Capítulo IX

Continuación del mismo asunto. Conclusión de este libro

Este es aquel único sacrificio de inestimable valor a que se refieren como a su fin todos los otros de que hacen mérito las historias y las fábulas de todas las gentes. Este es aquel que querían significar, así el pueblo judío como los pueblos gentiles, en sus sangrientos holocaustos, y que figuró Abel de una manera cumplida y aceptable cuando ofreció a Dios los primogénitos y más limpios entre todos sus corderos. El verdadero altar había de ser una cruz, y la verdadera víctima un Dios, y el verdadero sacerdote ese mismo Dios, a un mismo tiempo Dios y hombre, pontífice augusto, sacerdote perpetuo, víctima perpetua y santa, el cual vino a cumplir en la plenitud de los tiempos lo que prometió a Adán en los tiempos paradisíacos, fiel cumplidor de su promesa y guardador de su palabra, porque, así como no amenaza en vano, no promete tampoco vanamente. Amenazó al hombre libre con el desheredamiento, y desheredó al hombre libre y culpable; le prometió luego un redentor, y vino él mismo a redimirle.

Con su presencia se esclarecen todos los misterios, se explican todos los dogmas y se cumplen todas las leyes. Para que se cumpla la de la solidaridad, toma en sí todos los dolores humanos; para que la de la reversibilidad se cumpla, derrama por el mundo en copioso raudal todas las gracias divinas, alcanzadas con su pasión y con su muerte. Dios en Él se hace hombre de una manera tan perfecta, que sobre Él vienen impetuosas todas las iras de Dios; y el hombre se hace en Él tan perfecto y tan divino, que en Él caen sobre el hombre todas las divinas misericordias como en lluvia delgada y apacible. Para que el dolor fuera santísimo, padeciendo santificó el dolor, y para que su aceptación fuera meritoria, le aceptó con una aceptación voluntaria. ¿Quién sería fuerte para ofrecer a Dios su voluntad en holocausto si Él no hubiera hecho entera dejación de la suya para hacer la de su santísimo Padre? ¿Quién hubiera podido subir hasta la cumbre de la humildad si el pacientísimo y humildísimo Cordero no hubiera subido antes por secretos caminos a esa asperrima cumbre? ¿Y quién, remontando aún más su vuelo, hubiera podido encumbrar montes bravos sobre montes bravos, hasta llegar al altísimo del divino amor, si Él no los hubiera encumbrado todos, uno por uno, dejando enrojecidas sus laderas con la púrpura de su sangre y dando a sus zarzas en despojos sus blanquísimos y purísimos vellones, afrenta de la nieve? ¿Quién sino Él hubiera podido enseñar a los hombre que al otro lado de esas abruptas y gigantescas montañas, con sus cumbres al cielo y sus valles al abismo, caen praderas alegres y tendidas donde son benignos los aires, puros los cielos, mansas y limpias las aguas, suavísimos todos los rumores, verdes todos los campos, inefables todas las armonías, perpetuas todas las frescuras; donde la vida es verdadera vida que nunca acaba, y el placer verdadero placer que nunca cesa, y el amor verdadero amor que nunca se extingue; donde hay perpetuo descanso sin ocio, reposo perpetuo sin fatiga, y donde se confunden por una altísima manera lo que tiene de dulce la posesión y lo que hay de bello en la esperanza?

El Hijo de Dios, hecho hombre y puesto por el hombre en una cruz, es a un mismo tiempo la realización de todas las cosas perfectas, representadas en todos los símbolos y figuradas en todas las figuras, y la figura y el símbolo universal de todas las perfecciones. El Hijo de Dios hecho hombre, así como es Dios y hombre a un tiempo mismo, es la idealidad y la realidad juntas en uno. La razón natural nos dice, y la experiencia diaria nos enseña, que el hombre no puede llegar en ningún arte ni en ninguna cosa a aquella perfección relativa a que le es dado subir, si no tiene delante de los ojos un modelo acabado de una perfección más alta. Para que el pueblo de Atenas adquiriera aquel instinto admirable para descubrir con una mirada simplicísima lo que en las obras del ingenio había de literariamente bello o de artísticamente sublime y lo que había de bellamente heroico en las acciones humanas, fue de todo punto necesario que tuviera siempre delante de sus ojos las estatuas de sus prodigiosos artistas, los versos de sus sublimes poetas y las acciones heroicas de sus grandes capitanes. El pueblo de Atenas, tal como fue, supone necesariamente sus artistas, sus poetas y sus capitanes, tales como habían sido; y éstos a su vez no llegaron a tan atrevidas alturas sin poner los ojos en alturas más eminentes. Todos los capitanes griegos alcanzaron donde alcanzaron porque pusieron los ojos en Aquiles, puesto en la cumbre altísima de la gloria. Todos aquellos grandes artistas y aquellos eminentísimos poetas no fueron grandes y eminentes sino porque tenían puestos los ojos en la Iliada y en la Odisea, tipos inmortales de la belleza artística y literaria. Los unos y los otros no hubieran existido jamás sin poner la vista en Homero, magnífica personificación de la Grecia artística, literaria y heroica.

