Capítulo I
  Cristiandad y Edad Media
  Hemos titulado esta primera conferencia «Cristiandad y Edad Media». 
  Trataremos de explicar en ella el sentido de ambas palabras, los hitos principales 
  que jalonan su historia y las características de la Cristiandad medieval. 
  
  
  I. Las expresiones «Edad Media» 
  y «Cristiandad» 
  
Siempre es conveniente, 
  antes de entrar en materia, delimitar los términos que se van a emplear. 
  Máxime que en este caso se trata de palabras muy vapuleadas por el uso 
  y no siempre bien entendidas. 
  
1. 
  La «Edad Media» 
  
Bien decía 
  Régine Pernoud, una de las medievalistas más caracterizadas de 
  la actualidad, que no hay casi día en el que no se tenga ocasión 
  de escuchar frases tales como «ya no estamos en la Edad Media», 
  «eso es volver a la Edad Media» o «no tengas mentalidad medieval». 
  Y ello en cualquier circunstancia, ya se quiera sostener las banderas de la 
  liberación femenina, como defender ideas ecológicas, o luchar 
  contra el analfabetismo (¿Qué es la Edad Media?; título 
  original: Pour en finir avec le moyen âge, Magisterio Español, 
  Madrid 1979, 44). 
  Digamos de entrada que la misma denominación de «Edad Media» 
  no tiene propiamente sentido alguno. Tomada en su acepción etimológica, 
  supone una división tripartita del tiempo. Trataríase de una edad 
  «intermedia» entre otras dos edades, una pasada, la Antigüedad 
  clásica. Y otra futura, la Modernidad. Si con eso se quiere decir que, 
  cronológicamente, es como un puente entre una edad que la precede y otra 
  que la sigue, no se afirma con ello absolutamente nada. ¿Qué época 
  no es un paso entre la que la antecede y la que la continúa? En ese sentido 
  toda edad –exceptuadas la que abre la historia y la que la cierra– 
  sería edad «media». Y nosotros mismos, un día, seremos 
  también «medievales» para nuestros sucesores. 
  Pero las cosas no son tan sencillas. Hay en la fórmula una categorización 
  muy determinada, de influjo hegeliano, según parece insinuarlo la división 
  tripartita de la historia, como prejuzgándose que no habrá jamás 
  otros períodos en el devenir histórico. La Edad Media resulta 
  así una edad-víctima, entre otras dos edades, en una posición 
  de evidente inferioridad; ella incluiría varios siglos de tinieblas después 
  de los siglos de luz que fueron los de la antigüedad clásica, y 
  antes de los siglos de plenitud que son los modernos, en continuo progreso hacia 
  una consumación intrahistórica. 
  Según se ve, la denominación de «Media» para designar 
  a la época de la Cristiandad no es ingenua ni inocente. Encierra toda 
  una calificación axiológica. ¿Cómo fue que se la 
  denominó así? El calificativo lo impusieron los humanistas del 
  Renacimiento, que consideraron a esa época como un lapso de mera transición 
  entre dos períodos de gloria. En el entusiasmo que se despertó 
  entre ellos por los valores de la Antigüedad clásica, fueron de 
  una injusticia clamorosa para la época que inmediatamente los precedió. 
  La misma denominación de «gótico», que emplearon para 
  caracterizar auno de los tipos de construcción medieval, no hace sino 
  confirmar dicho menosprecio. Las catedrales del período de oro medieval 
  fueron llamadas «góticas», cosa de salvajes, de godos, de 
  bárbaros. Bien señala Daniel-Rops que como muchos de esos humanistas 
  eran «protestantes» o «protestantizantes», los prejuicios 
  religiosos escoltaban a los criterios estéticos. Menospreciando una época 
  que se había inspirado totalmente en la enseñanza de la Iglesia, 
  lo que en el fondo pretendían era descalificar a la Iglesia Católica 
  (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, Luis de Caralt, Barcelona, 1956, 
  11).
  Calderón Bouchet, en un magnífico libro dedicado a la Edad Media, 
  al que recurriremos frecuentemente, señala que fue la burguesía 
  la que logró imponer esta denominación despectiva. «Dueña 
  del dinero omnipotente, de las plumas venales y las inteligencias laicas, inundó 
  el mercado con una versión de la historia medieval que todavía 
  persiste en el cerebro de todos los analfabetos ilustrados» (Apogeo de 
  la ciudad cristiana, Dictio, Buenos Aires, 1978, 220).
  Tal es la idea que quedó en el vulgo acerca de la Edad Media, idea hoy 
  todavía inculcada en los manuales de historia y fácilmente aceptada 
  por la generalidad. Nos han hecho creer, escribe R. Pernoud, para poner un ejemplo, 
  que todas las mujeres eran entonces como la reina Fredegunda, cuya distracción 
  favorita consistía en atar a sus rivales a la cola de un caballo al galope. 
  «Todo lo cual nos permite tildar unos tres siglos de «tiempos bárbaros», 
  sin más» (¿Qué es la Edad Media?... 87).
  Señala Daniel-Rops que tanto la fórmula «Edad Media» 
  como la idea que contiene, fueron totalmente ignoradas por los hombres de ese 
  tiempo. Nadie creía en aquel entonces que pudieran darse cortes dialécticos 
  o paréntesis en el curso de la historia. El hombre medieval «tenía 
  un sentido de la filiación, de la fidelidad, infinitamente mayor que 
  el hombre moderno, vuelto íntegramente hacia el porvenir, y que admite 
  espontáneamente que una cosa o una institución que aparezca en 
  el futuro valdrá más que su homóloga de la hora presente; 
  en la “Edad Media” sucedía al revés: todo legado del 
  pasado se consideraba respetable y ejemplar. Hasta el siglo XIV, la mayoría 
  de los europeos creyeron así que prolongaban la civilización antigua 
  en lo que ésta tenía de mejor» (La Iglesia de la Catedral 
  y de la Cruzada... 10).
  Algo semejante afirma C. S. Lewis en un notable libro sobre la cosmovisión 
  de la Edad Media. A diferencia del hombre moderno, que cree incuestionablemente 
  en el «progreso indefinido», el hombre de aquella época juzgaba 
  que las cosas habían sido mejores en el pasado que en el presente, sobre 
  la base de que las cosas perfectas son anteriores a las imperfectas. «El 
  amor no es ahora como en la época de Arturo», afirmaba Chrestien 
  de Troyes, autor del siglo XII, en una de sus novelas de caballería. 
  Y sin embargo la literatura que de ese período nos queda no deja la sensación 
  de tristeza, de envidia, ni de pura nostalgia o melancolía. La humildad 
  se veía recompensada con los deleites de la admiración (cf. La 
  imagen del mundo; Introducción a la literatura medieval y renacentista, 
  A. Bosch Ed., Barcelona, 1980, 64-140).
  Algunos autores han llamado la atención sobre un detalle interesante 
  relativo a aquel respeto que el hombre medieval experimentaba por la antigüedad. 
  Era tal su aprecio por ella que releían su propia historia a la luz de 
  los griegos y de los romanos. Cuando Eginardo, por ejemplo, secretario y biógrafo 
  de Carlomagno, intentó describir los rasgos físicos y espirituales 
  del gran Emperador, recurrió con toda naturalidad a la semblanza física 
  y espiritual que Suetonio hiciera de Augusto. Más de una vez Tito Livio 
  y Salustio proporcionaron a los cronistas medievales las frases y colores con 
  que describir un combate caballeresco o una gesta de cruzados. Suetonio y Tácito 
  fueron los modelos de los historiadores cristianos. (Sobre este respecto, cf. 
  C. S. Lewis, op. cit., 133-141).
  Dos reflexiones suscitan estos hechos. Ante todo que no fueron los llamados 
  «renacentistas» quienes volvieron a descubrir la Antigüedad. 
  La Edad Media ya conocía y admiraba los tiempos clásicos. La diferencia 
  es que aquéllos iniciaron un movimiento de retorno a la antigüedad 
  «pagana», mientras que los medievales la asumieron releyéndola 
  a la luz del cristianismo. Y la segunda reflexión: la humildad histórica, 
  que caracterizó a los medievales, estuvo en el origen de su inmensa capacidad 
  creadora; a diferencia de los renacentistas, que se afanaron por «imitar» 
  lo más posible a los antiguos, los medievales, inspirándose en 
  ellos, supieron encontrar acentos de verdadera originalidad.
  La Edad Media fue, incuestionablemente, una época romántica. Por 
  eso, según observa C. Dawson, no resulta extraño que su redescubrimiento, 
  luego del menosprecio renacentista, fuese un logro del romanticismo. Así 
  como el Renacimiento significó el retorno a la antigüedad y el resurgir 
  de la literatura clásica, de manera semejante el movimiento romántico 
  tuvo su primer origen en la vuelta a la Edad Media y en el renacimiento de la 
  literatura medieval. «El redescubrimiento de la Edad Media por los románticos 
  es un acontecimiento de no menor importancia en la historia del pensamiento 
  europeo que el del helenismo que los humanistas llevaron a cabo. Significó 
  una inmensa ampliación de nuestro horizonte intelectual. Para Boileau 
  y otros, la Edad Media constituía simplemente un claro en la historia 
  de la cultura. No tuvieron ojos para la belleza del arte medieval ni oídos 
  para la melodía del verso de la Edad Media. Los románticos restauraron 
  todo esto para la posteridad» (Ensayos acerca de la Edad Media, Aguilar, 
  Madrid, 1960, 251). 
  El romanticismo es objetable desde diversos puntos de vista. Pero al menos posee 
  esto en su haber: el redescubrimiento de la tradición medieval, trovadoresca, 
  aristocrática y caballeresca. 
  
