Capítulo II


La cultura en la Cristiandad


Terminamos la conferencia anterior aludiendo al abanico de esplendores que se desplegó en la Edad Media, al carácter arquitectónico y catedralicio de su Weltanschauung, que incluye la religión, la cultura, la política, la economía, el trabajo, el arte. A partir de la presente conferencia iremos exponiendo los diversos componentes de esa catedral. Hoy nos abocaremos al análisis de la cultura, a partir de sus prolegómenos en la época de Carlomagno.

I. El Renacimiento Carolingio

No sería justo afirmar que con la caída del Imperio Romano, se extinguió todo resabio de cultura. Aquí y allá, en la Europa primitiva dominada por las tribus bárbaras, se fueron encendiendo pequeños focos de vida intelectual. Así, durante los siglos V y VI, en el norte de Italia dominada por Teodorico, rey ostrogodo, con sede en Ravena, tuvo lugar un pequeño «renacimiento» con el apoyo de Boecio y Casiodoro. En la España visigótica apareció también una gran figura, S. Isidoro de Sevilla, eminente autor enciclopédico, quien tuvo el mérito de transmitir a las generaciones venideras lo que él había sistematizado del pensamiento antiguo. Gran Bretaña, por su parte, a comienzos del siglo VIII, nos legó a S. Beda el Venerable, monje erudito, que creó en la Iglesia anglosajona un centro de cultura en torno a su persona. Según algunos autores, Beda representa en Occidente el momento culminante de su cultura intelectual durante el período comprendido entre la calda del Imperio y el siglo IX.
También a Inglaterra le debemos a Vinfrido, que tomaría luego el nombre de Bonifacio, uno de los hombres más grandes del siglo VIII, el principal artífice de la conversión de los germanos al cristianismo, quien sería el que consagrase a Pipino el Breve, padre de Carlomagno, muriendo finalmente mártir en Fulda en 754. Tanto S. Beda como S. Bonifacio prepararon un compacto grupo de monjes misioneros, los cuales, en todos los lugares donde predicaron, juntamente con el cristianismo llevaron las letras y la civilización.
Sin embargo todos esos esfuerzos no tuvieron sino un carácter preparatorio. Fue la influencia personal de Carlomagno la que confirió al resurgir cultural, hasta ahora restringido a núcleos muy limitados, proyecciones más amplias. Nada muestra mejor la verdadera grandeza de su carácter que el celo que puso este príncipe guerrero y casi analfabeto en restaurar la educación y elevar el nivel general de la cultura en sus dominios. El llamado «renacimiento carolingio», que se manifestó tanto en las letras como en las artes, tuvo su centro en el mismo palacio del Emperador, sito en Aquisgrán, ciudad ubicada en el corazón geográfico del Imperio. Allí se formaría una verdadera escuela, que por tener precisamente su sede en dicho palacio, tomó el nombre de «Escuela Palatina», desde donde, como por oleadas, se iría difundiendo por todo el Imperio un hálito de cultura, con epicentro en diversas sedes episcopales y monásticas tales como Fulda, Tours, Corbie, San Gall, Reichenau, Orleans, Pavía, etc.
¿Cómo hizo el Emperador para llevar a cabo su gran proyecto? Ante todo mediante una suerte de convocatoria cultural, gracias a la cual logró que concurriesen a Aquisgrán hombres cultos de todas las regiones que estaban bajo su dominio. Del sur de Galia acudieron el poeta Teodulfo de Orleans y Agobardo; de Italia, el historiador y poeta Pablo Diácono, autor de la «Historia de los Lombardos», así como Pedro de Pisa y Paulino de Aquileya; de Irlanda, Clemente y Dungal; del monasterio de Fulda, el joven Eginardo, quien luego escribiría la vida de Carlomagno; y así de otros lugares. Anglosajones, irlandeses, españoles, italianos, germanos..., de todas las regiones antiguamente civilizadas por los romanos afluían ahora sus mejores exponentes a la corte de Carlomagno para contribuir con su aporte al Renacimiento carolingio.
Pero semejante concentración de cerebros habría resultado anárquica si el gran Emperador no hubiera pensado en alguno que los organizara. Teóricamente hablando, sólo un discípulo de Beda y Bonifacio, en cuyo ámbito medio siglo antes se había producido lo que se dio en llamar «el prerrenacimiento anglosajón», podía estar en condiciones de dirigir con acierto la gran empresa cultural que se proponía llevar adelante el soberano, y providencialmente este discípulo apareció en uno de los viajes que el rey hiciera por Italia. De paso por la ciudad de Pavía, tuvo la oportunidad de conocer allí a un monje de la escuela de York, discípulo del arzobispo Egberto, el cual, a su vez, había estudiado con S. Beda. Este monje se llamaba Alcuino, quien desde muy joven se había destacado en el estudio de las artes liberales y en las letras latinas, de acuerdo con la gran tradición que provenía de Boecio, Casiodoro, Isidoro y Beda. No sería un genio, pero tenía todas las condiciones que caracterizan al organizador y al maestro. Carlomagno, feliz con el hallazgo, le propuso establecerse en su capital e instaurar allí el método de estudios que regía en la escuela de York, en Inglaterra. Así fue como Alcuino se puso al frente de la Escuela Palatina de Aquisgrán, haciendo de ella un modelo de institución formativa para la mayor parte de Europa occidental. Desde Aquisgrán se extendió por doquier el ciclo de las artes liberales –de dicho ciclo hablaremos enseguida–, que había explicado S. Isidoro y habían seguido los anglosajones, completado con el estudio de la Sagrada Escritura y de la Teología. Tanto Galia, como Germania e Italia, por la voluntad de Carlomagno y el celo de Alcuino, conocieron de este modo un período de esplendor cultural.
Un dato curioso. Carlomagno concibió su empresa como una especie de resurrección de la cultura grecoromana. Quizás en el telón de fondo de su intento se escondiese una idea más vasta, la de reinstaurar el Imperio antiguo, ahora con sede en Aquisgrán. Los intelectuales que trajo de tantos lados tomaron apodos que recordaban los tiempos clásicos; así, el poeta franco Angilberto, se hizo llamar Hornero, el visigodo Teodulfo, Píndaro, y el inglés Alcuino, Flaccus. Las artes de la época se inspiraron en las formas antiguas e incluso los retratos que nos quedan en ciertos manuscritos carolingios nos ofrecen efigies tan individualizadas como los bustos romanos de la época de Augusto.
¿No resulta curioso este Renacimiento antes de tiempo? Refiriéndose a lo que acaecería luego, en la Edad Media propiamente dicha, y al Renacimiento ulterior, escribe R. Guardini: «La relación de la Edad Media con la antigüedad es bastante viva, pero diversa de como será en el Renacimiento. Esta última es refleja y revolucionaria; considera la adhesión a la antigüedad como un medio para apartarse de la tradición y liberarse de la autoridad eclesiástica. La relación de la Edad Media, por el contrario, es ingenua y constructiva. Ve en las literaturas antiguas la expresión inmediata de la verdad natural, desarrolla su contenido y lo elabora ulteriormente... Cuando Dante llama a Cristo “el sumo Júpiter”, hace lo que la liturgia cuando ve en Él al Sol salutis, algo pues totalmente diverso de lo que hará el escritor del Renacimiento, al designar con nombres de la mitología antigua las figuras cristianas. En este caso nos encontramos frente al escepticismo o a una falta de discernimiento; en cambio en el primer caso se expresa la conciencia de que el mundo pertenece a los que creen en el Creador del mundo» (La fine dell’epoca moderna... 22-23).
Carlomagno murió en 814, pero el Renacimiento cultural que había impulsado, y que se manifestó también en la arquitectura, la iluminación y la miniatura, lo sobrevivió casi durante un siglo. De Gran Bretaña e Irlanda siguieron llegando al país de los francos hombres ilustres como Juan el Erígena, llamado también el Irlandés o el Escoto, que huían con sus libros de las embestidas de los escandinavos. De la abadía de Fulda, que continuó resplandeciendo como un vigoroso centro de cultura religiosa y profana, salió Rábano Mauro, teólogo y literato que introdujo en Alemania la ciencia de las Etimologías de S. Isidoro.
El hecho es que la Europa occidental postromana consiguió alcanzar su unidad cultural por primera vez durante el reinado de Carlomagno, clausurándose así el período del dualismo en materia de cultura que había caracterizado la época de las invasiones bárbaras, y lográndose la completa aceptación por parte de los bárbaros del ideal de unidad que sustentaban conjuntamente el Imperio y la Iglesia católica. Según Dawson, todos los elementos que constituirían la civilización europea estaban ya representados en la nueva cultura: la tradición política del Imperio romano, la tradición religiosa de la Iglesia católica, la tradición intelectual de la cultura clásica y las tradiciones nacionales de los pueblos bárbaros. Tal sería la primera gran síntesis, en los albores de la Cristiandad, un verdadero puente entre la cultura antigua y la cultura medieval, la aurora de «la gran claridad de la Edad Media». De no haberse producido el renacimiento carolingio, la continuidad cultural se hubiese visto quebrada y la civilización habría perecido en los dos siglos de caos que siguieron a la desaparición de Carlomagno, sin que los hombres que vinieron después hubiesen podido recoger una sola piedra del edificio que había levantado la antigüedad.

