«Hubo
un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces
aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina
virtud había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres
de los pueblos, impregnando todas las clases y relaciones de la sociedad; la
religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de
honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes secundada
por el agrado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima
deferencia de los magistrados; y el sacerdocio y el imperio, concordes entre
sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades
e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes superiores
a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de ellos y quedará
consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres
e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá
nunca desvirtuar ni oscurecer».
León XIII, Immortale Dei, 1885, 28.
Presentación del Autor
En el año 1991 dicté un curso sobre la Cristiandad a solicitud
de la Corporación de Abogados Católicos. Me pareció un
ofrecimiento interesante ya que si bien pululan las monografías sobre
la Edad Media, apenas sí se ha intentado la exposición de una
visión panorámica que incluya la diversidad de los aspectos que
caracterizan a dicho período. Me puse, pues, a bucear en la abundantísima
literatura medievalista. Y de dicha lectura brotó el curso, dictado en
ocho conferencias, cada una de ellas desdoblada en dos.
Más allá de mis expectativas, el curso fue seguido por un público
numeroso, selecto, evidentemente interesado en los distintos temas que lo jalonaban.
Durante el transcurso, y especialmente al término del mismo, varios de
los asistentes me preguntaron si no pensaba publicar las ponencias. Mi respuesta,
reiterada una y otra vez, fue negativa, ya que pensaba no haber dicho nada original,
ni tratarse de un trabajo de investigación científica. En las
conferencias eslabonaba una cita con otra, no declarando siempre su origen,
como es normal en el estilo hablado. El único mérito, si lo hubo,
lo constituía la síntesis de todo lo leído, y el abanico
de temas que posibilitaba la comprensión de lo que fue la Weltanschauung
medieval.
Pero hubo un hecho, quizás providencial, que me hizo revisar la decisión.
Con ocasión de un retiro que estaba predicando en el Monasterio de San
Bernardo a las Carmelitas de Salta, fui invitado a cenar con un grupo de conocidos
y amigos en la quebrada de San Lorenzo. Allí conversamos sobre temas
muy diversos, explayándonos en la situación actual y en lo que
parecía esconderse tras las invocaciones al Nuevo Orden Mundial. A raíz
de esto Último, una joven allí presente dijo, en un momento dado,
poco más o menos lo siguiente: «Todos los que están preocupados
por el futuro de la historia expresan sus reservas frente a lo que al parecer
se pretende introducir con el Nuevo Orden Mundial. Por otra parte, se sigue
denigrando, tanto en las conversaciones como sobre todo en los manuales de historia,
lo que fue y lo que significó la Edad Media. ¿No sería
interesante que alguien escribiese un libro sobre dicha época, mostrando
que es posible que el Evangelio logre de hecho impregnar una sociedad? Porque
si no, pareciera que la idea de una sociedad cristiana es una pura utopía».
Entonces, en ese preciso momento, decidí en mi interior escribir este
libro. Porque pensé que, dado que dicha joven nada sabía acerca
del curso que yo había dictado en Buenos Aires, ni del pedido que los
asistentes al mismo me habían dirigido, por ella me hablaba Dios. Al
menos, así creí entenderlo. Esta es la razón por la cual
Ud., estimado lector, tiene este volumen en sus manos.
Sí, eso es lo que pretendí al abocarme a su redacción:
mostrar cómo es posible la refracción temporal del Evangelio,
como fue de hecho posible la realización de una sociedad cristiana, a
pesar de todos los defectos que la mancillaron. Una sociedad donde la cultura,
el orden político, la organización social, el trabajo, la economía,
la milicia, el arte, fueron alcanzados por el influjo de Aquel que dijo: «Se
me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». Hoy estamos lejos de
ese mundo, pero su recuerdo no sólo suscitará nuestra nostalgia
sino también el deseo de ir tendiendo a una nueva Cristiandad, esencialmente
idéntica a aquélla, si bien diversa en sus expresiones exteriores,
dados los cambios evidentes que la historia ha ido produciendo a lo largo de
los siglos. ¿No será eso lo que el Papa nos quiere decir al insistir
una y otra vez en la necesidad de lanzarnos a una «nueva evangelización»?
¿O cuando exhortó al mundo de nuestro tiempo a «abrir de
par en par las puertas al Redentor»?
Si en algo este libro puede contribuir a ello, el intento quedará plenamente
logrado.