2. 
  La «Cristiandad» 
  
También 
  la expresión «Cristiandad « tiene su historia. El término 
  apareció por primera vez en el sentido que hoy le damos hacia fines del 
  siglo IX, cuando el Papa Juan VIII, ante peligros cada vez más graves 
  y acuciantes, apeló a la conciencia comunitaria que debía caracterizar 
  a los cristianos. Hasta entonces la palabra sólo había sido empleada 
  como sinónimo de «doctrina cristiana» o aplicada al hecho 
  de ser cristiano, pero al superponerle aquel Papa el sentido de comunidad temporal, 
  proyectó la palabra hacia un significado que sería glorioso. 
  Fue, pues, a partir del siglo IX que la palabra entró a integrar el vocabulario 
  corriente. Desde entonces se habló de «la Cristiandad», de 
  los peligros que se cernían sobre ella y de las empresas que alentaba. 
  Ulteriormente, los Papas que se sucedieron en la sede de Pedro, al utilizar 
  dicho vocablo lo enriquecieron con nuevos matices. Gregorio VII introdujo la 
  idea de que la Cristiandad decía relación a determinado territorio 
  en que vivían los cristianos, de modo que había Cristiandad allí 
  donde se reconocía públicamente el Evangelio. Urbano II, al convocar 
  la Cruzada, entendió que unificaba a la Cristiandad en una gran empresa 
  común, orientándola hacia un fin heroico. Pero fue sobre todo 
  Inocencio III quien llevó la idea de Cristiandad a su culminación, 
  al tratar de convertirla en el sinónimo de una suerte de Naciones Unidas, 
  sobre la base del reconocimiento de una misma doctrina y una misma moral (cf. 
  Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 39).
  Como se ve, la palabra y su contenido conocieron una historia enriquecedora. 
  Según Daniel-Rops, la Cristiandad encontraba su fundamento en el bautismo 
  común de quienes la integraban. Donde hubiera bautizados había 
  Cristiandad, o, al menos, el esbozo de una Cristiandad. Los desgarros provocados 
  por los cismas o herejías no prevalecieron sobre esta idea básica, 
  hasta el punto de destruirla. Cuando Bizancio se separó de la Santa Sede, 
  por ejemplo, ello no impidió que los Papas ayudasen a los griegos al 
  verse éstos amenazados por los turcos. Más aún: los grupos 
  tan lejanos de cristianos herejes perdidos en las entrañas del Asia fueron 
  considerados como hermanos por los católicos de Occidente; y así, 
  en su momento, S. Luis entró en tratos, no sólo políticos 
  sino también religiosos, con los mogoles, cristianos nestorianos (ibid. 
  40).
  La Cristiandad quiso heredar, si bien en un nivel más elevado, la unidad 
  del desaparecido Imperio Romano, sobre la base del cristianismo compartido. 
  Lo cual deja entender –y esto es fundamental– que no hay que confundir 
  Cristiandad con Cristianismo. Cristianismo dice relación con la vida 
  personal del cristiano, con la doctrina que éste profesa. Cristiandad 
  tiene una acepción más amplia, con explícita referencia 
  al orden temporal. La Cristiandad es el conjunto de los pueblos que se proponen 
  vivir formalmente de acuerdo con las leyes del Evangelio de que es depositaria 
  la Iglesia. O, en otras palabras, cuando las naciones, en su vida interna y 
  en sus mutuas relaciones, se conforman con la doctrina del Evangelio, enseñada 
  por el Magisterio, en la economía, la política, la moral, el arte, 
  la legislación, tendremos un concierto de pueblos cristianos, o sea una 
  Cristiandad. Para aclarar la idea: en la China actual, dominada por el ideario 
  comunista, hay Cristianismo (porque hay cristianos individuales que viven en 
  el heroísmo de la fidelidad a pesar de la persecución) pero no 
  hay Cristiandad (porque el orden temporal está allí estructurado 
  con prescindencia, o mejor, rechazo de los principios del Evangelio).
  ¿Quién había de regir a la Cristiandad? Desde el punto 
  de vista espiritual, competía a la Iglesia semejante misión. Sin 
  embargo, debemos dejar bien en claro que así como no es lo mismo el Cristianismo 
  que la Cristiandad, tampoco lo son la Iglesia y la Cristiandad. La Iglesia es 
  la depositaria de la doctrina de Cristo y la santificadora del hombre a través 
  de los sacramentos, que comunican la gracia. La Cristiandad es la organización 
  temporal sobre la base de los principios cristianos. Sin la Iglesia, por cierto, 
  no podría existir Cristiandad. En cambio, aunque no haya Cristiandad, 
  no por ello la Iglesia deja de existir. Es fácilmente perceptible el 
  peligro y la tentación de confundir a la Iglesia, sociedad sobrenatural, 
  con la Cristiandad, sociedad temporal iluminada por la doctrina de Cristo. Dicha 
  confusión estuvo en el origen de las grandes luchas doctrinales e incluso 
  políticas que sacudieron a la Edad Media. A ello nos referiremos en su 
  momento. En vez de dejar que cada una obrase en su ámbito propio, surgió 
  la tentación de identificarlas, sea porque los jefes políticos 
  pretendieron manejar a la Iglesia, subordinándola a sus intereses terrenos, 
  sea porque los dirigentes de la Iglesia se inclinaron a salir del plano espiritual 
  para actuar indebidamente en el orden temporal (cf. Daniel-Rops, op. cit., 41-42).
  Cerremos este apartado con una última distinción. Si bien la Edad 
  Media fue una época de Cristiandad, y lo fue por excelencia, es preciso 
  dejar bien en claro que la Cristiandad no se identifica con la Edad Media. La 
  Cristiandad es una vocación permanente de la Iglesia y de los políticos 
  cristianos. No siempre se podrá realizar hic et nunc, por ejemplo en 
  los países comunistas, o incluso en los países liberales, mientras 
  sigan siendo tales. Pero no por ello la Iglesia y los cristianos que actúan 
  en el orden temporal renunciarán definitivamente a dicho ideal. Durante 
  las persecuciones de los primeros siglos, o también en el transcurso 
  de las invasiones de los bárbaros, que duraron décadas, los cristianos 
  y sus jefes espirituales sabían perfectamente, como es obvio, que estaban 
  lejos de vivir en un régimen de Cristiandad y que ese régimen 
  era por aquel entonces irrealizable en lo inmediato. Sin embargo, en medio de 
  las angustias y la sangre derramada, los mejores hombres de aquellos tiempos 
  comenzaron a proyectarla. Fue precisamente en medio del torbellino de los bárbaros 
  invasores que S. Agustín se abocaría a escribir su gran obra De 
  Civitate Dei, donde quedaron esbozados los principios estructurales de lo que, 
  siete siglos después, sería la Cristiandad medieval.
  También hoy la Iglesia, si bien vive en un régimen a-cristiano 
  o, como quería Péguy, post-cristiano, no puede renunciar para 
  siempre al ideal de Cristiandad, que no es otra cosa que la impregnación 
  social de los principios del Evangelio. Y si, por ventura, apareciese una nueva 
  Cristiandad, sería sustancialmente igual a la de la Edad Media, aun cuando 
  accidentalmente diferente, atendiendo, a la diversidad de condiciones que caracteriza 
  a la época actual en comparación con aquélla, tanto en 
  el campo económico como social. Todo lo rescatable deberá ser 
  salvado. Pero el ideal sigue en pie.
  
  II. Raíces y prolegómenos 
  históricos de la Cristiandad
  
Antes de adentrarnos 
  en el análisis mismo de lo que fue la Cristiandad nos convendrá 
  considerar sus orígenes y sus momentos preparatorios. Porque la Cristiandad 
  no apareció como resultado de dos o tres decretos sino que fue la concreción 
  de una aspiración históricamente mantenida y acrecentada a lo 
  largo de varios siglos. Como primera aproximación y en líneas 
  muy generales podemos decir que surgió sobre los cimientos de un imperio 
  pagano de la antigüedad, el greco-romano. Se desarrolló luego gracias 
  a la influencia que sobre aquél ejerció la Iglesia, y ello a lo 
  largo de unos 500 años durante los cuales el catolicismo fue siendo aceptado 
  como la moral y la religión de la naciente Europa. Y no sólo de 
  Europa, ya que la Cristiandad rebasaría los límites del viejo 
  Imperio Romano que la vio nacer, extendiéndose hasta zonas donde nunca 
  había llegado la administración imperial.
  