Esta ley en virtud de la cual todo lo que hay en las muchedumbres está de una manera más perfecta en una aristocracia, y de una manera incomparablemente más perfecta y más alta en una persona, es tan universal, que puede ser considerada en razón como ley de la Historia. Esta ley está sujeta a su vez a ciertas condiciones indeclinables como ella misma y necesarias. Así, por ejemplo, es condición indeclinable de todas esas personificaciones heroicas que pertenezcan a un tiempo mismo a la asociación especial que personifican y a otra general y superior a la que en ellas viene personificada. Aquiles, Alejandro, César, Napoleón, así como Homero, Virgilio y Dante, son todos a un tiempo mismo ciudadanos de dos ciudades diferentes, de las cuales una es local y otra general, una es inferior y otra superior; en la superior viven juntos con cierta manera de igualdad, en la inferior domina cada uno de ellos con un imperio absoluto; en la superior son ciudadanos, en la inferior emperadores. Esa ciudad superior, en la que todos tienen un derecho igual de ciudadanía, se llama la humanidad, y la inferior, en que imperan, se llama aquí París, allí Atenas y allá Roma.

Ahora bien: así como los pueblos, esas ciudades inferiores se condensan en una persona en la cual están como de relieve y de una manera especial sus perfecciones y virtudes, de la misma manera fue cosa convenientísima que esa ley universal de la personificación tipica se cumpliera con respecto a aquella ciudad superior que lleva por nombre el género humano. Las excelencias de esta ciudad, excelente sobre todas, llevaban consigo la conveniencia de una personificación superior a las demás personificaciones, así como ella misma era superior a todas las otras ciudades, y debía ser, por tanto, altísima, excelentísima y perfectísima. Ni bastaba esto sólo, porque, para que se cumpliera la ley en todos sus puntos, era conveniente que la persona en quien se condensara la humanidad reuniera en su unidad personal dos naturalezas diferentes: por la una había de ser hombre y por la otra había de ser Dios, porque Dios sólo es superior al hombre. Y no se diga que para el cumplimiento de esta ley hubiera bastado la encarnación de un ángel, como quiera que considerando el hombre como compuesto de un alma espiritual y de una sustancia corpórea, participa a un tiempo mismo de la naturaleza física y de la angélica, siendo como la confluencia de todas las cosas creadas. Esto supuesto, es evidente que la persona que había de condensar así la naturaleza humana había de condensar en sí toda la creación; de donde se sigue que siendo, en cuanto hombre, todo lo creado, había de ser Dios para ser al mismo tiempo otra cosa. Por último, para que la ley que venimos exponiendo se cumpliera del todo, era menester que la misma persona que en la ciudad inferior dominaba con imperio fuera como ciudadano y nada más en la ciudad más perfecta; por eso el Dios hecho hombre es único en el imperio de todas las cosas creadas, mientras que en el tabernáculo habitado por la divina esencia es la persona del Hijo, en todo igual a la persona del Padre y a la del Espíritu Santo.

