Capítulo VIII

Soluciones de la Escuela Liberal relativas a estos problemas

Antes de poner término a este libro, me parece conveniente interrogar así a la éscuela liberal como a las socialistas sobre lo que piensan acerca del mal y del bien, del hombre y de Dios, problemas temerosos con que tropieza forzosamente la razón al darse cuenta a sí propia de los grandes problemas religiosos, políticos y sociales.

Por lo que hace a la escuela liberal, diré de ella solamente que en su soberbia ignorancia desprecia la teología, y no porque no sea teológica a su manera, sino porque, aunque lo es, no lo sabe. Esta escuela todavía no ha llegado a comprender, y probablemente no comprenderá jamás, el estrecho vínculo que une entre sí las cosas divinas y las humanas, el gran parentesco que tienen las cuestiones políticas con las sociales y con las religiosas, y la dependencia en que están todos los problemas relativos al gobierno de las naciones, de aquellos otros que se refieren a Dios, legislador supremo de todas las asociaciones humanas.

La escuela liberal es la única que entre sus doctores y maestros no tiene ningún teólogo; la absolutista los tuvo, los levantó muchas veces a gobernadores de los pueblos, y los pueblos crecieron, durante su gobernación, en importancia y poderío. La Francia no olvidará nunca el gobierno del cardenal de Richelieu, afamado y glorioso entre los más gloriosos y afamados de la Monarquía francesa. El lustre del gran cardenal es tan limpio que afrenta al de muchos reyes, y su resplandor tan soberano que no padeció eclipse por el advenimiento al trono de aquel rey gloriosísimo y potentísimo a quien la Francia en su entusiasmo y la Europa en su asombro llamaron a un tiempo mismo el Grande. Cardenales y teólogos fueron Jiménez de Cisneros y Alberoni, los dos ministros más grandes de la Monarquía española: el nombre de aquél está gloriosa y perpetuamente asociado al de la reina más esclarecida y al de la mujer más insigne de nuestra España, famosa entre las gentes por sus insignes mujeres y sus esclarecidas reinas; el segundo es grande en la Europa por la grandeza de sus designios y por la agudeza y la sagacidad de su prodigioso ingenio. Nacido aquél en los dichosos días en que los altos hechos de esta nación la levantaron sobre la dignidad de la Historia, encumbrándola hasta la altura y la grandiosidad de la epopeya, gobernó con mano firme el gran bajel del Estado; y poniendo en silencio a la tripulación turbulentísima que iba con él, le llevó por mares inquietos a otros más apacibles y tranquilos, en donde hallaron el bajel y el piloto quieta paz y sosegada bonanza. Venido el segundo en aquellos tiempos miserables en que iba desdeñándose ya la majestad de la Monarquía española, estuvo a punto de volverla su antigua majestad y poderío, haciéndola pesar gravemente en la balanza política de los pueblos europeos.

La ciencia de Dios da, al que la posee, sagacidad y fuerza, porque a un mismo tiempo aguza el ingenio y le dilata. Lo que para mí hay de más admirable en las vidas de los santos, y señaladamente en las de los Padres del yermo, es una circunstancia que aún no ha sido apreciada debidamente. Yo no sé de ningún hombre acostumbrado a conversar con Dios y ejercitarse en las divinas especulaciones que en igualdad de circunstancias no se aventaje a los demás, o por lo entendido y vigoroso de su razón, o por lo sano de su juicio, o por lo penetrante y agudo de su ingenio; y, sobre todo, no sé de ninguno que en circunstancias iguales no saque ventaja a los demás en aquel sentido práctico y prudente que se llama el buen sentido. Si el género humano no estuviera condenado irremisiblemente a ver las cosas del revés, escogería por consejeros entre la generalidad de los hombres a los teólogos, entre los teólogos a los místicos, y entre los místicos a los que han vivido una vida más apartada de los negocios y del mundo. Entre las personas que yo conozco, y conozco a muchas, las únicas en quienes he reconocido un buen sentido imperturbable, y una sagacidad prodigiosa, y una maravillosa aptitud para dar una solución práctica y prudente a los más escabrosos problemas, y para encontrar siempre un escape o una salida en los negocios más arduos, son aquellas que han vivido una vida contemplativa y retirada; y al revés, no he encontrado todavía, ni pienso encontrar jamás, uno de esos hombres que se llaman de negocios, despreciadores de todas las especulaciones espirituales, y sobre todo de las divinas, que sea capaz de entender negocio ninguno; a esta clase numerosísima pertenecen aquellos que toman por oficio engañar a los otros, siendo ellos los que se engañan a sí mismos. Y aquí es donde el hombre queda atónito ante los altos juicios de Dios; porque si Dios no hubiera condenado a los que le desdeñan o le ignoran, engañadores de profesión, a ser perpetuamente torpes, o si no hubiera puesto un límite en su propia virtud a los que son prodigiosamente sagaces, las sociedades humanas no hubieran podido resistir ni a la sagacidad de los unos ni a la malicia de los otros. La virtud de los hombres contemplativos y la torpeza de los hábiles son las únicas cosas que mantienen al mundo en su ser y en su equilibrio perfecto. Un solo ser hay en la creación que reúne en sí toda la sagacidad de los seres espirituales y contemplativos y toda la malicia de los que ignoran o desprecian a Dios, juntamente con todas las especulaciones espirituales. Ese ser es el demonio. El demonio tiene de los unos la sagacidad sin virtud, y de los otros la malicia sin su torpeza; y de aquí cabalmente le viene toda su fuerza destructora y todo su inmenso poderío.