II. La cultura popular

Entremos ahora en el análisis del período específicamente medieval, en sus siglos propiamente tales. La Edad Media conoció, como es natural, la escolaridad en sus diversos grados. Pero antes de explayarnos sobre ello, digamos algo acerca de la cultura general del pueblo.
Señala Daniel-Rops que si hay una idea generalmente admitida en los manuales y en el común sentir de la gente es el de la ignorancia de las multitudes en la Edad Media, como si se hubiese tratado de un pueblo poco menos que analfabeto y, por lo mismo, sometido ciegamente a cualquiera que tuviese un mínimum de autoridad o de conocimientos. Preconcepto evidentemente disparatado cuando quedan de aquella época tantos testimonios populares de fecundidad intelectual y artística.
En primer lugar, se pregunta Rops, ¿era el número de analfabetos en la Edad Media tan grande como se piensa habitualmente? Dada la multitud de clérigos, que en aquel tiempo eran los mejor formados intelectualmente, y de profesores famosos que salieron de los rangos del pueblo más sencillo, parece difícil concluir que la instrucción común de los niños haya sido tan deficiente. Destacados intelectuales de la Edad Media fueron de extracción social humildísima.
Asimismo, y esto es capital, por aquel entonces no se pensaba que fuese lo mismo saber leer que ser instruido. «Pues si en nuestros días la pedagogía y la cultura descansan sobre datos que son sobre todo visuales, adquiridos por la lectura y la escritura, en cambio en la Edad Media, en la que el libro era raro y costoso, el oído desempeñaba un papel mucho mayor» (Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, pág. 376.
Como prueba de este primado del oído sobre la vista, se ha traído a colación el siguiente dato tomado de un capítulo de los Estatutos Municipales de la ciudad de Marsella, que datan del siglo XIII, donde tras la enumeración de las cualidades requeridas para ser un buen abogado, se concluye con estas palabras: «litteratus vel non litteratus», es decir, sepa leer o no. En aquel tiempo, conocer el derecho –así como la costumbre– era para un abogado más importante que saber leer y escribir (cf. ibid.)
Atinadamente se ha observado que si la cultura medieval no se basó en la escritura humana, sí lo hizo en la Escritura sagrada, revelada por Dios, y conocida por la gente a través de mil conductos. Los sermones, las conversaciones, el arte expresado en las catedrales, toda la producción literaria en verso o en prosa, y hasta los sainetes y romances, presuponen en el pueblo un conocimiento pasmoso de la Biblia, una frecuentación familiar del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y si se ha dicho que los vitrales constituían «la Biblia de las analfabetos» es porque incluso los más ignorantes eran capaces de descifrar allí historias que les resultaban familiares, llevando a cabo ese trabajo de interpretación que en nuestros días saca canas verdes a los especialistas de arte. Y todo eso es cultura.
De ahí que sea tan equitativo lo que a este respecto afirma Régine Pernoud, es a saber, que cuando se quiere juzgar del nivel de instrucción del pueblo durante la Edad Media no corresponde minusvalorar lo que llama «la cultura latente», es decir, ese cúmulo de nociones que la gente recibía participando en la liturgia, o escuchando relatos en los castillos, o incluso oyendo las canciones de los trovadores y juglares. Desde que apareció la imprenta, nos cuesta concebir una cultura que no pase por las letras (La femme au temps des cathédrales, Stock, París, 1980, 74). Señala la autora que quizás hoy nos sea posible entender mejor el influjo nada desdeñable que tienen en la educación algunas formas de expresión cultural por el gesto, la danza, el teatro, las artes plásticas, los audiovisuales...
No siempre, en efecto, se identificó cultura y letras. Se cuenta que de visita por España, Chesterton conoció en cierta ocasión a un grupo de labriegos, e impresionado por la sabiduría que revelaba su modo de hablar y de comportarse, dijo admirado: «¡Qué cultos estos analfabetos!».
Particularmente la predicación fue determinante en la formación de la cultura popular de la Edad Media. No era aquélla, como lo es ahora, una suerte de monólogo, a veces erudito, ante un auditorio silencioso y convencido. Se predicaba un poco en todas partes, no solamente en las iglesias, sino también en los mercados, las plazas, las ferias, los cruces de rutas. El predicador se dirigía a un auditorio vivo –y vivaz–, respondía a sus preguntas, atendía a sus objeciones. Los sermones obraban eficazmente sobre la multitud, podían desencadenar allí mismo una cruzada, propagar una herejía, provocar una revuelta... El papel didáctico de los clérigos era entonces inmenso; no sólo enseñaban al pueblo la doctrina revelada, sino también la historia y las leyendas. En la Edad Media la gente se instruía escuchando.
Y hablando de leyendas, R. Pernoud ha señalado su gran virtud formativa: «Las fábulas y los cuentos dicen más sobre la historia de la humanidad y sobre su naturaleza, que buena parte de las ciencias incluidas en nuestros días en los programas oficiales. En las novelas de oficio que ha publicado Thomas Deloney, se ve a los tejedores citar en sus canciones a Ulises y Penélope, Ariana y Teseo...» (Lumière du Moyen Âge., 132).
Digamos, para terminar, que buena parte de la educación popular era transmitida por ósmosis, de generación en generación. El hijo del campesino era iniciado por su padre en el arte rural, el aprendiz se instruía en su menester gracias a la enseñanza de su maestro, cada uno según su condición. ¿Hay derecho a tener por ignorante a un hombre que conoce a fondo su oficio, por humilde que sea?

III. Las fuentes de la cultura medieval

Antes de entrar en el análisis de lo que era la educación –no aquélla por ósmosis o ambiental, sino la estrictamente profesional– digamos algo sobre los arroyos que desembocaron en el río de la cultura medieval.