Grande sería el error de los que creyeran que tengo por invencible esta argumentación y por perfectas estas analogías. Suponer que el hombre puede ver claro en estos hondos misterios es insigne ceguedad, y el solo propósito de apartar los velos divinos que los cubren me parece necia arrogancia, desatino y locura. No hay rayo de luz tan poderoso que baste a iluminar lo que Dios escondió en el impenetrable tabernáculo que está defendido por las divinas tinieblas. Mi propósito aquí es solamente demostrar, con una demostración vigorosa, que lejos de ser increíble lo que Dios nos manda creer, es no sólo creíble, sino también razonable. Yo creo que la demostración puede llevarse hasta los límites de la evidencia, siempre que se reduzca a poner en claro esta verdad: que todo el que deja la fe va a parar el absurdo y que las tinieblas divinas son menos oscuras que las tinieblas humanas. No hay dogma ni misterio católico que no reúna en sí estas dos condiciones necesarias para que sea razonable una creencia, conviene a saber: la primera, explicarlo todo satisfactoriamente siendo aceptados; la segunda, ser ellos mismos explicables y comprensibles hasta cierto punto. No hay hombre ninguno de sana razón y de recta voluntad que no se dé a sí mismo el testimonio, por una parte, de su impotencia radical para llegar por sí hasta el descubrimiento de las verdades reveladas, y por otra, de su maravillosa aptitud para explicar todas esas verdades de una manera relativamente satisfactoria. Esto serviría para demostrar que la razón no ha sido dada al hombre para descubrir la verdad, sino para explicársela a sí mismo cuando se la muestran y para verla cuando se la ponen delante. Tan grande es su miseria, y su indigencia intelectual tan lamentable, que hoy día es y no está cierto todavía de la primera cosa que hubiera debido averiguar, si en el plan divino hubiera entrado que pudiera averiguar por sí alguna cosa. Dígaseme, si no, si hay algún hombre que haya llegado a averiguar con certeza qué cosa es su razón, para qué la tiene, de qué le sirve y hasta dónde alcanza; y como veo, por una parte, que ésta es la letra A de este alfabeto, y por otra que van ya corriendo seis mil años desde que comenzó a balbucirla, sin que haya acertado a pronunciarla, me creo autorizado para afirmar que ese alfabeto no ha sido hecho para ser deletreado por el hombre, ni el hombre para deletrear en ese alfabeto.

Volviendo a anudar el hilo de este discurso, diré que era cosa excelentísima y convenientísima que la humanidad entera tuviera delante un modelo universal de universal e infinita perfección, así como las varias asociaciones políticas han tenido siempre uno, de donde han sacado, como de su fuente, aquellas dotes y excelencias especiales en que se han aventajado a las demás en los períodos gloriosos de su historia. A falta de otras razones, ésta bastaría por sí sola para explicar el gran misterio que tratamos, como quiera que sólo Dios podía servir de acabado ejemplar y de modelo perfectísimo a todas las gentes y naciones. Su presencia entre los hombres, su doctrina maravillosa, su vida santísima, sus tribulaciones sin cuento, su pasión, llena de ignominia y oprobios, y su cruelísima muerte, que todo lo acaba y lo corona, son las únicas cosas que pueden explicar la altura prodigiosa a que subió el nivel de las virtudes humanas. En las sociedades que caen al otro lado de la cruz hubo héroes; en la gran sociedad católica ha habido santos; y los héroes paganos son a los santos del catolicismo, guardada la debida proporción y con las reservas convenientes, lo que las varias personificaciones de los pueblos a la personificación absoluta de la humanidad en la persona de un Dios hecho hombre por el amor de los hombres. Entre esas varias personificaciones y esta personificación absoluta hay una distancia infinita; entre los héroes y los santos, una distancia inconmensurable; ninguna cosa más natural sino que, siendo infinita la primera, fuera inconmensurable la segunda.

