de la que los mismos vencedores no pudieron menos que avergonzarse. Fue asimismo deplorable la ocupación de Constantinopla, en 1204, a pesar de que el Papa hubiese mostrado su categórica oposición a dicha medida; es cierto que los bizantinos, llenos de artimañas, pocas veces jugaron limpio con los cruzados, pero ello no justifica lo que sucedió, como entrar a caballo en la basílica de Santa Sofía y otros actos vandálicos. Resultó también lamentable la creación del Imperio Latino de Oriente, con sede en Constantinopla, así como su latinización a ultranza, experiencia que, por cierto, duraría pocos decenios, pero que no por ello dejaría de intensificar el odio que ya existía entre Constantinopla y la Cristiandad occidental, alejando aún más toda posibilidad de reunión.
¿Constituyeron las Cruzadas un fracaso? Militarmente hablando, el balance fue desastroso. Sin embargo, como hemos dicho hace un rato, para los espíritus más nobles de la época lo importante no era tanto el éxito como el buen combate. Viene aquí al caso un notable texto de Huizinga, si bien no sería correcto generalizar en exceso su aplicación: «Justamente por haberse hecho sentir en tan grande medida el ideal religioso-caballeresco en la apreciación de la política oriental puede explicarse hasta cierto grado el escaso éxito de la lucha contra los turcos. Las expediciones, que exigían ante todo un cálculo exacto y una preparación paciente, eran proyectadas y llevadas a cabo en un estado de sobreexcitación que no podía conducir a ponderar tranquilamente lo asequible, sino a confeccionar un plan novelesco que o había de resultar infecundo o podía tornarse fatal... Donde resalta más claramente el conflicto entre el espíritu caballeresco y la realidad es en los casos en que el ideal caballeresco trata de hacerse valer en plena guerra. Este ideal puede haber dado forma y fuerza al espíritu bélico, pero lo cierto es que sobre el arte de la guerra ejercía por lo regular un efecto más pernicioso que favorable, pues sacrificaba las exigencias de la estrategia a las de la belleza de la vida. Los mejores generales, y hasta los reyes mismos, expónense a peligros de una romántica aventura guerrera» (El otoño de la Edad Media… 149.156).
Además no hay que olvidar que fue gracias a las Cruzadas, más que a cualquier otro acontecimiento de aquella época, que la Cristiandad tomó conciencia de su unidad. Por encima de las reales diferencias que distanciaban a los diversos pueblos, aquellos hombres comprendieron que existía una realidad superior, algo que los unía a todos bajo la conducción del Papa, de lo que el minúsculo Reino de Tierra Santa era como el vínculo simbólico. Asimismo debe quedar bien en claro que, a pesar de todas las miserias y ruindades de algunos de los cruzados, a pesar de los vandalismos a que aludimos, lo principal fue el testimonio positivo y heroico que dieron los mejores de ellos, ofreciendo a la sociedad verdaderos paradigmas de coherencia e intrepidez.
Durante el desarrollo de las Cruzadas, la conversión de los infieles se consideraba como una consecuencia de la presunta victoria por las armas; se veía, ella también, bajo la forma de cruzada. Ante el fracaso militar, fue sobretodo S. Raimundo de Peñafort quien entendió que para conquistar el alma de los infieles había que recurrir a otros procedimientos: predicarles la verdad, para que la conociesen; predicarles en su propia lengua, para que la entendiesen; y para que la amasen, indicarles el camino «mediante el sacrificio de la propia vida», expresión suprema del amor. Sus proyectos encontraron amplia resonancia. Baste para probarlo que fue inspirándose en él que Sto. Tomás escribiría su espléndida Summa contra gentiles. ¡Extraña derivación de las Cruzadas! Sea lo que fuere, es innegable que las Cruzadas marcaron a fuego el espíritu de la Cristiandad medieval. Durante mucho tiempo, aun siglos después, el Occidente conservaría la nostalgia de la Cruzada. A comienzos del siglo XIV, algunos príncipes soñaron con retornarla. Y cuando Juana de Arco, ya en el siglo XV, escribiera a Talbot, jefe del ejército inglés, su célebre carta, invocaría también el espíritu de las Cruzadas, para instar a los ingleses a dar por terminada la lucha fratricida y reanudar, juntamente con los franceses, la gran empresa interrumpida. Como escribe Daniel-Rops: «Que la misma palabra de Cruzada tenga todavía hoy el sentido de empresa heroica realizada con una intención pura y noble al servicio de una gran idea, es cosa que no carece de significación» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 591).


