Capítulo VII
Recapitulación. Ineficacia de todas las soluciones propuestas. Necesidad de una solución más alta
Hasta aquí hemos visto de qué manera la libertad del hombre y la del ángel, con la facultad de escoger entre el bien y el mal, que constituye su imperfección y su peligro, era una cosa no sólo justificada, sino también conveniente. Vimos también cómo del ejercicio de esa libertad constituida salió el mal con el pecado, el cual alteró profundísimamente el orden puesto por Dios en todas las cosas y la manera convenientísima de ser de todas las criaturas. Pasando más adelante, después de habernos dado cuenta de los desórdenes de la creación, nos propusimos demostrar y demostramos, a nuestro entender cumplidamente, que así como al ángel y al hombre, dotados del libre albedrío, les fue dada la tremenda potestad de sacar el mal del bien y de inficionar todas las cosas, el uno con su rebelión el otro con su desobediencia y ambos con su pecado, Dios, para hacer contraste a esa libertad perturbadora, se reservó la potestad de sacar el bien del mal y el orden del desorden, usando de ella larga y convenientemente, hasta el punto de poner las cosas en un ser más concertado y perfecto que el que hubieran alcanzado sin los ángeles rebeldes y sin los hombres pecadores. No siendo posible evitar el mal sin suprimir la libertad angélica y la humana, que eran un gran bien, Dios, en su infinita sabiduría, hizo de modo que el mal, sin ser suprimido, fue transformado hasta el punto de servir, en su mano omnipotente, de instrumento de mayores conveniencias y de más altas perfecciones.
Para demostrar lo que a nuestro propósito cumplía, observamos que el fin general de las cosas era manifestar todas a su manera las perfecciones altísimas de Dios y ser como centellas de su hermosura y magníficos reflejos de su gloria. Consideradas desde el punto de vista de este fin universal, no nos fue difícil demostrar que de la obediencia humana y de la rebelión angélica se siguieron bienes incomparables, y que así la una como la otra sirvieron para que las criaturas, que antes reflejaban solamente la divina bondad y la divina magnificencia, reflejaran también toda la sublimidad de su misericordia y toda la grandeza de su justicia. El orden no fue universal y absoluto sino cuando las criaturas tuvieron en sí todos estos espléndidos reflejos.
De los problemas relativos al orden universal de las cosas pasamos a los que se refieren al orden general de las cosas humanas; discurriendo por este anchísimo campo, vimos propagarse el mal en la humanidad con el pecado; allí vimos de qué manera la humanidad estuvo en Adán y cómo la especie fue en el individuo pecadora. Así como el pecado, considerado en sí mismo, fue poderoso para turbar el orden del universo, lo fue también y con mayor razón para poner en desorden todas las cosas humanas. Para la inteligencia de lo que antes dijimos y de lo que diremos después, conviene advertir aquí que, así como el fin universal de las cosas es manifestar las perfecciones divinas, el fin particular del hombre es conservar su unión con Dios, lugar de su alegría y su descanso; el pecado desordenó las cosas humanas, apartando al hombre de esa unión, que constituye su fin especial, y desde ese momento el problema, por lo que hace a la humanidad, consiste en averiguar de qué manera el mal puede ser vencido en sus efectos y en su causa: en sus efectos, es decir, en la corrupción del individuo y de la especie con todas sus consecuencias; en su causa, es decir, en el pecado.