Eran los héroes hombres que con la ayuda de una pasión carnal, elevada hasta su última potencia, obraban cosas extraordinarias. Los santos son hombres que, habiendo dado de mano a todas las pasiones carnales, ponen el constantísimo pecho, exentos de toda ayuda carnal, a la impetuosa corriente de todos los dolores. Los héroes, poniendo en una exaltación febril todas sus fuerzas propias, acometían con ellas a los que les hacían oposición y contraste. Los santos comenzaron siempre por hacer dejación de sus propias fuerzas, y, estando así desamparados y desnudos, entraron en batalla a un mismo tiempo consigo mismos y con todas las potencias humanas e infernales. Proponíanse los héroes alcanzar gloria y muy alta, claro renombre entre las gentes. Mirando los santos como cosa de menos valer el vano decir de las generaciones humanas, pusieron en olvido el cuidado de su nombre y de su gloria, y, dejada a un lado, como cosa vil, su propia voluntad, lo pusieron todo y se pusieron a sí mismos en manos de Dios, teniendo por cosa gloriosísima y excelentísima tomar la librea de siervos suyos. Eso fueron los héroes y eso fueron los santos; a unos y otros les salió al revés de lo que pensaban, porque los héroes, que pensaron henchir la tierra, cuan grande es, con la gloria de su nombre, han caído en profundísimo olvido entre las muchedumbres, mientras que los santos, que sólo ponían los ojos en el cielo, son honrados y reverenciados aquí abajo por pueblos, emperadores, pontífices y reyes. ¡Cuán grande es Dios en sus obras y cuán maravilloso en sus designios! Piensa el hombre que él es el que va, y es Dios el que le lleva. Piensa que va a dar a un valle, y sin saber cómo se encuentra en un monte. Este piensa que gana la gloria, y cae en el olvido; aquél busca en el olvido refugio y descanso, y se halla de súbito como ensordecido con el clamor de las gentes que cantan su gloria. Todo lo sacrificaron los unos a su nombre, y nadie se llama como ellos; su nombre acabó con ellos mismos. Sus nombres fueron la primera cosa que pusieron los otros como ofrenda en el altar de su sacrificio, y esto hasta el punto de borrarlos de su propia memoria. Pues bien: esos nombres, que ellos olvidaron y escarnecieron, van pasando de padres a hijos y de generación en generación como una gloriosísima reliquia y una riquísima herencia. No hay católico ninguno que no se llame como un santo. Así se cumple todos los días aquella divina palabra que anunció la humillación de los soberbios y la exaltación de los humildes.

Así como entre Dios hecho hombre y los reyes de la humana inteligencia hay una distancia infinita, y entre los héroes y los santos una distancia inconmensurable, entre las muchedumbres católicas y las gentiles y entre los que capitanean y guían a las unas y a las otras hay una inmensa distancia, como quiera que todas las copias se ordenan a sus modelos. La divinidad con su presencia produce la santidad; la santidad de los más eminentes es a su vez causa, por un lado, de la virtud de los medianos, y por otro, del buen sentido de los menores. Por eso se observa que no hay pueblo ninguno que no tenga buen sentido, siendo católico, ni gentil que tenga lo que se llama el buen sentido, es decir, aquella sana razón que ve cada cosa como es en sí y en su propio lugar con una simple mirada. Lo cual no causará maravilla al que considere que, siendo el catolicismo el orden absoluto, la verdad infinita y la perfección suma, sólo en él y por él se ven las cosas en sus esencias íntimas, y en el lugar que ocupan, y en la importancia que tienen, y en la maravillosa ordenación en que vienen ordenadas. Sin el catolicismo no hay buen sentido en los menores, ni virtud en los medianos, ni santidad en los eminentes, porque el buen sentido, la virtud y la santidad en la tierra suponen un Dios hecho hombre, ocupado en enseñar la santidad a las almas heroicas, la virtud a las firmes, y en enderezar la razón de las descaminadas muchedumbres envueltas en tinieblas y sombras de muerte.

