Capítulo V
Continuación del mismo asunto
El más consecuente de los socialistas modernos, desde el punto de vista de la cuestión que venimos ventilando, me parece ser Roberto Owen, cuando rompiendo en abierta y cínica rebelión contra todas las religiones, depositarias de los dogmas religiosos y morales, negó de un golpe el deber, negando no sólo la responsabilidad colectiva, que constituye el dogma de la solidaridad, sino también la responsabilidad individual, que descansa en el dogma del libre albedrío del hombre. Negado el libre albedrío, Roberto Owen niega la transmisión de la culpa y la culpa misma. Hasta aquí no puede dudarse sino que hay lógica y consecuencia en todas estas deducciones; pero donde comienza la contradicción y la extravagancia es cuando Owen, negada la culpa y el libre albedrío, afirma y distingue el bien y el mal moral, y cuando, afirmando y distinguiendo estas cosas, niega la pena, que es su consecuencia necesaria.
El hombre, según Roberto Owen, obra en consecuencia de convicciones invencibles. Esas convicciones le vienen, por una parte, de su organización especial, y por otra, de las circunstancias que le rodean; y como él no es autor ni de aquella organización ni de esas circunstancias, síguese de aquí que así las primeras como las segundas obran en él fatal y necesariamente. Todo esto es lógico y consecuente; pero por lo mismo es ilógico, contradictorio y absurdo afirmar el bien y el mal cuando se niega la libertad humana. El absurdo llega hasta lo inconcebible y lo monstruoso cuando nuestro autor intenta fundar una sociedad y un gobierno en esta yuxtaposición de seres irresponsables. La idea del gobierno y la idea de la sociedad son correlativas a la de la libertad humana. Negada la una, procede la negación de las otras juntamente; y cuando no se niegan o se afirman todas a la vez, no se hace otra cosa sino afirmar y negar la misma cosa a un mismo tiempo. Yo no sé si hay en los anales humanos testimonio más insigne de ceguedad, de inconsecuencia y de locura que el que Owen da de sí cuando, después de haber negado la responsabilidad y la libertad individual, no satisfecho con la extravagancia de afirmar la sociedad y el gobierno, pasa todavía más adelante, y da consigo en la extravagancia inconcebible de recomendar la benevolencia, la justicia y el amor a los que, no siendo ni responsables ni libres, ni pueden amar ni pueden ser justos ni benevolentes.
Los límites que me he impuesto a mí propio al emprender esta obra me impiden pasar aquí tan adelante como fuera menester por el anchísimo campo de las contradicciones socialistas. Las expuestas bastan y aun sobran para dejar puesto fuera de toda duda el hecho incontrovertible de que el socialismo, desde cualquier punto de vista que se le considere, es una torpe contradicción, y que de sus escuelas contradictorias ninguna otra cosa puede salir sino el caos.
Su contradicción es tan palpable, que no nos será difícil ponerla de bulto y como de relieve aun en aquellos puntos en los que parece que todos estos sectarios andan unidos y conformes. Si hay alguna negación que les sea común, esta es ciertamente la negación de la solidaridad familiar o nobiliaria. Llegados aquí todos los doctores revolucionarios y socialistas, alzan la voz para negar esa mancomunidad de glorias y de infortunios, de méritos y de deméritos que el género humano ha reconocido como un hecho entre los ascendientes y sus descendientes en todas las edades. Pues bien: esos mismos revolucionarios y socialistas afirman de sí en la práctica, sin saberlo, aquello mismo que vienen negando de los otros en la teórica. Cuando la revolución francesa, sangrienta y desmelenada, puso debajo de sus pies todas las glorias nacionales; cuando, embriagada con sus triunfos, creyó estar cierta de su definitiva victoria, se apoderó de ella no sé qué orgullo aristocrático y de raza, que estaba en directa oposición con todos sus dogmas. Entonces fue cuando los revolucionarios más insignes, dándose en espectáculo a las gentes como los antiguos barones feudales, comenzaron a mostrarse escrupulosos y remisos en dar a los extraños carta de naturalización en su nobilísima familia. Mis lectores recordarán aquella pregunta famosa dirigida por los doctores de la nueva ley a los que se presentaban a ellos vestidos con el blanco ropaje de la candidatura: «¿Qué crimen habéis cometido?» ¡Desventurado aquel que no había cometido ninguno, porque jamás vería abiertas para él las puertas del Capitolio, en donde relampagueaban con tremenda majestad los semidioses revolucionarios! El género humano había instituido la nobleza de la virtud; la revolución dejó instituida la del crimen.
