Hablar de la situación de los cristianos en Europa dentro de un tema sobre las Persecuciones religiosas en el mundo contemporáneo , obliga a referirse a la situación de los católicos o del catolicismo en España , situación que en buena medida puede considerarse estrechamente vinculada a una de las más cruentas persecuciones religiosas que ha padecido la Iglesia en el siglo XX y en toda su historia. Nos referimos a la que, con raíces en el período anterior, se desencadenó desde el poder, bajo su amparo o con total impunidad entre mayo de 1931 y marzo de 1939.
Situando la persecución
religiosa en un contexto más amplio podría hablarse de lo que
se han llamado Raíces cristianas en la Guerra de España[1]. Es
decir, que uno de los factores que en ella estuvieron presentes y actuaron en
forma decisiva fue lo religioso[2], aunque no todos compartan la apreciación
o la interpreten de manera diversa.
Como negar lo evidente resulta empresa difícil, los que ponen en cuestión
estas raíces religiosas no pueden ocultar las manifestaciones de lo religioso
que van desde los templos incendiados o las imágenes profanadas, a los
Tercios de requetés avanzando a la sombra del crucifijo o al entusiasmo
por la celebración de la Misa después de años sin poder
hacerlo en una población recién liberada. Pero lo que sí
hacen es reinterpretarlas: a lo más se concede que los motivos religiosos
aparentes no son más que la simple fachada de los verdaderamente decisivos
de orden político, económico, social... y en cuanto a la saña
persecutoria (también difícilmente disimulable pues sus autores
no se recataban en hacer alarde de los excesos cometidos) no sería sino
la legítima depuración de los pecados seculares de la Iglesia
española, siempre al lado de los poderosos; únicamente se trataba
de eliminar a los que alguien ha definido como “activos agentes al servicio
de los intereses de los sectores sociales rurales tradicionalmente dominantes”[3].
Recientemente asistimos al intento de presentar el anticlericalismo como algo
semejante a un movimiento cultural y a sus representantes como unos paladines
del progreso y la liberación.
Pero por debajo de esta negativa a aceptar las referencias religiosas de una
guerra que ha influido de manera tan directa en la situación actual del
catolicismo español, no sólo se encuentra la pervivencia de corrientes
historiográficas que pretenden soslayarlas o negarlas por simples prejuicios
sino que se encuentra un profundo sentimiento de incomodidad que embarga a eclesiásticos
y seglares a la hora de admitir, en un momento en que el pluralismo ideológico
(o lo que se nos presenta como tal) está consagrado como uno de los pilares
de la convivencia, que puedan producirse enfrentamientos por razones religiosas.
Si, además, lo religioso no se limitó en la guerra de España
al terreno de lo puramente personal e individual sino que se asumió “como
orientación cristiana, católica, de la existencia humana en todas
sus vertientes, entre ellas, por tanto la social y la política”[4],
se explica el rechazo y el escándalo en muchos sectores.
También así se entiende la curiosa evolución que la propia
Iglesia ha seguido en su percepción del fenómeno y que describe
en los siguientes términos un testigo de primera mano, seguramente sujeto
y autor del proceso a que se refiere:
Durante mis años de novicio y seminarista, en las comunidades claretianas
se palpaba el espíritu de los mártires, su piedad, su fervor,
su maravillosa fidelidad. Vivían todavía algunos superiores o
formadores suyos, los pocos que no fueron asesinados; había entre nosotros
compañeros y hasta parientes o paisanos de los mártires. Se comentaban
con frecuencia anécdotas, recuerdos. Las casas que habitábamos,
los libros que usábamos, las oraciones, los lugares de nuestros paseos
y excursiones, rezumaban recuerdos de los mártires. Humana y religiosamente
crecimos en intensa familiaridad con ellos, acompañados de una difusa
presencia espiritual que ha dejado su huella imborrable en lo más profundo
de nuestra personalidad religiosa y misionera (...)
Luego vinieron unos largos años de silencio. Silencio, discernimiento
y purificación. La Iglesia española ha necesitado tiempo para
asimilar el perdón que ellos ofrecieron a sus verdugos. Hemos necesitado
tiempo para distinguir cosas y cosas, para separar la causa religiosa de las
causas sociales y políticas, para distinguir con claridad los tres o
cuatro conflictos, de naturaleza diferente, que se trenzaron en una sola tormenta
arrasadora.
En los decenios del setenta y del ochenta, el silencio de la Iglesia española
y universal ha sido un silencio de purificación y de respeto. Ha sido
también una contribución a la imprescindible reconciliación,
objetivo primario, en lo político y en lo religioso para los españoles.