Ese maestro divino es aquel ordenador universal que sirve de centro a todas las cosas; por esta razón, por cualquier lado que se le mire y por cualquier aspecto que se le considere, se le ve siempre en el centro. Considerado como Dios y como hombre a un tiempo mismo, es aquel punto céntrico en que se juntan en uno la esencia criadora y las sustancias creadas. Considerado solamente como Dios, Hijo de Dios, es la segunda persona, es decir, el centro de las tres personas divinas. Considerado solamente como hombre, es aquel punto central en que se condensa con misteriosa condensación la naturaleza humana. Considerado como Redentor, es aquella persona central sobre la cual vienen a un tiempo mismo todas las divinas gracias y todos los divinos rigores. La redención es la gran síntesis en la que se concilian y se juntan la divina justicia y la divina misericordia. Considerado a un tiempo mismo como Señor de cielos y tierra, y como nacido en un pesebre, y viviendo vida desnuda, y padeciendo muerte de cruz, es aquel punto central en que se juntan para conciliarse en una síntesis superior todas las tesis y todas las antítesis, en su perpetua contradicción y en su variedad infinita. Él es el indigentísimo y el opulentísimo, el siervo y el rey, el esclavo y el señor; está desnudo y vestido con vestiduras resplandecientes, obedece a los hombres y manda a los astros; no tiene pan para aplacar su hambre ni agua para templar su sed, y manda a las rocas que revienten y a los panes que se multipliquen para que viva el pueblo y para que tengan hartura las muchedumbres. Los hombres le afrentan y los serafines le adoran; en un mismo instante, obedientísimo y potentísimo, muere porque le mandan morir, y manda al velo del templo que se rompa, a los sepulcros que se abran, a los muertos que resuciten, al buen ladrón que le siga, a la naturaleza toda que pierda el sentido y al sol que encoja sus rayos. Viene en medio de los tiempos, anda en medio de sus discípulos, nace en el punto central de dos grandes mares y de tres inmensos continentes. Es ciudadano de una nación que guarda el justo medio entre las del todo independientes y las del todo sujetas; se llama a sí propio el camino, y todo camino es centro; se llama la verdad y la verdad ocupa el medio de las cosas; es la vida, y la vida, que es lo presente, es el medio entre lo pasado y lo futuro; pasa su vida entre los aplausos y los vituperios y muere entre dos ladrones.

Y por eso fue a un tiempo mismo escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Los unos y los otros tenían naturalmente una idea de la tesis divina y de la antítesis humana; pensaban, empero, y en esto, humanamente hablando, no iban fuera del camino, que esa tesis y esa antítesis eran inconciliables y de todo punto contradictorias; el entendimiento humano no podía levantarse hasta su conciliación por medio de una síntesis suprema. El mundo había visto siempre ricos y pobres, pero no podía concebir como posible la unión en una persona de la indigencia mayor y de la opulencia suma. Pero eso mismo que parece absurdo a la razón, parece a esa misma razón convenientísimo cuando la persona en que esas cosas se juntan es una persona divina, la cual o no había de ser ni había de venir o había de ser y había de venir de esa manera. Su venida fue la señal de la conciliación universal de todas las cosas y de la paz universal entre todos los hombres: los pobres y los ricos, los humildes y los potentes, los venturosos y los atribulados, todos fueron unos en Él, y, sólo en Él fueron unos, porque sólo Él era a un mismo tiempo opulentísimo e indigentísimo, potentísimo y humildísimo, venturosísimo y atribuladísimo. Esta es aquella fraternidad pacífica que Él enseñó a los que abrieron sus entendimientos y sus oídos a su divina palabra. Esta es aquella fraternidad evangélica que vienen predicando unos después de otros, con perpetua e incansable predicación, todos los doctores católicos. Negad a Nuestro Señor Jesucristo, y luego al punto comienzan los bandos y las parcialidades, y los grandes tumultos, y las soberbias rebeliones, y las vociferaciones siniestras, y las discordias insensatas, y los rencores implacables, y las guerras sin término, y las sangrientas batallas. Los pobres alzan pendones contra los ricos, contra los venturosos los escasos de ventura, las aristocracias contra los reyes, las muchedumbres contra las aristocracias, y unas con otras, como dos inmensos océanos que se juntan en la boca del abismo, las alteradas y bárbaras muchedumbres.

