Capítulo IX

Soluciones socialistas

Las escuelas socialistas sacan una gran ventaja a la liberal, así por la naturaleza de los problemas que se proponen resolver como por la manera de plantearlos y de resolverlos. Sus maestros se muestran familiarizados, hasta cierto punto, con aquellas especulaciones atrevidas que tienen por asunto a Dios y su naturaleza, al hombre y su constitución, a la sociedad y sus instituciones, al universo y sus leyes. De esta inclinación a generalizarlo todo, a considerar las cosas en su conjunto, a observar las disonancias y las armonías generales, procede una más grande aptitud en ellos para entrar y salir, sin perderse, en el laberinto intrincado de la dialéctica racionalista. Si en la gran contienda que tiene como en suspenso al mundo no hubiera otros combatientes sino los socialistas y los liberales, ni la batalla sería larga ni dudosa la victoria.

Todas las escuelas socialistas, son desde el punto de vista filosófico, racionalistas; desde el punto de vista político, republicanas; desde el punto de vista religioso, ateas. Por lo que tienen de racionalistas se asemejan a la escuela liberal, y se distinguen de ella por lo que tienen de ateas y de republicanas. La cuestión consiste en averiguar si el racionalismo va a parar lógicamente al punto en que la escuela liberal hace alto o al término en que descansan las escuelas socialistas. Reservando para más adelante el examen de esta cuestión por lo relativo al punto de vista político, nos ocuparemos aquí principalmente del punto de vista religioso.

Considerada bajo este aspecto la cuestión, es cosa clara que el sistema en virtud del cual se concede a la razón una competencia omnímoda para resolver por sí y sin ayuda de Dios todas las cuestiones relativas al orden político, al religioso, al social y al humano, supone en la razón una soberanía completa y una independencia absoluta. Este sistema lleva consigo tres negaciones simultáneas: la de la revelación, la de la gracia y la de la providencia; la de la revelación, porque la revelación contradice la competencia omnímoda de la razón humana; la de la gracia, porque la gracia contradice su independencia absoluta; la de la providencia, porque la providencia es la contradicción de su soberanía independiente. Pero estas tres negaciones, si bien se mira, se resuelven en una: la negación de todo vínculo entre Dios y el hombre, como quiera que si el hombre no está unido a Dios por la revelación, por la providencia y por la gracia, no está unido a Dios de ninguna manera.

Ahora bien: afirmar esto de Dios y negarle, es una misma cosa. Afirmarle dogmáticamente después de haberle despojado dogmáticamente de todos sus atributos, es una contradicción reservada a la escuela liberal, la más contradictoria entre las racionalistas. Por lo demás esta contradicción, lejos de ser accidental, es esencial en esta escuela, la cual, por cualquier lado que se la mire, es un compuesto exótico de palmarias contradicciones. Eso mismo que hace con Dios en el orden religioso, hace en el político con el rey y con el pueblo. La escuela liberal tiene por oficio proclamar las existencias que anula y anular las existencias que proclama. Ninguno de sus principios deja de ir acompañado del contraprincipio que le destruye. Así, por ejemplo, proclama la monarquía, y luego la responsabilidad ministerial, y, por consiguiente, la omnipotencia del ministro responsable, contradictoria de la monarquía. Proclama la omnipotencia ministerial, y luego la omnipotencia soberana, en materias de gobierno, de las asambleas deliberantes, la cual es contradictoria de la omnipotencia de los ministros. Proclama la soberana intervención en los asuntos del Estado de las asambleas políticas, y luego el derecho de los colegios electorales para fallar en última instancia, el cual es contradictorio de la intervención soberana de las asambleas políticas. Proclama el derecho de supremo arbitraje que reside en los electores, y luego acepta, más o menos explícitamente, el supremo derecho de insurrección, contradictorio de aquel arbitraje pacífico y supremo. Proclama el derecho de insurrección de las muchedumbres, lo cual es proclamar su soberana ommi potencia, y luego de la ley del censo electoral, lo cual es condenar al ostracismo a las muchedumbres soberanas. Y con todos estos principios y contraprincipios se propone una sola cosa: alcanzar a fuerza de artificio y de industria un equilibrio que nunca alcanza, porque contradictorio de la naturaleza de la sociedad y de la naturaleza del hombre. Sólo para una fuerza no ha buscado la escuela liberal su correspondiente equilibrio: la fuerza corruptora. La corrupción es el dios de la escuela; y como Dios, está a un tiempo mismo en todas partes. De tal manera ha combinado las cosas la escuela liberal, que donde ella prevalece, todos han de ser forzosamente corruptores o corrompidos; porque en donde no hay ningún hombre que no pueda ser César, o votar al César, o aclamar al César, todos han de ser o Césares o pretorianos. Por esta razón, todas las sociedades que caen debajo de la dominación de esta escuela, mueren de una misma muerte: todas mueren gangrenadas. Los reyes corrompen a los ministros prometiéndoles la eternidad, los ministros a los reyes prometiéndoles el ensanche de su prerrogativa. Los ministros corrompen a los representantes del pueblo poniendo a sus pies todas las dignidades del Estado; las asambleas a los ministros con sus votos; los elegidos trafican con su poder, los electores con su influencia; todos corrompen a las muchedumbres con sus promesas, y las muchedumbres a todos con bramidos y amenazas.