b) La Reconquista de España


Si bien la Reconquista de España es incluible en el marco general de las Cruzadas, merece un tratamiento aparte por cuanto sigue carriles diversos, y sobre todo porque tiene para nosotros un particular interés ya que está en los orígenes de nuestra historia patria. Entre la invasión de los musulmanes a la Península, el año 711, y el último acto de la Reconquista, la toma de Granada, el año mismo en que las carabelas de Colón avistaban América, transcurrieron más de siete siglos, a lo largo de los cuales se fue perfilando la conciencia nacional española, y en ella alboreando la nuestra.
Podríase decir que la secular guerra por la Reconquista de España comenzó con las campañas de Carlomagno. No parece haber solución de continuidad entre la guerra llevada a cabo por el gran Emperador, quien logró que tanto Barcelona como la Marca Hispánica fuesen recobradas para la Cristiandad, y los ulteriores combates capitaneados por los españoles (cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media… 237-239).
La historia de la lucha que los cristianos de España, ayudados por muchos de sus hermanos en la fe de toda la Cristiandad, entablaron con tan notable perseverancia para arrancar su tierra de las manos del Islam, es realmente conmovedora. Pensemos que se extendió cubriendo el entero ciclo de la Edad Media, y aun después de que éste hubiese terminado. Si es cierto que los dos adversarios no ahorraron crueldades, no lo es menos que los cristianos escribieron páginas de increíble sublimidad, donde el heroísmo se desposó con el espíritu de sacrificio, y ello en un grado quizás más alto que en las mismas Cruzadas a Tierra Santa.
Según nos lo relata el Poema del Mío Cid, los moros se lanzaban al combate gritando «¡Mahoma!», y los cristianos, por su parte, «¡Santiago!», lo que manifiesta el carácter eminentemente religioso del enfrentamiento. Tratóse de una guerra santa contra otra guerra santa, de la lucha de la Cruz contra la Media Luna. Así lo entendió la Iglesia que, desde sus comienzos, alentó, bendijo y ayudó la epopeya de la Reconquista. En 1063, el Papa Alejandro II concedía indulgencia general a los caballeros franceses que se ofrecieran a ayudar a sus hermanos españoles.
Fue lo que se llamó «la Bula de la Cruzada» o Bula Eos qui in Hispaniam. Pensemos que todavía no había empezado la Cruzada a Tierra Santa, de modo que lo de España fue, de hecho, su prólogo. Por eso cuando la campaña hacia el Oriente comenzó a desplegarse, la lucha por la Reconquista de España se mostró como un capítulo de aquélla, como uno de sus flancos; combatir en España pareció tan glorioso y meritorio como hacerlo en Palestina. Juntamente con el apoyo del Papa, propiciaron esta empresa sagrada las grandes Ordenes Religiosas como el Cluny y el Cister. Al fin y al cabo el combate en España no podía dejar de interesar a toda la Cristiandad, entre otras cosas por el hecho de que en él se jugaba el destino de una de las peregrinaciones más preciadas, la de Santiago, quien no en vano cargaba a la cabeza de los ejércitos de la Reconquista. La lucha en favor de Compostela era sustancialmente idéntica a la que se entablaba contra el Islam. Los enemigos eran los mismos.
A la llamada de la Iglesia, a la convocatoria de las Ordenes Religiosas, fueron innumerables los voluntarios que se incorporaron, y ello a lo largo de varios siglos. La Reconquista resultó, así, una empresa de la Cristiandad al mismo tiempo que un soporte del patriotismo español; gracias a ella la hispanidad adquirió conciencia de sí misma y de sus altos destinos.
