EL INCENDIO DE EL ESCORIAL 1.671
Serían las tres de la tarde del día 7 de junio de 1.671, cuando algunos paisanos vinieron a avisar de que se había prendido fuego una chimenea del colegio situada en la parte Norte, y arrimada algún tanto al Poniente. Acudieron con presteza los pizarreros y demás dependientes de la fábrica, y aún los mismos monjes, y a muy poca costa se apagó el incendio, en términos que a nadie quedó recelo alguno de que pudiera haber peligro de que se reprodujese. Por tanto los seglares se retiraron y los monjes se dirigieron al coro a cantar la Vísperas de San Fernando, cuya festividad se celebraba por primera vez. Ya estaban concluyendo cuando los cánticos sagrados fueron interrumpidos por las voces de los que desde el patio y la iglesia gritaban desaforadamente fuego, fuego. La mayor parte de los monjes corrieron asustados al lugar del peligro; la campana anunciaba con su acompasado sonido la desgracia que amenazaba, y ya otra vez los pizarreros y dependientes se afanaban por impedir los progresos del fuego; pero en vano.
Sin duda durante el incendio de la chimenea, que todos creyeron perfectamente apagado, algunas chispas se habían introducido en los desvanes altos debajo de la pizarra, y propagando ocultamente el fuego por varios puntos. La tarde, que hasta entonces había estado nublada pero serena, rompió repentinamente en un viento aquilon tan espantoso, que las chispas ocultas bajo las pizarras levantaron en un momento llamas enormes. El viento las arrojaba con violencia a la cara de los obreros, y las propagaba con tan extraordinaria velocidad, que no bien habían comenzado a maniobrar y practicar una cordura en algún punto, cuando se veían obligados a abandonarlo sofocados por el humo y el fuego. Emprendieron estos mismos trabajos atrincherados en una pared maestra, en una torre; pero apenas lo habían intentado cuando las llamas los desalojaron, y los hicieron retirar mal de su grado.
Muy poco tiempo hacía que había comenzado el incendio, y ya parecía imposible a las fuerzas humanas atajarlo. El Vicario, revestido como estaba aún con la capa pluvial que había tomado para celebrar las Vísperas tomó el Santísimo Sacramento, y con él en las manos se presentó delante de las llamas devoradoras, implorando con lagrimas el remedio del único que podía darlo. El velo milagroso de Santa Águeda, que en otro tiempo había contenido la lava ardiente del Etna, fue presentado en vano en esta ocasión; los cielos no escuchaban las plegarias fervientes, las lágrimas angustiosas de los monjes, y los medios humanos parecían aumentar la voracidad del incendio. El viento de cada vez soplaba con mayor violencia, y ráfagas de fuego impelidas por su espantoso empuje se extendían sobre los empizarrados, convirtiéndolos al momento en cenizas. Para calcular su prontitud y actividad baste saber, que en poco más de tres horas habían desaparecido las cubiertas de toda la mitad del edificio que mira al Norte.
Ya a este tiempo iba cerrando la noche, y esta circunstancia aumentaba la confusión y el espanto. Era ya muchísima la gente que había acudido de los pueblos inmediatos, y todos trabajaban con ardor en el sitio y del modo que a cada uno le parecía, porque el darles orden y dirección era imposible, siendo ya tantos los puntos incendiados. El bramido del viento, que cada vez soplaba con mayor furia, el estruendo de los techos que se desplomaban las bóvedas interiores, los alaridos y gritos de los trabajadores, todo formaba un ruido espantoso, un bramar horrendo, que no hay a qué compararlo. El humo, abatido por la impetuosidad del viento, ocupaba ya todas las habitaciones; el ambiente, cuajado de pavesas y cenizas ardientes, apenas dejaba respirar; y los hombres acobardados tenían que retroceder a cada paso, porque el calor y el humo los sofocaba.
