Capítulo I
Cristiandad y Edad Media
Hemos titulado esta primera conferencia «Cristiandad y Edad Media».
Trataremos de explicar en ella el sentido de ambas palabras, los hitos principales
que jalonan su historia y las características de la Cristiandad medieval.
I. Las expresiones «Edad Media»
y «Cristiandad»
Siempre es conveniente,
antes de entrar en materia, delimitar los términos que se van a emplear.
Máxime que en este caso se trata de palabras muy vapuleadas por el uso
y no siempre bien entendidas.
1.
La «Edad Media»
Bien decía
Régine Pernoud, una de las medievalistas más caracterizadas de
la actualidad, que no hay casi día en el que no se tenga ocasión
de escuchar frases tales como «ya no estamos en la Edad Media»,
«eso es volver a la Edad Media» o «no tengas mentalidad medieval».
Y ello en cualquier circunstancia, ya se quiera sostener las banderas de la
liberación femenina, como defender ideas ecológicas, o luchar
contra el analfabetismo (¿Qué es la Edad Media?; título
original: Pour en finir avec le moyen âge, Magisterio Español,
Madrid 1979, 44).
Digamos de entrada que la misma denominación de «Edad Media»
no tiene propiamente sentido alguno. Tomada en su acepción etimológica,
supone una división tripartita del tiempo. Trataríase de una edad
«intermedia» entre otras dos edades, una pasada, la Antigüedad
clásica. Y otra futura, la Modernidad. Si con eso se quiere decir que,
cronológicamente, es como un puente entre una edad que la precede y otra
que la sigue, no se afirma con ello absolutamente nada. ¿Qué época
no es un paso entre la que la antecede y la que la continúa? En ese sentido
toda edad –exceptuadas la que abre la historia y la que la cierra–
sería edad «media». Y nosotros mismos, un día, seremos
también «medievales» para nuestros sucesores.
Pero las cosas no son tan sencillas. Hay en la fórmula una categorización
muy determinada, de influjo hegeliano, según parece insinuarlo la división
tripartita de la historia, como prejuzgándose que no habrá jamás
otros períodos en el devenir histórico. La Edad Media resulta
así una edad-víctima, entre otras dos edades, en una posición
de evidente inferioridad; ella incluiría varios siglos de tinieblas después
de los siglos de luz que fueron los de la antigüedad clásica, y
antes de los siglos de plenitud que son los modernos, en continuo progreso hacia
una consumación intrahistórica.
Según se ve, la denominación de «Media» para designar
a la época de la Cristiandad no es ingenua ni inocente. Encierra toda
una calificación axiológica. ¿Cómo fue que se la
denominó así? El calificativo lo impusieron los humanistas del
Renacimiento, que consideraron a esa época como un lapso de mera transición
entre dos períodos de gloria. En el entusiasmo que se despertó
entre ellos por los valores de la Antigüedad clásica, fueron de
una injusticia clamorosa para la época que inmediatamente los precedió.
La misma denominación de «gótico», que emplearon para
caracterizar auno de los tipos de construcción medieval, no hace sino
confirmar dicho menosprecio. Las catedrales del período de oro medieval
fueron llamadas «góticas», cosa de salvajes, de godos, de
bárbaros. Bien señala Daniel-Rops que como muchos de esos humanistas
eran «protestantes» o «protestantizantes», los prejuicios
religiosos escoltaban a los criterios estéticos. Menospreciando una época
que se había inspirado totalmente en la enseñanza de la Iglesia,
lo que en el fondo pretendían era descalificar a la Iglesia Católica
(La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, Luis de Caralt, Barcelona, 1956,
11).
Calderón Bouchet, en un magnífico libro dedicado a la Edad Media,
al que recurriremos frecuentemente, señala que fue la burguesía
la que logró imponer esta denominación despectiva. «Dueña
del dinero omnipotente, de las plumas venales y las inteligencias laicas, inundó
el mercado con una versión de la historia medieval que todavía
persiste en el cerebro de todos los analfabetos ilustrados» (Apogeo de
la ciudad cristiana, Dictio, Buenos Aires, 1978, 220).
Tal es la idea que quedó en el vulgo acerca de la Edad Media, idea hoy
todavía inculcada en los manuales de historia y fácilmente aceptada
por la generalidad. Nos han hecho creer, escribe R. Pernoud, para poner un ejemplo,
que todas las mujeres eran entonces como la reina Fredegunda, cuya distracción
favorita consistía en atar a sus rivales a la cola de un caballo al galope.
«Todo lo cual nos permite tildar unos tres siglos de «tiempos bárbaros»,
sin más» (¿Qué es la Edad Media?... 87).
Señala Daniel-Rops que tanto la fórmula «Edad Media»
como la idea que contiene, fueron totalmente ignoradas por los hombres de ese
tiempo. Nadie creía en aquel entonces que pudieran darse cortes dialécticos
o paréntesis en el curso de la historia. El hombre medieval «tenía
un sentido de la filiación, de la fidelidad, infinitamente mayor que
el hombre moderno, vuelto íntegramente hacia el porvenir, y que admite
espontáneamente que una cosa o una institución que aparezca en
el futuro valdrá más que su homóloga de la hora presente;
en la “Edad Media” sucedía al revés: todo legado del
pasado se consideraba respetable y ejemplar. Hasta el siglo XIV, la mayoría
de los europeos creyeron así que prolongaban la civilización antigua
en lo que ésta tenía de mejor» (La Iglesia de la Catedral
y de la Cruzada... 10).
Algo semejante afirma C. S. Lewis en un notable libro sobre la cosmovisión
de la Edad Media. A diferencia del hombre moderno, que cree incuestionablemente
en el «progreso indefinido», el hombre de aquella época juzgaba
que las cosas habían sido mejores en el pasado que en el presente, sobre
la base de que las cosas perfectas son anteriores a las imperfectas. «El
amor no es ahora como en la época de Arturo», afirmaba Chrestien
de Troyes, autor del siglo XII, en una de sus novelas de caballería.
Y sin embargo la literatura que de ese período nos queda no deja la sensación
de tristeza, de envidia, ni de pura nostalgia o melancolía. La humildad
se veía recompensada con los deleites de la admiración (cf. La
imagen del mundo; Introducción a la literatura medieval y renacentista,
A. Bosch Ed., Barcelona, 1980, 64-140).
Algunos autores han llamado la atención sobre un detalle interesante
relativo a aquel respeto que el hombre medieval experimentaba por la antigüedad.
Era tal su aprecio por ella que releían su propia historia a la luz de
los griegos y de los romanos. Cuando Eginardo, por ejemplo, secretario y biógrafo
de Carlomagno, intentó describir los rasgos físicos y espirituales
del gran Emperador, recurrió con toda naturalidad a la semblanza física
y espiritual que Suetonio hiciera de Augusto. Más de una vez Tito Livio
y Salustio proporcionaron a los cronistas medievales las frases y colores con
que describir un combate caballeresco o una gesta de cruzados. Suetonio y Tácito
fueron los modelos de los historiadores cristianos. (Sobre este respecto, cf.
C. S. Lewis, op. cit., 133-141).
Dos reflexiones suscitan estos hechos. Ante todo que no fueron los llamados
«renacentistas» quienes volvieron a descubrir la Antigüedad.
La Edad Media ya conocía y admiraba los tiempos clásicos. La diferencia
es que aquéllos iniciaron un movimiento de retorno a la antigüedad
«pagana», mientras que los medievales la asumieron releyéndola
a la luz del cristianismo. Y la segunda reflexión: la humildad histórica,
que caracterizó a los medievales, estuvo en el origen de su inmensa capacidad
creadora; a diferencia de los renacentistas, que se afanaron por «imitar»
lo más posible a los antiguos, los medievales, inspirándose en
ellos, supieron encontrar acentos de verdadera originalidad.
La Edad Media fue, incuestionablemente, una época romántica. Por
eso, según observa C. Dawson, no resulta extraño que su redescubrimiento,
luego del menosprecio renacentista, fuese un logro del romanticismo. Así
como el Renacimiento significó el retorno a la antigüedad y el resurgir
de la literatura clásica, de manera semejante el movimiento romántico
tuvo su primer origen en la vuelta a la Edad Media y en el renacimiento de la
literatura medieval. «El redescubrimiento de la Edad Media por los románticos
es un acontecimiento de no menor importancia en la historia del pensamiento
europeo que el del helenismo que los humanistas llevaron a cabo. Significó
una inmensa ampliación de nuestro horizonte intelectual. Para Boileau
y otros, la Edad Media constituía simplemente un claro en la historia
de la cultura. No tuvieron ojos para la belleza del arte medieval ni oídos
para la melodía del verso de la Edad Media. Los románticos restauraron
todo esto para la posteridad» (Ensayos acerca de la Edad Media, Aguilar,
Madrid, 1960, 251).
El romanticismo es objetable desde diversos puntos de vista. Pero al menos posee
esto en su haber: el redescubrimiento de la tradición medieval, trovadoresca,
aristocrática y caballeresca.
2.
La «Cristiandad»
También
la expresión «Cristiandad « tiene su historia. El término
apareció por primera vez en el sentido que hoy le damos hacia fines del
siglo IX, cuando el Papa Juan VIII, ante peligros cada vez más graves
y acuciantes, apeló a la conciencia comunitaria que debía caracterizar
a los cristianos. Hasta entonces la palabra sólo había sido empleada
como sinónimo de «doctrina cristiana» o aplicada al hecho
de ser cristiano, pero al superponerle aquel Papa el sentido de comunidad temporal,
proyectó la palabra hacia un significado que sería glorioso.
