Capítulo X

Continuación del mismo asunto. Conclusión de este libro

Ningún hombre ha habido tan insensato que se haya atrevido a negar el bien o el mal y su coexistencia en la historia. Los filósofos disputan sobre el modo y la forma en que existen y coexisten; todos, empero, afirman a una voz su existencia y su coexistencia como una cosa averiguada; todos convienen igualmente en que, en la contienda suscitada entre el bien y el mal, el primero ha de alcanzar sobre el segundo una victoria definitiva. Dejando estos puntos como inconcusos y asentados, en todo lo demás hay diversidad de pareceres, contradicción de sistemas y contiendas inacabables.

La escuela liberal tiene por cierto que no hay otro mal sino el que está en las instituciones políticas que hemos heredado de los tiempos, y que el supremo bien consiste en echar por el suelo esas instituciones. Los más de los socialistas tienen por averiguado que no hay otro mal sino el que está en la sociedad, y que el gran remedio está en el completo trastorno de las instituciones sociales. Todos convienen en que el mal nos viene de los tiempos pasados: los liberales afirman que el bien puede realizarse ya en los tiempos presentes, y los socialistas que la edad de oro no puede comenzar sino en los tiempos venideros.

Consistiendo, así para los unos como para los otros, el supremo bien en un trastorno supremo, que, según la escuela liberal, debe realizarse en las regiones políticas, y según las escuelas socialistas en las regiones sociales, las unas y las otras convienen en la bondad sustancial e intrínseca del hombre, que ha de ser el agente inteligente y libre de aquel y de este trastorno. Esta conclusión ha sido enunciada explícitamente por las escuelas socialistas y va implícitamente envuelta en la teoría que sustentan las escuelas liberales. De tal manera procede aquella conclusión de esta teoría, que, siendo negada la conclusión, la teoría misma viene al suelo. En efecto: la teoría según la cual el mal está en el hombre y procede del hombre es contradictoria de aquella otra según la cual el mal está en las instituciones sociales o políticas y procede de las instituciones políticas y sociales. Supuesta la primera, lo que procede en buena lógica es extirpar el mal en el hombre, con lo cual se conseguirá su extirpación en la sociedad y en el gobierno necesariamente. Supuesta la segunda, lo que procede en buena lógica es extirpar el mal directamente en la sociedad o en el gobierno, que es en donde está su centro y su origen. Por donde se ve que la teoría católica y las racionalistas son entre sí no solamente incompatibles, sino también contradictorias. Por la teoría católica se condena todo trastorno, ya sea político o social, como insensato e inútil. Las teorías racionalistas condenan toda reforma moral del hombre como inútil y como insensata. Y así la una como las otras son consecuentes en sus condenaciones; porque si el mal no está ni en el gobierno ni en la sociedad, ¿para qué y por qué el trastorno de la sociedad y del gobierno? Y, por el contrario, si el mal ni está en los individuos ni procede de los individuos, ¿para qué y por qué la reforma interior del hombre?

Las escuelas socialistas no ven inconveniente ninguno en aceptar la cuestión planteada de esta manera; la escuela liberal, por el contrario, ve en su aceptación gravísimos inconvenientes, y no sin graves motivos. Aceptada la cuestión tal como viene por sí misma planteada, la escuela liberal se ve en el duro trance de negar con una negación radical la teoría católica, considerada en sí misma y en todas sus consecuencias; y a esto es a lo que la escuela liberal se niega resueltamente. Amiga de todos los principios y de todos sus contraprincipios, no quiere desasirse ni de los unos ni de los otros, ocupada perpetuamente en obligar a hacer paces entre sí a todas las teorías contradictorias y a todas las contradicciones humanas. Las reformas morales no le parecen mal, aunque los trastornos políticos le parecen excelentes, sin advertir que son estas cosas incompatibles, como quiera que el hombre purificado interiormente no puede ser agente de trastornos, y que los agentes de trastornos, en el hecho mismo de serlo, declaran que no están interiormente purificados. En esta ocasión, como en todas las otras, el equilibrio entre el catolicismo y el socialismo es de todo punto imposible; porque, una de dos: o el hombre no se ha de purificar o no se han de realizar los trastornos. Si el hombre impurificado toma el oficio de trastornador, los trastornos políticos no son sino el preludio de los trastornos sociales; y si el hombre deja el oficio de trastornador del gobierno para tomar el de reformador de sí propio, ni son posibles los trastornos sociales ni los trastornos políticos. Así en el uno como en el otro caso, la escuela liberal ha de abdicar forzosamente en las manos de las escuelas socialistas o en las de la escuela católica.