No podemos exponer, tampoco acá, los diversos avatares de esta secular contienda. Pero destaquemos al menos sus momentos esenciales, ayudándonos del compendio que nos ofrece Daniel-Rops. En el siglo XI los musulmanes se encontraban profundamente divididos. Porque no había un Estado musulmán sino una federación de 23 minúsculos Estados o «Taifas». Aprovechando la situación, Fernando I el Grande (1033-1065) comenzó a asediar, uno tras otro, a los pequeños Taifas de Toledo, Zaragoza y Badajoz; el rey de Sevilla, atemorizado, se le sometió. A la muerte de Fernando, uno de sus hijos, Alfonso VI (1065-1109) retomó la ofensiva, volviendo locos a los musulmanes. Tras 25 meses de sitio entró en Toledo, esa ciudad tan querida para los cristianos, que había sido sede de varios Concilios en la época de la España visigótica, asumiendo el pomposo título de Toleti Imperii rex et magnificus triumphator. Más tarde, llegando a las playas de Tarifa, metió su caballo en el mar, en el mismo lugar donde en el siglo VIII habían desembarcado las primeras avanzadas del Islam, como si quisiera lanzarse al ataque del Africa, mientras exclamaba en alta voz: «¡He llegado hasta el último confín de España!».
El golpe que con estas victorias recibió el Islam fue sumamente grave. El dominio musulmán de España parecía a punto de desplomarse. Pero entonces, un dramático acontecimiento cambió el curso de la historia. A miles de kilómetros de Europa, muy al sur del Sahara, se había gestado, hacia el año 1035, una revolución religiosa entre los Tuareg, nómadas del desierto, semejantes por sus costumbres y su ferocidad a los mogoles. Los emires de España, acosados por Alfonso VI, dirigieron sus ojos aterrados hacia aquellos guerreros, a quienes los cristianos llamarían Almorávides, y solicitaron su auxilio, si bien con cierto temor, pues sospechaban el peligro que semejante alianza podía implicar para la independencia de sus pequeños Estados. El hecho es que, a raíz de ello, desde 1083 la situación militar en la Península quedó completamente trastocada. En pocos años los Almorávides triunfaron sobre los antiguos ocupantes e implantaron su rígida autoridad. En lugar de las consabidas escaramuzas, los cristianos tendrían ahora que hacer frente a un pueblo magníficamente guerrero, que se creía el portavoz auténtico del Profeta. Los primeros encontronazos fueron fatales para los cristianos y Alfonso debió retirarse precipitadamente.
Ya no se podía pensar más en expulsar a los musulmanes sino de salvar lo que restaba de la España cristiana. Se organizó, así, la resistencia, un poco al modo de comandos, polarizada en torno a un héroe, Rodrigo Díaz de Vivar, que la historia y la literatura épica nacional conocerían bajo el nombre de «Cid Campeador». Su valor, sus hazañas y sus victorias galvanizaron a la España alicaída, convirtiéndose en el símbolo viviente de la resistencia contra los Almorávides. Campidoctor, doctor de la guerra, lo denominaban los cristianos latinistas; «Sid», Señor, lo llamaban los musulmanes. Tras llevar a cabo increíbles hazañas, murió en 1099, el año mismo en que los cruzados entraban por primera vez en Jerusalén. Tan grande era el temor que el Cid inspiraba en sus enemigos que cuando un poco más tarde los cristianos debieron evacuar Valencia, llevando su valerosa viuda, doña Jimena, los restos de aquel gran guerrero, se cuenta que el solo espectáculo del cortejo bastó para dispersar a las huestes musulmanas.
El aliento del Cid siguió vibrando en España. Nuevas victorias se lograban sobre los ocupantes y la esperanza se iba consolidando cuando, de nuevo, un cambio de timón religioso y político en el seno del Islam influyó decididamente en el desarrollo de los acontecimientos. Porque había aparecido un nuevo grupo, los llamados Almohades, que predicaban la Guerra Santa contra sus predecesores Almorávides, a quienes consideraban relajados. De hecho, en 1145 la España almorávide pasaría a manos de los Almohades.
La lucha, abierta simultáneamente en varios frentes, duplicó entonces su violencia. Advirtiendo las grandes dificultades que encontraban los Almohades para dar remate a sus conquistas sobre los restos de los Almorávides, los cristianos pasaron a la ofensiva logrando sucesivas victorias, que culminarían, tiempo después, el año 1212, en la importante batalla de las Navas de Tolosa.