Volviendo a anudar el hilo de este discurso, diré que, cuando las escuelas socialistas niegan la existencia de Dios, que viene afirmada por la escuela liberal, no hacen otra cosa sino ser más lógicas que la liberal y más consecuentes. Y, sin embargo de esto, distan mucho de serlo tanto en su línea como lo es en la suya la escuela católica. La escuela católica afirma a Dios con todos sus atributos, con una afirmación dogmática y soberana; las socialistas al revés, aunque vienen a negarle en definitiva, ni le niegan del mismo modo, ni le niegan por unas mismas razones, ni le niegan resueltamente. Consiste esto en que el hombre más intrépido se sobrecoge de espanto al afirmar que no hay Dios, de una manera absoluta. Cualquiera diría que, al llegar aquí, teme el hombre no poder pasar de aquí, y que se desplome el cielo sobre el blasfemador y su blasfemia. Los unos le niegan diciendo: «Todo lo que existe es Dios, y Dios es todo lo que existe»; los otros, afirmando que la humanidad y Dios son cosas idénticas; entre ellos hay algunos que aseguran que en la humanidad hay dualismo de fuerzas y energías y que el hombre es el representante de ese dualismo. Los que son de ese sentir distinguen en el hombre las fuerzas reflexivas y las energías espontáneas; la verdadera humanidad está en las primeras, y la divinidad verdadera en las segundas. Por este sistema, Dios no es ni todo lo que existe ni la humanidad: Dios es la mitad del hombre. Otros son de otro parecer, y niegan que Dios sea hombre o parte del hombre, que sea la humanidad o que sea el universo, y se inclinan a creer que es un Ser sujeto a encarnaciones diferentes y sucesivas; que dondequiera que hay una gran influencia o una grandiosa dominación, allí está Dios encarnado: Dios se ha encarnado en Ciro, y en Alejandro, y en César, y en Carlomagno, y en Napoleón; se encarnó sucesivamente en los grandes imperios asiáticos, y luego en el macedónico, y después en el romano; al principio fue el Oriente y después el Occidente. El mundo cambia de semblante en cada una de estas encarnaciones divinas y da un paso en el camino del progreso cada vez que, a consecuencia de una nueva encarnación, cambia de nuevo su semblante.

Todos estos sistemas contradictorios y absurdos se han encarnado en un hombre venido al mundo en estos últimos tiempos para ser la personificación de todas las contradicciones racionalistas. Este hombre es M. Proudhon, de quien hemos hecho mérito, y de quien lo haremos muchas veces en el discurso de esta obra. M. Proudhon pasa por el más docto y consecuente de los socialistas modernos; por lo que hace a su doctrina, no cabe duda sino que es superior a la de cuasi todos los racionalistas contemporáneos; por lo que hace a su consecuencia, por las muestras que damos aquí, relativas todas a los problemas que son asunto de este libro, podrán formarse de ella una idea cabal nuestros lectores.

En las Confesiones de un revolucionario, M. Proudhon define a Dios de la manera siguiente: «Dios es la fuerza universal, penetrada de inteligencia, que produce, por la conciencia infinita que de sí tiene, los seres de todos los reinos, desde el fluido imponderable hasta el hombre, y que sólo en el hombre llega a reconocerse a sí misma, y a decir: 'Yo'. Lejos de ser nuestro Señor Dios el asunto de nuestras investigaciones, ¿cómo se han atrevido los taumaturgos a convertirle en un ser personal, Rey absoluto unas veces, como el Dios de los judíos y de los cristianos, y constitucional otras, como el de los deístas, y cuya providencia incomprensible parece perpetua y únicamente ocupada en desorientar nuestra razón?»

Aquí hay tres cosas: primera, afirmación de una fuerza universal, inteligente y divina, que es el panteísmo; segunda, encarnación más excelente de Dios en la humanidad, que es el humanismo; tercera, negación de un Dios personal y de su providencia, que viene a ser el deísmo.

En la obra que intituló Sistema de las contradicciones económicas (c.8) dice así: «Prescindiré de la hipótesis panteísta, que siempre me ha parecido una hipocresía o una cobardía. Dios es personal o no existe». Aquí se afirma todo lo que en el texto anterior se niega, y se niega lo que en el texto anterior se afirma. Allí se afirma un Dios panteísta e impersonal; aquí se niegan, como dos cosas igualmente absurdas, la impersonalidad de Dios y el panteísmo.

Más adelante añade en este capítulo: «El verdadero remedio contra el fanatismo no me parece que está en identificar a la Humanidad con la Divinidad, lo cual no viene a ser otra cosa sino afirmar en economía política el comunismo y en filosofía el misticismo y el statu quo; el verdadero remedio está en demostrar a la Humanidad que Dios, si es que existe, es su enemigo». Después de haber dado al traste con su panteísmo y con su Dios impersonal, aquí acaba con el humanismo, que está contenido en la definición del texto. Por otra parte, aquí comienza a revestirse de una forma concreta la teoría de la rivalidad entre Dios y el hombre, de que hemos hecho mérito ya en otro capítulo de este libro.

La condenación del humanismo y la teoría de la rivalidad aparecen más claras en el capítulo IX de la misma obra, en donde se lee lo que sigue: «Por mi parte (y siento en verdad haberlo de confesar, cierto como estoy de que esta declaración me separa de los más inteligentes entre los socialistas), mientras más pienso en ello, más imposible me es suscribir a esta deificación de nuestra especie, que, bien considerada, no es otra cosa, en los ateos de nuestros días, sino el último eco de los terrores religiosos, y la cual, rehabilitando y consagrando el misticismo con el nombre de humanismo, vuelve a poner las ciencias bajo el imperio de las preocupaciones, la moral bajo el imperio de los hábitos, la economía social bajo el imperio del comunismo, o lo que es lo mismo, de la atonía y de la miseria; y, por último, la lógica misma bajo el imperio de lo absurdo y de lo absoluto. Y cabalmente porque me veo obligado a repudiar... esta religión, juntamente con todas las que la precedieron, es por lo que necesito todavía admitir como plausible la hipótesis de un Ser infinito... contra el cual debo luchar hasta la muerte, porque ése es mi destino, como Israel contra Jehová».

Nada queda de la definición de Dios sino la negación de la Providencia, y hasta esa negación desaparece con esta afirmación contraria: «Y véase cómo caminamos a la ventura, conducidos por la Providencia, que nunca nos avisa sino cuando nos hiere» (Système des contradictions c.3).

Por lo expuesto se ve que M. Proudhon, recorriendo la escala de todas las contradicciones racionalistas, es ahora panteísta, luego humanista, después maniqueo; que cree en un Dios impersonal, y luego declara monstruosa y absurda la idea de un Dios, si el Dios ideado no es una persona; y por último, que afirma y niega la Providencia al mismo tiempo. En uno de nuestros capítulos anteriores vimos de qué manera, en la teoría maniquea de la rivalidad entre Dios y el hombre, el hombre proudhoniano era el representante del bien, y el dios proudhoniano el representante del mal; ahora veremos de qué manera, según el mismo Proudhon, todo este sistema viene al suelo.