Cuando después de la revolución de febrero hemos visto a socialistas y republicanos dividirse en categorías, separadas unas de otras por abismos formidables; cuando los unos, con el titulo de republicanos de la víspera, han derramado el escarnio y el baldón sobre los otros que no habían sido republicanos sino del día siguiente; cuando, más afortunados y, por consiguiente, más altivos que todos los demás, se han levantado algunos diciendo: «Toda la arrogancia es nuestra, porque el republicanismo es en nosotros familiar y nos viene con la sangre», ¿qué viene a ser esto sino proclamar, en pleno republicanismo, todas las preocupaciones nobiliarias?
Examinad bien una después de otra todas sus escuelas; todas y cada una de por sí pugnan por constituirse en una familia y por buscar el ascendiente más noble. En este grupo familiar, el ascendiente es Saint-Simon el nobilísimo; en aquel, Fourier el ilustre; en el otro, Babeuf el patriota; en todos hay un jefe común, un patrimonio común, una gloria común, un encargo común; y todos los grupos y todas las familias, unidas entre sí por una estrecha solidaridad, buscan en las edades pasadas alguna personalidad tan noble, tan alta, tan excelsa, que pueda servirlas a todas de vínculo y de centro. Los unos ponen los ojos en Platón, personificación gloriosa de la sabiduría antigua; los más, levantando su loca ambición hasta la altura de una blasfemia, los ponen en el Redentor del género humano; quizá le olvidaran por desvalido y por pobre, le desdeñaran por humilde; pero en su insolente orgullo no olvidan que, humilde, y pobre, y desvalido, era Rey y sentía correr por sus venas la nobilísima sangre de los reyes. Por lo que hace a M. Proudhon, tipo perfecto del orgullo socialista, el cual es a su vez el tipo perfecto del orgullo humano, remontándose a edades más escondidas en alas de su soberbia, sube en busca de sus ascendientes hasta aquellos tiempos vecinos de la creación en que florecieron entre los hebreos las instituciones mosaicas. En ocasión más oportuna demostraré cumplidamente que, por lo que hace a M. Proudhon, su nobleza es tan antigua y su estirpe tan ilustre, que para encontrar su cepa es necesario subir más todavía, hasta llegar a unos tiempos puestos fuera del ancho círculo de la Historia y a unos seres, en lo perfectísimos y altísimos, incomparablemente superiores a los hombres. Por ahora basta para mi propósito dejar aquí consignado que las escuelas socialistas están condenadas a la contradicción y al absurdo de una manera irrevocable; que cada uno de sus principios es contradictorio del que le procede y del que le sigue; que su conducta es la condenación completa de todas sus teorías, y que sus teorías son la condenación radical de su conducta.
Sólo nos falta ahora formarnos una idea aproximada de lo que sería el edificio socialista sin esas faltas de proporción que le afean y que le ponen fuera de todo género regular de arquitectura. Visto lo que es el socialismo actual en sus dogmas contradictorios, no parece fuera de propósito que examinemos aquí brevemente lo que ha de ser el socialismo venidero cuando, por la virtud misteriosa que reside en toda teoría, vaya perdiendo con la duración lo que hay en él de contradictorio y de inconsecuente. El método aquí consiste en aceptar por punto de partida cualquiera de las proposiciones afirmadas en común por todas las escuelas y sacar de ella, una en pos de otra, las consecuencias que contiene.
La negación fundamental del socialismo es la negación del pecado, esa gran afirmación que es como el centro de las afirmaciones católicas. Esta negación lleva consigo por vía de consecuencia una serie de negaciones, relativas unas al ser divino, otras al ser humano y otras al ser social. Recorrer toda esa serie sería cosa imposible y ajena, además, de nuestro propósito; lo que nos cumple solamente es señalar las más fundamentales entre esas negaciones.
