Capítulo IV
El orden social de la Cristiandad
En una obra literaria medieval que lleva por nombre, Poème de Miserere,
cuya autoría pertenece a Reclus de Molliens, se indica con claridad la
estructuración que caracterizó a la sociedad de aquella época:
Labeur de clerc est de prier
Et justice de chevalier.
Pain leur trouvent les labouriers.
Gil paist, cil prie et cil défend.
Labor del clérigo es rezar
y justicia la del caballero;
Pan les proporcionan los que trabajan.
Uno da el pan, otro reza y otro defiende.
Un estamento que oraba, otro que trabajaba y otro que combatía defendiendo
la justicia. En esta constitución tripartita se reconocía la fórmula
ideal de la sociedad medieval, tan semejante al organismo humano, que posee,
también él, una cabeza, un corazón y diversos miembros.
Era un sistema armonioso de distribución de fuerzas.
En otro poema del mismo autor, el «De Carité», se afirma
algo semejante, si bien señalándose mejor el papel complementario
de los tres estamentos:
L’épée dit: G’est ma justice
Garder les clercs de Sainte Eglise
Et ceux par qui viande est quise.
Oficio mío es, dice la espada,/ Proteger a los clérigos de la
Santa Iglesia/ Y a aquellos que procuran el sustento.
Analicemos cada uno de los niveles.
I. Los que oran
En la cumbre de la pirámide social de la Edad Media se encontraba el
estamento eclesiástico –«labeur de clerc»–, porque
decía relación con el orden superior, el orden sobrenatural, constituyendo
una suerte de puente entre la tierra y el cielo. Expondremos el papel de este
estamento en el contexto más general del modo como en aquella época
se entendía la vida espiritual.
1. La Edad Media: una época religiosa
Durante los 300 años de su transcurso, la Edad Media conoció etapas
muy diversas. Sin embargo los cambios que dichas etapas implicaban jamás
menoscabaron la unanimidad de la fe, que siempre siguió siendo un dato
indiscutido. Y conste que se trataba de una fe que no se restringía al
plano meramente cerebral sino que imbuía casi con naturalidad todas las
facetas de la actividad humana. Como dice Daniel-Rops, «nada se hizo entonces
en la tierra que no tuviera, directa o indirectamente, a Dios como fin, como
testigo o como juez» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada…
44).
Por cierto que en aquellos tiempos se cometieron muchos pecados. Nada seria
más erróneo que ver en la Edad Media una época poco menos
que edénica, donde nadie se salía del carril de los mandamientos.
La verdad es que se pecaba grave y conscientemente. ¿No resulta ello
incoherente con un espíritu de fe tan invasor como el que caracterizó
a la Edad Media? ¿Cómo las costumbres estaban tan poco acordes
con la fe? Fue, sin duda, una deficiencia responsable. Sin embargo, hay que
notar algo fundamental, que diversifica aquel período del nuestro. Y
es que aquellos hombres, cuando se comportaban mal, sabían lo que estaban
haciendo, sabían que lo que hacían era una falta. Nadie por aquel
entonces hubiera podido imaginar el error más grave del mundo moderno,
que es no ya el de combatir a Dios, negando su soberanía y su dominio,
sino el de marginarlo, el de pensar y comportarse como si El no existiera. Entonces
Dios no era algo muerto, era una realidad, algo tan vivo y real como los que
lo ofendían.
Interesante a este respecto el juicio de Charles Péguy sobre el mundo
de nuestro tiempo. Escribiéndole a un amigo le decía que tanto
la existencia del pecador como la del santo son propias de una época
cristiana; son dos creaciones, dos inventos del cristianismo. Decir que el mundo
de hoy se ha descristianizado, no quiere decir que la santidad haya quedado
sepultada bajo el número ingente de los pecados. Eso sería insignificante.
Eso no sería más que un mal cristianismo, un mal siglo cristiano,
como tantos otros. Por lo demás, siempre el contingente de los santos
fue exiguo en comparación con los pecadores. Pero lo que ya no es para
nada normal, lo que constituye precisamente el drama de nuestro tiempo, es que
nuestras miserias ya no son cristianas. Mientras la gente sabía que los
pecados eran pecados, había una salida, había, por así
, decirlo, materia para la gracia. En cambio hoy no es así. El mundo
se ha vuelto perfectamente descristianizado, totalmente acristiano: ya no se
alaba públicamente la santidad, y ya no se sabe lo que es el pecado.
(El texto completo de esta carta puede verse en «Esquiú»
23 de diciembre 1990, 6-11).
La Edad Media valoraba la santidad y no justificaba el pecado. O mejor, vivía
con cierta naturalidad el orden sobrenatural. Esta aceptación de lo sobrenatural,
este vivir en ese orden como el pez en el agua, es una de las características
más típicas del hombre medieval, que le permitíó
desarrollarse sobre la base de certezas, y no de meras opiniones, y emprender
grandes acciones, seguro de que podía superarse siempre más. Asimismo
hizo que su vida se desarrollase en una atmósfera de poesía y
de asombro, caldo de cultivo de la inspiración artística que en
tan alto grado resplandeciera en la Edad Media. Pero dicha manera de encarar
la existencia no estuvo exenta de peligros, porque no siempre se supo distinguir
adecuadamente entre lo que era de veras sobrenatural y lo que aparecía
como maravilloso a la imaginación. De la inclinación a creer en
el contenido de la fe se pasaba fácilmente a la credulidad en tradiciones
cuyo origen era con frecuencia sospechoso, ya las que la Iglesia jerárquica
no reconocía fundamento alguno, por ejemplo, en leyendas relativas a
la infancia de Jesús, al estilo de los evangelios apócrifos, o
en milagros no pocas veces estrafalarios que se atribuían con excesiva
ingenuidad al poder de los santos.
De esta forma, el sentido auténtico de lo sobrenatural se mezcló
en ocasiones con la credulidad popular y la tendencia a lo maravilloso. Hoy
ello se nos hace extraño, en una época tan racionalista como la
nuestra, pero aquellos hombres eran más sencillos y tendían a
creer en lo que se les decía. Un ejemplo de esta mixtión es claramente
advertible en el culto de las reliquias, cosa tan loable y tan recomendada por
la Iglesia desde los primeros siglos. Todo el mundo estaba en pos de reliquias.
Pero, ¿quién garantizaba la autenticidad de las mismas? A decir
verdad, esta preocupación no les hacía perder el sueño,
lo que aprovechaban algunos vivillos, que siempre los hay, para poner a disposición
de los fieles, a buen precio, por supuesto, cestos de la multiplicación
de los panes, o algunas gotas de sudor de Cristo en el Huerto… Como era
de esperar, la Iglesia denunció reiteradamente semejantes fraudes, pero
el pueblo simple no se conmovía demasiado por tales advertencias.
El espíritu religioso lo invadía todo. El almanaque civil era
casi un calendario eclesiástico, un elenco de las fiestas y santos de
la Iglesia. No se decía «el 11 de noviembre» sino «el
día de S. Martín». Los domingos eran designados con la primera
palabra del introito de la Misa del día: el domingo de Lætare,
de Quasimodo, etc. Para el pueblo, el año nuevo comenzaba no el 1º
de enero sino en Navidad y Epifanía, cuando se concluían los trabajos
y se terminaba de levantar las cosechas. La llegada de la primavera lo señalaba
el día de Pascua –como se sabe, por la diferencia de hemisferios,
la Pascua en Europa coincide con la primavera–, primavera natural y sobrenatural,
resurgir de la naturaleza y resurrección del cuerpo de Cristo. Las fiestas
de Todos los Santos y de Todos los Difuntos indicaban la llegada del fin del
año, y entonces la Iglesia, acompañando el declinar de la naturaleza,
incluía en su liturgia reflexiones diversas sobre la precariedad de la
vida humana y la gloria reservada al que perseveraba en la fe.
Más allá de todas las limitaciones, la Edad Media fue indudablemente
una época gloriosa de santidad, cuyos frutos germinaron a todo lo largo
y ancho de la Cristiandad. Hubo santos que huyeron del mundo haciéndose
eremitas, o que se santificaron en él. Hubo santos en todos las países,
en todos los estratos y ambientes de la sociedad, entre los sacerdotes y monjes,
obispos y Papas, pero también entre los laicos, reyes, príncipes,
artesanos y labradores.
2. Cinco características de la
espiritualidad medieval
No es fácil sistematizar las principales manifestaciones del espíritu
religioso que distinguieron a los hombres de la Cristiandad. Hagamos el intento.
a) La impronta escriturística
Contrariamente a lo que generalmente se cree, la Edad Media tuvo predilección
por la Sagrada Escritura. Es cierto que en aquel entonces no serían muchos
los que la habrían leído íntegramente, pero la lectura
no es el único modo de acceder al contenido de un libro. El hecho es
que la Biblia fue entonces conocida, al menos en sus líneas generales,
con mucha mayor amplitud y profundidad que en nuestros días. Especialmente
se frecuentó el Evangelio y, consiguientemente, los principales hechos
de la vida de Cristo. Pero también se conoció el Antiguo Testamento,
considerado cual preludio del Nuevo, según la manera como lo habían
interpretado los Padres de la Iglesia, que veían en la vieja alíanza
la prefiguración y anuncio profético de la nueva. A la luz del
Nuevo Testamento los cristianos penetraron en el misterio de la Iglesia y su
culminación en el Apocalipsis.
La mejor prueba del modo como los cristianos de la Edad Media entendían
la Sagrada Escritura nos lo proporcionan la escultura y los vitrales de las
catedrales, que en aquella época eran como las casas del pueblo. Según
veremos en conferencias ulteriores, la distribución de las imágenes
en las catedrales supone una mente ordenadora y teológica. Pero, como
bien ha escrito Daniel-Rops: «¿Para qué iban los maestros
constructores a haber multiplicado las páginas de aquellas “Biblias
de piedra”, de aquellos Evangelios transparentes, si los usuarios del
edificio no hubieran visto en todo ello más que jeroglíficos?,
Se ha dicho que la catedral ‘hablaba al analfabeto’; pero hay que
admitir que éste era capaz de entender su lenguaje» (La Iglesia
de la Catedral y de la Cruzada… 60).
Por cierto que la Sagrada Escritura era conocida y estudiada con más
profundidad en las Universidades y Facultades de Teología. No deja de
resultarnos admirable el grado en que los hombres más intelígentes
la asimilaban hasta citarla con una facilidad que nos resulta pasmosa, como
por ejemplo S. Bernardo, quien en sus escritos y sermones no sólo pasaba
con toda naturalídad de los tipos y figuras del Antiguo Testamento a
las realidades del Nuevo, sino que hasta su mismo estilo estaba profusamente
impregnado de giros bíblicos. Asimismo la Escritura era ampliamente conocida
en los conventos donde, ya desde los tiempos de S. Benito, la lectio divina,
en que la Escritura constituía lo principal, había de ocupar una
buena parte de la jornada del monje. Pero lo que acá queremos recalcar
es hasta qué punto ese conocimiento no quedó encerrado en los
claustros universitarios y en los monasterios, sino que se proyectó a
la generalidad de los fieles, informando su espiritualidad.
b) El culto a los santos
La segunda nota de la religiosidad medieval es el culto de los santos, que fue
cobrando gran importancia en el transcurso de aquella época. Dicho culto
no fue, por cierto, un invento del Medioevo, ya que provenía de los primeros
siglos del cristianismo, pero entonces alcanzó una magnitud impresionante.
Como lo hemos señalado, a veces se dejó contaminar por la credulidad
y la superstición. Pero ello no obsta a que valoremos lo que tenía
de positivo. «El, hombre de la Edad Media se sentía humilde e inerme
ante el Eterno –escribe Daniel-Rops–, y experimentaba así
la necesidad de colocar entre el Todopoderoso y él, unos intermediarios,
unos hombres como él que hubieran conquistado el cielo levantando hasta
la perfección su propia naturaleza. Ese deseo del alma que Nietzsche
formuló en aquellos términos célebres: “el hombre
es algo que quiere ser superado”, lo acalló el cristianismo de
la Edad Media admirando a los Santos, lo que sin duda vale más que idolatrar
a los campeones de boxeo ya los artistas de cine» (ibid., 61.) En cierto
modo, cada uno es lo que admira.
Los hombres de esa época unían con toda naturalidad las vidas
de los santos a la Escritura tan amada. Para ellos, según observa el
mismo Daniel-Rops, la historia de los grandes hombres y mujeres que habían
servido a Dios hasta el heroísmo de la santidad, fue la tercera parte
de un tríptico, cuyas dos primeras eran el Antiguo y el Nuevo Testamento
(cf. ibid.) Tal aserto encuentra una confirmación en las esculturas de
los pórticos de las catedrales, así como en los vitrales, donde
se los ve mezclados familiarmente con los grandes personajes de la Sagrada Escritura.
Algunas crónicas que relataban las vidas ejemplares de los santos eran
leídas en el marco de la liturgia, pero muchas otras pertenecían
al repertorio de los juglares y trovadores al mismo título que los Cantares
de Gesta.
Cada nación, cada provincia, cada ciudad, tenía sus propios santos.
Cada época del año, su santo especialmente venerado. Cada oficio
contaba con la protección de un santo «patrono». Cada necesidad,
con su especial intercesor.
c) La devoción a la humanidad de Cristo
Podríase decir, en términos muy generales, que si el primer milenio
del cristianismo insistió más en la divinidad de Nuestro Señor,
el segundo se inauguró predileccionando su naturaleza humana. Un autor
llegó a decir que la gran novedad de la Edad Media fue la inteligencia
y el amor, o, por mejor decir, la pasión por la humanidad de Cristo.
Quizás este cambio de acentuación encuentre su origen en S. Bernardo.
El Verbo encarnado ya no será el Pantocrátor del arte bizantino
sino un Cristo más cercano, más aproximado al hombre, sin por
ello obviar su divinidad. Desde entonces se iban a enfocar con predilección
todos los aspectos humanos del Señor, para analizarlos en los libros
y predicarlos en los sermones. De este tiempo es la costumbre del pesebre, instaurada
por S. Francisco, y la consiguiente veneración del Niño recién
nacido, del que S. Bernardo evocaría con ternura incluso sus pañales;
se honró al Niño de Nazaret, sobre quien S. Elredio de Rieval
escríbió un tratado. Y especialmente se meditaron los misterios
dolorosos del Señor, su agonía en el Huerto, los detalles de su
Pasión, su muerte. Incluso ciertos estudiosos han creído descubrir
en algunos discípulos de Bernardo el origen remoto de la devoción
al Sagrado Corazón.
El despliegue de la devoción a la humanidad de Cristo trajo consecuencias
en diversos campos. Por ejemplo en la liturgia, donde se fomentó la adoración
a la Hostia consagrada, signo visible del Cristo inmolado, rodeándola
de piedad y de fervor; con motivo del milagro de Bolsena, se instituyó
la fiesta de Corpus Chrísti, para la que Sto. Tomás escríbió
el texto de la Misa y del Oficio Divino, que incluye obras maestras de la poesía
medieval como el Lauda Sion, el Adoro te devote, el Pange lingua, y otros textos
igualmente sublimes; asimismo a raíz de aquel milagro se edificó
esa joya rutilante que es la catedral de Orvieto, con el deseo de que sirviese
de relicario grandioso para los paños y objetos sagrados tocados por
la Sangre de Cristo.
El culto de la humanidad de Jesús se reflejó también en
el arte. Fue la causa de que en cada catedral se dedicase al Verbo encarnado
una de las fachadas. En la Portada Real de Chartres, por ejemplo, la imagen
de Cristo como Señor ocupa el centro, rodeado por las representaciones
de los misterios de su Encarnación y Glorificación.
d) El culto a Nuestra Señora
La devoción a la Santísima Virgen conoció durante la Edad
Media un auge extraordinario. Si se buscaban intercesores, ¿quién
podía interceder mejor que la Madre del Verbo encarnado? Su culto estuvo
estrechamente asociado al de Jesús. «Toda alabanza de la Madre,
pertenece al Hijo», predicaba S. Bernardo.
Fue en esta época cuando se escribieron los antífonas marianas
Alma Redemptoris Mater, Ave Regina coelorum, así como la Salve Regina
–según algunos, compuesta por el obispo de Puy, Ademaro de Monteil,
uno de los que encabezaron la primera de las Cruzadas–, que los guerreros
cristianos entonaron al ocupar Jerusalén. Fue asimismo durante el Medioevo
que los cistercienses introdujeron la costumbre de llamar a María «Nuestra
Señora», quizás por influjo del vocabulario de la Caballería.
Fue el tiempo en que trovadores y juglares cantaban por doquier los milagros
atribuidos a la Santísima Virgen. Fue también la época
en que el Ave María empezó a difundirse entre los cristianos y
en que pronto se instauraría la práctica del Rosario. Se buscaron
en el Antiguo Testamento las figuras que profetizaban la suya, viéndosela
sobre todo como la segunda Eva –Eva se hizo Ave–, la verdadera «madre
de los vivientes». Se cantó a la Virgen de la Navidad, reclinada
cabe su Hijo recién nacido, pero también se la contempló
junto a la cruz, de pie, como la Virgen de los Dolores, la Madre del Stabat
Mater.
Según era de esperar, este fervor se reflejó igualmente en el
campo del arte. Fueron innumerables las iglesias que llevaron el nombre de la
Virgen, por ejemplo en Francia las llamadas «Notre-Dame» (de París,
de Chartres, de Amiens, etc.). La Virgen compareció en las fachadas de
las catedrales, en las esculturas de los pórticos y en los tímpanos,
cada vez con más frecuencia, primero con su Hijo, luego sola, e incluso
«en Majestad», actitud reservada anteriormente a sólo Cristo.
El culto mariano dio al cristianismo medieval un toque de ternura que constituye
uno de sus aportes más admirables*.
*Para ampliar el análisis de estas notas de la espiritualidad medieval,
cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 59-67.
e) El ansia de peregrinaje
Señala R. Pernoud una suerte de paradoja que caracterizó a la
Edad Media, el encuentro misterioso de dos polos aparentemente contrarios, es
a saber, el apego al solar y el ansia de peregrinación. Como ya lo hemos
señalado, en aquel tiempo los hombres echaban raíces profundas
en el hogar, la familia, la parroquia, el terruño, la profesión
que ejercían. Y, con todo, esos seres remachados al suelo, estuvieron
en perpetuo movimiento. La Edad Media fue testigo de los más grandes
desplazamientos de multitudes, de la circulación más intensa que
los siglos hayan conocido, exceptuado quizás el nuestro. El Medioevo
es, a la vez, una época en que se construye y una época en que
se viaja, dos actividades que a primera vista parecen absolutamente inconciliables,
y que sin embargo coexistieron con total naturalidad (Lumière du Moyen
Âge, 254-255).
La tendencia a la movilidad de los cristianos quizás tenga que ver con
el carácter de la Iglesia como «peregrina» en este mundo.
Sea lo que fuere, lo cierto es que la Edad Media estuvo signada por la actitud
de búsqueda, de «demanda», que fue uno de los asuntos más
cautivantes de la literatura de la época, la obsesión de la partida
en orden a encontrar un tesoro escondido, el ansia del descubrimiento, la prosecución
de la dama con la que soñaban los caballeros andantes, el tema del paraíso
perdido, del «gesto clave» que cumplir. El Grial, ese cáliz
de una materia desconocida a los mortales, que muchos buscan, pero que sólo
un corazón puro será capaz de encontrar, sigue siendo una de las
aventuras más seductoras de la Edad Media (cf. R. Pernoud, op. cit.,
167-168).
Quizás debamos incluir en este contexto la gran experiencia medieval
de las peregrinaciones. Resulta hoy difícil imaginar aquellos inmensos
desplazamientos, aquellas impresionantes multitudes que se lanzaban por los
caminos de la peregrinación. La Roma del primer «Año Santo»
de la historia, vio pasar por sus calles más de dos millones de peregrinos...
¿Por qué se hacía una peregrinación? Las razones
eran diversas. Había quienes esperaban de Dios alguna gracia especial,
por ejemplo la salud, si se trataba de un enfermo. Otros porque deseaban que
Dios se apiadase de ellos y les perdonase un gran pecado. Otros porque el confesor
se la había impuesto a modo de penitencia. O simplemente para expresar
su fe o su devoción. No siempre las rutas ofrecían seguridad;
con frecuencia hacían su aparición grupos de bandoleros que desvalijaban
a los pobres peregrinos. Justamente para la defensa de los mismos surgirían
diversas Ordenes Militares dedicadas a la custodia de los caminos. Generalmente
a lo largo de la ruta los peregrinos iban encontrando albergue en las abadías
y hostales construidos especialmente para ellos. Casi todos iban a pie, pocos
a caballo o en burro. A veces se les agregaban algunos juglares, cuyas voces
alternaban con los cantos religiosos de la multitud. Cada tanto los peregrinos
se detenían. Habían llegado a tal o cual santuario, ya que los
grandes caminos estaban jalonados por lugares que cobijaban reliquias de santos,
o que conservaban recuerdos de alguno de ellos, curiosamente mezclados con los
de los héroes, a veces legendarios, de los Cantares de Gesta.
Tres fueron los centros principales. El primero, como es obvio, Jerusalén.
La costumbre de peregrinar hasta esa ciudad santa la inauguró S. Elena,
la madre de Constantino, en el siglo IV, y desde entonces el flujo nunca se
detuvo. Los que allí acudían fueron llamados «Palmeros»,
porque se cosían al cuello la imagen de una palma. El segundo fue Roma,
más cercana que aquélla, pero igualmente meritoria, cuya importancia
fue siempre creciendo en la Edad Media. Los que a ella se dirigían eran
llamados «Romeros», y su peregrinación «romería»,
palabra que luego serviría para designar cualquier tipo de peregrinaje.
Y finalmente Compostela, lugar que rivalizaba en atractivo con los otros dos.
Dante llegó a decir que «en sentido estricto, se entiende por peregrino
el que va a la Casa de Santiago». Explayémonos un tanto sobre este
lugar de peregrinación, ya que es fundamental en la historia de nuestra
Madre Patria. Según la tradición, en el año 45 atracó
en las costas de Galicia una barca, donde siete discípulos de Santiago,
que habían evangelizado España juntamente con él, llevaban
los restos del apóstol, decapitado en Jerusalén, para que pudiesen
reposar allí, santificando para siempre la tierra de su apostolado. Con
el tiempo fue desapareciendo la memoria precisa del lugar donde había
sido enterrado, hasta que un ermitaño, iluminado por una estrella, logró
encontrarlo. Era el Campus Stellæ, el campo de la estrella, Compostela.
El apóstol Santiago tuvo mucho que ver con la historia de España.
Según las viejas crónicas se habría aparecido durante la
batalla de Clavijo, para cargar contra los árabes a la cabeza de los
ejércitos cristianos, por lo que fue llamado «Matamoros».
El hecho es que los peregrinos a Compostela –que recibían el nombre
de «Jacobitas», ya que Santiago se dice Iacobus en latín–
fueron siempre numerosísimos durante la Edad Media, y dicha peregrinación
tuvo, como el santo que la provocaba, no poco que ver con la Reconquista de
España. «Santiago y cierra España», tal era el grito
de batalla. Pareció natural que en las iglesias que jalonaban el camino
se representase al santo con el atuendo de un soldado. Ni era raro que el peregrino
se convirtiese en cruzado.
Junto a estos tres grandes centros, hubo otros de menor importancia: en Tours,
la tumba de S. Martín; en Normandía, el Mont-Saint-Michel, cuyos
peregrinos eran llamados «Migueletes»; y en tantos lugares, diversos
santuarios de la Virgen.
En fin, la Cristiandad vivió en movimiento. Aquel caminar por Dios y
por la fe es una muestra del carácter de la piedad medieval, con su nostalgia
de lo infinito, su impaciencia de los límites. En una obra reciente se
ha podido demostrar cómo el Dante, que tanto propició las grandes
peregrinaciones de la Edad Media, compuso la Divina Comedia al modo de una magna
peregrinación a través de los distintos estados del alma humana.
También las cruzadas, se agrega en dicha obra, fueron una forma de peregrinación,
de sublimación de la idea del homo viator, donde las imágenes
de la Jerusalén terrestre y la Jerusalén celestial conocieron
una curiosa simbiosis (cf. E. Mitre Fernández, La muerte vencida. Imágenes
e historia en el Occidente medieval (1200-1348), Encuentro, Madrid, 1988, 77-80.139).
* * *
Tales fueron las características más salientes de la religiosidad
medieval. Seríamos injustos si no señaláramos también
sus principales falencias. La Edad Media sufrió, y de manera prolongada,
el embate de dos recalcitrantes tentaciones: la de la carne y la del dinero.
En el umbral del siglo XIV, es decir, al término de aquella edad, se
seguía fustigando exactamente los mismos pecados que S. Bernardo denunciara
en el siglo XII, y los Santos Francisco y Domingo en el siglo XIII. Basta con
abrir la Divina Comedia para tener una recapitulación de esas críticas;
el Dante pobló el Infierno y el Purgatorio de Cardenales «a quienes
hay que llevar, de tanto como pesan», de «lobos rapaces con hábitos
de pastores» y de clérigos impúdicos. Pero aun cuando estas
defecciones resultan innegables, también hay que reconocer una permanente
y retornada voluntad de reforma, sobre todo de parte de los santos, quienes
no dudaron en levantarse con intrépida indignación contra los
vicios que mancillaban a la Esposa de Cristo.
3. El florecer de las Órdenes Religiosas
Resulta realmente prodigioso el resurgimiento de viejas Ordenes y la aparición
de nuevas familias religiosas de toda índole.
a) Órdenes Monásticas
Ya hemos destacado el valor, no sólo espiritual sino también cultural,
de las grandes Ordenes antiguas, sobre todo de la fundada por S. Benito. Desde
el comienzo, la abadía benedictina tomó la forma de un pequeño
estado que podía servir de paradigma a la nueva sociedad cristiana que
surgió luego del desastre ocasionado por las invasiones bárbaras.
En el curso de la Edad Media dos fueron las grandes Ordenes Monásticas
que brillaron en Occidente. La primera de ellas fue la Orden benedictina, que
multiplicó sus monasterios por toda Europa, siempre en fidelidad a la
regla que el gran patriarca del monacato, S. Benito, escribiera en Monte Cassino;
y la segunda, la Orden del Cister, aparecida en el siglo XII, que recibió
un decidido impulso merced al espíritu ardiente de S. Bernardo. El crecimiento
de las Ordenes Monásticas fue impresionante. Cluny, monasterio benedictino
fundado a comienzos del siglo X, cuya influencia se extendería a toda
la Iglesia, contaba en 1100 con 10.000 monjes y 1450 casas. El Cister, en menos
de 50 años, agrupó 348 monasterios, y el biógrafo de S.
Bernardo no exageraba al decir que el gran Abad se había convertido «en
el terror de las madres y de las esposas, pues, allí donde hablaba, todos,
maridos e hijos, se encaminaban al convento».