Pero este silencio no era desamor ni olvido”[5].
Naturalmente, discrepo de la interpretación que se da a los años
del silencio. Seguramente que sus causas se pueden poner en relación
con móviles menos elevados que la purificación y la reconciliación;
estoy seguro que en aquel silencio hubo mucho de desamor y de olvido motivado
por el escándalo a que me refería. Entre los años 60 y
80 ¿cómo iban a hablar de los mártires de España
tantos que se estaban dejando seducir por el señuelo del socialismo y
del comunismo? ¿O que querían abatir el régimen político
entonces vigente en España silenciando una de las más hondas y
sinceras justificaciones del estado de cosas a que habían llegado las
relaciones Iglesia-Estado? E incluso en nuestros días ¿no estorba
el recuerdo de los mártires a una mentalidad religiosa y civil que ha
hecho suyas las máximas del liberalismo y que, con violencia y distorsión
de la historia, ha identificado al bando llamado republicano con los adalides
de la libertad y la democracia? Sí, hubo mucho desamor y mucho olvido.
Pero el escándalo no nos libra de la necesaria explicación y,
una vez admitidas las raíces religiosas del fenómeno así
como la secuencia lógica: persecución religiosa à Cruzada
(y no al revés) queda en el aire la pregunta: ¿Cómo en
un pueblo profundamente religioso como el español pudo estallar semejante
persecución religiosa?[6].
Hay dos explicaciones que no me resultan convincentes y que se han intentado
desde un primer momento: que la persecución religiosa tenía carácter
exclusivamente social y no religioso y que constituyó una represalia
contra el levantamiento (que se suponía incitado y apoyado por el clero)
o contra toda una serie de pecados seculares de la Iglesia española (alianza
con el poder, falta de inquietud social, intransigencia...).
Esta última explicación, además de haber sido lanzada como
acusación con carácter polémico comenzó a abrirse
paso (en un principio con indudable buena voluntad de reconocer los errores
propios) ya en los años posteriores a la guerra cuando se empezó
a caer en las primeras manifestaciones de un mea culpismo que ha llegado en
nuestros días a extremos aberrantes. Y sobre todo es una explicación
ingenua que quiere olvidar cómo doctrinas de tanta influencia sobre las
organizaciones obreras como el anarquismo o el marxismo son esencialmente ateas
y difunden la crítica a la Iglesia como consecuencia obligada de sus
tesis fundamentales. Las deformaciones o abusos concretos son, desde dicha perspectiva,
más argumentos para la polémica que razones que realmente motivan
esas posiciones anticlericales. Así, cuando la Iglesia no lograba hacerse
presente en todos los ambientes de las clases más bajas, era criticada
por el abandono en que dejaba a los pobres y obreros y cuando lograba hacerlo
—a través de las personas o de las instituciones educativas y asistenciales—
era condenada por la manera en que ejercía su acción social y
presentada como una sucursal de la burguesía dominante[7].
Me parece que el único camino de explicación pasa por la constatación
de una serie de hechos y, a partir de ellos tratar de establecer no una simple
relación causa-efecto sino una comprensión más adecuada
del impacto que sobre la Iglesia española ejerció la persecución
religiosa entre 1931 y 1939 y de las consecuencias de dicho fenómeno
en su trayectoria posterior. Por eso quiero referirme a una serie de circunstancias
que sirvan para progresar en esta explicación y que ayuden a centrar
un posible debate:
La doble cara del anticlericalismo en España
El anticlericalismo puede definirse[8] como una actitud ideológica que,
dentro de su particular visión de la realidad considera a la Iglesia
católica -en tanto que institución- como el principal representante
de un Antiguo Régimen superado, como el enemigo fundamental de la Modernidad.
Para ser anticlerical no es necesario quemar iglesias o asesinar a eclesiásticos,
basta con teorizar, polemizar y elaborar una visión crítica global
de la Iglesia Católica y sus miembros. Este anticlericalismo que acabará
conduciendo a una persecución religiosa añade otros matices pero
va íntimamente unido al proceso de secularización que tiene lugar
en Europa desde el Renacimiento.
La secularización del mundo moderno es un proceso histórico en
el curso del cual los diversos ámbitos de la vida humana (concepciones,
costumbres, formas de sociedad, política, economía, educación,
derecho...) o la totalidad de los mismos dejan de estar determinados por lo
religioso. Pero el fenómeno al que nos referimos supera a esta secularización
que -debido a su ambivalencia- puede contar también con aspectos positivos.