Los socialistas niegan el pecado y la posibilidad del pecado juntamente. Negado el hecho y la posibilidad del hecho, procede la negación de la libertad humana, que no se concibe sin el pecado o, por lo menos, sin la potestad en la naturaleza humana de convertirse de inocente en pecadora. Negada la libertad, queda negada la responsabilidad del hombre. La negación de la responsabilidad lleva consigo la negación de la pena; negada ésta, procede, por una parte, la negación del gobierno divino, y por otra, la de los gobiernos humanos. Luego, por lo que hace a la cuestión del gobierno, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la responsabilidad individual, queda negada la responsabilidad en común: lo que se niega del individuo no puede afirmarse de la especie, lo cual significa que no existe la responsabilidad humana; y como quiera que no puede afirmarse de algunos lo que por una parte se niega de cada uno de por sí y por otra de todos, síguese de aquí que, una vez negada la responsabilidad del individuo y la de la especie, procede negar la responsabilidad de todas las asociaciones. Esto significa que no hay responsabilidad social, ni responsabilidad política, ni responsabilidad doméstica. Luego, por lo que hace a la cuestión de la responsabilidad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la responsabilidad individual, la doméstica, la política y la humana, procede la negación de la solidaridad en el individuo, en la familia, en el Estado y en la especie, como quiera que la solidaridad ninguna otra cosa significa sino la responsabilidad en común. Luego, por lo que hace a la solidaridad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la solidaridad en el nombre, en la familia, en el Estado y en la especie, es forzoso negar la unidad en la especie, en el Estado, en la familia y en el hombre, como quiera que la identidad entre la solidaridad y la unidad es tan completa, que lo que es uno no puede concebirse sino como siendo solidario, ni lo que es solidario sino como siendo uno. Luego, por lo que hace a la cuestión de la unidad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la unidad con una negación absoluta, proceden las negaciones siguientes: la de la humanidad, la de la sociedad, la de la familia y la del hombre. En efecto: ninguna cosa existe sino con la condición de ser una, y por lo mismo no puede afirmarse que la familia, la sociedad y la humanidad existen sino con la condición de afirmar la unidad doméstica, la política y la humana; negadas estas tres unidades, procede la negación de esas tres cosas. Afirmar su existencia y negar su unidad es contradecirse en los términos. Cada una de esas cosas ha de ser una o no ha de ser de ninguna manera; luego, si no son unas, no existen; su nombre mismo es absurdo, porque es un nombre que ni representa ni designa cosa ninguna.
Por lo que hace al hombre individual, procede su negación de diferente manera. El hombre individual es el único que puede existir hasta cierto punto sin ser uno y sin ser solidario; lo que se niega negando su unidad y solidaridad es que en los diferentes momentos de su vida sea una misma persona. Si no hay un vínculo de unión entre los tiempos pasados y los presentes y entre los presentes y los futuros, lo que se sigue de aquí es que el hombre no existe sino en el momento presente; pero en esta suposición es claro que su existencia es más bien fenomenal que real. Si no vivo en lo pasado, porque pasó y porque no hay unidad entre lo presente y lo pasado; si no vivo en lo futuro, porque lo futuro no es y porque cuando sea ya no será lo presente; si no vivo sino en lo presente, y lo presente no existe, porque cuando se va a afirmar su existencia ya ha pasado, resulta de aquí que mi existencia es mas bien teórica que práctica, porque en realidad, si no existo en todos los tiempos, no existo en tiempo ninguno. Yo no concibo el tiempo sino en sus tres formas reunidas, y no puedo concebirle cuando las separo. ¿Qué es lo pasado sino una cosa que no es ya? ¿Qué es lo futuro sino una cosa que no existe todavía? ¿Y quién detiene a lo presente el tiempo necesario para afirmarle después de haber salido de lo futuro y antes de convertirse en lo pasado? Luego afirmar la existencia del hombre, negada la unidad de los tiempos, no viene a ser otra cosa sino darle la existencia especulativa del punto matemático. Luego la negación del pecado va a parar al nihilismo, así en cuanto a la existencia de la humanidad, de la sociedad y de la familia, como en cuanto a la existencia del hombre. Luego todas las doctrinas socialistas, o para hablar con más exactitud, todas las racionalistas, van a parar forzosamente al nihilismo; y ninguna cosa hay más natural y más lógica, si bien se mira, sino que, no habiendo sino la nada fuera de Dios, los que se separan de Dios vayan a parar a la nada.