Fue, pues, a partir del siglo IX que la palabra entró a integrar el vocabulario
corriente. Desde entonces se habló de «la Cristiandad», de
los peligros que se cernían sobre ella y de las empresas que alentaba.
Ulteriormente, los Papas que se sucedieron en la sede de Pedro, al utilizar
dicho vocablo lo enriquecieron con nuevos matices. Gregorio VII introdujo la
idea de que la Cristiandad decía relación a determinado territorio
en que vivían los cristianos, de modo que había Cristiandad allí
donde se reconocía públicamente el Evangelio. Urbano II, al convocar
la Cruzada, entendió que unificaba a la Cristiandad en una gran empresa
común, orientándola hacia un fin heroico. Pero fue sobre todo
Inocencio III quien llevó la idea de Cristiandad a su culminación,
al tratar de convertirla en el sinónimo de una suerte de Naciones Unidas,
sobre la base del reconocimiento de una misma doctrina y una misma moral (cf.
Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 39).
Como se ve, la palabra y su contenido conocieron una historia enriquecedora.
Según Daniel-Rops, la Cristiandad encontraba su fundamento en el bautismo
común de quienes la integraban. Donde hubiera bautizados había
Cristiandad, o, al menos, el esbozo de una Cristiandad. Los desgarros provocados
por los cismas o herejías no prevalecieron sobre esta idea básica,
hasta el punto de destruirla. Cuando Bizancio se separó de la Santa Sede,
por ejemplo, ello no impidió que los Papas ayudasen a los griegos al
verse éstos amenazados por los turcos. Más aún: los grupos
tan lejanos de cristianos herejes perdidos en las entrañas del Asia fueron
considerados como hermanos por los católicos de Occidente; y así,
en su momento, S. Luis entró en tratos, no sólo políticos
sino también religiosos, con los mogoles, cristianos nestorianos (ibid.
40).
La Cristiandad quiso heredar, si bien en un nivel más elevado, la unidad
del desaparecido Imperio Romano, sobre la base del cristianismo compartido.
Lo cual deja entender –y esto es fundamental– que no hay que confundir
Cristiandad con Cristianismo. Cristianismo dice relación con la vida
personal del cristiano, con la doctrina que éste profesa. Cristiandad
tiene una acepción más amplia, con explícita referencia
al orden temporal. La Cristiandad es el conjunto de los pueblos que se proponen
vivir formalmente de acuerdo con las leyes del Evangelio de que es depositaria
la Iglesia. O, en otras palabras, cuando las naciones, en su vida interna y
en sus mutuas relaciones, se conforman con la doctrina del Evangelio, enseñada
por el Magisterio, en la economía, la política, la moral, el arte,
la legislación, tendremos un concierto de pueblos cristianos, o sea una
Cristiandad. Para aclarar la idea: en la China actual, dominada por el ideario
comunista, hay Cristianismo (porque hay cristianos individuales que viven en
el heroísmo de la fidelidad a pesar de la persecución) pero no
hay Cristiandad (porque el orden temporal está allí estructurado
con prescindencia, o mejor, rechazo de los principios del Evangelio).
¿Quién había de regir a la Cristiandad? Desde el punto
de vista espiritual, competía a la Iglesia semejante misión. Sin
embargo, debemos dejar bien en claro que así como no es lo mismo el Cristianismo
que la Cristiandad, tampoco lo son la Iglesia y la Cristiandad. La Iglesia es
la depositaria de la doctrina de Cristo y la santificadora del hombre a través
de los sacramentos, que comunican la gracia. La Cristiandad es la organización
temporal sobre la base de los principios cristianos. Sin la Iglesia, por cierto,
no podría existir Cristiandad. En cambio, aunque no haya Cristiandad,
no por ello la Iglesia deja de existir. Es fácilmente perceptible el
peligro y la tentación de confundir a la Iglesia, sociedad sobrenatural,
con la Cristiandad, sociedad temporal iluminada por la doctrina de Cristo. Dicha
confusión estuvo en el origen de las grandes luchas doctrinales e incluso
políticas que sacudieron a la Edad Media. A ello nos referiremos en su
momento. En vez de dejar que cada una obrase en su ámbito propio, surgió
la tentación de identificarlas, sea porque los jefes políticos
pretendieron manejar a la Iglesia, subordinándola a sus intereses terrenos,
sea porque los dirigentes de la Iglesia se inclinaron a salir del plano espiritual
para actuar indebidamente en el orden temporal (cf. Daniel-Rops, op. cit., 41-42).
Cerremos este apartado con una última distinción. Si bien la Edad
Media fue una época de Cristiandad, y lo fue por excelencia, es preciso
dejar bien en claro que la Cristiandad no se identifica con la Edad Media. La
Cristiandad es una vocación permanente de la Iglesia y de los políticos
cristianos. No siempre se podrá realizar hic et nunc, por ejemplo en
los países comunistas, o incluso en los países liberales, mientras
sigan siendo tales. Pero no por ello la Iglesia y los cristianos que actúan
en el orden temporal renunciarán definitivamente a dicho ideal. Durante
las persecuciones de los primeros siglos, o también en el transcurso
de las invasiones de los bárbaros, que duraron décadas, los cristianos
y sus jefes espirituales sabían perfectamente, como es obvio, que estaban
lejos de vivir en un régimen de Cristiandad y que ese régimen
era por aquel entonces irrealizable en lo inmediato. Sin embargo, en medio de
las angustias y la sangre derramada, los mejores hombres de aquellos tiempos
comenzaron a proyectarla. Fue precisamente en medio del torbellino de los bárbaros
invasores que S. Agustín se abocaría a escribir su gran obra De
Civitate Dei, donde quedaron esbozados los principios estructurales de lo que,
siete siglos después, sería la Cristiandad medieval.
También hoy la Iglesia, si bien vive en un régimen a-cristiano
o, como quería Péguy, post-cristiano, no puede renunciar para
siempre al ideal de Cristiandad, que no es otra cosa que la impregnación
social de los principios del Evangelio. Y si, por ventura, apareciese una nueva
Cristiandad, sería sustancialmente igual a la de la Edad Media, aun cuando
accidentalmente diferente, atendiendo, a la diversidad de condiciones que caracteriza
a la época actual en comparación con aquélla, tanto en
el campo económico como social. Todo lo rescatable deberá ser
salvado. Pero el ideal sigue en pie.
II. Raíces y prolegómenos
históricos de la Cristiandad
Antes de adentrarnos
en el análisis mismo de lo que fue la Cristiandad nos convendrá
considerar sus orígenes y sus momentos preparatorios. Porque la Cristiandad
no apareció como resultado de dos o tres decretos sino que fue la concreción
de una aspiración históricamente mantenida y acrecentada a lo
largo de varios siglos. Como primera aproximación y en líneas
muy generales podemos decir que surgió sobre los cimientos de un imperio
pagano de la antigüedad, el greco-romano. Se desarrolló luego gracias
a la influencia que sobre aquél ejerció la Iglesia, y ello a lo
largo de unos 500 años durante los cuales el catolicismo fue siendo aceptado
como la moral y la religión de la naciente Europa. Y no sólo de
Europa, ya que la Cristiandad rebasaría los límites del viejo
Imperio Romano que la vio nacer, extendiéndose hasta zonas donde nunca
había llegado la administración imperial.
1.
Las raíces greco-latinas
Las últimas
raíces de la Cristiandad deben ser buscadas en el suelo de la cultura
griega y de la civilización latina. La civilización cristiana
se erigió sobre la base de la ley romana, y la cultura católica
floreció embebida en la sabiduría helénica. La civilización
brota principalmente de la vida activa y la cultura de la contemplativa.
Refirámonos ante todo al aporte griego. Al comienzo, los Padres de la
Iglesia mostraron serias vacilaciones en aceptar el contenido del pensamiento
heleno, juzgando que con la buena nueva que era el Evangelio ya bastaba y sobraba.
Los filósofos griegos eran considerados poco menos que como heraldos
del demonio. Pero luego dicho prejuicio comenzó a ceder, y algunos Padres,
sobre todo de la Escuela de Alejandría, se abocaron a la tarea de rescatar
a Platón, Aristóteles, los trágicos y poetas griegos, poniéndolos
al servicio de la doctrina católica. Clemente de Alejandría llegó
a afirmar, no sin cierto atrevimiento, que no eran dos los testamentos sino
tres, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el Testamento de la filosofía
griega (cf. Stromata VI, 17 ss: PG 9, 380 ss). «¿Quién es
Platón sino Moisés que habla en griego?» (Stromata I, 22,
148: PG 8, 896). De este modo, los Padres de la Iglesia constituyeron una especie
de eslabón entre la Grecia clásica y la naciente Europa.
Pero también el aporte griego llegaría al Occidente medieval por
intermedio del influjo de Bizancio. Los pueblos jóvenes y semibárbaros
de Europa nunca dejaron de contemplar con respeto y admiración el Imperio
de Oriente, al que consideraban heredero y depositario no sólo del Imperio
Romano sino también de la cultura antigua. El prestigio que Constantinopla
ejerció sobre la Europa medieval fue realmente extraordinario. Muchos
de los elementos arquitectónicos de Bizancio se incorporarían
a las iglesias románicas, y tanto los mosaicos y tapices, como los esmaltes
y marfiles de dicha procedencia, serían considerados por los occidentales
como la expresión misma de la belleza.