1. La vertiente patrística

Desde un comienzo, las preocupaciones teológicas de las dos mitades del mundo cristiano habían sido diferentes. Mientras el Oriente se apasionaba por las controversias en torno al misterio de Cristo, sobre todo de la unión hipostática, el Occidente se mostraba mucho más interesado por los problemas de índole soteriológica y moral. El gran tema teológico del Occidente fue la doctrina de la gracia; la vida cristiana era entendida como la vida de la gracia, y los sacramentos, primordialmente como canales de gracia. El Oriente, en cambio, privilegió la doctrina del Verbo encarnado y de nuestra comunión con El; la vida cristiana era concebida como un proceso de deificación –Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios–, y los sacramentos más bien como misterios de iluminación.
El representante más conspicuo de la teología occidental fue, sin duda, S. Agustín, el doctor de la gracia. Su influencia domina por entero la cosmovisión medieval, tanto desde el punto de vista de la teología de la historia como desde el ángulo de la educación. Ya hemos visto hasta qué punto inspiró al mismo Carlomagno. El representante supremo de la teología oriental fue Orígenes, uno de los genios más conspicuos del pensamiento cristiano, que tanto influyó en el mundo griego a través de los Capadocios (S. Gregorio de Nyssa, sobre todo) y de S. Anastasio. Pero existe una gran diferencia entre estos dos hombres notables. Mientras que S. Agustín fue, y sigue siendo, el maestro reconocido de la teología occidental, Orígenes resultó repudiado, después de su muerte, en el propio ambiente griego, a raíz de algunos errores bastante gruesos que se encuentran en sus escritos, de modo que muchas de sus obras fueron quemadas, llegando paradojalmente hasta nosotros gracias a diversas traducciones latinas hechas en Occidente. Esto demuestra el aprecio que de manera ininterrumpida el Occidente siguió sintiendo por el Oriente, al que no se cansaba de mirar como la cuna física e intelectual del cristianismo. Lo que no puede decirse recíprocamente del mundo oriental, que nunca disimuló cierto desprecio por la cultura del Occidente cristiano, Agustín incluido.
El Occidente medieval frecuentó las obras teológicas griegas, que algunos Padres latinos, sobre todo S. Hilario y S. Ambrosio, habían previamente asimilado y glosado. De manera particular fueron tenidas en cuenta las traducciones de las obras de Dionisio, que tanto influyeron por su doctrina de la iluminación.
Pero el autor griego que más repercusión tuvo en Occidente fue, a no dudarlo, S. Juan Damasceno, del siglo VIII, el Sto. Tomás del Oriente. El Damasceno concibió una suerte de gran Summa Theologica, que se convertiría en uno de los clásicos de la teología occidental. Su obra impulsó a los escolásticos –sobre todo a S. Buenaventura y Sto. Tomás– a revisar y completar la doctrina agustiniana de la gracia, realizándose en esta forma una síntesis de las dos grandes tradiciones teológicas, la del Oriente y la del Occidente. Conservándose las intuiciones fundamentales de la doctrina de S. Agustín, se enfatizó notablemente el carácter ontológico del orden sobrenatural. La gracia no sólo fue un poder que mueve la voluntad, sino una luz que ilumina al hombre y lo transfigura. Esta simbiosis de la tradición agustiniana y la doctrina de los Padres griegos, a través del Damasceno, es quizás uno de los logros más trascendentes de la escolástica medieval*.
*Cf. al respecto C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media... 125-128. En nuestro libro De la Rus’ de Vladímir al «hombre nuevo» soviético, Gladius, 1989, 162-163, hemos abordado este tema señalando la posibilidad de que en la presente coyuntura, tras el cisma que desde hace siglos separa «los dos pulmones de la Cristiandad», más que Sto. Tomás sea S. Juan Damasceno el posible punto de encuentro entre Oriente y Occidente.
Señalemos algo más. En la asunción que realizó el Occidente de la patrística oriental se incluye, si bien de manera larvada, la asunción del antiguo pensamiento griego ínsito en el pensamiento patrístico, sobre todo de los dos filósofos mayores de la antigüedad, Platón y Aristóteles. A nuestro juicio, uno de los méritos más relevantes de Sto. Tomás, merced al cual ha sido proclamado por la Iglesia Doctor Communis, es el hecho de haber llevado a cabo una síntesis genial no sólo de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, tanto orientales como occidentales, sino también de lo mejor del pensamiento clásico griego (Platón, y muy particularmente Aristóteles). La Summa Theologica no es sino el grandioso resultado de dicha asimilación.
Hay quienes gustan oponer Sto. Tomás a S. Agustín, lo que constituye un grave error, preñado de consecuencias, cuya aceptación destruiría el carácter arquitectónico de la inteligencia medieval. Sto. Tomás resulta inobviable porque no fue otro el principal constructor de la catedral de la inteligencia especulativa y contemplante. S. Agustín es imprescindible porque complementa a Sto. Tomás con su imperecedera indagación acerca de la teología de la historia.

2. El aporte islámico y judío

Algunos medievalistas, entre otros G. Cohen, han manifestado su extrañeza al constatar un hecho a primera vista asombroso, es a saber, que la Edad Media, a pesar de fundarse tan decididamente sobre la fe, no vacilara en incluir entre sus maestros y guías a algunos autores que estuvieron privados de ella, como por ejemplo Aristóteles, Virgilio, Ovidio... El mismo Cohen no disimula su admiración por la humildad y buena voluntad de los medievales en aceptar que esa lección les llegase en buena parte por la intermediación de los árabes infieles y hostiles pero cultos, que tradujeron a su lengua las obras de aquellos grandes, y que para colmo fueran los judíos quienes ulteriormente virtiesen las obras de los griegos, del árabe al latín (La gran claridad de la Edad Media... 166).
Es sobre todo Dawson quien ha destacado esta vertiente de la cultura medieval. Estamos tan acostumbrados a considerar la cultura como algo propio y característico europeo, dice el escritor inglés, que se nos hace difícil pensar que hubo una época en que la región más civilizada de Europa Occidental fuese una provincia de cultura extraña. En un tiempo en que el Asia Menor era todavía una región cristiana, y España, Portugal y el sur de Italia eran lugares donde florecía la cultura musulmana, resulta obviamente erróneo identificar la Cristiandad con el Occidente y el Islam con el Oriente. El hecho es que la cultura occidental creció a la sombra de la gran civilización islámica, y gracias a ella, más aún que a Bizancio, empalmó con el mundo clásico griego, heredando su ciencia y su filosofía. Señala Dawson que fueron dos los principales focos del influjo árabe: España y Sicilia. España, ante todo, ya que cuando el resto de Europa occidental parecía próximo a sucumbir ante los ataques simultáneos de los sarracenos, vikingos y magiares, la cultura de la España musulmana entraba en la fase más brillante de su desarrollo, superando incluso a las civilizaciones orientales en genio y en originalidad.
Destacóse ante todo en España, al sur de la Península, el famoso califato de Córdoba, que en el siglo X fue la zona más rica y poblada de Europa occidental. Sus ciudades, con sus palacios, sus colegios y sus baños públicos, se parecían más a las ciudades del Imperio romano que a los miserables villorrios de Galia y de Germania. Córdoba misma era la ciudad más grande de Europa después de Constantinopla; se dice que contaba con 200.000 casas, 700 baños públicos, y fábricas que empleaban a 13.000 obreros entre tejedores, operarios de arsenales y curtiembres. En el campo de la cultura, no estaban menos adelantados. Los gobernadores musulmanes rivalizaban entre sí en el patrocinio de eruditos, poetas y músicos. La biblioteca del Califa de Córdoba parece que llegó a contener 400.000 manuscritos.
El otro centro en España fue Toledo. A raíz de su reconquista, en 1085, los cristianos entraron en posesión del tesoro de la ciencia musulmana con los elementos de la cultura griega que los árabes habían recogido en Siria y Persia para traerlos consigo hasta España. Así llegó a Occidente un Aristóteles «nuevo», o sea obras suyas hasta entonces desconocidas, con glosas de comentaristas árabes. Cuando ocupó la sede toledana el arzobispo Raimundo, encontró entre su grey una buena cantidad de sacerdotes que llevaban nombres árabes, y que, además de conocer el latín, sabían hablar en árabe, lo cual significaba que podía contar con colaboradores de gran valor para el intercambio entre las culturas árabe y cristiana. Raimundo aprovechó esta coyuntura con admirable acierto, alentando a aquel grupo de clérigos para que tradujesen las obras árabes, o vertidas al árabe, a la lengua latina. Tal fue el origen de la llamada «Escuela de Traductores de Toledo». Y así esa ciudad se convirtió en el gran centro de comunicación intelectual entre el Occidente cristiano y la cultura musulmana, acudiendo a ella hombres de estudio de diversos países de Europa. Fueron traducidos libros de Matemáticas, Astronomía, Alquimia, Física, Historia Natural, Filosofía; el Organon de Aristóteles, con glosas y compendios de filósofos árabes como Avicena, Algacel y Averroes; obras de Euclides, Ptolomeo, Galeno e Hipócrates, con comentarios de matemáticos y médicos musulmanes. Gracias a estos traductores, la ciencia de los griegos que había conocido Europa en la antigüedad, entraba de nuevo en el Occidente después de haber dado la vuelta por el Oriente musulmán y por España.
En cuanto a Sicilia, liberada ya en el siglo XI del dominio musulmán por los conquistadores normandos, continuó siendo durante mucho tiempo un punto de encuentro de corrientes árabes y cristianas, irradiándose sobre el sur de Italia. El artífice más activo de dicha amalgama intelectual fue el emperador de Alemania Federico II Hohenstaufen, nacido en Italia de madre napolitana, cuya innata curiosidad lo inclinaba irresistiblemente hacia la ciencia musulmana. En 1224 creó la Universidad de Nápoles, y durante todo su reinado no dejó de patrocinar la escuela de Medicina de Salerno, verdadera facultad donde enseñaron los mejores maestros árabes y judíos en la materia. De igual modo contribuyó al conocimiento de las obras de los filósofos musulmanes; una vez traducidas, las hacía difundir en las escuelas y Universidades. El mismo Emperador sostenía continua correspondencia con sabios musulmanes, a los que admiraba sin reservas.
Este contacto entre las dos culturas encontró también un lugar privilegiado en las costas del golfo de Lyon, con epicentro en el condado de Barcelona. Ya en el siglo X, algunas escuelas monásticas y episcopales de Cataluña, como Ripoll y Vich, tenían en cuenta los datos de la ciencia musulmana, sobre todo en matemáticas, música y astronomía. Por un lado, Barcelona ejercía soberanía sobre algunas ciudades musulmanas de la España oriental, como Tarragona y Zaragoza, y, por otro, sus príncipes se habían aliado matrimonialmente con las grandes casas del Languedoc y de Provenza, aspirando a la conformación de un poderoso Estado que se extendiera desde Valencia hasta la frontera italiana. Pues bien, los puertos de esta región –sobre todo Barcelona, Montpellier, Narbona y Marsella– estaban en relación con las comunidades musulmanas de las islas Baleares y de España, así como con Africa y Asia Menor. Dichas relaciones, predominantemente comerciales, no fueron exclusivamente tales, ya que también en esta región –no menos que en Sicilia y en Toledo– el Cristianismo occidental entabló fructíferos contactos con el pensamiento musulmán. Algunas de las primeras traducciones latinas de las obras científicas árabes fueron hechas en Marsella, Toulouse, Narbona, Barcelona o Tarragona.
Dawson destaca asimismo el influjo de la España musulmana tanto en la práctica de la equitación, que era para ellos una de las bellas artes, como en la profesión de juglar, despreciada por la Europa feudal pero considerada en el Islam como un arte noble. Y así, es en la España mora, más bien que en la Europa nórdica, donde debemos buscar el prototipo del trovador caballeresco. Fue característica de España, no sólo en la época de la dominación musulmana, sino también después de la Reconquista, su pasión por la poesía y por la música, compartida por todas las clases y estados, desde los teólogos, filósofos y estadistas, a los juglares vagabundos que cantaban en los torneos y en las esquinas de las calles. De la España musulmana la nueva poesía lírica se extendería con fuerza extraordinaria por toda la Europa occidental.
Nos pareció importante detenernos en el análisis de Dawson, ya que esta vertiente de nuestra cultura es por lo general bastante ignorada. No fue sino en el siglo XIII, después de la época de las Cruzadas y la gran catástrofe de las invasiones mogólícas, cuando la cultura de la Cristiandad occidental empezó a equipararse con la del Islam, y aun entonces siguió recibiendo influencias orientales. Sólo en el siglo XV, con el Renacimiento y la gran expansión marítima de los Estados europeos, adquirió el Occidente cristiano ese papel preponderante en la civilización, que hoy consideramos como una especie de ley natural*.
*Cf. C. Dawson, Así se hizo Europa... 223-224; Ensayos acerca de la Edad Media... 258-263. En este último libro dedica un excelente capítulo a nuestro tema bajo el título de «El Occidente musulmán y el fondo oriental de la baja Edad Media», cf. 145 ss).