Como dijimos más arriba, el monasterio era una pequeña ciudad,
con su sala capitular, el claustro, el scriptorium, las celdas o dormitorios,
el comedor, la hospedería, la enfermería y las dependencias donde
se conservaban los productos agrícolas cosechados. En torno a él
vivía una especie de «familia», una verdadera ciudad monástica,
integrada por los que administraban las tierras de la abadía o trabajaban
en ella, cuyas casas circundaban los edificios conventuales, dando origen a
verdaderas aldeas. Todos vivían muy cerca del convento, si bien una «clausura»
los separaba de la Comunidad, a fin de que la intimidad y el recogimiento de
los monjes no se viesen turbados.
b) Órdenes Canonicales
También durante la Edad Media aparecieron diversas comunidades de Canónigos
Regulares. Tratábanse de grupos de presbíteros o colegios de sacerdotes,
que se instalaban junto al Obispo para asegurarle la continuidad en la recitación
del Oficio Divino y ayudarlo en su gestión pastoral.
Es cierto que el origen de tales instituciones se remonta a la época
carolingia. Pero como con el correr de los siglos se habían introducido
diversos abusos, los mejores de entre ellos quisieron ahora volver a las fuentes.
Y la fuente principal fue nada menos que S. Agustín, el primero que,
en Tagaste, y luego en su sede episcopal de Hipona, se había rodeado
de sacerdotes que no sólo colaboraban con él sino que llevaban
vida comunitaria y religiosa, según una Regla que el mismo santo había
redactado para ellos. Sobre la base del retorno a los remotos orígenes
agustinianos, nacieron diversas Ordenes de este tipo, por ejemplo, los Canónigos
del Gran San Bernardo, fundados por S. Bernardo de Menthon (923-1008), la Congregación
de San Rufo, iniciada, por Benito, obispo de Aviñón (1039-1095),
y algunas otras, en diferentes ciudades. Quien más se destacó
en este emprendimiento fue S. Norberto (1085-1134), el cual fundó la
famosa Orden de los Premonstratenses.
c) Órdenes Mendicantes
Hubo quienes prefirieron renunciar a la paz de los claustros monásticos
para lanzarse más directamente a las lides apos-tó1icas. Así
creyó entenderlo S. Domingo de Guzmán (1170-1221), hijo de un
noble de Castilla, quien siendo sacerdote había recorrido el sur de Francia
predicando contra la herejía de los Albigenses. Fundó entonces
la Orden de Predicadores, cuyos miembros se dedicarían no sólo
a la contemplación sino también al apostolado, principalmente
intelectual y de predicación. De dicha Orden saldrían Sto. Tomás,
S. Raimundo de Peñafort, Eckhardt y tantos otros grandes.
La Orden iniciada por S. Domingo ejerció un influjo considerable en la
vida religiosa y cultural de la época. Sin embargo mayor aún fue
la influencia que tuvo otro gran fundador, S. Francisco de Asís (1182-1226),
creador de la Orden de los Hermanos Menores, difundiendo en el ambiente la piedad
evangélica y la devoción a la humanidad de Jesús, tan propias
de su espiritualidad. También de esta Orden salieron grandes teólogos,
como S. Buenaventura; con todo S. Francisco predileccionaba el corazón
y la experiencia personal. Los dominicos polemizaron eficazmente con los cátaros,
desdeñadores de la materia; pero Francisco, al rehabilitar el valor de
lo tangible, destruyó el catarismo en su raíz, siendo quizás
su cántico de las creaturas el que logró sobre esa herejía
la victoria decisiva. Lo que Domingo alcanzó con su teología,
Francisco lo obtuvo con su cántico (cf. G. Duby, Le temps des cathédrales,
Paris, 1976, 178). Dante se refirió a ambos en la Divina Comedia. En
el canto XI del Paraíso puso en boca de Sto. Tomás el elogio de
S. Francisco: «fu tutto serafico in ardore», así como de
S. Domingo: «per sapienza in terra fu / di cherubica luce uno splendore»...
Tanto la Orden de S. Domingo como la de S. Francisco tuvieron gran afluencia
de candidatos. En 1316, los franciscanos contaban con 1400 casas y más
de 30.000 religiosos; los dominicos, en 1303, con 600 casas y 10.000 frailes.
Junto a estas dos grandes Ordenes, surgieron otras, dado que algunas Ordenes
monásticas fueron convertidas en mendicantes. Así los Carmelitas,
al advertir que su presencia en Tierra Santa se hacía prácticamente
imposible a causa de los turcos, se expandieron por Europa como «Tercera
Orden Mendicante». Y también los Agustinos, bajo cuyo nombre el
Papa unió a diversos grupos que seguían la regla de S. Agustín.
Los Mendicantes no limitaron su actividad a sólo Europa, sino que se
lanzaron también a las misiones extranjeras. Entre estos misioneros se
destaca la figura de S. Jacinto, notable dominico que se dirigió hacia
el este, instalándose en Kiev, en 1222, de donde tuvo que partir hacia
el sur de Rusia y Ucrania, preparando allí las bases de lo que con el
tiempo seria la Iglesia Uniata Ucraniana. La Iglesia medieval entró asimismo
en contacto con los mogoles. Lo hizo a través de un doble conducto: el
de la diplomacia, sobre todo por medio del rey S. Luis, cuya idea era entablar
un acuerdo con los mogoles, algunos de los cuales eran cristianos, si bien herejes,
frente al enemigo común, el Islam; y el apostólico, llevado a
cabo por un grupo de hermanos franciscanos que, partiendo de Constantinopla,
se internaron en el corazón de Asia hasta llegar a la corte del Khan,
en Karakorum. De esta época son también los aventurados viajes
de Marco Polo quien, como se sabe, llegó hasta la China.
Asimismo fueron numerosos los religiosos mendicantes que se dirigieron al Africa
del Norte, especialmente los franciscanos, siguiendo el ejemplo de su padre
y fundador, quien ya había ido allí con varios de sus primeros
compañeros. Más tarde acudieron también los dominicos,
algunos de los cuales morirían mártires. Comprender al Islam no
era tarea fácil. Ni bastaba el entusiasmo apostólico. Era preciso
ciencia y sabiduría. Así lo entendió una de las personalidades
más apasionantes de toda la historia de las misiones en la Edad Media:
Raimundo Lulio (1235-1316). Detengámonos un tanto en esta figura excepcional,
quien juntó de manera admirable una notable inteligencia, gracias a la
cual pudo penetrar en el alma del Islam, con una generosidad ilimitada, que
lo condujo casi hasta el martirio.
La vida de Raimundo fue una verdadera epopeya. Aquel catalán era un hombre
de hierro. Siendo joven había llevado una vida muy poco edificante, hasta
que un día, sintiendo que Dios lo había «herido»,
se convirtió, entregándose a su servicio, como terciarío
franciscano. Desde hacía mucho que conocía bastante bien a los
musulmanes; había alternado con muchos de ellos, aprendiendo su lengua
con tanta perfección que estaba en condiciones de escribir en árabe.
Ahora que se había convertido concibió un plan grandioso, con
varias etapas: ante todo se dedicaría a formar misioneros en institutos
donde se les enseñara las lenguas del lugar, luego redactaría
compendios de la fe cristiana en los idiomas de los pueblos que habían
de ser evangelizados, y por fin se expondría él mismo al martirio,
ofreciendo así a los infieles el testimonio supremo de la caridad.
Año tras año, insistió ante los Reyes y los Papas en favor
de su plan. Algunos atendieron su propuesta, como el rey Jaime de Cataluña,
quien creó un Colegio especial para formar un grupo de Hermanos Menores
de acuerdo al proyecto de Lulio. Asimismo París, Oxford, Bolonia y Salamanca
resolvieron crear en sus Universidades cátedras de árabe, gríego,
hebreo y caldeo. Habiendo logrado todo esto, Raimundo pensó que sólo
le restaba dar el testimonio anhelado.
Y así se embarcó para Túnez. Había allí algunos
cristianos, especialmente comerciantes. Pero él quería ir a los
árabes. Vestido como un sabio del Islam, comenzó a mezclarse con
las muchedumbres, que en las esquinas de las calles y en las plazas, se agolpaban
en torno a los juglares o predicadores, según la milenaria tradición
oriental. Durante varias semanas se comportó de este modo, no perdiendo
ocasión alguna para predicar el Evangelio. Hasta llegó a entablar
controversias con los sabios musulmanes en sus propias escuelas. Pero un día
fue denunciado como cristiano a las autoridades; llevado ante el tribunal, y
acusado de blasfemo, fue condenado a muerte. ¿No era eso lo que había
buscado? Sin embargo Dios no lo quiso así. Un poderoso personaje de Túnez
que lo había conocido, abogó en su favor, salvándole la
vida. Lo cual no le evitó ser terriblemente azotado, tras lo cual fue
expulsado, arrojándosele a un barco genovés que estaba a punto
de zarpar. Pero Lulio era indomable, y apenas llegada la noche, se tiró
al agua, y nadó hasta la costa, decidido a reanudar su tarea de evangelización.
No tenemos tiempo para detallar lo que luego sucedió. Sólo digamos
que muchos le aconsejaron desistir de su empresa, y dedicarse a predicar en
las Baleares y en España, donde había tanto por hacer. Pero él
se negó una y otra vez, convencido de que Dios lo quería en el
Africa. Estaba ya muy avejentado, y sin embargo mostraba cada vez menos «prudencia»,
hasta el punto de atacar públicamente la doctrina de Mahoma en las plazas
y en las calles. Se diría que tenía urgencia por ser martirizado.
Fue nuevamente detenido, mas esta vez lo salvaron de la muerte algunos comerciantes
genoveses y catalanes. Tras seis meses de arresto, las autoridades ordenaron
su expulsión. Pero pronto retornó, dedicándose ahora a
escribir tratados sobre la religión islámica y la manera de rebatir
la doctrina musulmana. Por fin, en 1316, el populacho, amotinado por un controversista
enemigo, se abalanzó sobre él. lo molió a palos, y lo dejó
por muerto. Los genoveses lo cargaron en un navío. Lleno de pesar por
no poder dar su vida en la tierra de sus sueños, murió cuando
Mallorca aparecía en el horizonte. Nos hemos detenido en la figura de
Raimundo, a quienes llamaron «Raimundo el Loco», el «Doctor
Iluminado», «el Loco de Dios», porque nos parece encantadora.
Y porque es de nuestra misma sangre.
d) Órdenes Redentoras
Aparecieron asimismo Ordenes de talante heroico, cuyos miembros se ofrecían
voluntariamente para ser enviados a los países musulmanes, ocupando el
puesto de tal o cual cautivo cristiano, lo cual, como es evidente, entrañaba
gravísimos peligros. Así, en 1240, S. Ramón Nonato fue
martirizado por el rey de Argel. La primera Orden de este estilo fue la de los
Trinitarios, creada en 1198 por S. Juan de Mata y S. Félix de Valois,
cuya vocación específica era liberar a los cristianos cautivos
del Islam.
Poco después, en 1223, aparecieron los Mercedarios: por iniciativa de
S. Pedro Nolasco y S. Raimundo de Peñafort, quienes introdujeron en su
regla el voto de sustituirse a los cautivos. Desde su fundación hasta
la Revolución francesa estas dos Ordenes liberaron más de 600.000
cautivos, entre los cuales figuraría el inmortal Cervantes.
e) Órdenes Militares
Bástenos aquí con mencionarlas, ya que de ellas algo diremos al
tratar de la Caballería.
* * *
Todas estas Ordenes apuntaban a fines diversos. Así como sobre un mismo
paisaje grandes pintores pueden componer cuadros sumamente diferentes, en torno
al tema único del amor de Dios se desplegó un amplio abanico de
actitudes espirituales. Un benedictino, un cisterciense, un franciscano, un
dominico, un mercedario, no siguieron, por cierto, los mismos caminos. El hijo
de S. Benito, trataba de santificarse por la obediencia a la Regla, el culto
divino, la oración, la lectio sacra, el trabajo y el amor a la belleza
puesta al servicio de Dios. La reforma del Cister implicó una contemplación
más intensa y prolongada, un mayor espíritu de mortificación,
más tiempo dedicado al trabajo manual, y predileccionó el despojo
por sobre la belleza formal, pero lo que de severo hubo en aquella espiritualidad
quedó compensado por la inclinación de la misma hacia la humanidad
de Cristo y hacia la Virgen María. Asimismo hubo diferencias entre las
dos grandes Ordenes que surgieron a comienzos del siglo XIII, no obstante llamarse
ambas «mendicantes». Los hijos de S. Francisco acentuaron el espíritu
de pobreza absoluta, juntamente con un amor delicado a Jesucristo y una actitud
de admiración frente al mundo creado. La espiritualidad de los dominicos,
en cambio, se orientó con preferencia hacia la contemplación y
la especulación teológica, cuya abundancia estaría en el
origen de la actividad apostólica. La actitud de los mercedarios expresó
el tema del amor de Dios desde el punto de vista de la dación personal
–canje heroico– por aquellos en favor de los cuales Cristo había
derramado su sangre, haciéndose así cautivos en el Señor
(cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 56-57).
4. San Bernardo, motor inmóvil del Medioevo
Antes de dar por terminada la presente conferencia, presentemos una figura paradigmática
de santo medieval, el arquetipo del estamento de los «orantes»,
tal cual lo concibió la Cristiandad, S. Bernardo de Claraval.
a) La persona
Nació Bernardo el año 1090. Era un joven robusto, de frente amplia,
ojos azules y penetrantes. Todos sus contemporáneos concuerdan en afirmar
que brotaba de él un prestigio singular.
Un día comprendió que Dios lo llamaba para seguirlo de cerca.
Su padre se opuso. Pero entonces comenzó a manifestarse aquella capacidad
de fascinación que durante toda su vida habría de emanar de su
persona. Uno tras otro, todos sus hermanos, sin excepción, hicieron suya
la decisión de Bernardo. Comentando este poder de atracción contagiosa
escribe R. Guénon en su tan breve como precioso estudio dedicado a nuestro
santo: «Hay ya en ello algo de extraordinario, y sería sin duda
insuficiente evocar el poder del “genio”, en el sentido profano
de esta palabra, para explicar semejante influencia. ¿No vale mejor reconocer
en ello la acción de la gracia divina que, penetrando en cierta manera
toda la persona del apóstol e irradiando fuera por su sobreabundancia,
se comunicaba a través de él como por un canal, según la
comparación que él mismo emplearía más tarde aplicándola
a la Santísima Virgen?» (R. Guénon, Saint Bernard, 4ª
ed., Ed. Traditionnelles, Paris, 1973, 6-7).
Nos referiremos enseguida al influjo que seguiría ejerciendo a lo largo
de su vida en diversos ámbitos del mundo de su época. Pero digamos
desde ya que el atractivo que fluía de su personalidad no se limitó
tan sólo al círculo de quienes la conocieron cara a cara, sino
que se multiplicó inmensamente a raíz de su frondosa y elegante
producción literaria. Dice Gilson que S. Bernardo «renunció
a todo excepto al arte de escribir bien». Véase, si no, su magnífico
«Comentario del Cantar», en 96 admirables sermones, sus tratados
dogmáticos, su famosa De consideratione en que señala sus deberes
a los Papas...
b) Monje y caballero
S. Bernardo fue antes que nada y por sobre todo un monje. Si bien las circunstancias
lo llevaron a veces a salir del monasterio, hay que decir que aun en medio de
sus viajes, de sus mediaciones político-religiosas, de sus debates doctrinales,
fue y siguió siendo monje. Con frecuencia le ofrecieron títulos
y honores, incluida la misma tiara pontificia, pero él siempre prefirió
su humilde condición de monje del Cister.
Sin embargo, S. Bernardo no fue un monje común. Detrás de su cogulla
monacal se escondía el yelmo del caballero. La iconografía ha
conservado aquella imagen del monje blanco que, predicando desde el elevado
atrio de la iglesia de Vézelay, el día de Pascua de 1146, a una
inmensa multitud, volvió a encender en ella el entusiasmo que había
decaído, y lanzó a la Cristiandad a la segunda Cruzada para la
recuperación del Santo Sepulcro. Habían pasado casi cuarenta años
desde que Godofredo de Bouillon conquistara Jerusalén. Pero el enemigo,
que era abrumador, había logrado retomar la iniciativa, y la nobleza
europea ya no vibraba por la causa de las Cruzadas, como la del siglo pasado.
Bernardo sufría ante esta situación, y entonces se había
dirigido al Papa, que era por aquel entonces Eugenio III, antiguo monje suyo
en Claraval, solicitándole su intervención. Con la Bula del Papa
en sus manos, Bernardo entró en acción, consiguiendo en Vézelay
resultados espectaculares, ya que las multitudes, profundamente conmovidas,
reclamaban el honor de cruzarse allí mismo. Relatan las crónicas
que faltó tela para las cruces, que todos querían coser sobre
sus hombros. Hasta el manto de Bernardo sirvió para ello. Pero tal éxito
no satisfizo del todo al santo, quien desde Vézelay se lanzó a
los caminos de Europa para seguir enrolando nuevos combatientes.
El Abad de Claraval parece de la misma pasta que Godofredo de Bouillon o el
Cid Campeador. El cristianismo que predicó fue enérgico, conquistador
y casi castrense. Su mismo modo de dirigirse a la Santísima Virgen, llamándola
«Nuestra Señora», brota del lenguaje caballeresco; se consideró
como el caballero de la Virgen y la sirvió como a la dama de sus sueños.
S. Bernardo trató de dar forma institucional a su concepción del
cristianismo, imaginando una Orden religiosa que la encarnara. Tal fue la Orden
del Temple, orden militar y caballeresca, cuya misión sería la
defensa de Tierra Santa ante los ataques de los infieles. Para ellos hizo redactar
estatutos adecuados y escribió aquel «Elogio de la nueva milicia»,
donde exalta el ideal del caballero cristiano enamorado de Jesucristo y de la
tierra en que vivió Nuestro Señor. Los templarios eligieron un
hábito blanco, como los monjes del Cister (la gran cruz roja fue un añadido
posterior). En la concepción de Bernardo, la Caballería habría
así hallado su expresión más acabada en aquellos hombres
que unían el espíritu de fe y de caridad, propio de la vida religiosa,
con el ejercicio de la milicia en grado heroico. Algo parecido a lo que era
él: un monje-caballero.
Pero ya se sabe lo que aconteció con la Orden del Temple, o mejor, lo
que de ella se dice, es a saber, que con el tiempo se fue mercantilizando, entrando
en transacciones financieras, no siempre por encima de toda sospecha. Así
se degradan las cosas más nobles. Sin embargo, hay demasiados misterios
en este asunto para que pueda hacerse de ello un juicio imparcial. No deja de
ser sintomático que fuera Felipe el Hermoso, uno de los grandes rebeldes
de la Edad Media contra la supremacía de la autoridad espiritual, quien
proclamara el acta de defunción de aquella «milicia de Cristo»,
como la había llamado S. Bernardo. Guénon lo ha advertido en su
libro sobre el santo: «El que dio los primeros golpes al edificio grandioso
de la Cristiandad medieval fue Felipe el Hermoso –escribe–, el mismo
que, por una coincidencia que no tiene sin duda nada de fortuito, destruyó
la Orden del Temple, atacando con ello directamente la obra misma de S. Bernardo»
(op. cit., 17-18).
Señala Daniel-Rops que tanto la Orden del Temple como el ciclo literario
de la busca del Santo Grial ocuparon un lugar considerable en la leyenda áurea
que se formó en torno a la figura de S. Bernardo, apenas éste
hubo muerto. Los caballeros del Grial, puros, desprendidos, ya la vez heroicos,
no parecen sino la expresión literaria de «la nueva milicia»
esbozada por Bernardo. El poema del alemán Wolfram von Eschenbach, en
la parte que empalma con la obra del poeta francés Guyot, hace de Parsifal
el rey de los templarios. Y no son pocos los comentaristas que se han preguntado
si el arquetipo de Galaad, el caballero ideal, el paladín sin tacha,
no habrá sido el propio Bernardo de Claraval (cf. La Iglesia de la Catedral
y de la Cruzada… 143). El guía que Dante elige en el canto 31 del
Paraíso para suplir a Beatriz es «un anciano vestido como la gloriosa
familia», evidentemente el Abad de Claraval.
Monje y caballero. «Hecho monje –escribe Guénon–, seguirá
siendo siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por lo mismo,
se puede decir que estaba en cierta manera predestinado a jugar, como lo hizo
en tantas circunstancias, el rol de intermediario, de conciliador y de árbitro
entre el poder religioso y el poder político, porque había en
su persona como una participación en la naturaleza del uno y del otro»
(R. Guenon, op. cit. 20).
c) La conciencia de la sociedad
No se puede sino destacar con admiración el feliz encuentro entre el
genio de S. Bernardo y el reconocimiento del pueblo. Porque con frecuencia la
historia ha sido testigo de la existencia de hombres superiores que en su momento
no fueron reconocidos como tales. Acá, felizmente, se produjo el encuentro
enriquecedor. Este hombre, dotado de tan eminentes cualidades, fue venerado
por la sociedad de su tiempo, lo que permitió entre ambos un activo intercambio
espiritual. El hecho de que sus contemporáneos lo apreciasen en tal forma
que escuchasen sus consejos y se enmendasen al oír sus reprensiones,
constituye una muestra acabada de cómo esa época supo valorar,
más aún que a los «especialistas» de la política,
la diplomacia o la economía, a los hombres religiosos, a los santos y
a los místicos.
Por eso S. Bernardo se permitió intervenir en tantas cuestiones aparentemente
ajenas a la vida monástica. «Los asuntos de Dios son los míos
–exclamó un día–, nada de lo que a El se refiere me
es extraño». Ofender a Dios era ofenderlo a él, y por eso
se erguía decididamente cuando estaban en juego «los asuntos de
Dios».
Dice Daniel-Rops que S. Bernardo concebía los «asuntos» de
Dios de dos maneras. Por una parte se atentaba contra el Señor cuando
se violaba su ley, cuando sus preceptos eran burlados; con lo que el Santo se
situó en el corazón mismo de aquella gran corriente de reforma
que constituiría una fuerza de incesante renovación en la conciencia
de la Iglesia durante la Edad Media. Pero Dios era también afectado cuando
se amenazaba a la Iglesia en su libertad, en su soberanía, o en el respeto
que se le debía (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada…
121).
El género epistolar se avenía especialmente con su temperamento
apasionado y tan personal en su manera de expresarse. A veces entusiasta, otras
indignado, sus cartas son una radiografía de su modo de ser. El amor,
la ternura, la irritación encuentran con facilidad los términos
adecuados, por lo general no carentes de elegancia. Muchas de esas cartas se
dirigen a las autoridades eclesiásticas ya los poderes civiles. Lo notable
es que tanto los obispos como los políticos aceptasen las interferencias
de este monje y con frecuencia le hicieran caso.
Especialmente interesante resulta su actitud con la persona del Papa. Por una
parte lo admiraba y veneraba, pero precisamente por eso lo quería santo
y sabio, a la altura de su inmensa responsabilidad. Cuando veía que el
círculo que lo rodeaba era incompetente o vicioso, que su Curia estaba
llena de «empleados», carentes de espíritu sobrenatural,
con qué virulencia estigmatizaba a aquellos rapaces. ¡Que el Papa
escoja gente mejor, que elija «en todo el universo a quienes debían
juzgar el universo»!
Intervino asimismo, y de manera decidida, en las luchas doctrinales de su tiempo.
Sintomática fue su contienda con Abelardo, aquel hombre devorado por
la pasión de razonar, precursor de cierta mentalidad racionalista que
atenta contra la misteriosidad de la fe. Entendiendo que su silencio lo favorecía,
Bernardo entró en escena. Para dirimir la disputa, Abelardo solicitó
la convocatoria de un Concilio. Ya desde el comienzo del mismo se mostró
hasta qué punto la actitud de ambos era diferente. Abelardo se sentía
seguro de sí, de su capacidad dialéctica, considerando el Concilio
como una especie de palestra donde lucir su inteligencia. Bernardo era un santo,
un hombre lleno de Dios. El hecho es que antes que Abelardo abriese la boca,
Bernardo comenzó a atacarlo, arguyendo que los temas que pretendía
discutir no eran temas sujetos a discusión, porque rozaban el orden de
la fe. Y lo abrumó con un diluvio de citas tomadas de las Escrituras
y de los Padres, identificándolo con Arrio, Nestorio y Pelagio. Totalmente
desconcertado, Abelardo apeló del Concilio al Papa. Y se encaminó
hacia Roma. Pero no tuvo tiempo de llegar... ni valía ya la pena hacerlo
porque al arribar a Cluny le alcanzó la condena romana. Advertido del
hecho, y enterándose de que su adversario se encontraba indispuesto,
Bernardo acudió inmediatamente al lecho del enfermo y le dio el ósculo
de paz (cf. Daniel-Rops, op. cit., 128-131).
d) El eje de la rueda
Se ha comparado a Bernardo con el eje de una rueda. A semejanza del eje que
no se mueve, Bernardo estaba inmóvil en su contemplación, pero
así como el eje quieto mueve a toda la rueda, de modo similar él
ponía en movimiento la entera sociedad. Ya, muchos siglos atrás,
había dicho Boecio que así como cuanto más nos acercamos
al centro de una rueda, menos movimiento notamos, de manera análoga cuanto
más se aproxima un ser finito a la inmóvil naturaleza divina,
tanto menos sujeto se ve al destino, que es una imagen móvil de la eterna
Providencia.
Bernardo era un hombre de oración, fijado en su contemplación,
y sin embargo lo vemos actuar en todos los campos, incluidos los más
temporales. No deja de resultar impresionante el hecho de que la desnuda celda
de un monje pudiera llegar a ser el centro mismo de Occidente. Y viceversa,
no deja de ser menos impresionante que en lo más intenso de sus tareas
nunca olvidase que su energía era de origen sobrenatural. «Mi fuego
–decía– se ha encendido siempre en la meditación».
A semejanza del Motor inmóvil, desde el «centro» fue Bernardo
capaz de atender la periferia. «Tener hasta ese grado el sentido de los
hombres y de los acontecimientos –escribe Daniel-Rops–; ser capaz
de llevar adelante tantas tareas diversas; saber dirigir la inmensa red de los
Hermanos de su Orden para ser informado y para que sus instrucciones sean ejecutadas;
mantener una correspondencia gigantesca con cuanto era importante en la Cristiandad
de Occidente; y seguir siendo entre tanto el mismo hombre de pensamiento, de
oración y de contemplación que conocemos, es todo ello el irrecusable
testimonio de su valía única». Viene aquí al caso
aquel espléndido pensamiento de Pascal: «No muestra uno su grandeza
por ser una extremidad, sino más bien por tocar las dos a la vez y por
llenar todo lo que hay entre ambas» (ibid., 137-138).
Con frecuencia lo reprendieron por «abandonar» la celda y fastidiar
a los demás, en vez de dedicarse a la oración –»esos
monjes que salen de los claustros para molestar a la Santa Sede ya los Cardenales»–,
pero tales acusaciones que a menudo llegaban a Roma, apenas si le impresionaban.