Cuando el reconocimiento de la secularidad propia del mundo se convierte en
una ideología al servicio de un programa opuesto a la religión
y de unas filosofías positivistas o materialistas, debemos hablar de
una realidad mucho más amplia que se define generalmente con el término
anticlericalismo (palabra polémica y referida a una actitud que puede
conservar elementos teísticos pero que es hostil a la Iglesia y especialmente
a algunas de sus intervenciones socio-políticas[9]). Un vocablo semejante
es el de laicismo[10]: tendencia a excluir a la Iglesia de las cuestiones socio-políticas.
Al servicio de esta tarea, el Estado que, paradójicamente, se definía
a sí mismo como constitucional y liberal, era visto por muchos como un
instrumento esencial en la tarea de secularizar las conciencias.
Y es que este anticlericalismo no se limita a excluir lo religioso de toda relevancia
en la configuración de la vida social y por ello no tiene reparo en invadir
y perseguir ciertos comportamientos y prácticas individuales, estrictamente
privados. La confusión de lo público y lo privado -mejor dicho,
la subordinación de lo segundo a lo primero- era uno de los elementos
que, en la practica, determinaba el discurso ideológico anticlerical,
olvidando que (al menos en teoría) el liberalismo había diferenciado
con claridad ambas esferas, estableciendo los límites de lo público
como garantía del derecho y la libertad del individuo[11].
Este doble fenómeno -la utilización del Estado y la invasión
de la esfera privada- se habría de ver con especial claridad en la persecución
religiosa desencadenada en España durante los años de la Segunda
República (1931-1939). Los artículos de la Constitución
y sus disposiciones complementarias demostraron que se pretendía elaborar
un marco legal negando la existencia política, social y cultural de un
amplio sector de la sociedad española y, además, consagrando esta
exclusión en el plano jurídico con medidas como el no reconocimiento
de la Iglesia como institución de Derecho público, la extinción
del presupuesto del clero, la disolución de la Compañía
de Jesús, la prohibición de la enseñanza a las órdenes
religiosas, etc.
El paso siguiente sería la invasión de la esfera de la intimidad
y hasta de la vida. La quema de conventos, la persecución religiosa legal
y la eliminación masiva de eclesiásticos y seglares en 1934 y
1936-1939 serían pasos sucesivos de una misma secuencia lógica
en la que finalmente acabaron dándose la mano dos formas de anticlericalismo.
El anticlericalismo en España tuvo una doble raíz, intelectual
y popular, que ahondó sus bases en las estériles diatribas del
siglo XIX. El primero planteó su política partiendo de la escuela
y de la universidad, luchando en defensa de una libertad de enseñanza
que la Iglesia había impedido durante siglos, amparada en la monarquía
absoluta y liberal. El segundo había manifestado en España su
virulencia desde la semana trágica de Barcelona aunque había tenido
manifestaciones parecidas casi un siglo antes”[12].
Palacio Atard sintetiza esta doble forma afirmando que “la raíz
intelectual, fruto del subjetivismo liberal y del positivismo científico,
considera a la Iglesia enemiga del progreso; y la raíz popular, con una
enorme fuerza pasional, descarga sus emociones en un enconado odio a la Iglesia”[13].
Pero esta distinción no debe hacer olvidar que ambos anticlericalismos
estuvieron siempre muy unidos pues cuando el pueblo saqueaba o incendiaba edificios
religiosos, e incluso cuando asesinaba a los sacerdotes, lo único que
hacía era poner en práctica las consignas difundidas por la prensa
y las publicaciones anticlericales:
A agriar más los ánimos y enfrentar implacablemente a media España
con la otra media contribuyeron, no menos que los incendios y la legislación
apasionada, las propagandas sistemáticas del laicismo, la pornografía
y la irreligión, que cayeron como enjambre oscuro sobre una masa inculta,
incapaz de resistirlas”[14].
Al mismo tiempo, los líderes políticos en sus demagógicos
discursos enardecían a las masas con delirantes propuestas. Es conocido
el tono empleado por Alejandro Lerroux en vísperas de la Semana Trágica
de Barcelona:
Jóvenes bárbaros de hoy: entrad a saco en la civilización
decadente y miserable de este país sin ventura; destruid sus templos,
acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría
de madres para virilizar la especie; penetrad en los Registros de la propiedad
y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización
social; entrad en los lugares humildes y levantad legiones de proletarios para
que el mundo tiemble ante sus jueces despiertos. Hay que hacerlo todo nuevo,
con los sillares empolvados; pero antes necesitamos la catapulta que abata los
muros y el rodillo que nivele las hogueras... Seguid, seguid... No os detengáis
ni ante los sepulcros ni ante los altares... Hay que destruir la Iglesia...