En el capítulo II de la obra ya citada se expresa de esta manera: «La naturaleza o la Divinidad ha desconfiado de nuestros corazones, y no ha creído en el amor del hombre por sus semejantes. Todos los descubrimientos de las ciencias acerca de los designios de la Providencia sobre las evoluciones sociales (sea dicho para vergüenza de la conciencia humana, y sépalo nuestra hipocresía) dan testimonio de una misantropía profunda por parte de Dios. Dios nos da ayuda, no por bondad, sino porque el orden constituye su esencia. Si procura el bien del mundo, no es porque le juzgue digno del bien, sino porque está obligado a ello por la religión de su suprema sabiduría. Y mientras que el vulgo le nombra con el tierno nombre de Padre, ni el historiador ni el economista filósofo encuentran motivo para creer en la posibilidad de que nos estime y nos ame».

Con estas palabras viene a tierra el maniqueísmo proudhoniano. El hombre no es el rival, sino el esclavo despreciado de Dios; no es el bien ni el mal, es una criatura en que se agitan los instintos groseros y serviles que en los esclavos engendra la servidumbre; Dios es no sé qué conjunto de leyes severas, inflexibles y matemáticas; obra el bien sin ser bueno, y su misantropía atestigua que sería malo si pudiera. El dios proudhoniano muestra aquí un parentesco evidente con el Fatum de los antiguos. El fatalismo se descubre más claramente todavía en estas palabras: «Llegados a la segunda estación de nuestro Calvario, en vez de entregarnos a contemplaciones estériles, lo que nos conviene es poner un oído cada vez más atento a las enseñanzas del destino. La fianza de nuestra libertad está cabalmente en el progreso de nuestro suplicio».

En pos de fatalista viene el ateo. «¿Qué cosa es Dios?» ¿En dónde está? ¿En cuántos dioses se multiplica? ¿Qué es lo que quiere? ¿Hasta dónde alcanza su poder? ¿Qué promesas nos hace? Y ved aquí que, cuando para descubrir todas estas cosas tomamos en la mano la antorcha del análisis, luego al punto todas las divinidades del cielo, de la tierra y de los infiernos se nos convierten en un no sé qué incorpóreo, impasible, inmóvil, incomprensible, indefinible, y, para decirlo todo de una vez, en una negación de todos los atributos de la existencia. En efecto: ahora ponga el hombre detrás de cada objeto un espíritu o genio especial, ahora conciba el universo como gobernado por un poder único, en cualquiera de estas suposiciones no hace otra cosa sino afirmar la hipótesis de una entidad incondicional, es decir, imposible, para sacar de ella una explicación medianamente satisfactoria de los fenómenos que no puede concebir de otra manera. ¡Misterio altísimo y profundísimo! Para hacer cada vez más racional el objeto de su idolatría, el creyente le va despojando sucesivamente de todo lo que podría constituir su realidad; y después de esfuerzos prodigiosos, de lógica y de ingenio, venimos a parar en que los atributos del Ser por excelencia van a confundirse y a identificarse con los de la nada. Esta evolución es fatal e inevitable. El ateísmo está en el fondo de toda teodicea» (Système des contradictions, prologue).

Una vez llegado a esta conclusión suprema y a este abismo tenebroso, no parece sino que las furias entran en posesión del ateo. Las blasfemias hinchan su corazón, oprimen su garganta, queman sus labios, y cuando intenta levantarlas en pirámide, poniéndolas unas sobre otras, hasta el trono de Dios, ve con asombro que, vencidas de su peso específico, en vez de subir con ligerísimas alas, caen pesadas y groseras en el abismo, que es su centro. Su lengua no encuentra palabras que no sean sarcásticas o desdeñosas, ni vocablos que no sean torpes o iracundos, ni arraques que no sean frenéticos. Su estilo es a un tiempo mismo impetuoso y sucio, elocuente sin aliño y cínicamente grosero. Aquí exclama: «¿De qué sirve adorar este fantasma de Divinidad? ¿Y qué es lo que exige de nosotros por medio de esta comparsa de inspirados que nos persiguen en todas partes con sermones?» (Système des contradictions c.3.) Y más allá deja caer estos vocablos cínicos: «En cuanto a Dios, yo no le conozco. Dios también no es otra cosa sino puro misticismo. Si queréis que os escuche, comenzad por suprimir esa palabra en vuestros discursos, porque por una experiencia de tres mil años he llegado a convencerme de que todo el que me habla de Dios quiere robarme la libertad o la bolsa. ¿Cuánto me debes? ¿Cuánto te debo? Ved ahí mi religión y mi Dios» (ibid, c.6). Llegado al paroxismo de la rabia, prorrumpe en el capítulo VIII en las palabras siguientes: «Esto digo: el primer deber del hombre inteligente y libre es arrojar inmediatamente la idea de Dios de su espíritu y de su conciencia, porque Dios, si existe, es esencialmente hostil a nuestra naturaleza, y no dependemos de Él para nada... ¿Con qué derecho me diría Dios todavía: 'Sé santo como Yo soy santo'? '¡Espíritu engañador! -le respondería yo- ¡Dios imbécil! Tu reinado ha acabado ya; busca otras víctimas entre los animales brutos. Yo sé que ni soy ni puedo llegar a ser santo jamás; y en cuanto a ti, ¿cómo lo has de ser Tú, si Tú y yo nos parecemos? Padre Eterno, Júpiter o Jehová, como quiera que te llames, sabe de mí que ya te conocemos. Eres, fuiste y serás perpetuamente el rival de Adán, el tirano de Prometeo» (c.8). Y más adelante, en el mismo capítulo, apostrofando a la Divinidad que niega, la dice: «Triunfabas, y nadie se atrevía a contradecirte, cuando después de haber atormentado en su cuerpo y en su alma al justo Job, figura de nuestra humanidad, insultaste su piedad cándida y su ignorancia discreta y respetuosa. Todos éramos como si fuéramos nada en presencia de tu Majestad invisible, a quien dábamos el cielo por dosel y la tierra por peana. Tu nombre, en otro tiempo compendio y suma de toda sabiduría, única sanción del juez, sola fuerza del príncipe, esperanza del pobre, refugio del pecador arrepentido, ese nombre incomunicable, entregado ya a la execración y al desprecio, será desde hoy más vilipendiado de las gentes. Dios no es otra cosa sino tontería y miedo, hipocresía y engaño, tiranía y miseria. Dios es el mal. Mientras que la Humanidad se incline ante un altar, esclava de los reyes y de los sacerdotes, será reprobada; mientras que un solo hombre reciba en nombre de Dios el juramento de otro hombre, la sociedad estará fundada en el perjurio, y la paz y el amor serán desterrados de la tierra. Retírate, Jehová, porque de hoy más, curado del temor de Dios y habiendo alcanzado la verdadera sabiduría, estoy pronto a jurar, con la mano levantada hacia el cielo, que no eres sino el verdugo de mi razón y el espectro de mi conciencia».