Síguese de aquí que las escuelas socialistas tienen por suya la lógica y la razón cuando sostienen, contra la escuela liberal, que si el mal está esencialmente en la sociedad o en el gobierno, no hay que hacer otra cosa sino trastornar el gobierno o la sociedad, sin que sea cosa ni necesaria ni conveniente, sino al revés, perniciosa y absurda, acometer la empresa de la reforma del hombre.

Supuesta la bondad ingénita y absoluta del hombre, el hombre es a un mismo tiempo reformador universal e irreformable, con lo cual viene a ser transformado de hombre en Dios; su esencia deja de ser humana para ser divina; él es en sí absolutamente bueno y produce fuera de sí, por sus trastornos, el bien absoluto; bien sumo y causa de todo su bien, es excelentísimo, sapientísimo y potentísimo. La adoración es una necesidad tan imperiosa, que los socialistas, siendo ateos y no pudiendo adorar a Dios, hacen a los hombres dioses para adorar alguna cosa de alguna manera.

Siendo éstas las ideas dominantes de las escuelas socialistas acerca del hombre, es cosa clara que el socialismo niega su naturaleza antitética como una pura invención de la escuela católica. Por eso el sansimonismo y el fourierismo no admiten que el hombre esté de tal manera constituido que por un lado vaya su entendimiento y por otro su voluntad, ni conceden que haya contradicción de ninguna especie entre su espíritu y su carne; el fin supremo del sansimonismo es demostrar prácticamente la conciliación y la unidad de esas dos poderosas energías. Esta suprema conciliación estaba simbolizada en el sacerdote sansimoniano, cuyo oficio era satisfacer el espíritu por medio de la carne y la carne por medio del espíritu. El principio común a todos los socialistas, que consiste en dar a la sociedad mal construida una construcción análoga a la del hombre, que está construido de una manera excelente, condujo a los sansimonianos a negar toda especie de dualismo político, científico y social, cuya negación era necesaria, supuesta la negación de la naturaleza antitética del hombre. Proclamada la pacificación entre el espíritu y la carne, procedía proclamar la pacificación universal y la reconciliación de todas las cosas; y como las cosas no se pacifican ni se concilian sino en la unidad, la unidad universal era una consecuencia lógica de la unidad humana, y de aquí el panteísmo político, el social y el religioso, los cuales constituyen el despotismo ideal a que aspiran con una inmensa aspiración todas las escuelas socialistas. El padre común de la escuela Saint-Simon y el omniarca de la escuela Fourier son sus personificaciones augustas y gloriosas.