Luchad, matad, morir...”[15].
Antonio Montero se refirió a esta trágica dualidad del anticlericalismo
con un epígrafe expresivo: “el pueblo quema y el gobierno legisla”[16]
poniendo así de relieve cómo antes de que la atmósfera
persecutoria llegara al máximo de su enrarecimiento había mediado
toda una etapa de legislación ofensiva para las creencias de la mayoría
de los españoles en tanto que el pueblo sería pasto de las propagandas
más disolventes desembocando en una positiva oposición a lo cristiano
que —si bien tiene raíces anteriores— adquiere ahora madurez
y nuevas formas de expresión. Era lo que muchos llamaron la apostasía
de las masas:
“El dolorosísimo fenómeno incluye todavía algo más
grave que la deserción material de las masas y su temerosa indiferencia
con relación a la Iglesia y al Catolicismo; en realidad, no es simplemente
indiferencia, es odio reconcentrado, odio de una ferocidad inhumana, el que
sienten hacia la Santa Iglesia y sus representantes. No sólo se han ido,
es que se alejaron de nosotros maldiciéndonos, odiándonos, en
plan de aniquilarnos despiadadamente si les fuera posible. No solamente han
dejado de ser católicos, se han convertido, por lo general, en francamente
anticatólicos. Y si es verdad que no todos parecen víctimas de
esa hostilidad activa y feroz, es indiscutible que a quienes la alimentan, obedecen,
y por ellos se dejan conducir”[17].
Las raíces de la Persecución Religiosa: la lenta gestación
y la aceleración de un proceso
Cuando se habla de que la Segunda República española tuvo que
hacer frente desde sus primeros momentos al denominado problema religioso, se
quiere dar la impresión de que en la España de 1931 las creencias
religiosas de los españoles eran ya un motivo de conflicto permanente
y que se venía arrastrando, como un problema desde años atrás.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Basta tomar en las manos
un libro de historia de España y recorrer los acontecimientos del largo
período que va entre 1875 y 1931 para comprobar que las cuestiones religiosas
ocupan un lugar muy secundario: algunas discusiones en torno a la confesionalidad
del Estado y la libertad religiosa al redactar la Constitución, la cuestión
de la enseñanza, algunas algaradas que se saldaron con incendios de iglesias
y conventos como en Barcelona en 1909, la llamada “Ley del Candado”...
y poco más. La cuestión religiosa durante la Restauración,
más que un verdadero problema, es una bandera que agitaba el Partido
Liberal cuando necesitaba disimular la ausencia de un proyecto político
específico.
Por eso se puede afirmar que en 1931 los españoles no estaban radical
e irremediablemente divididos por cuestiones religiosas. España era un
país católico, con una mayoría aplastante que vivía
su catolicismo con toda normalidad y también con toda intensidad porque
configuraba toda su existencia terrena, desde el nacimiento hasta la sepultura.
Sólo determinados grupos tenían en su mente un proyecto, arrastrado
durante años, de desterrar a la Iglesia de toda presencia social y de
instaurar un laicismo que no era simple neutralidad sino militantemente anti-religioso.
El “España ha dejado de ser católica” de Azaña
sería la expresión de un deseo más que la neutral constatación
de una realidad sociológica.
Cuando en abril de 1931 se proclamaba la República la cuestión
religiosa no se planteó ni poco ni mucho; estaba ausente. No en vano
Alcalá Zamora (ex ministro de Alfonso XIII, no se olvide) había
planteado la posibilidad de una República conservadora bajo el patrocinio
de S.Vicente Ferrer. Y la Iglesia había aceptado al nuevo régimen
por expresas instrucciones de Roma al nuncio Tedeschini que se mantuvo en Madrid
con el aval y reconocimiento de los líderes católicos republicanos
como el propio Alcalá Zamora y Miguel Maura[18].
Pero las fuerzas que habían tomado el rumbo de la República no
estaban dispuestas a aceptar estos proyectos. Y apenas un mes después,
ocurrían unos acontecimientos inesperados que iban a poner sobre el tapete
la cuestión religiosa: durante los días 11, 12 y 13 de mayo de
1931 en Madrid, Valencia, Alicante, Murcia, Sevilla, Málaga y Cádiz,
los asaltos, el saqueo y el incendio de iglesias y conventos fueron episodio
corriente sin que la fuerza pública interviniera en su favor hasta que
la situación se hizo insostenible.