IV. Los tres niveles de la enseñanza

Como indicamos más arriba, la Edad Media conoció las diversas esferas de enseñanza que nos son hoy habituales: primaria, secundaria y superior .

1. La enseñanza primaria

Si bien no se empleaba la denominación que ahora usamos de «enseñanza primaria», era un hecho que normalmente los chicos iban al colegio. Por lo general, se trataba del colegio anexo a la parroquia. Todas las parroquias, en efecto, tenían obligación de crear una escuela y de proveerla suficientemente. En 1179, el Concilio de Letrán había hecho de ello una exigencia estricta. Por aquel entonces era común, y hoy lo sigue siendo en regiones tradicionales, incluso en nuestra Patria, encontrar contiguas la iglesia, la escuela y el cementerio.
Así, pues, en la base de la enseñanza medieval estuvieron las escuelas parroquiales, que correspondían a lo que nosotros llamamos «escuelas primarias». Como con mucha frecuencia las parroquias dependían de los Señores, eran éstos quienes en realidad fundaban la escuela y la mantenían. La enseñanza se impartía en un local colindante con la iglesia, o a veces en el interior mismo del templo. El maestro no solía ser el párroco sino un simple fiel, quien era mantenido sea por alguna persona adinerada, sea más generalmente por sus propios alumnos, quienes le retribuían en especies, habas, pescado, vino, y, rara vez, con algún sueldo.
¿Cuál era el contenido de su enseñanza? Ante todo, la doctrina cristiana –el catecismo–, y también la lectura, la escritura, el arte de «fichar» –es decir, de contar con fichas–, ciertas nociones de gramática, ya veces algunos rudimentos de latín para poder entender mejor la liturgia. Como los libros eran prácticamente inencontrables, se los suplía con carteles murales, hechos con pieles de vaca o de oveja, sobre los cuales se escribía lo que se quería enseñar, por ejemplo, los números, las letras, los catálogos de las virtudes y de los vicios.
Puédese así afirmar que en los siglos XII y XIII, la mayor parte de los países de Occidente conoció un sistema de instrucción elemental bastante desarrollado. Por cierto que la instrucción era inescindible de la educación.

2. La enseñanza secundaria

En un grado más elevado se encontraban, por una parte, las escuelas monásticas, y por otra, las escuelas catedralicias y capitulares, que correspondían poco más o menos a lo que hoy llamamos «enseñanza secundaria», con algunos elementos de enseñanza superior .
Al principio este nivel de docencia estaba ligado al convento. No olvidemos que los monasterios, ya desde la época de las invasiones bárbaras, constituyeron verdaderos focos de cultura. Por aquel entonces S. Benito había impuesto a sus monjes no sólo la obligación del trabajo, sino también del estudio. Pronto los monjes se abocaron a copiar libros antiguos, en orden a lo cual casi todos los conventos benedictinos reservaron un local contiguo a la iglesia. Los monjes dedicados a dicha tarea se dirigían a ese recinto en las primeras horas de la mañana, y sentados delante de sendos pupitres pasaban horas y horas inclinados sobre los pergaminos, reproduciendo e «iluminando» los textos. Así fueron copiando las perícopas de la Escritura, los textos de los Santos Padres y de la antigüedad clásica, de tal modo que en medio del naufragio ocasionado por las invasiones bárbaras, lograron salvar la cultura antigua, y transmitirla al Medioevo. De esos rescoldos de cultura encendidos en los monasterios, dispersos en medio de la noche, brotaría el gran incendio de la cultura medieval.
Si bien la importancia de los monasterios para la educación perduró durante la entera Edad Media, con todo, a mediados del siglo XII, las escuelas monásticas tendieron a declinar. Ya no fueron tanto los religiosos quienes tuvieron a su cargo la enseñanza, sino el clero diocesano, favorecido por el renacimiento urbano. Y así comenzaron a aparecer escuelas dependientes de los Obispados o de los Cabildos eclesiásticos. Algunas se destacaron sobremanera, por ejemplo la de Chartres, esclarecida por figuras como Fulgerto, Ivo, y luego Juan de Salisbury. Nombremos asimismo a Cantorbery y Durham, en Inglaterra; Toledo, en España; Bolonia, Salerno y Ravena, en Italia.
Estos establecimientos estaban regidos por la autoridad religiosa. El llamado «maestroescuela», era, por lo común, un canónigo elegido por el Obispo o por el Cabildo. ¿Quiénes acudían a tales escuelas? Todos los que quisieran, sin distinción de posiciones sociales. La enseñanza era paga para los pudientes pero gratuita para los pobres, lo cual hacía que todos, ricos y pobres, pudiesen recibir una educación adecuada. Por eso tenemos tantos ejemplos de grandes personajes, bien formados, que provenían de familias de humilde condición: Sigerio, que sería primer ministro en Francia, era hijo de siervos; S. Pedro Damián, en su infancia había cuidado cerdos; Gregorio VII, el gran Papa de la Edad Media, era hijo de un oscuro cuidador de cabras.
En cuanto al contenido de la enseñanza, se seguía el esquema tradicional, inspirado, si bien remotamente, en Aristóteles, concretado por S. Agustín, y que Alcuino había adoptado cuando Carlomagno le encargó organizar su Escuela. Los conocimientos se dividían en siete disciplinas, distribuidas en lo que se llamó el trivium: Gramática, Dialéctica y Retórica; y el quadrivium: Aritmética, Geometría, Astronomía y Música. Recibieron el nombre de «artes liberales», porque en ellas el espíritu humano se desenvuelve con más libertad, diversamente de lo que acontece con las «artes mecánicas», como la carpintería, la construcción, etc., que de alguna manera someten al hombre a las exigencias de la materia. Pero, como se recordaba siempre de nuevo, tanto el trivium como el quadrivium no eran sino medios –un método– para conocer la verdad en sus múltiples aspectos.
Detallemos sucintamente lo que dichas materias incluían. La primera que integraba el trivium, la Gramática, no era entendida en el sentido restringido que hoy le damos, ya que a más del aprendizaje de la lectura y la escritura, abarcaba también todo lo que se requiere saber para «componer» un libro: sintaxis, etimología, prosodia, etc. Luego venia la Dialéctica, lo que no carecía de sentido, dado que después de haber aprendido a leer y escribir como conviene, era preciso aprender a argumentar, probar y rebatir, en una palabra, el juicio crítico, el arte del debate. Finalmente la Retórica, que se ordenaba a la formación del orador, y que era considerada como un arte práctica y ennoblecedora a la vez. Ya Cicerón había dicho que el hombre se distingue de los animales por el lenguaje, que el hombre es un animal parlante, de donde se sigue que cuanto mejor habla, mejor es. Por eso la elocuencia era, a sus ojos, el arte supremo; y no solamente un arte, sino una virtud.
En cuanto al quadrivium, incluía, como dijimos, la Aritmética, la Geometría, la Astronomía y la Música. Respecto a las tres primeras asignaturas poco podemos agregar a lo que todo el mundo sabe acerca de su contenido. En lo que toca a la música hemos de señalar que abarcaba el conjunto de lo que hoy llamamos «las bellas artes»; el término «música» dice relación a las «musas», no reductibles a las solas armonías sinfónicas.