Sin embargo, al principio de la noche, en medio de tanto horror, quedaba alguna esperanza de atajar el fuego, fundada en la disposición misma del edificio. Los muros de la iglesia, que son de más de nueve pies de espesor; y lo ancho del patio de los Reyes, que dividen el edificio, se creía que impedirían se comunicasen las llamas a la otra mitad, y todos convirtieron su cuidado en impedir la comunicación del fuego por la biblioteca, que corriendo por encima del pórtico principal, une las dos partes laterales del edificio. A prevención se habían puesto fuertes tabiques en la puerta del Colegio que da entrada a dicha biblioteca, y por allí estaba seguro; pero las llamas que se levantaban del empizarrado del Mediodía del patio prendieron por tres veces en las buhardillas sobre la sala alta, y un hombre sólo prevenido de cántaros de agua logró apagarlo.
Al mismo tiempo que en toda la línea de Oriente al Poniente se esforzaban por impedir que el fuego invadiese la iglesia, un remolino de viento, arrebatando las llamas del empizarrado, las hizo subir a lo alto de la torre de la izquierda de la fachada, donde estaba el órgano de las campanas. Poco daño parecía poder hacer en ella, por ser toda de piedra hasta la aguja; pero cebó en el telar que sostenía el órgano y en la máquina para tocarlo, y en un momento la cúpula se convirtió en un horno. Acudieron prontamente a apagarlo, pero imposible: un arroyo de metal derretido bajaba por la escalera; y en muy pocos minutos, 38 de las 40 campanas que contenía quedaron completamente disueltas.
La acción del fuego se había reconcentrado de tal modo en aquel anchuroso patio, que hasta las piedras del pavimentos abrasaban, y el ambiente que se respiraba en él era sofocante e insufrible; sin embargo, la gente cruzaba sin cesar, acudiendo con presteza a los puntos amenazados. A proporción que el combustible se consumía en la parte del Colegio, crecían las esperanzas de salvar la otra mitad del edificio, pero pronto quedaron destruidas de un solo golpe. Una ráfaga de viento, a modo de un torbellino, arrebató un tizón encendido y lo llevó a más de 200 pies de distancia al empizarrado de enfrente junto a la otra torre; y tocar en él, y levantar las llamas hasta las nubes, fue obra de un solo momento. Ni la multitud de gente que arrojaba agua en abundancia, ni los esfuerzos de los obreros, ni los cortes que se practicaban a largas distancias, ni ningún esfuerzo humano logró contener un momento su voracidad; el fuego comenzó a propagarse en distintas direcciones, y en menos de cuatro horas todo aquel magnífico edificio no era más que una enorme hoguera, cuyo resplandor se extendía algunas leguas. Solo la grande y pesada mole de la iglesia era la que aparecía como una mancha negra en medio de aquel volcán inmenso.
Describir todos los pormenores de aquella terrible noche; pintar todos los esfuerzos que se hicieron para contener el incendio; dar una idea de la aflicción, de la lástima que daba ver consumirse pr momentos aquella maravilla del arte, sería cosa imposible; la imaginación puede concebirlo, pero no es fácil a la lengua expresarlo. Las agujas de las torres, los altos capiteles, el voluminoso enmaderado de las cubiertas se iban desplomando uno en pos de otro con detonaciones horribles, que hacían retemblar el edificio hasta sus más hondos cimientos; a cada paso se hundían grandes pedazos de techumbre hechos ascuas, para luego remontarse por el aire convertidos en chispas y pavesas; el cielo, ennegrecido por una densa nube de humo, no podía verse; y por el suelo corrían los metales derretidos como la lava de los volcanes. Consumidas las cubiertas y desplomadas sobre los pisos inmediatos, rompía el fuego por puertas y ventanas, que semejaban cada una de ellas a las horribles bocas del averno; las comunicaciones se interceptaban , las voces, lamentos y desentonados gritos de los qu se avisaban del peligro, tomaban disposiciones o se lamentaban de tamaña pérdida, aumentaban la confusión y el espanto; el calor iba penetrando hasta en las habitaciones más retiradas; y estaba ya muy próximo el momento de tener que abandonar enteramente el edificio si se querían salvar las vidas. En todas partes se combatía con empeño, pero en todas era escasísimo el resultado; la voracidad del fuego y la violencia del viento, inutilizaban cuantos esfuerzos se hacían.