Como prueba de lo que decimos y del ambiente que rodeó a aquellos sucesos
transcribimos dos testimonios de primera mano que no pueden considerarse procedentes
de un ambiente especialmente clerical.
El primero es de Ramiro Ledesma Ramos, el fundador de las Juntas de Ofensiva
Nacional Sindicalista. las oficinas de su periódico La Conquista del
Estado estaban en la Gran Vía y los redactores fueron espectadores obligados
del incendio de la Iglesia y Residencia de los jesuitas llamada de la Flor::
Próximamente a las diez, un grupo de doce o quince individuos, coreado
por otro que no pasaría tampoco de veinte, comenzó a vocear ante
el edificio, lanzando alguna que otra piedra. Inmediatamente rociaron la puerta
del edificio y empezó a arder, facilitándolo un haz de astillas
que llevaban ya dispuesto.
En aquel mismo momento llegó una sección de Seguridad, que dispersó
a los incendiarios, retirándose éstos hacia la calle de San Bernardo.
Desde la esquina de esta calle con la de Dato, donde está la sucursal
del Banco de Vizcaya, cuatro o cinco de aquéllos hicieron sobre los guardias
unos diez disparos.
El incendio entonces no pasaba de la puerta y del pequeño haz de astillas.
A los cinco minutos, todavía levísimo el fuego, apareció
un coche de bomberos que, ante la no muy acalorada presión de los grupos
se retiró sin actuar. También se retiró la sección
de guardias. Entonces, dueños ya en absoluto del terreno, los grupos
atizaron el fuego, que al poco tiempo alcanzaba proporciones enormes [...]
En la redacción del periódico se percibió enseguida el
carácter de los incendios de cosa urdida, preparada y efectuada por una
minoría, y con la complicidad evidente del Gobierno provisional. Y de
tal modo era una ínfima minoría la ejecutora que, desde luego,
los redactores de LA CONQUISTA DEL ESTADO afirman que hubiese bastado la intervención,
en contra de los incendiarios, de dos o tres docenas de individuos para haber
impedido el de la Flor, que fue el incendio más resonante. Y del mismo
modo hay que suponer que todos los demás”[19].
El siguiente testimonio es aun más esclarecedor: Enrique Matorras, Ex-secretario
del Comité Central de la Juventud Comunista, abandonó el partido
para ingresar en la Falange y sería asesinado en agosto de 1936 en la
Cárcel Modelo de Madrid por sus antiguos correligionarios que nunca le
pudieron perdonar la publicación en 1935 de un libro con el título
El comunismo en España desde 1931 a 1934. Sus orientaciones, su organización
y su procedimiento. Allí afirma en relación con los sucesos que
nos ocupan:
Mientras tanto, las células comunistas, que han recibido instrucciones
concretas, prenden fuego al convento de jesuitas de la Gran Vía, el cual
arde totalmente, impidiendo el público la actuación de los bomberos.
Hay que hacer notar que las autoridades, acobardadas, no hacen la menor cosa
por impedirlo; al contrario, una sección de caballería que acude
al lugar del hecho, se retira ante las ovaciones del populacho enardecido. Los
grupos se corren y arde también el templo de Santa Teresa de la plaza
de España, el de la calle de Martín de los Heros, el colegio de
jesuitas de la calle Alberto Aguilera, el de monjas de clausura de la calle
Bravo Murillo, el de Hermanos de las Escuelas Cristianas de Nuestra Señora
de Maravillas y el de Chamartín de la Rosa. En ellos se cometen los mayores
abusos y sacrilegios.
Las autoridades siguen brillando por su ausencia. El partido y la Juventud comunista
lanzan la siguiente proclama, impresa en la imprenta “Argis”, donde
se tiraba Mundo Obrero: [...]
Por ella se ve claramente los objetivos que se escondían en la sombra.
La agitación y los incendios de conventos se han realizado bajo los auspicios
del partido, como ellos mismos lo dicen, con ánimo de derribar al gobierno,
como en Rusia lanzó Lenin a las masas contra el Gobierno Kerenski en
octubre de 1917”[20].
Decíamos que resultaba difícil entender estos sucesos y la pasividad
de las fuerzas de orden público al servicio del gobierno, pasividad subrayada
en los testimonios citados, pero aún es más difícil entender
cómo es posible que estos hechos no quedaran como algo aislado sino que
durante años se convirtieron en un mal continuo. Después de este
episodio denominado de manera impropia como la “quema de conventos”
(un término de resabios decimonónicos) los incendios se repitieron
por toda España de manera constante. En un cálculo efectuado a
partir de los datos transmitidos por la Historia de la Cruzada[21], en 1932
se producen al menos 15 de estos atentados, en su mayoría incendios,
en 1933 al menos 69 y entre enero/septiembre de 1934, 25. Se trata de cifras
no exhaustivas porque la censura impedía que se divulgasen muchas noticias
y otras veces éstas se limitaban al ámbito en que habían
ocurrido por tratarse de sucesos de menor importancia.