Volviendo a la naturaleza del hombre, que es nuestro objeto especial por lo de ahora, supuesta por un lado su unidad y por otro su bondad absoluta, procedía proclamar al hombre santo y divino; santo y divino no sólo en su unidad, sino también en todos y en cada uno de los elementos que la constituyen; y de aquí la proclamación de la santidad y de la divinidad de las pasiones; por esta razón, todas las escuelas socialistas, unas implícita y otras explícitamente, proclaman las pasiones divinas y santas. Supuesta la santidad y la divinidad de las pasiones, procedía la condenación explícita de todo sistema represivo y penal, y sobre todo la condenación de la virtud, cuyo oficio es atajarlas el paso, impedir su explosión y reprimir sus ímpetus. Y, en efecto, todas estas cosas, que son a un mismo tiempo consecuencia de los principios anteriores y principios de consecuencias más remotas, están enseñadas y proclamadas con un cinismo mayor o menor en todas las escuelas socialistas, entre las que resplandecen la sansimoniana y la fourierista, aventajándose a las demás como si fueran dos soles en un cielo estrellado. Eso es lo que significa la rehabilitación sansimoniana de la mujer y su pacificación de la carne. Eso es lo que significa la teoría de Fourier acerca de las atracciones. Fourier dice: «El deber procede del hombre (entiéndase de la sociedad) y la atracción de Dios». Mad. de Coeslin, citada por M. Louis de Raybaud, en sus Estudios sobre los reformistas contemporáneos, ha expresado este mismo pensamiento con mayor exactitud, diciendo: «Las pasiones son de institución divina; las virtudes, de institución humana»; lo cual quiere decir, supuestos los principios de la escuela, que las virtudes son perniciosas y las pasiones saludables. Por esta razón, el fin supremo del socialismo es crear una nueva atmósfera social, en que las pasiones se muevan libremente, comenzando por destruir las instituciones políticas, religiosas y sociales que las oprimen. La edad de oro, anunciada por los poetas y aguardada por las gentes, comenzará en el mundo cuando tenga principio ese gran suceso y cuando despunte en los horizontes esa magnífica aurora. La tierra entonces será un paraíso, y ese paraíso, con puertas a todos los vientos, no será, como el católico, una prisión guardada por un ángel; el mal habrá desaparecido de la tierra, que ha sido hasta ahora, pero que no está condenada a ser perpetuamente, un valle de lágrimas.

Estas cosas piensa el socialismo del bien y del mal, de Dios y del hombre. Mis lectores no exigirán de mí ciertamente que siga paso a paso a las escuelas socialistas por el camino escabroso de sus extravagancias perturbadoras. Lo exigirán mucho menos al considerar que ya quedaron virtualmente impugnadas desde el momento en que expuse a su vista la majestad de la doctrina católica relativa a estas grandes cuestiones, en su sencilla y augusta magnificencia. Esto no obstante, me creo en el imprescindible y santo deber de derribar por el suelo ese edificio del error, con lo que basta y sobra para derribarle: con un solo argumento y con una sola palabra.

La sociedad puede ser considerada desde dos puntos de vista diferentes: el católico y el panteísta. Considerada desde el punto de vista católico, no es otra cosa sino la reunión de una multitud de hombres que viven todos bajo la obediencia y al amparo de unas mismas leyes y de unas mismas instituciones; considerada desde el punto de vista panteísta, es un organismo que existe con una existencia individual, concreta y necesaria. En la primera suposición, es claro que, no existiendo la sociedad independientemente de los individuos que la constituyen, nada puede estar en la sociedad que no esté antes en los individuos; de donde se sigue, por consecuencia forzosa, que el mal y el bien que hay en ella le vienen del hombre. Considerado desde este punto de vista, es cosa absurda el intento de extirpar el mal en la sociedad, en donde existe por incidencia, y el propósito de no tocar a los individuos, en los que está originaria y esencialmente. En la segunda suposición, según la cual la sociedad es un ser que existe por sí con una existencia concreta, individual y necesaria, los que esto afirman están obligados a resolver de una manera satisfactoria las mismas cuestiones que con respecto al hombre los racionalistas proponen a los católicos, conviene a saber: si la sociedad es mala esencial o accidentalmente; si lo primero, cómo se explica el mal esencial; si lo segundo, cómo, de qué manera, en cuáles circunstancias y con cuál ocasión ha venido a turbarse la armonía social con esa incidencia perturbadora. Ya hemos visto cómo los católicos desatan todos estos nudos, de qué manera se adelantan a resolver todas estas dificultades y en qué forma responden a todas estas preguntas en lo relativo a la existencia del mal, considerado como una consecuencia de la prevaricación humana. Lo que no hemos visto hasta aquí, y lo que no veremos jamás es el modo y la fuerza con que el racionalismo socialista resuelve esas mismas cuestiones en lo relativo a la existencia del mal considerado únicamente en las instituciones sociales.