3. La enseñanza universitaria

Tras el trivium y el quadrivium, es decir, las artes y las ciencias, el estudiante culminaba el ciclo de los conocimientos accediendo al nivel universitario.
La palabra «Universidad», que hoy aplicamos con exclusividad a las casas de altos estudios, tenía por aquel entonces un sentido mucho más general. La Europa misma se autodenominaba Universitas christiana. Aquel término, que encontramos también referido a los municipios, a los profesores y alumnos de los institutos de enseñanza, o a los artesanos de una misma profesión y localidad, merece una explicación. Universidad viene de «universus» o «versus-unum», significando el conjunto de los que tienden a una misma cosa. La «universidad», en sentido lato, es, pues, una comunidad natural a la que pertenecen los que cumplen un mismo oficio, o tienen una misión común.
La Universidad, esta vez en sentido estricto, es una creación peculiar del Medioevo cristiano. Ni los chinos, ni los indios, ni los árabes, ni siquiera los bizantinos montaron jamás una organización educativa semejante. Concretamente, las Universidades fueron creaciones eclesiásticas, prolongación, en cierta manera, de las escuelas episcopales, de las que se diferenciaban por el hecho de que dependían directamente del Papa y no del obispo del lugar. Los profesores, en su totalidad, pertenecían a la Iglesia, y en buena parte a Ordenes religiosas. En el siglo XIII, las ilustrarían sobre todo la Orden franciscana y la dominicana, gloriosamente representadas por un S. Buenaventura y un Sto. Tomás. La Universidad constituía un cuerpo libre, sustraído a la jurisdicción civil y dependiente únicamente de los tribunales eclesiásticos, lo cual se consideraba como un privilegio que honraba a esa corporación de élite.
a) Las diversas Universidades:un propósito sinfónico
La historia de las Universidades comienza en París. Desde principios del siglo XII, era París una ciudad de profesores y estudiantes. En el claustro de la catedral de Notre-Dame funcionaba una escuela catedralicia, heredera del prestigio de la escuela de Chartres, y en la orilla izquierda del río Sena, dos escuelas abaciales, la de S. Genoveva y la de S. Víctor. El pequeño puente que unía entonces la ciudad con la orilla izquierda del Sena, estaba repleto de casitas que se llenaron de estudiantes y de profesores. Un día los profesores y alumnos comprendieron que formaban una corporación, o sea, un conjunto de personas dedicadas a la misma profesión. Y entonces hicieron lo que habían hecho ya los zapateros, los sastres, los carpinteros y otros oficios de la ciudad: agruparse para constituir un gremio. El gremio de profesores y estudiantes se llamó Universidad. Enterado del hecho, el Papa la colocó bajo su amparo, y los Papas posteriores resolvieron que sus estudios fueran válidos para todo el orbe cristiano.
A mediados del siglo XIII, vivía en París un maestro llamado Robert de Sorbon, canónigo de la catedral y consejero del rey S. Luis. Preocupado por la situación de los estudiantes pobres, le pidió al rey que le cediera algunas granjas y casas de la ciudad, y agregando dinero de su propio peculio, fundó un Colegio para alojar a 16 estudiantes de Teología necesitados. El Colegio se llamó de la Sorbona, en homenaje a su creador. La Universidad de París fue considerada como la más importante de la Cristiandad, principalmente por la preeminencia que en ella se otorgaba a la Teología, la reina de las ciencias.
Juntamente con la Universidad de París, hemos de destacar, en el siglo XII, la de Bolonia, especializada en derecho civil y canónico, que eclipsaría a las viejas escuelas jurídicas de Roma, Pavía y Ravena, y que en su materia apenas tendría rival en la Cristiandad. Si respecto a la Universidad de París, el Papa puso bajo su amparo a la agrupación de maestros y estudiantes defendiéndola del poder del obispo local, en Bolonia sostuvo a las agrupaciones de estudiantes contra el poder de la municipalidad. A esta Universidad acudieron los jóvenes de todos los países de la Cristiandad que deseaban conocer el mundo de las leyes. Una característica muy especial suya fue el influjo que en ella ejerció la rica burguesía comerciante, que veía el estudio del Derecho como un instrumento para asegurar sus negocios. Máxime que fue en Bolonia donde se reflotó una ciencia olvidada, el Derecho Romano, que suministraría a los Emperadores argumentos en su lucha con el Papado. Dicho Derecho venia en cierto modo a reemplazar el derecho consuetudinario, más anclado en las tradiciones nacionales e impregnado de espíritu evangélico. En cierto modo, las luchas entre el Imperio y el Papado fueron luchas del Derecho romano contra el Derecho canónico.
Asuntos muy diferentes interesaban a los numerosos alumnos que estudiaban en la Universidad de Salerno. En esa ciudad del sur de Italia se conocían los libros de los médicos que habían llegado de la vecina Sicilia durante el período en que la ocuparon los griegos y los árabes. En 1231, el emperador Federico II, gran admirador de la ciencia árabe, como dijimos anteriormente, prohibió que se enseñara en cualquier otra ciudad de sus dominios y desde entonces Salerno se convirtió en el gran centro de la enseñanza de medicina.
En el sur de Francia, en tierras del Languedoc, se destacó la Universidad de Montpellier, frecuentada por estudiantes que provenían de Italia y de las tierras musulmanas de España. Sus escuelas de medicina fueron célebres ya en el siglo XII. Juan de Salisbury, obispo de Chartres, asegura que en su tiempo Montpellier era tan concurrida como Salerno por jóvenes que querían aprender el arte de curar.
El movimiento de creación de nuevas Universidades se hizo más intenso a partir de mediados del siglo XIII. En el curso de este siglo abrió sus puertas la Universidad de Oxford, la primera de Inglaterra, muy semejante, en su organización, a la de París, si bien diferente de ella por su notoria inclinación a lo pragmático, tan típica del espíritu inglés, que con el tiempo daría origen al empirismo y al nominalismo que se vislumbra en Duns Scoto y se manifiesta en Ockham. Pronto surgió la Universidad de Cambridge, como resultado de la emigración de un grupo de profesores y de alumnos de Oxford.
Junto a estas Universidades, que aparecieron de manera espontánea, siendo luego oficialmente reconocidas, comenzaron a surgir Universidades creadas directamente por algún gran personaje, religioso o político. Son, así, de iniciativa real las primeras Universidades de la Península Ibérica, todas ellas del siglo XIII: Coimbra, fundada por el rey Dionis; Palencia, creada por Alfonso VIII, rey de Castilla. Pero la gran universidad fue Salamanca, erigida por Alfonso IX hacia 1220, cuyos privilegios confirmó el rey S. Fernando, y a la que el Papa Alejandro IV declaró uno de los cuatro Estudios Generales del mundo.
Frente a este abanico de Universidades, los estudiantes elegían según la rama que más les atraía, ya la que querían dedicar su vida, aunque la casa de estudios estuviese lejos de su lugar de residencia. Las Universidades eran cosmopolitas. La de París, por ejemplo, albergaba estudiantes de todas las naciones, al punto que se formaron en ella diversos grupos según las proveniencias –los picardos, los ingleses, los alemanes y los franceses–, que tenían su autonomía, sus representantes y sus actividades propias. También los profesores provenían de todos los lugares de la Cristiandad: Juan de Salisbury vino de Inglaterra; Alberto Magno, de Renania; Sto. Tomás y S. Buenaventura, de Italia... Y los problemas que estaban sobre el tapete eran los mismos en París, Edimburgo, Oxford, Colonia o Pavia. Sto. Tomás, oriundo de Italia, expondrá en París una doctrina que había esbozado escuchando en Colonia las lecciones de Alberto Magno.
Este conglomerado tan heterogéneo de profesores y estudiantes se entendía gracias a una lengua común, el latín, que era el idioma que se hablaba corrientemente en la Universidad. El uso del latín facilitaba el trato entre los estudiantes, permitía que los profesores se comunicasen entre sí y con sus alumnos, disipaba la imprecisión en los conceptos, y salvaguardaba la unidad del pensamiento. En París, el barrio que albergaba a los estudiantes fue llamado por los vecinos «Barrio Latino», justamente por ese común empleo de la lengua de Cicerón.
Justa, pues, la expresión de Daniel-Rops cuando, refiriéndose a las universidades medievales, escribió: «Bella unidad geográfica de la inteligencia, en la que cada gran centro tenía asignado su papel, y en la que los intercambios recíprocos se regulaban como con un propósito sinfónico» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 696).
El espíritu sinfónico se reflejaba también en el carácter enciclopédico de la inteligencia. Los estudios iniciales se ordenaban a la adquisición de una cultura general, propedéutica necesaria para cualquier ulterior especialización. Hoy nos asombra la amplitud de miras de los sabios y letrados de la época. Si bien sobresalían en una u otra rama de los conocimientos, jamás pensaron que debían limitarse a ella. Hombres como S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Sto. Tomás, y tantos otros, abarcaron realmente todos los conocimientos de su tiempo. Nada más expresiva que la palabra Summa, a la que con tanto gusto parecieron recurrir para titular sus obras principales, en orden a explicitar la totalidad del conocimiento. Por otra parte resulta sobrecogedora la fecundidad de aquellas personalidades: S. Alberto Magno dejó 21 volúmenes de grandes infolios; Sto. Tomás, 32; Duns Escoto, 26...