A partir de los incendios de mayo y con su pasividad, el gobierno de la República
había dado alas al anticlericalismo popular de los partidos revolucionarios,
al menos tolerando sus manifestaciones de violencia. Estos hechos permitieron
que se planteara a partir de entonces la cuestión religiosa como un problema
candente. A partir de ahora podría manifestarse en su propio terreno
el anticlericalismo elitista y burgués de los viejos partidos republicanos
y liberales, que se manifestaba en medidas de carácter legislativo pero
de gran trascendencia como los artículos de la Constitución y
las disposiciones complementarias. Unamuno detectaba muy bien la raíz
de estas decisiones con unas palabras que se refieren a los crucifijos pero
que tienen aplicación a todas ellas:
La presencia del Crucifijo en las escuelas no ofende a ningún sentimiento
ni aún al de los racionalistas y ateos; y el quitarlo ofende al sentimiento
popular hasta el de los que carecen de creencias confesionales. ¿Qué
se va a poner donde estaba el tradicional Cristo agonizante?¿Una hoz
y un martillo?¿Un compás y una escuadra? O ¿qué
otro emblema confesional? Porque hay que decirlo claro y de ello tenderemos
que ocuparnos: la campaña es de origen confesional. Claro que de confesión
anticatólica y anti cristiana. Porque lo de la neutralidad es una engañifa”[22].
Con ocasión de los sucesos revolucionarios de octubre de 1934, la persecución
religiosa daría un salto cualitativo de trascendental importancia ya
que se produjeron los primeros asesinatos de sacerdotes, religiosos y seminaristas.
Una vez desarticulado este intento, los atentados antirreligiosos son muy escasos,
hecho que demuestra la estrecha vinculación que habían tenido
con la organización (ahora desmantelada) de los partidos y sindicatos
izquierdistas. En cambio, a partir del triunfo del Frente Popular los incendios
y agresiones se convirtieron en episodio corriente hasta desembocar en la explosión
sin precedentes de los primeros meses de la guerra civil.
Todos los datos acerca de la persecución religiosa durante los años
de la Segunda República coinciden en rebatir la difundida opinión
de que la persecución religiosa en España durante estos años
fue una respuesta espontánea ante el apoyo de la Iglesia a la sublevación
que dio paso a la guerra civil o ante la represión desencadenada en zona
nacional. El inicio de la persecución religiosa fue anterior a 1936 y
no es legítimo relacionar estas acciones con un alzamiento que aún
no había tenido lugar. Otra cosa, no menos cierta, es que el comienzo
de la guerra permitió al anticlericalismo actuaciones que no habían
sido posibles cuando al menos se mantenía la apariencia de un orden legal.
En síntesis, no se puede decir que la persecución religiosa fuera
una consecuencia de la guerra civil pero es indudable que una de las causas
decisivas que llevó al enfrentamiento civil fue la persecución
religiosa.
Cifras y cronología de la persecución religiosa
En ambos casos nos referimos únicamente a los sacerdotes, religiosos,
religiosas y seminaristas pues ocuparnos también de los seglares supondría
abordar una cuestión diferente y bastante más compleja.
Cifras
A la espera de que el estudio que hemos emprendido pueda variar -aunque no sustancialmente-
el número de personas consagradas a Dios sacrificadas en la persecución
religiosa, las cifras dadas por D.Antonio Montero, hoy Arzobispo de Mérida-Badajoz,
en 1961 pueden seguir siendo aceptadas:
Grupo Víctimas Porcentaje
Clero secular 4184 61.24
Religiosos 2365 34.62
Religiosas 283 4.14
Total 6832
Entre el clero secular se
incluyen doce Obispos, el Administrador Apostólico de la diócesis
de Orihuela y un centenar de seminaristas.
Por diócesis, la más castigadas proporcionalmente fue la de Barbastro
(que perdió el 88% de su clero) y en cifras absolutas la de Madrid-Alcalá
(334) seguida muy de cerca por Valencia (327), Tortosa (316) y Barcelona (279).
La familia religiosa masculina que más víctimas aportó
fueron los claretianos (259), seguidos de los franciscanos (226) y Escolapios
(204). Entre las religiosas destacan las Adoratrices y las Carmelitas de la
Caridad, ambas congregaciones con 26 víctimas.