Esto supuesto, yo estoy autorizado para acusar al socialismo presente de timido y de contradictorio. Negar el Dios trino y uno, para afirmar otro Dios; negar la humanidad bajo un aspecto, para venir a afirmarla desde otro punto de vista; negar la sociedad con cierta forma, para venir a afirmarla después con formas diferentes; negar la familia por un lado, para afirmarla por otro; negar al hombre de cierta manera, para venir después a afirmarle de una manera o diferente o contraria, todo esto es entrar por la senda de tímidas, contradictorias y cobardes transacciones. El socialismo presente es todavía un semicatolicismo, y nada más. Si los límites de esta obra me lo permitieran, no me sería difícil demostrar que en el más avanzado de sus doctores hay un número mayor de afirmaciones católicas que de negaciones socialistas, lo cual da por resultado un catolicismo absurdo y un socialismo contradictorio. Todo lo que sea afirmar un Dios es ir a caer en las manos del Dios de los católicos; todo lo que sea afirmar la humanidad es ir a parar a la humanidad una y solidaria del dogma cristiano; todo lo que sea afirmar la sociedad es ir a dar consigo, más tarde o más temprano, en la afirmación católica sobre las instituciones sociales; todo lo que sea afirmar la familia es ponerse en el caso de afirmar después, de uno o de otro modo, todo lo que el catolicismo afirma y todo lo que el socialismo niega; por último, todo lo que sea afirmar al hombre de cualquiera manera, se resuelve en definitiva en la afirmación de Adán, el hombre del Génesis. El catolicismo es a la manera de aquellos formidables cilindros por donde no pasa la parte sin que después pase el todo. Por ese cilindro formidable pasará, sin dejar rastro de sí, si no muda de rumbo, el socialismo con todos sus pontífices y con todos sus doctores.
M. Proudhon, que no suele ser ridículo, es ridículo, sin embargo, cuando, formulando la negación del gobierno como la última de todas las negaciones, va pidiendo a las gentes en ademán cuasi augusto la primera de todas las palabras socialistas, por la sublimidad de su audacia. Los socialistas en presencia de los católicos son como los griegos en presencia de los sacerdotes del Oriente: niños que parecen hombres. La negación de todo gobierno, lejos de ser la última de las negaciones posibles, no es sino una nCapítulo V
Continuación del mismo asunto
El más consecuente de los socialistas modernos, desde el punto de vista de la cuestión que venimos ventilando, me parece ser Roberto Owen, cuando rompiendo en abierta y cínica rebelión contra todas las religiones, depositarias de los dogmas religiosos y morales, negó de un golpe el deber, negando no sólo la responsabilidad colectiva, que constituye el dogma de la solidaridad, sino también la responsabilidad individual, que descansa en el dogma del libre albedrío del hombre. Negado el libre albedrío, Roberto Owen niega la transmisión de la culpa y la culpa misma. Hasta aquí no puede dudarse sino que hay lógica y consecuencia en todas estas deducciones; pero donde comienza la contradicción y la extravagancia es cuando Owen, negada la culpa y el libre albedrío, afirma y distingue el bien y el mal moral, y cuando, afirmando y distinguiendo estas cosas, niega la pena, que es su consecuencia necesaria.