Perdida la esperanza de contener el fuego en las cubiertas y empizarrados, se fijaron todos en salvar la iglesia principalmente, y después las habitaciones más notables, como eran la biblioteca, salas capitulares, sacristía y claustros principales. Todos estos puntos eran vigilados con esmero y defendidos con tesón. Las llamas contiguas a la iglesia en el empizarrado de la derecha del patio de los Reyes asaltaron la torre de las campanas, prendiendo en los maderos que las sostenían y en las cabezas que les servían de contrapeso. Allí se dirigieron las bombas y y esfuerzos de los trabajadores, pero sin efecto alguno; las campanas comenzaron a caer derretidas, y el reloj, que había comenzado a dar las diez de aquella noche tremenda, no pudo concluirlas, porque la campana se derritió en aquel momento. Por los claustros menores iba al mismo tiempo avanzando el incendio hacia la biblioteca, y acosó a los que la defendían en términos que tuvieron que huir precipitadamente, y la llama prendió en la puerta principal, desde la cual se comunicó a los primeros estantes. Ninguna esperanza quedaba ya de salvar aquella joya preciosa; los libros habían sido arrojados por las ventanas a la Lonja; pero hasta los mas rudos derramaban lágrimas al contemplar la pérdida de aquella rica estantería y de los valientes frescos de la bóveda. El dolor mismo dio entonces esfuerzo y osadía a algunos, que aunque con muchísimo peligro se atrevieron a subir por los balcones y llevando por delante colchones empapados en agua, pudieron llegar hasta la puerta incendiada, y amontonando colchones lograron apagar los estantes incendiados y la puerta, que después tabicaron fuertemente.
En el claustro principal alto se hallaban también en no menos apuro y conflicto. El fuego había penetrado en la sala de Capas, pieza contigua la trascoro, con el que se comuncaba por una puerta. Se afanaban los monjes en sacar los sagrados ornamentos que en ella se guardaban, y apenas habían concluido cuando hundiéndose el techo con una detonación espantosa prendió el fuego en la cajonería, y no tardó en comunicarse a las puertas. Al ver salir las llamas por la que da paso al trascoro, un grito de espanto se dejó oír en todo el recinto; la esperanza de liberar el coro y la iglesia se perdía; era ya imposible salvar nada. Los monjes, bañados en lágrimas, llamaron en su auxilio a cuantos seglares pudieron encontrar a mano, y comenzaron a sacar los magníficos y preciosos libros del canto, otros los ornamentos y ropas de la sacristía en los mismos cajones en que se guardaban, y otros las reliquias y alhajas. La confusión crecía, el temor se aumentaba, discurrían de un lugar a otro con los preciosos objetos que querían salvar, y todas las habitaciones estaban igualmente amenazadas. En fin, con harto trabajo y no poco peligro, atravesando salidas donde se les chamuscaban los cabellos, se resolvieron a sacarlo todo a la Lonja. Aquella ancha plaza presentaba un aspecto de un campo de batalla, donde los vencedores han amontonado desorden los despojos de los vencidos. Y entonces el fuego tocaba los cajones de los libros del canto; la puerta que comunicaba con el coro, por donde está la silla que solía ocupar Felipe II, rechinaba al desprenderse la resina; ya no se esperaba más que verla arder; pero sea que los esfuerzos se multiplicaron, o que la voluntad del Omnipotente quisiera reservar su templo del estrago, las llamas retrocedieron de repente, y el trascoro quedó completamente asegurado.