1. 
  Las raíces greco-latinas
  
Las últimas 
  raíces de la Cristiandad deben ser buscadas en el suelo de la cultura 
  griega y de la civilización latina. La civilización cristiana 
  se erigió sobre la base de la ley romana, y la cultura católica 
  floreció embebida en la sabiduría helénica. La civilización 
  brota principalmente de la vida activa y la cultura de la contemplativa.
  Refirámonos ante todo al aporte griego. Al comienzo, los Padres de la 
  Iglesia mostraron serias vacilaciones en aceptar el contenido del pensamiento 
  heleno, juzgando que con la buena nueva que era el Evangelio ya bastaba y sobraba. 
  Los filósofos griegos eran considerados poco menos que como heraldos 
  del demonio. Pero luego dicho prejuicio comenzó a ceder, y algunos Padres, 
  sobre todo de la Escuela de Alejandría, se abocaron a la tarea de rescatar 
  a Platón, Aristóteles, los trágicos y poetas griegos, poniéndolos 
  al servicio de la doctrina católica. Clemente de Alejandría llegó 
  a afirmar, no sin cierto atrevimiento, que no eran dos los testamentos sino 
  tres, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el Testamento de la filosofía 
  griega (cf. Stromata VI, 17 ss: PG 9, 380 ss). «¿Quién es 
  Platón sino Moisés que habla en griego?» (Stromata I, 22, 
  148: PG 8, 896). De este modo, los Padres de la Iglesia constituyeron una especie 
  de eslabón entre la Grecia clásica y la naciente Europa.
  Pero también el aporte griego llegaría al Occidente medieval por 
  intermedio del influjo de Bizancio. Los pueblos jóvenes y semibárbaros 
  de Europa nunca dejaron de contemplar con respeto y admiración el Imperio 
  de Oriente, al que consideraban heredero y depositario no sólo del Imperio 
  Romano sino también de la cultura antigua. El prestigio que Constantinopla 
  ejerció sobre la Europa medieval fue realmente extraordinario. Muchos 
  de los elementos arquitectónicos de Bizancio se incorporarían 
  a las iglesias románicas, y tanto los mosaicos y tapices, como los esmaltes 
  y marfiles de dicha procedencia, serían considerados por los occidentales 
  como la expresión misma de la belleza.
  Por otra parte, el aporte romano. Los cristianos no pudieron dejar de leer sin 
  emoción aquel texto profético de Virgilio, donde el poeta de la 
  romanidad, inspirándose en el mito de las cuatro épocas, creado 
  por Hesíodo, tras decir que, transcurrida la edad de oro, en que los 
  hombres vivieron al modo de los dioses, así como la de plata, que fue 
  la del aprendizaje del cultivo de la tierra, y la de bronce, dominada por la 
  raza de los guerreros, se había llegado a la edad de hierro, en que los 
  hombres sólo se complacían en el mal, preanunciaba en su IVª 
  Egloga la anhelada salvación: «He aquí que renace, en su 
  integridad, el gran orden de los siglos; he aquí que vuelve la Virgen, 
  que vuelve el reinado de Saturno, y que una nueva generación desciende 
  de las alturas del cielo. Un niño va a poner fin a la raza de hierro 
  ya traer la raza de oro.
  Nacerá bajo el consulado de Polion. Este niño recibirá 
  una vida divina y verá a los héroes mezclados con los dioses y 
  se le verá con ellos; y gobernará el globo pacificado por las 
  virtudes de su padre»*. En correspondencia con la profecía de la 
  famosa Sibila de Cumas, Virgilio había vaticinado una nueva era, un retorno 
  a la edad primordial. Éste es el Virgilio que los romanos transmitieron 
  a los cristianos, el profeta de Cristo. Dante no se equivocaría al escogerlo 
  como guía hasta el umbral del Paraíso, es decir, hasta el umbral 
  donde reina la Gracia. 
  *Puede verse el texto completo de la Egloga, en su original latino y en su versión 
  castellana de Carlos A. Sáenz, en «Gladius» 4 (1985) 34-37. 
  
  He ahí uno de los aportes de Roma. Pero no fue el único. También 
  le ofrendó la llamada «pax romana», tan alabada por S. Pablo. 
  Gracias a la vigencia de la misma, el Evangelio estuvo en condiciones de viajar 
  por las magníficas vías del Imperio, y en todas partes, desde 
  Siria hasta España, los apóstoles de Cristo pudieron recurrir 
  a una sola ley y hacerse entender en una sola lengua. Era como si Dios, en sus 
  inescrutables designios, hubiera ampliado las fronteras del Imperio a fin de 
  disponer una vasta cuna para el cristianismo naciente. S. León Magno 
  lo expresó de manera explícita: «Para extender por el mundo 
  entero todos los efectos de gracia tan inefable, preparó la Divina Providencia 
  el imperio romano, que de tal modo extendió sus fronteras, que asoció 
  a sí las gentes de todo el orbe. De este modo halló la predicación 
  general fácil acceso a todos los pueblos unidos por el régimen 
  de una misma ciudad» (Hom. en la fiesta de los Stos. Apóstoles 
  Pedro y Pablo, en San León Magno, Homilías sobre el año 
  litúrgico, BAC, Madrid, 1969, 355). 
  Un día este Imperio abrazaría el cristianismo. Belloc llega a 
  decir que la conversión del Imperio a la Fe no fue un episodio entre 
  otros grandes episodios de la historia, ni un capítulo más de 
  la misma. Fue la Cosa Determinante, una nueva creación, en grado y en 
  calidad, e incluso «el acontecimiento más importante en la historia 
  del mundo» (cf. H. Belloc, La crisis de nuestra civilización, Sudamericana, 
  Buenos Aires, 1966, 33 y 77). 
  
2. 
  Las invasiones bárbaras
  
Aprovechando la 
  senilidad y el resquebrajamiento del Imperio Romano, en el siglo V diversos 
  grupos comenzaron a infiltrarse, en algunos casos, en el mismo, o a invadir, 
  en otros, las diversas regiones desguarnecidas que lo integraban. La mayor parte 
  de ellos eran cristianos, si bien herejes, ya que adherían por lo general 
  al arrianismo. Culturalmente primitivos, veían en el cristianismo no 
  sólo la religión del Imperio Romano, sino también «el 
  orden latino» con toda su herencia de derecho y de civilización. 
  No deja ello de ser curioso, ya que para los mismos romanos el cristianismo 
  era relativamente un recién llegado. Procedía del oriente helénico, 
  su lengua madre era el griego y su explicitación teológica había 
  sido principalmente obra de los Padres y Concilios orientales. 
  ¿Cuál sería el resultado de semejante invasión? 
  ¿Acabarían los bárbaros con los restos del Imperio o se 
  asimilarían a él? El que mejor vio en medio de esta baraúnda 
  fue San Agustín, uno de los más grandes genios del cristianismo, 
  quien dejaría una huella indeleble en el pensamiento medieval. Cuando 
  casi todos perdían la cabeza ante la desgracia generalizada, cuando el 
  viril S. Jerónimo no podía contener su llanto al enterarse del 
  saqueo de Roma, cuando los bárbaros se lanzaban incontenibles a la invasión 
  del Africa cristiana, e incluso cuando su propia sede de Hipona se veía 
  cercada por los vándalos, S. Agustín se puso a escribir una obra 
  magistral, De Civitate Dei, donde señaló que no había que 
  desesperarse, ya que lo que concluía era un mundo en buena parte decrépito, 
  y que se hacía necesario levantar la mirada por sobre los estrechos horizontes 
  de lo cotidiano, para considerar los hechos contemporáneos a la luz de 
  esa gran visión que va del Génesis al Apocalipsis. La opción 
  que ahora se presentaba no era: o el Imperio o la nada, sino o con Cristo o 
  contra Cristo, o la Ciudad de Dios o la Ciudad del Mundo.
  Así, pues, para el Aguila de Hipona, como lo llamó la posteridad, 
  los hechos ruinosos del momento no eran decisivos, sino anecdóticos. 
  Más allá del caos sangriento y de las invasiones sin sentido, 
  lo verdaderamente trascendente era poner los fundamentos de la Ciudad de Dios. 
  Según él, dos son los gritos que explican la historia: el grito 
  de S. Miguel, Quis ut Deus?, y el grito de Satanás, Non serviam!, dos 
  gritos que dividieron a los ángeles, y ulteriormente a los hombres, en 
  dos grandes agrupaciones históricas, en dos «ciudades», división 
  que no pasa tanto por las fronteras geográficas cuanto por la actitud 
  de los individuos y de las sociedades. Se trataba, pues, de ponerse a trabajar 
  en pro de la Ciudad de Dios. El espíritu de S. Agustín continuó 
  viviendo y dando frutos mucho después que el Africa cristiana hubiese 
  dejado de existir, contribuyendo a modelar el pensamiento del Cristianismo occidental 
  como pocos lo han hecho.
  Algunos se han preguntado si Agustín fue el heredero de la vieja cultura 
  clásica y uno de los últimos representantes de la antigüedad, 
  o más bien el iniciador de un mundo nuevo y algo así como el primer 
  hombre medieval. Hay parte de verdad en ambas apreciaciones. S. Agustín 
  es un puente por el que pasa toda la tradición antigua al mundo que se 
  va gestando, si bien aún en lontananza.
  