El hombre, según Roberto Owen, obra en consecuencia de convicciones invencibles. Esas convicciones le vienen, por una parte, de su organización especial, y por otra, de las circunstancias que le rodean; y como él no es autor ni de aquella organización ni de esas circunstancias, síguese de aquí que así las primeras como las segundas obran en él fatal y necesariamente. Todo esto es lógico y consecuente; pero por lo mismo es ilógico, contradictorio y absurdo afirmar el bien y el mal cuando se niega la libertad humana. El absurdo llega hasta lo inconcebible y lo monstruoso cuando nuestro autor intenta fundar una sociedad y un gobierno en esta yuxtaposición de seres irresponsables. La idea del gobierno y la idea de la sociedad son correlativas a la de la libertad humana. Negada la una, procede la negación de las otras juntamente; y cuando no se niegan o se afirman todas a la vez, no se hace otra cosa sino afirmar y negar la misma cosa a un mismo tiempo. Yo no sé si hay en los anales humanos testimonio más insigne de ceguedad, de inconsecuencia y de locura que el que Owen da de sí cuando, después de haber negado la responsabilidad y la libertad individual, no satisfecho con la extravagancia de afirmar la sociedad y el gobierno, pasa todavía más adelante, y da consigo en la extravagancia inconcebible de recomendar la benevolencia, la justicia y el amor a los que, no siendo ni responsables ni libres, ni pueden amar ni pueden ser justos ni benevolentes.
Los límites que me he impuesto a mí propio al emprender esta obra me impiden pasar aquí tan adelante como fuera menester por el anchísimo campo de las contradicciones socialistas. Las expuestas bastan y aun sobran para dejar puesto fuera de toda duda el hecho incontrovertible de que el socialismo, desde cualquier punto de vista que se le considere, es una torpe contradicción, y que de sus escuelas contradictorias ninguna otra cosa puede salir sino el caos.
Su contradicción es tan palpable, que no nos será difícil ponerla de bulto y como de relieve aun en aquellos puntos en los que parece que todos estos sectarios andan unidos y conformes. Si hay alguna negación que les sea común, esta es ciertamente la negación de la solidaridad familiar o nobiliaria. Llegados aquí todos los doctores revolucionarios y socialistas, alzan la voz para negar esa mancomunidad de glorias y de infortunios, de méritos y de deméritos que el género humano ha reconocido como un hecho entre los ascendientes y sus descendientes en todas las edades. Pues bien: esos mismos revolucionarios y socialistas afirman de sí en la práctica, sin saberlo, aquello mismo que vienen negando de los otros en la teórica. Cuando la revolución francesa, sangrienta y desmelenada, puso debajo de sus pies todas las glorias nacionales; cuando, embriagada con sus triunfos, creyó estar cierta de su definitiva victoria, se apoderó de ella no sé qué orgullo aristocrático y de raza, que estaba en directa oposición con todos sus dogmas. Entonces fue cuando los revolucionarios más insignes, dándose en espectáculo a las gentes como los antiguos barones feudales, comenzaron a mostrarse escrupulosos y remisos en dar a los extraños carta de naturalización en su nobilísima familia. Mis lectores recordarán aquella pregunta famosa dirigida por los doctores de la nueva ley a los que se presentaban a ellos vestidos con el blanco ropaje de la candidatura: «¿Qué crimen habéis cometido?» ¡Desventurado aquel que no había cometido ninguno, porque jamás vería abiertas para él las puertas del Capitolio, en donde relampagueaban con tremenda majestad los semidioses revolucionarios! El género humano había instituido la nobleza de la virtud; la revolución dejó instituida la del crimen.
Cuando después de la revolución de febrero hemos visto a socialistas y republicanos dividirse en categorías, separadas unas de otras por abismos formidables; cuando los unos, con el titulo de republicanos de la víspera, han derramado el escarnio y el baldón sobre los otros que no habían sido republicanos sino del día siguiente; cuando, más afortunados y, por consiguiente, más altivos que todos los demás, se han levantado algunos diciendo: «Toda la arrogancia es nuestra, porque el republicanismo es en nosotros familiar y nos viene con la sangre», ¿qué viene a ser esto sino proclamar, en pleno republicanismo, todas las preocupaciones nobiliarias?