El es el que lo ha dicho: Dios es el espectro de su conciencia; ninguno puede negar a Dios sin condenarse a sí propio; ninguno puede huir de Dios sin huir de sí mismo. Ese desventurado, sin salir de la tierra, está ya en el infierno; esas contracciones musculares, violentas e impotentes; ese frenesí cínico, esa rabia insensata, esas iras arrebatadas y tempestuosas, son las contracciones, y el frenesí, y la rabia, y las iras de los réprobos. Sin caridad y sin fe, ha perdido hasta el último bien del hombre: ¡la esperanza! Y, sin embargo, alguna vez, al hablar del catolicismo, siente en sí, sin saberlo, su influencia serena y santificante; entonces sucede que cesa como por encanto su martirio; una brisa mansa y refrigerante venida del cielo toca su rostro, enjuga su sudor y suspende el acceso de sus convulsiones epilépticas. Entonces deja caer blandamente estas palabras: «¡Ah, cuánto más prudente se ha mostrado el catolicismo y cuánta ventaja os ha sacado a todos, sansimonianos, republicanos, universitarios, economistas, en el conocimiento de la sociedad y del hombre! El sacerdote sabe que nuestra vida no es sino una peregrinación y que toda perfección cumplida nos es negada en este mundo; y porque sabe esto, se contenta con preludiar en la tierra una educación que sólo puede acabarse en el cielo. Por su parte, el hombre que ha ido creciendo bajo los auspicios de la religión, satisfecho con saber, hacer y obtener lo que basta para la vida del tiempo, no será nunca un obstáculo para las potestades de la tierra: antes preferiría el martirio. ¡Oh religión amada! ¿Por cuál extravío inconcebible de razón sucede que los que más te necesitan, ésos son cabalmente los que más te desconocen?» (Système des contradictions c.3).

Antes hablé, como de corrida, de la fama de consecuente de M. Proudhon; ahora me parece no sólo conveniente, sino también necesario, decir algo más sobre asunto que es mucho más grave y mucho más trascendental de lo que a primera vista parece. Lo de la fama es un hecho público y notorio, y por lo mismo evidente. Y, sin embargo, ese hecho es de todo punto inexplicable si se considera que M. Proudhon ha adoptado, unos después de otros, todos los sistemas relativos a la Divinidad, y que entre los socialistas no hay ninguno tan lleno de contradicciones; de donde resulta que la fama de consecuente es un hecho contradictorio del hecho que la motiva. ¿Por qué caminos subterráneos, por qué encadenamiento de deducciones sutiles y escabrosas, partiendo del hecho notorio de las contradicciones proudhonianas, ha ido el mundo a parar en llamar a esas contradicciones cabalmente con el nombre que las contradice, es decir, con el nombre de consecuencia? Aquí hay un gran problema que debe ser resuelto y un gran misterio que debe ser esclarecido.

La solución de ese problema y el esclarecimiento de ese misterio están en que en las teorías de M. Proudhon hay a un tiempo mismo contradicción y consecuencia: la segunda, real, y la primera, aparente. Si se examinan unos después de otros los fragmentos que acabo de transcribir y si se les considera en si mismos, sin poner la vista más alta, cada uno de ellos es la contradicción del que le antecede y del que le sigue, y todos ellos son entre sí contradictorios; pero si se ponen los ojos en la teoría racionalista, en donde todas las demás tienen su origen, se echa de ver que el racionalismo, entre todos los pecados el más semejante al pecado original, es, como él, un error actual y todos los errores en potencia, y, por consiguiente, que con su anchísima unidad comprende y abarca todos los errores, a los cuales no obsta, para estar unidos en él, el ser entre sí contradictorios, como quiera que hasta las contradicciones son susceptibles de cierta manera de paz y de cierta manera de unión, cuando hay una suprema contradicción que las envuelve a todas. En el caso en cuestión, el racionalismo es esa contradicción que resuelve todas las otras contradicciones en su unidad suprema. En efecto: el racionalismo es a un tiempo mismo deísmo, panteísmo, humanismo, maniqueísmo, fatalismo, escepticismo, ateísmo; y entre los racionalistas, el más racionalista y el más consecuente de todos es aquel que es a un mismo tiempo deísta, panteísta, humanista, maniqueo, fatalista, escéptico y ateo.

Estas consideraciones, que sirven para explicar los dos hechos de que hicimos mérito arriba, en apariencia contradictorios, explican también satisfactoriamente por qué, en vez de exponer uno por uno los varios sistemas de los doctores socialistas acerca de la Divinidad, hemos preferido considerarlos todos en los escritos de M. Proudhon, en donde pueden verse a un tiempo mismo en su variedad y en su conjunto.

Visto lo que los socialistas piensan de la Divinidad, nos falta ver lo que piensan del hombre y de qué manera resuelven el temeroso problema del mal y del bien, considerado en general, que es el asunto de este libro.