Dios, que es simplicísimo en sus obras porque es perfectísimo en su esencia, vence al mal en su causa y en sus efectos por la secreta virtud de una sola transformación; pero ésta tan radical y portentosa, que por ella todo lo que era mal se muda en bien, y todo lo que era imperfección, en perfección soberana. Hasta aquí hemos venido exponiendo la manera y forma con que Dios transforma en instrumentos del bien los efectos mismos del mal y del pecado. Procediendo todos ellos de una corrupción primitiva del individuo y de la especie, no son otra cosa en la especie ni en el individuo, considerados en sí, sino una desgracia lamentable; quien dice desgracia, dice efecto necesario; y si la causa de donde el efecto se sigue es de aquellas que obran de una manera constante, quien dice desgracia, tanto quiere decir como desgracia, por su naturaleza, invencible. Imponiendo la desgracia como una pena, Dios hizo posible su transformación por medio de su aceptación voluntaria por parte del hombre. Cuando el hombre, ayudado de Dios, aceptó heroicamente como una pena justa su desgracia, su desgracia no cambió de naturaleza, considerada en sí misma, lo cual sería imposible de todo punto; pero adquirió una nueva y extraña virtud: la virtud expiatoria y purificante. Conservando siempre su invencible identidad, produce efectos que naturalmente no están en ella, siempre que se combina de una manera sobrenatural con la aceptación voluntaria. Esta doctrina consoladora y sublime nos viene a un tiempo mismo de Dios, de la razón y de la Historia, constituyendo una verdad racional, histórica y dogmática.
El dogma de la transmisión de la culpa y de la pena y el de la acción purificante de la última, siendo libremente aceptada, nos llevó como por la mano al examen de las leyes orgánicas de la humanidad, por las cuales se explican cumplidamente todas sus evoluciones históricas y todos sus movimientos. El conjunto de esas leyes constituye el orden humano, y de tal manera le constituye, que no puede ser ni imaginado de otra manera.
Después de haber expuesto las soluciones católicas sobre estos problemas altísimos y temerosos, de los cuales unos son relativos al orden universal y otros al orden humano, propusimos las soluciones inventadas por la escuela liberal y por los socialistas modernos, y demostramos, por una parte, las sublimes armonías y consonancias de los dogmas católicos, y por la otra, las extravagantes contradicciones de las escuelas racionalistas. La impotencia radical de la razón para hallar la solución conveniente de estos problemas fundamentales sirve para explicar la incoherencia y la contradicción que se observan en las soluciones humanas, y esas contradicciones incoherentes sirven a su vez para demostrar la imposibilidad absoluta en que está el hombre, abandonado a sí mismo, de remontarse con sus propias alas a aquellas encumbradas y serenas alturas en donde puso Dios las leyes secretísimas de todas las cosas. De este examen, hasta cierto punto prolijo, si se atiende a los estrechos límites de esta obra, resulta demostrado hasta la evidencia: lo primero, que toda negación de un dogma católico lleva consigo la negación de todos los otros dogmas, y al revés, que la afirmación de uno sólo lleva consigo la afirmación de todos los dogmas católicos; lo cual es una demostración invencible de que el catolicismo es una inmensa síntesis, puesta fuera de las leyes del espacio y del tiempo; lo segundo, que ninguna escuela racionalista niega todos los dogmas católicos a la vez; de donde se sigue que todas están condenadas a la inconsecuencia y al absurdo; y lo tercero, que no es posible salir del absurdo y de la inconsecuencia sin aceptar todas las afirmaciones católicas con una aceptación absoluta o negarlas todas con una aceptación tan radical que vaya a parar al nihilismo.