Y en cuanto al simpático Cardenal que le escribió amonestándolo,
le respondió secamente que las voces discordantes que alteraban la paz
de la Iglesia le parecían ser las de las ranas alborotadoras que atestaban
los palacios cardenalicios o pontificios.
Bien ha escrito Guénon: «Entre las grandes figuras de la Edad Media,
pocas hay cuyo estudio sea más propio que la de S. Bernardo para disipar
ciertos prejuicios caros al espíritu moderno. ¿Qué hay,
en efecto, más desconcertante para éste que ver un contemplativo
puro, que siempre ha querido ser y permanecer tal, llamado a ejercer un papel
preponderante en la conducción de los asuntos de la Iglesia y del Estado,
y triunfando a menudo allí donde había fracasado toda la prudencia
de los políticos y los diplomáticos de profesión?... Toda
la vida de S. Bernardo podría parecer destinada a mostrar, mediante un
ejemplo impresionante, que existen para resolver los problemas del orden intelectual
e incluso del orden práctico, medios completamente distintos que los
que se está habituado desde hace mucho tiempo a considerar como los únicos
eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría
puramente humana, que no es ni siquiera la sombra de la verdadera sabiduría»
(R. Guénon, op.cit., 5).
e) Encarnación de la religiosidad medieval
S. Bernardo es la imagen más lograda del hombre tal y como pudo concebirlo
la Edad Media, si bien en su cumbre, «pero es que una montaña forma
también cuerpo con la extensión de las llanuras que la rodean
y arraiga en ellas» (Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada…
116).
El Santo de Claraval llevó a su más alto grado las diversas notas
que caracterizan el espíritu religioso de la Edad Media. Si aquella época
se distinguió por su impronta escriturística, advertimos que tanto
el pensamiento como la elocuencia de S. Bernardo manan directamente de esa fuente.
No es de extrañar, ya que desde su juventud escrutó los libros
de la Sagrada Escritura con ternura y minuciosidad. Algunos de sus sermones
son simple y llanamente un tejido de textos bíblicos, ordenados conforme
a un ritmo tomado de los salmos y de los profetas.
También encarnó en gran nivel la profunda devoción que
el hombre medieval experimentara por la humanidad de Cristo, que fue para él
no sólo el modelo admirable, sino el hermano y el amigo. Asimismo fue
medieval por su delicado amor a la Madre de Dios. Cuenta una encantadora tradición
que, en cierta oportunidad, oyendo entonar a sus hermanos la Salve Regina, no
pudo resistir el fuego del amor que lo consumía y exclamó: O clemens,
o pia, o dulcis, palabras que en adelante quedarían incluidas en dicha
plegaria. La piedad mariana de la Edad Media es inescindible de quien quiso
ser caballero de «Nuestra Señora».
Deudor de la espiritualidad medieval, por otra parte contribuyó como
nadie a consolidarla y darle fuste. Dice Daniel-Rops que ninguna de las grandes
formas de la piedad medieval dejó de recibir su impronta. Y no sólo
los elementos interiores de aquella piedad, sino también sus manifestaciones
exteriores, como la Catedral y la cruzada (ibid., 120. Para el tratamiento de
la semblanza de S. Bernardo nos hemos valido del excelente capitulo a él
dedicado en el libro citado de Daniel-Rops, págs. 101-147, cuya lectura
recomendamos).
* * *
Nada mejor para cerrar esta conferencia sobre «los que oran» que
un texto notabilísimo del Doctor Angélico, que bien podría
haber sido la carta magna de la sociedad medieval, donde se señala con
absoluta claridad no sólo el primado de la contemplación y del
contemplador sobre todas las ocupaciones de los hombres, sino también
la ordenación de éstas a aquélla ya aquél como a
su fin:
«¿Pues para qué el trabajo y el comercio, sino para que
el cuerpo, provisto de las cosas necesarias o convenientes para la vida, esté
en el estado requerido para la contemplación? ¿Por qué
las virtudes morales y la prudencia, sino para procurar el dominio de las pasiones
y la paz interior, que la contemplación necesita como presupuesto? ¿Para
qué el gobierno de la vida civil sino para asegurar el bien común
y la paz exterior necesaria para la contemplación? De suerte que, si
se las considera como es’ menester –concluye gallardamente–,
todas las funciones de la vida humana parece que están al servicio de
los que contemplan la verdad» (Contra Gentes, lib. III, cap. 37).
II. Los que trabajan
En la presente conferencia trataremos del segundo estamento que integraba el
tejido social de la Edad Media, el de los que trabajaban.
Antes de abocarnos directamente a la consideración del tema, insistamos
sobre algunas características propias de la época, a las que ya
hemos aludido en anteriores conferencias, pero cuyo recuerdo nos servirá
de introducción a lo que ahora nos va a ocupar.
Y ante todo la relación que el hombre de la Edad Media mantuvo con el
espacio circundante, muy diversa de la que impera en la actualidad. En aquel
entonces la proximidad se determinaba por la distancia que se podía recorrer,
de ida y vuelta, entre la salida y la puesta del sol. No existiendo la luz eléctrica,
la vida del hombre estaba regida por el curso del día natural, de sol
a sol. Uno se consideraba «de viaje» cuando se veía obligado
a pernoctar fuera de su casa. Ustedes se preguntarán qué tiene
que ver esto con nuestro tema. Lo tiene, y mucho, ya que en buena parte se debió
a ello el que las relaciones laborales, económicas y políticas,
se desarrollasen en pequeños ámbitos cuya dimensión dependía
de la longitud del paso del hombre o del ritmo de su cabalgadura. Esas reducidas
circunscripciones antiguas son las aldeas y cantones de la Europa actual. El
hecho de vivir en perímetros tan limitados para nuestro modo de ver las
cosas, desarrolló particularidades altamente originales y enriquecedoras:
distintas maneras de hablar (pronunciaciones y vocablos propios) , de vestirse,
de comer, de distraerse, de trabajar , sus santos lugareños, sus héroes,
y también su legislación. El primer patriotismo se encendió
en el rescoldo de las aldeas y regiones. Las guerras fueron casi siempre luchas
de un señorío contra otro, es decir, de una aldea contra otra
aldea, o de un cantón contra otro cantón (cf. G. D’Haucourt,
La vida en la Edad Media…, 18-19).
Otro aspecto que queremos recordar en esta breve introducción es la tendencia
comunitaria que caracterizó al hombre medieval. Se hubiera podido creer
que por el hecho de vivir habitualmente en pequeños espacios, aquel hombre
hubiese sido un individualista nato. Es muy posible que haya de atribuirse en
amplia medida al influjo del cristianismo, especialmente a la idea de comunión
que brota del Evangelio, aquello que el P. Mandonnet designó como «el
fenómeno más característico de la vida de Europa en los
siglos XII y XIII, el poder de afinidad», que tanto impulsó a trabajar
codo a codo. En varios reglamentos de los oficios que de aquella época
han llegado hasta nosotros, cuando se habla de la solidaridad en el trabajo,
se apela con frecuencia a la ley del amor promulgada por Cristo (cf. Daniel-Rops,
La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 332).
Sin embargo no parece justa la opinión de Burkhardt según la cual
la Edad Media habría sido una época absolutamente «colectivista».
Acertadamente señala Landsberg que la Edad Media fue al mismo tiempo
menos y más comunitaria que la época moderna. Menos comunitaria,
o mejor, no colectivista, por cuanto el hombre individual era considerado cual
sujeto irrepetible de su salvación personal. Por estrechos que fuesen
los vínculos sociales, existía, con todo, una zona profunda e
intocable en cada persona, la esfera religiosa, el ámbito del cara a
cara con Dios. Si alguna vez tuvo vigencia social la fórmula agustiniana
«Dios y el alma», fue evidentemente durante la Edad Media. Cuanto
más religioso es un pueblo, prosigue Landsberg, tanto menos expuesto
está a convertírse en rebaño. Los norteamericanos actuales,
con todo su «individualismo» y su exaltación de la «persona
humana», son mucho más uniformes y gregarios que el pueblo de la
Edad Media. Las expresiones vitales que de aquella época han llegado
hasta nosotros, como son las canciones populares, las leyendas, los cuentos
y los mitos, para nada indican que el pueblo de donde brotaron fuese una masa
impersonal; al contrario, destácanse allí toda suerte de individualidades...
Por otra parte, el hombre de la Edad Media fue mucho más comunitarista
y solidario que el moderno, no sólo en el nivel popular, de los gremios
y asociaciones, sino también en la esfera de sus pensadores. Por aquel
entonces no existía el típo del sabio solitario, al estilo de
Burkhardt, que procede del Renacimiento, y particularmente del Humanismo. Los
grandes hombres de la Edad Media estuvieron mucho más íntimamente
integrados en la sociedad. En síntesis, se puede afirmar que lo individual
y lo comunitario encontraron un equilibrio feliz (cf. P. L. Landsberg, La Edad
Media y nosotros… 150-152).
Tras estos prolegómenos entremos en la materia del presente tema. Distinguiremos
tres tipos de «trabajos»: el rural, el artesanal y el comercial.
1. El trabajo rural
Ya hemos observado anteriormente el cimiento agrícola de la sociedad
medieval. Podríase decir que fue el campo la base sobre la cual descansó
el entero tejido existencial de la Edad Media, la vida de sus monasterios, la
sabiduría de sus teólogos, la ciencia de sus filósofos
y legistas, el poder de sus reyes y estadistas, el esplendor de su arte.
Cuando los autores medievales afirmaban la división tripartita de la
sociedad –los que oran, los que combaten y los que trabajan–, por
este último estado entendían principalmente a los que labraban
la tierra, excluyendo de él a los mercaderes y, más en general,
a los habitantes de las ciudades. Si bien nosotros incluiremos en la categoría
de «los que trabajan» a los artesanos e incluso a los comerciantes,
propiamente y en sentido estricto tanto éstos como aquéllos encajaban
con dificultad en el esquema medieval.
a) El trabajo y la tierra en la Edad Media
Señala Calderón Bouchet que dos fueron las razones principales
por las que la Edad Media privilegió el quehacer rural, es a saber, el
influjo de la Iglesia, que no veía el comercio con buenos ojos, y el
poco atractivo que por la vida urbana experimentaban las poblaciones bárbaras
incorporadas al ámbito del Imperio.
Grandes provincias imperiales, como por ejemplo Germania o Inglaterra, carecían
de ciudades importantes, y muchas antiguas ciudades romanas habían visto
mermar considerablemente su población. Las aldeas supérstites
estaban invadidas por el campo. Como todavía puede observarse en algunos
villorrios españoles, el campo penetra el tejido urbano, y las casas
de esos pueblos cobijan de noche, en su planta baja, a algunos animales de la
hacienda. Todo el mundo, incluidos los más ricos, aun los obispos y los
reyes, estaban marcados por el espíritu rural, y para su subsistencia
en buena parte dependían del campo. La mayoría de los que habitaban
en las aldeas poseían en ellas la casa en que moraban, rodeada de un
terreno cuyo nombre latino era mansus, del que extraían los productos
con que se alimentaban.
Cada aldea tenía su señor y su cura párroco. El sacerdote
vivía del diezmo que recaudaba de sus fieles y, en general, participaba
del mismo tipo de vida que ellos. El tributo que le debían entregar no
era excesivamente oneroso y por lo común consistía en productos
de la tierra, animales de corral o trabajo personal. El mansus familiar proveía
así al sustento de los labradores y al diezmo parroquial. Las tierras
pertenecientes a las abadías ya los obispados suministraban los bienes
necesarios para el presupuesto de los mismos. Cuando los temporales o grandes
sequías arruinaban las cosechas, los ojos de los labriegos se dirigían
a los monasterios, ya que ellos albergaban depósitos de cereales, precisamente
en orden a subsanar los inconvenientes que podían surgir en eventualidades
semejantes. El dinero era escaso y de poco uso, reservándose tan sólo
para las grandes transacciones comerciales. En cuanto a los señores,
que eran por lo general hombres de armas, y guardianes natos del orden social,
recibían también de sus subordinados una contribución que
frecuentemente consistía en trabajo personal. Ellos tenían su
fortuna en la tierra y vivían de sus productos. Inútil intentar
un rendimiento que excediese sus necesidades, ya que no hubieran sabido dónde
colocar las ganancias obtenidas, a no ser que las destinasen a alguna nueva
construcción, como un castillo más poderoso, o un convento, o
un templo parroquial, todas obras de utilidad social, pero en sí el lucro
o el provecho financiero mismo no los tentaba.
En cuanto al régimen agrario de la Edad Media, digamos que tuvo un carácter
mixto. Existía una propiedad familiar exclusivamente relacionada con
sus posesores y beneficiarios directos, pero había también una
serie de bienes colectivos atendidos por todos los habitantes de la aldea con
su esfuerzo común.
La vida rural tuvo asimismo no poco que ver con la vida religiosa de los labradores.
La Iglesia cuidó que las principales fiestas del año litúrgico
coincidiesen lo más posible con el ciclo de las estaciones y las faenas
agrícolas correspondientes, realizándose así una interesantísima
comunión entre la vida espiritual y el acontecer cósmico. La campana
de la parroquia o del convento confería a la existencia campesina un
ritmo no sólo cronológico sino sacral. Poco antes del alba tocaba
a laudes y clausuraba la jornada a la hora de vísperas. De este modo,
la oración matutina y la plegaria vespertina enmarcaban el trabajo, confiriéndole
una significación trascendente. Los días de fiesta eran numerosos,
mucho más que en nuestros tiempos. Tanto los domingos como los días
festivos los campesinos asistían a la Santa Misa y con frecuencia a los
oficios de las Horas canónicas. Asimismo participaban en las procesiones,
presenciaban en los atrios representaciones teatrales de los misterios sagrados,
escuchaban sermones y homilías, aprendían el catecismo. Todo ello,
sumado a las visitas domiciliarias de los sacerdotes, constituía una
especie de cátedra ininterrumpida para su educación en los principios
de la fe y la moral. La entera existencia del campesino latía al ritmo
establecido por la Iglesia. Desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por
el matrimonio y las enfermedades, los momentos fundamentales de su vida resultaban
sublimados por el aliento sobrenatural de la liturgia (cf. R. Calderón
Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana, 235-241).
b)
Vida rural y servidumbre
Dice R. Pernoud
que según la visión tan sumaria como injusta que generalmente
se tiene de la sociedad medieval, pareciera que en ella no hubiese habido lugar
sino para dos categorías de hombres, los señores y los siervos.
De un lado la tiranía, la arbitrariedad, los abusos de poder, y del otro
la miseria, la obligación de impuestos y la sujeción irrestricta
a la servidumbre corporal. Tal es la idea comúnmente aceptada y expuesta
no solamente en los manuales de historía que se usan en los colegios,
sino también en círculos intelectuales más elevados. El
simple sentido común basta, sin embargo, para darse cuenta de lo difícil
que resulta admitir que los descendientes de los invencibles soldados de las
legiones romanas, de los indómitos galos, de los guerreros de Germania
y de los fogosos vikingos hayan podido ser domados en tal forma que se convirtiesen
durante siglos en mansas ovejas, sujetos a toda clase de arbitrariedades.
La realidad no fue tan simple, y poco tiene que ver con semejante manera de
ver las cosas. Entre la absoluta libertad y la servidumbre, la sociedad rural
incluía una serie de situaciones intermedias, una notable variedad en
la condición de las personas y de los bienes. Se sabe con seguridad que,
aparte de la nobleza, había una cantidad de hombres libres que prestaban
a sus señores un juramento semejante al de los vasallos nobles, y una
cantidad no menos grande de individuos cuya condición era un tanto imprecisa
entre la libertad y la servidumbre.
Eran libres todos los habitantes de las ciudades, las cuales, como es sabido,
se multiplicaron desde comienzos del siglo XII. Cualquiera que fuese a establecerse
en algunas de las ciudades recién creadas –nótese los nombres
de algunas de ellas: Villafranca, en España, Villeneuve, en Francia–
era declarado libre, como ya lo eran los burgueses y artesanos en las ciudades
más antiguas. Fuera de ello, un gran número de campesinos eran
también libres; especialmente aquellos que en Francia fueron llamados
roturiers (plebeyos, los que no son nobles) o vilains (villanos), no teniendo
esos términos, claro está, el sentido peyorativo que luego tomarían;
«roturier» era una de las denominaciones que recibía el campesino,
el labrador, porque «roturaba» la tierra, es decir, la rompía
con la reja del arado; el «vilain» o «villano» era el
que habitaba una «villa», término latino que designaba una
casa de campo o granja.
Además de los hombres libres, había por cierto un gran número
de siervos. También esta expresión ha sido a menudo mal comprendida,
quizás a raíz de que en la antigüedad romana la palabra servus
era sinónimo de «esclavo». Y así se confundió
la servidumbre, propia de la Edad Media, con la esclavitud que caracterizó
a las sociedades antiguas y de la que no se encuentra vestigio alguno en la
sociedad medieval (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge, 43-46).
Abundemos sobre esta confusión porque ha sido causa de numerosos equívocos.
La esclavitud fue, probablemente, el hecho que más profundamente distinguió
a la civilización de las sociedades antiguas. Sin embargo, cuando se
recorren los textos de historia, se observa con extrañeza la curiosa
reserva con que suelen tratar un hecho inconcuso cual es la desaparición
de la esclavitud al comienzo de la Edad Media y, más aún, su súbita
reinstalación a principios del siglo XVI. Fustigan con dureza la servidumbre
medieval, pero silencian por completo –lo que no deja de resultar paradójico–
la reaparición de la esclavitud en la Edad Moderna.
La situación del siervo en nada se asemejaba a la del esclavo. A diferencia
de éste, no estaba sometido a un hombre –el amo–, sino adherido
a un terreno determinado, conforme a aquella concepción tan típicamente
medieval, del vinculo entre el hombre y la tierra que trabaja. Es cierto que
a diferencia del villano, aldeano libre, que podía abandonar voluntariamente
su tierra, el siervo estaba adscripto obligatoriamente a la suya, pero en compensación
de ello la tierra de este último era inembargable, y en caso de guerra,
no estaba obligado a la prestación de ningún servicio militar.
El propietario libre, en cambio, se veía sometido a toda suerte de responsabilidades
sociales; si se endeudaba de manera irreparable, la autoridad tenía derecho
a apoderarse de su tierra; en caso de guerra, podía ser obligado a combatir,
y en caso de derrota y de saqueo de su campo no se le debía compensación
alguna. Como puede advertirse, el siervo se encontraba protegido contra las
vicisitudes que amenazaban a su vecino «libre», y ello era visto
como algo tan ventajoso que algunos textos de la época hablan del «privilegio
que tienen los siervos de no poder ser arrancados de su tierra», conociéndose
innumerables casos de aldeanos libres que se hacían siervos para estar
tranquilos y protegidos (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la
Cruzada… 328).
Quizás sea R. Pernoud quien mejor ha investigado este tema de la «incardinación»
del aldeano en su tierra. La gran medievalista sostiene que la servidumbre fue
una institución derivada de los imperativos de la época, sobre
la base de la necesidad de lograr la indispensable estabilidad para el adecuado
cultivo de la tierra. En la sociedad que se fue gestando durante los siglos
VI y VII, la vida se organizó en torno a la tierra nutricia y el siervo
era su pieza fundamental. Debía «radicarse» en su terruño,
ararlo, sembrarlo, recolectar las cosechas. Ciertamente, sabía que no
podía abandonar la tierra, pero sabía también que no podía
ser expulsado de la misma, y que tendría su parte en sus propias cosechas.
La ligazón entre el hombre y la tierra en que vivía constituye
la esencia de la servidumbre. Fuera de ello, el siervo gozaba de los mismos
derechos que el hombre libre: podía casarse, establecer una familia,
la tierra que trabajaba pasaría a sus hijos después de su muerte,
lo mismo que los bienes que hubiese podido adquirir. El señor, por su
parte, tenía –es preciso destacarlo– las mismas obligaciones
que su siervo, aunque, por supuesto, en un plano diverso, ya que tampoco podía
abandonar sus tierras, venderlas o enajenarlas a su arbitrio.
Como se ve, la situación del siervo era totalmente diferente de la del
esclavo; éste no podía casarse, ni fundar una familia, ni hacer
valer, en ningún caso, su dignidad de persona, que nadie le reconocía;
era un objeto, una cosa, una res, que se podía comprar o vender, y sobre
la cual otro hombre, su amo, ejercitaba un poder sin límites (cf. R.
Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?... 128).
Seríamos ciertamente injustos si no señaláramos las limitaciones
de esta institución social. La adscripción del siervo a la gleba
implicaba diversas restricciones a su libertad, como consecuencia de su misma
asignación al suelo. En caso de abandono de la tierra que estaba a su
cuidado, el señor tenía sobre él lo que se llamaba el «derecho
de persecución», es decir, que podía hacerle volver a la
fuerza a su terruño, ya que, como hemos señalado, al siervo no
le era lícito abandonar su tierra; la única excepción era
para los que iban a peregrinación o se enrolaban en alguna cruzada. Asimismo
el señor poseía lo que los franceses denominaron el «derecho
de formariage», que al comienzo significaba la prohibición para
el siervo de casarse fuera de su feudo, pero que con el tiempo se fue convirtiendo
en una compensación que éste debía dar a su señor
por las pérdidas que tal hecho podía producirle; con todo la Iglesia
no se contentó con esta mitigación sino que protestó sin
cesar contra la costumbre en vigor que parecía atentar contra la libertad
de establecer espontáneamente la propia familia*. Finalmente, cuando
el siervo fallecía, el señor poseía el denominado «derecho
de manmuerta», es decir, que podía retomar los bienes que aquél
había adquirido a lo largo de su vida; tal derecho, que nos parece abusivo,
en la realidad se veía fuertemente mitigado o simplemente suprimido por
cuanto el señor otorgaba al siervo el derecho de hacer testamento o reconocía
de hecho a la familia como comunidad globalmente propietaria y, por tanto, legítima
heredera.
*Señala Daniel-Rops que aquí está el origen del llamado
«derecho de pernada», sobre el cual se han dicho y escrito tantas
tonterías. Al señor correspondía autorizar a su siervo
o sierva la facultad de casarse; pero como en la Edad Media todo se expresaba
con gestos simbólicos, para mostrar su consentimiento ponía su
mano sobre la pierna del siervo o sobre el lecho conyugal. De ahí a lo
imaginado. Cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 329, en nota.
En suma, la restricción fundamental impuesta a la libertad del siervo
era no poder abandonar la tierra que cultivaba. Esta adherencia a la gleba es,
como ya lo dijimos, una característica típica de la época,
y, reiterémoslo una vez más, desde dicho punto de vista el señor
estaba sujeto a las mismas obligaciones que su siervo, ya que tampoco él
podía en caso alguno alienar su dominio o desentenderse de él.
En los dos extremos de la jerarquía se encuentra el mismo apremio de
estabilidad, inherente al alma medieval. Señala Pernoud que fue así
como nació el campesinado europeo; perseverando durante siglos en el
mismo terruño, sin responsabilidades civiles ajenas a su menester, sin
obligaciones militares, el campesino se convirtió en el verdadero señor
de su tierra (cf. Lumière du Moyen Âge... 47).
Sería ridículo pensar que la situación de los siervos fuese
idílica. Por eso la progresiva «liberación» de sus
restricciones fue considerada como una conquista, aun dentro del período
medieval. Los siervos podían comprar su libertad total, sea pagando cierta
cantidad de dinero a su señor, sea comprometiéndose a abonar un
impuesto anual como lo hacía el propietario libre. Esta obligación
de rescate explica por qué las manumisiones fueron a menudo aceptadas
de muy mala gana por sus presuntos beneficiarios; la ordenanza que en 1315 promulgó
Luis X el Hutín, sucesor de Felipe el Hermoso, por la que quedaron liberados
todos los siervos del dominio real, chocó en muchos lugares con la oposición
de «siervos recalcitrantes». Sin embargo es innegable que, en líneas
generales, la manumisión implicó un progreso. Crónicas
antiguas atestiguan múltiples actos de emancipación referidos
a 100, 200 e incluso 500 siervos; otras, en cambio, se refieren a una familia
o a una sola persona. Y es que, según bien observa Pernoud, con la servidumbre
ocurrió lo mismo que sucede con cualquier restricción de la libertad,
que considerada como soportable cuando, impuesta por las necesidades de la vida,
supone una contrapartida ventajosa, se vuelve intolerable tan pronto como el
hombre puede autoabastecerse y valerse por sí mismo (cf. ¿Qué
es la Edad Media?... 132).
De la vieja esclavitud de los primeros siglos de la Europa cristiana, en que
el hombre podía ser comprado y vendido como una mercancía cualquiera,
arribamos a la completa liberación del campesino. Refiriéndose
al despliegue de dicho proceso observa Belloc que la causa última que
determinó dicha evolución no fue otra sino la religión
común a todos, que sin renegar de las desigualdades naturales, afirmó
la igualdad esencial de todos los hombres, sin distingos de rango o de riqueza.
Ya desde el comienzo se fue haciendo cada vez más difícil, moralmente,
«comprar y vender hombres cristianos». De ahí que el ilustre
escritor inglés atribuya, sin más, al influjo de la fe católica,
la gradual transformación de los esclavos en hombres plenamente libres
(cf. H. Belloc, La crisis de nuestra civilización... 74-75).
Agrega Belloc: «Al perder esta Fe comenzamos de nuevo a volver sobre nuestros
pasos. Con la decadencia de la religión, esto que nuestros reformadores
ni siquiera sueñan aún, pero que va implícito en todos
sus planes en forma ostensible, vuelve el Estado servil, es decir, la Sociedad
fundada v marcada con el sello de la esclavitud».
e)
La figura del aldeano
Los diversos estudios
de R. Pernoud demuestran la enorme injusticia que cometen quienes aceptan sin
más la leyenda del campesino miserable, inculto y despreciado, que todavía
se encuentra en un gran número de manuales de historia. Su régimen
general de vida y su género de alimentación no tiene nada que
merezca excitar especialmente nuestra compasión. El campesino, señala
la estudiosa francesa, no ha sufrido en la Edad Media más de lo que el
hombre en general ha sufrido en todas las épocas de la historia de la
humanidad. Padeció, por cierto, la consecuencia de las guerras, ¿pero
acaso éstas han perdonado a sus descendientes de los siglos XIX y XX?
Por lo menos el siervo medieval estaba eximido de toda obligación militar,
y en caso de emergencia podía encontrar amparo en el castillo de su señor.
Pasó, asimismo, hambre en las épocas de malas cosechas, pero sabía
que en la ocurrencia contaba con el granero de su señor o del monasterio
vecino.