Por otra parte, el aporte romano. Los cristianos no pudieron dejar de leer sin
emoción aquel texto profético de Virgilio, donde el poeta de la
romanidad, inspirándose en el mito de las cuatro épocas, creado
por Hesíodo, tras decir que, transcurrida la edad de oro, en que los
hombres vivieron al modo de los dioses, así como la de plata, que fue
la del aprendizaje del cultivo de la tierra, y la de bronce, dominada por la
raza de los guerreros, se había llegado a la edad de hierro, en que los
hombres sólo se complacían en el mal, preanunciaba en su IVª
Egloga la anhelada salvación: «He aquí que renace, en su
integridad, el gran orden de los siglos; he aquí que vuelve la Virgen,
que vuelve el reinado de Saturno, y que una nueva generación desciende
de las alturas del cielo. Un niño va a poner fin a la raza de hierro
ya traer la raza de oro.
Nacerá bajo el consulado de Polion. Este niño recibirá
una vida divina y verá a los héroes mezclados con los dioses y
se le verá con ellos; y gobernará el globo pacificado por las
virtudes de su padre»*. En correspondencia con la profecía de la
famosa Sibila de Cumas, Virgilio había vaticinado una nueva era, un retorno
a la edad primordial. Éste es el Virgilio que los romanos transmitieron
a los cristianos, el profeta de Cristo. Dante no se equivocaría al escogerlo
como guía hasta el umbral del Paraíso, es decir, hasta el umbral
donde reina la Gracia.
*Puede verse el texto completo de la Egloga, en su original latino y en su versión
castellana de Carlos A. Sáenz, en «Gladius» 4 (1985) 34-37.
He ahí uno de los aportes de Roma. Pero no fue el único. También
le ofrendó la llamada «pax romana», tan alabada por S. Pablo.
Gracias a la vigencia de la misma, el Evangelio estuvo en condiciones de viajar
por las magníficas vías del Imperio, y en todas partes, desde
Siria hasta España, los apóstoles de Cristo pudieron recurrir
a una sola ley y hacerse entender en una sola lengua. Era como si Dios, en sus
inescrutables designios, hubiera ampliado las fronteras del Imperio a fin de
disponer una vasta cuna para el cristianismo naciente. S. León Magno
lo expresó de manera explícita: «Para extender por el mundo
entero todos los efectos de gracia tan inefable, preparó la Divina Providencia
el imperio romano, que de tal modo extendió sus fronteras, que asoció
a sí las gentes de todo el orbe. De este modo halló la predicación
general fácil acceso a todos los pueblos unidos por el régimen
de una misma ciudad» (Hom. en la fiesta de los Stos. Apóstoles
Pedro y Pablo, en San León Magno, Homilías sobre el año
litúrgico, BAC, Madrid, 1969, 355).
Un día este Imperio abrazaría el cristianismo. Belloc llega a
decir que la conversión del Imperio a la Fe no fue un episodio entre
otros grandes episodios de la historia, ni un capítulo más de
la misma. Fue la Cosa Determinante, una nueva creación, en grado y en
calidad, e incluso «el acontecimiento más importante en la historia
del mundo» (cf. H. Belloc, La crisis de nuestra civilización, Sudamericana,
Buenos Aires, 1966, 33 y 77).
2.
Las invasiones bárbaras
Aprovechando la
senilidad y el resquebrajamiento del Imperio Romano, en el siglo V diversos
grupos comenzaron a infiltrarse, en algunos casos, en el mismo, o a invadir,
en otros, las diversas regiones desguarnecidas que lo integraban. La mayor parte
de ellos eran cristianos, si bien herejes, ya que adherían por lo general
al arrianismo. Culturalmente primitivos, veían en el cristianismo no
sólo la religión del Imperio Romano, sino también «el
orden latino» con toda su herencia de derecho y de civilización.
No deja ello de ser curioso, ya que para los mismos romanos el cristianismo
era relativamente un recién llegado. Procedía del oriente helénico,
su lengua madre era el griego y su explicitación teológica había
sido principalmente obra de los Padres y Concilios orientales.
¿Cuál sería el resultado de semejante invasión?
¿Acabarían los bárbaros con los restos del Imperio o se
asimilarían a él? El que mejor vio en medio de esta baraúnda
fue San Agustín, uno de los más grandes genios del cristianismo,
quien dejaría una huella indeleble en el pensamiento medieval. Cuando
casi todos perdían la cabeza ante la desgracia generalizada, cuando el
viril S. Jerónimo no podía contener su llanto al enterarse del
saqueo de Roma, cuando los bárbaros se lanzaban incontenibles a la invasión
del Africa cristiana, e incluso cuando su propia sede de Hipona se veía
cercada por los vándalos, S. Agustín se puso a escribir una obra
magistral, De Civitate Dei, donde señaló que no había que
desesperarse, ya que lo que concluía era un mundo en buena parte decrépito,
y que se hacía necesario levantar la mirada por sobre los estrechos horizontes
de lo cotidiano, para considerar los hechos contemporáneos a la luz de
esa gran visión que va del Génesis al Apocalipsis. La opción
que ahora se presentaba no era: o el Imperio o la nada, sino o con Cristo o
contra Cristo, o la Ciudad de Dios o la Ciudad del Mundo.
Así, pues, para el Aguila de Hipona, como lo llamó la posteridad,
los hechos ruinosos del momento no eran decisivos, sino anecdóticos.
Más allá del caos sangriento y de las invasiones sin sentido,
lo verdaderamente trascendente era poner los fundamentos de la Ciudad de Dios.
Según él, dos son los gritos que explican la historia: el grito
de S. Miguel, Quis ut Deus?, y el grito de Satanás, Non serviam!, dos
gritos que dividieron a los ángeles, y ulteriormente a los hombres, en
dos grandes agrupaciones históricas, en dos «ciudades», división
que no pasa tanto por las fronteras geográficas cuanto por la actitud
de los individuos y de las sociedades. Se trataba, pues, de ponerse a trabajar
en pro de la Ciudad de Dios. El espíritu de S. Agustín continuó
viviendo y dando frutos mucho después que el Africa cristiana hubiese
dejado de existir, contribuyendo a modelar el pensamiento del Cristianismo occidental
como pocos lo han hecho.
Algunos se han preguntado si Agustín fue el heredero de la vieja cultura
clásica y uno de los últimos representantes de la antigüedad,
o más bien el iniciador de un mundo nuevo y algo así como el primer
hombre medieval. Hay parte de verdad en ambas apreciaciones. S. Agustín
es un puente por el que pasa toda la tradición antigua al mundo que se
va gestando, si bien aún en lontananza.
3.
El Imperio Carolingio
Ante el espectáculo
de la devastación que llevaban adelante los bárbaros, desde la
lejana Bizancio, legítima heredera del viejo Imperio en ruinas, uno de
sus grandes emperadores, Justiniano, lanzó sus ejércitos a la
reconquista de Occidente, comenzando por Africa e Italia, las dos regiones que
más habían sufrido de parte de los invasores. Al comienzo fueron
recibidos como liberadores, pero pronto los presuntamente liberados comenzaron
a cambiar de opinión, no sólo por la opresión fiscal con
que fueron gravados, sino también porque en los bizantinos ya no veían
más a romanos, sino a griegos, que pretendían helenizar el Occidente,
sobre todo a Italia, tan orgullosa de su herencia latina.
Semejante desilusión hizo que los Papas comenzaran a volver sus ojos
hacia los pueblos bárbaros, para ver si por acaso alguno de ellos era
capaz de tomar el relevo del antiguo Imperio hecho añicos. Pero antes
de seguir adelante se impone una acotación retrospectiva. Cuando los
bárbaros invasores se fueron instalando en las tierras ocupadas o conquistadas,
dado que, como dijimos, la mayor parte de ellos eran arrianos, la Iglesia volcó
su propósito pastoral a la conversión de una tribu concreta, la
de los francos, por ser casi el único pueblo no contaminado por la herejía.
No que fueran católicos; eran paganos, y por tanto más proclives
a aceptar la verdad católica que los arrianos. La experiencia enseñaba
que era más fácil convertir a un pagano que a un hereje. Logróse
así la conversión del jefe franco Clodoveo, y su ulterior bautismo,
en 498 o 499, juntamente con su pueblo. Una especie de nuevo Constantino, esta
vez un Constantino bárbaro.
El poder franco no dejó de irse acrecentando a lo largo de los siglos.
Hasta que un descendiente de Clodoveo, si bien alejado de él por varias
centurias, Carlomagno, recibió en Roma, el día de Navidad del
800, la corona de Emperador de los Romanos de manos del Papa León III.