Examinad bien una después de otra todas sus escuelas; todas y cada una de por sí pugnan por constituirse en una familia y por buscar el ascendiente más noble. En este grupo familiar, el ascendiente es Saint-Simon el nobilísimo; en aquel, Fourier el ilustre; en el otro, Babeuf el patriota; en todos hay un jefe común, un patrimonio común, una gloria común, un encargo común; y todos los grupos y todas las familias, unidas entre sí por una estrecha solidaridad, buscan en las edades pasadas alguna personalidad tan noble, tan alta, tan excelsa, que pueda servirlas a todas de vínculo y de centro. Los unos ponen los ojos en Platón, personificación gloriosa de la sabiduría antigua; los más, levantando su loca ambición hasta la altura de una blasfemia, los ponen en el Redentor del género humano; quizá le olvidaran por desvalido y por pobre, le desdeñaran por humilde; pero en su insolente orgullo no olvidan que, humilde, y pobre, y desvalido, era Rey y sentía correr por sus venas la nobilísima sangre de los reyes. Por lo que hace a M. Proudhon, tipo perfecto del orgullo socialista, el cual es a su vez el tipo perfecto del orgullo humano, remontándose a edades más escondidas en alas de su soberbia, sube en busca de sus ascendientes hasta aquellos tiempos vecinos de la creación en que florecieron entre los hebreos las instituciones mosaicas. En ocasión más oportuna demostraré cumplidamente que, por lo que hace a M. Proudhon, su nobleza es tan antigua y su estirpe tan ilustre, que para encontrar su cepa es necesario subir más todavía, hasta llegar a unos tiempos puestos fuera del ancho círculo de la Historia y a unos seres, en lo perfectísimos y altísimos, incomparablemente superiores a los hombres. Por ahora basta para mi propósito dejar aquí consignado que las escuelas socialistas están condenadas a la contradicción y al absurdo de una manera irrevocable; que cada uno de sus principios es contradictorio del que le procede y del que le sigue; que su conducta es la condenación completa de todas sus teorías, y que sus teorías son la condenación radical de su conducta.
Sólo nos falta ahora formarnos una idea aproximada de lo que sería el edificio socialista sin esas faltas de proporción que le afean y que le ponen fuera de todo género regular de arquitectura. Visto lo que es el socialismo actual en sus dogmas contradictorios, no parece fuera de propósito que examinemos aquí brevemente lo que ha de ser el socialismo venidero cuando, por la virtud misteriosa que reside en toda teoría, vaya perdiendo con la duración lo que hay en él de contradictorio y de inconsecuente. El método aquí consiste en aceptar por punto de partida cualquiera de las proposiciones afirmadas en común por todas las escuelas y sacar de ella, una en pos de otra, las consecuencias que contiene.
La negación fundamental del socialismo es la negación del pecado, esa gran afirmación que es como el centro de las afirmaciones católicas. Esta negación lleva consigo por vía de consecuencia una serie de negaciones, relativas unas al ser divino, otras al ser humano y otras al ser social. Recorrer toda esa serie sería cosa imposible y ajena, además, de nuestro propósito; lo que nos cumple solamente es señalar las más fundamentales entre esas negaciones.
Los socialistas niegan el pecado y la posibilidad del pecado juntamente. Negado el hecho y la posibilidad del hecho, procede la negación de la libertad humana, que no se concibe sin el pecado o, por lo menos, sin la potestad en la naturaleza humana de convertirse de inocente en pecadora. Negada la libertad, queda negada la responsabilidad del hombre. La negación de la responsabilidad lleva consigo la negación de la pena; negada ésta, procede, por una parte, la negación del gobierno divino, y por otra, la de los gobiernos humanos. Luego, por lo que hace a la cuestión del gobierno, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la responsabilidad individual, queda negada la responsabilidad en común: lo que se niega del individuo no puede afirmarse de la especie, lo cual significa que no existe la responsabilidad humana; y como quiera que no puede afirmarse de algunos lo que por una parte se niega de cada uno de por sí y por otra de todos, síguese de aquí que, una vez negada la responsabilidad del individuo y la de la especie, procede negar la responsabilidad de todas las asociaciones. Esto significa que no hay responsabilidad social, ni responsabilidad política, ni responsabilidad doméstica. Luego, por lo que hace a la cuestión de la responsabilidad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la responsabilidad individual, la doméstica, la política y la humana, procede la negación de la solidaridad en el individuo, en la familia, en el Estado y en la especie, como quiera que la solidaridad ninguna otra cosa significa sino la responsabilidad en común. Luego, por lo que hace a la solidaridad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la solidaridad en el nombre, en la familia, en el Estado y en la especie, es forzoso negar la unidad en la especie, en el Estado, en la familia y en el hombre, como quiera que la identidad entre la solidaridad y la unidad es tan completa, que lo que es uno no puede concebirse sino como siendo solidario, ni lo que es solidario sino como siendo uno. Luego, por lo que hace a la cuestión de la unidad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la unidad con una negación absoluta, proceden las negaciones siguientes: la de la humanidad, la de la sociedad, la de la familia y la del hombre. En efecto: ninguna cosa existe sino con la condición de ser una, y por lo mismo no puede afirmarse que la familia, la sociedad y la humanidad existen sino con la condición de afirmar la unidad doméstica, la política y la humana; negadas estas tres unidades, procede la negación de esas tres cosas. Afirmar su existencia y negar su unidad es contradecirse en los términos. Cada una de esas cosas ha de ser una o no ha de ser de ninguna manera; luego, si no son unas, no existen; su nombre mismo es absurdo, porque es un nombre que ni representa ni designa cosa ninguna.