¿Fue el campesino despreciado? Quizá nunca lo fue menos, de hecho,
que en la Edad Media. La literatura de esa época donde el labrador aparece
ridiculizado no debe inducirnos a engaño, observa Pernoud; ello no es
sino una prueba más del resentimiento, tan antiguo como el mundo, que
experimenta el juglar o el comerciante frente al campesino, el «rústico»,
cuya morada es estable; es asimismo una prueba más de la tendencia, tan
inconfundiblemente medieval, de reírse de todo; incluso de lo que parece
digno de respeto. En realidad, jamás fue más estrecho el contacto
entre los estamentos dirigentes y el pueblo rural. La noción del lazo
personal, básico en la sociedad medieval, facilitaba todo tipo de contactos
de persona a persona, concretados tanto en las ceremonias locales como en las
fiestas religiosas y profanas, donde el señor encontraba a su siervo,
lo conocía mejor, compartiendo su existencia mucho más íntimamente
de lo que en nuestros días la comparten las familias pudientes y sus
domésticos. La administración del feudo lo obligaba a conocer
todos los detalles de su vida: el nacimiento de un nuevo hijo, el matrimonio
o la muerte de algún miembro de la familia, sus litigios con otros siervos,
etcétera. En nuestros días, el jefe de una empresa o el patrón
de una fábrica, fuera del contrato con sus obreros y del pago del sueldo
convenido, se juzga libre de toda obligación material y moral respecto
de dichos asalariados; jamás se le ocurriría invitarlos a comer
a su casa, en ocasión, por ejemplo, del matrimonio de uno de sus hijos.
En fin, el trato es totalmente diferente del que prevalecía en la Edad
Media. El campesino se ubicaba, quizás, en el extremo de la mesa, pero
al menos se sentaba en la mesa de su señor .
El aldeano no era, pues, un personaje despreciable dentro de la sociedad medieval.
Lo prueba el patrimonio artístico que nos ha legado la Edad Media, donde
se revela con toda claridad el lugar que en ella ocupaba. Su figura aparece
por doquier: en los cuadros, en los tapices, en las esculturas de las catedrales,
en las iluminaciones de los manuscritos; allí se lo encuentra representado
una y otra vez, realizando los trabajos propios del campo, arando, manejando
la azada, podando la viña, matando un cerdo. Era uno de los temas más
corrientes de inspiración. Véase, si no, el himno a la gloria
del campesino que trasuntan las miniaturas de las «Tres riches heures
du Duc de Barry», o los pequeños bajorrelieves de los diversos
meses en la fachada de Notre-Dame de París, o las esculturas del Maestro
de los Meses en el pórtico de la catedral de Ferrara... ¿Alguna
otra época ha dejado, por ventura, tan numerosas representaciones vivas
y realistas de la vida rural?
También en esta materia se han confundido las épocas. Lo que es
verdad para la Edad Media no lo es para la época del Renacimiento y del
Humanismo. A partir del siglo XVI se va haciendo patente un creciente divorcio
entre los nobles, los artistas y el pueblo. Cada vez se comprenderán
y se integrarán menos, llevando existencias paralelas. La vida intelectual
y artística será patrimonio casi exclusivo de la burguesía;
el campesino se verá excluido de ella, así como de la actividad
política. Es indudable que desde el siglo XVI hasta nuestros días,
el campesino ha sido si no despreciado, al menos preterido y considerado como
de segundo orden, pero no resulta menos innegable que en la Edad Media ocupó
un lugar relevante en la vida de la sociedad (cf. R. Pernoud, Lumière
du Moyen Âge... 50-54). Agrega la autora: «Notemos que es también
en el siglo XVI cuando vuelve a aparecer el desdén, familiar a la Antigüedad,
para con los oficios manuales. La Edad Media asimilaba tradicionalmente las
“ciencias, artes y oficios”».
2. El trabajo artesanal
Dijimos que en la Edad Media se consideraba «trabajador» por antonomasia
al que labraba el campo, trabajo noble por excelencia. Sin embargo la vida urbana
desarrolló otros dos tipos de trabajo: el de los oficios y el del comercio.
a) El origen de las corporaciones
La palabra «corporación» es un vocablo moderno, cuyo uso
se propagó recién en el siglo XVIII. Hasta entonces no se hablaba
sino de oficios, maestrazgos y jurandas. Después de haber sido considerada,
según algunos historiadores, como sinónimo de «tiranía»,
la corporación ha sido objeto de juicios menos severos, ya veces de elogios
entusiastas.
¿Cómo nacieron las corporaciones? Algunos autores sostienen que
su origen más remoto debe ser buscado nada menos que en la antigua Roma;
sobreviviendo a la decadencia del Imperio, habrían llegado hasta la Edad
Media. Y a modo de ejemplo anotan en favor de su hipótesis el hecho de
que las corporaciones medievales del Languedoc y Provenza afirmaban expresamente
que sus estatutos procedían de la antigüedad romana*.
*De acuerdo a los Statuta Marsiliæ, redactados en el siglo XII, la ciudad
de Marsella contaba con cien corporaciones de oficios, cuyos dirigentes eran
elegidos según reglamentaciones bien determinadas, jugando un papel significativo
en el régimen político de la ciudad.
Aliase a esta tesis Calderón Bouchet quien señala que en el sur
de Francia, así como en las ciudades italianas, no habría habido
solución de continuidad entre el régimen municipal romano y el
régimen medieval. Pero agrega un dato importante, y es el innegable influjo
que ejerció el cristianismo, si no en la organización al menos
en el espíritu de las nuevas asociaciones (cf. R. Calderón Bouchet,
Apogeo de la ciudad cristiana... 260-261).
Sin embargo el mismo autor recuerda que no todas las corporaciones tuvieron
un fin edificante. Las hubo de muy mala índole, llegando algunas de ellas
a asociar grupos de comerciantes próximos al bandidaje. «Tienen
estatutos pintorescos donde se comprometen a asistir a los banquetes periódicos
sin armas, para poder emborracharse a gusto y pelear sólo a puñetazos
y con sillas» (ibid. 262).
Quizás sea atribuible a dicha influencia cristiana algo relevante de
destacar y es el hecho de que fue en los hogares de aquellos artesanos donde
se comenzó a honrar por vez primera las profesiones llamadas serviles.
La Antigüedad sólo había considerado la agricultura como
ocupación digna del hombre libre, reputando las artes manuales como trabajo
propio de esclavos. También la Edad Media, según ya lo hemos destacado,
privilegió el trabajo rural, pero ello no fue obstáculo para que
enseñara a valorar asimismo la labor artesanal.
Cada gremio reclamaba para sí una antigua prosapia y eminentes antepasados:
los cerveceros, por ejemplo, se remitían al rey borgoñón
Gambrino, personaje legendario del tiempo de Carlomagno, de quien decían
que había enseñado a los alemanes a fabricar cerveza; los hortelanos,
por su parte, pretendían que su ocupación era la más vetusta
de la humanidad, ya que en el paraíso Adán se había dedicado
a la horticultura (!).
b) Comunión del capital y del trabajo
La organización corporativa medieval está en las antípodas
de lo que podría ser una concepción clasista de la sociedad, y
consiguientemente ignoró todo tipo de lucha de clases.
En la planta baja de las casas se hallaban instalados los talleres de los diversos
oficios, que hacían las veces, al propio tiempo, de tiendas al por menor.
Podríase decir que en buena parte las ciudades medievales eran la resultante
de una multitud de pequeños talleres. Semejante configuración
las diferencia sustancialmente de nuestras modernas urbes, en las que entre
el fabricante y el consumidor se interponen los negocios y tiendas de los intermediarios,
en enormes almacenes al por mayor.
El sistema artesanal tenía una base estrictamente familiar. Era la casa
hogareña el pequeño mundo en que el carpintero, el tejedor, el
orfebre, transcurrían su vida, repartida entre el trabajo y los placeres
domésticos. Sus auxiliares en la profesión eran sus propios hijos,
algún oficial, y uno o a lo sumo dos aprendices, quienes prácticamente
se incorporaban al grupo familiar y colaboraban no sólo en el trabajo
del maestro, sino también en los menesteres domésticos del ama
de casa. No se podría entender más cabalmente el artesanado medieval
que viendo en él la organización familiar aplicada a la profesión.
En su seno, al modo de un organismo integrador, se cobijaban todos los que integraban
un oficio determinado: maestros, oficiales y aprendices, no bajo la égida
de una autoridad cualquiera, sino en virtud de esa solidaridad que surge naturalmente
del ejercicio de un mismo quehacer. También la corporación era,
como la familia, una asociación natural, que brotaba, no del Estado,
o del monarca, sino desde las bases.
Cuando el rey S. Luis encargó a Etienne Boileau que redactase el llamado
«Libro de los oficios» (Livre des métiers), no lo hizo con
la idea de ejercer un acto de autoridad, imponiendo una minuciosa reglamentación
obligatoria para los distintos gremios. Sólo quiso que su preboste pusiese
por escrito las costumbres y tradiciones ya existentes. El único papel
del rey en relación con las corporaciones, como por otra parte con todas
las demás instituciones de derecho privado, no era sino controlar la
aplicación leal de los usos y prácticas en vigor. A semejanza
de la familia, e incluso de la Universidad, la corporación medieval constituía
un cuerpo libre, no sujeto a otras leyes que las que ella se había forjado
para sí misma. Tal fue una de sus características esenciales,
que conservaría hasta fines del siglo XV.
Un estudioso de los oficios en Francia, Emile Coomaert, escribe en su libro
Les corporations en France (Les Editions Ouvrieres, Paris, 1968): «En
París se creó un notable edificio corporativo que comprendía.,
a fines del siglo XIII, cerca de 150 oficios representados por cinco mil maestros
artesanos». El ejemplo de París se extendió con el prestigio
de la monarquía, y otras ciudades de Francia siguieron el modelo de su
organización social.
El régimen corporativo no era horizontal, sobre la base de dos franjas,
la patronal arriba, y la sindical abajo, sino vertical o jerárquico,
abarcando al maestro ya sus artesanos. El capital y el trabajo conspiraban hacia
un mismo fin. No podía existir antagonismo entre ambos por una razón
muy sencilla: el que trabajaba era el dueño del capital, o mejor, el
capital era un capital artesanal.
c) Maestros y aprendices
Como acabamos de decir, la organización corporativa era esencialmente
piramidal. Se comenzaba siendo aprendiz y se terminaba accediendo al maestrazgo.
El ingreso al rango de los aprendices acaecía durante la niñez
o la adolescencia, en el marco de una ceremonia. El hecho implicaba una especie
de contrato, no escrito, por lo general, pero certificado por cuatro testigos,
miembros de la corporación, dos de los cuales eran maestros y dos oficiales.
El maestro aceptaba recibirlo, comprometiéndose a proporcionarle un lugar
donde vivir y la debida alimentación, así como a enseñarle
el oficio y tratarlo en forma digna y paternal; el candidato, por su parte,
prestaba juramento de fidelidad a lo que iba a aprender, obligándose
sus padres a entregar una retribución pecuniaria a su protector, según
lo fijaban los estatutos, y el mismo joven a un determinado número de
años de trabajo, destinados tanto a su propio adiestramiento como a indemnizar
al maestro en especie, por la pensión suministrada y por el tiempo otorgado.
Como puede verse, el aprendiz quedaba ligado con su maestro por una especie
de pacto bilateral. Siempre ese lazo personal, tan apreciado en la Edad Media,
que implicaba obligaciones para entrambas partes, y donde se vuelve a encontrar,
traspuesta esta vez al campo artesanal, la doble noción de «protección-fidelidad»
que unía al señor con su vasallo. Pero dado que acá una
de las partes contratantes era un chico de 12 a 14 años, toda la preocupación
recaía en asegurar la protección de que éste debía
gozar, y mientras las reglamentaciones mostraban la mayor indulgencia cuando
se trataba de los defectos e infracciones del aprendiz, precisaban con estricta
severidad los deberes del maestro: no podía éste tomar sino un
aprendiz por vez, o a lo más dos, para que la enseñanza fuese
personal y fructuosa, y no le era lícito abusar de sus discípulos
descargando sobre ellos una parte de sus encargos; asimismo señalaban
lo que el maestro debía gastar cada día para la alimentación
y el sostenimiento de sus alumnos. En una palabra, el maestro tenía respecto
del aprendiz los deberes y las cargas de un padre, y había de velar por
su conducta y su comportamiento moral.
Con el fin de que todo esto no quedara en pura exhortación, los maestros
se veían sometidos a la visita y control de los jurados de la corporación,
que periódicamente inspeccionaban sus talleres donde, entre otras cosas,
examinaban la manera como el aprendiz era alimentado, educado e iniciado en
el oficio.
Para acceder al nivel superior era preciso haber concluido el tiempo de aprendizaje.
Dicho tiempo variaba, por supuesto, según la mayor o menor complejidad
del oficio, si bien por lo general no superaba los cinco años. Terminada
la preparación, el candidato debía hacer la prueba de su habilidad
en presencia del jurado de la corporación, lo que está en el origen
de la llamada obra maestra, cuyas exigencias se hicieron cada vez mayores.
Si todo salía bien, el joven se convertía en oficial. Podía
entonces solicitar, si así lo deseaba, el permiso de la corporación
para hacer un viaje de perfeccionamiento. En caso positivo, el gremio lo proveía
de los debidos certificados y todos los maestros del mismo oficio que residían
en las diversas ciudades de la Cristiandad habían de recibirlo en su
casa como oficial visitante. La afición al simbolismo, tan típica
del hombre medieval, determinaba que el viaje debía comenzar un día
de primavera, Con la alforja al hombro y el bastón en la mano, el nuevo
artesano peregrinaba de ciudad en ciudad, entraba al servicio de quien le parecía
mejor, continuaba su camino cuando lo juzgaba oportuno, pasaba por los apremios
propios de quien está de viaje, y adquiría acrisolada experíencia
artesanal. Así transcurrían varios años de su juventud
en una suerte de poético noviazgo con el oficio del que se había
enamorado. Hasta que por fin lo vencía la añoranza de su pueblo
natal, y se decidía a retornar a su casa.
Allí el oficial constituía una familia y se convertía en
maestro, instalando su propio taller, probablemente no lejos de la casa donde
había vivido en sus tiempos de aprendiz, ya que era frecuente que en
la misma calle se alineasen todos los artesanos del mismo oficio. Entre unos
y otros no había rivalidad ni competencia desleal. Cada cual trabajaba
para su propia clientela, que solía ser reducida. Tocaba a los dirigentes
del gremio regular las relaciones entre los diversos maestros de la corporación,
así como las de éstos con sus oficiales y aprendices, determinar
los horarios cotidianos de trabajo, los precios que se habían de pagar
por las materias primas y lo que se debía cobrar por el trabajo ejecutado.
La corporación no sólo era una comunidad de índole laboral,
sino también un centro de ayuda mutua. Entre las obligaciones que la
caja de la asociación, alimentada con las contribuciones de sus miembros
activos, debía atender, figuraban las pensiones en favor de los maestros
ancianos o impedidos, la ayuda a los miembros enfermos durante su tiempo de
indisposición y convalescencia, y el sustento de los huérfanos.
Asimismo la corporación asistía a sus integrantes cuando estaban
de viaje o en caso de falta de trabajo. En la ordenanza de uno de los gremios,
el de los zapateros, se lee: «He aquí nuestro reglamento: Si un
compañero llega a una ciudad, sin dinero y sin pan, no tíene sino
que darse a conocer, y no necesita ocuparse de otra cosa. Los compañeros
de la ciudad no solamente lo reciben bien, sino que le proveen gratis el alojamiento
y la comida...».
De los centenares de oficios que se encuentran mencionados en el «Livre
des métiers» a que aludimos más arriba, si bien la mayoría
eran propios de hombres, cinco por lo menos estaban reservados al sexo femenino.
Dos tareas, sobre todo, parecían concernir particularmente a las mujeres,
por cuanto podían llevarse a cabo con facilidad en el propio hogar, como
actividades anejas a las ocupaciones caseras. La primera era la elaboración
de la cerveza, que en aquellos tiempos consumían los que no podían
permitirse el lujo del vino. La segunda, la hilandería; en todos los
grandes centros de tejeduría (Florencia, Países Bajos, Inglaterra...)
eran mujeres las que tenían a su cargo los procesos preliminares de dicha
artesanía.
Un dicho de la época decía que Dios había dado tres armas
a las mujeres: ¡el engaño, el llanto y la rueca!
d) La obra bien hecha
El hombre medieval no consideraba el trabajo exclusivamente como un medio indispensable
para ganarse la vida. Según su modo de ver las cosas, implicaba un valor
en sí, una actividad realmente meritoria. También en este plano
es advertible el influjo de la enseñanza cristiana. Ya S. Benito lo había
exigido de sus monjes no sólo para subvenir a las necesidades materiales
sino también como un medio de santificación. Cuando el labrador
trabajaba su campo, cuando la hilandera enhebraba sus agujas, cuando el orfebre
labraba los metales, tenían la conciencia de que estaban realizando una
obra noble, que los preparaba para el cielo. Ese desprecio por el trabajo manual
que caracterizaría a los hombres del Humanismo y que ha llegado hasta
nuestros días, fue totalmente desconocido en la época de la Cristiandad
medieval, donde no se distinguía el «artesano» del «artista»
(Sobre esta materia cf. mi libro El icono, esplendor de lo sagrado, Gladius,
Buenos Aires, 1991, 316-320).
Pero no se trataba, a la verdad, de trabajar por trabajar, sin interesarse por
el resultado del trabajo. Los reglamentos que de aquellos tiempos han llegado
hasta nosotros descienden a detalles nimios tales como determinar el número
de hilos que había de tener la trama de una tela, o el espesor que debían
poseer las piedras que se utilizaban para la edificación de una casa.
Todo en orden a que la obra resultante fuese lo más perfecta posible.
El influjo de principios superiores, de orden religioso sobre la organización
material del trabajo, tuvo consecuencias venturosas para los usuarios, pues
garantizó la lealtad del producto. Y también las tuvo para el
mismo artesano, pues defendió a la vez la calidad de su alma, su integridad
moral (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 332-335).
Asimismo ese influjo religioso determinó un sistema de justicia laboral
y social, celosamente custodiado por los maestros-jurados o «guardias
del oficio». Porque todos los años, el conjunto de la corporación,
o el cuerpo de los maestros, según las costumbres, elegían un
consejo formado por los maestros más destacados. Los consejeros electos
prestaban juramento –de ahí su nombre de «jurados»–
de velar por la observancia de los reglamentos, visitar y proteger a los aprendices/
zanjar los diferendos que podían surgir entre los diversos talleres del
mismo gremio, inspeccionar los negocios para controlar las cuentas. Los fraudulentos
eran públicamente desenmascarados y su mala mercadería expuesta
como tal delante del pueblo. Sus mismos compañeros habían sido
los primeros en denunciarlos, ya que sentían que se atentaba contra el
honor del oficio, experimentando una suerte de vergüenza colectiva. Los
infractores eran puestos al margen de la sociedad; se los miraba como si fuesen
caballeros perjuros que hubieran merecido la degradación. Todo intento
por monopolizar un mercado, todo conato de entendimiento entre algunos maestros
en detrimento de los otros, todo proyecto de acaparar una cantidad demasiado
grande de materias primas, era severamente reprimido. Se castigaba también
implacablemente el propósito de conquistar la clientela de un vecino,
lo que hoy llamaríamos el abuso de la publicidad. Había, sí,
una sana competencia, pero en base a las cualidades personales del artesano:
la única manera de atraer legítimamente al cliente era hacer el
producto más perfecto, más noble que el del vecino, pero a igual
precio.
En ese mundo de pequeños talleres se desarrolló una industria
firme y activa, sin duda que con un ritmo bien diferente del que caracteriza
a la industria moderna. Se trabajaba casi tan sólo a la luz del día,
sin el recurso de la iluminación artificial, se descansaba regularmente
desde el toque del Angelus, al ponerse el sol, hasta que sonaba la campana del
alba. El trabajo se llevaba a cabo con un profundo sentido del deber, sin los
apresuramientos de la producción moderna, de modo que la obra elaborada
salía sólida y perfecta, tan bien rematada por dentro como por
fuera. No deja de emocionarnos aquella frase que un investigador de nuestro
tiempo descubrió en una piedra preciosamente tallada que halló
en el techo de la catedral de Colonia, en un sitio inaccesible a la vista del
hombre: «Si nadie más lo ve, al menos lo verá Dios que está
en los cielos». Se trabajaba, es cierto, con gran respeto por las reglas
y formas tradicionales, pero ello nada tiene que ver con la uniformidad de la
moderna fabricación en serie según moldes estereotipados, ya que
en los numerosos y pequeños talleres independientes de entonces desplegaba
el hombre una curiosidad y una inventiva jamás conocidas hasta entonces.
A diferencia de lo que acaece hoy, cuando al parecer la única preocupación
del productor y, por consiguiente, del comerciante es vender objetos lo más
vulgares, prácticos y baratos que sea posible, fabricados exclusivamente
con ese propósito para su difusión masiva.. antaño se trabajaba
cada pieza en particular, artesanalmente, considerándosela como un objeto
independiente, y poniéndose en su elaboración todo el esmero posible,
en orden a satisfacer el gusto de los numerosos usuarios que querían
pagar en su justo valor la obra de que se tratase. Un abanico, las tapas de
un libro, un peine, un tenedor, todas esas cosas pequeñas, como lo prueban
las que de entre ellas han llegado hasta nosotros, revelan delicadeza, ingenio,
un verdadero buen gusto por parte de su anónimo artífice. Podríase
decir, hablando en general, que el artesano medieval hacía un culto de
su trabajo, según lo confirman distintos testimonios que encontramos
en novelas de gremios, al estilo de las de Thomas Deloney sobre los tejedores
y los zapateros de Londres. Cuando estos últimos se referían a
su arte lo llamaban «el noble oficio», y aceptaban complacidos el
proverbio: «Todo hijo de zapatero es príncipe nato». Es un
rasgo típicamente medieval esta altivez del propio estado, en estrecha
relación con aquel «orgullo de la obra bien hecha», que refiriéndose
a la antigua Francia Péguy tanto alabara.
Actualmente a la gente le importa poco que la canilla que hace girar o la silla
en que se sienta sean más o menos hermosas. Pero el hombre antiguo vivía
con un ritmo más pausado, se movía entre horizontes más
limitados. Y en consecuencia prestaba más atención a las cosas
que lo rodeaban. La sociedad de nuestro tiempo ha inventado los objetos «descartables»;
para el hombre medieval los utensilios de su casa eran cosas poco menos que
sagradas, llenas de historia y rodeadas de cariño, que se transmitían
de padres a hijos. Cada objeto tenía su nombre: el herrero diferenciaba
uno por uno sus martillos, las campanas de la torre tenían apelativos
propios; por el tono del sonido toda la ciudad sabía cuándo tañía
la «María», cuándo la «Isabel»...
Entre las numerosas ocupaciones artesanales se encontraban diversas especialidades
según las diferentes regiones. Los alemanes del sur se distinguieron
de manera especial en el tallado de la madera, como lo muestra palmariamente
el primor con que tallaban las puertas de los armarios, labradas en forma de
palacios, con cornisas, columnas y ventanas. En el arte textil se destacaron
los flamencos, autores de esos tan enormes como espléndidos tapices,
con escenas tomadas de la Sagrada Escritura o de los libros de caballerías,
sobre un fondo de paisajes o castillos. El arte del cristal prosperó
en los talleres venecianos, donde aquellos artesanos supieron infundir al cristal,
con su soplo, las formas más exóticas, decorándolo con
elegancia incomparable. La confección de lozas y porcelanas encontró
su epicentro en los talleres de Limoges.
Un trabajo que así se desposaba con la belleza no podía brotar
sino del corazón de un auténtico artista. El artesano era un artista,
no sólo mientras confeccionaba su obra sino en todo momento. Cuando el
carpintero, por ejemplo, llegada la noche, dejaba ya en reposo su martillo,
o cuando el zapatero abandonaba la lezna, no pocas veces dedicaban sus ratos
de ocio a componer versos. Se sabe que en Florencia, a la par de una literatura
de gran nivel, como la de Dante y Petrarca, existía toda una literatura
de carácter lírico, privativa de los artesanos.
En esta misma línea hemos de mencionar las famosas escuelas de «maestros
cantores», principalmente en el sur de Alemania. En Maguncia, Nuremberg
y otras ciudades, los gremios organizaron competencias culturales con pruebas,
grados y exámenes públicos. ¿Cómo se concretaban?
Un domingo, por ejemplo, aparecían en la ciudad numerosos carteles–
anunciando un certamen de canto en talo cual iglesia, luego de terminados los
oficios lítúrgicos. Reuníanse entonces en el templo los
miembros del gremio y numerosos espectadores. En presencia de un jurado competente,
un tejedor, un panadero, un peluquero, interpretaban sendas canciones cuya letra
y música habían compuesto ellos mismos, algunas veces sobre temas
teológicos, otras sobre asuntos morales o didácticos, siempre
en verso, con alegorías y acertijos. Luego los jueces acordaban los premios
correspondientes. Recordemos a este respecto la magnífica ópera
de Wagner «Los maestros cantores de Nuremberg»...
Estamos a años luz de aquella época, ahora que el trabajo se ha
convertido en algo tan tedioso y tan prosaico. Bien decía Chesterton
que se le hacía difícil imaginar un coro de sindicalistas, tanto
como un ensamble de banqueros o de prestamistas. Los oficios de hoy han perdido
poesía.
e) El espíritu religioso de las corporaciones
Ya hemos señalado cómo las corporaciones, al igual que las demás
instituciones medievales, estaban impregnadas de espíritu religioso.
Los miembros de las diversas artesanías se asociaban bajo la protección
de un Santo que muchas veces había tenido, durante su vida terrena, especial
relación con su oficio. Así los carpinteros veneraban a S. José,
que había trabajado en el taller de Nazaret; los peleteros, a S. Juan
Bautista, que en el desierto se había vestido con pieles de camello;
los que se dedicaban a la pesca, a S. Pedro, el pescador de peces y de hombres;
los que hacían peines, a S. María Magdalena, la cual, según
la leyenda, antes de su conversión, se pasaba todo el día acicalándose
su hermosa cabellera; los changadores a S. Cristóbal, quien de acuerdo
a la tradición había llevado a Cristo sobre sus hombros. Aquellos
trabajadores pensaban que cada uno de los oficios, a semejanza del estado eclesiástico,
había sido instituido por Dios para bien de la sociedad.
Los artesanos se complacían evocando sus trabajos en los policromados
ventanales que donaban a las capillas laterales de la catedral. Todavía
hoy podemos encontrar allí escenas típicas de sus oficios, así
como las diversas tareas que realizaban en sus talleres, perennizadas ante los
ojos de Cristo o de la Virgen, cuyas figuras coronan el vitral. A veces representaban
también fuera del templo sus actividades artesanales, como se puede ver
en el campanario de la Catedral de Florencia.