Esta sola consideración me autorizaría para afirmar que la teoría socialista es una feria de charlatanes y que el socialismo no es otra cosa sino la razón social de una compañía de histriones. Para ser tan sobrio como me he propuesto, pondré término a esta argumentación encerrando al socialismo en este dilema: o el mal que está en la sociedad es una esencia o un accidente; si es una esencia, para extirparle no basta trastornar las instituciones sociales; es necesario además destruir la sociedad misma, que es la esencia que sostiene todas sus formas. Si el mal social es accidental, entonces estáis obligados a hacer lo que no habéis hecho, lo que no hacéis, lo que no podéis hacer; estáis obligados a explicarme en qué tiempo, por cuál causa, de qué manera y en cuál forma ha sobrevenido ese accidente, y luego por cuál serie de deducciones venís a convertir al hombre en redentor de la sociedad, dándole la potestad de limpiar sus manchas y de lavar sus pecados. Con este motivo convendrá advertir aquí a los incautos que el racionalismo, que ataca con furor todos los misterios católicos, proclama después, de otra manera y a otro propósito, esos mismos misterios. El catolicismo afirma dos cosas: el mal y la redención; el socialismo racionalista comprende en el símbolo de su fe las mismas afirmaciones. Entre socialistas y católicos no hay más que esta diferencia: los segundos afirman el mal del hombre y la redención por Dios; los primeros afirman el mal de la sociedad y la redención por el hombre. El católico, con sus dos afirmaciones, no hace otra cosa sino afirmar dos cosas sencillas y naturales: que el hombre es hombre y ejecuta obras humanas; que Dios es Dios y acomete empresas divinas. El socialismo, con sus dos afirmaciones, no hace otra cosa sino afirmar que el hombre acomete y lleva a cabo empresas de un Dios y que la sociedad ejecuta las obras propias del hombre. ¿Qué va ganando la razón humana con dejar el catolicismo por el socialismo, sino dejar lo que es a un mismo tiempo evidente y misterioso por lo que es a un tiempo mismo misterioso y absurdo?

Nuestra impugnación de las teorías socialistas no sería completa si no acudiéramos al arsenal de M. Proudhon, lleno unas veces de razón y otras de elocuencia y de sarcasmo, cuando combate y pulveriza a sus compañeros de armas.