Por último, después de haber examinado cada uno de por sí aquellos dogmas que se refieren al orden universal y al orden humano, consideramos su armonioso y magnífico conjunto en la institución de los sacrificios sangrientos, la cual trae su origen de aquella primera edad que siguió inmediatamente a la gran catástrofe paradisíaca. Allí vimos que esa institución misteriosa es, por un lado, la conmemoración de aquella gran tragedia y de la promesa de un redentor, hecha por Dios a nuestros primeros padres; por otro, la encarnación de los dogmas de la solidaridad, de la reversibilidad, de la imputación y de la sustitución, y, por último, el símbolo perfectísimo del sacrificio futuro, tal como le habíamos de ver realizado en la plenitud de los tiempos. Puestas en olvido entre las gentes las tradiciones bíblicas, el mundo olvidó el significado propio de aquella institución religiosa, que vino corrompiéndose por todas partes; por su corrupción se explica la institución universal de los sacrificios humanos, los cuales dan testimonio a la verdad de la tradición, si bien se apartan de ella en aquellos puntos en que había caído en olvido de las gentes. Con este motivo expusimos el grande error y la grande enseñanza que están juntos en esa institución, que a primera vista parece inexplicable por lo que tiene de profundamente misteriosa. Su grande error está en atribuir al hombre la virtud expiatoria del que le había de sustituir cuando se hubieran cumplido los tiempos, según la voz de las antiguas profecías y de las antiguas tradiciones; su grande enseñanza está en atribuir a la sangre derramada en cierta forma la virtud de aplacar en cierto modo y hasta cierto punto la cólera divina. Por el encadenamiento y la conexión de estas deducciones fuimos a parar al examen de la pena de muerte, universalmente instituida en toda la tierra como una profesión de fe de la virtud que está en la sangre, hecha en todos los tiempos por todo el género humano. Con este motivo interrogamos a las escuelas racionalistas sobre esta materia escabrosa, y en este punto, como en todos los demás, sus respuestas y sus soluciones nos parecieron contradictorias y absurdas. Llevándolas de contradicción en contradicción, las pusimos en el caso de escoger entre la aceptación de la pena de muerte para los delitos políticos como para los comunes o la negación radical y absoluta a un tiempo mismo del delito y de la pena.
Llegados a este punto de la discusión, sólo nos falta, para ponerla un término dichoso, acercarnos con santo terror y con muda y extática reverencia al misterio de los misterios, al sacrificio de los sacrificios, al dogma de los dogmas. Hasta aquí hemos visto, por una parte, las maravillas del orden divino; por otra, la armonía del orden universal, y por último, la altísima conveniencia del orden humano; ahora nos cumple subir a cumbre más alta, a la que domina y señorea todas las cumbres católicas. Allí está asentado en toda su majestad, misericordiosa a un mismo tiempo y tremenda, terribilísima y mansísima, Aquel que había de venir, y que vino, y que viniendo lo trajo todo a sí, y lo unió en sí con fortísima y amorosísima lazada. Él es la solución de todos los problemas, el asunto de todas las profecías, el figurado en todas las figuras, el fin de todos los dogmas, la confluencia del orden divino, del universal y del humano; la llave de todos los secretos, la luz de todos los enigmas, el prometido por Dios, el deseado de los patriarcas, el aguardado de las gentes, el Padre de todos los afligidos, el reverenciado de los coros de las naciones y de los coros angélicos, alfa y omega de todas las cosas.
El orden universal está en que todo se ordene armoniosamente para aquel fin supremo que impuso Dios a la universalidad de las cosas. El supremo fin de las cosas consiste en la manifestación exterior de las divinas perfecciones. Todas las criaturas cantan la bondad, la magnificencia y la omnipotencia de Dios. Los justificados ensalzan su misericordia, los réprobos su justicia. ¿Cuál criatura, entre las criadas, celebra su amor de una manera tan especial como los réprobos su justicia y los justificados su misericordia? Y siendo esto así, ¿no se echa de ver claramente la altísima conveniencia de que en el universo, formado para manifestar las divinas perfecciones, se levantara una voz universal ensalzando el divino amor, ese último toque de las perfecciones divinas?