Cada corporación tenía sus propias tradiciones, sus fiestas, sus
ritos piadosos, sus diversiones, sus cantos, sus insignias. En las fiestas locales
y en las procesiones solemnes, sus miembros se encolumnaban tras la imagen de
su santo patrono, desplegando los estandartes del gremio, y confiriendo a la
ciudad ese aspecto polícromo, abigarrado y ruidoso, que tanto caracterizó
a aquella época.
S. Raimundo de Peñafort y un grupo de teólogos con él relacionados
fueron quienes lograron que la celebración del domingo se iniciase el
sábado por la tarde, no sólo en Orden a afirmar el carácter
sacro del «día del Señor», que litúrgicamente
comienza en las segundas vísperas del sábado, sino también
para suavizar el régimen del trabajo. El mal llamado «sábado
inglés» no es una conquista reciente, como muchos creen, sino una
vieja costumbre cristiana abandonada cuando el auge del capitalismo y retomada
bajo el influjo de los modernos movimientos obreros.
A veces las corporaciones tuvieron que ver con el orden político. En
algunas ciudades, los delegados de los oficios ejercieron verdadera influencia
en la dirección de los asuntos comunales, a tal punto que ninguna decisión
tocante a los intereses de la ciudad podía ser tomada sin ellos. Un historiador
de la comuna de Marsella, M. Bourrilly, afirma que en el siglo XIII los dirigentes
de los gremios fueron «el elemento motor» de la vida municipal,
a tal punto que se podría decir que en aquel tiempo Marsella tuvo un
gobierno de base corporativa (Para estos temas se leerá con provecho
R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 64-72).
En lo que toca a Francia, la buena relación de sus reyes con las corporaciones
duró hasta la Revolución Francesa. La exaltación desmesurada
del individuo y la consiguiente fobia –por las asociaciones intermedias,
juntamente con la aparición de los primeros síntomas del capitalismo,
hicieron que se viese en la organización corporativa de los oficios una
forma de limitación de la libertad. De ahí que dicho régimen
fuese abolido por la Convención en virtud de la famosa ley Le Chapelier,
dejando al individuo, cada vez más desarmado, frente al Estado, cada
vez más omnipotente.
3. La actividad comercial
Dijimos que la Edad Media consideró «trabajadores» por antonomasia
a los que labraban el campo. Los artesanos ya fueron vistos como menos dignos
de elogio, pero mucho menos los que se dedicaban al negocio de la compraventa.
a) La economía y el surgimiento de las ciudades
Tanto el comercio como los oficios estuvieron especialmente ligados con la ciudad,
pero fue sobre todo el comercio el que mayormente comulgó con el nuevo
espíritu que ella trasuntaba. Será, pues, conveniente introducirnos
en el presente tema refiriéndonos, aunque sea de manera sucinta, al lugar
que la ciudad ocupó en la Edad Media.
Las ciudades no son, por cierto, un invento medieval. Ya existían durante
el Imperio Romano, si bien habían entrado en franca decadencia con motivo
de las grandes invasiones bárbaras, cediendo su primacía a los
castillos y aldeas rurales contiguas, defendidas por sus respectivos señores
feudales. Cuando la situación dejó de ser tan azarosa, otra vez
las ciudades comenzaron a reaparecer. Dicha mudanza se originó principalmente
en Italia. Ya desde el siglo X, Venecia había sabido aprovechar las crisis
intestinas del Islam y las dificultades de Bizancio, para constituir una flota
e irse fortaleciendo cada vez más. Génova y Pisa, por su parte,
se consolidaron desde el siglo XI como ciudades poderosas. A fines de dicho
siglo, el movimiento provocado por las Cruzadas impulsó más aún
el renacimiento municipal, dando origen a diversas industrias, y con ellas,
a numerosos centros urbanos como Gante, Arrás, Mesina, Colonia, Maguncia,
etc.
De este modo, el mapa de Europa cambió decididamente de fisonomía.
Si hacia el año 1000 el campo estaba poblado de monasterios y solitarios
castillos feudales, en torno a los cuales se acurrucaban chozas de barro y diminutas
aldehuelas, hacia el año 1300 encontramos por todas partes populosas
ciudades, a orillas de los ríos, en las cercanías de los puertos
naturales, o en torno a los palacios de los príncipes y las residencias
episcopales. Este fenómeno provocó una notable transformación
social; el dinero fue pasando de manos del noble y del campesino a las del ciudadano,
los artesanos y mercaderes comenzaron a ostentar blasones, y la vida intelectual
se concentró principalmente en las ciudades. Poco a poco las nuevas urbes
se fueron arrogando un alto grado de independencia social y de poder político,
al tiempo que comenzaron a desarrollar una cultura propia, justamente en los
momentos en que el espíritu caballeresco y monástico comenzaba
a declinar. Es verdad que no pocos nobles, príncipes y prelados trataron
de enfrentar el poder cada vez mayor de las ciudades, tanto en el norte de Francia
como en Italia, en Flandes y en el sur de Alemania. Pero la corriente era irrefrenable.
Olas de campesinos abandonaban sus tierras ya sus señores, buscando morada
en el amurallado recinto de la ciudad.
Por cierto que esas ciudades no eran como las de ahora. En las calles de las
urbes actuales la gente se cruza cada día con una multitud de rostros
extraños, y sólo muy de tanto en tanto alguien se topa con algún
conocido. Los amigos viven a lo mejor en el otro extremo de la ciudad, y con
frecuencia sólo se los puede visitar unas cuantas veces por año,
o contentarse con hablarles por teléfono. El hombre de la ciudad actual
carece asimismo de contacto personal con los diferentes profesionales que lo
atienden o con los comerciantes que lo abastecen. Se siente rodeado de indiferencia,
y en medio del tráfago urbano, vive casi como un ermitaño. Las
ciudades medievales, en cambio, se asemejaban a los actuales pueblos de provincia.
Todo el mundo se conocía y el movimiento de inmigración y emigración
era tan escaso que las relaciones entre sus habitantes resultaban mucho más
estrechas y duraderas, aun en las ciudades de mayor importancia.
En concomitancia con el fenómeno de resurgimiento de las ciudades es
advertible otra importante transformación: la economía fue pasando
de la esfera privada a la social y política. Durante la época
feudal, a semejanza de lo que acontecía en el mundo clásico, las
actividades económicas giraban en torno a la vida hogareña. El
padre de familia era el jefe de los que la integraban, al tiempo que organizaba
el trabajo de sus miembros en orden a la sustentación económica
del grupo. Los hijos y el personal de servicio, aprendices y domésticos
en general, completaban lo que hoy llamaríamos «la unidad económica».
A este respecto escribe Marcel de Corte: «Para los griegos, la economía
–de oikos, casa– es la actividad de la familia, célula fundamental
donde se cumplen las actividades que permiten a los hombres vivir y transmitir
la vida. De igual modo que la transmisión de la vida por el matrimonio,
la adquisición económica tiene por propósito proveer a
la familia de recursos y medios de subsistencia indispensables y por ende pertenece
al dominio de lo privado. El Estado se reserva el dominio del orden público...
La ciudad agrupa a las familias a fin de darles, más allá de la
economía doméstica de subsistencia, un conjunto de bienes excelentes
que la comunidad familiar no puede dar: el orden, la paz, el desarrollo del
espíritu, las artes, etc. El Estado no tiene por fin específico
el problema de atender a la subsistencia de los ciudadanos. Esta usurpación
de una faena familiar acusa el avance del estatismo moderno».
Pues bien, esto último es aquello a lo que fue tendiendo, si bien todavía
en grado muy incipiente, la concepción económica ligada al renacer
de las ciudades, tergiversándose subrepticiamente el sentido más
noble de la economía. La burguesía, desdeñosa del pueblo
sencillo, comenzó a prevalecer sobre la nobleza. Un vasto movimiento
de emancipación sacudió a las ciudades de Italia, Francia y Flandes;
y la revolución económica corrió paralela con la revolución
municipal.
b) La aparición del burgués
Acabamos de hablar de la burguesía, y no en vano, ya que fue en los últimos
siglos de la Edad Media, en coincidencia con el prosperar de las ciudades, cuando
apareció la figura del burgués, aquel personaje que llevaría
el sello de la vida industriosa, pero también la marca indeleble de su
origen plebeyo.
Propio era de la mentalidad del burgués la exaltación de lo utilitario,
de lo práctico, de todo aquello que puede pagarse. Frente a la moral
del renunciamiento, tan característica del cristianismo monacal, y frente
al espíritu heroico, inescindiblemente ligado a la concepción
caballeresca, el burgués introduce una ética de nuevo estilo,
basada en la búsqueda de la ganancia y del lucro.
Fueron precisamente aquellos dos estamentos, el eclesiástico y el caballeresco,
quienes atacaron con más decisión el espíritu burgués,
lamentándose de que Frau Geld (Doña Moneda) empezara a regir el
mundo. En la figura del gran comerciante florentino Cosme de Médicis
–si bien éste nació cuando la Edad Media acababa de cerrarse–,
podemos ver personificada la moral egoísta que constituye la base de
toda sociedad esencialmente orientada hacia el lucro. Es el negociante ordenado,
diligente, aborrecedor de los ociosos, asiduo a su despacho, cotidiana y puntualmente,
lleno de iniciativas, sobrio en su vida privada, que dirige la banca paterna
y consolida el influjo social de su familia. Codicia, sí, el dinero,
pero no apetece menos el poder, casando a sus hijas con jóvenes de la
burguesía florentina. Para el logro de sus fines apela a veces, pocas
veces, a la fuerza; pero más generalmente prefiere las sutiles vías
de la astucia, y en vez de recurrir a los tribunales para que condenen a quienes
se alzan contra él, los persigue hábil y fríamente, imponiéndoles
tributos cada vez más onerosos, hasta lograr su ruina.
Desde el comienzo la Iglesia miró con desconfianza al burgués,
principalmente por la inclinación que en él se iba insinuando
de emancipar de la fe su actividad económica. A comienzos del siglo XIV,
la tensión entre la Iglesia y el estamento burgués se acrecentó
en gran forma por el empalme de la conciencia burguesa con aquella corriente
a que aludimos en una conferencia anterior, es a saber, la que se manifestó
en las grandes Universidades urbanas, cuando intentaron reflotar el Derecho
Romano, encontrándose nuevos argumentos que oponer a las tesis pontificias
de la soberanía de la autoridad espiritual, en pro de la total autonomía
del orden temporal. El nuevo espíritu, que tanto heriría la cosmovisión
medieval, habría de afirmarse precisamente en las ciudades.
No resulta casual que el movimiento de la Iglesia en pro de la valoración
de la pobreza, encarnado principalmente en la espiritualidad y la persona de
S. Francisco, fuera exactamente contemporáneo de la expansión
plutocrática, ni que los Frailes Menores se instalasen justamente en
las ciudades. Aunque es cierto que esta acción bienhechora influyó
muy positivamente en la reanimación de la fe, no bastó para frenar
la evolución hacia el primado de la riqueza y el creciente materialismo.
c) Economía y «lucro»
La Iglesia, a pesar de todo, siguió insistiendo en lo suyo. Su doctrina
económica durante la Edad Media estaba tan alejada como era posible de
las teorías actualmente en vigencia. Era una economía sin espíritu
de lucro, en la que no se buscaba la riqueza por sí misma, una economía
que no sacrificaba la gratuidad –el gasto gratuito para la gloria de Dios
y la ayuda de los pobres– en aras del ahorro y el acrecentamiento del
capital. Fiel a su origen doméstico, era asimismo una economía
muy próxima a los hombres, sus beneficiarios directos. El ministro inglés
Disraeli hubo de rendirle este homenaje en el siglo pasado: «Nos quejamos
ahora del absentismo de los propietarios; los monjes residían siempre,
y gastaban sus rentas en medio de los que las producían por su trabajo».
La economía medieval propiciada por la Iglesia estaba a mil leguas de
la que sustentan los grandes capitalistas, tan alejados de todo contacto con
la gente concreta de la cual depende la producción. Durante la Edad Media
la economía estaba a la altura y al servicio del hombre.
En su libro sobre la Cristiandad, Daniel-Rops nos ha dejado una buena síntesis
acerca del modo como la Edad Media concibió la economía. Hablando
en general, nos dice, las nociones de propiedad, de trabajo, de ganancia, no
eran consideradas desde un punto de vista meramente económico, como lo
son ahora, sino en función de los servicios que podían prestar.
La propiedad de las tierras no pertenecía a un hombre por el mero hecho
de que las hubiera recibido o comprado, como frecuentemente sucede en nuestros
días, en que un propietario sólo puede ser desposeído de
ellas en caso de quiebra e incapacidad para saldar sus deudas, pero no si las
emplea malo las mantiene improductivas. En la Edad Media sucedía exactamente
lo contrario: aunque un señor estuviese abrumado de deudas, en ningún
caso podía ser desposeído de su propiedad; en cambio no se veía
dificultad en que ésta le fuese confiscada, si se mostraba indigno de
su cargo o traidor a su juramento. El principio moral se anteponía al
principio económico.
Algo semejante acaeció en lo que se refiere al trabajo. En nuestros días
las relaciones laborales entre el patrón y el obrero se reducen esencialmente
al principio del salario: el obrero recibe tal cantidad de dinero a cambio de
determinado tiempo de trabajo. El hombre de la Edad Media fundaba sus relaciones
y justificaba sus servicios laborales sobre presupuestos enteramente diferentes,
de fidelidad, de abnegación, de protección y de caridad. Por supuesto
que las excepciones podían ser numerosas, y que había avaros y
explotadores, pero los principios seguían siendo predominantemente morales
y no económicos.
Señala Daniel-Rops que lo que fue exactamente el papel de la Iglesia
en este campo, queda de manifiesto en la famosa cuestión del préstamo
a interés, o, como decían los teólogos, de la «usura».
Esta palabra no designaba únicamente, como ahora, el interés abusivo
o superior a la tasa legal, sino, más generalmente, todo interés
percibido con ocasión de un préstamo de dinero.
Desde los primeros siglos, la Iglesia se había declarado en contra de
este tipo de transacciones. En la época del Imperio Romano, el préstamo
a interés era de uso corriente. Pero una vez que el cristianismo comenzó
a influir en las costumbres, pareció execrable que un hermano prestara
dinero a otro hermano que lo precisara y sacase de ello provecho. ¿Acaso
no había dicho el Señor: «Dad los unos a los otros sin esperar
nada en cambio» (Lc 6,34)?, argumentaron los Padres de la Iglesia. Las
penas canónicas con que se amenazó a los usureros fueron drásticas:
a los clérigos la destitución, ya todos, clérigos y laicos,
la excomunión. A veces se equiparó en un mismo vituperio la usura
y la fornicación. Los nombres de los usureros eran exhibidos en las puertas
de las iglesias. Inocencio III aconsejó al poder temporal que castigase
sobre todo y más severamente a los «grandes usureros», a
modo de advertencia ejemplificadora.
La prohibición del préstamo a interés y de la especulación
económica suscitó la aparición de grupos clandestinos o
semi-clandestinos, que operaban libremente en dicho campo. Destacáronse
en ello principalmente los italianos del norte –los «lombardos»–
y los judíos. La importancia de esos grupos se hizo particularmente considerable
cuando comenzó a desarrollarse el comercio en gran escala y, juntamente
con él, la Banca. El resentimiento que naturalmente brota de los deudores
cuando piensan en sus acreedores se volcó de manera especial contra los
lombardos y los judíos, sobre todo contra estos últimos, que por
no estar sujetos a la jurisdicción de la Iglesia, podían ejercer
la «usura» sin que las leyes los alcanzasen. Tal fue la razón
de algunos progroms populares...
Con el tiempo la Iglesia iría atenuando la condenación del préstamo
a interés. Porque lo que en el fondo quería reprobar era la especulación
pura, el dinero logrado sin trabajo ni riesgos. Pero si el prestamista corría
algún peligro real de pérdida económica, o si el deudor
demoraba voluntariamente la devolución de lo que le habían prestado,
¿no parecía justo que aquél recibiese una indemnización
a cambio de ello?
Sin embargo la Iglesia mantuvo la norma: toda ganancia obtenida sin trabajo
ni riesgo, simplemente en base a un préstamo de dinero, era inmoral.
Por cierto que en varias ocasiones las autoridades de la Iglesia toleraron abusos
en este terreno; más aún, algunos Papas tuvieron que recurrir
a los banqueros y hasta permitieron administrar las rentas pontificias a gente
de pocos escrúpulos. Pero esas fueron las excepciones que confirman la
regla. En principio, la Iglesia se opuso con decisión a quienes propiciaban
la primacía del dinero; más aún, quiso que también
el dinero se sometiese a la doctrina del Evangelio (cf. Daniel-Rops, La Iglesia
de la Catedral y de la Cruzada… 336-340).
d) La figura del mercader
La actividad comercial no tiene, en sí, nada de reprensible. Todas las
sociedades han contado siempre con personas dedicadas a la compraventa de productos
y mercancías. Sin embargo no deja de resultar curiosa la evolución
que a lo largo de la Edad Media fue sufriendo la figura del comerciante. Cuando
lo vemos aparecer en escena, advertimos que gozaba de general benevolencia,
siendo considerado como un bienhechor de la sociedad, por cuanto viajando de
aquí para allá, incluso fuera del propio país, ofrecía,
a veces con detrimento de la propia seguridad, todas aquellas mercaderías
que eran necesarias a ricos y pobres. Entre un sinnúmero de libros de
caballería e historias de santos, ha llegado hasta nosotros una novela
anónima, escrita por un poeta alemán, cuyo héroe es justamente
un comerciante cristiano, «el buen Gerardo», que emula a los caballeros
por su prestancia, por su actitud de hombre de mundo que sabe actuar siempre
como corresponde, rivalizando en bondad, modestia y sencillez con los mismos
religiosos.
Pero a medida que se fue haciendo menos peligrosa la profesión de mercader
y sus bolsos se fueron llenando con siempre mayor rapidez, comenzó a
extenderse un sentimiento de antipatía en relación con ellos,
coincidiendo en el ataque los caballeros, los artesanos e incluso los sacerdotes.
Las arremetidas arreciaron sobre todo en los últimos tiempos de la Edad
Media. Los artesanos denunciaban en ellos a los intermediarios encarecedores
de sus productos. La literatura los presentó como haraganes que se limitaban
a vivir del trabajo de los demás, que nada producían, y que se
enriquecían gracias al engaño. Una fábula proveniente de
Nuremberg –la de la araña y de la abeja– los estigmatiza
sin piedad: la araña se burlaba de la abeja, nos cuenta, porque ésta
tenía que trabajar todo el día, mientras que ella se sentaba tranquilamente,
envolvía a la presa en su red, y por fin chupaba su sangre. En la abeja
–concluye la fábula– ha de verse a aquellos que se alimentan
del trabajo de sus manos y comen el pan con el sudor de su frente; al bando
de las arañas, en cambio, pertenecen los usureros, los acaparadores,
los comerciantes, etcétera. En un libro escrito en Alemania hacia 1250
se decía que sólo había que reconocer tres estamentos de
origen cristiano: los caballeros, los clérigos y los campesinos; el cuarto,
el de los mercaderes, era obra del diablo.
Como puede verse, una sombra de sospecha se ceñía sobre esta cuestionada
profesión, sujeta por cierto a múltiples tentaciones. La gente
los veía enriquecerse más y más. Por otra parte, el boato
del comerciante era sustancialmente distinto de la magnificencia de las cortes
y de los castillos feudales. El mercader se mostraba más insaciable en
sus placeres, nunca satisfecho del todo, siempre codiciando. La vida mercantil
creaba en poco tiempo fortunas que un artesano jamás hubiera podido alcanzar,
fortunas que, por lo demás, podían evaporarse con idéntica
rapidez. El temor de que esto último aconteciese es lo que impulsaba
a aquellos «nuevos ricos» a aprovechar el tiempo de las vacas gordas,
entregándose desbocadamente a los placeres, que había que disfrutar
con tanta celeridad como intemperancia. Dante nos dejó un admirable cotejo
entre el severo atuendo y sencilla vida doméstica de los nobles de rancio
linaje y el lujo chillón ostentado por los comerciantes.
La indiferencia religiosa, o la mezcla de religión y avaricia, y el consiguiente
maquiavelismo antes de tiempo, constituyeron también una nota característica
de la vida comercial. Venecia, ciudad eminentemente mercantil, no trepidó
en concertar, sin mayores escrúpulos, no obstante las severas advertencias
de la Iglesia, tratados comerciales con el sultán Saladino y con el Khan
de los tártaros; más tarde, la ciudad, con gran escándalo
de la Cristiandad entera, entablaría alianza con los turcos, llegando
en cierta ocasión a pensar seriamente en llamarlos a Italia, para que
la ayudasen en sus luchas contra otros Estados italianos.
Por cierto que hubo también comerciantes virtuosos. Como aquel rico mercader
de Bourges, Jacques Coeur, quien en el ocaso de la Edad Media, soñaría
con poner su dinero al servicio de la gran empresa mística de la Caballería:
«Yo sé que el Santo Grial no se puede ganar sin mi ayuda»,
decía (!).
III: Los que combaten
En esta conferencia consideraremos el tercer estamento de la sociedad medieval.
Junto a los que oran ya los que trabajan, y para defensa de ambos, estaban los
bellatores, los que combaten*.
*Hemos tratado extensamente este tema en nuestro libro La Caballería,
Excalibur, Buenos Aires, 1982. Tras haber dictado la presente conferencia, apareció
la 3ª edición de dicho libro, en Ed. Gladius, Buenos Aires, 1991.
En nuestra conferencia abordamos algunos aspectos no incluidos en aquella obra.
1. Historia de la caballería
No es la Caballería una de esas tantas instituciones que han ido apareciendo
a lo largo de la historia por iniciativa de la autoridad espiritual o del poder
temporal. Si bien, con el tiempo, el estamento de la Caballería pasó
a integrar formalmente el tejido constitutivo de la sociedad, su aparición
en la escena pública no fue sino el resultado de una respuesta a circunstancias
concretas.
a) El origen de la Caballería medieval
Chrestien de Troyes, poeta francés del siglo XII, autor de varias novelas
de caballería –entre otras Lancelot, Le chevalier en lion, Perceval,
etc.–, dice al comienzo de una de ellas, que lleva como título
Cligès: «Por los libros que tenemos, nos son conocidos los hechos
de los antiguos y del mundo de antaño. Los libros nos han enseñado
que Grecia tuvo el primer premio de la caballería y de la ciencia; después
pasó a Roma el conjunto de la caballería y la ciencia, que ahora
ha pasado a Francia. Quiera Dios que se mantenga en ella y que tan grato le
sea el lugar que no se aleje jamás de Francia la gloria que se ha fijado
en ella» (Cit. en G. Cohen, La gran claridad de la Edad Media... 117,
nota 5).
Según puede verse, fue al parecer Grecia el lugar en que se originó
la Caballería, más propiamente Atenas, donde había un grupo
de hombres llamados «eupátrides», a quienes Solón
denomina precisamente «caballeros», Otros han preferido ubicar su
raíz remota en el ámbito de Roma, concretamente en los allí
designados como equites romani, Con todo, y sin negar que tanto Grecia como
Roma hayan cobijado en su seno instituciones o grupos que puedan ser considerados
cual «antecedentes» del estamento caballeresco, creemos que se va
quizás demasiado lejos en la inquisición de sus orígenes.
Al menos en lo que se refiere a la concreta aparición de la Caballería
en Occidente, nos parece más adecuado remitirnos a los siglos que enmarcaron
las invasiones de los bárbaros, principalmente los de estirpe germánica.
Los integrantes de esas tribus, que se abalanzaron tan resueltamente sobre los
despojos del Imperio Romano, eran toscos y brutales, robando propiedades y haciendas,
y asesinando con toda naturalidad y hasta alegría. La Iglesia, al tiempo
que atendía a su conversión, trató de ir atemperando el
ardor de la sangre guerrera y, más allá de ello, ofreciendo una
causa noble al ímpetu hasta entonces tan mal empleado. Les presentó
a aquellos guerreros ideales dígnos y sublimes como meta de sus empresas
bélicas, les dijo que la fuerza debía ponerse al servicio de la
justicia, de la inocencia, de la religión, de los desvalidos. El resultado
de dicha actitud pastoral fue asombroso: aquellos hombres feroces acabarían
convirtiéndose en caballeros. León Gautier llegó a escribir
que «la Caballería es una costumbre germánica idealizada
por la Iglesia» (Le Chevalerie, H. Welter, Paris, 1895, 2).
La Caballería aparece así como la fusión de las prácticas
de los bárbaros, propias de épocas de hierro y de violencia absurda
e incontrolada, con el espíritu sereno y justiciero del catolicismo.
Para que dicha síntesis se realizara de manera plena fue preciso, por
cierto, que transcurriesen largos siglos, durante los cuales se fue produciendo
el encuentro y la subsiguiente simbiosis de las dos grandes tradiciones, la
del Norte, germana y bárbara, y la del Sur, romana y católica.
De esta síntesis surgió la Caballería. El ataque generalizado
de los árabes contra el naciente mundo cristiano fue el detonante que
exigió de Occidente la formación de un conjunto estable de guerreros,
constituido casi exclusivamente por hombres de a caballo. Luego esta institución
se hizo permanente, y no mera respuesta a una emergencia coyuntural. Partiendo,
pues, del combatiente cruel y terrible de las hordas bárbaras, capaz
de asesinar inocentes y de desafiar al mismo Dios, llegamos al caballero heroico
y Cristiano de fines del siglo XI, tal cual lo vemos descrito, por ejemplo,
en la «Chanson de Roland». Cuando el Papa Urbano II predicara la
Cruzada, lanzando el Occidente católico sobre el Oriente de la tumba
de Cristo, caída en manos de los turcos, ya la Caballería era
una realidad cumplida. Godofredo de Bouillon, el más grande de los Cruzados,
es asimismo el modelo de toda Caballería.
Tal fue el proceso histórico de la institución caballeresca. Raimundo
Lulio lo resume en estos términos: Faltó la caridad y la lealtad,
y entonces se eligieron los mejores para imponer el orden; luego, para los hombres
más nobles, el animal más generoso, el caballo. Así de
simple (Cf. Libro de la Orden de Caballería, en Obras literarias de Ramón
Lull, BAC, Madrid, 1948, 109-110).
b) La educación de la violencia
Según acaba de verse, aquel cambio se logró principalmente por
el influjo de la Iglesia, ¿Cuál fue su pedagogía? Ante
todo ha de quedar bien en claro que la Iglesia nunca condenó la guerra
y por tanto jamás se opuso a la vida guerrera como tal. Por cierto que
la guerra no puede resultar grata a nadie. Más aún, parece terrible
para toda persona que no haya perdido el sentido de la realidad. Sin embargo,
es un hecho que existen situaciones que la vuelven inevitable. En el estado
actual de naturaleza caída, donde la humanidad está sujeta a las
consecuencias del pecado original, necesariamente habrá injusticias tales
que, a falta de otros medios, el brazo del guerrero se haga imprescindible para
restablecer el orden conculcado. Como decía S. Agustín en carta
a un general bizantíno: «La guerra se hace para lograr la paz»
(cf. Ad Bonifacium, Ep. 189,6: en Obras Completas de S. Agustín, t. XI,
BAC, Madrid, 1953, 756). Y por eso la Iglesia no trepidó en hablar de
lo que llamó «la guerra justa». En cuanto a las guerras injustas,
ya el mismo S. Agustín las había calificado de manera tajante:
«¿Qué otro nombre cumple darles que el de gran latrocinio?»