Véase aquí lo que M. Proudhon piensa de la naturaleza armonica del hombre, proclamada por Saint-Simon y por Fourier, y de la futura transformación de la tierra en un jardín deleitoso, anunciado por todos los socialistas: «Pero el hombre, considerado en el conjunto de sus manifestaciones, y cuando todas sus antinomias parecen apuradas, presenta todavía una que, no refiriéndose a nada de lo que existe en la tierra, queda aquí abajo sin solución de ninguna especie. Esto sirve para explicar por qué causa, por perfecto que sea el orden en la sociedad, no lo es nunca tanto que destierre de todo punto la amargura y el tedio. La felicidad en este mundo es un ideal que estamos condenados a seguir siempre, y que el antagonismo invencible de la naturaleza y del espíritu pone perfectamente fuera de nuestro alcance» (Système des contradictions, capítulo 10). Poned ahora la atención en el siguiente sarcasmo contra la bondad nativa del hombre: «El obstáculo mayor que la igualdad tiene que vencer no está en el orgullo aristocrático del rico, sino en el egoísmo indispensable del pobre; y a pesar de eso, ¿os atrevéis todavía a contar con su bondad ingénita para reformar a un tiempo mismo la espontaneidad y la premeditación de su malicia?» (Système des contradictions, c.8). El sarcasmo crece de punto en las palabras siguientes, tomadas de la misma obra y del mismo capítulo: «La lógica del socialismo es verdaderamente maravillosa: El hombre es bueno -nos dicen-, pero es necesario desinteresarle del mal para que se abstenga de él; el hombre es bueno -repiten-, pero es necesario interesarle en el bien para que le ponga en práctica; porque si el interés de sus pasiones le lleva al mal, hará el mal; y si está desinteresado del bien, no le ejecutará. En este caso la sociedad no tendrá derecho para echarle en cara que escuchó sus pasiones, porque ella es la que está en obligación de conducirle por medio de sus pasiones. ¡Qué naturaleza tan excelente y tan maravillosamente enriquecida con dones la de Nerón! ¡Qué alma de artista la de aquel Heliogábalo que organizó la prostitución! Y en cuanto a Tiberio, ¡qué carácter el suyo tan poderoso y tan grande! y al revés, ¿dónde hay palabras para escarnecer bastante a la sociedad que produjo aquellas almas divinas, y que dio el ser, sin embargo, a Tácito y Marco Aurelio? ¿Y eso es lo que nuestros socialistas llaman bondad ingénita del hombre y santidad de sus pasiones? Una Safo llena de arrugas y abandonada de sus amantes, pone la cerviz al yugo del matrimonio; desinteresada del amor, se resigna al himeneo. ¡Y a esa mujer la llaman santa! ¡Lástima grande que esta palabra no tenga en francés el doble sentido que tiene en la lengua hebrea! Todo el mundo estaría entonces de acuerdo acerca de la santidad de Safo!» El sarcasmo reviste aquella forma elocuentemente brutal, que pudiera llamarse la forma proudhoniana, en el capítulo XII de la misma obra, en donde M. Proudhon se explica de esta manera: «Pasemos de corrida al lado de esas constituciones sansimonianas y fourieristas, y de todas las otras de la misma laya, cuyos autores van prometiendo a voces por las plazas y las calles unir con dichosa lazada el amor libre con el pudor y la delicadeza y la espiritualidad más pura; triste ilusión la de un socialismo abyecto, último sueño de la crápula en delirio. Dad vuelo a la pasión por medio de la inconstancia, y luego al punto la carne tiranizará al espíritu; los amantes no serán entre sí sino viles instrumentos de placer; a la fusión de los corazones sucederá el prurito de los sentidos, y... para formarse un juicio sobre tales cosas no es menester haber pasado, como Saint-Simon, por las aduanas de la Venus popular».

Después de haber expuesto e impugnado en general las teorías socialistas relativas a los problemas que son asunto de este libro, sólo nos falta exponer e impugnar la teoría de M. Proudhon relativa a estos mismos problemas, para poner un término a este largo y complicado debate. M. Proudhon expone compendiosa, pero cumplidamente, su doctrina en el capítulo VIII de la obra que acabamos de citar, por las palabras siguientes: «La educación de la libertad, la sujeción de nuestros instintos, el rescate o la redención de nuestra alma, eso es lo que significa, como lo ha demostrado Lessing, el misterio cristiano interpretado rectamente. Esta educación durará tanto como nuestra vida y la del género humano. Moisés, Buda, Jesucristo, Zoroastro, fueron todos apóstoles de la expiación y símbolos vivos de la penitencia. El hombre es por naturaleza pecador, lo cual no quiere decir precisamente que sea malo, sino más bien que está mal hecho. Su destino es estar ocupado perpetuamente en volver a crear su propio ideal dentro de sí mismo».

En esta profesión de fe hay algo de la teoría católica, algo de la socialista y algo que ni es de la una ni de la otra, y constituye, por lo mismo, la individualidad de la teoría proudhoniana.

Lo que hay aquí de la teoría católica consiste en el reconocimiento de la existencia del mal y del pecado, en la confesión de que el pecado está en el hombre y no en la sociedad y de que el mal no viene de la sociedad, sino del hombre; por último, hay aquí de la teoría católica el reconocimiento explícito de la necesidad de la redención y de la penitencia.