La trascendencia del hecho fue inmensa ya que, según dijimos más
arriba, desde que desapareció el Imperio de Occidente, los emperadores
de Constantinopla, herederos de Augusto, se consideraban como legítimos
soberanos del antiguo mundo romano –oriental y occidental–, no habiendo
dejado jamás de reivindicar dicho derecho. Pero ahora se daba una situación
insólita: además del Papa en Roma y del Emperador en Bizancio
se erigía en Occidente un monarca, casi bárbaro, con pretensiones
imperiales. La cosa fue que el ascenso de Carlos significó algo así
como la fundación de un nuevo Imperio, lo que implicaba mucho más
que una mera repartición territorial. Carlos se iba perfilando como un
nuevo Augusto, cuyo dominio en Occidente encontraba cierta legitimación
militar , a saber, su victoria y señorío sobre numerosas tribus
bárbaras. Según era de prever, los bizantinos lo acusaron de usurpación.
Se pudo esperar un choque, ya que las fronteras de los dos Imperios se tocaban.
Mas no fue así. En 809, si bien a regañadientes, Bizancio llegó
a un acuerdo con Carlomagno. De este modo hubo de nuevo dos Imperios, el de
Oriente y el de Occidente.
Como se ve, la coronación de Carlomagno en Roma fue un acontecimiento
de enorme relevancia, constituyendo lo que podríamos denominar el umbral
de la Edad Media. Al recibir la corona imperial de manos del Papa, Carlomagno
afirmaba no sólo su propio poder sino también el origen espiritual
del mismo, con la intención de establecer un orden nuevo. El Papado había
encontrado un cuerpo, el Imperio se veía informado por un alma. No deja
de ser sintomático que el libro de cabecera del fundador de Europa fuese
aquel De Civitate Dei de S. Agustín. (Para ampliar datos sobre este tema
cf. R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana... 112-114).
Las metas que Carlomagno se propuso en su gobierno fueron tres. La primera,
consolidar la religión. De todos los que le sucedieron en el poder, Carlos
fue el que estuvo más penetrado del carácter sacro de su misión,
esforzándose por edificar el Imperio sobre dos pilares: la administración
eclesiástica (buenos obispos) y la administración imperial (buenos
condes). Su grito de guerra –las llamadas «aclamaciones carolingias»–
fue: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat! Sería justamente
al son de ese grito que varios siglos después los cruzados se lanzarían
al combate en Tierra Santa.
La segunda meta brota de la primera: extender la civilización. Trataremos
ampliamente de ello en la próxima conferencia. Y la tercera: instaurar
la paz, la vieja «pax romana» vuelta ahora «pax Christi in
regno Christi» (cf. al respecto G. de Reynold, La formación de
Europa. VI. Cristianismo y Edad Media, Pegaso, Madrid, 1975, 434-436).
4. La segunda oleada de invasiones bárbaras
Mucho antes que Carlomagno subiera al trono, un pueblo, que por cierto no integraba
el mundo llamado «bárbaro», había conquistado en el
siglo VII al Africa bizantina, la provincia más civilizada y cristiana
de occidente. Eran los árabes, quienes en buena parte acabaron con la
floreciente Iglesia africana, gloria de la Cristiandad occidental y latina,
que prácticamente desaparecería de la historia. En los primeros
años del siglo VIII, la invasión musulmana cubría casi
por completo la España cristiana, extendiéndose luego hasta amenazar
la misma Galia. La naciente cristiandad se había convertido en una isla,
entre el Sur musulmán y el Norte bárbaro.
Carlomagno había logrado detener ambos peligros, tanto en la zona meridional
como en la boreal. Pero, tras su muerte, se produjo una avalancha de pueblos,
piratas o salteadores, quienes aprovechando el caos que se había desencadenado
a raíz de la desaparición del gran Emperador, tras poner pie en
un territorio, terminaban conquistándolo e instalándose en él.
Finalmente, y a costa de penosos esfuerzos apostólicos, acabarían
siendo ganados por el cristianismo y la civilización, convirtiéndose,
también ellos, en forjadores de la nueva Europa que habría de
salir del caos. Pero hasta entonces, ya que estas conversiones recién
tendrían lugar a lo largo de los siglos X y XI, ¡qué años
terribles de incertidumbre, de angustia y devastación debieron soportar
las regiones de la Europa central y occidental!
¿Cuáles fueron esas tribus? Nombremos ante todo a los normandos,
término que significa «hombres del norte». Eran pueblos paganos,
oriundos de las regiones escandinavas (actuales Dinamarca, Noruega y Suecia),
que se instalaron en Irlanda y parte de Escocia, las costas de Holanda e Inglaterra
meridional. Los suecos tomarían un rumbo diverso ya que, surcando el
golfo de Finlandia, penetrarían en la gran arteria fluvial del Dnieper,
llegando hasta Nóvgorod y Kiev, las viejas ciudades de la Rus. Los descendientes
de Carlomagno, por cierto muy inferiores a él, no tuvieron el talento
ni el coraje necesarios para equipar flotas capaces de enfrentar los ágiles
esquifes de los vikingos. Sin embargo poco a poco los normandos fueron cambiando
su actitud de piratas nómades por la de conquistadores, y, ya cristianos,
comenzaron a establecerse en diversos territorios de Europa occidental, como
Normandía, Inglaterra e Italia del sur.
Mas entonces apareció en lontananza un enemigo más feroz, que
provenía de las estepas de los Urales, emparentado con los hunos, el
pueblo magiar, al que los europeos, aterrorizados por sus depredaciones, llamaron
«húngaros», palabra de la que, según algunos etimologistas,
proviene el término «ogro». Pero aun ellos acabarían
a la larga por aceptar el cristianismo a tal punto que el Papa coronaría
a su rey Esteban, quien sería santo. El antiguo Imperio de Carlomagno
era ahora una sombra de lo que había sido: un imperio sin la ley romana,
sin las legiones romanas, sin la ciudad y sin el Senado.
5. Del Imperio Otónico al Sacro Imperio Romano Germánico
Si miramos las cosas desde el punto de vista de la gestación de la Cristiandad,
la coyuntura podía parecer desesperante. Pero no fue tal. Se trataba
de hechos dolorosos, sí, pero eran dolores de parto, ya que de la confusión
de estos siglos nacerían los pueblos de la Europa cristiana. Por otra
parte, los logros del período carolingio no se habían perdido
del todo. Quedaba al menos el recuerdo de esos tiempos gloriosos, y en cualquier
momento podían ser retomados, acomodándose, por cierto, a las
nuevas circunstancias.
En medio del caos, la Iglesia buscó al hombre adecuado, como siglos atrás
había puesto sus ojos en Clodoveo, y luego en Carlomagno. El ducado más
poderoso era el de Sajonia, cuyos integrantes, tras haber sido feroces paganos,
eran ahora cristianos fervorosos, bajo la conducción de un noble llamado
Otón. Dicho príncipe era, por cierto, inferior a Carlomagno, no
mostrando el mismo interés que aquél por instruirse, por civilizarse,
sin por ello ser del todo inculto. Era, simplemente, un hombre de guerra. Montado
sobre su caballo, con sus cabellos y su barba roja al viento, parecía
un guerrero invencible. Las circunstancias de su vida fueron, con todo, muy
semejantes a las de Carlomagno. Más aún, tuvo la voluntad expresa
de llegar a ser un segundo Carlomagno, restaurador del Imperio que aquél
había fundado.
Y así se hizo coronar Rey de Germanos en 938, bajo el nombre de Otón
I. El joven príncipe, tuvo especial cuidado en que la ceremonia se llevase
a cabo en la ciudad que durante el gobierno de Carlomagno había sido
capital del Imperio, Aix-la-Chapelle –Aachen, dicen los alemanes, Aquisgrán,
nosotros–, según los solemnes ritos eclesiásticos. Recuperaba
así la tradición carolingia, agregándole el patriotismo
tribal de los sajones, siempre sobre la base de una estrecha armonía
entre la Iglesia y la Corona. Invitado por el Papa, Otón se dirigiría
a Italia en 961 para recibir de manos del Pontífice la corona imperial.
A Otón I lo sucedió su hijo, Otón II, a quien aquél
había hecho casar con una de las hijas del emperador bizantino Romano
II, la princesa griega Teófana, que llevó a Occidente las tradiciones
de la Corte Imperial del Oriente. El hijo nacido de esa unión, Otón
III, pudo así reunir en su persona la herencia de las dos grandes vertientes
del orbe cristiano, la bizantina y la occidental. Asesorado por su preceptor
Gerberto, quien luego sería Papa bajo el nombre de Silvestre II, tuvo
el mérito de ir creando una conciencia europea integradora de los grandes
valores sembrados aquí y allá. En este sentido Otón III
fue un digno continuador del espíritu de Carlomagno, ya que durante su
reinado las grandes tradiciones de las épocas anteriores se unieron e
integraron en la nueva cultura de la Europa premedieval. No era todavía,
por cierto, el logro del ideal, pero el esbozo estaba dado: un Imperio como
comunidad política de los pueblos cristianos, gobernado por las autoridades
concordantes e independientes del Emperador y del Papa. Deseando manifestar
mediante un signo concreto su decisión de empalmar con la vieja tradición
del Imperio Romano, Otón se dirigió a Roma, y tras hacerse levantar
un palacio sobre el monte Aventino, reasumió íntegramente el ceremonial
de la corte bizantina, tomando el nombre de Emperador de los Romanos.