(De Civitate Dei, 1. IV, cap. VI: en Obras Completas de S Agustín, t.
XVI, BAC, Madrid, 1977, 232).
Así, pues, es falso afirmar que la Iglesia se opuso a la guerra por principio.
No sólo no lo hizo sino que además señaló que la
profesión militar, si se ejerce de acuerdo a la justicia, es legítima
y aun santificante. Para confirmar dicho aserto recurrió al ejemplo del
mismo Cristo, quien trató con tanto cariño y hasta admiración
al centurión romano que le pedía la curación de su siervo
con aquellas palabras conmovedoras: «Señor, no soy digno de que
entres en mi casa...» (cf. Lc 7,1-10). Y destacó cómo S.
Pablo no vaciló en describir la existencia del cristiano recurriendo
a términos castrenses (cf. Ef 6,13-17). Esa Iglesia, que quiso llamarse
a sí misma «Iglesia militante», comparó el compromiso
bautismal de sus fieles con el juramento que los soldados prestan a su bandera.
En la misma línea, la antigua iconografía representó a
Cristo con atuendo de guerrero –el Christus Militans–, que vino
al mundo a traer la espada (cf. Mt 10,34).
Pues bien, ahora la Iglesia se encontraba frente a una multitud de guerreros
injustos y saqueadores, que recurrían a la violencia para fines depravados,
o incluso por el gusto mismo de la violencia. ¿Qué hacer?
Ante todo, ubicar el hecho de la guerra en un nuevo contexto, en su dimensión
ética, como reacción última pero gloriosa contra la injusticia.
Lejos de lo que en nuestros días se entiende por «pacifismo»,
un Papa como Gregorio VII declaraba «maldito a cualquiera que se negase
a empapar su espada en sangre». Claro que se estaba refiriendo al buen
combate, a la lucha por una causa noble, y no a la batalla emprendida por espíritu
de venganza o con propósitos bastardos. El Liber feudorum, código
cristiano de Caballería, afirmaba formalmente que el vasallo no era traidor
si se negaba a ayudar a su señor en una guerra injusta. Fuera de estos
casos, el uso de las armas era no sólo autorizado sino hasta recomendado
por la Iglesia, pero en nombre de principios superiores: el principio de justicia,
que definía al que la conculcaba y le imponía la paz, en caso
necesario por la fuerza; y el principio de caridad, que impelía a correr
en ayuda del débil injustamente atacado por el fuerte inicuo (cf. Daniel-Rops,
La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 342-343).
En segundo lugar, apuntar a la mitigación de la violencia misma mediante
el recurso a una serie de disposiciones y de arbitrios prácticos que
fueron progresivamente aceptados por el conjunto de la Cristiandad. La primera
de esas medidas, tomada a fines del siglo X, fue lo que se dio en llamar la
Paz de Dios. Al comienzo, las guerras no perdonaban a nadie, destruyéndose
todo lo que se encontraba al paso. Gracias a esta estratagema de la Iglesia,
por vez primera en la historia se distinguió a los guerreros de las poblaciones
civiles, que quedaban al margen de las operaciones militares. Se prohibió
terminantemente violar a las mujeres, maltratar a los niños, los labriegos
y los clérigos, es decir, a todos los indefensos; las casas de los labradores
fueron declaradas inviolables, como lo eran las iglesias. A comienzos del siglo
XI se instauró la denominada Tregua de Dios, que reducía la guerra
en el tiempo, así como la Paz de Dios la había restringido en
el espacio. En virtud de dicha «tregua» todo acto de guerra quedaba
prohibido en determinados tiempos litúrgicos: desde el primer domingo
de Adviento hasta la octava de Epifanía, desde el comienzo de la Cuaresma
hasta la octava de Ascensión, y, durante todo el resto del año,
desde el miércoles a la tarde hasta el lunes por la mañana, en
homenaje al triduo pascual. ¡Imagínese lo que serían esas
guerras fragmentadas, que no podían durar más de tres días
seguidos!
Con la ayuda de estas iniciativas la Iglesia fue dando fin a aquel terrible
dualismo que había caracterizado a la Edad Oscura, cuando existía
un ideal para el guerrero y otro para el cristiano. Una de las grandes glorias
de la Edad Media es haber emprendido la educación del soldado, transformando
al guerrero, inicialmente feroz, en un noble caballero. El que antes se lanzaba
a la batalla atraído por la borrachera de los encontronazos, la violencia
y el pillaje, se convirtió en el defensor del débil; su violencia
brutal se volvió fuerza armada al servicio de la verdad desarmada; su
gusto del riesgo se mudó en coraje consciente y generoso. Era ya la Caballería
medieval. Tal como se la encuentra desde el comienzo del siglo XIII, en un auténtico
orden, casi un sacramento (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge...
91-93).
En este largo proceso de educación y cristianización de la violencia,
no dejó de influir el hecho de que la Iglesia fuera tomando una participación
cada vez mayor en la ceremonia del armado del caballero, elaborando para ello
un ritual especial*. De este modo, el ingreso al Orden de la Caballería,
juntamente con la decisión que había de caracterizar al caballero
de buscar la gloria por medio de hechos hazañosos, trajo aparejado el
deber de constituirse en paradigma de los demás en lo que toca a la práctica
de las virtudes cristianas**, consagrando su espada al «apoyo y protección
de la Iglesia, las viudas y los huérfanos, y como rendido servidor de
Jesucristo».
*Sobre el sentido de esa ceremonia no nos extenderemos acá ya que a ello
nos hemos referido ampliamente en nuestro libro sobre el estamento caballeresco,
donde tras señalar quién era el que confería el Orden de
la Caballería, exponemos los distintos rituales que se empleaban para
acoger a los candidatos que aspiraban a ingresar en dicho Orden, y el simbolismo
de las diversas armas que en su decurso se iban imponiendo al novel caballero:
cf. La Caballería, 3ª ed... 78-116.
**En lo que toca a las virtudes propias de la Caballería y al código
que regía su actividad –una suerte de Decálogo caballeresco–
puede verse ibid., 117-195.
Bien dice R. Pernoud que lo que se esperaba del caballero, no era simplemente,
como lo soñó la antigüedad, una especie de equilibrio, un
justo medio –mens sana in corpore sano–, sino un máximum.
Se lo invitaba a la exuberancia, a superarse a sí mismo, a ser el mejor,
el más generoso, ofrendando su persona y su vida al servicio de Dios
y del prójimo. «Esas novelas en que los héroes de la Tabla
Redonda van sin cesar en busca de la hazaña más maravillosa no
hacen sino traducir el ideal exaltante ofrecido entonces a aquel que sentía
la vocación de las armas» (Lumière du Moyen Âge...
94). Se les ponía por modelo al arcángel S. Miguel, el primer
antepasado de la Caballería, vencedor de las huestes infernales. El estamento
caballeresco no era sino el reflejo terreno del ejército de los ángeles
que rodeaba el trono del Señor (cf. J. Huizinga, El otoño de la
Edad Media… 101).
El ápice donde culminó esta pedagogía ennoblecedora del
soldado fueron las «Ordenes Militares», a que nos referiremos enseguida,
nacidas al calor de las Cruzadas, la más elevada encarnación del
cristianismo medieval, sobre la base del desposorio místico entre el
ideal monástico y el ideal caballeresco.
Tal fue la estrecha alianza que se estableció entre la Iglesia y la Caballería.
Lo que la Iglesia hizo en el campo intelectual poniendo la razón al servicio
de la fe, que no otra cosa fue la Escolástica, lo realizó también
en el campo de la milicia elevando el valor humano al heroísmo cristiano.
La Caballería fue la gran pasión de la Edad Media. El mismo adjetivo
que de ella se deriva –«caballeresco»– expresa de manera
cabal el haz de cualidades que despertaba la admiración general. Basta
recorrer la literatura medieval o contemplar las obras de arte que han llegado
hasta nosotros, para advertir que tanto en las novelas y en los poemas, como
en los cuadros y en las esculturas, surge siempre y por doquier la gloriosa
figura del caballero, tan garbosamente representado en la conocida estatua de
la catedral de Bamberg (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge...
95).
* * *
Se han señalado diversas etapas en la historia de la Caballería:
la época heroica, la época galante, y la época de la decadencia
(cf. al respecto nuestro libro La Caballería, 48-54). Cuando en el resto
de Europa se fue desdibujando el ideal caballeresco, en España persistió
dicho arquetipo. ¿No fue acaso la Conquista de América un gran
acto de Caballería?
2. Las Órdenes Militares
La aparición de tales Ordenes –una suerte de sacralización
de la Caballería– constituye una demostración muy elocuente
del grado en que la espiritualidad monástica fue impregnando progresivamente
los diversos estamentos de la sociedad medieval, incluido el guerrero. Los caballeros
de las Ordenes Militares eran una rara mezcla de soldados y de monjes. Sin dejar
de ser guerreros, hacían los tres votos religiosos –pobreza, castidad
y obediencia–, al que solían agregar un cuarto compromiso, el de
consagrarse por entero a la guerra contra los infieles. Acaso ninguna época
de la historia nos haya dejado un símbolo tan expresivo y adecuado de
su propia espiritualidad.
Las Ordenes Militares incluían por lo general tres clases de miembros:
ante todo los sacerdotes, que vivían en los conventos de la propia Orden
o acompañaban a los guerreros como capellanes, y que en razón
de su estado clerical no combatían en el campo de batalla; luego los
caballeros nobles, que se dedicaban, ellos sí, a la guerra, llevando
habitualmente vida de campaña; y finalmente los servidores o hermanos
legos, que ayudaban a los caballeros en el servicio de las armas o a los sacerdotes
en los oficios domésticos. Constituían, como se ve, un reflejo
en pequeño de los tres estamentos de la sociedad medieval: los que oran
(los sacerdotes), los que combaten (los nobles) y los que trabajan (los hermanos
legos).
El comienzo de las Ordenes Militares está inescindiblemente ligado con
la epopeya de las Cruzadas, sin las cuales difícilmente hubiesen surgido.
Con todo, hay que notar que la mayor parte de ellas nacieron con fines no estrictamente
militares o guerreros, sino más bien caritativos y benéficos,
para controlar los caminos, proteger y dar morada a los peregrinos, etc. Pero
muy pronto las necesidades acuciantes de la guerra, que se prolongaba más
allá de lo previsto, hicieron que sus miembros se abocasen directamente
al combate.
Aludiremos ante todo a las principales Ordenes Militares, primero a las más
universales y luego a las de cuño español, que tienen una relación
mayor con nuestros orígenes patrios. Lo haremos valiéndonos de
los datos que nos ofrece el P. García Villoslada (cf. B. Llorca, R. García
Villoslada, F. J. Montalbán, Historia de la Iglesia Católica,
II, Edad Media, BAC, Madrid, 1963, 773ss).
A continuación expondremos lo principal de su espiritualidad, especialmente
en base a las enseñanzas de S. Bernardo.
a) Órdenes Militares Palestinenses
Diversas fueron las Ordenes creadas en relación con las peregrinaciones
a Tierra Santa o las luchas contra los infieles.
La primera de ellas, cronológicamente hablando, fue la de los Sanjuanistas,
o, más precisamente, la Orden Militar de S. Juan de Jerusalén
o de los Caballeros Hospitalarios. Fundada por un grupo de mercaderes oriundos
de Amalfi, que estaban en Jerusalén, la Orden comenzó por dirigir
un hospital bajo la advocación de S. Juan Bautista para recoger a los
peregrinos que caían enfermos. Luego se transformaría en Orden
Militar, comprometiéndose sus miembros a empuñar las armas en
el combate contra los enemigos de la fe. Mucho tiempo después de terminadas
las Cruzadas recibirían de Carlos V el dominio de la isla de Malta, de
donde su nombre actual de «Caballeros de Malta».
La segunda fue la de los Templarios, fundada por Hugo de Payens y Godofredo
de Saint-Audemar, también para la protección de los peregrinos
que llegaban a Tierra Santa. Poco diremos acá de esta Orden ya que enseguida
nos referiremos ampliamente a ella, considerando que su espiritualidad, tan
influida por la personalidad de S. Bernardo, siendo paradigmática, es
la que quizás caracteriza con más perfección al caballero
de una Orden Militar.
La última es la de los Teutónicos, que fue fundada durante el
curso de la tercera cruzada, teniendo una destacada actuación en la lucha
contra el Islam. Cuando uno de sus grandes maestres juzgó que las Cruzadas
llegaban a su fin y las huestes cristianas ya no estaban en condiciones de enfrentar
a los turcos, lanzó a sus caballeros a la conquista de la Prusia pagana,
empresa que culminaría con la conversión de los prusianos al cristianismo.
Esta Orden tuvo un tristísimo fin, ya que en 1525, su gran maestre, Alberto
de Brandeburgo, se hizo luterano, convirtiéndose su territorio en un
ducado protestante.
b) Órdenes Militares Española
s
Las luchas que la España católica debió entablar contra
sus ocupantes suscitó también en su territorio la aparición
de varias Ordenes. Nombremos ante todo la de Calatrava, nacida particularmente
para defender la ciudad del mismo nombre, pero que desempeñó un
papel muy relevante en todo el proceso de la Reconquista española. La
austeridad de vida de sus integrantes emulaba el monaquismo cisterciense. Participaron
activamente en los combates victoriosos del rey S. Fernando; en uno de ellos
su gran maestre murió cubierto de gloria bajo los muros de Granada.
Asimismo la Orden de Alcántara, cuya historia corre paralela a la de
Calatrava. Fundada por dos caballeros de Salamanca para defender la ciudad de
su nombre, importante reducto tomado por los cristianos a los moros en 1214,
luego se dedicaron más en general a la protección de los cristianos
que residían en la frontera del reino de León contra los ataques
de los moros de Extremadura.
Destacóse igualmente la Orden de Santiago de la Espada, cuyos caballeros
se abocaron a la custodia del camino de Compostela, siempre amenazado por los
numerosos bandoleros que lo asolaban. Tomaron también parte en la Reconquista,
ocupando zonas contiguas a Toledo.
Finalmente la Orden de Nuestra Señora de la Merced, cuyo origen fue militar
y caballeresco. Fundada inicialmente para la defensa de las costas españolas
contra los ataques de los berberiscos, sus caballeros se dedicaron asimismo
a visitar los puertos del Africa, en orden a ayudar espiritual y corporalmente
a los cristianos cautivos, procurando su rescate, sea a través de dinero,
sea ofreciéndose ellos mismos en heroico canje. Desde el siglo XIV la
Orden dejó de ser militar y muy ulteriormente sería reconocida
como Orden Mendicante.
c) La espiritualidad del monje-caballero
Si los caballeros tenían su espiritualidad propia, ésta brilló
de manera mucho más esplendorosa en aquellos que hicieron de la Caballería
una forma de vida estrictamente religiosa. Nos referiremos acá de manera
particular a la Orden del Temple, ya que ella tuvo el privilegio de haber sido
orientada por el mismo S. Bernardo, como lo acabamos de recordar.
Sobre los comienzos de esa famosa Orden tenemos una referencia expresa en una
obra del siglo XII, escrita por Guillermo, arzobispo de Tiro, que lleva por
título: Historia rerum in partibus transmarinis gestarum (cf. PL 201,
210.888), donde se relatan los diversos emprendimientos llevados a cabo por
los príncipes cristianos que estaban «más allá del
mar» Mediterráneo, es decir, en Tierra Santa. Es justamente en
uno de los capítulos de dicho libro que se narra cómo nació
y se desarrolló la Orden de los Caballeros del Temple. «Algunos
nobles pertenecientes a la orden de los caballeros –escribe Guillermo–,
llenos de devoción, piedad y temor de Dios, poniéndose al servicio
de Cristo según las reglas de los Canónigos Regulares, hicieron
voto de vivir para siempre en castidad, obediencia y pobreza» (ibid. 526).
Estos votos no cancelaban, por cierto, su preexistente vocación caballeresca
sino que, agregándose a ella, la sublimaban. Los nobles caballeros, ahora
también monjes, «no tenían ni una iglesia ni una casa».
Entonces el rey Balduino les cedió temporalmente como morada «la
parte meridional de su residencia, adyacente al templo del Señor»,
por lo que fueron llamados «Caballeros del Templo» o del Temple.
En 1132, tras la aprobación pontificia de la nueva Orden, el gran maestre
se dirigió a S. Bernardo pidiéndole consejos espirituales para
los suyos. El abad de Claraval le escribió una extensa carta que pasaría
a la historia bajo el nombre de De Laude novæ militiæ (Hemos analizado
minuciosamente su contenido en nuestro libro La Caballería... 169-175).
Dicha epístola, que tan diáfanamente revela la personalidad del
Santo, constituye una especie de «teología de la Caballería»,
o si se quiere, de «mística de la Caballería», sobre
la base del carácter de milicia que tiene la vida cristiana, de la fe
entendida como combate.
Hace poco hemos tenido la oportunidad de leer con provecho un notable estudio
sobre los caballeros del Temple, justamente a la luz de la espiritualidad que
les quiso inculcar S. Bernardo (cf. Mario Olivieri, I cavalieri del Tempio,
en Gli Annali, Università per stranieri, Firenze, 10, 1988, 27-54. Al
término de sus reflexiones, el Autor ofrece en apéndice la traducción
italiana del relato de Guillermo de Tiro, una parte del tratado de S. Bernardo,
y el texto de la Regla de la Orden). Si bien su autor revela cierta tendencia
al esoterismo, no por ello deja de ofrecer interesantes observaciones, de las
que vamos a servirnos en esta conferencia.
Los caballeros del Temple son para S. Bernardo el fruto de un admirable encuentro
entre el monacato y la caballería. Son monjes-caballeros. Tal es, según
él, la conjunción ideal, el monacato hecho milicia, la caballería
llevada a su expresión suprema. Porque la lucha que el nuevo caballero
habrá de entablar no es parcial sino total. No se limitará a luchar
contra el enemigo externo sino que enfrentará asimismo al enemigo interior.
Los caballeros de la nueva milicia se distinguen en esto de todos los demás,
sea de los caballeros que no son religiosos como de los simples monjes, por
ser conjunta e inescindiblemente guerreros en el campo de lo visible y de lo
invisible. «A la verdad hallo que no es maravilloso ni raro resistir generosamente
a un enemigo corporal con las solas fuerzas del cuerpo. Tampoco es cosa muy
extraordinaria, aunque sea loable, hacer guerra a los vicios o a los demonios
con la virtud del espíritu, pues se ve todo el mundo lleno de monjes
que están continuamente en este ejercicio. Mas, ¿quién
no se pasmará por una cosa tan admirable y tan poco usada como es ver
a uno y otro hombre poderosamente armado de estas dos espadas y noblemente revestido
del cinturón militar?» (De la excelencia de la nueva milicia, I,1;
trad. en Obras Completas de S. Bernardo, T. II, BAC, Madrid, 1955, 854. En adelante
citaremos la obra según esta edición). El combate es global: contra
la amenaza exterior de las armas materiales y contra las asechanzas del demonio
en el interior del alma.
Semejante vocación exige que el templario, antes de lanzarse a la lucha
exterior para vencer a un enemigo tan concreto como él, logre el dominio
de su interioridad. Sólo si alcanza el señorío de sí
será capaz de encarar como corresponde el combate exterior, sólo
así se lanzará confiado a la batalla. «Ciertamente, este
soldado es intrépido y está seguro por todas partes; su espíritu
se halla armado del casquete de la fe, igual que su cuerpo de la coraza de hierro»
(ibid. I, 1... 854). Hombres y demonios no pueden dejar de temblar ante un hombre
protegido con la armadura del guerrero y el poder de la fe.
Este feliz encuentro entre la vida monástica –dominio de sí–
y la caballeresca –dominio sobre los demás–, hace que tales
caballeros sean a la vez, en expresión de S. Bernardo, «más
mansos que los corderos y más feroces que los leones» (ibid. IV,
8... 861). Por eso las Ordenes Militares son para el Santo la expresión
más pura de la Caballería, o mejor , su «sacralización».
Casi un sacerdocio.
Abundemos, con el abad de Claraval, en las consecuencias de esta extraña
simbiosis de dos vocaciones. El progreso en la vida espiritual del caballero
en cuanto monje no puede sino repercutir en la eficacia de la lucha exterior
del monje en cuanto caballero, dado que el combate interior en orden al dominio
sobre sí mismo, posibilita y potencia el combate exterior contra los
enemigos de la fe. Por eso el templario ha huido primero del «siglo»,
se ha encerrado en un convento para cargar su cruz, ya través de la mortificación
lograr señorío sobre todas sus pasiones. S. Bernardo considera
que la mortificación es el mejor noviciado para el combate exterior.
El ejercicio de la humildad le permitirá ir realizando el olvido de su
propia persona –perderse a sí mismo–, tan propio del monje
y del caballero. En las diversas formas de obediencia aprenderá el abandono
de sí y del mundo. El despojo espiritual que le exige la vida religiosa
será la mejor manera de alcanzar la completa renuncia de su voluntad,
de sus deseos, de su propiedad, a semejanza de Francisco de Asís que
se desprendió de sus vestidos para simbolizar su decisión de desapegarse
totalmente del mundo. Por la sumisa dependencia respecto de sus superiores en
lo que toca a la ropa y al alimento, recuperará la inocencia y la ingenua
disponibilidad del niño. Así, mediante el abandono de todo lo
accidental en aras de lo sustancial, su alma alcanzará la paz y la serenidad.
Será un hombre esencial.
Destaquemos cómo este proceso de gradual desnudamiento del monje-caballero,
merced al cual va cayendo todo lo que es superfluo y puramente ornamental, revela
una refinada concepción estética del alma, que encuentra su reflejo
más logrado en la pureza de la arquitectura cisterciense propiciada por
Bernardo, cuya belleza radica precisamente en su misma desnudez. Tal arquitectura,
sólida y despojada, responde admirablemente al modelo caballeresco por
él soñado.
En el texto de S. Bernardo se recalca asimismo el carácter ministerial
del caballero-monje. El templario ha de convertirse en un instrumento vivo de
Cristo. Su vida espiritual lo ha ido preparando para ello. Si de veras ha resuelto
vivir para Cristo y morir por El, ya no se perderá en el laberinto del
egoísmo y de las pasiones narcisistas, ni se pondrá a sí
mismo como centro de su acción. De algún modo ha renunciado a
su subjetividad, ha renunciado a su yo para que en él viva Cristo, de
manera análoga al sacerdote que no obra ya en nombre propio sino in persona
Christi. El yo del monje-caballero es sustituido por el yo de Cristo, convirtiéndose
de este modo en un instrumento dócil de la voluntad divina, tanto más
eficaz cuanto más olvidado de su propia persona. Así como el «enemigo»
contra el que lucha encarna en cierta manera al enemigo invisible, de modo semejante
él personifica a Dios, encarna la justicia divina, es la espada de Dios.
En su análisis de la espiritualidad que ha de caracterizar al monje-caballero
S. Bernardo destaca su disponibilidad para la muerte, su decisión de
abrazarse con el riesgo de la muerte. Ya se preparó para ella mediante
el desapego a las cosas de esta vida ya la vida misma, a la que ha renunciado
de antemano. La mortificación que ha practicado cotidianamente en el
monasterio –no olvidemos que la palabra «mortificación»
significa «dar muerte», en nuestro caso, a los brotes perdurantes
del viejo Adán– florecerá un día en el seno de un
encuentro agonal contra el enemigo de la fe, florecerá quizás
en su propia muerte física, ofrecida por anticipado.
El largo entrenamiento para la muerte, que es su vida religiosa, lo ha ido librando
del espanto de la muerte. «No teme la muerte –escribe S. Bernardo–,
puesto que desea morir. Y, en efecto, ¿qué puede hacer temer,
sea viviendo o sea muriendo, a aquel cuyo vivir es Cristo, y el morir ganancia?»
(ibid. I, 1, 854). Libre de sí mismo, se ha liberado del enemigo interior
más perturbador para un soldado cual es «el miedo a la muerte».
Y con la desaparición de este miedo esencial, desaparecen todos los otros
tipos de «miedo», sea que provengan de preocupaciones, o de angustia
por la existencia, o de temor a perder bienes o amistades, o de exagerada solicitud
por seguir viviendo, consecuencias, en última instancia, del primado
oculto del propio yo. Para el monje-caballero fiel a su vocación, lo
transeúnte ya no es merecedor de atención, y por ende se desvanece
el miedo, que es justamente preocupación por lo transeúnte y lo
mudable. Puesto que «su vivir es Cristo» no se siente acosado por
el temor de la muerte natural. Puede morir en cualquier momento histórico
puesto que «ya» ha muerto, «ya» ha renunciado a lo temporal
para vivir en lo eterno.
Por eso se encamina al combate sin temores o turbaciones paralizantes, indiferente
a su posible o probable muerte, sumergido en la voluntad de Dios, con el ojo
interior apuntando más allá de lo visible. La muerte se le muestra
como un acto pletórico de belleza, divinizante y transfigurador, como
plenitud de su anhelo de trascendencia, de su nostalgia de lo eterno, de su
vocación al martirio, que disuelve la empiricidad de su vida en la pureza
absoluta del ideal.
El caballero se dirige así al encuentro de la muerte, se desposa con
la muerte. La muerte es la «dama» de sus sueños. Todos los
días de su vida religiosa no fueron sino una paciente preparación,
una laboriosa y eficaz purificación para el encuentro con la amada. La
monotonía de sus jornadas monásticas, la reiteración de
las horas del Oficio Divino, la disciplina siempre igual, lo fue concentrando
en la atención y la espera de su muerte. La muerte es su éxtasis,
su salida de sí final para entrar en la eternidad.
Pero, aunque resulte obvio decirlo, el caballero no va a la batalla sólo
preparado para morir, sino también dispuesto a matar. S. Bernardo une
la legitimidad de la muerte del enemigo con la licitud de tomar las armas –como
última instancia, se entiende, una vez probadas las otras vías–,
y por tanto de la profesión militar. De ahí que el caballero se
encamine a la batalla con la conciencia tranquila, dispuesto a matar o a morir.
«El soldado de Jesucristo –escribe el Santo Doctor– mata seguro
a su enemigo y muere con mayor seguridad. Si muere, a sí se hace el bien;
si mata, lo hace a Jesucristo, porque no lleva en vano a su lado la espada,
pues es ministro de Dios para hacer la venganza sobre los malos y defender la
virtud de los buenos. Ciertamente, cuando mata a un malhechor, no pasa por un
homicida, antes bien, si me es permitido hablar así, por un malicida;
por el justo vengador de Jesucristo en la persona de los pecadores y por el
legítimo defensor de los cristianos» (ibid. III, 4; 857).