Lo que hay de la teoría socialista está en la afirmación de que el hombre es el redentor. Lo que constituye la individualidad de la teoría proudhoniana consiste, por una parte, en este principio contradictorio de la teoría socialista, conviene a saber: que el hombre redentor no redime a la sociedad, sino que se redime a si propio; y en este otro, contradictorio de la teoría católica: que el hombre no se ha hecho malo, sino que, al revés, ha sido mal hecho. Dejando a un lado, por una parte, lo que en esta teoría hay de conforme con la católica, y por otra lo que hay en ella de conforme con la socialista, me haré cargo solamente de lo que la constituye diferente de las otras, de aquello en virtud de lo cual deja de ser socialista o católica para ser exclusivamente proudhoniana.

La individualidad de esta teoría consiste en afirmar que el hombre no es pecador sino porque ha sido mal hecho. Caminando en esta suposición, M. Proudhon ha dado una prueba insigne de sana razón y de buena lógica, buscando al Redentor fuera del Hacedor, por ser cosa clara que por aquel que hemos sido mal hechos no podemos ser bien redimidos. No pudiendo ser Dios el redentor, y siendo el redentor necesario, había de serlo el hombre o el ángel. Estando dudoso de la existencia del ángel y cierto de la necesidad de la redención, no teniendo a quien dar este cargo, se lo ha dado al hombre, que es a un mismo tiempo pecador y redentor de su pecado.

Todas estas proposiciones están bien trabadas y adheridas entre sí; por donde todas ellas flaquean es por el hecho que les sirve de fundamento y de base, porque o el hombre ha sido bien o mal hecho: en el primer caso viene a tierra la teoría, y en el segundo procede la argumentación siguiente: Si el hombre está mal hecho y es su propio redentor, hay contradicción manifiesta entre su naturaleza y su atributo, como quiera que el hombre, por mal hecho que esté, si está hecho de manera que pueda enmendar la obra de su Hacedor hasta el punto de redimirse, lejos de ser una criatura mal hecha, es una criatura perfectísima; porque ¿cómo puede imaginarse perfección mayor que la que consiste en la facultad de borrar todos sus pecados, de enmendar todas sus imperfecciones y, para decirlo todo de una vez, en la de redimirse a sí propio? Ahora bien: si en el hecho de ser su propio redentor, cualesquiera que sean sus imperfecciones por otra parte, es el hombre un ser perfectísimo, afirmar de él a un mismo tiempo que ha sido mal hecho y que es su propio redentor, es afirmar lo que se niega y negar lo que se afirma, porque es afirmar que ha sido hecho perfectísimo y que ha sido mal hecho. Y no se diga que sus imperfecciones le vienen de Dios y que la altísima perfección que consiste en redimirse le viene de sí propio, porque a esto se responde que el hombre no hubiera podido llegar nunca a ser su propio redentor si no hubiera sido hecho con la facultad de llegar a esa grande altura o, por lo menos, con la facultad de adquirir esa facultad en la sucesión de los tiempos. Alguna de estas cosas es necesario conceder; y aquí conceder algo es concederlo todo, como quiera que si cuando fue hecho era su redentor en potencia antes de serlo actualmente, esa potencia, a pesar de todas sus imperfecciones, le constituyó perfectísimo. Luego la teoría proudhoniana no viene a ser otra cosa sino una contradicción en los términos.

La conclusión de todo lo dicho es que no hay escuela ninguna que no reconozca la existencia simultánea del bien y del mal, y que sólo la católica explica satisfactoriamente la naturaleza y el origen del uno y del otro y sus varios y complicados efectos. Ella nos enseña cómo no hay bien ninguno que no venga de Dios y cómo todo lo que procede de Dios es un bien; de qué manera comienza el mal con el primer desfallecimiento de la libertad angélica y de la humana, que de obedientes y sumisas se vuelven rebeldes y prevaricadoras, y de qué modo y hasta qué punto esas dos grandes prevaricaciones lo mudan todo con sus influencias y sus estragos. Ella nos muestra, por último, que el bien es de suyo eterno, porque es de suyo esencial, y que el mal es una cosa transitoria, porque es un accidente; de donde se sigue que el bien no está sujeto a caídas y mudanzas y que el mal puede ser borrado y el pecador redimido. Reservando para más adelante la explicación de aquellos grandes y soberanos misterios con cuya virtud prodigiosa el mal fue extirpado en su origen, nos hemos limitado en este libro a poner como de relieve la soberana industria y el portentoso artificio con que Dios convierte los efectos de la culpa primitiva en elementos constitutivos de un bien superior y de un orden excelente; por eso expusimos de qué manera el bien sale del mal por la virtud de Dios, después de haber expuesto de qué manera sale el mal del bien por culpa del hombre, sin que la acción humana y la reacción divina impliquen rivalidad de ninguna especie entre seres que están separados por una distancia infinita.