3. 
  El Imperio Carolingio
  
Ante el espectáculo 
  de la devastación que llevaban adelante los bárbaros, desde la 
  lejana Bizancio, legítima heredera del viejo Imperio en ruinas, uno de 
  sus grandes emperadores, Justiniano, lanzó sus ejércitos a la 
  reconquista de Occidente, comenzando por Africa e Italia, las dos regiones que 
  más habían sufrido de parte de los invasores. Al comienzo fueron 
  recibidos como liberadores, pero pronto los presuntamente liberados comenzaron 
  a cambiar de opinión, no sólo por la opresión fiscal con 
  que fueron gravados, sino también porque en los bizantinos ya no veían 
  más a romanos, sino a griegos, que pretendían helenizar el Occidente, 
  sobre todo a Italia, tan orgullosa de su herencia latina.
  Semejante desilusión hizo que los Papas comenzaran a volver sus ojos 
  hacia los pueblos bárbaros, para ver si por acaso alguno de ellos era 
  capaz de tomar el relevo del antiguo Imperio hecho añicos. Pero antes 
  de seguir adelante se impone una acotación retrospectiva. Cuando los 
  bárbaros invasores se fueron instalando en las tierras ocupadas o conquistadas, 
  dado que, como dijimos, la mayor parte de ellos eran arrianos, la Iglesia volcó 
  su propósito pastoral a la conversión de una tribu concreta, la 
  de los francos, por ser casi el único pueblo no contaminado por la herejía. 
  No que fueran católicos; eran paganos, y por tanto más proclives 
  a aceptar la verdad católica que los arrianos. La experiencia enseñaba 
  que era más fácil convertir a un pagano que a un hereje. Logróse 
  así la conversión del jefe franco Clodoveo, y su ulterior bautismo, 
  en 498 o 499, juntamente con su pueblo. Una especie de nuevo Constantino, esta 
  vez un Constantino bárbaro.
  El poder franco no dejó de irse acrecentando a lo largo de los siglos. 
  Hasta que un descendiente de Clodoveo, si bien alejado de él por varias 
  centurias, Carlomagno, recibió en Roma, el día de Navidad del 
  800, la corona de Emperador de los Romanos de manos del Papa León III. 
  La trascendencia del hecho fue inmensa ya que, según dijimos más 
  arriba, desde que desapareció el Imperio de Occidente, los emperadores 
  de Constantinopla, herederos de Augusto, se consideraban como legítimos 
  soberanos del antiguo mundo romano –oriental y occidental–, no habiendo 
  dejado jamás de reivindicar dicho derecho. Pero ahora se daba una situación 
  insólita: además del Papa en Roma y del Emperador en Bizancio 
  se erigía en Occidente un monarca, casi bárbaro, con pretensiones 
  imperiales. La cosa fue que el ascenso de Carlos significó algo así 
  como la fundación de un nuevo Imperio, lo que implicaba mucho más 
  que una mera repartición territorial. Carlos se iba perfilando como un 
  nuevo Augusto, cuyo dominio en Occidente encontraba cierta legitimación 
  militar , a saber, su victoria y señorío sobre numerosas tribus 
  bárbaras. Según era de prever, los bizantinos lo acusaron de usurpación. 
  Se pudo esperar un choque, ya que las fronteras de los dos Imperios se tocaban. 
  Mas no fue así. En 809, si bien a regañadientes, Bizancio llegó 
  a un acuerdo con Carlomagno. De este modo hubo de nuevo dos Imperios, el de 
  Oriente y el de Occidente. 
  Como se ve, la coronación de Carlomagno en Roma fue un acontecimiento 
  de enorme relevancia, constituyendo lo que podríamos denominar el umbral 
  de la Edad Media. Al recibir la corona imperial de manos del Papa, Carlomagno 
  afirmaba no sólo su propio poder sino también el origen espiritual 
  del mismo, con la intención de establecer un orden nuevo. El Papado había 
  encontrado un cuerpo, el Imperio se veía informado por un alma. No deja 
  de ser sintomático que el libro de cabecera del fundador de Europa fuese 
  aquel De Civitate Dei de S. Agustín. (Para ampliar datos sobre este tema 
  cf. R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana... 112-114). 
  Las metas que Carlomagno se propuso en su gobierno fueron tres. La primera, 
  consolidar la religión. De todos los que le sucedieron en el poder, Carlos 
  fue el que estuvo más penetrado del carácter sacro de su misión, 
  esforzándose por edificar el Imperio sobre dos pilares: la administración 
  eclesiástica (buenos obispos) y la administración imperial (buenos 
  condes). Su grito de guerra –las llamadas «aclamaciones carolingias»– 
  fue: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat! Sería justamente 
  al son de ese grito que varios siglos después los cruzados se lanzarían 
  al combate en Tierra Santa. 
  La segunda meta brota de la primera: extender la civilización. Trataremos 
  ampliamente de ello en la próxima conferencia. Y la tercera: instaurar 
  la paz, la vieja «pax romana» vuelta ahora «pax Christi in 
  regno Christi» (cf. al respecto G. de Reynold, La formación de 
  Europa. VI. Cristianismo y Edad Media, Pegaso, Madrid, 1975, 434-436).
  4. La segunda oleada de invasiones bárbaras
  Mucho antes que Carlomagno subiera al trono, un pueblo, que por cierto no integraba 
  el mundo llamado «bárbaro», había conquistado en el 
  siglo VII al Africa bizantina, la provincia más civilizada y cristiana 
  de occidente. Eran los árabes, quienes en buena parte acabaron con la 
  floreciente Iglesia africana, gloria de la Cristiandad occidental y latina, 
  que prácticamente desaparecería de la historia. En los primeros 
  años del siglo VIII, la invasión musulmana cubría casi 
  por completo la España cristiana, extendiéndose luego hasta amenazar 
  la misma Galia. La naciente cristiandad se había convertido en una isla, 
  entre el Sur musulmán y el Norte bárbaro.
  Carlomagno había logrado detener ambos peligros, tanto en la zona meridional 
  como en la boreal. Pero, tras su muerte, se produjo una avalancha de pueblos, 
  piratas o salteadores, quienes aprovechando el caos que se había desencadenado 
  a raíz de la desaparición del gran Emperador, tras poner pie en 
  un territorio, terminaban conquistándolo e instalándose en él. 
  Finalmente, y a costa de penosos esfuerzos apostólicos, acabarían 
  siendo ganados por el cristianismo y la civilización, convirtiéndose, 
  también ellos, en forjadores de la nueva Europa que habría de 
  salir del caos. Pero hasta entonces, ya que estas conversiones recién 
  tendrían lugar a lo largo de los siglos X y XI, ¡qué años 
  terribles de incertidumbre, de angustia y devastación debieron soportar 
  las regiones de la Europa central y occidental!
  ¿Cuáles fueron esas tribus? Nombremos ante todo a los normandos, 
  término que significa «hombres del norte». Eran pueblos paganos, 
  oriundos de las regiones escandinavas (actuales Dinamarca, Noruega y Suecia), 
  que se instalaron en Irlanda y parte de Escocia, las costas de Holanda e Inglaterra 
  meridional. Los suecos tomarían un rumbo diverso ya que, surcando el 
  golfo de Finlandia, penetrarían en la gran arteria fluvial del Dnieper, 
  llegando hasta Nóvgorod y Kiev, las viejas ciudades de la Rus. Los descendientes 
  de Carlomagno, por cierto muy inferiores a él, no tuvieron el talento 
  ni el coraje necesarios para equipar flotas capaces de enfrentar los ágiles 
  esquifes de los vikingos. Sin embargo poco a poco los normandos fueron cambiando 
  su actitud de piratas nómades por la de conquistadores, y, ya cristianos, 
  comenzaron a establecerse en diversos territorios de Europa occidental, como 
  Normandía, Inglaterra e Italia del sur.
  Mas entonces apareció en lontananza un enemigo más feroz, que 
  provenía de las estepas de los Urales, emparentado con los hunos, el 
  pueblo magiar, al que los europeos, aterrorizados por sus depredaciones, llamaron 
  «húngaros», palabra de la que, según algunos etimologistas, 
  proviene el término «ogro». Pero aun ellos acabarían 
  a la larga por aceptar el cristianismo a tal punto que el Papa coronaría 
  a su rey Esteban, quien sería santo. El antiguo Imperio de Carlomagno 
  era ahora una sombra de lo que había sido: un imperio sin la ley romana, 
  sin las legiones romanas, sin la ciudad y sin el Senado.
  5. Del Imperio Otónico al Sacro Imperio Romano Germánico
  Si miramos las cosas desde el punto de vista de la gestación de la Cristiandad, 
  la coyuntura podía parecer desesperante. Pero no fue tal. Se trataba 
  de hechos dolorosos, sí, pero eran dolores de parto, ya que de la confusión 
  de estos siglos nacerían los pueblos de la Europa cristiana. Por otra 
  parte, los logros del período carolingio no se habían perdido 
  del todo. Quedaba al menos el recuerdo de esos tiempos gloriosos, y en cualquier 
  momento podían ser retomados, acomodándose, por cierto, a las 
  nuevas circunstancias.
  En medio del caos, la Iglesia buscó al hombre adecuado, como siglos atrás 
  había puesto sus ojos en Clodoveo, y luego en Carlomagno. El ducado más 
  poderoso era el de Sajonia, cuyos integrantes, tras haber sido feroces paganos, 
  eran ahora cristianos fervorosos, bajo la conducción de un noble llamado 
  Otón. Dicho príncipe era, por cierto, inferior a Carlomagno, no 
  mostrando el mismo interés que aquél por instruirse, por civilizarse, 
  sin por ello ser del todo inculto. Era, simplemente, un hombre de guerra. Montado 
  sobre su caballo, con sus cabellos y su barba roja al viento, parecía 
  un guerrero invencible. Las circunstancias de su vida fueron, con todo, muy 
  semejantes a las de Carlomagno. Más aún, tuvo la voluntad expresa 
  de llegar a ser un segundo Carlomagno, restaurador del Imperio que aquél 
  había fundado.
  Y así se hizo coronar Rey de Germanos en 938, bajo el nombre de Otón 
  I. El joven príncipe, tuvo especial cuidado en que la ceremonia se llevase 
  a cabo en la ciudad que durante el gobierno de Carlomagno había sido 
  capital del Imperio, Aix-la-Chapelle –Aachen, dicen los alemanes, Aquisgrán, 
  nosotros–, según los solemnes ritos eclesiásticos. Recuperaba 
  así la tradición carolingia, agregándole el patriotismo 
  tribal de los sajones, siempre sobre la base de una estrecha armonía 
  entre la Iglesia y la Corona. Invitado por el Papa, Otón se dirigiría 
  a Italia en 961 para recibir de manos del Pontífice la corona imperial.
  A Otón I lo sucedió su hijo, Otón II, a quien aquél 
  había hecho casar con una de las hijas del emperador bizantino Romano 
  II, la princesa griega Teófana, que llevó a Occidente las tradiciones 
  de la Corte Imperial del Oriente. El hijo nacido de esa unión, Otón 
  III, pudo así reunir en su persona la herencia de las dos grandes vertientes 
  del orbe cristiano, la bizantina y la occidental. Asesorado por su preceptor 
  Gerberto, quien luego sería Papa bajo el nombre de Silvestre II, tuvo 
  el mérito de ir creando una conciencia europea integradora de los grandes 
  valores sembrados aquí y allá. En este sentido Otón III 
  fue un digno continuador del espíritu de Carlomagno, ya que durante su 
  reinado las grandes tradiciones de las épocas anteriores se unieron e 
  integraron en la nueva cultura de la Europa premedieval. No era todavía, 
  por cierto, el logro del ideal, pero el esbozo estaba dado: un Imperio como 
  comunidad política de los pueblos cristianos, gobernado por las autoridades 
  concordantes e independientes del Emperador y del Papa. Deseando manifestar 
  mediante un signo concreto su decisión de empalmar con la vieja tradición 
  del Imperio Romano, Otón se dirigió a Roma, y tras hacerse levantar 
  un palacio sobre el monte Aventino, reasumió íntegramente el ceremonial 
  de la corte bizantina, tomando el nombre de Emperador de los Romanos.
  C. Dawson llega a decir que fue en este territorio intermedio donde reinaron 
  los Otónidas, que se extendía desde el Loira hasta el Rin, donde 
  nació en realidad la cultura medieval. Tal fue la cuna de la arquitectura 
  gótica, de las grandes escuelas, del movimiento monástico, de 
  la reforma eclesiástica y del ideal de las cruzadas. Tal fue también 
  la zona donde se desarrolló el régimen feudal, el movimiento comunal 
  del Norte europeo y la institución de la caballería. Fue allí 
  donde al fin se logró una admirable síntesis entre el Norte germánico, 
  la doctrina sobrenatural de la Iglesia y las tradiciones de la cultura latina. 
  (cf. C. Dawson, Así se hizo Europa, La Espiga de Oro, Buenos Aires, 1947, 
  368). 
  No deja de ser paradigmático que el sucesor de Otón el Grande 
  fuese un santo, Enrique II, canonizado junto con su mujer Cunegunda. 
  El tiempo no nos permite detallar los acontecimientos que se fueron sucediendo. 
  Baste decir que inicialmente el Emperador fue Rey de Romanos. Pronto su Imperio 
  recibirla el calificativo de «sacro», y más adelante de «germánico». 
  Sería el Sacro Imperio Romano Germánico, columna vertebral de 
  la Edad Media propiamente dicha. 
  Data asimismo de este período la aparición de los diversos Reinos. 
  S. Esteban de Hungría, como ya lo dijimos, recibió del Papa su 
  corona. En España, los señoríos que no estaban en manos 
  de los musulmanes se fueron unificando, con la emergencia de grandes figuras 
  como la del rey S. Fernando. En Sicilia, los antiguos normandos establecieron 
  un reino cristiano con los Guiscard. Y en Francia apareció una familia, 
  la de los Capetos, que durante 300 años la gobernarían, encontrando 
  su arquetipo en la figura de S. Luis. 
  * * *
  Según el P. Julio Meinvielle, así como con Pedro, Santiago y Juan, 
  los tres apóstoles del Tabor y del Huerto, símbolos de las tres 
  virtudes teologales, se formó alrededor de Cristo el núcleo esencial 
  del apostolado cristiano, del mismo modo, con Roma, España y Francia, 
  quedó en sustancia constituida la Cristiandad. 
  Roma, España y Francia heredaron el genio de esos tres apóstoles 
  en la misión que de hecho les tocó desempeñar en el curso 
  de la historia del cristianismo. Roma es la Fe por ser la sede del apóstol 
  en favor del cual Cristo rogó para que su fe no desfalleciese. España 
  es la Esperanza o Fortaleza porque, conquistada para Cristo por Santiago, heredó 
  el ímpetu y ardor de este apóstol, a quien Sto. Tomás de 
  Aquino, en su comentario al evangelio de S. Mateo, llama el principal luchador 
  contra los enemigos de Dios. Francia es la heredera del apóstol de la 
  Caridad (cf. J. Meinvielle, Hacia la Cristiandad, Adsum, Buenos Aires 1940, 
  54-55). 
  Sin embargo, agrega Meinvielle, es preciso aludir también al papel de 
  Alemania, que representa la Voluntad, el brazo secular, la espada al servicio 
  de la Iglesia, como lo mostró con Otón el Grande y S. Enrique 
  (cf. ibid. 69). Podríamos asimismo incluir en este listado de naciones 
  que influyeron particularmente en la construcción de la Cristiandad a 
  las Islas Británicas, sobre todo por el papel cumplido por la poética 
  Irlanda, de donde partieron numerosísimos monjes para misionar el entero 
  continente europeo. Y por qué no a la naciente Rusia, hija de los terribles 
  vikingos, convertida en la persona de su príncipe S. Vladimir, quien 
  se bautizó con su pueblo en el Dnieper, el río que baña 
  a Kiev, su capital, aportando a la comunidad de naciones cristianas el amor 
  a la Belleza –filocalia–, que según las crónicas había 
  sido para ese pueblo la razón inmediata de su conversión. Por 
  desgracia el cisma, ya próximo, dañaría sensiblemente su 
  pertenencia al gran edificio de la Cristiandad europea. 
  G. Walsh ha sintetizado con perspicacia las diversas vertientes históricas 
  que confluyeron en el Medioevo. Ante todo el logos griego, primero sospechado, 
  como dijimos, pero luego asumido, principalmente por obra de los Padres de la 
  Escuela de Alejandría. Luego el foro romano, que estuvo también 
  al comienzo distanciado del cristianismo, al que persiguió cruelmente, 
  para luego convertirse en la persona de Constantino, y ofrecer a la expansión 
  de la Iglesia toda su infraestructura. En tercer lugar la fuerza germana, que 
  primero trajo la sangre con las invasiones, pero ulteriormente, gracias a la 
  conversión de sus pueblos, produjo un S. Benito, un S. Isidoro, un S. 
  Beda, y políticamente un Carlomagno y luego un Otón. Finalmente 
  la fantasía céltica, inicialmente caracterizada por la pereza 
  y la desidia, pero que luego se puso en movimiento con S. Patricio y los monjes 
  irlandeses, esa fantasía que crearía el ideal de la búsqueda 
  del Grial, y que aportaría al Occidente su cuota de humor y el espíritu 
  caballeresco. La Edad Media sería así una síntesis de la 
  gracia con la sabiduría helénica, la eficiencia romana, la fuerza 
  teutónica y la imaginación céltica. (cf. G. Walsh, Humanismo 
  Medieval, La Espiga de Oro, Buenos Aires, 1943, 27-65). 
  