Capítulo IX

Soluciones socialistas

Las escuelas socialistas sacan una gran ventaja a la liberal, así por la naturaleza de los problemas que se proponen resolver como por la manera de plantearlos y de resolverlos. Sus maestros se muestran familiarizados, hasta cierto punto, con aquellas especulaciones atrevidas que tienen por asunto a Dios y su naturaleza, al hombre y su constitución, a la sociedad y sus instituciones, al universo y sus leyes. De esta inclinación a generalizarlo todo, a considerar las cosas en su conjunto, a observar las disonancias y las armonías generales, procede una más grande aptitud en ellos para entrar y salir, sin perderse, en el laberinto intrincado de la dialéctica racionalista. Si en la gran contienda que tiene como en suspenso al mundo no hubiera otros combatientes sino los socialistas y los liberales, ni la batalla sería larga ni dudosa la victoria.

Todas las escuelas socialistas, son desde el punto de vista filosófico, racionalistas; desde el punto de vista político, republicanas; desde el punto de vista religioso, ateas. Por lo que tienen de racionalistas se asemejan a la escuela liberal, y se distinguen de ella por lo que tienen de ateas y de republicanas. La cuestión consiste en averiguar si el racionalismo va a parar lógicamente al punto en que la escuela liberal hace alto o al término en que descansan las escuelas socialistas. Reservando para más adelante el examen de esta cuestión por lo relativo al punto de vista político, nos ocuparemos aquí principalmente del punto de vista religioso.

Considerada bajo este aspecto la cuestión, es cosa clara que el sistema en virtud del cual se concede a la razón una competencia omnímoda para resolver por sí y sin ayuda de Dios todas las cuestiones relativas al orden político, al religioso, al social y al humano, supone en la razón una soberanía completa y una independencia absoluta. Este sistema lleva consigo tres negaciones simultáneas: la de la revelación, la de la gracia y la de la providencia; la de la revelación, porque la revelación contradice la competencia omnímoda de la razón humana; la de la gracia, porque la gracia contradice su independencia absoluta; la de la providencia, porque la providencia es la contradicción de su soberanía independiente. Pero estas tres negaciones, si bien se mira, se resuelven en una: la negación de todo vínculo entre Dios y el hombre, como quiera que si el hombre no está unido a Dios por la revelación, por la providencia y por la gracia, no está unido a Dios de ninguna manera.

Ahora bien: afirmar esto de Dios y negarle, es una misma cosa. Afirmarle dogmáticamente después de haberle despojado dogmáticamente de todos sus atributos, es una contradicción reservada a la escuela liberal, la más contradictoria entre las racionalistas. Por lo demás esta contradicción, lejos de ser accidental, es esencial en esta escuela, la cual, por cualquier lado que se la mire, es un compuesto exótico de palmarias contradicciones. Eso mismo que hace con Dios en el orden religioso, hace en el político con el rey y con el pueblo. La escuela liberal tiene por oficio proclamar las existencias que anula y anular las existencias que proclama. Ninguno de sus principios deja de ir acompañado del contraprincipio que le destruye. Así, por ejemplo, proclama la monarquía, y luego la responsabilidad ministerial, y, por consiguiente, la omnipotencia del ministro responsable, contradictoria de la monarquía. Proclama la omnipotencia ministerial, y luego la omnipotencia soberana, en materias de gobierno, de las asambleas deliberantes, la cual es contradictoria de la omnipotencia de los ministros. Proclama la soberana intervención en los asuntos del Estado de las asambleas políticas, y luego el derecho de los colegios electorales para fallar en última instancia, el cual es contradictorio de la intervención soberana de las asambleas políticas. Proclama el derecho de supremo arbitraje que reside en los electores, y luego acepta, más o menos explícitamente, el supremo derecho de insurrección, contradictorio de aquel arbitraje pacífico y supremo. Proclama el derecho de insurrección de las muchedumbres, lo cual es proclamar su soberana ommi potencia, y luego de la ley del censo electoral, lo cual es condenar al ostracismo a las muchedumbres soberanas. Y con todos estos principios y contraprincipios se propone una sola cosa: alcanzar a fuerza de artificio y de industria un equilibrio que nunca alcanza, porque contradictorio de la naturaleza de la sociedad y de la naturaleza del hombre. Sólo para una fuerza no ha buscado la escuela liberal su correspondiente equilibrio: la fuerza corruptora. La corrupción es el dios de la escuela; y como Dios, está a un tiempo mismo en todas partes. De tal manera ha combinado las cosas la escuela liberal, que donde ella prevalece, todos han de ser forzosamente corruptores o corrompidos; porque en donde no hay ningún hombre que no pueda ser César, o votar al César, o aclamar al César, todos han de ser o Césares o pretorianos. Por esta razón, todas las sociedades que caen debajo de la dominación de esta escuela, mueren de una misma muerte: todas mueren gangrenadas. Los reyes corrompen a los ministros prometiéndoles la eternidad, los ministros a los reyes prometiéndoles el ensanche de su prerrogativa. Los ministros corrompen a los representantes del pueblo poniendo a sus pies todas las dignidades del Estado; las asambleas a los ministros con sus votos; los elegidos trafican con su poder, los electores con su influencia; todos corrompen a las muchedumbres con sus promesas, y las muchedumbres a todos con bramidos y amenazas.