La verdadera humanidad no está en ningún hombre: estuvo en el Hijo de Dios, y allí es donde se nos revela el secreto de su naturaleza contradictoria, porque por un lado es altísima y excelentísima y por otro es la suma de toda indignidad y de toda bajeza. Por un lado es tan excelente, que Dios la tomó por suya, uniéndola con el Verbo; tan alta, que fue desde el principio, y antes de que viniera, prometida por Dios, adorada por los patriarcas en silencio, denunciada a voces por los profetas, revelada al mundo hasta por sus falsos oráculos y figurada en todos los sacrificios y en todas las figuras. Un ángel se la anuncio a una virgen, y el Espíritu Santo la formó por su propia virtud en sus virginales entrañas, y Dios entró en ella y la unió a sí perpetuamente, y unidad perpetuamente a Dios aquella humanidad sacratísima fue celebrada en su nacimiento por los ángeles, publicada por las estrellas, visitada por los pastores, adorada por los Reyes, y cuando Dios, junto con esta humanidad, quiso ser bautizado, se abrieron las bóvedas del cielo, y se vio venir sobre Él al Espíritu Santo en figura de paloma, y sonó en las encumbradas alturas aquella gran voz que decía: «Este es mi Hijo muy amado, en quien me agradé siempre». Y luego, cuando comenzó a predicar, tales maravillas obró, sanando a los dolientes, consolando a los afligidos, resucitando a los muertos, mandando con imperio a los vientos y a los mares, descubriendo las cosas escondidas y anunciando las venideras, que causó espanto y puso en admiración a los cielos y a la tierra, a los ángeles y a los hombres. Ni pararon aquí aquellos prodigios, porque aquella humanidad fue vista de todos, hoy muerta y tres días después gloriosa y resucitada, vencedora del tiempo y de la muerte, y hendiendo calladamente los aires se la vio subir a lo alto como a una divina aurora.

Y esta misma humanidad, por un lado gloriosísima, era, por otro, ejemplar de toda bajeza, como predestinada por Dios, sin ser ella pecadora, a padecer por la sustitución la pena del pecado. Por eso camina tan abatido por el mundo aquel en cuyo rostro divino se miran los ángeles; por eso está tan pesaroso y tan triste aquel en cuyos ojos toman los cielos su alegría; por eso anda por este bajo suelo desnudo aquel que en las divinas cumbres viste un manto arrebolado de estrellas; por eso anda, como si fuera pecador, entre los pecadores, siendo el santo de los santos; aquí conversa con el blasfemo, allí platica con la adúltera, más allá discurre con el avaro. A Judas da un ósculo de paz y a un ladrón le ofrece su paraíso, y cuando conversa con los pecadores, lo hace con tanto amor, que las lágrimas se cuajan en sus ojos. Este hombre debe ser gran entendedor de dolores, cuando así se apiada de los doloridos, y gran sabedor de padeceres, cuando así se apiada de los miserables. En cuanto baña el sol y en cuanto se dilata la tierra no hubo hombre ninguno puesto en tan grande orfandad y en tan grande desamparo. Un pueblo entero le maldice; de sus discípulos uno le vende, otro le niega y los otros le abandonan; ni tiene agua para humedecer sus labios, ni pan para aquietar su hambre, ni almohada para reclinar su frente. Ninguna agonía hubo igual a la agonía que padeció en el huerto, porque todos sus poros manaron sangre; su rostro fue luego herido con bofetadas; sus carnes, cubiertas con una púrpura de escarnio, y su frente coronada con una punzante corona; cargó con su propia cruz, y se derribó en el suelo muchas veces, y subió la ladera del Gólgota seguido de delirantes muchedumbres que iban llenando los aires de vociferaciones siniestras. Cuando fue puesto en lo alto, creció su abandono a punto que su mismo Padre apartó sus ojos de Él, y los ángeles que le servían, por no verle, se cubrieron con sus alas temerosos y turbados; hasta la parte superior de su alma dejó a su humanidad en aquel trance de su muerte, permaneciendo a todo indiferente y serena. Y las turbas, meneando la cabeza, le decían: «Si eres el Hijo de Dios, desciende de esa cruz».