Prólogo
P. Carlos Biestro
Es sabido que Dios
salva al mundo suscitando hombres e inspirando obras que contradicen al mundo
con la defensa de aquellas causas que cada época particular tiene por
perdidas: el P. Alfredo Sáenz hace en este libro el elogio de la Cristiandad.
Como va contra la corriente, este fruto de una profunda inteligencia y enorme
capacidad de trabajo parecerá a muchos una nueva muestra de la mentalidad
oscurantista, que halla más gusto en desenterrar fósiles que en
ocuparse de las cuestiones actuales o imaginar el porvenir. Y sin embargo, es
necesario considerar el tema de la Cristiandad porque quienes hoy tienen en
sus manos (hasta donde ello es posible para los simples mortales) determinar
el rumbo de las naciones, procuran instaurar un Nuevo Orden Mundial que parodia
al Cristocentrismo Medieval. No sabemos si tal empresa tendrá éxito
esta vez –la Escritura enseña que algún día, Dios
sabe cuándo, la Humanidad formará un solo rebaño bajo el
Mal Pastor, el Anticristo– pero tenemos certeza del significado de la
mala imitación que el Nuevo Orden Mundial hace del orden temporal vigente
en los siglos cristianos: la parodia, en este caso, significa un reconocimiento
inconsciente que lo ficticio rinde a algo auténtico. La meta por la cual
bregaron Papas, Obispos y Reyes tiene tanta actualidad hoy como siglos atrás.
Cristo hace nuevas todas las cosas; su virtud regeneradora puede así
trasponer a un plano superior una noción ya conocida por los paganos:
la Idea Imperial. Esta expresaba la intención de reunir a todos los hombres
por medio de la religión, la cultura y los lazos de sangre. La familia
humana reflejaría así la unidad del cosmos, que por sus armonías
se mostró a la reflexión de los filósofos como una gran
ciudad. Los esfuerzos más conocidos para concretar esta aspiración
fueron realizados por Alejandro Magno y Augusto.
La unificación religiosa planteaba una grave dificultad porque la ciudad
antigua tenía sus propios dioses. Para resolver este problema, los grandes
adalides que se propusieron obtener el cetro del mundo hicieron obligatorio
el culto de la ciudad dominadora y del Emperador. Tal es el significado de Júpiter
Capitolino y del endiosamiento del César. La Providencia quiso que Pedro
confesara por primera vez la Divinidad del Señor en Cesarea de Filipo,
donde se levantaba un templo en honor de la Autoridad Romana, para poner en
evidencia el abismo que media entre el verdadero Dios hecho hombre y los hombres
que fingen una condición divina. Pero debemos reconocer que los paganos
habían buscado mal algo bueno. Se habían equivocado en permitir
que un hombre intentara subir a los cielos y asentar su trono sobre las estrellas;
mas el recuerdo brumoso de los oráculos primitivos los llevó a
acertar cuando cifraron la salvación de la Humanidad en la obra de un
Pastor de pueblos que uniese en sí, de modo misterioso, la naturaleza
de Dios y del hombre. La Idea Imperial fue, pues, un elemento más de
la «preparación evangélica» que puso a disposición
de la naciente sociedad cristiana los mejores logros de la civilización
latina, en la cual había aparecido la Iglesia.
Todos aquellos bienes estuvieron, sin embargo, a punto de perderse para siempre:
la filosofía había desembocado en la desesperación de alcanzar
la verdad; la cultura consistía en «corromper y ser corrompido»;
y el poder romano, erigido sobre la base firme de viejas virtudes campesinas
y guerreras se desmoronó por obra del desenfreno. El espectáculo
provocó la indignada denuncia de Horacio:
«Fecundo en culpas, nuestro siglo mancha
El hogar, las estirpes y las bodas;
Y de esta fuente de maldad se ensancha,
Fluyendo al pueblo ya la Patria toda».
Para probar el carácter único del Señor, San Pablo lanza
a los cuatro vientos una afirmación que tiene la fuerza de un mazazo:
«¡Resucitó!». También la Cristiandad salió
de un sepulcro: ella dio nueva vida a los huesos secos del fracaso pagano. De
tal modo, la historia confirma la enseñanza de la fe: al margen de Cristo,
la vida humana corre hacia la perdición, porque es imposible para la
sola creatura detener el avance inexorable de la culpa y la muerte que reinan
desde la Caída Original. Sólo en el Señor las personas
y las sociedades pueden alcanzar la salvación.