Volviendo a anudar el hilo de este discurso, diré que, cuando las escuelas socialistas niegan la existencia de Dios, que viene afirmada por la escuela liberal, no hacen otra cosa sino ser más lógicas que la liberal y más consecuentes. Y, sin embargo de esto, distan mucho de serlo tanto en su línea como lo es en la suya la escuela católica. La escuela católica afirma a Dios con todos sus atributos, con una afirmación dogmática y soberana; las socialistas al revés, aunque vienen a negarle en definitiva, ni le niegan del mismo modo, ni le niegan por unas mismas razones, ni le niegan resueltamente. Consiste esto en que el hombre más intrépido se sobrecoge de espanto al afirmar que no hay Dios, de una manera absoluta. Cualquiera diría que, al llegar aquí, teme el hombre no poder pasar de aquí, y que se desplome el cielo sobre el blasfemador y su blasfemia. Los unos le niegan diciendo: «Todo lo que existe es Dios, y Dios es todo lo que existe»; los otros, afirmando que la humanidad y Dios son cosas idénticas; entre ellos hay algunos que aseguran que en la humanidad hay dualismo de fuerzas y energías y que el hombre es el representante de ese dualismo. Los que son de ese sentir distinguen en el hombre las fuerzas reflexivas y las energías espontáneas; la verdadera humanidad está en las primeras, y la divinidad verdadera en las segundas. Por este sistema, Dios no es ni todo lo que existe ni la humanidad: Dios es la mitad del hombre. Otros son de otro parecer, y niegan que Dios sea hombre o parte del hombre, que sea la humanidad o que sea el universo, y se inclinan a creer que es un Ser sujeto a encarnaciones diferentes y sucesivas; que dondequiera que hay una gran influencia o una grandiosa dominación, allí está Dios encarnado: Dios se ha encarnado en Ciro, y en Alejandro, y en César, y en Carlomagno, y en Napoleón; se encarnó sucesivamente en los grandes imperios asiáticos, y luego en el macedónico, y después en el romano; al principio fue el Oriente y después el Occidente. El mundo cambia de semblante en cada una de estas encarnaciones divinas y da un paso en el camino del progreso cada vez que, a consecuencia de una nueva encarnación, cambia de nuevo su semblante.

Todos estos sistemas contradictorios y absurdos se han encarnado en un hombre venido al mundo en estos últimos tiempos para ser la personificación de todas las contradicciones racionalistas. Este hombre es M. Proudhon, de quien hemos hecho mérito, y de quien lo haremos muchas veces en el discurso de esta obra. M. Proudhon pasa por el más docto y consecuente de los socialistas modernos; por lo que hace a su doctrina, no cabe duda sino que es superior a la de cuasi todos los racionalistas contemporáneos; por lo que hace a su consecuencia, por las muestras que damos aquí, relativas todas a los problemas que son asunto de este libro, podrán formarse de ella una idea cabal nuestros lectores.

En las Confesiones de un revolucionario, M. Proudhon define a Dios de la manera siguiente: «Dios es la fuerza universal, penetrada de inteligencia, que produce, por la conciencia infinita que de sí tiene, los seres de todos los reinos, desde el fluido imponderable hasta el hombre, y que sólo en el hombre llega a reconocerse a sí misma, y a decir: 'Yo'. Lejos de ser nuestro Señor Dios el asunto de nuestras investigaciones, ¿cómo se han atrevido los taumaturgos a convertirle en un ser personal, Rey absoluto unas veces, como el Dios de los judíos y de los cristianos, y constitucional otras, como el de los deístas, y cuya providencia incomprensible parece perpetua y únicamente ocupada en desorientar nuestra razón?»

Aquí hay tres cosas: primera, afirmación de una fuerza universal, inteligente y divina, que es el panteísmo; segunda, encarnación más excelente de Dios en la humanidad, que es el humanismo; tercera, negación de un Dios personal y de su providencia, que viene a ser el deísmo.

En la obra que intituló Sistema de las contradicciones económicas (c.8) dice así: «Prescindiré de la hipótesis panteísta, que siempre me ha parecido una hipocresía o una cobardía. Dios es personal o no existe». Aquí se afirma todo lo que en el texto anterior se niega, y se niega lo que en el texto anterior se afirma. Allí se afirma un Dios panteísta e impersonal; aquí se niegan, como dos cosas igualmente absurdas, la impersonalidad de Dios y el panteísmo.

Más adelante añade en este capítulo: «El verdadero remedio contra el fanatismo no me parece que está en identificar a la Humanidad con la Divinidad, lo cual no viene a ser otra cosa sino afirmar en economía política el comunismo y en filosofía el misticismo y el statu quo; el verdadero remedio está en demostrar a la Humanidad que Dios, si es que existe, es su enemigo». Después de haber dado al traste con su panteísmo y con su Dios impersonal, aquí acaba con el humanismo, que está contenido en la definición del texto. Por otra parte, aquí comienza a revestirse de una forma concreta la teoría de la rivalidad entre Dios y el hombre, de que hemos hecho mérito ya en otro capítulo de este libro.

La condenación del humanismo y la teoría de la rivalidad aparecen más claras en el capítulo IX de la misma obra, en donde se lee lo que sigue: «Por mi parte (y siento en verdad haberlo de confesar, cierto como estoy de que esta declaración me separa de los más inteligentes entre los socialistas), mientras más pienso en ello, más imposible me es suscribir a esta deificación de nuestra especie, que, bien considerada, no es otra cosa, en los ateos de nuestros días, sino el último eco de los terrores religiosos, y la cual, rehabilitando y consagrando el misticismo con el nombre de humanismo, vuelve a poner las ciencias bajo el imperio de las preocupaciones, la moral bajo el imperio de los hábitos, la economía social bajo el imperio del comunismo, o lo que es lo mismo, de la atonía y de la miseria; y, por último, la lógica misma bajo el imperio de lo absurdo y de lo absoluto. Y cabalmente porque me veo obligado a repudiar... esta religión, juntamente con todas las que la precedieron, es por lo que necesito todavía admitir como plausible la hipótesis de un Ser infinito... contra el cual debo luchar hasta la muerte, porque ése es mi destino, como Israel contra Jehová».

Nada queda de la definición de Dios sino la negación de la Providencia, y hasta esa negación desaparece con esta afirmación contraria: «Y véase cómo caminamos a la ventura, conducidos por la Providencia, que nunca nos avisa sino cuando nos hiere» (Système des contradictions c.3).

Por lo expuesto se ve que M. Proudhon, recorriendo la escala de todas las contradicciones racionalistas, es ahora panteísta, luego humanista, después maniqueo; que cree en un Dios impersonal, y luego declara monstruosa y absurda la idea de un Dios, si el Dios ideado no es una persona; y por último, que afirma y niega la Providencia al mismo tiempo. En uno de nuestros capítulos anteriores vimos de qué manera, en la teoría maniquea de la rivalidad entre Dios y el hombre, el hombre proudhoniano era el representante del bien, y el dios proudhoniano el representante del mal; ahora veremos de qué manera, según el mismo Proudhon, todo este sistema viene al suelo.