De lo dicho infiere S. Bernardo la diferencia abismal que separa al caballero
santo del caballero mundano. El caballero «secular» no ha consumado
la «mortificación», no ha muerto a sí mismo, lo que
busca es la glorificación de su individualidad. A su juicio el honor
no se identifica con la virtud, ni brota de ella y del obrar según el
orden querido por Dios, sino que es el fruto de la sobrevaloración del
propio yo. Carece, pues, de «interioridad», es un soldado puramente
exterior. Usa la espada, sí, pero para sus propios fines; no es «ministro»
o «instrumento» de nadie más que de su propia vanidad.
El caballero secular es vanidoso porque es «vano», es decir, vacuo,
sin riqueza interior, revoloteando siempre en torno a lo superfluo y accesorio,
S. Bernardo dice que su militancia es feminoide, porque a semejanza de la mujer
busca el ornato exterior. Presa del vértigo de sus pasiones incontroladas,
sólo combate para afirmarse a sí mismo. Va a la batalla impelido
por turbias motivaciones, impulsado por el fuego fatuo de la ira y la codicia.
Su intención torcida todo lo pervierte: sea la victoria –que será
siempre el efecto de un homicidio, ya que matar al enemigo injustamente o por
intereses bastardos es simple y llanamente un homicidio– sea la derrota
–que con la muerte del cuerpo traerá también la muerte eterna.
Habiendo puesto su corazón en las cosas del mundo, ya triunfe, ya sea
vencido, está destinado a perderse. Siempre peca porque o mata odiando
o sucumbe odiando. En el fondo, no es sino una caricatura del auténtico
caballero.
Por eso, como dice S. Bernardo, la suya es non militia sed malitia. Para el
Santo Doctor sólo hay Caballería verdadera si el que la ejerce
es un cristiano cabal, fiel a la doctrina y moral del Evangelio. El que combate
sin fe y con intenciones tortuosas, es un obrador del mal, siempre sometido
al doble peligro que acecha a la caballería mundana y la hace proclive
al pecado: la de matar al enemigo en el cuerpo ya sí mismo en el alma,
o la de ser matado por el enemigo tanto en el cuerpo como en el alma. Eso no
es milicia sino malicia. «Mas no es lo mismo respecto de los caballeros
de Jesucristo, pues combaten solamente por los intereses de su Señor,
sin temor de incurrir en algún pecado por la muerte de sus enemigos ni
en peligro ninguno por la suya propia, porque la muerte que se da o recibe por
amor de Jesucristo, muy lejos de ser criminal, es digna de mucha gloria»
(De la excelencia de la nueva milicia III, 4... 857). Trayendo a colación
aquel texto del Apóstol: «Si vivimos, para el Señor vivimos;
y si morimos, para el Señor morimos; de modo que, ya vivamos ya muramos,
del Señor somos» (Rom 14,8), así exhorta S. Bernardo al
guerrero cristiano: «Regocíjate, atleta valeroso, de vivir y de
vencer en el Señor; pero regocíjate todavía más
de morir y de ser unido al Señor. Sin duda, tu vida es fructuosa, y tu
victoria gloriosa; mas tu muerte sagrada debe ser preferida con muy justa razón
a la una ya la otra. Porque, si los que mueren en el Señor son bienaventurados,
¿cuánto más lo serán los que mueren por el Señor?»
(ibid. I, 1... 855).
En la carta que estamos comentando, el abad de Claraval hace algunas referencias
al lugar sagrado donde tuvo su sede la Orden de los Templarios. No resulta irrelevante
que el nuevo género de caballería haya nacido «en el país
mismo que el Hijo de Dios, hecho visible en la carne, honró con su presencia,
para exterminar en el mismo lugar de donde arrojó El por entonces a los
Príncipes de las tinieblas, con la fuerza de su brazo, a sus infelices
ministros, que son los hijos de la infidelidad» (ibid. I, 1 854). El «lugar»
y la «función» integran la especificidad de la nueva milicia.
Ambos son «sacros»: el lugar, porque santificado y transfigurado
por la presencia física de Cristo; la función, por cuanto continúa
el designio salvífíco del Señor. Así como el Verbo
encarnado triunfó con su luz sobre el poder del Príncipe de las
tinieblas, así sus caballeros templarios, colaboradores suyos en la obra
de la redención, combaten y vencen a los acólitos de Satanás,
continuando a su modo la acción redentora. La Tierra Santa pasa a ser
toda ella un templo sagrado, donde se produce el empalme de los nuevos caballeros
con la acción salvadora de Cristo.
Un último aspecto digno de ser señalado es el carácter
de itinerario sagrado que da su sentido a la militancia caballeresca. En el
fondo no es sino una retoma, si bien en un nivel superior, de la condición
itinerante y peregrina propia de todos los cristianos, que a partir del renacimiento
bautismal deben encaminarse hacia la transfiguración final, a través
de las pruebas propias del viaje de la vida. El decurso vital del monje-caballero,
impulsado por la nostalgia divina, expresa de manera acabada esa peregrinación
del pueblo de Dios, con su mirada puesta en la patria celestial y sus brazos
empeñados en la lucha para neutralizar a los elementos hostiles que se
interponen en el camino. Siendo la existencia un viaje y la historia un itinerario,
su defensa de los peregrinos a Tierra Santa y la protección de los caminos
que a ella conducen, constituyen un magnífico símbolo de su vocación
de defender a los cristianos de los enemigos exteriores ya la Iglesia de los
ataques del demonio.
El hecho de que la sede de esta nueva caballería sea el Templo de Jerusalén,
esconde una invitación implícita a hacer de la vida un viaje sagrado.
«No dudamos de manera alguna de que esta Jerusalén de aquí
abajo es la figura verdadera de aquella que en los cielos es nuestra madre»
(ibid. III, 6... 859).
3. La epopeya de las Cruzadas
Donde sin duda se expresó mejor el espíritu idealista de la Caballería,
tanto en lo que se refiere a los caballeros en general como a los integrantes
de las Ordenes Militares, fue en el decurso de las Cruzadas. Hubo, por cierto,
en el desarrollo de las mismas, acciones realmente deplorables, como parece
ser inevitable en el obrar humano, pero el impulso fue noble y ennoblecedor
.
a) La conquista de Jerusalén
El hombre medieval sintió siempre el llamado y la nostalgia del Oriente.
Varios autores han creído poder relacionar las Cruzadas con las peregrinaciones,
expresiones ambas de la impaciencia de los límites, ese sentimiento tan
típico de la Edad Media, a que antes nos hemos referido. ¿Qué
fueron las Cruzadas sino un peregrinaje armado? Ese hombre medieval, tan arraigado
a su terruño, tan adherido a su feudo, partía sin embargo con
una desenvoltura desconcertante. Sin atender a las molestias que implicaba el
largo y riesgoso viaje, se ponía en camino para Compostela o para la
Cruzada. Tal disponibilidad era común en aquella época, alcanzando
a todos los estamentos y países de la Cristiandad.
Para entender el porqué de las Cruzadas debemos trasladarnos con la mente
al mundo oriental, o mejor, a lo que acontecía en el Imperio bizantino.
Durante mucho tiempo, las relaciones entre Bizancio y el Islam habían
sido relativamente cordiales, hasta el punto de que los Emperadores podían
participar sin dificultades en la reconstrucción del Santo Sepulcro,
que estaba en manos de los musulmanes, y enviaban trigo a la Siria islámica.
Pero hacia el año 1000 la situación cambió radicalmente
con la aparición de una tribu proveniente de las estepas del Aral*, que
aprovecharía la decadencia en que se encontraban por aquel entonces aquellos
muelles árabes de origen persa y la disgregación de su Imperio
en principados provinciales. Eran los turcos, de pasta guerrera como pocos,
que habían encontrado un caudillo nimbado de leyenda, el príncipe
Seldjuq. Y así fue como con los Seldjúcidas se retomó la
dormida Guerra Santa musulmana. A mediados del siglo XI entraron en la Mesopotamia
y sin encontrar mayor resistencia conquistaron Bagdad. La campaña seguía
adelante. Bizancio ya estaba en la mira.
*Propiamente su dominio se extendía a una gran superficie comprendida
en el cuadrilátero Siberia, Afganistán, Mar Caspio y Turkestán.
Durante esa ofensiva, que fue bastante prolongada, los cristianos sufrieron
dos reveses particularmente dolorosos. En 1064 se derrumbó la Armenia
cristiana. Quizás los bizantinos no la defendieron como hubieran debido,
posiblemente influidos por el hecho de que los armenios eran monofisitas*. La
otra gran desgracia acaeció en el año 1071 cuando los turcos sitiaron
Mantzikert, uno de los últimos bastiones armenios todavía en poder
de Bizancio.
*La mayor parte de los armenios sobrevivientes se fueron a Capadocia ya las
estribaciones del Tauro, donde establecieron una nueva Armenia que más
tarde se haría presente en el transcurso de las Cruzadas.
Acudió en su socorro el emperador Román Diógenes quien
tras luchar heroicamente acabó siendo capturado por los turcos. La derrota
de los bizantinos fue un acontecimiento sintomático ya que demostró
hasta qué punto el Imperio de Oriente se había vuelto incapaz
de seguir siendo el bastión seguro de la Cristiandad como lo había
sido hasta entonces. Sólo podría relevarlo la joven Cristiandad
occidental. Como bien escribe Daniel-Rops: «La Cruzada fue la respuesta
a la dimisión de las fuerzas bizantinas: 1095 estaba en germen en 1071
y el derrotado Román Diógenes reclamaba a Godofredo de Bouillon»
(La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 496).
Y así sucedió, en efecto. El nuevo emperador Miguel VII se dirigió
humildemente al Papa Gregorio VII pidiéndole ayuda militar. El Papa asintió
con presteza, exhortando en ese sentido a los Príncipes cristianos. Pero
en vano. El momento político era muy difícil y apenas si consentía
un esfuerzo conjunto. Mientras tanto los turcos, viendo expedito el camino,
seguían avanzando en todas las direcciones posibles. En 1076, penetraban
en Jerusalén, noticia que conmocionó a todo el mundo cristiano.
Luego fueron ocupando el Asia Menor, entremezclando sus posesiones con las de
los bizantinos. En 1081, el turco Solimán se proclamó Sultán,
poniendo su capital en Nicea, donde antaño había sesionado el
famoso Concilio. Dicho Sultanato perduraría hasta 1302 (cf. ibid., 495-497).
La situación era gravísima. Occidente no podía permanecer
impasible. Fue entonces cuando el Papa Urbano II reunió un Concilio en
Clermont (1095), donde se hicieron presentes los principales prelados y nobles
de la Cristiandad, y solicitó la formación de un cuerpo expedicionario
contra el Islam. Ante la voz del Papa, la asamblea entera se puso de pie, y
prorrumpió en un grito clamoroso: Deus la volt!, ¡Dios lo quiere!,
que resonó por toda la meseta de Clermont, clamor que recogió
el Papa para convertirlo en la divisa de la empresa. La gente comenzó
a cortar retazos de los mantos y cortinas para hacer con ellos cruces de tela
roja, que los voluntarios cosieron sobre el hombro derecho. Esa noche se acabó
la tela roja en Clermont.
De aquí vino la denominación de «cruzados», o «señalados
con la cruz». Porque no fue sino el signo de la cruz el que guiaría
a aquellas falanges. Después de la conquista de Jerusalén, la
Vera Cruz los precedería en los combates. Y el canto de guerra de los
cruzados sería un himno litúrgico referido a la cruz, el Vexilla
Regis prodeunt, que se entona en las Vísperas de la Pasión y en
las fiestas de la Cruz, compuesto cuatro siglos atrás por Fortunato,
el obispo poeta.
El grito de guerra que atronara Clermont se propagó por toda la Cristiandad,
hasta Sicilia, Alemania, España, la lejana Escandinavia, con una capacidad
de convocatoria que superaría incluso las previsiones del Papa, y se
mantendría en el aire por lo menos durante dos siglos, para irse luego
apagando lentamente. «Viose a muchos hombres –dice Michelet–
asquearse súbitamente de todo lo que habían amado, y así
los barones abandonaron sus castillos, los aldeanos sus campos, para consagrar
sus esfuerzos y su vida a preservar de sacrílegas profanaciones aquellos
diez pies cuadrados de tierra que habían recogido, durante unas horas,
el despojo terrestre de su Dios».
Y así la Cristiandad se puso en marcha, abriéndose una página
admirable de su historia. Según R. Pernoud, las Cruzadas representan
uno de los puntos culminantes en los anales del Medioevo, una aventura única
en su género, llevada a cabo por voluntarios, y por voluntarios procedentes
de todos los pueblos de Europa, al margen de cualquier organización centralizada
(cf. R. Pernoud, Los hombres de las Cruzadas, Swan, Madrid, 1987, 13).
Se trataba de ir a la reconquista de Tierra Santa. El hombre medieval conocía
esa tierra hasta en sus más ínfimos detalles, ya que había
sido espiritualmente alimentado desde su más tierna infancia con las
Sagradas Escrituras. Todo le resultaba familiar, la cueva de Belén, el
pozo de Jacob, el Calvario, los lugares por los que viajó S. Pablo...
Los salmos, varios de los cuales sabía de memoria y entonaba en la liturgia,
los sermones que escuchaba, las estatuas y vitrales que veía en sus catedrales,
todo le hablaba de los Santos Lugares. Por otra parte, en la época feudal,
montada toda ella sobre el fundamento de posesiones concretas, parecía
obvio que la Tierra del Señor fuese considerada como el feudo de la Cristiandad;
pensar lo contrario hubiese implicado en cierta manera una injusticia (cf. ibid.,
24).
Algunos historiadores modernos han asignado a las Cruzadas razones únicamente
de índole económica. Pero, como bien señala R. Pernoud,
semejante interpretación no es sino el fruto de una extraña transposición
al pasado de la mentalidad de nuestra época, que todo lo ve a la luz
de ese prisma (cf. ibid., 41). Mucho más cerca de la realidad estaba
Guibert de Nogent, abad benedictino del siglo XX, cuando en su «Historia
de las Cruzadas» aseguraba que los caballeros se habían impuesto
la tarea de reconquistar la Jerusalén terrena con el fin de poder gozar
de la Jerusalén celestial, de la que aquélla era imagen. Es de
él la célebre frase: Gesta Dei per francos, en razón del
gran número de franceses que intervinieron en la epopeya.
Las Cruzadas iban a durar casi hasta fines del siglo XIII, y durante su entero
transcurso estarían en el telón de fondo de todos los acontecimientos
de la época, fueran éstos políticos o religiosos, económicos
o artísticos. Se suele hablar de ocho cruzadas, pero de hecho no hubo
un año en que no partiesen de Europa contingentes más o menos
numerosos de «Cruzados», a veces sin armas, conducidos sea por señores
de la nobleza, sea por monjes. Por eso parece acertada la opinión de
Daniel-Rops de que no es adecuado hablar de «las Cruzadas», sino
más bien de «la Cruzada», único y persistente ímpetu
de fervor, ininterrumpido durante dos siglos, que arrojó a lo mejor de
Occidente de rodillas ante el Santo Sepulcro (cf. La Iglesia de la Catedral
y de la Cruzada... 538).
La primera oleada de la marea fue tan incontenible que la jerarquía de
la Iglesia no pudo mayormente influir sobre ella. Fue la Cruzada popular, convocada
por un religioso de Amiens, Pierre l’Ermite (Pedro el Ermitaño),
hombre carismático y austero, a quien siguió toda clase de gente:
algunos caballeros, por cierto, pero también numerosos mendigos, ancianos,
mujeres y niños. Esa caravana de gente humilde que se pone en camino
para reconquistar un pedazo de tierra entrañable, es un fenómeno
único en la historia. Recordemos que en la Edad Media la guerra era prerrogativa
de la nobleza y de los caballeros, y por eso resultaba tan exótico que
aquellos aldeanos apodados paradojalmente «manants», es decir, los
que «se quedan», se transformasen súbitamente en guerreros.
La historia empezaba a convertirse en epopeya. Militarmente hablando, el proyecto
de Pierre l’Ermite acabó en un resonante fracaso, como era de esperar.
Sin embargo no lo consideraron así sus contemporáneos. Porque,
según señala con acierto R. Pernoud, en aquellos tiempos no se
esperaba necesariamente que el héroe fuese eficaz. «Para la antigüedad,
el héroe era el vencedor, pero, como se ha podido comprobar, las canciones
de gesta ensalzan no a los vencedores sino a los vencidos heroicos. Recordemos
que Roldán, prácticamente contemporáneo de Pierre l’Ermite,
también es un vencido. No debemos olvidar que nos hallamos ante la civilización
cristiana, para la cual el fracaso aparente, el fracaso temporal y material,
acompaña a menudo a la santidad, a la par que mantiene su fecundidad
interna, fecundidad a veces invisible de inmediato y cuyos frutos se manifestarán
posteriormente. Tal es, no lo olvidemos, el significado de la cruz y la muerte
de Cristo. En ello estriba toda la diferencia entre el héroe pagano –un
superhombre– y el héroe cristiano, cuyo modelo es el crucificado
por amor» (Los hombres de las Cruzadas... 55-56).
Sea lo que fuere, al mismo tiempo que Pierre l’Ermite lanzaba sus turbas,
los nobles preparaban la cosa con seriedad, constituyendo varios cuerpos de
ejército. El primero de ellos estaba formado por belgas, franceses y
alemanes. Su jefe era el duque Godofredo de Bouillon, un hombre espléndido
desde todo punto de vista, fuerte, valiente, de un vigor extraordinario, a la
vez que sencillo, generoso, y de piedad ejemplar, el paradigma del Cruzado auténtico,
casi un Santo. Las crónicas relatan que cuando entró en Jerusalén
el año 1099, se negó a aceptar el título de rey de Jerusalén,
por no querer ceñir corona de oro allí donde Jesús había
llevado corona de espinas. Cuando murió, en 1100, su hermano Balduino
tendría menos escrúpulos, y con él comenzaría formalmente
el Reino Franco de Jerusalén.
No tenemos tiempo, ni viene aquí al caso, relatar detalladamente el desarrollo
histórico de las Cruzadas. Contentémonos con destacar algunos
de sus aspectos más ilustrativos del espíritu que las impulsó.
Como dijimos anteriormente, la entera Cristiandad se sintió galvanizada
por el ideal de las Cruzadas. Hasta un espíritu tan apacible y sereno
como el de S. Francisco, no ocultó su entusiasmo por la empresa. Ya desde
su juventud, se había sentido deslumbrado por el estilo de vida caballeresco,
que llegaba entonces a la península italiana a través de los Alpes.
Ahora bien, su conversión, lejos de hacerle abandonar aquellos ideales
en aras del ascetismo monástico tradicional, les confirió una
nueva significación que inspiró toda su misión religiosa.
Los ideales de su fraternidad se basaron más en los de la caballería
romántica que en los del monasticismo benedictino. No puede resultar
insólita la atracción que ejerció la tierra donde nació
y murió Nuestro Señor sobre aquel que quiso tomar el Evangelio
al pie de la letra. Sus Hermanos Menores constituirían una suerte de
Caballería espiritual, un grupo de «Caballeros de la Tabla Redonda,
juglares de Dios», dedicados al servicio de la Cruz y al amor de la Dama
Pobreza, que llevarían a cabo hazañas espirituales sin temor a
los riesgos y peligros que pudiesen encontrar en su senda, teniendo como único
norte el servicio del amor (cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media...
214). Dice R. Pernoud que S. Francisco encarna al mismo tiempo al pobre y al
caballero, es decir, las dos fuerzas que reconquistaron Jerusalén (cf.
Los hombres de las Cruzadas... 240).
En 1219, los cruzados que sitiaban Damieta, ciudad cercana al Nilo, vieron llegar
un día, según cuenta Jacques de Vitry*, a «un hombre sencillo
y no muy culto, pero muy amable y tan querido de Dios como de los hombres, el
Padre Francisco, fundador de la Orden de los Menores». Tras convivir por
algún tiempo con los caballeros cruzados se propuso nada menos que pasar
al campamento de los mismos infieles. Cuando los caballeros se enteraron de
semejante decisión, a todas luces temeraria, no podían contener
la risa. Pero Francisco persistió en su idea, y en compañía
de Fray Iluminado, se dirigió hacia las líneas enemigas. Al verlos,
los centinelas musulmanes se abalanzaron sobre ellos, dispuestos a apalearlos.
Entonces Francisco comenzó a gritar: «¡Sultán! ¡Sultán!».
Creyendo los guardias que se trataba de parlamentarios, luego de encadenarlos,
los condujeron hasta donde estaba el Sultán. Los frailes, sin más
trámite, lo invitaron directamente a convertirse al cristianismo. Al
Sultán le cayeron en gracia pero, como era previsible, no aceptó
la invitación. Y los hizo acompañar de nuevo al campamento cristiano.
Relatamos esta anécdota sólo para mostrar cómo también
los Santos vibraron con el tema de las Cruzadas.
*Jacques de Vitry, autor del siglo XIII, era cardenal e historiador, famoso
por haber predicado la cruzada contra los albigenses. Escribió una obra
bajo el título de «Historia occidental».
Una de las formas más asombrosas que tomó esta epopeya a comienzos
del siglo XIII fue la que se llamó Cruzada de los Niños. El hecho
tuvo su origen en la convocatoria de un pastorcito, Esteban de Cloyes, quien
aseguró que el Señor se le había aparecido y le había
dado la orden de liberar el Santo Sepulcro. Lo que los caballeros se habían
mostrado incapaces de realizar lo harían ellos, los niños, con
sus manos inocentes. Como en los días de Pierre l’Ermite, miles
de adolescentes se enrolaron en las filas de Esteban y tomaron la Cruz. A pesar
de la prohibición del rey de Francia, los jóvenes cruzados atravesaron
dicho país y llegaron a Marsella, donde se embarcaron en siete galeras;
dos de ellas naufragaron y otras dos llegaron a Argelia, donde los adolescentes
fueron vendidos como esclavos. También en Alemania se organizó
poco después una Cruzada semejante, pero los que la integraban acabaron
dispersándose, agotados y hambrientos, por los caminos de Italia. «Estos
niños nos avergüenzan –exclamó Inocencio III, cuando
se enteró de tales sucesos–; nosotros dormimos, pero ellos parten...».
Entre la inmensa multitud de los caballeros que se incorporaron a las Cruzadas
destaquemos algunas figuras relevantes, por cierto que bien diferentes entre
sí. Un cruzado cuyo recuerdo se hizo legendario, no sólo entre
los cristianos sino también entre los infieles, fue Ricardo Corazón
de León, así llamado por su coraje a toda prueba y sus proezas
sin cuento. Cuando las madres árabes querían hacer callar a sus
hijos pequeños, les amenazaban con llamar al «rey Ricardo»,
una especie de «hombre de la bolsa». Un cronista que lo acompañaba
en sus expediciones relata esta simpática anécdota que lo pinta
de cuerpo entero. En cierta ocasión, Ricardo se había parapetado
tras un olivar para atacar por sorpresa al enemigo. «Hasta allí
llegó un clérigo / Para hablar con el rey, / Llamado Hugo de la
Mare, / Quien le dio un consejo al rey / y le dijo: Huid, señor, / Son
demasiado numerosos. / –Señor clérigo, ocupaos de vuestros
asuntos, / Le dijo el rey, no os entrometais: / Dejadnos a nosotros la caballería.
/ ¡Por Dios y por Santa María!». Y tras haber puesto al buen
clérigo en su sitio, arremetió y venció... (Cit. en R.
Pernoud, Los hombres de las Cruzadas… 211ss).
R. Pernoud se detiene en otras dos figuras, casi opuestas entre sí. La
primera es Federico II Hohenstaufen. Este curiosísimo personaje, que
se embarcó en una Cruzada luego de haber sido excomulgado por el Papa,
y que a diferencia de tantos predecesores suyos logró éxito tras
éxito, hasta poder entrar en Jerusalén y coronarse a sí
mismo en el Santo Sepulcro, poseía un verdadero harén en el que
había sobre todo mujeres moras. Sus estrechos lazos de amistad con los
musulmanes lo hicieron sospechoso de haberse convertido en secreto al islamismo,
acusación no suficientemente fundada, ya que lo que al parecer más
apreciaba del Islam no era tanto su doctrina cuanto la voluptuosidad de las
costumbres musulmanas. Singular figura la de este Emperador que en pleno siglo
XIII preanuncia, como algunos lo han señalado, el estilo de los príncipes
del Renacimiento, tal y como lo delinearía Maquiavelo. En nuestro siglo
ciertos historiadores lo han cubierto de elogios, creyendo ver en él
al precursor del «déspota ilustrado», escéptico, tolerante,
culto, en resumen, un soberano de ideas «modernas» perdido en el
mundo feudal (cf. ibid., 248-250).
En contraposición al emperador Federico, R. Pernoud destaca la figura
del rey S. Luis, a quien presenta corno el «perfecto cruzado» frente
al «cruzado sin fe»*. Su visión de las personas y de los
acontecimientos fue eminentemente sobrenatural, en perfecta fidelidad a la mística
propia de la Caballería, tal cual la enseñara S. Bernardo. A diferencia
de Federico II, siempre victorioso, S. Luis sólo conoció la derrota
en el campo militar. Algunos lo han atribuido a su escasa preparación
castrense ya su falta de previsión. R. Pernoud sostiene lo contrario:
S. Luis, afirma, preparó su campaña con toda seriedad, siendo
la suya una cruzada de ingenieros al mismo tiempo que de héroes y de
santos. Los azares de la vida hicieron que fracasase una empresa que todo parecía
destinar al éxito (cf. ibid., 279). Este rey, que combatió a los
infieles en dos campañas, muriendo en la demanda, fue honrado en la memoria
de los sarracenos, del mismo modo que Saladino lo fue en la de los cristianos.
*Se leerá con provecho el magnífico capítulo que R. Pernoud
dedica a S. Luis como cruzado arquetípico (cf. ibid., 261-281). El gran
rey murió en Túnez y sus restos fueron trasladados a Francia y
depositados en la iglesia abacial de Saint-Denis, donde estuvieron hasta que
fueron profanados durante la Revolución Francesa.
Señalemos otra gran figura, la del rey de Jerusalén, Balduino
IV, un joven simpático y atractivo, de espíritu indomable, corajudo
como el más atrevido caballero. Un día en que estaba jugando a
la pelota, cayó ésta en medio de un arbusto espinoso, y cuando
intentaba sacarla de allí comenzó a sangrar, pero sin sentir dolor
alguno. Era lepra, De nada sirvieron los remedios. El reinado de este muchacho
(1174-1185) no fue sino una penosa agonía, en que la enfermedad avanzaba
día a día, minando todo su cuerpo, su cara, sus ojos. Sin embargo,
con un heroísmo sólo atribuible a la fe, aquel joven guerrero
enfrentó al enemigo con valor realmente sobrehumano. En la batalla de
Montgusard, uno de los hechos bélicos más sorprendentes de las
Cruzadas, el rey leproso de 17 años, al frente de 500 caballeros, hizo
huir a miles de kurdos y sudaneses encabezados nada menos que por Saladino.