Cronología.
Lo primero que llama la atención en estas cifras es su enorme magnitud
pero la sorpresa es mayor si hacemos un somero análisis que pone de relieve
detalles como los siguientes[23].
- En la provincia de Madrid, desde el 19 al 31 de julio de 1936 fueron asesinados
al menos 113 sacerdotes y religiosos. En esas mismas fechas, sólo en
la ciudad de Barcelona, las víctimas eran más de 50.
- Con respecto a los datos globales, en ese mismo mes de julio las bajas fueron
733 y sólo el día de Santiago, patrón de España
fueron 68 los martirizados en diversos lugares. En agosto de 1936 se alcanzó
la cifra más elevada con más de 1650: una media de 53 por día,
entre ellos 9 obispos.
- Cuando el 1 de julio de 1937 los obispos publicaron su justamente célebre
“Carta Colectiva” los sacrificados alcanzaban ya la cifra de 5.839
(un 95% sobre el total con fecha conocida). Los restantes cayeron en el año
y medio siguiente hasta el final de la guerra. Todavía en febrero de
1939 eran asesinados por el ejército rojo en retirada el obispo de Teruel,
su vicario general y otro sacerdote.
Como conclusión acerca de la cronología podemos decir que el momento
en que se sitúa el máximo de víctimas de la persecución
religiosa oscila, según las zonas, entre los diversos meses del verano
y el otoño de 1936; pero en la mayoría de las provincias fue agosto
la que concentra las cifras más elevadas. A partir de diciembre de 1936
y de los primeros meses de 1937 hay un descenso progresivo del número
de víctimas y desde mayo de ese mismo año, y hasta el final de
la guerra, las cifras de eclesiásticos asesinados son ya muy reducidas
aunque ello no quiere decir que terminara la persecución. En realidad
es que los asesinatos en la retaguardia republicana (sin llegar nunca a desaparecer
totalmente) remitieron notablemente, en buena parte debido a la adopción
de mecanismos de control por parte del gobierno pero también “porque
la depuración ya estaba hecha”[24] y porque la represión
se orientó hacia otras formas. En todo caso, entre junio de 1937 y marzo
de 1939 hemos documentado un centenar de muertes ocasionadas muchas veces entre
eclesiásticos movilizados forzosamente y asesinados durante su estancia
en los frentes o entre presos ejecutados por el ejército republicano
en retirada.
Otras manifestaciones de la persecución religiosa
También, habría que recordar que en toda la zona sometida a la
persecución religiosa, los edificios destinados al culto (iglesias, ermitas
y conventos) fueron por regla general convertidos en cárceles, casas
del pueblo, almacenes, garajes, cuadras, etc. Pero el contenido de esos templos
fue saqueado y quemado entre escenas sacrílegas, burlas, profanaciones,
parodias de las ceremonias religiosas y realización de hechos incalificables
con las imágenes: “Cuando no se duda en fusilar la imagen del Sagrado
Corazón de Jesús, en mutilar cientos de imágenes y otras
profanaciones ¿puede llamarse esto anticlericalismo?” [25].
“Lecciones de la guerra y deberes de la paz”
Para terminar, conviene recordar el título de una Carta Pastoral publicada
por el Cardenal Gomá inmediatamente después del final de la guerra:
Lecciones de la guerra y deberes de la paz; y es que en verdad, la paz vino
después de la guerra. En cada zona el fin de la persecución religiosa
tenía lugar a medida que era ocupada por los nacionales y se puede decir
que la persecución no terminó hasta el 1-abril-1939, con la victoria
y el fin de la guerra. Olvidar esto puede ser un nuevo secuestro de la memoria
de los mártires ya que se pretende ocultar que también otros muchos
dieron su vida en las trincheras para poner fin a aquella persecución
religiosa. Oyendo hablar a algunos sobre las relaciones entre la Iglesia y Franco,
el bando nacional o el régimen nacido de la guerra civil, creo que se
falta a la verdad y se comete una gran injusticia y una imperdonable ingratitud.
•- •-• -••• •••-•
Ángel David Martín Rubio
[1] Rodríguez Aisa,
María Luisa, “Las raíces cristianas en la Guerra de España”,
en La guerra y la paz. Cincuenta años después, Madrid, 1990, 481-493.
[2] “La guerra de España es producto de la pugna de ideologías
irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas
cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e histórico”,
Carta Colectiva del Episcopado Español (1-julio-1937), n°2.