  III. 
  Los siglos propiamente medievales 
  
Decimos «siglos 
  propiamente medievales» porque casi todo lo que hemos tratado hasta ahora 
  puede ser incluido en lo que hemos llamado la preparación, la gestación 
  del Medioevo. 
  ¿Qué siglos abarca el Medioevo propiamente dicho? Para varios 
  historiadores la Edad Media comenzó con las Grandes Invasiones de los 
  bárbaros, es decir, a comienzos del siglo V, y terminó con la 
  toma de Constantinopla por parte de los turcos en 1453. Pero, según bien 
  observa Daniel-Rops, ello implicaría englobar un milenio que comprende 
  fases demasiado diferentes entre sí como para constituir un bloque histórico. 
  Casi por instinto, nos sentimos inclinados a establecer en ese largo período 
  evidentes distinciones. Cuando pensamos en las obras maestras del arte medieval, 
  por ejemplo, solemos referirnos a la parte central de dicho período, 
  que va desde mediados del siglo XI a mediados del siglo XIV. Cuando, por el 
  contrario, evocamos «la noche de la Edad Media II pensamos en la época 
  de descomposición que siguió a Carlomagno.
  Si consideramos, pues, con ecuanimidad aquel presunto milenio de la «Edad 
  Media», advertiremos en él tres períodos bien diferenciados 
  entre sí: la época de preparación, los siglos de plenitud, 
  y el deslizamiento hacia la decadencia. El primero es el de los tiempos bárbaros, 
  el tercero coincide con la segunda mitad del siglo XIV y comienzos del XV. Daniel-Rops 
  prefiere, y a nosotros nos parece muy justo, circunscribir lo que propiamente 
  fue la Edad Media a la parte central de aquel milenario proceso, restringiéndola 
  a los tres primeros siglos del segundo milenio, en que la historia alcanzó 
  una de sus cumbres. Y al titular su libro sobre la Edad Media La Iglesia de 
  la Catedral y de la Cruzada, el autor quiso caracterizar a dicha época 
  por sus dos realizaciones más notables.
  Pero el mismo Daniel-Rops señala una ulterior especificación. 
  En el interior de ese período más esplendoroso también 
  son advertibles diversos momentos. Al comienzo, en la segunda mitad del siglo 
  XI, la Cristiandad fue tomando conciencia del sentido preparatorio que habían 
  tenido los esfuerzos realizados anteriormente; prodújose luego el despliegue 
  del siglo XII, sólido, sobrio y vigoroso; y finalmente se alcanzó 
  el culmen, en el siglo XIII, la época de la erección de las grandes 
  Catedrales, de la Suma Teológica de Sto. Tomás y del apogeo del 
  Papado. Las diferencias entre esos tres momentos son reales, y a veces los estudiosos 
  los han opuesto entre sí, o se han preguntado cuál de ellos fue 
  el más fecundo, si el siglo XII o el siglo XIII, si el siglo de S. Bernardo 
  o el de S. Francisco, si el siglo del románico o del gótico. A 
  juicio del historiador francés, dichas diferencias no prevalecen sobre 
  la unidad de fondo. Por lo que juzga preferible atender más a lo que 
  aúna esos momentos diferentes, a lo que mancomunó a los hombres 
  durante aquellos tres siglos en una misma y grandiosa cosmovisión, en 
  la adopción de los mismos principios, las mismas certezas, y las mismas 
  esperanzas (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 12-13). 
  
  Con todo, la generalidad de los autores coinciden en ver en el siglo XIII el 
  siglo de oro medieval. O. Dawson, por ejemplo, sostiene que nunca ha existido 
  una época en la cual el cristianismo haya alcanzado una expresión 
  cultural tan perfecta como en aquel siglo. Europa no ha contemplado un santo 
  más notable que S. Francisco, un teólogo superior a Sto. Tomás, 
  un poeta más inspirado que Dante, un rey más excelso que S. Luis. 
  Es evidente que hubo en aquel siglo grandes miserias. Pero no lo es menos que 
  en aquel entonces, en mayor grado que en ningún otro periodo histórico 
  de la civilización occidental, la cultura europea y la religión 
  católica realizaron una simbiosis admirable; las expresiones más 
  altas de la cultura medieval, sea en el campo del arte, como de la literatura 
  o de la filosofía, fueron religiosas, y los representantes más 
  eximios de la religión en aquel tiempo fueron también los dirigentes 
  de la cultura medieval (cf. C. Dawson, Ensayos acerca. de la Edad Media... 218-219). 
  