Mientras pudo mantenerse a caballo siguió dirigiendo a los suyos. Luego,
cuando sus fuerzas lo abandonaron, se hacía llevar al combate en una
litera a fin de que sus hombres pudiesen verlo. Murió a los 24 años
y fue enterrado en las cercanías del Santo Sepulcro.
El último bastión de la resistencia en los momentos finales de
las Cruzadas fue San Juan de Acre, donde los guerreros cristianos escribieron
su suprema página de gloria. Rodeados por todas partes, atacados sin
respiro por una contundente artillería de balistas, exangües por
falta de alimentos, privados de todo auxilio posible, resistieron durante un
mes y medio, sin otra perspectiva que la de salvar el honor. El fin de aquel
último islote cristiano recuerda el comienzo heroico de las Cruzadas
y el arrojo de Godofredo de Bouillon. Contratacando de manera ininterrumpida,
se superaron unos a otros en muestras de épico coraje, hasta que por
fin cayeron como héroes ante el empuje incontenible del enemigo abrumador.
De los Templarios quedaron diez, de los Hospitalarios, siete, de los Teutónicos,
ninguno. Los vencedores entraron a saco, masacrando a todos los que se ponían
a su alcance, principalmente a los sacerdotes. Había de repercutir en
toda la Cristiandad el admirable ejemplo de aquel grupo de dominicos, de temple
caballeresco también ellos, que murieron de rodillas entonando la Salve.
Si consideramos las Cruzadas en su conjunto advertimos que hubo en su transcurso
gestos heroicos, llenos de nobleza, y otros despiadados, terriblemente crueles.
Ya se sabe que siempre las guerras sacan a la superficie lo más noble
y lo más ruin del hombre, el ángel y la bestia. No sería,
pues, exacto pensar que todo en las Cruzadas merece alabanza. Página
de horror y de sangre fue, por ejemplo, la masacre que siguió a la primera
toma de Jerusalén, de la que los mismos vencedores no pudieron menos
que avergonzarse. Fue asimismo deplorable la ocupación de Constantinopla,
en 1204, a pesar de que el Papa hubiese mostrado su categórica oposición
a dicha medida; es cierto que los bizantinos, llenos de artimañas, pocas
veces jugaron limpio con los cruzados, pero ello no justifica lo que sucedió,
como entrar a caballo en la basílica de Santa Sofía y otros actos
vandálicos. Resultó también lamentable la creación
del Imperio Latino de Oriente, con sede en Constantinopla, así como su
latinización a ultranza, experiencia que, por cierto, duraría
pocos decenios, pero que no por ello dejaría de intensificar el odio
que ya existía entre Constantinopla y la Cristiandad occidental, alejando
aún más toda posibilidad de reunión.
¿Constituyeron las Cruzadas un fracaso? Militarmente hablando, el balance
fue desastroso. Sin embargo, como hemos dicho hace un rato, para los espíritus
más nobles de la época lo importante no era tanto el éxito
como el buen combate. Viene aquí al caso un notable texto de Huizinga,
si bien no sería correcto generalizar en exceso su aplicación:
«Justamente por haberse hecho sentir en tan grande medida el ideal religioso-caballeresco
en la apreciación de la política oriental puede explicarse hasta
cierto grado el escaso éxito de la lucha contra los turcos. Las expediciones,
que exigían ante todo un cálculo exacto y una preparación
paciente, eran proyectadas y llevadas a cabo en un estado de sobreexcitación
que no podía conducir a ponderar tranquilamente lo asequible, sino a
confeccionar un plan novelesco que o había de resultar infecundo o podía
tornarse fatal... Donde resalta más claramente el conflicto entre el
espíritu caballeresco y la realidad es en los casos en que el ideal caballeresco
trata de hacerse valer en plena guerra. Este ideal puede haber dado forma y
fuerza al espíritu bélico, pero lo cierto es que sobre el arte
de la guerra ejercía por lo regular un efecto más pernicioso que
favorable, pues sacrificaba las exigencias de la estrategia a las de la belleza
de la vida. Los mejores generales, y hasta los reyes mismos, expónense
a peligros de una romántica aventura guerrera» (El otoño
de la Edad Media… 149.156).
Además no hay que olvidar que fue gracias a las Cruzadas, más
que a cualquier otro acontecimiento de aquella época, que la Cristiandad
tomó conciencia de su unidad. Por encima de las reales diferencias que
distanciaban a los diversos pueblos, aquellos hombres comprendieron que existía
una realidad superior, algo que los unía a todos bajo la conducción
del Papa, de lo que el minúsculo Reino de Tierra Santa era como el vínculo
simbólico. Asimismo debe quedar bien en claro que, a pesar de todas las
miserias y ruindades de algunos de los cruzados, a pesar de los vandalismos
a que aludimos, lo principal fue el testimonio positivo y heroico que dieron
los mejores de ellos, ofreciendo a la sociedad verdaderos paradigmas de coherencia
e intrepidez.
Durante el desarrollo de las Cruzadas, la conversión de los infieles
se consideraba como una consecuencia de la presunta victoria por las armas;
se veía, ella también, bajo la forma de cruzada. Ante el fracaso
militar, fue sobretodo S. Raimundo de Peñafort quien entendió
que para conquistar el alma de los infieles había que recurrir a otros
procedimientos: predicarles la verdad, para que la conociesen; predicarles en
su propia lengua, para que la entendiesen; y para que la amasen, indicarles
el camino «mediante el sacrificio de la propia vida», expresión
suprema del amor. Sus proyectos encontraron amplia resonancia. Baste para probarlo
que fue inspirándose en él que Sto. Tomás escribiría
su espléndida Summa contra gentiles. ¡Extraña derivación
de las Cruzadas! Sea lo que fuere, es innegable que las Cruzadas marcaron a
fuego el espíritu de la Cristiandad medieval. Durante mucho tiempo, aun
siglos después, el Occidente conservaría la nostalgia de la Cruzada.
A comienzos del siglo XIV, algunos príncipes soñaron con retornarla.
Y cuando Juana de Arco, ya en el siglo XV, escribiera a Talbot, jefe del ejército
inglés, su célebre carta, invocaría también el espíritu
de las Cruzadas, para instar a los ingleses a dar por terminada la lucha fratricida
y reanudar, juntamente con los franceses, la gran empresa interrumpida. Como
escribe Daniel-Rops: «Que la misma palabra de Cruzada tenga todavía
hoy el sentido de empresa heroica realizada con una intención pura y
noble al servicio de una gran idea, es cosa que no carece de significación»
(La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 591).
b) La Reconquista de España
Si bien la Reconquista de España es incluible en el marco general de
las Cruzadas, merece un tratamiento aparte por cuanto sigue carriles diversos,
y sobre todo porque tiene para nosotros un particular interés ya que
está en los orígenes de nuestra historia patria. Entre la invasión
de los musulmanes a la Península, el año 711, y el último
acto de la Reconquista, la toma de Granada, el año mismo en que las carabelas
de Colón avistaban América, transcurrieron más de siete
siglos, a lo largo de los cuales se fue perfilando la conciencia nacional española,
y en ella alboreando la nuestra.
Podríase decir que la secular guerra por la Reconquista de España
comenzó con las campañas de Carlomagno. No parece haber solución
de continuidad entre la guerra llevada a cabo por el gran Emperador, quien logró
que tanto Barcelona como la Marca Hispánica fuesen recobradas para la
Cristiandad, y los ulteriores combates capitaneados por los españoles
(cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media… 237-239).
La historia de la lucha que los cristianos de España, ayudados por muchos
de sus hermanos en la fe de toda la Cristiandad, entablaron con tan notable
perseverancia para arrancar su tierra de las manos del Islam, es realmente conmovedora.
Pensemos que se extendió cubriendo el entero ciclo de la Edad Media,
y aun después de que éste hubiese terminado. Si es cierto que
los dos adversarios no ahorraron crueldades, no lo es menos que los cristianos
escribieron páginas de increíble sublimidad, donde el heroísmo
se desposó con el espíritu de sacrificio, y ello en un grado quizás
más alto que en las mismas Cruzadas a Tierra Santa.
Según nos lo relata el Poema del Mío Cid, los moros se lanzaban
al combate gritando «¡Mahoma!», y los cristianos, por su parte,
«¡Santiago!», lo que manifiesta el carácter eminentemente
religioso del enfrentamiento. Tratóse de una guerra santa contra otra
guerra santa, de la lucha de la Cruz contra la Media Luna. Así lo entendió
la Iglesia que, desde sus comienzos, alentó, bendijo y ayudó la
epopeya de la Reconquista. En 1063, el Papa Alejandro II concedía indulgencia
general a los caballeros franceses que se ofrecieran a ayudar a sus hermanos
españoles.
Fue lo que se llamó «la Bula de la Cruzada» o Bula Eos qui
in Hispaniam. Pensemos que todavía no había empezado la Cruzada
a Tierra Santa, de modo que lo de España fue, de hecho, su prólogo.
Por eso cuando la campaña hacia el Oriente comenzó a desplegarse,
la lucha por la Reconquista de España se mostró como un capítulo
de aquélla, como uno de sus flancos; combatir en España pareció
tan glorioso y meritorio como hacerlo en Palestina. Juntamente con el apoyo
del Papa, propiciaron esta empresa sagrada las grandes Ordenes Religiosas como
el Cluny y el Cister. Al fin y al cabo el combate en España no podía
dejar de interesar a toda la Cristiandad, entre otras cosas por el hecho de
que en él se jugaba el destino de una de las peregrinaciones más
preciadas, la de Santiago, quien no en vano cargaba a la cabeza de los ejércitos
de la Reconquista. La lucha en favor de Compostela era sustancialmente idéntica
a la que se entablaba contra el Islam. Los enemigos eran los mismos.
A la llamada de la Iglesia, a la convocatoria de las Ordenes Religiosas, fueron
innumerables los voluntarios que se incorporaron, y ello a lo largo de varios
siglos. La Reconquista resultó, así, una empresa de la Cristiandad
al mismo tiempo que un soporte del patriotismo español; gracias a ella
la hispanidad adquirió conciencia de sí misma y de sus altos destinos.
No podemos exponer, tampoco acá, los diversos avatares de esta secular
contienda. Pero destaquemos al menos sus momentos esenciales, ayudándonos
del compendio que nos ofrece Daniel-Rops. En el siglo XI los musulmanes se encontraban
profundamente divididos. Porque no había un Estado musulmán sino
una federación de 23 minúsculos Estados o «Taifas».
Aprovechando la situación, Fernando I el Grande (1033-1065) comenzó
a asediar, uno tras otro, a los pequeños Taifas de Toledo, Zaragoza y
Badajoz; el rey de Sevilla, atemorizado, se le sometió. A la muerte de
Fernando, uno de sus hijos, Alfonso VI (1065-1109) retomó la ofensiva,
volviendo locos a los musulmanes. Tras 25 meses de sitio entró en Toledo,
esa ciudad tan querida para los cristianos, que había sido sede de varios
Concilios en la época de la España visigótica, asumiendo
el pomposo título de Toleti Imperii rex et magnificus triumphator. Más
tarde, llegando a las playas de Tarifa, metió su caballo en el mar, en
el mismo lugar donde en el siglo VIII habían desembarcado las primeras
avanzadas del Islam, como si quisiera lanzarse al ataque del Africa, mientras
exclamaba en alta voz: «¡He llegado hasta el último confín
de España!».
El golpe que con estas victorias recibió el Islam fue sumamente grave.
El dominio musulmán de España parecía a punto de desplomarse.
Pero entonces, un dramático acontecimiento cambió el curso de
la historia. A miles de kilómetros de Europa, muy al sur del Sahara,
se había gestado, hacia el año 1035, una revolución religiosa
entre los Tuareg, nómadas del desierto, semejantes por sus costumbres
y su ferocidad a los mogoles. Los emires de España, acosados por Alfonso
VI, dirigieron sus ojos aterrados hacia aquellos guerreros, a quienes los cristianos
llamarían Almorávides, y solicitaron su auxilio, si bien con cierto
temor, pues sospechaban el peligro que semejante alianza podía implicar
para la independencia de sus pequeños Estados. El hecho es que, a raíz
de ello, desde 1083 la situación militar en la Península quedó
completamente trastocada. En pocos años los Almorávides triunfaron
sobre los antiguos ocupantes e implantaron su rígida autoridad. En lugar
de las consabidas escaramuzas, los cristianos tendrían ahora que hacer
frente a un pueblo magníficamente guerrero, que se creía el portavoz
auténtico del Profeta. Los primeros encontronazos fueron fatales para
los cristianos y Alfonso debió retirarse precipitadamente.
Ya no se podía pensar más en expulsar a los musulmanes sino de
salvar lo que restaba de la España cristiana. Se organizó, así,
la resistencia, un poco al modo de comandos, polarizada en torno a un héroe,
Rodrigo Díaz de Vivar, que la historia y la literatura épica nacional
conocerían bajo el nombre de «Cid Campeador». Su valor, sus
hazañas y sus victorias galvanizaron a la España alicaída,
convirtiéndose en el símbolo viviente de la resistencia contra
los Almorávides. Campidoctor, doctor de la guerra, lo denominaban los
cristianos latinistas; «Sid», Señor, lo llamaban los musulmanes.
Tras llevar a cabo increíbles hazañas, murió en 1099, el
año mismo en que los cruzados entraban por primera vez en Jerusalén.
Tan grande era el temor que el Cid inspiraba en sus enemigos que cuando un poco
más tarde los cristianos debieron evacuar Valencia, llevando su valerosa
viuda, doña Jimena, los restos de aquel gran guerrero, se cuenta que
el solo espectáculo del cortejo bastó para dispersar a las huestes
musulmanas.
El aliento del Cid siguió vibrando en España. Nuevas victorias
se lograban sobre los ocupantes y la esperanza se iba consolidando cuando, de
nuevo, un cambio de timón religioso y político en el seno del
Islam influyó decididamente en el desarrollo de los acontecimientos.
Porque había aparecido un nuevo grupo, los llamados Almohades, que predicaban
la Guerra Santa contra sus predecesores Almorávides, a quienes consideraban
relajados. De hecho, en 1145 la España almorávide pasaría
a manos de los Almohades.
La lucha, abierta simultáneamente en varios frentes, duplicó entonces
su violencia. Advirtiendo las grandes dificultades que encontraban los Almohades
para dar remate a sus conquistas sobre los restos de los Almorávides,
los cristianos pasaron a la ofensiva logrando sucesivas victorias, que culminarían,
tiempo después, el año 1212, en la importante batalla de las Navas
de Tolosa.
Destaca Daniel-Rops el papel hegemónico que tuvo la Iglesia en esta lucha
varias veces secular. Porque en España había numerosos príncipes
cristianos más o menos arabizados, dispuestos a entenderse con los moros.
Convencerlos de que se alistaran en la Reconquista, y, lo que es más
difícil aún, conociendo el carácter individualista del
pueblo español, ponerlos de acuerdo en orden a la meta común,
fue en buena parte labor de obispos y monjes llenos de celo apostólico
y amor a la Patria. La mejor prueba de ese influjo de la Iglesia lo constituye
la aparición de diversas Ordenes Militares en España, a que aludimos
hace poco, sobre todo las de Alcántara, Calatrava y Santiago, que encarnaron
el heroísmo cristiano del pueblo español en su más pura
y bella expresión.
Recordemos una vez más, para dar término a esta materia, aquella
magnífica figura a que nos referimos largamente en una conferencia anterior,
la del rey S. Fernando III (1217-1252), quien luego de reunir los Reinos de
Castilla y de León, se lanzó a la lucha por la recuperación
de la zona de Andalucía. La primera gran ciudad que logró ocupar
fue Córdoba, que desde hacia cinco siglos estaba en manos del Islam.
Las campanas de la basílica de Santiago, que el año 997 Almanzor
había hecho llevar desde Compostela hasta Córdoba, a hombros de
los cautivos cristianos, fueron ahora devueltas al santuario de Galicia a hombros
de los cautivos musulmanes. Tras la toma de Córdoba, el comandante almohade
de Granada se declaró vasallo de Fernando, y lo ayudó a apoderarse
de Sevilla. Ya estaba proyectando cruzar al Africa, para atacar al enemigo en
su propio centro, cuando le sorprendió la muerte. No deja de ser significativo
que haya sido un Santo quien cerrara el capítulo medieval de la Reconquista,
que dos siglos y medio más tarde habrían de clausurar definitivamente
otras dos espléndidas personalidades, los Reyes Católicos Fernando
e Isabel, con la ocupación de Granada en 1492, el año mismo del
descubrimiento de América. La España de Fernando III, que al tiempo
que recuperaba territorios ocupados, erigía catedrales y recogía
en sus Universidades la herencia de la cultura árabe, gracias a dicho
monarca alcanzó la dignidad de gran potencia dentro de la Cristiandad
(cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 594-605).
4. La literatura caballeresca
El ideal de la Caballería excitó la veta literaria del hombre
medieval, inspirando con sus temas tanto la epopeya como la lírica.
Tomando la literatura en un sentido más general, e incluso considerando
las bellas artes en su conjunto, señalemos, una vez más, el gran
influjo que sobre ellas ejerció la admiración por los árabes.
No sólo en épocas de guerra sino también en tiempos de
paz, en la vida cotidiana, los cristianos quedaban sorprendidos ante la superioridad
cultural de los sarracenos. En todas las pequeñas Cortes de los emiratos
andaluces, fueron testigos de espléndidas justas caballerescas; la atmósfera
cortesana estaba llena de fiestas, músicas y cantos. Todos hacían
poesía, el labrador manejando su arado, las mujeres en el harén.
En los muros y en las columnas se desplegaba la serie de los versos, formando
filacterias que constituían el principal motivo ornamental. Los cantores
deambulaban de Corte en Corte, entonando sus mejores poemas. He aquí
una fuente ineludible de inspiración de la literatura medieval, incluida
la caballeresca.
a) Los Cantares de Gesta
Propio es de la poesía heroica describir y transfigurar la guerra así
como las cualidades que ésta suscita o manifiesta, sublimando la estampa
de los héroes. Las llamadas «chansons de geste» se desarrollaron
sobre todo en la época y bajo la sugestión de las Cruzadas, a
la sombra de los relicarios de las grandes abadías ya lo largo de las
rutas de peregrinaciones, principalmente de la que conducía a Santiago*.
Pero también influyeron en ellas las tradiciones de la época heroica
germánica, según aquello que dijimos más arriba cuando
nos referimos a la transformación del guerrero bárbaro en el caballero
cristiano. No fue, por cierto, literatura de monjes, sino de guerreros, ni una
creación de la Iglesia, sino de la sociedad feudal, fruto, como ésta
última, de una enriquecedora fusión de elementos nórdicos
y latino-cristianos. El hecho es que los cantares de gesta, cuya aparición
data del siglo XI, tienen toda la frescura de una creación nueva y original.
*Algunos de estos cantares, nacidos en la ruta de Santiago, al tiempo que exaltaban
el coraje de Rolando, muerto en combate contra los moros, exhortaban a reverenciar
las reliquias del Apóstol. La Cruzada se unía así a la
Peregrinación. Santiago, el Matamoros, que se había aparecido
milagrosamente en la batalla de Clavijo, era el gozne de ambas.
Sostiene Cohen que esta literatura épica fue cuidadosamente elaborada
sobre pupitres, en pergaminos, despaciosamente, y no de manera improvisada,
como muchos piensan, por juglares errantes. Lo que en todo caso hacían
éstos era recitarla, o más bien cantarla, difundiéndola
así en las salas de los castillos, en los cruces de los caminos, en las
ferias y en los lugares de peregrinación. Desde 1050 a 1150 los cantares
de gesta conocieron un auge impresionante, que se perpetuaría bajo formas
diversas, aunque con menos brillo, durante el resto de la Edad Media. En este
último período, los temas ya en buena parte creados, los personajes
ya ampliamente conocidos, a los que vinieron a agregarse otros nuevos por el
aporte de las tradiciones familiares y locales, fueron objeto de una intensa
e ininterrumpida elaboración, o mejor, reelaboración literaria.
Parece suficientemente probado que lo que se intentaba al exaltar a los héroes
de los cantares era sobre todo modelar el presente sobre el pasado, ensalzar
la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada, incitar al desprecio de
los poderes hostiles que se interponían en el camino de los hombres y
de las cosas en orden a triunfar de todo obstáculo para imponer o defender
el ideal, provocar en los oyentes el deseo de imitar a aquellos héroes
paradigmáticos, reanimar en ellos la triple llama de la abnegación
en el servicio de su rey terrenal, la fe en el Rey celestial y la altivez propia
del hombre feudal.
De hecho, las canciones de gesta acompañaron la convocatoria de las Cruzadas,
y sin duda galvanizaron los espíritus para el emprendimiento de dicha
epopeya. Ello aparece claro cuando se lee, por ejemplo, la Chanson de Roland,
que se cantaría desde 1060 y se reelaboraría bajo diversas formas
hasta mediados del siglo XII; o también nuestro Poema del Mío
Cid, que los Romanceros posteriores reelaborarían igualmente (cf. G.
Cohen, La gran claridad de la Edad Media… 60-64).
Tal fue una de las formas de la literatura caballeresca, en su época
heroica, cuando los caballeros se sentaban a beber en las largas tardes de invierno,
narrando con inmodestia sus proezas y escuchando los cantos de los trovadores
sobre los altos hechos de los guerreros de antaño. Bien dice C. Dawson:
«La demanda creó la oferta, y el juglar fue una parte tan integrante
de la sociedad guerrera como el retórico en la antigua ciudad-Estado
o el periodista en la sociedad moderna» (Ensayos acerca de la Edad Media
... 231).
b) En busca del Santo Grial
A veces la literatura caballeresca cedía a sus orígenes bárbaros
y obviaba el argumento cristiano, por lo que con frecuencia la Iglesia trató
de mechar la trama de aquellas obras con elementos religiosos. El intento de
mayor envergadura realizado en ese sentido es el de la leyenda del Grial, quizás
de origen precristiano pero bautizado por los hombres de Iglesia. A los caballeros
del rey Artús (o Arturo), legendario personaje del siglo VI, el de la
Tabla Redonda, contrapondrían aquéllos o les agregarían
los caballeros del Santo Grial; al deseo de aventuras ya la búsqueda
del propio honor los sustituirían por «la busca del Santo Cáliz»,
asequible tan sólo a los caballeros más perfectos y puros. Si
consideramos el poema simbólico que Wolfram von Eschenbach compuso bajo
el nombre de Parsifal, inspirándose, al parecer, en la obra de Chrestien
de Troyes, Le comte de Graal, notamos hasta qué punto la temática
del Grial excedió en carácter aventurero y maravilloso a todas
las novelas del antiguo ciclo de Artús.
Quizás sea conveniente recordar la trama de este tema medieval, que conoció
numerosas y variadas versiones. El Grial era el cáliz que usó
Nuestro Señor en la Ultima Cena, al cual se le asignaba un poder maravilloso*.
Según la leyenda, dicho cáliz llegó a poder de José
de Arimatea quien conservó en el mismo algunas gotas de la sangre del
Señor crucificado. Encerrado en una cárcel durante la persecución
contra los cristianos, fue allí milagrosamente alimentado gracias a aquel
cáliz. Durante el tiempo de su prisión se le apareció el
mismo Cristo, instruyéndole en el significado de la Misa, y revelándole
la mística importancia del objeto que poseía. Una vez que salió
de su encierro, José formó una numerosa hermandad en torno al
Grial, y una «Tabla Redonda» dedicada a conmemorar la Ultima Cena.
La copa, que pasó de manos de José a las de otra persona, fue
llevada a las Islas Británicas, y finalmente llegó a un palacio
desconocido, muy lejos de Inglaterra, donde se la guardaba celosamente por temor
de que cayera en manos de los impíos.
*Como todas las reliquias atingentes a Cristo, el Sagrado Cáliz atrajo
la fantasía de los cruzados, señalándose su presunta existencia
en diversos lugares, por ejemplo en Constantinopla, en Génova, en el
Cebrero (pueblito de Galicia), o en la catedral de Valencia...
En aquel castillo habitaba un rey –el rey del Grial– que custodiaba
la copa. Un día el rey enfermó, pero no se podía sanar
ni morir hasta que llegara un caballero auténtico y le preguntase acerca
del Grial y de la lanza ensangrentada. Fue entonces cuando, a imitación
de aquella hermandad del Grial, se creó en torno al rey Artús
una nueva agrupación, la Orden de los Caballeros de la Tabla Redonda,
con el determinado propósito de encontrar el Grial. El fundador de esta
orden se llamaba Merlín, personaje de las leyendas bretonas, que habiendo
sido al principio un ser maligno, poco menos que diabólico, nacido de
una virgen, cual réplica perversa de Cristo, y dotado, como éste,
de poderes sobrehumanos, al final se había transformado, imponiéndose
en él la bondad a su naturaleza demoníaca. Los caballeros de la
Tabla Redonda constituían una Caballería de carácter temporal
que tendía a su perfeccionamiento ideal, concretado en la busca y el
hallazgo del Grial. Para llegar a ser rey del Grial se requería una pureza
y virginidad perfectas. Justamente uno de aquellos caballeros, Lancelot, se
había vuelto indigno de dicha hermandad por haber caído en la
impureza, manteniendo relaciones amorosas con la reina. Sería finalmente
Perceval o, según otras versiones, Galaad, el hijo de Lancelot, un caballero
totalmente puro, quien tras innúmeras aventuras, lograse llegar al castillo,
y luego de haber hecho las preguntas rituales, quedase convertido en rey del
Grial (cf. R. Pernoud, La femme au temps des cathédrales... 125-128).
* * *
Finalicemos ya esta conferencia sobre la Caballería. Podríamos
hacerlo exaltando algunos arquetipos de la misma, como Rolando, el Cid, Godofredo
de Bouillon, S. Luis, S. Fernando, y tantos otros, pero ya algo hemos dicho
de ellos en su momento (Al respecto podrán encontrarse otros datos en
nuestro libro sobre La Caballería... 201-205).
La Caballería, como institución inserta en la sociedad, ya no
existe. Pero su recuerdo ha perdurado hasta nosotros, no dejando de suscitar
cierta nostalgia. «La caballería no habría sido el ideal
de vida de varios siglos –escribe Huizinga–, si no hubiesen existido
en ella altos valores para la evolución de la sociedad, si no hubiese
sido necesaria, social, ética y estéticamente. Justamente en la
bella exageración se ha puesto una vez la fuerza de este ideal. Es como
si el espíritu medieval, en su sangriento apasionamiento, sólo
pudiese ser encarrilado colocando muy alto el ideal; y así lo hizo la
Iglesia, y así lo hizo el espíritu caballeresco» (El otoño
de la Edad Media... 166).