¿Cómo creer, sin una especial gracia de Dios, en la divinidad del que está puesto en aquel trance y estado? ¿Cómo no habían de ser entonces tenidas sus palabras por escándalo y locura? Y, sin embargo, aquel hombre, puesto allí en tan grande desamparo y en mortal agonía, sujetó el mundo a su ley, ganándole como por asalto con el esfuerzo de unos pobres pescadores, como Él desamparados de todos, peregrinos en la tierra y miserables. Por Él mudaron los hombres sus vidas, por Él dejaron sus haciendas, por su amor tomaron su cruz, y salieron de las ciudades, y poblaron los desiertos, y dieron de mano a todos los placeres, y creyeron en la fuerza santificante del dolor, y vivieron vida limpia y espiritual, y dieron a sus carnes castigos atroces, trayéndola siempre sujeta; y a más de esto, creyeron con firmísima fe, poco después de su muerte, cosas estupendas e increíbles, porque creyeron que aquel que había sido crucificado era Hijo único de Dios, y Dios; que había sido concebido en el seno de una virgen por obra del Espíritu Santo; que era Señor de cielos y tierra el mismo que había nacido en un pesebre y había sido envuelto en humildísimos pañales; que muerto ya, bajó al infierno y se llevó consigo las almas limpias y puras de los antiguos patriarcas; que tomó después su propio cuerpo, y le sacó glorioso del sepulcro, y se le llevó por los aires, transfigurado ya y resplandeciente; que la mujer que le había llevado en sus entrañas era, al mismo tiempo que Madre amorosa, inmaculada Virgen, que fue arrebatada por los ángeles al cielo, que fue aclamada allí por las falanges angélicas y por edicto soberano Reina de la creación. Madre de los desamparados, intercesora de los justos, abogada de los pecadores, Madre del Hijo, Esposa del Espíritu Santo; que todas las cosas visibles son de menos valer y dignas sólo de menosprecio al lado de las secretas e invisibles; que no hay otro bien sino el que está en padecer trabajos, y en aceptar dolores, y en arrastrar angustias, y en vivir en perpetua tribulación y congoja, ni otro mal sino el placer y el pecado; que el agua del bautismo purifica, que la confesión de la culpa levanta, que el pan y el vino se convierten en Dios, que Dios está en nosotros, y fuera de nosotros en todas partes, que tiene contados todos los cabellos de nuestra cabeza; que ninguno nace sin su ordenación, y que no cae ninguno sin su permiso o sin su mandato; que si el hombre piensa su pensamiento, Él es el que se lo pone delante; que si su voluntad se inclina, Él es el que la mueve: que El es el que le fortifica cuando se esfuerza, y que tropieza y cae si llega a faltarle su ayuda; que los muertos resucitan y vienen a Juicio; que hay cielo y hay infierno, penas eternas y gloria perdurable; que todo esto había de ser creído por el mundo, contra el poder todo del mundo, y que esta maravillosa doctrina se había de abrir paso invencible contra la voluntad y a pesar del gran poderío de príncipes, reyes y emperadores; que por ella habían de dar su sangre y padecer tormentos falanges infinitas de confesores ilustres, de doctores insignes, de vírgenes delicadas y púdicas y de mártires gloriosos; que la locura del Calvario había de ser tan contagiosa, que había de enloquecer a las gentes en cuanto mira el sol y en cuanto alcanza todo el orbe de la tierra.

Todas estas cosas increíbles fueron creídas por los hombres cuando tuvo fin aquella gran tragedia de las tres horas que se representó en el Gólgota, con miedo del sol,y con temblor de la tierra en todos sus miembros. Así tuvo cumplido efecto aquella palabra que pronunció Dios por Oseas, diciendo: In funiculis Adam trabam eos, in vinculis charitatis (c.11 v.4), Los hombres han caído en esa celada del amor que les tendió el Hijo del Dios vivo blanda y amorosamente. El hombre es de tal condición, que se rebela contra la omnipotencia, se alza contra la justicia y resiste a la misericordia; pero cae en dulcísimo desmayo y como penetrado en amor hasta en la médula de sus huesos si por ventura oye la voz dolorida y lastimera de aquel que muere por él y que muriendo le ama. ¿Por qué me persigues? Esta es aquella voz, temerosa a un tiempo mismo y amante, que suena de continuo en los oídos de los pecadores; y ese acento de queja dulcísima, amorosa y suave, es el que va derecho al alma, y la transforma, y la muda, y la convierte toda a Dios, y la obliga a buscarle por los poblados y por los desiertos, por los montes bravos y por las tierras llanas, por los campos agostados y por los vergeles. Aquella voz es la que enciende al alma en el casto amor del esposo y la que la lleva como enloquecida y desalada en seguimiento de sus embriagantes perfumes, como la sed lleva al ciervo a los hermosos manantiales de aguas vivas. Dios vino al mundo para poner fuego a la tierra, y la tierra comenzó a humear y luego a arder por todos sus cuatro costados, y de día en día se han ido dilatanto por todas las regiones las llamas poderosas de esos divinos incendios. El amor explica lo inexplicable, y el hombre cree por el amor lo que parece increíble y obra lo que parecía imposible de obrarse, porque con el amor todo es hacedero y todo es llano.