Debemos considerar el talante espiritual de aquel pequeño grupo de fieles
enviados por el Señor como ovejas entre lobos y cuyo credo se convirtió
en el fundamento místico de un nuevo orden temporal. Su enseñanza
tiene plena vigencia. Bien sabemos que teólogos de renombre afirman que
no podemos mantener la actitud ingenua de los primeros cristianos, pero no hemos
avanzado tanto como para dejar atrás al sentido común, y se nos
ocurre que si somos cristianos del año 2000, ello se debe a que durante
veinte siglos ha habido una cadena ininterrumpida de hombres y mujeres que se
han tomado la molestia de creer para que también nosotros llegásemos
a aceptar lo que fue creído por todos, siempre, en todas partes.
Los paganos encontraron sorprendente la negativa de la Iglesia a aceptar cualquier
forma de sincretismo: nadie podía llamarse con verdad discípulo
de Cristo y dar culto a los dioses de Roma. Ese atrevimiento sólo podía
nacer de un ánimo insolente, malvado. Tácito pensó que
los cristianos eran la hez de la tierra. Estalló la persecución
vaticinada por el Evangelio, y al cabo de tres siglos se hizo evidente que una
fuerza misteriosa había sostenido a quienes habían mostrado una
voluntad absoluta de permanecer firmes en la fe, aun a costa de la vida.
La sangre de los inocentes expió los crímenes ancestrales, y una
vez que la tierra fue purificada de sus culpas, se hizo apta para recibir la
simiente de la Palabra de Dios. Ella fue sembrada por los grandes Obispos, quienes
se levantaron como atalayas del pueblo que Dios les había confiado. Escrutaron
la Verdad Revelada, combatieron incansablemente las herejías, consideraron
los grandes problemas de su tiempo y se esforzaron por hallar soluciones. Se
entiende que esto equivalía a predicar la llamada «verdad peligrosa»,
porque la luz del Evangelio provoca la irritación del mundo. San Ambrosio
excomulgó al Emperador. responsable de la masacre de Tesalónica.
San Juan Crisóstomo denunció a la Emperatriz como una nueva Herodías.
Soportó intentos de asesinato, recibió malos tratos y murió
semimártir rumbo al destierro. Pero la Palabra de Dios no quedó
encadenada y descubrió a quienes habían aceptado recibirla la
posibilidad de un nuevo orden cuyo eje es Cristo.
Junto al Mártir y al Obispo, la tercera figura fundacional de una vida
terrena informada por el Evangelio fue el Monje. La fe enseña que el
hombre ha sido creado para ver a Dios y vivir en El. Muy pocos piensan seriamente
en estas cosas. Quienes huyeron a los valles solitarios y rincones apartados
no cometieron tal error: dejaron todo para encontrar el Todo, la Vida, por la
que todo vive y cuya delicia es ensimismarse en nuestras almas para hacemos
participes de su Secreto. «En Francia los arqueólogos descubren
restos de fundaciones monásticas cada 25 kilómetros. Francia estaba
como atrapada en una red de oraciones». Entre el siglo V y el XVII fueron
fundados en Europa 40.000 monasterios.
Aquella oración traspasó el cielo y permitió que la creatura
sintonizara con el Creador. Y sólo entonces el esfuerzo por restaurar
el orden perdido dejó de ser estéril. El Señor construyó
la casa y guardó la ciudad. Alrededor de las Abadías se formaron
caseríos, que con el paso del tiempo se convirtieron en ciudades. La
regla benedictina inspiró leyes e instituciones de aquellos pueblos,
que aprendieron a vivir en paz. Poco a poco apareció «la forma
cristiana de todas las cosas». Y si el advenimiento del Evangelio permitió
descubrir que el alma es naturalmente cristiana, de igual modo, la impregnación
de la política, la milicia, la especulación filosófica
y teológica, el trabajo y el arte por la fe mostró que también
el orden temporal es naturalmente cristiano. Bien sabemos que hubo numerosas
falencias y miserias, pero ellas se debieron ala frágil condición
humana y no son imputables al principio rector de esa estructura. Hasta donde
la sociedad fue fiel al bautismo común, «produjo bienes superiores
a toda esperanza», como dejó dicho León XIII.
La Escritura enseña que «el hombre en la opulencia no comprende».