b) Los procedimientos académicos

Los estudios se distribuían en cuatro Facultades: Teología, Derecho, Medicina y Artes (artes liberales). En las cuatro Facultades, la manera de enseñar era prácticamente la misma. Antes de exponer dicho método, hagamos una acotación previa. Los profesores de aquel tiempo, si bien enseñaban a razonar a sus alumnos y exigían de ellos un gran esfuerzo intelectual, concedían gran valor al argumento de autoridad. «Somos como enanos sentados sobre las espaldas de gigantes –decía Bernardo de Chartres–. Así, pues, vemos más cosas que los antiguos, y más lejanas, pero ello no se debe ni a la agudeza de nuestra vista ni a la altura de nuestra talla, sino tan sólo a que ellos nos llevan y nos proyectan a lo alto desde su altura gigantesca». Era una cultura fundamentalmente humilde.
El método que se utilizaba incluía tres momentos: primero se tomaba un texto, las «Etimologías» de S. Isidoro, por ejemplo, o las «Sentencias» de Pedro Lombardo, o un tratado de Aristóteles, según la materia enseñada, y se lo leía pausadamente –era la lectio–; luego se lo comentaba –era la quæstio–, haciéndose todas las observaciones a las que podía dar lugar, desde el punto de vista gramatical, lingüístico, jurídico, etc.; finalmente se discutían las posibles objeciones –era la disputatio–. De allí nacieron las llamadas quæstiones disputatæ, cuestiones en torno a las cuales se entablaba un debate, y que debían sostener los candidatos al título ante un auditorio formado por profesores y alumnos, durante el cual todo asistente podía tomar la palabra y exponer sus dificultades; en ocasiones, dieron lugar a tratados completos de filosofía o de teología.
Una costumbre que contaba con general beneplácito era la de los quodlibetalia, o discusiones libres sobre un tema cualquiera. Señala G. d’Haucourt que la costumbre de decidir después de haber pesado los pros y los contras, creó en el hombre medieval hábitos de libertad y de precisión. Los varios siglos en que dicho hombre se acostumbró a razonar con rigor lógico contribuyeron evidentemente a aguzar el instrumento de la inteligencia que se había embotado durante la época trágica de las invasiones. Afinados, adiestrados con este método, los hombres de la Edad Media vieron surgir entre ellos algunos genios y los rodearon de alumnos que supieron escucharlos, comprenderlos, admirarlos, y así los estimularon a expresarse ya dar su medida (cf. G. d’Haucourt, La vida en la Edad Media, Panel, Bogotá, 1978, 77).
Terminado el primer ciclo, el estudiante recibía el grado de bachiller, que le permitía comenzar a enseñar, si bien de manera restringida, mientras seguía estudiando. Luego, tras un examen general, venía la licenciatura, que lo calificaba para ingresar en la corporación de los profesores y para dictar cátedra. Entre el bachillerato y la licencia el alumno debía escuchar la lectura de varios libros de Aristóteles, entre los cuales la Metafísica, la Retórica y las dos Éticas, asimismo los Tópicos de Boecio, los libros poéticos de Virgilio y algunas otras obras consideradas fundamentales.
El doctorado, culminación del curriculum académico, era un título complementario y más bien honorífico. Este subir por gradas de los estudiantes se parece al camino que emprendía el hombre de armas para llegar a caballero; el aspirante empezaba su entrenamiento sirviendo como paje o escudero a un señor, pasaba después a la categoría de «bachiller», y finalmente recibía la espada al ser armado caballero. También es comparable al proceso que seguía el artesano para acceder al maestrazgo en su oficio; empezaba siendo aprendiz, luego ascendía a oficial, y finalmente era aceptado en el rango de maestro. En el curso de una ceremonia religiosa y solemne, el nuevo doctor recibía, con el birrete cuadrado, un anillo, símbolo de su desposorio con la sabiduría; era una investidura análoga en su orden a la estilada en la institución de la caballería o en la vida religiosa cuando el monje pronunciaba sus votos.
La Universidad fue la gran creación de la Edad Medía. De la de París, deslumbrante de gloria teológica, se hablaba como de «la nueva Atenas» o del «Concilio perpetuo de las Galias». Su Rector era todo un personaje; en las ceremonias oficiales precedía a los Nuncios, Embajadores e incluso Cardenales; cuando el Rey de Francia entraba en su capital, era él quien lo recibía y cumplimentaba. La Universidad fue el gran orgullo de la Cristiandad.

V. La escolástica

La palabra «escolástica « suscita muy diversas reacciones. Para algunos es nombre de gloria, por cuanto ha significado un momento de síntesis, de armonía entre lo natural y lo sobrenatural, de acuerdo entre la fe y la razón. Para otros, en cambio, como los protestantes o los Enciclopedistas del siglo XVIII, es un nombre de ludibrio, cual si se tratase de una fútil logomaquia en torno a bagatelas inútiles, aceptadas por mera sumisión al autoritarismo de los maestros.
¿Qué es, en verdad, la Escolástica? No otra cosa que la aplicación de la inteligencia humana al estudio de la verdad revelada, en orden a penetrar, en cuanto lo consiente la limitación del hombre, el significado de los misterios sobrenaturales; y consecuentemente el intento de elaborar un sistema orgánico en el que se integren tanto las verdades naturales como las reveladas. El método predileccionado fue el de la disputatio. Cada tesis que reclamaba su admisión en la organicidad del sistema debía haber sido previamente campo de batalla intelectual entre los doctores, e incluso, también, entre estudiantes y maestros.
A diferencia de la mayor parte de las discusiones actuales, que suelen partir de cero, las controversias escolásticas en la Edad Media aceptaban tres puntos indiscutibles de referencia, tres presupuestos básicos. El primero era la autoridad de la Revelación, el derecho de la divina Sabiduría a ser acatada sin discusión por la inteligencia humana. El segundo era el respeto a la luz natural de la razón, especialmente en el ámbito de los principios metafísicos y de sus deducciones más inmediatas. El tercero era el valor doctrinal de la Tradición, en particular de la tradición patrística, sobre la base de aquello del enano que se sube sobre los hombros de un gigante.
Fundamentalmente la Escolástica tuvo en cuenta para sus análisis el binomio fe-razón. Según el lugar más o menos preponderante que se le daba a la primera o a la segunda, podemos distinguir en la Escolástica diversos períodos. Los expondremos siguiendo a Daniel-Rops, porque nos parece que ha desarrollado el tema con claridad y de manera sintética.