  Algo semejante sostiene H. Belloc. En su opinión, el siglo XIII fundó 
  una concepción del Estado que parecía inconmovible. Toda la sociedad 
  se ordenaba de manera armónica, cada hombre se sentía en su lugar, 
  la riqueza asumía una función menos odiosa e incluso noble, la 
  propiedad estaba bien dividida, y los trabajadores se veían protegidos 
  por las garantías que les acordaban las corporaciones y las costumbres. 
  «El siglo XIII –concluye– fue el tipo de nuestra sociedad 
  hacia el cual los hombres después de sus últimos fracasos han 
  vuelto la mirada y al que después de todos nuestros errores y desastres 
  modernos tenemos que recurrir otra vez» (H. Belloc, La crisis de nuestra 
  civilización... 89-90).
  Refiriéndose más concretamente a Francia escribe G. Cohen: «No 
  terminará jamás nuestra exaltación frente a la catedral 
  ni terminaremos jamás de dar gracias por ellas al siglo de San Luis, 
  al gran siglo, al siglo XIII» (La gran claridad de la Edad Media, Huemul, 
  Buenos Aires, 1965, 120).
  
  IV. Notas características de la 
  Cristiandad medieval
  
Podemos señalar 
  cuatro notas que especifican la Cristiandad de la Edad Media, y la contradistinguen 
  de otros períodos de la historia. 
  
1. 
  Centralidad de la fe
  
La sociedad medieval, 
  a pesar de la clara distribución de sus estamentos, de que hablaremos 
  en otra conferencia, constituyó un logrado esfuerzo por integrar todas 
  las clases de la sociedad en la unidad de una sola fe. Lo que creía el 
  aldeano, el mendigo y hasta el criminal, era lo que creía el Emperador 
  y el Papa. Precisamente en esto se funda el comunista italiano Antonio Gramsci 
  para explicar por qué la Iglesia logró formar en la Edad Media 
  lo que él llama «un bloque histórico»: aquello que 
  creía Sto. Tomás era lo mismo que creía la viejita analfabeta, 
  a pesar del diverso nivel de penetración en el contenido doctrinal. El 
  lenguaje común de la fe, aprendido en el catecismo, colocaba al noble, 
  al aldeano y al artesano en idéntica relación con Dios; y era 
  dicho lenguaje el que estaba en el origen de la ciencia, del arte, de la música 
  y de la poesía. Desde el sacramento del matrimonio hasta la consagración 
  del Emperador, la vida social estaba impregnada de espíritu religioso.
  La fe era el centro de todo. Daniel-Rops ha explicitado esta afirmación 
  tan escueta. Si se trataba de la organización política, dice, 
  ésta era, en su sustancia, absolutamente inescindible de la fe cristiana. 
  ¿Sobre qué reposaba, en efecto, el vínculo feudal que unía 
  al siervo con su señor sino sobre una fórmula religiosa, sobre 
  un juramento pronunciado sobre el Evangelio? ¿Quién confería 
  al Emperador ya los Reyes su carácter de vicarios de Dios sobre la tierra 
  en lo que atañe al orden temporal, sino la consagración litúrgica?
  Y si se trataba de la vida social, era en última instancia el Cristianismo 
  quien asignaba a cada uno de los estratos de la sociedad su papel en la prosecución 
  del bien común, así como el que proclamaba las exigencias de la 
  justicia en la relación entre artesanos y aprendices, entre señores 
  y aldeanos.
  La misma actividad económica no era independiente de la enseñanza 
  de la Iglesia, en su condena de la especulación y la usura, y en el ejercicio 
  de lo que se dio en llamar «el justo precio».
  Asimismo en el orden doméstico fue la Iglesia la que estableció 
  firmemente el valor sacramental de la familia, fundamento de la fecundidad, 
  el mutuo amor y la indisolubilidad del matrimonio.
  Y precisamente por ser católica, es decir, universal, la Iglesia despertó 
  también en la sociedad esa ansia de expansión que tanto caracterizó 
  a la Edad Media, tal cual se manifestó no sólo en el impulso apostólico 
  y misionero de las Ordenes Mendicantes sino también, y sobre todo, en 
  aquella epopeya, única en su género, y sostenida durante casi 
  dos siglos, que fue la Cruzada.
  La fe constituyó asimismo el basamento de la actividad intelectual, de 
  la filosofía y del arte. Como dijo S. Bernardo, «desde que el Verbo 
  se hizo carne y habitó entre nosotros, habita también en nuestra 
  memoria y en nuestro pensamiento» (cf. Daniel-Rops. La Iglesia de la Catedral 
  y de la Cruzada, 98-99).
  Por supuesto que en la Edad Media se cometieron graves pecados, pero quienes 
  así obraban tenían, indudablemente, el sentido del pecado, sabían 
  que ofendían a Dios. Entre los relatos de la época se incluye 
  el caso de aquel Caballero del Barrilito que, cuando ya no pudo más de 
  blasfemias y de crímenes, se fue a buscar a un ermitaño y recibió 
  por penitencia la orden de llenar de agua un pequeño barril; durante 
  semanas y semanas trató de llevar a cabo aquella orden, tan fácil, 
  en apariencia, pero era en vano. Cuantas veces sumergía el recipiente 
  en algún arroyo, inmediatamente se vaciaba. Sólo el día 
  en que el verdadero arrepentimiento hizo que cayera una lágrima de sus 
  ojos, el barrilito se llenó hasta desbordar. Ese sentido del pecado que 
  encaminaba al confesionario a los penitentes, era el mismo que lanzaba por los 
  caminos de la peregrinación a incontables arrepentidos, y que suministraba 
  a los trabajos de las catedrales numerosos obreros voluntarios que buscaban 
  así la purgación de sus faltas. La sociedad medieval fue, pues, 
  una sociedad anclada en la fe, teocéntrica, que hizo suya la enseñanza 
  de S. Agustín acerca de lo que debe ser una ciudad católica, fundada 
  en el primado de Dios sobre todo lo que es terrenal. Aquellos hombres, escribe 
  Dawson, «no tenían fe en sí mismos ni en las posibilidades 
  del esfuerzo humano, sino que ponían su confianza en algo más 
  que la civilización, en algo fuera de la historia» (Así 
  se hizo Europa ... 12). El fin último de la existencia era suprahistórico, 
  la contemplación de Dios después de la muerte, la visión 
  beatífica.
  P. L. Landsberg lo expresa de otra manera: La vida del hombre medieval, afirma, 
  estaba totalmente determinada en su estilo por una idea clara acerca del sentido 
  de la vida, ese sentido cuya desaparición hace la desgracia del mundo 
  moderno; o, en expresión de Guardini, por el primado del «logos» 
  sobre el «ethos», el primado del ser sobre el devenir (cf. P. L. 
  Landsberg, La Edad Media y nosotros, Revista de Occidente, Madrid, 1925, 43.48).
  Es esta centralidad de la fe lo que explica el rechazo generalizado y casi instintivo 
  de la herejía. Aquellos cristianos medievales no podían soportar 
  las blasfemias de los herejes. Y no sólo por lo que ellas tienen de ofensa 
  a Dios, sino también, aunque secundariamente, por sus consecuencias en 
  el orden temporal. Dado que el entero régimen sociopolítico descansaba 
  sobre la fe, la herejía, más allá de ser un pecado religioso, 
  aparecía igualmente como un atentado contra la sociedad. Cuando los Albigenses, 
  por ejemplo, condenaban la licitud del juramento, estaban vulnerando los soportes 
  mismos de la arquitectura social del Medioevo, que reposaba precisamente sobre 
  la firmeza de aquél.
  Por cierto que no era el Estado quien tenía la misión de pronunciarse 
  sobre las verdades de la fe y los errores de las herejías sino las autoridades 
  de la Iglesia, en lo que estaban de acuerdo el poder espiritual y el poder temporal. 
  Así fue como se creó el tribunal de la Inquisición. Hoy 
  el común de la gente se escandaliza de que haya existido una institución 
  semejante. Sobre ella habría mucho que decir, pero contentémonos 
  aquí con recordar lo que asevera Daniel-Rops, es a saber, que para comprenderla 
  se requiere ponerse en la perspectiva de la época, cuando la sociedad 
  aceptaba como obvio lo que Sto. Tomás enseñaba desde la cátedra: 
  «Mucho más grave es corromper la fe, que es la vida del alma, que 
  falsificar la moneda, que sirve para la vida temporal» (Summa Theologica, 
  II-II, 11,3,c.). Y por aquel entonces los gobiernos castigaban severamente a 
  los falsificadores de moneda (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de 
  la Cruzada... 678-679).
  