Cede con facilidad a la seducción del mundo; su mirada se enturbia por
el afán de posesión y dominio. Aspira a comenzar desde sí
mismo. Esta mala conversión se hace patente si atendemos a aquellas mismas
causas que hicieron posible el surgimiento de la Cristiandad.
En lugar de aquella voluntad absoluta de perder todo con tal de salvar el movimiento
esencial de la vida humana hacia Dios, prevaleció una actitud de instalación
en el mundo. Surgió el burgués, enemigo irreductible del modo
de vida cristiano. Con frecuencia cada vez mayor, las sedes episcopales fueron
entregadas a hombres duchos en la intriga y hábiles para los negocios.
La misma decadencia afectó a la vida monástica. Un estudio sobre
236 monasterios ingleses cuya erección tuvo lugar entre el siglo X y
el XIV revela que 14 fueron fundados en el siglo X. 33 en el XI, 143 en el XII,
42 en el XIII, y sólo 4 (menos del 2 %) en el siglo XIV. Enrique VIII
fue la espada del Cielo: el Rey sifilítico y su pandilla pudieron disolver
la casi totalidad de los monasterios y apoderarse de aquellas tierras porque
la angurria de riquezas había ocupado el vacío creado por el desinterés
hacia Dios.
Este olvido de lo Unico Necesario se reflejó en el más alto saber
humano, la filosofía. Guillermo de Ockham sentó principios que
cortan el camino por el que la mente va a Dios. Según el lamentable franciscano,
nuestros conceptos son signos arbitrarios incapaces de permitirnos conocer las
cosas en su verdad:
«Stat rosa pristina nomine
Nomina nuda tenemus».
No en vano esta filosofía ha sido llamada nominalismo: al igual que en
el Paraíso, se trata de dar el nombre a las cosas. Pero esta vez el hombre
no se reconoce cooperador de Dios ni intenta descubrir la verdad que el Señor
ha puesto en su obra, sino que excluye al Creador e interpreta la creación
desde sí y para sí. La realidad debe estar en consonancia con
los esquemas elaborados para explicarla. Los versos que cierran la obra más
famosa de Umberto Eco: «la rosa primigenia está en el nombre, tenemos
los nombres desnudos» expresan la coartada de quien ha cifrado la beatitud
en el Poder: si nuestros conceptos son arbitrarios, entonces el hombre es el
árbitro del mundo. Ello explica una característica asombrosa de
los nuevos tiempos: la primacía de la acción sobre la contemplación;
el destierro del que ve y la potestad de ordenar confiada al que hace, es decir,
el predominio del mediocre o del necio, quienes sólo pueden dar palazos
de ciego e inexorablemente van a parar –y conducen a los demás–
al hoyo.
Desde el siglo XIV hasta el presente la ideología nominalista ha tenido
un influjo cada vez mayor sobre la religión, la política y las
ciencias. Y ahora la Historia ha terminado, nos dice Francis Fukuyama, al comunicarnos
graciosamente la interpretación de «La Ciudad de Dios» hecha
por el Departamento de Estado. La evolución ideológica de la Humanidad
reposa en el punto omega: la democracia liberal ya no halla serios adversarios
en nuestro planeta e ingresamos así en el «estado universal homogéneo».
Puede ser que desde el punto de vista de la dialéctica hegeliana hayamos
llegado a la pacificación total, pero si en lugar de sumergirnos en Hegel
miramos alrededor nuestro, resultará innegable que aquella atmósfera
particular de Dinamarca que tan desagradable impresión produjo en el
joven Hamlet es agua de rosas en comparación con el aroma que traen las
tibias brisas de esta primavera de la Historia. Porque cuando han sido superados
todos los conflictos internos del sistema, se agudiza al máximo la oposición
entre el sistema y la naturaleza humana.
El hombre de nuestro tiempo vive idiotizado por la mentira y es víctima
del robo sistemático cometido por los traficantes de naciones, pero la
nota que con más claridad muestra al «estado universal homogéneo»
como un arrabal del Infierno es el ataque prolijo contra la vida, denunciado
entre otros por el Cardenal Ratzinger: «la guerra de los poderosos contra
los débiles», que responde por completo a la lógica del
pecado.
Y también resulta lógico que el Nuevo Orden Mundial proponga una
religión de muerte, ofrecida como una mística humanitaria cuya
finalidad es expandir las fronteras de la conciencia para obtener la autorrealización.