Por lo que hace al hombre individual, procede su negación de diferente manera. El hombre individual es el único que puede existir hasta cierto punto sin ser uno y sin ser solidario; lo que se niega negando su unidad y solidaridad es que en los diferentes momentos de su vida sea una misma persona. Si no hay un vínculo de unión entre los tiempos pasados y los presentes y entre los presentes y los futuros, lo que se sigue de aquí es que el hombre no existe sino en el momento presente; pero en esta suposición es claro que su existencia es más bien fenomenal que real. Si no vivo en lo pasado, porque pasó y porque no hay unidad entre lo presente y lo pasado; si no vivo en lo futuro, porque lo futuro no es y porque cuando sea ya no será lo presente; si no vivo sino en lo presente, y lo presente no existe, porque cuando se va a afirmar su existencia ya ha pasado, resulta de aquí que mi existencia es mas bien teórica que práctica, porque en realidad, si no existo en todos los tiempos, no existo en tiempo ninguno. Yo no concibo el tiempo sino en sus tres formas reunidas, y no puedo concebirle cuando las separo. ¿Qué es lo pasado sino una cosa que no es ya? ¿Qué es lo futuro sino una cosa que no existe todavía? ¿Y quién detiene a lo presente el tiempo necesario para afirmarle después de haber salido de lo futuro y antes de convertirse en lo pasado? Luego afirmar la existencia del hombre, negada la unidad de los tiempos, no viene a ser otra cosa sino darle la existencia especulativa del punto matemático. Luego la negación del pecado va a parar al nihilismo, así en cuanto a la existencia de la humanidad, de la sociedad y de la familia, como en cuanto a la existencia del hombre. Luego todas las doctrinas socialistas, o para hablar con más exactitud, todas las racionalistas, van a parar forzosamente al nihilismo; y ninguna cosa hay más natural y más lógica, si bien se mira, sino que, no habiendo sino la nada fuera de Dios, los que se separan de Dios vayan a parar a la nada.
Esto supuesto, yo estoy autorizado para acusar al socialismo presente de timido y de contradictorio. Negar el Dios trino y uno, para afirmar otro Dios; negar la humanidad bajo un aspecto, para venir a afirmarla desde otro punto de vista; negar la sociedad con cierta forma, para venir a afirmarla después con formas diferentes; negar la familia por un lado, para afirmarla por otro; negar al hombre de cierta manera, para venir después a afirmarle de una manera o diferente o contraria, todo esto es entrar por la senda de tímidas, contradictorias y cobardes transacciones. El socialismo presente es todavía un semicatolicismo, y nada más. Si los límites de esta obra me lo permitieran, no me sería difícil demostrar que en el más avanzado de sus doctores hay un número mayor de afirmaciones católicas que de negaciones socialistas, lo cual da por resultado un catolicismo absurdo y un socialismo contradictorio. Todo lo que sea afirmar un Dios es ir a caer en las manos del Dios de los católicos; todo lo que sea afirmar la humanidad es ir a parar a la humanidad una y solidaria del dogma cristiano; todo lo que sea afirmar la sociedad es ir a dar consigo, más tarde o más temprano, en la afirmación católica sobre las instituciones sociales; todo lo que sea afirmar la familia es ponerse en el caso de afirmar después, de uno o de otro modo, todo lo que el catolicismo afirma y todo lo que el socialismo niega; por último, todo lo que sea afirmar al hombre de cualquiera manera, se resuelve en definitiva en la afirmación de Adán, el hombre del Génesis. El catolicismo es a la manera de aquellos formidables cilindros por donde no pasa la parte sin que después pase el todo. Por ese cilindro formidable pasará, sin dejar rastro de sí, si no muda de rumbo, el socialismo con todos sus pontífices y con todos sus doctores.