Destaca Daniel-Rops el papel hegemónico que tuvo la Iglesia en esta lucha varias veces secular. Porque en España había numerosos príncipes cristianos más o menos arabizados, dispuestos a entenderse con los moros. Convencerlos de que se alistaran en la Reconquista, y, lo que es más difícil aún, conociendo el carácter individualista del pueblo español, ponerlos de acuerdo en orden a la meta común, fue en buena parte labor de obispos y monjes llenos de celo apostólico y amor a la Patria. La mejor prueba de ese influjo de la Iglesia lo constituye la aparición de diversas Ordenes Militares en España, a que aludimos hace poco, sobre todo las de Alcántara, Calatrava y Santiago, que encarnaron el heroísmo cristiano del pueblo español en su más pura y bella expresión.
Recordemos una vez más, para dar término a esta materia, aquella magnífica figura a que nos referimos largamente en una conferencia anterior, la del rey S. Fernando III (1217-1252), quien luego de reunir los Reinos de Castilla y de León, se lanzó a la lucha por la recuperación de la zona de Andalucía. La primera gran ciudad que logró ocupar fue Córdoba, que desde hacia cinco siglos estaba en manos del Islam. Las campanas de la basílica de Santiago, que el año 997 Almanzor había hecho llevar desde Compostela hasta Córdoba, a hombros de los cautivos cristianos, fueron ahora devueltas al santuario de Galicia a hombros de los cautivos musulmanes. Tras la toma de Córdoba, el comandante almohade de Granada se declaró vasallo de Fernando, y lo ayudó a apoderarse de Sevilla. Ya estaba proyectando cruzar al Africa, para atacar al enemigo en su propio centro, cuando le sorprendió la muerte. No deja de ser significativo que haya sido un Santo quien cerrara el capítulo medieval de la Reconquista, que dos siglos y medio más tarde habrían de clausurar definitivamente otras dos espléndidas personalidades, los Reyes Católicos Fernando e Isabel, con la ocupación de Granada en 1492, el año mismo del descubrimiento de América. La España de Fernando III, que al tiempo que recuperaba territorios ocupados, erigía catedrales y recogía en sus Universidades la herencia de la cultura árabe, gracias a dicho monarca alcanzó la dignidad de gran potencia dentro de la Cristiandad (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 594-605).

4. La literatura caballeresca


El ideal de la Caballería excitó la veta literaria del hombre medieval, inspirando con sus temas tanto la epopeya como la lírica.
Tomando la literatura en un sentido más general, e incluso considerando las bellas artes en su conjunto, señalemos, una vez más, el gran influjo que sobre ellas ejerció la admiración por los árabes. No sólo en épocas de guerra sino también en tiempos de paz, en la vida cotidiana, los cristianos quedaban sorprendidos ante la superioridad cultural de los sarracenos. En todas las pequeñas Cortes de los emiratos andaluces, fueron testigos de espléndidas justas caballerescas; la atmósfera cortesana estaba llena de fiestas, músicas y cantos. Todos hacían poesía, el labrador manejando su arado, las mujeres en el harén. En los muros y en las columnas se desplegaba la serie de los versos, formando filacterias que constituían el principal motivo ornamental. Los cantores deambulaban de Corte en Corte, entonando sus mejores poemas. He aquí una fuente ineludible de inspiración de la literatura medieval, incluida la caballeresca.

a) Los Cantares de Gesta


Propio es de la poesía heroica describir y transfigurar la guerra así como las cualidades que ésta suscita o manifiesta, sublimando la estampa de los héroes. Las llamadas «chansons de geste» se desarrollaron sobre todo en la época y bajo la sugestión de las Cruzadas, a la sombra de los relicarios de las grandes abadías ya lo largo de las rutas de peregrinaciones, principalmente de la que conducía a Santiago*. Pero también influyeron en ellas las tradiciones de la época heroica germánica, según aquello que dijimos más arriba cuando nos referimos a la transformación del guerrero bárbaro en el caballero cristiano. No fue, por cierto, literatura de monjes, sino de guerreros, ni una creación de la Iglesia, sino de la sociedad feudal, fruto, como ésta última, de una enriquecedora fusión de elementos nórdicos y latino-cristianos. El hecho es que los cantares de gesta, cuya aparición data del siglo XI, tienen toda la frescura de una creación nueva y original.