C. Dawson llega a decir que fue en este territorio intermedio donde reinaron
los Otónidas, que se extendía desde el Loira hasta el Rin, donde
nació en realidad la cultura medieval. Tal fue la cuna de la arquitectura
gótica, de las grandes escuelas, del movimiento monástico, de
la reforma eclesiástica y del ideal de las cruzadas. Tal fue también
la zona donde se desarrolló el régimen feudal, el movimiento comunal
del Norte europeo y la institución de la caballería. Fue allí
donde al fin se logró una admirable síntesis entre el Norte germánico,
la doctrina sobrenatural de la Iglesia y las tradiciones de la cultura latina.
(cf. C. Dawson, Así se hizo Europa, La Espiga de Oro, Buenos Aires, 1947,
368).
No deja de ser paradigmático que el sucesor de Otón el Grande
fuese un santo, Enrique II, canonizado junto con su mujer Cunegunda.
El tiempo no nos permite detallar los acontecimientos que se fueron sucediendo.
Baste decir que inicialmente el Emperador fue Rey de Romanos. Pronto su Imperio
recibirla el calificativo de «sacro», y más adelante de «germánico».
Sería el Sacro Imperio Romano Germánico, columna vertebral de
la Edad Media propiamente dicha.
Data asimismo de este período la aparición de los diversos Reinos.
S. Esteban de Hungría, como ya lo dijimos, recibió del Papa su
corona. En España, los señoríos que no estaban en manos
de los musulmanes se fueron unificando, con la emergencia de grandes figuras
como la del rey S. Fernando. En Sicilia, los antiguos normandos establecieron
un reino cristiano con los Guiscard. Y en Francia apareció una familia,
la de los Capetos, que durante 300 años la gobernarían, encontrando
su arquetipo en la figura de S. Luis.
* * *
Según el P. Julio Meinvielle, así como con Pedro, Santiago y Juan,
los tres apóstoles del Tabor y del Huerto, símbolos de las tres
virtudes teologales, se formó alrededor de Cristo el núcleo esencial
del apostolado cristiano, del mismo modo, con Roma, España y Francia,
quedó en sustancia constituida la Cristiandad.
Roma, España y Francia heredaron el genio de esos tres apóstoles
en la misión que de hecho les tocó desempeñar en el curso
de la historia del cristianismo. Roma es la Fe por ser la sede del apóstol
en favor del cual Cristo rogó para que su fe no desfalleciese. España
es la Esperanza o Fortaleza porque, conquistada para Cristo por Santiago, heredó
el ímpetu y ardor de este apóstol, a quien Sto. Tomás de
Aquino, en su comentario al evangelio de S. Mateo, llama el principal luchador
contra los enemigos de Dios. Francia es la heredera del apóstol de la
Caridad (cf. J. Meinvielle, Hacia la Cristiandad, Adsum, Buenos Aires 1940,
54-55).
Sin embargo, agrega Meinvielle, es preciso aludir también al papel de
Alemania, que representa la Voluntad, el brazo secular, la espada al servicio
de la Iglesia, como lo mostró con Otón el Grande y S. Enrique
(cf. ibid. 69). Podríamos asimismo incluir en este listado de naciones
que influyeron particularmente en la construcción de la Cristiandad a
las Islas Británicas, sobre todo por el papel cumplido por la poética
Irlanda, de donde partieron numerosísimos monjes para misionar el entero
continente europeo. Y por qué no a la naciente Rusia, hija de los terribles
vikingos, convertida en la persona de su príncipe S. Vladimir, quien
se bautizó con su pueblo en el Dnieper, el río que baña
a Kiev, su capital, aportando a la comunidad de naciones cristianas el amor
a la Belleza –filocalia–, que según las crónicas había
sido para ese pueblo la razón inmediata de su conversión. Por
desgracia el cisma, ya próximo, dañaría sensiblemente su
pertenencia al gran edificio de la Cristiandad europea.
G. Walsh ha sintetizado con perspicacia las diversas vertientes históricas
que confluyeron en el Medioevo. Ante todo el logos griego, primero sospechado,
como dijimos, pero luego asumido, principalmente por obra de los Padres de la
Escuela de Alejandría. Luego el foro romano, que estuvo también
al comienzo distanciado del cristianismo, al que persiguió cruelmente,
para luego convertirse en la persona de Constantino, y ofrecer a la expansión
de la Iglesia toda su infraestructura. En tercer lugar la fuerza germana, que
primero trajo la sangre con las invasiones, pero ulteriormente, gracias a la
conversión de sus pueblos, produjo un S. Benito, un S. Isidoro, un S.
Beda, y políticamente un Carlomagno y luego un Otón. Finalmente
la fantasía céltica, inicialmente caracterizada por la pereza
y la desidia, pero que luego se puso en movimiento con S. Patricio y los monjes
irlandeses, esa fantasía que crearía el ideal de la búsqueda
del Grial, y que aportaría al Occidente su cuota de humor y el espíritu
caballeresco. La Edad Media sería así una síntesis de la
gracia con la sabiduría helénica, la eficiencia romana, la fuerza
teutónica y la imaginación céltica. (cf. G. Walsh, Humanismo
Medieval, La Espiga de Oro, Buenos Aires, 1943, 27-65).
III.
Los siglos propiamente medievales
Decimos «siglos
propiamente medievales» porque casi todo lo que hemos tratado hasta ahora
puede ser incluido en lo que hemos llamado la preparación, la gestación
del Medioevo.
¿Qué siglos abarca el Medioevo propiamente dicho? Para varios
historiadores la Edad Media comenzó con las Grandes Invasiones de los
bárbaros, es decir, a comienzos del siglo V, y terminó con la
toma de Constantinopla por parte de los turcos en 1453. Pero, según bien
observa Daniel-Rops, ello implicaría englobar un milenio que comprende
fases demasiado diferentes entre sí como para constituir un bloque histórico.
Casi por instinto, nos sentimos inclinados a establecer en ese largo período
evidentes distinciones. Cuando pensamos en las obras maestras del arte medieval,
por ejemplo, solemos referirnos a la parte central de dicho período,
que va desde mediados del siglo XI a mediados del siglo XIV. Cuando, por el
contrario, evocamos «la noche de la Edad Media II pensamos en la época
de descomposición que siguió a Carlomagno.
Si consideramos, pues, con ecuanimidad aquel presunto milenio de la «Edad
Media», advertiremos en él tres períodos bien diferenciados
entre sí: la época de preparación, los siglos de plenitud,
y el deslizamiento hacia la decadencia. El primero es el de los tiempos bárbaros,
el tercero coincide con la segunda mitad del siglo XIV y comienzos del XV. Daniel-Rops
prefiere, y a nosotros nos parece muy justo, circunscribir lo que propiamente
fue la Edad Media a la parte central de aquel milenario proceso, restringiéndola
a los tres primeros siglos del segundo milenio, en que la historia alcanzó
una de sus cumbres. Y al titular su libro sobre la Edad Media La Iglesia de
la Catedral y de la Cruzada, el autor quiso caracterizar a dicha época
por sus dos realizaciones más notables.
Pero el mismo Daniel-Rops señala una ulterior especificación.
En el interior de ese período más esplendoroso también
son advertibles diversos momentos. Al comienzo, en la segunda mitad del siglo
XI, la Cristiandad fue tomando conciencia del sentido preparatorio que habían
tenido los esfuerzos realizados anteriormente; prodújose luego el despliegue
del siglo XII, sólido, sobrio y vigoroso; y finalmente se alcanzó
el culmen, en el siglo XIII, la época de la erección de las grandes
Catedrales, de la Suma Teológica de Sto. Tomás y del apogeo del
Papado. Las diferencias entre esos tres momentos son reales, y a veces los estudiosos
los han opuesto entre sí, o se han preguntado cuál de ellos fue
el más fecundo, si el siglo XII o el siglo XIII, si el siglo de S. Bernardo
o el de S. Francisco, si el siglo del románico o del gótico. A
juicio del historiador francés, dichas diferencias no prevalecen sobre
la unidad de fondo. Por lo que juzga preferible atender más a lo que
aúna esos momentos diferentes, a lo que mancomunó a los hombres
durante aquellos tres siglos en una misma y grandiosa cosmovisión, en
la adopción de los mismos principios, las mismas certezas, y las mismas
esperanzas (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 12-13).
Con todo, la generalidad de los autores coinciden en ver en el siglo XIII el
siglo de oro medieval. O. Dawson, por ejemplo, sostiene que nunca ha existido
una época en la cual el cristianismo haya alcanzado una expresión
cultural tan perfecta como en aquel siglo. Europa no ha contemplado un santo
más notable que S. Francisco, un teólogo superior a Sto. Tomás,
un poeta más inspirado que Dante, un rey más excelso que S. Luis.
Es evidente que hubo en aquel siglo grandes miserias. Pero no lo es menos que
en aquel entonces, en mayor grado que en ningún otro periodo histórico
de la civilización occidental, la cultura europea y la religión
católica realizaron una simbiosis admirable; las expresiones más
altas de la cultura medieval, sea en el campo del arte, como de la literatura
o de la filosofía, fueron religiosas, y los representantes más
eximios de la religión en aquel tiempo fueron también los dirigentes
de la cultura medieval (cf. C. Dawson, Ensayos acerca. de la Edad Media... 218-219).
Algo semejante sostiene H. Belloc. En su opinión, el siglo XIII fundó
una concepción del Estado que parecía inconmovible. Toda la sociedad
se ordenaba de manera armónica, cada hombre se sentía en su lugar,
la riqueza asumía una función menos odiosa e incluso noble, la
propiedad estaba bien dividida, y los trabajadores se veían protegidos
por las garantías que les acordaban las corporaciones y las costumbres.