El orden humano está en la unión del hombre con Dios; esa unión no puede realizarse, en nuestra condición actual y en nuestro actual apartamiento, sin un esfuerzo gigantesco para levantarnos hasta Él. Pero ¿quién pide esfuerzo al que es débil, y quién manda levantarse y subir hasta la cumbre altísima de un monte al que está caído en el valle y lleva sobre sus hombros el peso de su pecado? Sé que la aceptación heroica y voluntaria de mi dolor y de mi cruz me levantaría sobre mí mismo. Pero ¿cómo he de amar lo que naturalmente aborrezco y cómo he de aborrecer lo que naturalmente amo, y esto voluntariamente? Me mandan amar a Dios, y siento discurrir por mis venas el amor corrosivo de mi carne. Me mandan andar, y estoy reducido a prisiones. Con mi pecado no puedo merecer, y no puedo apartarme del pecado, que me tiene asido, si no me lo quitan. Ninguno puede quitármelo si no tiene hacia mí un infinito amor, anterior a todo merecimiento, y nadie me ama con ese amor infinito. Soy el ludibrio de Dios y la fábula del universo; en vano discurriré por todo el cerco de la tierra, que adondequiera que vaya irá conmigo mi desventura, y en vano pondré los ojos en ese cielo de metal, que jamás hirió mi frente con un rayo de esperanza.
Si todo esto es así, es claro que el edificio católico, que venimos levantando laboriosamente, viene al suelo, falto de aquella espléndida cúpula que le había de servir de remate y de áncora. Nueva torre de Babel, levantada por el orgullo y fabricada sobre arenas frágiles y movedizas, será juguete del temporal y escarnio de los vientos; el orden humano, el orden universal, no son otra cosa sino palabras resonantes; y todos aquellos temerosos problemas que traen a la humanidad pensativa y contristada, quedan en pie y envueltos en su oscuridad invencible a pesar del vano aparato de las soluciones católicas; mejor trabadas entre sí que las soluciones de las escuelas racionalistas, su trabazón no es tan perfecta, sin embargo, que pueda resistir al empuje de la razón humana. Si el catolicismo no dice más, ni enseña más, ni contiene más que lo que va dicho, contenido y enseñado en aquellas soluciones, el catolicismo no es más que un sistema filosófico, que, siendo más acabado que los sistemas anteriores, según todas las probabilidades, será menos perfecto que los sistemas futuros. Aun hoy día puede acusársele ya de impotencia notoria para resolver los grandes problemas que se refieren a Dios, al universo y al hombre; Dios no es perfecto si no ama de una manera infinita; el orden no existe en el universo si no hay en él nada que manifieste ese amor; y en cuanto al hombre, el desorden en que está puesto es tan invencible que no puede salvarse no siendo amado infinitamente.
Y no se diga que Dios es infinitamente bueno e infinitamente misericordioso y que el amor ya supuesto y como escondido en su infinita bondad y en su infinita misericordia, porque el amor es de por sí cosa tan principal, que, cuando existe, a todas las otras las domina y señorea. El amor no es contenido, es continente; se declara, no se esconde; tal es su condición, que no pueda estar en ninguna parte sin que parezca que está solo y que todo lo avasalla; él lleva de suyo no ordenarse a ningún fin y ordenar a sí todas las cosas. El que ama, si ama bien, ha de parecer que enloquece; y para ser infinito el amor, ha de parecer una infinita locura.
Hay una voz que está en mi corazón y que es mi mismo corazón, que está en mí y que es yo mismo, y que me dice: «Sí quieres conocer al verdadero Dios, mira al que te ama hasta enloquecer por ti y al que te ayuda a que le ames hasta enloquecer por Él, y ése es el Dios verdadero; porque en Dios está la bienaventuranza, y la bienaventuranza no es otra cosa sino amar, y padecer desmayos de amor, y estar desmayado así perpetuamente». Nadie me llame así si no me ama, porque no responderé a su llamamiento. Mas si la voz que escucho es voz de amor: «Heme aquí», diré al punto, y seguiré a mi amado sin preguntarle ni adónde va ni a qué parte me lleva, porque adondequiera que me lleve y adondequiera que vaya hemos de estar él y yo y nuestro amor; y nuestro amor, él y yo somos el cielo. Yo quisiera amar así, y sé que no puedo amar así y que no tengo a quien amar de esta manera, y aun por eso me deshago y me atormento en un cerco sin salida. ¿Quién me sacará de este cerco que me ahoga y me dará alas como de paloma para discurrir por otras regiones y para subir a otras alturas?