En cuanto a las escuelas racionalistas, el examen de sus varios sistemas sirve para demostrar su profundísima ignorancia en todo lo que tiene relación con estas altas cuestiones. Por lo que hace a la liberal, su ignorancia es proverbial entre los doctos: en calidad de lega, es esencialmente antiteológica, y en calidad de antiteologica, es impotente para dar un gran impulso a la civilización, que es siempre el reflejo de una teología. Su oficio propio es falsear todos los principios, combinándolos caprichosa y absurdamente con aquellos otros que los contradicen; por aquí piensa llegar al equilibrio, y no llega sino a la confusión; piensa ir a la paz, y va a la guerra. Pero como quiera que sea cosa imposible sustraerse de todo punto al imperio de la ciencia teológica, la escuela liberal es menos lega de lo que ella cree y más teológica de lo que a primera vista parece. La cuestión del bien y del mal, la más esencialmente teológica entre cuantas pueden imaginarse, viene planteada y resuelta por sus doctores, si bien se echa de ver desde luego que ignoran el arte de plantearla y el modo de resolverla. En primer lugar prescinden de la cuestión relativa al mal en sí, al mal por excelencia, para ocuparse sólo en cierto género de males; como si fuera posible que el que ignora qué cosa es el mal pueda saber qué cosa son los males particulares; en segundo lugar, particularizando el remedio como particularizaron el mal, le descubren solamente en ciertas formas políticas, ignorando que esas formas son de todo punto indiferentes como lo enseña la razón y lo demuestra la Historia. Señalando el mal allí donde no está y el remedio allí donde no se encuentra la escuela liberal ha puesto la cuestión fuera de su verdadero punto de vista, con lo cual ha introducido la confusión y el desorden en las regiones intelectuales. Su efímera dominación ha sido funesta a las sociedades humanas, y durante su reinado transitorio, el principio disolvente de la discusión ha dado al traste con el buen sentido de los pueblos. En este estado de la sociedad no hay trastorno que no sea de temer, ni catástrofe que no pueda venir, ni revolución que no sea inevitable.

Por lo que hace a las escuelas socialistas, con sólo considerar la manera que tienen de plantear las cuestiones se echa de ver su superioridad sobre la liberal, la cual no está en estado de oponerles resistencia ninguna. Siendo, como son, esencialmente teológicas, miden los abismos en toda su profundidad, y no carecen de cierta grandeza en la manera de plantear los problemas y de proponer las soluciones. Empero, consideradas más atentamente, y cuando se entra en el laberinto intrincado de sus soluciones contradictorias, luego al punto se descubre su flaqueza radical, disimulada un tanto con sus apariencias grandiosas. Los sectarios socialistas son a la manera de los filósofos paganos, cuyos sistemas teológicos y cosmogónicos venían a ser un monstruoso conjunto, por una parte, de tradiciones bíblicas desfiguradas e incompletas, y por otra de hipótesis insostenibles y falsas. Su grandiosidad les viene de la atmósfera que las rodea, impregnada toda ella de emanaciones católicas; y sus contradicciones y su flaqueza, de la ignorancia del dogma, del olvido de la tradición y de su desprecio por la Iglesia, depositaria universal de los dogmas católicos y de las tradiciones cristianas. A semejanza de nuestros dramáticos de otra edad, los cuales, confundiéndolo todo grotesca, aunque ingeniosamente, ponían en boca de César discursos dignos del Cid y sentencias dignas de los caballeros de Cristo en boca de los adalides moros, los socialistas de nuestros tiempos están perpetuamente ocupados en dar un sentido racionalista a las palabras católicas, dando menos pruebas de ingenio que de candor y mostrándose alguna vez menos maliciosos que inocentes.