Alcanzado aquel triunfo no esperado, evitado el incendio del coro y antecoro, se creyó circunscrito el fuego a la sala de Capas, pero no era así: en aquel momento estaba causando en el claustro principal una pérdida lamentable, un daño de gravedad. En los primeros apuros del incendio, viendo que tanto la biblioteca manuscrita, que estaba en el patio de los reyes en la parte que mira al Norte, como la alta, estaban inmediatamente amenazadas, sacaron de ellas todos los códices árabes y gran parte de los escritos en otras lenguas, y los pusieron amontonados en el claustro principal alto, que por ser de bóveda y estar rodeado de fuertes muros de piedra, parecía lugar muy seguro. Junto a los manuscritos, y arrimado a uno de los pilares, estaba también el estandarte turco tomado en la batalla de Lepanto, que ya dije era de algodón. Sin duda chispa de las muchas que arrojaba el furioso volván que salía por la puerta de las salas de Capas prendió en dicho estandarte, que cayendo sobre el montón de libros redujo en un momento a pavesas aquel inmenso tesoro literario. Cuando notaron esta desgracia habían perecido ya más de cuatro mil manuscritos, árabes la mayor parte, y de todo el montón pudieron salvarse muy pocos. Desde los libros se comunicó a las ventana del claustro, y el raya arrojado por la tempestad no hubiera propagado con más rapidez el fuego alrededor de aquel hermoso patio. A los pocos minutos la celda prioral, desplomada su hermosa torre, estaba convertida en cenizas, y las llamas estaban apoderadas de toda la parte de Oriente hasta la sala llamada Aula de moral.
Comenzaban ya a perderse las esperanzas de todo punto; la innumerable multitud de gente de los pueblos inmediatos, que hasta entonces había peleado con ardor y trabando extraordinariamente, se iba cansando de una lucha inútil al par que peligrosa, porque los tránsitos abrasaban, el humo y las pavesas lo habían invadido todo, los escombros interceptaban la mayor parte de los claustros y escaleras, nadie daba un paso sin temer que el pavimento se escapase bajo sus pies, o que el techo se desplomase sobre sus cabeza. Gran parte de los religiosos, acogiéndose a la única esperanza que les quedaba, al poder de Dios, corrieron a la iglesia, y allí, guarecidos en un rincón de las capillas, unos imploraban la divina clemencia con oración y lágrimas, otros se esforzaban en desarmar la cólera del cielo dándose sangrientas disciplinas.
¡ Qué aspecto entonces el de aquel templo magnífico! Las vidrieras estallaban una en pos de otra, cayendo deshechas en menudos pedazos; las llamaradas que entraban por las ventanas la alumbraban por intervalos como el relámpago de la tempestad; el zumbar del viento, el estruendo de los hundimientos, el crujir de las maderas y los lamentos de los monjes se repetían y confundían en aquellas dilatadas bóvedas, formando un sonido fatídico y espantoso, que parecía ser el estertor de muerte de aquella maravilla del arte.
Juzgando ya imposible salvar nada en el edificio de lo que podía quemarse, dirigieron todos los esfuerzos a librar algunas de sus preciosidades. Comenzaron por sacar el Santísimo Sacramento, verificándolo en las altas horas de la noche por la puerta de San Juan, que era la que ofrecía más seguro tránsito hasta la Lonja, por donde le llevaron a la Compaña, depositándolo en el altar de la enfermería. La presencia del Dios Omnipotente acompañado de unos cuantos monjes, y alumbrado por los resplandores del furioso incendio que amenazaba destruir del todo su tabernáculo santo, era un aspecto altamente aflictivo: la religión multiplicó en aquel momento las ideas de espanto; todos lloraban, porque parecía que con este tránsito de Dios como huyendo del peligro, se arrancaba la última esperanza de remedio.