2. 
  Predominio del símbolo
  
En un excelente 
  curso que el Dr. Félix Lamas dictara sobre la Cristiandad, se dice que 
  la historia ha conocido tres sistemas explicativos de la arquitectura social.
  Existieron, ante todo, sociedades fundadas en el mito, es decir, que hacían 
  depender de talo cual mito sus valoraciones fundamentales, su concepción 
  de la vida del hombre y de su historia. Ello acaeció –y de algún 
  modo sigue acaeciendo– sobre todo en Oriente, particularmente en la India. 
  Seria injusto despreciar lisa y llanamente tales sociedades. Con frecuencia 
  esos mitos fundacionales, a pesar de los errores que incluyen, no carecen de 
  grandeza y armonía, constituyendo verdaderos sistemas poético-religiosos. 
  Señala Lamas que posiblemente dicha dignidad sea explicable por la proximidad 
  geográfica de aquellas regiones con el territorio en que tuvo lugar la 
  revelación primitiva, y de donde partió luego la dispersión 
  de los pueblos.
  Están, asimismo, las sociedades fundadas en la razón. La primera 
  de ellas apareció quizás con Aristóteles, cuya enseñanza 
  determinó en Grecia el triunfo de la razón sobre el mito. Asimismo 
  el Imperio Romano fue una sociedad racional –que no hay que confundir 
  con «racionalista»– ya que allí la razón se 
  encarnó en la organización social. De ahí que el triunfo 
  de la Roma imperial y universalista significase la victoria política 
  de la razón, que al triunfar socialmente sobre el mito fue preparando 
  a los pueblos para recibir el misterio.
  Lo racional que vence a lo mítico entraña un auténtico 
  progreso. Porque el mito es estático, no evoluciona; en cambio la razón, 
  por tener que estar atenta a las mutaciones de lo real, implica posibilidad 
  de desarrollo, de profundización. El racionalismo, en cambio, en cuanto 
  rebelión de la razón contra el misterio, significa un retroceso.
  Finalmente hay sociedades fundadas en el misterio. Siendo éste la explicitación 
  más rica de lo real, de la verdad revelada, las sociedades que en él 
  se basan serán más perfectas. Históricamente la primera 
  sociedad que encarnó el misterio en su tejido social fue la judía. 
  Dios se manifestó al pueblo que había escogido, estableciendo 
  con él una alianza sobre la base de esa revelación mistérica. 
  Es asimismo una sociedad de este género la islámica, si bien en 
  ella lo mistérico se mezcla con lo mítico. Nos queda –y 
  acá arribamos al tema de nuestro especial interés– la sociedad 
  fundada sobre el misterio plenario, la Cristiandad. Pero, como bien concluye 
  Lamas su agudo análisis, dicha sociedad no dejó de lado la razón, 
  sino que entabló un diálogo fecundo entre el misterio y la razón, 
  buscando su armonía. Y, podríamos agregar nosotros, en cierta 
  manera asumió también lo valedero que palpitaba en los antiguos 
  mitos, acogiendo a veces su vocabulario, despegado, como es obvio, de los errores 
  que podía encubrir.
  Como el misterio está inextricablemente unido con el ámbito cultual, 
  puédese afirmar que la civilización medieval fue, esencialmente, 
  una civilización litúrgica, en el sentido lato del término, 
  una civilización del gesto y del símbolo.
  Sobre este tema nos ha dejado H. Huizinga reflexiones inspiradas*. El pensamiento 
  simbólico, dice, se presenta como una continua transfusión del 
  sentimiento de la majestad y la eternidad divinas a todo lo perceptible y concebible, 
  impidiendo que se extinga el fuego del sentido místico de la vida e impregnando 
  la representación de todas las cosas con consideraciones estéticas 
  y éticas. En un mundo semejante cada piedra preciosa brilla con el esplendor 
  de toda una cosmovisión valorativa. Vívese en una verdadera polifonía 
  del pensamiento, en un armonioso acorde de símbolos. El trabajo del humilde 
  artesano se convierte en el eco de la eterna generación y encarnación 
  del Verbo. Entre el amor terrenal y el divino corren los hilos del contacto 
  simbólico**.
  *Si bien Huizinga, holandés protestante, a nuestro juicio no siempre 
  ha captado bien el espíritu de la Edad Media, sin embargo su honestidad 
  intelectual le ha permitido saborear algunos de sus valores.
  **Cf. H. Huizinga, El otoño de la Edad Media, Revista de Occidente, Madrid, 
  1967, 317-322. Para una comprensión más acabada de este tema, 
  nos parece fundamental la lectura de A. K. Coomaraswamy, La filosofía 
  cristiana y oriental del arte, Taurus, Madrid, 1980, donde el autor ceilandés, 
  analizando las culturas tradicionales, señala que es propio de ellas 
  el conferir sentido simbólico aun a los utensilios profanos. Sus casas, 
  vestidos y vehículos eran más lo que significaban que lo que eran 
  en sí. Cf. mi extenso comentario a dicho magnífico libro en «Mikael» 
  27 (1981) 101-110.
  En la misma línea Guardini ha dejado escrito: «El hombre medieval 
  ve símbolos por doquier. Para él la existencia no está 
  hecha de elementos, energías y leyes, sino de formas. Las formas se significan 
  a sí mismas, pero por encima de sí indican algo diverso, más 
  alto, y, en fin, la excelsitud en sí misma, Dios y las cosas eternas. 
  Por eso toda forma se convierte en un símbolo y dirige las miradas hacia 
  lo que la supera. Se podría decir, y más exactamente, que proviene 
  de algo más alto, que está por encima de ella. Estos símbolos 
  se encuentran por todas partes: en el culto y en el arte, en las costumbres 
  populares y en la vida social... Según la representación tradicional, 
  el mundo todo tenía su arquetipo en el Logos. Cada una de sus partes 
  realizaba un aspecto particular de ese arquetipo. Los varios símbolos 
  particulares estaban en relación unos con otros y formaban un orden ricamente 
  articulado. Los ángeles y los santos en la eternidad, los astros en el 
  espacio cósmico, las cosas en la naturaleza sobre la tierra, el hombre 
  y su estructura interior, y los estamentos y las funciones diversas de la sociedad 
  humana, todo esto aparecía como un tejido de símbolos que tenían 
  un significado eterno. Un orden igualmente simbólico dominaba las diferentes 
  fases de la historia, que transcurre entre el auténtico comienzo de la 
  creación y el otro tan auténtico fin del juicio. Los actos singulares 
  de este drama, las épocas de la historia, estaban en recíproca 
  relación, e incluso en el interior de cada época, cada acontecimiento 
  tenía un sentido» (R. Guardini, La fine dell’epoca moderna, 
  Brescia, Morcelliana, 1954, 31-32.38ss).
  Por eso la sociedad medieval sintió la necesidad de expresarse poéticamente, 
  como lo hizo en sus grandes Sumas: la Teológica de Sto. Tomás, 
  la Lírica de Dante, la Edilicia de las catedrales... Bien dice R. Pernoud, 
  que a diferencia de los modernos, que ven en la poesía un capricho, una 
  suerte de evasión, y en el poeta un bohemio, un bicho raro, la gente 
  de la Edad Media consideró la poesía como una forma corriente 
  de expresión, como parte de su vida, algo tan natural como las necesidades 
  materiales. Para ellos el poeta era el hombre normal, más completo que 
  el incapaz de creación artística (cf. R. Pernoud, Lumière 
  du Moyen Âge, Grasset, París, 1981, 250-251). 
  
3. 
  Sociedad arquitectónica
  
La respublica christiana 
  de la Edad Media era un cuerpo de comunidades que, partiendo de la familia, 
  pasaba por las corporaciones de oficios, defendidas ambas por los caballeros 
  de espada, y culminaba en la monarquía, reflejo de la monarquía 
  divina, que confería unidad al conjunto del organismo social, sin herir 
  sus legítimas pluralidades. Señala Landsberg que la clave que 
  explica esta visión arquitectónica, tan propia del Medioevo, es 
  la creencia de que el mundo es un cosmos, un todo concertado con arreglo a un 
  plan, un conjunto que se mueve serenamente según leyes y ordenaciones 
  eternas, las cuales, nacidas del primer principio que es Dios, tienen también 
  en Dios su referencia final. Cuando Sto. Tomás, el espíritu más 
  grande de los que plasmaron la idea medieval del mundo, quiso definir el propósito 
  de la filosofía, dijo que su finalidad consistía ut in anima describatur 
  totus ordo universi et causarum eius (que en el alma se inscriba todo el orden 
  del universo y de sus causas). El alma era considerada cual un microcosmos, 
  y el orden del alma, un reflejo del orden del universo. 
  Abundemos en esta idea tan rica. Dios es uno. Y al crear no puede no reflejarse 
  en su obra. Por eso el mundo, que proviene del Dios uno, es en su conjunto –macrocrosmos 
  y microcosmos– no sólo una unidad sino también un universo, 
  es decir, algo que se dirige hacia la unidad (versus unum). En la concepción 
  medieval, fuera de Dios no había cosa alguna que fuese un fin último 
  en sí misma. Cada cosa servía a otra más alta. Así 
  el mundo de los elementos inanimados, junto con el de las plantas y animales, 
  servía al hombre. A su vez, dentro del hombre, lo inferior servía 
  a lo superior: por ejemplo la sensibilidad al entendimiento, los instintos a 
  la razón. En el campo social existía asimismo una jerarquía 
  duradera y sólida hecha de señoríos y servidumbres. Finalmente, 
  la naturaleza toda, comprendidos el hombre, el animal y el ángel, servía 
  a la glorificación del Ser Supremo que los había creado a ellos 
  ya su orden, los conservaba y los guiaba. Todos los seres glorificaban a Dios 
  por su mera existencia y esencia, ya que en ellos se reflejaba la suma bondad. 
  Pero, al mismo tiempo, las criaturas dotadas de razón tendían 
  a Dios como a fin último de un modo especial, pues podían encaminar 
  su vida hacia El por libre decisión y alcanzarlo con conocimiento amoroso 
  (cf. P. L. Landsberg, La Edad Media y nosotros... 18-26).
  Concluye Landsberg observando cómo en Sto. Tomás, que ha compendiado 
  bien esta actitud del hombre medieval, la metafísica no sólo fundamenta 
  la historia, la ética y la política, sino que las incluye dentro 
  de si. La vida del hombre es vivida y conocida primariamente en conexiones metafísicas 
  y desde puntos de vista metafísicos. Es ésta una nota esencial 
  que distingue el pensamiento y sentido modernos de los de la Edad Media. Esquematizando, 
  se podría decir: el pensamiento moderno es histórico, el medieval 
  es metafísico.
  El genial escritor inglés C. S. Lewis, que ha reunido en un libro varias 
  conferencias suyas pronunciadas en Oxford sobre lo que llama «el Modelo 
  medieval», afirma que en contraposición con nuestra mentalidad, 
  para la cual la tierra es «todo», en la concepción medieval 
  la tierra era «pequeña». Toda ella se subordinaba al mundo 
  angélico, dispuesto jerárquicamente en nueve coros, según 
  la enseñanza de Dionisio, y el mundo angélico se subordinaba a 
  Dios. En sentido inverso, la luz venía de lo alto, de Dios, pasaba por 
  los coros angélicos y llegaba a la tierra. Una suerte de escala de Jacob, 
  que va de la tierra al cielo y del cielo a la tierra. En el pensamiento moderno, 
  que es evolucionista, el hombre ocupa la cima de una escalera cuyo pie se pierde 
  en la oscuridad; en el mundo medieval ocupaba el pie de una escalera cuya cima 
  era invisible a causa de la abundancia de la luz (cf. C. S. Lewis, La imagen 
  del mundo... 74 s. 54 s).
  El orden medieval era, pues, arquitectónico, una gran catedral. Cada 
  cual sabía que allí donde Dios le había colocado en la 
  tierra, tenía una tarea definida que cumplir, con vistas a un fin perfectamente 
  claro, en la certeza de estar colaborando en una obra que lo superaba. Como 
  se expresa tan garbosamente Huizinga: «El hombre medieval piensa dentro 
  de la vida diaria en las mismas formas que dentro de su teología. La 
  base es en una y otra esfera el idealismo arquitectónico que la Escolástica 
  llama realismo: la necesidad de aislar cada conocimiento y de prestarle como 
  entidad especial una forma propia, de conectarle con otros en asociaciones jerárquicas 
  y de levantar con éstas templos y catedrales, como un niño que 
  juega al arquitecto con pequeñas piezas de madera» (El otoño 
  de la Edad Media... 356).
  La Cristiandad fue, así, un tejido de símbolos y de armonías 
  sintetizadoras: el Imperio, símbolo de la universalidad en el campo político; 
  la Iglesia, símbolo de la vocación de unidad salvífica 
  en el ámbito religioso; las grandes Sumas Teológicas y Filosóficas, 
  símbolos de la síntesis lograda en el nivel del pensamiento; la 
  Catedral, con sus agujas apuntando hacia Dios, como toda la sociedad medieval, 
  símbolo de la unidad artística, subordinando a sí la escultura, 
  la pintura, los vitrales y la música; la organización corporativa 
  de los oficios, donde aún no se había iniciado el antagonismo 
  entre capital y trabajo, símbolo de la unidad en el campo económico 
  y social.
  El P. Meinvielle ha creído encontrar un compendio luminoso del espíritu 
  arquitectónico y finalista que caracterizó a la Edad Media en 
  aquella frase del Apóstol: «Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo; 
  Cristo es de Dios» (1 Cor 3,22-23). Un orden inferior, el de la multiplicidad, 
  en que la multitud del macrocosmos se unifica en el microcosmos que es el hombre 
  («todo es vuestro»); un orden mediador, que se concentra en Jesucristo 
  («vosotros sois de Cristo»); un orden final, el de la perfecta consumación 
  («Cristo es de Dios»). La llave de esta admirable catedral es Jesucristo, 
  el cual, siendo Dios, se hizo hombre, y desde abajo arrastró hacia Dios 
  a todas las cosas que habían salido de su mano creadora. El es la recapitulación 
  del universo (cf. J. Meinvielle, Hacia la Cristiandad... 9-11).
  