*Algunos de estos cantares, nacidos en la ruta de Santiago, al tiempo que exaltaban el coraje de Rolando, muerto en combate contra los moros, exhortaban a reverenciar las reliquias del Apóstol. La Cruzada se unía así a la Peregrinación. Santiago, el Matamoros, que se había aparecido milagrosamente en la batalla de Clavijo, era el gozne de ambas.
Sostiene Cohen que esta literatura épica fue cuidadosamente elaborada sobre pupitres, en pergaminos, despaciosamente, y no de manera improvisada, como muchos piensan, por juglares errantes. Lo que en todo caso hacían éstos era recitarla, o más bien cantarla, difundiéndola así en las salas de los castillos, en los cruces de los caminos, en las ferias y en los lugares de peregrinación. Desde 1050 a 1150 los cantares de gesta conocieron un auge impresionante, que se perpetuaría bajo formas diversas, aunque con menos brillo, durante el resto de la Edad Media. En este último período, los temas ya en buena parte creados, los personajes ya ampliamente conocidos, a los que vinieron a agregarse otros nuevos por el aporte de las tradiciones familiares y locales, fueron objeto de una intensa e ininterrumpida elaboración, o mejor, reelaboración literaria.
Parece suficientemente probado que lo que se intentaba al exaltar a los héroes de los cantares era sobre todo modelar el presente sobre el pasado, ensalzar la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada, incitar al desprecio de los poderes hostiles que se interponían en el camino de los hombres y de las cosas en orden a triunfar de todo obstáculo para imponer o defender el ideal, provocar en los oyentes el deseo de imitar a aquellos héroes paradigmáticos, reanimar en ellos la triple llama de la abnegación en el servicio de su rey terrenal, la fe en el Rey celestial y la altivez propia del hombre feudal.
De hecho, las canciones de gesta acompañaron la convocatoria de las Cruzadas, y sin duda galvanizaron los espíritus para el emprendimiento de dicha epopeya. Ello aparece claro cuando se lee, por ejemplo, la Chanson de Roland, que se cantaría desde 1060 y se reelaboraría bajo diversas formas hasta mediados del siglo XII; o también nuestro Poema del Mío Cid, que los Romanceros posteriores reelaborarían igualmente (cf. G. Cohen, La gran claridad de la Edad Media… 60-64).
Tal fue una de las formas de la literatura caballeresca, en su época heroica, cuando los caballeros se sentaban a beber en las largas tardes de invierno, narrando con inmodestia sus proezas y escuchando los cantos de los trovadores sobre los altos hechos de los guerreros de antaño. Bien dice C. Dawson: «La demanda creó la oferta, y el juglar fue una parte tan integrante de la sociedad guerrera como el retórico en la antigua ciudad-Estado o el periodista en la sociedad moderna» (Ensayos acerca de la Edad Media ... 231).


b) En busca del Santo Grial


A veces la literatura caballeresca cedía a sus orígenes bárbaros y obviaba el argumento cristiano, por lo que con frecuencia la Iglesia trató de mechar la trama de aquellas obras con elementos religiosos. El intento de mayor envergadura realizado en ese sentido es el de la leyenda del Grial, quizás de origen precristiano pero bautizado por los hombres de Iglesia. A los caballeros del rey Artús (o Arturo), legendario personaje del siglo VI, el de la Tabla Redonda, contrapondrían aquéllos o les agregarían los caballeros del Santo Grial; al deseo de aventuras ya la búsqueda del propio honor los sustituirían por «la busca del Santo Cáliz», asequible tan sólo a los caballeros más perfectos y puros. Si consideramos el poema simbólico que Wolfram von Eschenbach compuso bajo el nombre de Parsifal, inspirándose, al parecer, en la obra de Chrestien de Troyes, Le comte de Graal, notamos hasta qué punto la temática del Grial excedió en carácter aventurero y maravilloso a todas las novelas del antiguo ciclo de Artús.