Al mismo tiempo se veían discurrir por todas partes multitud de gentes cargadas con pinturas, reliquias y ornamentos, que se iban amontonando en la anchurosa plaza que rodea al monasterio. Los papeles del archivo, los caudales y documentos de la tesorería se trasladaban a la pequeña casa de la huerta; en fin, nada se creía seguro dentro de los muros de aquel tan sólido como vasto edificio. Esta convicción sugería mil disposiciones sumamente arriesgadas y aún temerarias y perjudiciales; y los monjes tenían entonces que luchar también con la gente, para que un celo indiscreto no los condujese a destruirlo que tal vez respetaría el fuego. Así sucedió con un grupo de hombres que se habían empeñado en sacar del altar mayor el famoso y nunca bastante ponderado tabernáculo. Ya estaban prevenidos de palancas, ya habían atado las maromas para moverlo, cuando afortunadamente acudieron algunos monjes y los hicieron desistir de tan loco intento, que de seguro hubiera destruido para siempre aquella preciosa alhaja, aquella belleza artística. En fin, sería no acabar nunca. Se necesitarían muchos volúmenes para referir todos los pormenores de aquella noche de lucha, de horror y de desconsuelo.
La claridad que despedía aquella colosal hoguera había hecho pasar desapercibidos los primeros albores de la mañana; pero cuando el solse levantó sobre el horizonte, se dejó ver en todo su horror el cuadro que había trazado la llama durante aquella noche aciaga. Aquel edificio, el día antes noble y majestuoso, estaba enteramente desmantelado; las cúspides de cuatro de sus torres habían desaparecido, todas sus numerosas puertas y ventanas despedían una columna de humo espeso y negro, interrumpida de vez en cuando por erupciones de llamas espantosas; los bellos jardines que le rodean por las parte de Oriente y Mediodía habían desaparecido bajo los tizones encendidos, las cenizas humeantes y los montones de escombros; hasta las mismas personas, ennegrecidas con el humo, chamuscados sus cabellos y ropas, desencajadas con el dolor, la fatiga y el insomnio, parecían haber salido de las entrañas de la tierra para completar lo horrible de aquella desgracia deplorable.
La venida del día disminuyó algún tanto la confusión, y la multitud de gentes que había acudido fue destinada a los puntos con alguna más regularidad. Lo primero que procuraron fue desembarazar la lonja de los infinitos objetos preciosos que la ocupaban. La reliquias y vasos sagrados fueron conducidos a la capilla del Sitio, y las ropas, pinturas, libros y algunos muebles fueron acomodados en las dos casas de Oficios, lo mejor que el local y las apuradas circunstancias permitían. Mientras tanto otras cuadrillas sacaban y llevaban al mismo punto las pinturas, cortinajes y muebles de palacio, y los de las habitaciones del convento y colegio a que permitía llegar el incendio.
Su voracidad y fuerza en nada había disminuido, y el viento, que continuaba tan impetuosos como por la noche, le ayudaría a extenderse rápidamente por el interior, causando cada momento un nuevo estrago. Las cuadrillas trabajaban con empeño capitaneadas cada una de ellas por tres o cuatro monjes, que eran los primeros a lanzarse al peligro, y a darles ejemplo de valor y constancia; y aunque en algunos puntos consiguieron ventajas notables, en otros tuvieron que abandonar la empresa y ceder el paso a las llamas. La biblioteca de manuscritos, que como he dicho estaba situada al lado de la principal, en el patio de los Reyes, que a mucha costa se había salvado en la primera noche, se incendió en la segunda, y todos los medios empleados fueron inútiles, porque destruidos los empizarrados inmediatos, hundidos y abrazados todos los corredores que conducían a ella, fue preciso abandonarla a merced de las llamas. Muchos manuscritos e impresos que no se habían podido sacar, dos faroles de metal dorado apresados en Lepanto en la capitana turca, las pinturas que adornaban aquella pieza, la estantería, ue era toda de nogal, y los muebles e instrumentos, todo desapareció en un momento.