En el capítulo II de la obra ya citada se expresa de esta manera: «La naturaleza o la Divinidad ha desconfiado de nuestros corazones, y no ha creído en el amor del hombre por sus semejantes. Todos los descubrimientos de las ciencias acerca de los designios de la Providencia sobre las evoluciones sociales (sea dicho para vergüenza de la conciencia humana, y sépalo nuestra hipocresía) dan testimonio de una misantropía profunda por parte de Dios. Dios nos da ayuda, no por bondad, sino porque el orden constituye su esencia. Si procura el bien del mundo, no es porque le juzgue digno del bien, sino porque está obligado a ello por la religión de su suprema sabiduría. Y mientras que el vulgo le nombra con el tierno nombre de Padre, ni el historiador ni el economista filósofo encuentran motivo para creer en la posibilidad de que nos estime y nos ame».

Con estas palabras viene a tierra el maniqueísmo proudhoniano. El hombre no es el rival, sino el esclavo despreciado de Dios; no es el bien ni el mal, es una criatura en que se agitan los instintos groseros y serviles que en los esclavos engendra la servidumbre; Dios es no sé qué conjunto de leyes severas, inflexibles y matemáticas; obra el bien sin ser bueno, y su misantropía atestigua que sería malo si pudiera. El dios proudhoniano muestra aquí un parentesco evidente con el Fatum de los antiguos. El fatalismo se descubre más claramente todavía en estas palabras: «Llegados a la segunda estación de nuestro Calvario, en vez de entregarnos a contemplaciones estériles, lo que nos conviene es poner un oído cada vez más atento a las enseñanzas del destino. La fianza de nuestra libertad está cabalmente en el progreso de nuestro suplicio».

En pos de fatalista viene el ateo. «¿Qué cosa es Dios?» ¿En dónde está? ¿En cuántos dioses se multiplica? ¿Qué es lo que quiere? ¿Hasta dónde alcanza su poder? ¿Qué promesas nos hace? Y ved aquí que, cuando para descubrir todas estas cosas tomamos en la mano la antorcha del análisis, luego al punto todas las divinidades del cielo, de la tierra y de los infiernos se nos convierten en un no sé qué incorpóreo, impasible, inmóvil, incomprensible, indefinible, y, para decirlo todo de una vez, en una negación de todos los atributos de la existencia. En efecto: ahora ponga el hombre detrás de cada objeto un espíritu o genio especial, ahora conciba el universo como gobernado por un poder único, en cualquiera de estas suposiciones no hace otra cosa sino afirmar la hipótesis de una entidad incondicional, es decir, imposible, para sacar de ella una explicación medianamente satisfactoria de los fenómenos que no puede concebir de otra manera. ¡Misterio altísimo y profundísimo! Para hacer cada vez más racional el objeto de su idolatría, el creyente le va despojando sucesivamente de todo lo que podría constituir su realidad; y después de esfuerzos prodigiosos, de lógica y de ingenio, venimos a parar en que los atributos del Ser por excelencia van a confundirse y a identificarse con los de la nada. Esta evolución es fatal e inevitable. El ateísmo está en el fondo de toda teodicea» (Système des contradictions, prologue).

Una vez llegado a esta conclusión suprema y a este abismo tenebroso, no parece sino que las furias entran en posesión del ateo. Las blasfemias hinchan su corazón, oprimen su garganta, queman sus labios, y cuando intenta levantarlas en pirámide, poniéndolas unas sobre otras, hasta el trono de Dios, ve con asombro que, vencidas de su peso específico, en vez de subir con ligerísimas alas, caen pesadas y groseras en el abismo, que es su centro. Su lengua no encuentra palabras que no sean sarcásticas o desdeñosas, ni vocablos que no sean torpes o iracundos, ni arraques que no sean frenéticos. Su estilo es a un tiempo mismo impetuoso y sucio, elocuente sin aliño y cínicamente grosero. Aquí exclama: «¿De qué sirve adorar este fantasma de Divinidad? ¿Y qué es lo que exige de nosotros por medio de esta comparsa de inspirados que nos persiguen en todas partes con sermones?» (Système des contradictions c.3.) Y más allá deja caer estos vocablos cínicos: «En cuanto a Dios, yo no le conozco. Dios también no es otra cosa sino puro misticismo. Si queréis que os escuche, comenzad por suprimir esa palabra en vuestros discursos, porque por una experiencia de tres mil años he llegado a convencerme de que todo el que me habla de Dios quiere robarme la libertad o la bolsa. ¿Cuánto me debes? ¿Cuánto te debo? Ved ahí mi religión y mi Dios» (ibid, c.6). Llegado al paroxismo de la rabia, prorrumpe en el capítulo VIII en las palabras siguientes: «Esto digo: el primer deber del hombre inteligente y libre es arrojar inmediatamente la idea de Dios de su espíritu y de su conciencia, porque Dios, si existe, es esencialmente hostil a nuestra naturaleza, y no dependemos de Él para nada... ¿Con qué derecho me diría Dios todavía: 'Sé santo como Yo soy santo'? '¡Espíritu engañador! -le respondería yo- ¡Dios imbécil! Tu reinado ha acabado ya; busca otras víctimas entre los animales brutos. Yo sé que ni soy ni puedo llegar a ser santo jamás; y en cuanto a ti, ¿cómo lo has de ser Tú, si Tú y yo nos parecemos? Padre Eterno, Júpiter o Jehová, como quiera que te llames, sabe de mí que ya te conocemos. Eres, fuiste y serás perpetuamente el rival de Adán, el tirano de Prometeo» (c.8). Y más adelante, en el mismo capítulo, apostrofando a la Divinidad que niega, la dice: «Triunfabas, y nadie se atrevía a contradecirte, cuando después de haber atormentado en su cuerpo y en su alma al justo Job, figura de nuestra humanidad, insultaste su piedad cándida y su ignorancia discreta y respetuosa. Todos éramos como si fuéramos nada en presencia de tu Majestad invisible, a quien dábamos el cielo por dosel y la tierra por peana. Tu nombre, en otro tiempo compendio y suma de toda sabiduría, única sanción del juez, sola fuerza del príncipe, esperanza del pobre, refugio del pecador arrepentido, ese nombre incomunicable, entregado ya a la execración y al desprecio, será desde hoy más vilipendiado de las gentes. Dios no es otra cosa sino tontería y miedo, hipocresía y engaño, tiranía y miseria. Dios es el mal. Mientras que la Humanidad se incline ante un altar, esclava de los reyes y de los sacerdotes, será reprobada; mientras que un solo hombre reciba en nombre de Dios el juramento de otro hombre, la sociedad estará fundada en el perjurio, y la paz y el amor serán desterrados de la tierra. Retírate, Jehová, porque de hoy más, curado del temor de Dios y habiendo alcanzado la verdadera sabiduría, estoy pronto a jurar, con la mano levantada hacia el cielo, que no eres sino el verdugo de mi razón y el espectro de mi conciencia».