Cuando aquellos de los apóstoles que vieron al Señor antes de padecer transfigurado y vestido de blanquísimas vestiduras, más resplandecientes que el sol y más blancas y puras que el ampo de la nieve, dijeron, como extáticos y absortos: «Quedémonos aquí», aun no tenían idea del divino amor ni de sus inefables deleites; por eso, el gran Apóstol, maestro ya en este gran arte del amor, dijo después: «Sólo una cosa quiero entender, que es Jesucristo, y ése, crucificado»; que fue tanto como decir: «Quiero saberlo todo, y para saberlo todo, quiero saber a Jesucristo solamente, porque sólo en Él están juntos todos los saberes y unidas entre sí todas las cosas». Y añadió después: Y ése, crucificado; y no dijo: y ése, transfigurado y glorioso, porque poco importa conocerle en su omnipotencia, asistiendo con el pensamiento a la obra maravillosa de la creación universal, ni basta conocerle en su gloria, cuando está su faz resplandeciendo con una luz increada y cuando las potestades del cielo se derriban absortas ante el acatamiento divino; ni satisface del todo verle pronunciar los fallos de su justicia inapelables, rodeado de ángeles y serafines, ni el alma queda del todo satisfecha cuando asiste a las altas maravillas de su infinita misericordia. El Apóstol, con una sed que nada aplaca, y con un hambre sin hartura, y con un deseo invencible, quiere más, y pide más, y lleva más alto el atrevido pensamiento, porque no se contenta sino con saber a Cristo crucificado, es decir, como él desea más ser sabido, de la manera más alta y excelente que la razón puede concebir, y la imaginación imaginar, y desear el más altivo y levantado deseo, porque eso es conocerle en el acto de su amor incomprensible e infinito. Eso es lo que quiere significar el Apóstol cuando dice: «Ninguna cosa quiero saber sino a Jesucristo, y ése, crucificado».

A ése sólo quisieron saber los pocos bienaventurados que tomaron su cruz y fueron poniendo el pie atentamente en donde vieron el rastro sangriento y glorioso de sus pisadas. A ése sólo quisieron saber aquellos padres del yermo que convirtieron los desiertos desnudos en pensiles del paraíso. A ése sólo quisieron saber aquellas vírgenes castas, milagro de fortaleza, que, puestas todas las concupiscencias a sus pies, le tomaron por esposo y le consagraron sus limpios y virginales pensamientos. A ése sólo quisieron saber todos los que, convertidos en fuentes sus ojos, han recibido las tribulaciones con alegría de corazón y se han encumbrado con pie firme en el áspero monte de la penitencia.

Entre las maravillas de la creación, el alma en caridad es la más maravillosamente admirable, no sólo porque su estado es el más subido y excelente que en este bajo suelo se puede entender, sino también porque ella va declarando a voces los prodigios obrados por el amor divino, el cual no fue sólo poderoso para borrar nuestro pecado, y con él el desorden y la causa de todo desorden, sino también para inclinarnos a desear libremente aquella misma deificación que desechamos antes y para hacer que pudiéramos conseguir aquello que deseamos, aceptando la ayuda de la gracia que merecimos en el Señor y por el Señor, cuando para merecérnosla y para que la mereciéramos derramó su sangre en el Calvario. Todas estas cosas significan aquellas palabras memorables que Jesucristo pronunció al tiempo de expirar, cuando dijo: Todo se ha consumado. Que fue tanto como decir: «Acabé con el amor lo que no pude ni con mi justicia, ni con mi misericordia, ni con mi sabiduría, ni con mi omnipotencia, porque borré el pecado, que hacía sombra a la Majestad divina y a la belleza humana, y saqué a la humanidad de su vergonzoso cautiverio, y di al hombre la potestad que con la culpa había perdido de salvarse. Ya puede bajar mi espíritu a fortificar al hombre, a embellecer al hombre, a deificar al hombre, porque le he atraído a mí y le he unido a mí con potentísima y amorosísima lazada».

Cuando aquella palabra memorable fue pronunciada por el Hijo de Dios al expirar en la cruz, todas las cosas quedaron maravillosamente ordenadas y ordenadamente perfectas.

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