Nada hay ni menos católico ni menos racionalista que entrar a saco la ciudad racionalista y la ciudad católica, tomando de aquélla las ideas con todas sus contradicciones y de ésta las vestiduras con todas sus magnificencias. El catolicismo, por su parte, no consentirá ni esos escandalosos amaños, ni esa vergonzosa confusión, ni esos torpes despojos. El catolicismo está en estado de demostrar que él solo posee el índice ordenado de todos los problemas políticos, religiosos y sociales; que él sólo está en el secreto de las grandes soluciones; que no vale concederle a medias y negarle a medias, ni tomarle sus palabras para cubrir con ellas la desnudez de otras doctrinas; que no hay ni otro mal ni otro bien sino el bien y el mal que él señala; que las cosas no pueden ser explicadas sino de la manera que él explica las cosas; que sólo el Dios que él aclama es el Dios verdadero; que la humanidad es lo que él dice que es, y no una cosa diferente; que cuando él ha dicho de los hombres que son entre sí hermanos, iguales y libres, ha dicho al mismo tiempo cómo lo son, de qué manera lo son y hasta qué punto lo son; que sus palabras han sido hechas a la medida de sus ideas, y sus ideas para sostener a sus palabras; que es necesario proclamar la libertad, la igualdad y la fraternidad católicas o negar al mismo tiempo todas esas cosas y todos esos nombres; que el dogma de la redención es exclusivamente suyo; que él solo nos enseña el porqué y el para qué de la redención, y cómo se llama el Redentor, y cómo se llama el redimido; que aceptar su dogma para estropearle es oficio de charlatán y una bufonada de mal género; que el que no es con él es contra él; que él es la afirmación por excelencia, y que contra él no se da sino una negación absoluta.

De esta manera viene planteada la cuestión entre racionalistas y católicos. El hombre es soberanamente libre, y como libre puede aceptar las soluciones puramente católicas o las soluciones puramente racionalistas; puede afirmarlo todo o negarlo todo; puede ganarse o puede perderse; lo que el hombre no puede hacer es mudar con su voluntad la naturaleza de las cosas, que es de suyo inmutable. Lo que el hombre no puede hacer es encontrar reposo y descanso en el eclecticismo liberal o en el eclecticismo socialista. Socialistas y liberales están en la obligación de negarlo todo para tener el derecho de negar algo. El catolicismo, considerado humanamente, no es grande sino porque es el conjunto de todas las afirmaciones posibles; el liberalismo y el socialismo no son débiles sino porque juntan en uno varias de las afirmaciones católicas y varias de las negaciones racionalistas y porque, en vez de ser escuelas contradictorias del catolicismo, no son otra cosa sino dos escuelas diferentes. Los socialistas no parecen arrojados en sus negaciones sino cuando se les compara con los liberales, que en cada afirmación ven un escollo y en cada negación un peligro; su timidez, empero, salta a los ojos si se les compara con la escuela católica; sólo entonces se echa de ver el arrojo con que ella afirma y la timidez con que ellos niegan. ¡Cómo! ¿Os llamáis los apóstoles de un nuevo evangelio, y no habláis del mal y del pecado, de la redención y de la gracia, cosas todas de que está lleno el antiguo? ¿Os llamáis depositarios de una nueva ciencia política, social y religiosa, y nos habláis de libertad, de igualdad y fraternidad, cosas todas tan viejas como el catolicismo, que es tan viejo como el mundo? Aquel que ha afirmado de sí que ensalzaría la humildad y que abatiría el orgullo, cumple en vosotros su palabra. Él os condena a no ser sino torpes comentadores de su inmortal Evangelio, por lo mismo que aspiráis con desatentada y loca ambición a promulgar una nueva ley desde un nuevo Sinaí, ya que no desde un nuevo Calvario.

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