El es el que lo ha dicho: Dios es el espectro de su conciencia; ninguno puede negar a Dios sin condenarse a sí propio; ninguno puede huir de Dios sin huir de sí mismo. Ese desventurado, sin salir de la tierra, está ya en el infierno; esas contracciones musculares, violentas e impotentes; ese frenesí cínico, esa rabia insensata, esas iras arrebatadas y tempestuosas, son las contracciones, y el frenesí, y la rabia, y las iras de los réprobos. Sin caridad y sin fe, ha perdido hasta el último bien del hombre: ¡la esperanza! Y, sin embargo, alguna vez, al hablar del catolicismo, siente en sí, sin saberlo, su influencia serena y santificante; entonces sucede que cesa como por encanto su martirio; una brisa mansa y refrigerante venida del cielo toca su rostro, enjuga su sudor y suspende el acceso de sus convulsiones epilépticas. Entonces deja caer blandamente estas palabras: «¡Ah, cuánto más prudente se ha mostrado el catolicismo y cuánta ventaja os ha sacado a todos, sansimonianos, republicanos, universitarios, economistas, en el conocimiento de la sociedad y del hombre! El sacerdote sabe que nuestra vida no es sino una peregrinación y que toda perfección cumplida nos es negada en este mundo; y porque sabe esto, se contenta con preludiar en la tierra una educación que sólo puede acabarse en el cielo. Por su parte, el hombre que ha ido creciendo bajo los auspicios de la religión, satisfecho con saber, hacer y obtener lo que basta para la vida del tiempo, no será nunca un obstáculo para las potestades de la tierra: antes preferiría el martirio. ¡Oh religión amada! ¿Por cuál extravío inconcebible de razón sucede que los que más te necesitan, ésos son cabalmente los que más te desconocen?» (Système des contradictions c.3).

Antes hablé, como de corrida, de la fama de consecuente de M. Proudhon; ahora me parece no sólo conveniente, sino también necesario, decir algo más sobre asunto que es mucho más grave y mucho más trascendental de lo que a primera vista parece. Lo de la fama es un hecho público y notorio, y por lo mismo evidente. Y, sin embargo, ese hecho es de todo punto inexplicable si se considera que M. Proudhon ha adoptado, unos después de otros, todos los sistemas relativos a la Divinidad, y que entre los socialistas no hay ninguno tan lleno de contradicciones; de donde resulta que la fama de consecuente es un hecho contradictorio del hecho que la motiva. ¿Por qué caminos subterráneos, por qué encadenamiento de deducciones sutiles y escabrosas, partiendo del hecho notorio de las contradicciones proudhonianas, ha ido el mundo a parar en llamar a esas contradicciones cabalmente con el nombre que las contradice, es decir, con el nombre de consecuencia? Aquí hay un gran problema que debe ser resuelto y un gran misterio que debe ser esclarecido.

La solución de ese problema y el esclarecimiento de ese misterio están en que en las teorías de M. Proudhon hay a un tiempo mismo contradicción y consecuencia: la segunda, real, y la primera, aparente. Si se examinan unos después de otros los fragmentos que acabo de transcribir y si se les considera en si mismos, sin poner la vista más alta, cada uno de ellos es la contradicción del que le antecede y del que le sigue, y todos ellos son entre sí contradictorios; pero si se ponen los ojos en la teoría racionalista, en donde todas las demás tienen su origen, se echa de ver que el racionalismo, entre todos los pecados el más semejante al pecado original, es, como él, un error actual y todos los errores en potencia, y, por consiguiente, que con su anchísima unidad comprende y abarca todos los errores, a los cuales no obsta, para estar unidos en él, el ser entre sí contradictorios, como quiera que hasta las contradicciones son susceptibles de cierta manera de paz y de cierta manera de unión, cuando hay una suprema contradicción que las envuelve a todas. En el caso en cuestión, el racionalismo es esa contradicción que resuelve todas las otras contradicciones en su unidad suprema. En efecto: el racionalismo es a un tiempo mismo deísmo, panteísmo, humanismo, maniqueísmo, fatalismo, escepticismo, ateísmo; y entre los racionalistas, el más racionalista y el más consecuente de todos es aquel que es a un mismo tiempo deísta, panteísta, humanista, maniqueo, fatalista, escéptico y ateo.

Estas consideraciones, que sirven para explicar los dos hechos de que hicimos mérito arriba, en apariencia contradictorios, explican también satisfactoriamente por qué, en vez de exponer uno por uno los varios sistemas de los doctores socialistas acerca de la Divinidad, hemos preferido considerarlos todos en los escritos de M. Proudhon, en donde pueden verse a un tiempo mismo en su variedad y en su conjunto.

Visto lo que los socialistas piensan de la Divinidad, nos falta ver lo que piensan del hombre y de qué manera resuelven el temeroso problema del mal y del bien, considerado en general, que es el asunto de este libro.

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