«El siglo XIII –concluye– fue el tipo de nuestra sociedad
hacia el cual los hombres después de sus últimos fracasos han
vuelto la mirada y al que después de todos nuestros errores y desastres
modernos tenemos que recurrir otra vez» (H. Belloc, La crisis de nuestra
civilización... 89-90).
Refiriéndose más concretamente a Francia escribe G. Cohen: «No
terminará jamás nuestra exaltación frente a la catedral
ni terminaremos jamás de dar gracias por ellas al siglo de San Luis,
al gran siglo, al siglo XIII» (La gran claridad de la Edad Media, Huemul,
Buenos Aires, 1965, 120).
IV. Notas características de la
Cristiandad medieval
Podemos señalar
cuatro notas que especifican la Cristiandad de la Edad Media, y la contradistinguen
de otros períodos de la historia.
1.
Centralidad de la fe
La sociedad medieval,
a pesar de la clara distribución de sus estamentos, de que hablaremos
en otra conferencia, constituyó un logrado esfuerzo por integrar todas
las clases de la sociedad en la unidad de una sola fe. Lo que creía el
aldeano, el mendigo y hasta el criminal, era lo que creía el Emperador
y el Papa. Precisamente en esto se funda el comunista italiano Antonio Gramsci
para explicar por qué la Iglesia logró formar en la Edad Media
lo que él llama «un bloque histórico»: aquello que
creía Sto. Tomás era lo mismo que creía la viejita analfabeta,
a pesar del diverso nivel de penetración en el contenido doctrinal. El
lenguaje común de la fe, aprendido en el catecismo, colocaba al noble,
al aldeano y al artesano en idéntica relación con Dios; y era
dicho lenguaje el que estaba en el origen de la ciencia, del arte, de la música
y de la poesía. Desde el sacramento del matrimonio hasta la consagración
del Emperador, la vida social estaba impregnada de espíritu religioso.
La fe era el centro de todo. Daniel-Rops ha explicitado esta afirmación
tan escueta. Si se trataba de la organización política, dice,
ésta era, en su sustancia, absolutamente inescindible de la fe cristiana.
¿Sobre qué reposaba, en efecto, el vínculo feudal que unía
al siervo con su señor sino sobre una fórmula religiosa, sobre
un juramento pronunciado sobre el Evangelio? ¿Quién confería
al Emperador ya los Reyes su carácter de vicarios de Dios sobre la tierra
en lo que atañe al orden temporal, sino la consagración litúrgica?
Y si se trataba de la vida social, era en última instancia el Cristianismo
quien asignaba a cada uno de los estratos de la sociedad su papel en la prosecución
del bien común, así como el que proclamaba las exigencias de la
justicia en la relación entre artesanos y aprendices, entre señores
y aldeanos.
La misma actividad económica no era independiente de la enseñanza
de la Iglesia, en su condena de la especulación y la usura, y en el ejercicio
de lo que se dio en llamar «el justo precio».
Asimismo en el orden doméstico fue la Iglesia la que estableció
firmemente el valor sacramental de la familia, fundamento de la fecundidad,
el mutuo amor y la indisolubilidad del matrimonio.
Y precisamente por ser católica, es decir, universal, la Iglesia despertó
también en la sociedad esa ansia de expansión que tanto caracterizó
a la Edad Media, tal cual se manifestó no sólo en el impulso apostólico
y misionero de las Ordenes Mendicantes sino también, y sobre todo, en
aquella epopeya, única en su género, y sostenida durante casi
dos siglos, que fue la Cruzada.
La fe constituyó asimismo el basamento de la actividad intelectual, de
la filosofía y del arte. Como dijo S. Bernardo, «desde que el Verbo
se hizo carne y habitó entre nosotros, habita también en nuestra
memoria y en nuestro pensamiento» (cf. Daniel-Rops. La Iglesia de la Catedral
y de la Cruzada, 98-99).
Por supuesto que en la Edad Media se cometieron graves pecados, pero quienes
así obraban tenían, indudablemente, el sentido del pecado, sabían
que ofendían a Dios. Entre los relatos de la época se incluye
el caso de aquel Caballero del Barrilito que, cuando ya no pudo más de
blasfemias y de crímenes, se fue a buscar a un ermitaño y recibió
por penitencia la orden de llenar de agua un pequeño barril; durante
semanas y semanas trató de llevar a cabo aquella orden, tan fácil,
en apariencia, pero era en vano. Cuantas veces sumergía el recipiente
en algún arroyo, inmediatamente se vaciaba. Sólo el día
en que el verdadero arrepentimiento hizo que cayera una lágrima de sus
ojos, el barrilito se llenó hasta desbordar. Ese sentido del pecado que
encaminaba al confesionario a los penitentes, era el mismo que lanzaba por los
caminos de la peregrinación a incontables arrepentidos, y que suministraba
a los trabajos de las catedrales numerosos obreros voluntarios que buscaban
así la purgación de sus faltas. La sociedad medieval fue, pues,
una sociedad anclada en la fe, teocéntrica, que hizo suya la enseñanza
de S. Agustín acerca de lo que debe ser una ciudad católica, fundada
en el primado de Dios sobre todo lo que es terrenal. Aquellos hombres, escribe
Dawson, «no tenían fe en sí mismos ni en las posibilidades
del esfuerzo humano, sino que ponían su confianza en algo más
que la civilización, en algo fuera de la historia» (Así
se hizo Europa ... 12). El fin último de la existencia era suprahistórico,
la contemplación de Dios después de la muerte, la visión
beatífica.
P. L. Landsberg lo expresa de otra manera: La vida del hombre medieval, afirma,
estaba totalmente determinada en su estilo por una idea clara acerca del sentido
de la vida, ese sentido cuya desaparición hace la desgracia del mundo
moderno; o, en expresión de Guardini, por el primado del «logos»
sobre el «ethos», el primado del ser sobre el devenir (cf. P. L.
Landsberg, La Edad Media y nosotros, Revista de Occidente, Madrid, 1925, 43.48).
Es esta centralidad de la fe lo que explica el rechazo generalizado y casi instintivo
de la herejía. Aquellos cristianos medievales no podían soportar
las blasfemias de los herejes. Y no sólo por lo que ellas tienen de ofensa
a Dios, sino también, aunque secundariamente, por sus consecuencias en
el orden temporal. Dado que el entero régimen sociopolítico descansaba
sobre la fe, la herejía, más allá de ser un pecado religioso,
aparecía igualmente como un atentado contra la sociedad. Cuando los Albigenses,
por ejemplo, condenaban la licitud del juramento, estaban vulnerando los soportes
mismos de la arquitectura social del Medioevo, que reposaba precisamente sobre
la firmeza de aquél.
Por cierto que no era el Estado quien tenía la misión de pronunciarse
sobre las verdades de la fe y los errores de las herejías sino las autoridades
de la Iglesia, en lo que estaban de acuerdo el poder espiritual y el poder temporal.
Así fue como se creó el tribunal de la Inquisición. Hoy
el común de la gente se escandaliza de que haya existido una institución
semejante. Sobre ella habría mucho que decir, pero contentémonos
aquí con recordar lo que asevera Daniel-Rops, es a saber, que para comprenderla
se requiere ponerse en la perspectiva de la época, cuando la sociedad
aceptaba como obvio lo que Sto. Tomás enseñaba desde la cátedra:
«Mucho más grave es corromper la fe, que es la vida del alma, que
falsificar la moneda, que sirve para la vida temporal» (Summa Theologica,
II-II, 11,3,c.). Y por aquel entonces los gobiernos castigaban severamente a
los falsificadores de moneda (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de
la Cruzada... 678-679).
2.
Predominio del símbolo
En un excelente
curso que el Dr. Félix Lamas dictara sobre la Cristiandad, se dice que
la historia ha conocido tres sistemas explicativos de la arquitectura social.
Existieron, ante todo, sociedades fundadas en el mito, es decir, que hacían
depender de talo cual mito sus valoraciones fundamentales, su concepción
de la vida del hombre y de su historia. Ello acaeció –y de algún
modo sigue acaeciendo– sobre todo en Oriente, particularmente en la India.
Seria injusto despreciar lisa y llanamente tales sociedades. Con frecuencia
esos mitos fundacionales, a pesar de los errores que incluyen, no carecen de
grandeza y armonía, constituyendo verdaderos sistemas poético-religiosos.
Señala Lamas que posiblemente dicha dignidad sea explicable por la proximidad
geográfica de aquellas regiones con el territorio en que tuvo lugar la
revelación primitiva, y de donde partió luego la dispersión
de los pueblos.
Están, asimismo, las sociedades fundadas en la razón. La primera
de ellas apareció quizás con Aristóteles, cuya enseñanza
determinó en Grecia el triunfo de la razón sobre el mito. Asimismo
el Imperio Romano fue una sociedad racional –que no hay que confundir
con «racionalista»– ya que allí la razón se
encarnó en la organización social. De ahí que el triunfo
de la Roma imperial y universalista significase la victoria política
de la razón, que al triunfar socialmente sobre el mito fue preparando
a los pueblos para recibir el misterio.