Quizás sea conveniente recordar la trama de este tema medieval, que conoció numerosas y variadas versiones. El Grial era el cáliz que usó Nuestro Señor en la Ultima Cena, al cual se le asignaba un poder maravilloso*. Según la leyenda, dicho cáliz llegó a poder de José de Arimatea quien conservó en el mismo algunas gotas de la sangre del Señor crucificado. Encerrado en una cárcel durante la persecución contra los cristianos, fue allí milagrosamente alimentado gracias a aquel cáliz. Durante el tiempo de su prisión se le apareció el mismo Cristo, instruyéndole en el significado de la Misa, y revelándole la mística importancia del objeto que poseía. Una vez que salió de su encierro, José formó una numerosa hermandad en torno al Grial, y una «Tabla Redonda» dedicada a conmemorar la Ultima Cena. La copa, que pasó de manos de José a las de otra persona, fue llevada a las Islas Británicas, y finalmente llegó a un palacio desconocido, muy lejos de Inglaterra, donde se la guardaba celosamente por temor de que cayera en manos de los impíos.
*Como todas las reliquias atingentes a Cristo, el Sagrado Cáliz atrajo la fantasía de los cruzados, señalándose su presunta existencia en diversos lugares, por ejemplo en Constantinopla, en Génova, en el Cebrero (pueblito de Galicia), o en la catedral de Valencia...
En aquel castillo habitaba un rey –el rey del Grial– que custodiaba la copa. Un día el rey enfermó, pero no se podía sanar ni morir hasta que llegara un caballero auténtico y le preguntase acerca del Grial y de la lanza ensangrentada. Fue entonces cuando, a imitación de aquella hermandad del Grial, se creó en torno al rey Artús una nueva agrupación, la Orden de los Caballeros de la Tabla Redonda, con el determinado propósito de encontrar el Grial. El fundador de esta orden se llamaba Merlín, personaje de las leyendas bretonas, que habiendo sido al principio un ser maligno, poco menos que diabólico, nacido de una virgen, cual réplica perversa de Cristo, y dotado, como éste, de poderes sobrehumanos, al final se había transformado, imponiéndose en él la bondad a su naturaleza demoníaca. Los caballeros de la Tabla Redonda constituían una Caballería de carácter temporal que tendía a su perfeccionamiento ideal, concretado en la busca y el hallazgo del Grial. Para llegar a ser rey del Grial se requería una pureza y virginidad perfectas. Justamente uno de aquellos caballeros, Lancelot, se había vuelto indigno de dicha hermandad por haber caído en la impureza, manteniendo relaciones amorosas con la reina. Sería finalmente Perceval o, según otras versiones, Galaad, el hijo de Lancelot, un caballero totalmente puro, quien tras innúmeras aventuras, lograse llegar al castillo, y luego de haber hecho las preguntas rituales, quedase convertido en rey del Grial (cf. R. Pernoud, La femme au temps des cathédrales... 125-128).
* * *
Finalicemos ya esta conferencia sobre la Caballería. Podríamos hacerlo exaltando algunos arquetipos de la misma, como Rolando, el Cid, Godofredo de Bouillon, S. Luis, S. Fernando, y tantos otros, pero ya algo hemos dicho de ellos en su momento (Al respecto podrán encontrarse otros datos en nuestro libro sobre La Caballería... 201-205).
La Caballería, como institución inserta en la sociedad, ya no existe. Pero su recuerdo ha perdurado hasta nosotros, no dejando de suscitar cierta nostalgia. «La caballería no habría sido el ideal de vida de varios siglos –escribe Huizinga–, si no hubiesen existido en ella altos valores para la evolución de la sociedad, si no hubiese sido necesaria, social, ética y estéticamente. Justamente en la bella exageración se ha puesto una vez la fuerza de este ideal. Es como si el espíritu medieval, en su sangriento apasionamiento, sólo pudiese ser encarrilado colocando muy alto el ideal; y así lo hizo la Iglesia, y así lo hizo el espíritu caballeresco» (El otoño de la Edad Media... 166).

Inicio Historia de España