El hombre de Acuario puede «construir su propia trascendencia» porque
el Dios con el que busca establecer contacto es la energía primordial
del cosmos, el fondo del que proceden todas las cosas y que llega hasta nosotros
por evolución ascendente. Para conquistar la cumbre del Carmelo, sólo
se requiere conocer los secretos de la mente, sin necesidad de la Encarnación,
la gracia y el latín, como en otras épocas más atrasadas.
Ahora bien, aunque sea enojoso hacer el papel de aguafiestas, no podemos dejar
de señalar los aspectos menos humanitarios de esta mística: el
Dios de la era de Acuario no es personal, se halla tan presente en nuestra alma
como en un gato o una piedra, y el glorioso tránsito desde esta vida
hacia la felicidad de ultratumba es la abolición del yo, su disolución
en el campo universal de energía ciega. La «Nueva Era» –New
Age– es la vieja gnosis que tentó a nuestros primeros padres en
el Edén, y también en esta oportunidad la búsqueda de una
falsa divinización conduce a «morir de muerte».
El proceso de apostasía de las naciones cristianas iniciado hace siete
siglos ha favorecido la aparición de falsos profetas. Quienes no quieren
aceptar la verdad que los salvaría, enseña el Apóstol,
son entregados al poder engañoso de la mentira. Y la mentira tiene por
instrumento a aquellos que, al decir de Jeremías, «curan a la ligera
la llaga de mi pueblo, exclamando: “¡Paz, paz!”, cuando no
hay paz».
De cuantos propalan fábulas impías y cuentos de viejas, según
la expresión de San Pablo, pocos han influido tanto como Maritain para
falsificar la relación entre Cristo y el orden temporal: la Cristiandad,
dice, ya ha sido abolida históricamente; ahora debemos renunciar a ella
como ideal y sustituirla por una nueva concepción profanocristiana y
no sacrocristiana de lo temporal. «La idea discernida en el mundo sobrenatural
a manera de estrella de este humanismo nuevo... no será ya la idea del
Imperio Sagrado que Dios posee sobre todas las cosas, será más
bien la idea de la Santa Libertad de la criatura, unida a Dios por la gracia».
Con todo, nos parece difícil que pueda recibir la gracia quien se obstina
en rechazar a Cristo después de haberlo conocido suficientemente.
La atribución de un carácter mesiánico a la Democracia
Universal niega al verdadero y único Salvador, e introduce solapadamente
una nueva religión. El culto de un poder político cualquiera implica
la adoración del Hombre, porque el Estado es una alta obra de nuestra
razón práctica, y de este modo entroncamos con la superstición
encargada de justificar el Nuevo Orden Mundial.
Afortunadamente la actitud del P. Alfredo Sáenz se encuentra en las antípodas
de este modo claudicante. El no ha sido fascinado por la riqueza, el confort,
los progresos y las ilusiones de una civilización que ignora voluntariamente
al Rey de Reyes y Señor de los Señores. El Autor de este libro
–se transparenta en cada página de la obra– no acepta convertirse
en vendedor de religión para la sociedad de consumo a cambio de las treinta
monedas de una vida burguesa, de cuyos horizontes está excluida la posibilidad
del conflicto y la persecución. Predica la «verdad peligrosa»
que contradice al mundo.
Y en la milicia a la que se ha entregado para que el Señor reine en las
almas y también en la sociedad, encontramos algo característico
de los siglos cristianos: el espíritu de la caballería. Este se
cifra en la decisión de no ceder ante el poderoso, porque quien defiende
una causa aparentemente perdida se reconoce depositario y testigo de un valor
espiritual que no puede traicionar. Y ésta es la salvación del
mundo, que mencionábamos en el comienzo de estas líneas: el Evangelio
nos dice que las tinieblas resisten a la Luz, pero el Señor nació
y resucitó de noche para dar a entender la victoria de su Luz sobre las
tinieblas. Por ello, aun en la noche más cerrada, el cristiano mantiene
viva «la esperanza de la aurora».
Tal esperanza es la que ha hecho posible este libro, cuya lectura hace arder
el corazón y nos invita a ser como antorchas en el mundo para que nuestra
vida se transforme en testimonio de aquella Luz por la que todo vive y cuya
delicia es ensimismarse en nuestras almas para hacernos partícipes de
su Secreto.