Lo racional que vence a lo mítico entraña un auténtico
progreso. Porque el mito es estático, no evoluciona; en cambio la razón,
por tener que estar atenta a las mutaciones de lo real, implica posibilidad
de desarrollo, de profundización. El racionalismo, en cambio, en cuanto
rebelión de la razón contra el misterio, significa un retroceso.
Finalmente hay sociedades fundadas en el misterio. Siendo éste la explicitación
más rica de lo real, de la verdad revelada, las sociedades que en él
se basan serán más perfectas. Históricamente la primera
sociedad que encarnó el misterio en su tejido social fue la judía.
Dios se manifestó al pueblo que había escogido, estableciendo
con él una alianza sobre la base de esa revelación mistérica.
Es asimismo una sociedad de este género la islámica, si bien en
ella lo mistérico se mezcla con lo mítico. Nos queda –y
acá arribamos al tema de nuestro especial interés– la sociedad
fundada sobre el misterio plenario, la Cristiandad. Pero, como bien concluye
Lamas su agudo análisis, dicha sociedad no dejó de lado la razón,
sino que entabló un diálogo fecundo entre el misterio y la razón,
buscando su armonía. Y, podríamos agregar nosotros, en cierta
manera asumió también lo valedero que palpitaba en los antiguos
mitos, acogiendo a veces su vocabulario, despegado, como es obvio, de los errores
que podía encubrir.
Como el misterio está inextricablemente unido con el ámbito cultual,
puédese afirmar que la civilización medieval fue, esencialmente,
una civilización litúrgica, en el sentido lato del término,
una civilización del gesto y del símbolo.
Sobre este tema nos ha dejado H. Huizinga reflexiones inspiradas*. El pensamiento
simbólico, dice, se presenta como una continua transfusión del
sentimiento de la majestad y la eternidad divinas a todo lo perceptible y concebible,
impidiendo que se extinga el fuego del sentido místico de la vida e impregnando
la representación de todas las cosas con consideraciones estéticas
y éticas. En un mundo semejante cada piedra preciosa brilla con el esplendor
de toda una cosmovisión valorativa. Vívese en una verdadera polifonía
del pensamiento, en un armonioso acorde de símbolos. El trabajo del humilde
artesano se convierte en el eco de la eterna generación y encarnación
del Verbo. Entre el amor terrenal y el divino corren los hilos del contacto
simbólico**.
*Si bien Huizinga, holandés protestante, a nuestro juicio no siempre
ha captado bien el espíritu de la Edad Media, sin embargo su honestidad
intelectual le ha permitido saborear algunos de sus valores.
**Cf. H. Huizinga, El otoño de la Edad Media, Revista de Occidente, Madrid,
1967, 317-322. Para una comprensión más acabada de este tema,
nos parece fundamental la lectura de A. K. Coomaraswamy, La filosofía
cristiana y oriental del arte, Taurus, Madrid, 1980, donde el autor ceilandés,
analizando las culturas tradicionales, señala que es propio de ellas
el conferir sentido simbólico aun a los utensilios profanos. Sus casas,
vestidos y vehículos eran más lo que significaban que lo que eran
en sí. Cf. mi extenso comentario a dicho magnífico libro en «Mikael»
27 (1981) 101-110.
En la misma línea Guardini ha dejado escrito: «El hombre medieval
ve símbolos por doquier. Para él la existencia no está
hecha de elementos, energías y leyes, sino de formas. Las formas se significan
a sí mismas, pero por encima de sí indican algo diverso, más
alto, y, en fin, la excelsitud en sí misma, Dios y las cosas eternas.
Por eso toda forma se convierte en un símbolo y dirige las miradas hacia
lo que la supera. Se podría decir, y más exactamente, que proviene
de algo más alto, que está por encima de ella. Estos símbolos
se encuentran por todas partes: en el culto y en el arte, en las costumbres
populares y en la vida social... Según la representación tradicional,
el mundo todo tenía su arquetipo en el Logos. Cada una de sus partes
realizaba un aspecto particular de ese arquetipo. Los varios símbolos
particulares estaban en relación unos con otros y formaban un orden ricamente
articulado. Los ángeles y los santos en la eternidad, los astros en el
espacio cósmico, las cosas en la naturaleza sobre la tierra, el hombre
y su estructura interior, y los estamentos y las funciones diversas de la sociedad
humana, todo esto aparecía como un tejido de símbolos que tenían
un significado eterno. Un orden igualmente simbólico dominaba las diferentes
fases de la historia, que transcurre entre el auténtico comienzo de la
creación y el otro tan auténtico fin del juicio. Los actos singulares
de este drama, las épocas de la historia, estaban en recíproca
relación, e incluso en el interior de cada época, cada acontecimiento
tenía un sentido» (R. Guardini, La fine dell’epoca moderna,
Brescia, Morcelliana, 1954, 31-32.38ss).
Por eso la sociedad medieval sintió la necesidad de expresarse poéticamente,
como lo hizo en sus grandes Sumas: la Teológica de Sto. Tomás,
la Lírica de Dante, la Edilicia de las catedrales... Bien dice R. Pernoud,
que a diferencia de los modernos, que ven en la poesía un capricho, una
suerte de evasión, y en el poeta un bohemio, un bicho raro, la gente
de la Edad Media consideró la poesía como una forma corriente
de expresión, como parte de su vida, algo tan natural como las necesidades
materiales. Para ellos el poeta era el hombre normal, más completo que
el incapaz de creación artística (cf. R. Pernoud, Lumière
du Moyen Âge, Grasset, París, 1981, 250-251).
3.
Sociedad arquitectónica
La respublica christiana
de la Edad Media era un cuerpo de comunidades que, partiendo de la familia,
pasaba por las corporaciones de oficios, defendidas ambas por los caballeros
de espada, y culminaba en la monarquía, reflejo de la monarquía
divina, que confería unidad al conjunto del organismo social, sin herir
sus legítimas pluralidades. Señala Landsberg que la clave que
explica esta visión arquitectónica, tan propia del Medioevo, es
la creencia de que el mundo es un cosmos, un todo concertado con arreglo a un
plan, un conjunto que se mueve serenamente según leyes y ordenaciones
eternas, las cuales, nacidas del primer principio que es Dios, tienen también
en Dios su referencia final. Cuando Sto. Tomás, el espíritu más
grande de los que plasmaron la idea medieval del mundo, quiso definir el propósito
de la filosofía, dijo que su finalidad consistía ut in anima describatur
totus ordo universi et causarum eius (que en el alma se inscriba todo el orden
del universo y de sus causas). El alma era considerada cual un microcosmos,
y el orden del alma, un reflejo del orden del universo.
Abundemos en esta idea tan rica. Dios es uno. Y al crear no puede no reflejarse
en su obra. Por eso el mundo, que proviene del Dios uno, es en su conjunto –macrocrosmos
y microcosmos– no sólo una unidad sino también un universo,
es decir, algo que se dirige hacia la unidad (versus unum). En la concepción
medieval, fuera de Dios no había cosa alguna que fuese un fin último
en sí misma. Cada cosa servía a otra más alta. Así
el mundo de los elementos inanimados, junto con el de las plantas y animales,
servía al hombre. A su vez, dentro del hombre, lo inferior servía
a lo superior: por ejemplo la sensibilidad al entendimiento, los instintos a
la razón. En el campo social existía asimismo una jerarquía
duradera y sólida hecha de señoríos y servidumbres. Finalmente,
la naturaleza toda, comprendidos el hombre, el animal y el ángel, servía
a la glorificación del Ser Supremo que los había creado a ellos
ya su orden, los conservaba y los guiaba. Todos los seres glorificaban a Dios
por su mera existencia y esencia, ya que en ellos se reflejaba la suma bondad.
Pero, al mismo tiempo, las criaturas dotadas de razón tendían
a Dios como a fin último de un modo especial, pues podían encaminar
su vida hacia El por libre decisión y alcanzarlo con conocimiento amoroso
(cf. P. L. Landsberg, La Edad Media y nosotros... 18-26).
Concluye Landsberg observando cómo en Sto. Tomás, que ha compendiado
bien esta actitud del hombre medieval, la metafísica no sólo fundamenta
la historia, la ética y la política, sino que las incluye dentro
de si. La vida del hombre es vivida y conocida primariamente en conexiones metafísicas
y desde puntos de vista metafísicos. Es ésta una nota esencial
que distingue el pensamiento y sentido modernos de los de la Edad Media. Esquematizando,
se podría decir: el pensamiento moderno es histórico, el medieval
es metafísico.
El genial escritor inglés C. S. Lewis, que ha reunido en un libro varias
conferencias suyas pronunciadas en Oxford sobre lo que llama «el Modelo
medieval», afirma que en contraposición con nuestra mentalidad,
para la cual la tierra es «todo», en la concepción medieval
la tierra era «pequeña». Toda ella se subordinaba al mundo
angélico, dispuesto jerárquicamente en nueve coros, según
la enseñanza de Dionisio, y el mundo angélico se subordinaba a
Dios. En sentido inverso, la luz venía de lo alto, de Dios, pasaba por
los coros angélicos y llegaba a la tierra. Una suerte de escala de Jacob,
que va de la tierra al cielo y del cielo a la tierra. En el pensamiento moderno,
que es evolucionista, el hombre ocupa la cima de una escalera cuyo pie se pierde
en la oscuridad; en el mundo medieval ocupaba el pie de una escalera cuya cima
era invisible a causa de la abundancia de la luz (cf. C. S. Lewis, La imagen
del mundo... 74 s. 54 s).