M.
Proudhon, que no suele ser ridículo, es ridículo, sin embargo,
cuando, formulando la negación del gobierno como la última de
todas las negaciones, va pidiendo a las gentes en ademán cuasi augusto
la primera de todas las palabras socialistas, por la sublimidad de su audacia.
Los socialistas en presencia de los católicos son como los griegos en
presencia de los sacerdotes del Oriente: niños que parecen hombres. La
negación de todo gobierno, lejos de ser la última de las negaciones
posibles, no es sino una negación preliminar que los nihilistas futuros
relegarán en el libro de sus prolegómenos. No pasando de ahí,
M. Proudhon pasará, como los demás, por el cilindro católico;
por ahí pasa todo, menos la nada; es necesario, pues, o afirmar la nada
o pasar con todas sus negaciones o con todas sus afirmaciones, con toda su alma
y con todo su cuerpo por ese cilindro. Mientras que M. Proudhon no tome su partido
valerosamente, me autoriza para que le acuse ante los racionalistas futuros
como sospechoso de catolicismo latente y de moderantismo disfrazado. Los socialistas
que no prefieren llamarse sus herederos, se llaman a sí propios la antítesis
del catolicismo. El catolicismo no es una tesis, y no siéndolo, no puede
ser combatido por una antítesis. Es una síntesis que lo abarca
todo, que lo contiene todo y que lo explica todo, lo cual no puede ser, no diré
vencida, pero ni combatida siquiera, sino por una síntesis de la misma
especie, que a su manera abarque, contenga y explique todas las cosas. En la
síntesis católica caben anchamente todas las tesis y todas las
antítesis humanas. Ella lo trae y lo condensa todo en sí con la
fuerza invencible de una virtud incomunicable. Los que piensan que están
fuera del catolicismo, están en él, porque él es como la
atmósfera de las inteligencias; los socialistas, como los demás,
después de esfuerzos gigantescos para separarse de él, ninguna
otra cosa han conseguido sino ser unos malos católicos.
egación preliminar que los nihilistas futuros relegarán en el libro de sus prolegómenos. No pasando de ahí, M. Proudhon pasará, como los demás, por el cilindro católico; por ahí pasa todo, menos la nada; es necesario, pues, o afirmar la nada o pasar con todas sus negaciones o con todas sus afirmaciones, con toda su alma y con todo su cuerpo por ese cilindro. Mientras que M. Proudhon no tome su partido valerosamente, me autoriza para que le acuse ante los racionalistas futuros como sospechoso de catolicismo latente y de moderantismo disfrazado. Los socialistas que no prefieren llamarse sus herederos, se llaman a sí propios la antítesis del catolicismo. El catolicismo no es una tesis, y no siéndolo, no puede ser combatido por una antítesis. Es una síntesis que lo abarca todo, que lo contiene todo y que lo explica todo, lo cual no puede ser, no diré vencida, pero ni combatida siquiera, sino por una síntesis de la misma especie, que a su manera abarque, contenga y explique todas las cosas. En la síntesis católica caben anchamente todas las tesis y todas las antítesis humanas. Ella lo trae y lo condensa todo en sí con la fuerza invencible de una virtud incomunicable. Los que piensan que están fuera del catolicismo, están en él, porque él es como la atmósfera de las inteligencias; los socialistas, como los demás, después de esfuerzos gigantescos para separarse de él, ninguna otra cosa han conseguido sino ser unos malos católicos.