1. El primer período de la Escolástica

El problema cardinal era el lugar respectivo que en la investigación habían de tener la razón y la fe. ¿Debía la razón ayudar a la fe, o la fe a la razón? ¿Para comprender era preciso creer primero, o, al revés, para creer era preciso previamente comprender? Tal fue la gran alternativa que los pensadores de la Edad Media tuvieron que afrontar. En el ardor de las polémicas, los escolásticos se fueron declarando a favor o en contra de una u otra de esas posiciones.
Es cierto que a los comienzos algunos autores fueron aún más radicales, disolviendo el dilema en favor de la fe, así como en los siglos últimos los racionalistas lo disolverían en favor de la razón. ¿Para qué la razón, decían aquéllos si ya la fe nos lo da todo? «Dios no necesita de filosofía alguna para atraer a las almas. Aquellos a quienes Cristo envió a evangelizar a los hombres y naciones ignoraban la filosofía». Pero esta posición era evidentemente: exagerada, cercana al fideísmo. Y así los maestros del primer período escolástico juzgaron inconveniente: prescindir de la ayuda de la filosofía. Si la razón podía contribuir a una mejor penetración en los misterios de la fe, ¿Por qué dejarla de lado? De este modo nació la fórmula: Fides quærens intellectum, la fe se pone en busca de su inteligencia.
La figura que encarnó este primer momento de la especulación medieval fue S. Anselmo (1033-1109), llamado a veces «el Padre de la Escolástica». «Yo no trato de comprender para creer –decía–, sino que creo para comprender», iniciando de este modo la investigación medieval de la teología, sobre la base de una unión fecunda de la razón y de la fe.
S. Anselmo fue así el primer pensador de la Edad Medía que se interesó por el recurso a la razón, siempre: dentro de una actitud transida de sabiduría y de mesura. Pero no todos los estudiosos de su tiempo se condujeron de la misma manera. El recurso a la razón no carecía de peligros si faltaba aquel espíritu de mesura. Ello se pudo comprobar en un pensador que concitaría un eco inmenso en su época. Nos referimos a Berengario (1000-1088), quien exaltó tanto la razón que pretendió someter a ella el misterio mismo de la Eucaristía, cayendo prácticamente en la herejía.
Desposar la razón y la fe era una empresa ardua. Los hombres del siglo XII lo experimentaron. Y quizás nunca de manera tan ardiente como en el conflicto doctrinal que estalló entre Abelardo, enamorado de la razón, y S. Bernardo, el místico de aquel siglo. Fueron estos dos hombres los que mejor encarnaron las tendencias de su época. A Abelardo (1079-1142), joven francés de origen noble, lo había caracterizado desde la adolescencia su pasión por conocer, juntamente con cierta búsqueda de prestigio y de originalidad a cualquier precio. La dirección de la Escuela de Santa Genoveva, lo condujo a la fama. Ulteriormente se ordenó de sacerdote, sin dejar por ello de enseñar. Con motivo de algunas afirmaciones atrevidas, un Concilio provincial lo condenó por primera vez, ordenando quemar un libro suyo sobre la Trinidad y obligándolo a enclaustrarse en una celda. Terminado su período de reclusión, construyó una ermita, a la que afluyeron miles de estudiantes. Luego retornó a París donde volvería a encontrar los inmensos auditorios de su juventud. Sólo la intervención de S. Bernardo (1091-1153), la personalidad más descollante de la época, fue capaz de desenmascarar los errores que se escondían en sus aseveraciones, tan cercanas a posiciones limítrofes.
Por fin Abelardo resultó condenado. ¿Lo fue acaso por incredulidad? En manera alguna. Abelardo se quería realmente cristiano, proclamando que, como hijo sumiso de la Iglesia, «aceptaba todo lo que ella enseña y rechazaba todo lo que ella condena». ¿Por herejía? Sería demasiado decir. Pues aunque S. Bernardo no trepidó en afirmar que «recordaba a Arrio cuando hablaba de la Trinidad, a Pelagio cuando hablaba de la gracia, ya Nestorio cuando hablaba de la Persona de Cristo», en realidad todo ello era más bien una tendencia genérica que una serie de afirmaciones formales. El fondo del problema radicaba en su concepción de las relaciones de la razón y de la fe. «No se puede creer lo que no se comprende», afirmaba. Era precisamente lo opuesto a la tesis de S. Anselmo.
Como dijimos, fue S. Bernardo su principal contradictor. «¿Qué me importa la filosofía? –decía este último–. Mis maestros son los Apóstoles, que no me habrán enseñado a leer a Platón o a desentrañar las sutilezas de Aristóteles, pero me han enseñado a vivir. Y ésta, creedme, no es pequeña ciencia. Conocer a Dios es una cosa; pero vivir en Dios es otra, y más importante». Atinadamente señala Daniel-Rops que con sólo repetir eso, S. Bernardo ejerció una influencia considerable en el espíritu de la Escolástica. Y, de hecho, su mística, en lugar de oponerse a aquélla, en cierto modo la penetró, atemperando con su unción el peligro de aridez que podía tener el método de la Escuela.