El orden medieval era, pues, arquitectónico, una gran catedral. Cada
cual sabía que allí donde Dios le había colocado en la
tierra, tenía una tarea definida que cumplir, con vistas a un fin perfectamente
claro, en la certeza de estar colaborando en una obra que lo superaba. Como
se expresa tan garbosamente Huizinga: «El hombre medieval piensa dentro
de la vida diaria en las mismas formas que dentro de su teología. La
base es en una y otra esfera el idealismo arquitectónico que la Escolástica
llama realismo: la necesidad de aislar cada conocimiento y de prestarle como
entidad especial una forma propia, de conectarle con otros en asociaciones jerárquicas
y de levantar con éstas templos y catedrales, como un niño que
juega al arquitecto con pequeñas piezas de madera» (El otoño
de la Edad Media... 356).
La Cristiandad fue, así, un tejido de símbolos y de armonías
sintetizadoras: el Imperio, símbolo de la universalidad en el campo político;
la Iglesia, símbolo de la vocación de unidad salvífica
en el ámbito religioso; las grandes Sumas Teológicas y Filosóficas,
símbolos de la síntesis lograda en el nivel del pensamiento; la
Catedral, con sus agujas apuntando hacia Dios, como toda la sociedad medieval,
símbolo de la unidad artística, subordinando a sí la escultura,
la pintura, los vitrales y la música; la organización corporativa
de los oficios, donde aún no se había iniciado el antagonismo
entre capital y trabajo, símbolo de la unidad en el campo económico
y social.
El P. Meinvielle ha creído encontrar un compendio luminoso del espíritu
arquitectónico y finalista que caracterizó a la Edad Media en
aquella frase del Apóstol: «Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo;
Cristo es de Dios» (1 Cor 3,22-23). Un orden inferior, el de la multiplicidad,
en que la multitud del macrocosmos se unifica en el microcosmos que es el hombre
(«todo es vuestro»); un orden mediador, que se concentra en Jesucristo
(«vosotros sois de Cristo»); un orden final, el de la perfecta consumación
(«Cristo es de Dios»). La llave de esta admirable catedral es Jesucristo,
el cual, siendo Dios, se hizo hombre, y desde abajo arrastró hacia Dios
a todas las cosas que habían salido de su mano creadora. El es la recapitulación
del universo (cf. J. Meinvielle, Hacia la Cristiandad... 9-11).
4. Época juvenil
La Edad Media fue una época de exuberancia. Lo fue, ante todo, desde
el punto de vista demográfico, ya que experimentó un permanente
y nunca detenido incremento de población. Pero lo fue también
por el empuje de su gente, contrariamente a lo que muchos creen. A este respecto
señala Calderón Bouchet que frecuentemente se piensa en la Cristiandad
como si hubiese estado dominada por una especie de quedantismo o platonismo
ejemplarista, decididamente opuesto a la menor veleidad de cambio. Nada más
ajeno a la realidad de ese período histórico. «La imagen
de un orden fijo e inamovible viene sugerida por el carácter paradigmático
y eterno del objeto del saber teológico y la visión teocéntrica
del mundo inspirada por su cultura. La vida medieval conoció un fin y
una tendencia inspiradora única: el Reino de Dios, pero ¡cuánta
diversidad y qué riqueza en los movimientos accidentales para lograrlo!»
(Apogeo de la ciudad cristiana... 253).
La Edad Media estuvo acuciada por un fecundo pathos. Fue una época juvenil,
aventurera, que quiso gozar de la vida; sus hombres sabían divertirse,
jugar y soñar.
No deja de ser sintomático que
en los tratados de moral de aquel tiempo, encontremos enumerados ocho pecados
capitales, en lugar de los siete conocidos. ¿Y cuál es el octavo?
Nada menos que la tristeza, tristitia. El
hombre medieval era capaz de gozar porque estaba anclado en la esperanza. Sabía
que si el pecado lo podía perder, la Redención lo salvaba. Bien
escribe Drieu la Rochelle: «No es a pesar del cristianismo, sino a través
del cristianismo que se manifiesta abierta y plenamente esta alegría
de vivir, esta alegría de tener un cuerpo, de tener un alma en ese cuerpo...,
esta alegría de ser» (Cit. en R. Pernoud, Lumière
du Moyen Âge, 116).
La Edad Media llevó muy adelante el sentido del humor. Aquellos hombres
tenían el sentido del ridículo y en todo era posible que hallasen
motivo de gracejo. Expresiones de dicho humor se las encuentra en los lugares
más inesperados, por ejemplo en las sillas de coro de las iglesias, donde
a veces el artesano reprodujo imágenes de canónigos representados
con rasgos grotescos o posturas ridículas. Nada escapó a esta
tendencia, ni siquiera lo que aquella época juzgaba como más respetable.
Los dibujos y miniaturas que han llegado hasta nosotros revelan una simpática
malicia e ironía. Evidentemente, esos hombres sabían mezclar la
sonrisa con las preocupaciones más austeras (cf. R. Pernoud, op. cit.,
253-254).
A veces las manifestaciones de alegría no eran tam sanctas. La Edad Media
conoció poetas bastante laxos, por ejemplo los llamados «goliardos»,
chacoteros y mal afamados, pero eruditos a su modo, que reflejaban su manera
de entender la alegría de vivir en propósitos como éste:
«Meum est propositum in taberna mori.
Ut sint vina proxima morientis ori.
Tunc cantabunt lætius angelorum chori:
“Sit Deus propitius huic potatori”».
(Me propongo morir en la taberna / con el vino muy cerca de mi boca. / Entonces
cantarán más alegremente los coros de los ángeles: / «¡Dios
sea clemente con este borracho!’).
A la Edad Media le fue inherente el gozo de la existencia. «En su filosofía,
en su arquitectura, en su manera de vivir –escribe R. Pernoud–,
por doquier estalla una alegría de ser, un poder de afirmación
que vuelve a traer a la memoria aquella expresión zumbona de Luis VII,
al que reprochaban su falta de fasto: ‘Nosotros,
en la corte de Francia, no tenemos sino pan, vino y alegría’.
Palabra magnífica, que resume toda la Edad Media, época en que
se supo apreciar más que en ninguna otra las cosas simples, sanas y gozosas:
el pan, el vino y la alegría» (ibid., 258).
No parece, pues, exagerado afirmar que el sentido del humor constituyó
una de las claves de la Edad Media. Por algo le cupo a Sto. Tomás resucitar
el recuerdo de la virtud de la eutrapelia, casi totalmente olvidada en la época
patrística, rescatándola del rico arsenal ético de Aristóteles,
la virtud del buen humor, de la afabilidad, de la amistad festiva*.
*Hemos analizado esta virtud en el artículo La eutrapelia, «Gladius»
22 (1991) 57-86. Allí señalamos
hasta qué punto la doctrina tomista sobre dicha virtud penetró
el tejido social de la Edad Media, tan erróneamente considerada como
una época triste y aburrida.
Para Daniel-Rops la Edad Media fue la «primavera de la Cristiandad».
Lo que más impresiona en los años que corren de 1050 a 1350 es
su riqueza en hombres y en acontecimientos. Durante aquel lapso de tiempo, grandes
multitudes se lanzaron a la conquista del Santo Sepulcro, así como a
la reconquista de España, ocupada por los moros, se discutieron espinosos
problemas en las Universidades, se escribieron epopeyas y poemas imperecederos,
millones de personas recorrieron las rutas de peregrinación, otros se
internaron por espíritu de aventura o por celo apostólico en el
corazón del Africa o de la lejana Asia... Fue la época de las
iglesias románicas y de las atrevidas naves góticas, de Chartres,
Orvieto, Colonia, Burgos, junto a las cuales se erigieron esas otras catedrales
del espíritu que fueron la mística de S. Bernardo y S. Buenaventura,
la Suma Teológica de Sto. Tomás, las Canciones de Gesta, la Divina
Comedia de Dante y los frescos de Giotto.
Asimismo resulta admirable el florecer de la santidad, con Santos tan diferentes
entre sí como S. Bernardo, S. Domingo, S. Francisco, entre miles; santos
en el campo de la política, como los reyes S. Esteban, S. Luis y S. Fernando;
santos en el ámbito de la cultura, como S. Anselmo, S. Buenaventura y
Sto. Tomás. Se destacaron también notables jefes militares que
acaudillaron huestes aguerridas como Godofredo de Bouillon o el Cid Campeador.
Y en cuanto a los Sumos Pontífices, hay que reconocer que hubo Papas
admirables como Gregorio VII o Inocencio III.
Daniel-Rops cierra su elogio: «Muchos filósofos de la historia,
desde Spengler a Toynbee, piensan que las sociedades humanas obedecen, como
los seres individuales, a una ley cíclica y reversible que les hace atravesar
unos estados análogos a los que, para el ser fisiológico, son
la infancia, la juventud, la edad adulta y la vejez. Y en la medida en que tales
comparaciones son válidas no cabe dudar de que, durante esos tres siglos,
la humanidad cristiana de Occidente conoció la Primavera de la vida,
la juventud, con todo lo que ella implica de vigor creador, de violencia generosa
ya menudo vana, de combatividad, de fe y de grandeza» (Daniel-Rops, La
Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 7-9).