[3] Cobo Romero, Francisco, La guerra civil y la represión franquista
en la provincia de Jaén. 1936-1950, Jaén, 1993, 261.
[4] Rodríguez Aisa, María Luisa, op.cit., 482.
[5] Sebastián Aguilar, Fernando, prólogo a Campo Villegas, Gabriel,
Esta es nuestra sangre. 51 Claretianos mártires. Barbastro, agosto 1936,
Madrid, 1992, 18.
[6] Garralda Arizcun, José Fermín, “La persecución
religiosa en España (1936-1939)”, en La guerra y la paz. Cincuenta
años después, op.cit., 499.
[7] Cfr. Olábarri Gortázar, Ignacio, “El mundo del trabajo:
organizaciones profesionales y relaciones laborales”, en Historia General
de España y América. XVI-2. Revolución y Restauración
(1868-1931), Madrid, 1982, 595.
[8] Cfr. Alvarez Tardío, Manuel, “Fray Lazo: el anticlericalismo
radical ante el debate constitucional de la Segunda República Española”,
Hispania Sacra 50(1998)252-254.
[9] Martina, Giacomo, Storia della Chiesa, III, Brescia, 1995, 311. Aunque empleamos
la palabra anticlericalismo debido a su difusión y expresividad, no estamos
de acuerdo en que sea un término correcto ya que pone el acento en la
identificación negativa hacia el clero olvidando la decisiva intervención
de los seglares en la vida de la Iglesia.
[10] “Como es sabido, laico, en su primitiva significación, era
aquel miembro de la Iglesia que no pertenecía al orden clerical. En nuestros
días ha tomado significado de anticatólico y antirreligioso o,
por lo menos, de neutral en materia religiosa. Laico es, pues, el hombre que,
si no ataca a la religión, prescinde de ella. En política, laico
es el Gobierno y el Estado que prescinden de Dios como tal Estado y tal Gobierno”
Herrera Oria, Enrique, “Laicismo moderno en la educación”,
en La crisis moral, social y económica del mundo. VII Curso de las Semanas
Sociales de España, Madrid, 1934, 159.
[11] Alvarez Tardío, Manuel, “Fray Lazo: el anticlericalismo...”,
op.cit., 256.
[12] Cárcel Ortí, Vicente, La persecución religiosa en
España durante la Segunda República, Madrid, 1990, 91-92.
[13] Palacio Atard, Vicente, Cinco historias de la República y de la
Guerra, Madrid, 1973, 41.
[14] Montero Moreno, Antonio, Historia de la persecución religiosa en
España, Madrid, 1961, 34.
[15] Cit.por Arrarás, Joaquín (dir.), Historia de la Cruzada Española,
I, Madrid, 1940, 45. En 1909 afirmaba desde Buenos Aires: “Cuando conocí
detalles de vuestro comportamiento en los días de la semana gloriosa,
mi deseo habría sido volar a vuestro lado, y me decía con orgullo:
¡son ellos, son mis discípulos! “.
[16] Montero Moreno, Antonio, op.cit., 25.
[17] Arboleya Martínez, Maximiliano, “La apostasía de las
masas”, en La crisis moral, social y económica del mundo. VII Curso
de las Semanas Sociales de España, Madrid, 1934, 447.
[18] Entre paréntesis, cuando ahora tantos insisten en presentar la imagen
de una Iglesia beligerante contra la Segunda República debería
causarnos un tanto de rubor esta realidad: apenas una voz, la del Cardenal Segura,
se levantó para agradecer a la monarquía lo que esta institución
había hecho durante siglos en favor de la fe católica en España.
[19] Ledesma Ramos, Ramiro, Escritos políticos 1935-1936 (¿Fascismo
en España?, La Patria Libre, Nuestra Revolución), Madrid, 1988,
62-63.
[20] Matorras, Enrique, El comunismo en España desde 1931 a 1934. Sus
orientaciones, su organización y su procedimiento, Madrid, 1935, 38-39.
[21] Cfr. Arrarás, Joaquín (dir.), op.cit., I y II.
[22] Cit.por Arrarás, Joaquín (dir.), op.cit., II, 445.
[23] En estos datos hay un margen de imposible precisión pues, en ocasiones,
no se conoce la fecha exacta de muerte.
[24] La idea y su explicación, refiriéndose a la represión
republicana en general, en: Salas Larrazábal, Ramón, “La
represión en territorio republicano”, en Aportes 8(1988)58. En
muchos lugares era ya literalmente imposible encontrar un sacerdote o religioso.
[25] Garralda Arizcun, José Fermín, op.cit., 510.
Ángel David Martín Rubio. Arbil.org