4. Época juvenil
  La Edad Media fue una época de exuberancia. Lo fue, ante todo, desde 
  el punto de vista demográfico, ya que experimentó un permanente 
  y nunca detenido incremento de población. Pero lo fue también 
  por el empuje de su gente, contrariamente a lo que muchos creen. A este respecto 
  señala Calderón Bouchet que frecuentemente se piensa en la Cristiandad 
  como si hubiese estado dominada por una especie de quedantismo o platonismo 
  ejemplarista, decididamente opuesto a la menor veleidad de cambio. Nada más 
  ajeno a la realidad de ese período histórico. «La imagen 
  de un orden fijo e inamovible viene sugerida por el carácter paradigmático 
  y eterno del objeto del saber teológico y la visión teocéntrica 
  del mundo inspirada por su cultura. La vida medieval conoció un fin y 
  una tendencia inspiradora única: el Reino de Dios, pero ¡cuánta 
  diversidad y qué riqueza en los movimientos accidentales para lograrlo!» 
  (Apogeo de la ciudad cristiana... 253).
  La Edad Media estuvo acuciada por un fecundo pathos. Fue una época juvenil, 
  aventurera, que quiso gozar de la vida; sus hombres sabían divertirse, 
  jugar y soñar. 
  No deja de ser sintomático que 
  en los tratados de moral de aquel tiempo, encontremos enumerados ocho pecados 
  capitales, en lugar de los siete conocidos. ¿Y cuál es el octavo? 
  Nada menos que la tristeza, tristitia. El 
  hombre medieval era capaz de gozar porque estaba anclado en la esperanza. Sabía 
  que si el pecado lo podía perder, la Redención lo salvaba. Bien 
  escribe Drieu la Rochelle: «No es a pesar del cristianismo, sino a través 
  del cristianismo que se manifiesta abierta y plenamente esta alegría 
  de vivir, esta alegría de tener un cuerpo, de tener un alma en ese cuerpo..., 
  esta alegría de ser» (Cit. en R. Pernoud, Lumière 
  du Moyen Âge, 116).
  La Edad Media llevó muy adelante el sentido del humor. Aquellos hombres 
  tenían el sentido del ridículo y en todo era posible que hallasen 
  motivo de gracejo. Expresiones de dicho humor se las encuentra en los lugares 
  más inesperados, por ejemplo en las sillas de coro de las iglesias, donde 
  a veces el artesano reprodujo imágenes de canónigos representados 
  con rasgos grotescos o posturas ridículas. Nada escapó a esta 
  tendencia, ni siquiera lo que aquella época juzgaba como más respetable. 
  Los dibujos y miniaturas que han llegado hasta nosotros revelan una simpática 
  malicia e ironía. Evidentemente, esos hombres sabían mezclar la 
  sonrisa con las preocupaciones más austeras (cf. R. Pernoud, op. cit., 
  253-254). 
  A veces las manifestaciones de alegría no eran tam sanctas. La Edad Media 
  conoció poetas bastante laxos, por ejemplo los llamados «goliardos», 
  chacoteros y mal afamados, pero eruditos a su modo, que reflejaban su manera 
  de entender la alegría de vivir en propósitos como éste: 
  
  «Meum est propositum in taberna mori.
  Ut sint vina proxima morientis ori.
  Tunc cantabunt lætius angelorum chori:
  “Sit Deus propitius huic potatori”».
  (Me propongo morir en la taberna / con el vino muy cerca de mi boca. / Entonces 
  cantarán más alegremente los coros de los ángeles: / «¡Dios 
  sea clemente con este borracho!’).
  A la Edad Media le fue inherente el gozo de la existencia. «En su filosofía, 
  en su arquitectura, en su manera de vivir –escribe R. Pernoud–, 
  por doquier estalla una alegría de ser, un poder de afirmación 
  que vuelve a traer a la memoria aquella expresión zumbona de Luis VII, 
  al que reprochaban su falta de fasto: ‘Nosotros, 
  en la corte de Francia, no tenemos sino pan, vino y alegría’. 
  Palabra magnífica, que resume toda la Edad Media, época en que 
  se supo apreciar más que en ninguna otra las cosas simples, sanas y gozosas: 
  el pan, el vino y la alegría» (ibid., 258).
  No parece, pues, exagerado afirmar que el sentido del humor constituyó 
  una de las claves de la Edad Media. Por algo le cupo a Sto. Tomás resucitar 
  el recuerdo de la virtud de la eutrapelia, casi totalmente olvidada en la época 
  patrística, rescatándola del rico arsenal ético de Aristóteles, 
  la virtud del buen humor, de la afabilidad, de la amistad festiva*.
  *Hemos analizado esta virtud en el artículo La eutrapelia, «Gladius» 
  22 (1991) 57-86. Allí señalamos 
  hasta qué punto la doctrina tomista sobre dicha virtud penetró 
  el tejido social de la Edad Media, tan erróneamente considerada como 
  una época triste y aburrida.
  Para Daniel-Rops la Edad Media fue la «primavera de la Cristiandad». 
  Lo que más impresiona en los años que corren de 1050 a 1350 es 
  su riqueza en hombres y en acontecimientos. Durante aquel lapso de tiempo, grandes 
  multitudes se lanzaron a la conquista del Santo Sepulcro, así como a 
  la reconquista de España, ocupada por los moros, se discutieron espinosos 
  problemas en las Universidades, se escribieron epopeyas y poemas imperecederos, 
  millones de personas recorrieron las rutas de peregrinación, otros se 
  internaron por espíritu de aventura o por celo apostólico en el 
  corazón del Africa o de la lejana Asia... Fue la época de las 
  iglesias románicas y de las atrevidas naves góticas, de Chartres, 
  Orvieto, Colonia, Burgos, junto a las cuales se erigieron esas otras catedrales 
  del espíritu que fueron la mística de S. Bernardo y S. Buenaventura, 
  la Suma Teológica de Sto. Tomás, las Canciones de Gesta, la Divina 
  Comedia de Dante y los frescos de Giotto.
  Asimismo resulta admirable el florecer de la santidad, con Santos tan diferentes 
  entre sí como S. Bernardo, S. Domingo, S. Francisco, entre miles; santos 
  en el campo de la política, como los reyes S. Esteban, S. Luis y S. Fernando; 
  santos en el ámbito de la cultura, como S. Anselmo, S. Buenaventura y 
  Sto. Tomás. Se destacaron también notables jefes militares que 
  acaudillaron huestes aguerridas como Godofredo de Bouillon o el Cid Campeador. 
  Y en cuanto a los Sumos Pontífices, hay que reconocer que hubo Papas 
  admirables como Gregorio VII o Inocencio III.
  Daniel-Rops cierra su elogio: «Muchos filósofos de la historia, 
  desde Spengler a Toynbee, piensan que las sociedades humanas obedecen, como 
  los seres individuales, a una ley cíclica y reversible que les hace atravesar 
  unos estados análogos a los que, para el ser fisiológico, son 
  la infancia, la juventud, la edad adulta y la vejez. Y en la medida en que tales 
  comparaciones son válidas no cabe dudar de que, durante esos tres siglos, 
  la humanidad cristiana de Occidente conoció la Primavera de la vida, 
  la juventud, con todo lo que ella implica de vigor creador, de violencia generosa 
  ya menudo vana, de combatividad, de fe y de grandeza» (Daniel-Rops, La 
  Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 7-9).