El tercer día del incendio se temió que todo se perdiese, hasta las alhajas y los demás efectos que se habían puesto a salvo. La torre que se levanta entre Poniente y Norte, llamada del Seminario, que hasta entonces se había conservado, comenzó a arder furiosamente; y su proximidad a las casas de Oficios hizo temer que el fuego prendiese en ellas, y corrieron todos a situarse sobre sus empizarrados o a sus puertas y ventanas. El mayor peligro consistía en que la aguja se inclinase hacia fuera, y al caer, los tizones impelidos por el viento prendiesen en algún punto; pero afortunadamente se hundió en dirección perpendicular, se consumió sobre los techos de la torre, que fueron cayendo uno tras otro hasta el pavimento firme.
No había un punto en el edificio donde no se estuviese luchando con afán para salvar lo poco que quedaba. En la parte de Oriente se pugnaba por impedir que la llama llegase a penetrar en los aposentos Reales, situados detrás de la capilla mayor; en la de Poniente se tenía particular cuidado en conservar ilesa la biblioteca; en el Mediodía era más terrible la lucha para defender las salas capitulares, iglesia vieja y otras habitaciones, sobre cuyas bóvedas, tan valientemente pintadas, ardía un fuego espantoso; en la parte norte y ambos claustros principales se hacían esfuerzos inauditos para preservarlos. Cada momento había un nuevo rebato, se presentaba un nuevo peligro, había que lamentar una nueva pérdida.
Los monjes, sacando el partido posible de la mucha gente que había acudido, luego que veían el fuego reconcentrado sobre una bóveda, destinaban peones par que allí le consumiesen, y apenas lo habían logrado cuando lo hacían descargar, arrojando los escombros por la ventana a la Lonja o a los patios; y a esta previsión y diligencia se debió el que los lindos frescos de la sala capitular, celda prioral y sacristía quedasen intactos. Hubo, sin embargo, algunos puntos donde toda diligencia fue vana, donde se había amontonado tanto combustible, que no permitía acercarse a mucha distancia, ni practicar diligencia alguna.
Quince días se prolongó esta lucha terrible, sin que en ellos se descansase un momento; y fácil concebir las duras penalidades que sufrirían durante tan largo período todos los que combatían aquel horroroso incendio, y sañaladamente los monjes, que como más interesados tenían que acudir a todas partes, disponerlo todo, y cuidar, no sólo de contener el incendio, sino de custodiar y poner a salvo las alhajas y preciosidades artísticas; de dar de comer a tanta multitud de gentes; y de otras tantas cosas como ocurren en momentos tan tristes y azarosos. Sus esfuerzos, aunque contrariados por dos enemigos reunidos tan fuertes y terribles, como el fuego y el viento, no fueron del todo inútiles. Se logró preservar, además del templo, que quedó intacto, casi toda la planta baja, algo de los pisos principales, tanto en el monasterio como en palacio, dos torres, que fueron las llamadas de la Botica y de Damas, que están opuestas, la una en el ángulo Poniente y Mediodía y la otra entre Oriente y Norte; todas las alhajas y objetos destinados al culto; y la mayor parte de las preciosidades artísticas y literarias.
Por fin, el 22 de junio se logró apagar de todo punto las llamas. La alegría y el pesar combatían a mismo tiempo los corazones de todos; o podían menos de congratularse y dar gracias a Dios, viendo terminado aquel incendio tan horrible, que había parecido bastante a calcinar hasta las piedras de aquel vasto edificio; ni tampoco podían contener las lágrimas al ver el estado lastimoso en que quedaba aquella maravilla del arte. Aquellos quince días habían obrado en ella con más violencia que la acción de quince siglos. El escorial parecía una antigua ciudad abandonada y destruida por la mano inexorable del tiempo.