2. Apogeo de la Escolástica

El siglo XIII, siglo de oro de la Edad Media, como lo señalamos anteriormente, lo fue también en el orden intelectual, reuniendo una constelación de gigantes de la Escolástica, como S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Sto. Tomás, y también, aunque sus nombres no tengan el mismo timbre de gloria, ya que introdujeron serias desviaciones, Duns Scoto y Roger Bacon. Fue la época del apogeo de las Universidades y del ingreso en sus cátedras de numerosos frailes franciscanos y dominicos. Esto último no se llevó a cabo sin que se produjesen algunos remezones, en buena parte fruto de envidias.
Y se ligó con un hecho de capital importancia, que influiría decisivamente en el curso del pensamiento escolástico, la llamada «invasión aristotélica». Podríase afirmar que hasta entonces, en líneas generales, por cierto, el pensamiento cristiano, desde los Santos Padres, había sido preferentemente platónico. El aristotelismo, con su realismo y sus métodos tan racionales, era por lo común poco conocido. Es verdad que, como dijimos más arriba, el Estagirita había reaparecido en Occidente merced al influjo de la cultura musulmana y judía. A partir del siglo XII, comenzaron a multiplicarse sus traducciones gracias a árabes como Avicena y Averroes, o a judíos como Maimónides. La irrupción de este pensamiento, al parecer tan poco integrable con la tradición cristiana, no dejó de preocupar a los hombres de Iglesia, máxime que las ideas de Aristóteles se presentaban escoltadas por los dudosos comentarios del árabe Averroes. Pero fue precisamente entonces, y esto no deja de ser providencial, cuando un hombre genial, Sto. Tomás, descubrió que el pensamiento de Aristóteles no era incompatible con el Evangelio, más aún, podía resultar muy apto para esclarecer algunos aspectos de la filosofía e, indirectamente, de la misma teología, sin que ello implicase ruptura alguna con la tradición.
Antes de decir algunas palabras sobre los «grandes» del glorioso siglo XIII, aludamos, aunque sea de paso, a algunos de sus precursores, como Alejandro de Hales, perteneciente a la Orden de los Hermanos Menores, y S. Alberto Magno, de la Orden de Predicadores. Tales «precursores» fueron eximios, por cierto, pero en alguna forma quedarían eclipsados por los dos gigantes de la siguiente generación, el franciscano S. Buenaventura y el dominico Sto. Tomás.
La figura de S. Buenaventura (1221-1274) es realmente luminosa. Nos hubiera gustado extendernos en la exposición de la vida y el pensamiento de este gran Doctor de la Iglesia pero el tiempo es tiránico… Tras entrar en la Orden de San Francisco y ser discípulo de Alejandro de Hales en París, pasó luego a ocupar una cátedra en dicha Universidad, donde enseñó con gran aceptación de los estudiantes. Ulteriormente fue nombrado Ministro General de su Orden. Su actividad resultó incansable, predicando por doquier, asesorando sínodos y concilios, frecuentando a varios Papas y aconsejando a numerosos nobles, lo que no obstó a su recogimiento, ya que fue un hombre de intensa vida interior. Su personalidad se revela verdaderamente polifacética: sin dejar de meditar y escribir incesantemente, fue exégeta, organizador de su Orden, gran orador, pero sobre todo eximio teólogo y místico profundo.
La otra gran figura, la figura cumbre, es Sto. Tomás (1225-1274). Oriundo de Roccasecca, en las cercanías de Monte Cassino, fue vástago de una de las más nobles familias de Italia; el emperador Barbarroja era tío suyo, y Federico II su primo. Tras estudiar con S. Alberto Magno en el Estudio dominicano de Colonia, fue nombrado profesor en la Universidad de París, donde a la sazón enseñaba Buenaventura. Como éste, asesoró también a diversos Papas, asistió a Concilios, enseñó en las Universidades, al tiempo que escribía y escribía, sin cansarse jamás.
Este esgrimidor de ideas, afirma con admiración Daniel-Rops, era el mismo que cuando tenía que resolver una cuestión ardua, apoyaba su frente contra la puerta del sagrario; el mismo que, con la sencillez de un estudiante, ponía su trabajo bajo la protección de la Santísima Virgen; el mismo que confesaba haber «conocido, en visiones místicas, cosas junto a las cuales todos sus escritos no eran más que paja», como lo explicitó al final de su vida; el mismo que escribió ese gran homenaje al Santísimo Sacramento que es el Oficio de Corpus Christi y los versos del Lauda Sion o el Pange lingua; el mismo, en fin, que en su lecho de muerte, en la abadía de Fossanova, se hizo leer por un monje el más místico de los libros de la Escritura, el Cantar de los Cantares...
El número de las obras que escribió durante su relativamente breve existencia es abrumador y el contenido de las mismas variadísimo. Casi ningún tema de trascendencia quedó sin ser tratado por su pluma, y siempre de manera genial. Nadie ha concebido más atrevidamente que él el sueño de una catedral de la inteligencia donde los conocimientos particulares se ordenaran tan jerárquicamente a lo universal. Comentó diversos libros de la Sagrada Escritura con una penetración exegética que pasma, pronunció espléndidos sermones, redactó obras apologéticas de gran nivel, libros sobre Lógica, Física, Ciencias Naturales, Política y Metafísica, precisando verdades de orden teológico y filosófico, de derecho privado y público, de índole especulativa y práctica. Pero por sobre todo tuvo la idea –tan típicamente medieval– de abocarse a la confección de una Summa, con el propósito de ofrecer a sus estudiantes una enseñanza precisa y sistemática. Y así llevó a cabo una obra que trascendería su época, proyectándose a todos los tiempos por venir: la Summa Theologica, que es la Summa de su genio, lo más sublime que en el orden intelectual nos legara la Edad Media. Redactada en forma de preguntas y respuestas, según la costumbre vigente en la Escolástica, es a la vez una obra maestra de análisis y de síntesis. De análisis, porque allí va tomando una por una las cuestiones que interesan, y examinándolas con un asombroso arte de disección intelectual. De síntesis, pues los elementos así analizados se integran en aquella catedral de la inteligencia, a la que aludimos poco hace. Y no sólo llevó adelante este trabajo de índole arquitectónica, sino que se autopropuso un sinnúmero de objeciones –más de diez mil– contra las tesis sostenidas en el cuerpo de cada artículo, dándoles sus consiguientes respuestas. Fue tal su mirada de águila que no sólo impugnó los errores propuestos hasta entonces sino que se adelantó a errores futuros refutándolos por adelantado. Un profesor que tuve en filosofía, me decía que en una de esas objeciones había resumido en pocas palabras lo que en el siglo XX sería la sustancia del existencialismo, con la réplica adecuada.
Dijimos hace un momento que fue también gloria de Sto. Tomás el haberse animado a asumir el pensamiento de Aristóteles en todo lo que era valedero, integrándolo al patrimonio de la tradición. En la inteligencia de que el Estagirita era el filósofo antiguo de mayor valor especulativo, el Doctor Angélico se propuso poner su doctrina al servicio de Cristo. Quizás lo más enriquecedor que tomó de Aristóteles tiene que ver con aquella discusión a que aludimos al comenzar a tratar de la Escolástica, es a saber, la conexión entre la fe y la razón. Aristóteles mostró hasta dónde puede llegar la razón del hombre. Para Sto. Tomás, la razón y la fe tienen cada una su ámbito propio, su campo específico de acción, con lo cual comenzaba a resolverse el famoso problema de sus mutuas relaciones. Jamás la razón podía oponerse a la fe, dado que la verdad es una, por ser Dios la fuente de todos los órdenes de verdad. La verdad según la razón y la verdad según la fe debían, pues, coincidir en sus apreciaciones y en sus resultados, más aún, debían ayudarse mutuamente en colaboración jerárquica.
Justamente señala Daniel-Rops que al afirmar de manera tan categórica la distinción entre la fe y la razón, Sto. Tomás abrió las compuertas para un desarrollo vigoroso de la filosofía, con su método peculiar, distinto del de la teología, si bien a ella subordinada. Semejante actitud presupone una clara distinción entre la naturaleza y la gracia. La naturaleza es el soporte de la gracia, y la gracia, al tiempo que supone la naturaleza, la eleva de manera inconmensurable. Dicha distinción corresponde a la distinción entre razón y fe, así como entre natural y sobrenatural. Tales distinciones, aplicadas al orden temporal, están también en la base de aquello a que aludimos en la conferencia anterior, y que desarrollaremos en la próxima, es a saber, las relaciones entre el poder político y la autoridad espiritual, así como la subordinación de lo temporal a lo sobrenatural. Distinguir para unir. Porque lo que más se destaca en el pensamiento de Sto. Tomás es su capacidad de integración y de armonía: armonía del objeto con el sujeto en el ámbito del conocimiento; armonía del alma con el cuerpo en el hombre individual; armonía de los seres inorgánicos y orgánicos en el mundo físico; armonía de los trascendentales metafísicos del ser en el interior del ente; armonía de la creación con el Creador; armonía de la Iglesia y del Estado en la polis; armonía de las naciones en el orden internacional.
Dicha unión armónica brota, sin duda, de una consideración sintética del universo, entendido como obra sublime de un Dios perfectísimo, así como de un concepto elevado del hombre, considerado como criatura privilegiada salida de las manos de Dios para retornar a Dios. Bien dice Daniel-Rops que «el Tomismo es a la vez una Filosofía y una Teología separadas en su orden y unidas en sus propósitos. Es como una pirámide del espíritu; las bases descansan fuertemente sobre el suelo de lo real, de lo concreto, de lo sensible, pero la cumbre se hunde en lo infinito y lo invisible» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 410-411). Algo así como las catedrales góticas, podríamos agregar por nuestra parte, bien hundidas en la tierra pero flechadas hacia las alturas.
De Sto. Tomás ha escrito C. Dawson: «La naturaleza le había preparado bien para tal tarea. Hijo, no del Norte gótico, como Alberto o Abelardo, sino de la extraña frontera de la civilización occidental –en donde se mezclaban la Europa feudal y los mundos griego y sarraceno–, descendía de una familia de cortesanos y trovadores, cuya suerte estaba íntimamente ligada a la de aquella brillante corte medio oriental, medio humanista, del gran emperador Hohenstaufen, ya la de sus malogrados sucesores, cuna de la literatura italiana y, al propio tiempo, una de los principales canales a través de los que la ciencia árabe llegó al mundo cristiano... La mente occidental se emancipa con él de sus maestros árabes, para retornar a su origen. En verdad, hay en Sto. Tomás una real afinidad intelectual con el genio griego. Más que ningún otro pensador occidental, medieval o moderno, poseyó la única tranquilidad y el don de la inteligencia abstracta que caracteriza a la mente helénica» (Ensayos acerca de la Edad Media, 180-181).
El vigor incomparable de su sistema reside en esa solidez con que todo se ordena, se articula y se equilibra en él, desde lo más humilde a lo más sublime. Tal es, en síntesis, el pensamiento tomista, una de las cúspides a que ha llegado la inteligencia del hombre, y la expresión más pura de la idea medieval.

3. La tercera generación escolástica

Después de la muerte de Sto. Tomás, las cosas comenzaron a complicarse. El mismo año en que murió el Doctor Angélico, nacía, en Escocia, un hombre sumamente capaz, que había de ser el que con más vigor se opusiera al Tomismo: Juan Duns Scoto (1274-1308). Fue primero alumno y luego maestro en Oxford, ejerciendo ulteriormente la docencia en París y en Colonia. Apodado por sus contemporáneos «el Doctor Sutil», original hasta la paradoja, sus alumnos quedaban deslumbrados al terminar sus clases. La doctrina de este franciscano se encuentra principalmente en dos grandes obras, fruto de su enseñanza: el «Opus Oxoniense», que incluye sus clases en Oxford; y el «Opus Parisiense», con sus clases de París. Allí se afirma que la voluntad supera en el hombre a la inteligencia, de donde el término de «voluntarismo» con que se suele calificar su teoría. Con esta afirmación tomaba distancia del tomismo en lo que toca a la función de las dos facultades espirituales del hombre, así como también por su insistencia en el papel que atribuye a la voluntad en relación con la gracia.
Lo quisiera o no, sus principios tendían a romper aquella síntesis que tan felizmente había logrado Sto. Tomás entre la fe y la razón, las verdades reveladas y la filosofía. Algunos aciertos parciales, como por ejemplo el hecho de haber sido uno de los pocos en su tiempo que vislumbró el misterio de la concepción inmaculada de la Santísima Virgen, en el contexto de una rica teología mariana, así como el papel de Nuestra Señora en la obra de la redención, no obstan a que diversas tesis suyas, por ejemplo, la del influjo puramente moral que a su juicio tendrían los sacramentos, no dejen de ser preocupantes. Su discípulo Guillermo de Ockham (1300-1349 ó 1350), también franciscano, llevaría hasta el extremo algunas de sus ideas, acabando en una suerte de empirismo anarquizante, que no dejaría de tener graves consecuencias en la historia. Siglos después, Lutero diría de él: «Ockham, mi padre»*.
*Para el análisis histórico-doctrinal de las diversas etapas del desarrollo de la Escolástica medieval, hemos seguido a Daniel-Rops, cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 394-415.

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