Por lo que hace a la escuela liberal considerada en general, no es teológica sino en el grado en que lo son necesariamente todas las escuelas; sin hacer una exposición explícita de su fe, sin cuidarse de declarar su pensamiento acerca de Dios y del hombre, del mal y del bien y del orden y del desorden en que están puestas todas las cosas criadas, y haciendo ostentación, por lo contrario, de tener por cosa de menos valer estas altísimas especulaciones, puede afirmarse de ella, sin embargo, que cree en un dios abstracto e indolente, servido por los filósofos en la gobernación de las cosas humanas, y por ciertas leyes que instituyó en el principio de los tiempos, en la gobernación universal de las cosas. Aunque es rey de la creación el dios de esta escuela, ignora perpetuamente, con una augusta ignorancia, la manera en que sus reinos son gobernados y regidos; cuando diputó los ministros que los gobernaran en su nombre, depositó en ellos la plenitud de su soberanía y los declaró perpetuos e inviolables. Desde entonces acá los pueblos le deben culto, pero no obediencia.

Por lo que hace al mal, la escuela liberal le niega en las cosas físicas y le concede en las humanas. Para esta escuela, todas las cuestiones relativas al mal o al bien se resuelven en una cuestión de gobierno, y toda cuestión de gobierno en una cuestión de legitimidad; de tal manera que, cuando el gobierno es legítimo, el mal es imposible, y, por el contrario, cuando es ilegítimo el gobierno, el mal es inevitable. La cuestión del bien y del mal se reduce, pues, a averiguar, por una parte, cuáles son los gobiernos legítimos, y por otra, cuáles son los usurpadores.

Llama legítimos la escuela liberal a los gobiernos establecidos por Dios, e ilegítimos a los que no tienen origen en la delegación divina. Dios quiso que las cosas materiales estuvieran sujetas a ciertas leyes físicas que instituyó en el principio y de una vez para siempre, y que las sociedades se gobernaran por la razón, encarnada de una manera general en las clases acomodadas y de una manera especial en los filósofos que las enseñan y dirigen; de donde se sigue, por consecuencia forzosa, que no hay más que dos gobiernos legítimos: el gobierno de la razón humana, encarnada de una manera general en las clases medias y de una manera especial en los filósofos, y el gobierno de la razón divina, encarnada perpetuamente en ciertas leyes a que están sujetas desde el principio las cosas materiales.

No dejará de causar extrañeza a mis lectores, y sobre todo a mis lectores liberales, esta derivación de la legitimidad liberal del derecho divino, y, sin embargo, nada hay para mí más evidente. La escuela liberal no es atea en sus dogmas, aunque no siendo católica vaya a parar, sin saberlo y aun sin quererlo, de consecuencia en consecuencia, hasta los confines del ateísmo. Reconociendo la existencia de un Dios criador de toda criatura, no puede negar en el Dios que reconoce y afirma la plenitud original de todos los derechos o la soberanía constituyente, que viene a ser lo mismo en el lenguaje de la escuela. Es católico el que reconoce en Dios la soberanía constituyente y la actual; es deísta el que le niega la actual y reconoce en él la constituyente; es ateo el que niega de él toda soberanía, porque le niega la existencia. Siendo esto así, la escuela liberal, en cuanto deísta, no puede proclamar la soberanía actual de la razón sin proclamar al mismo tiempo la constituyente de Dios, en donde la primera, que es siempre delegada, tiene principio y origen. La teoría de la soberanía constituyente del pueblo es una teoría atea que no está en la escuela liberal sino como el ateísmo está en el deísmo, en calidad de consecuencia lejana, aunque inevitable. De aquí proceden las dos grandes parcialidades de la escuela liberal: la democrática y la liberal propiamente dicha; la segunda, más tímida; la primera, más consecuente. La democrática, arrastrada por una lógica inflexible, ha ido a perderse en estos últimos tiempos, como los ríos van a perderse en la mar, en las escuelas a un mismo tiempo ateas y socialistas; la liberal lucha por estar quieta en el alto promontorio que ha levantado para sí, puesto entre dos mares que van alzando sus olas y que cubrirán su cima: el socialista y el católico. De esta última sólo hablamos aquí, y de ella afirmamos que, no pudiendo reconocer la soberanía constituyente del pueblo sin ser democrática, socialista y atea, ni la soberanía actual de Dios sin ser monárquica y católica, reconoce por una parte la soberanía originaria y constituyente de Dios, y por otra la soberanía actual de la razón humana. Y véase cómo teníamos razón al afirmar que la escuela liberal no proclama el derecho humano sino como derivado originariamente del divino.

Para esta escuela no hay otro mal sino el que procede de no estar el gobierno en donde le puso Dios desde el principio de los tiempos; y como las cosas materiales están perpetuamente sujetas a las leyes físicas que fueron contemporáneas de la creación, la escuela liberal niega el mal en la universidad de las cosas; y al revés, como sucede que el gobierno de las sociedades no está quieto y fijo en las dinastías filosóficas, en quienes reside por delegación divina el derecho exclusivo de gobernación de las cosas humanas, la escuela liberal afirma el mal social siempre que el gobierno sale de las manos de los filósofos y de las clases medias para caer en las manos de los reyes o para pasar a las clases populares.

De todas las escuelas, ésta es la más estéril, porque es la menos docta y la más egoísta. Como se ve, nada sabe de la naturaleza del mal ni del bien; apenas tiene noticia de Dios, y no tiene noticia ninguna del hombre. Impotente para el bien, porque carece de toda afirmación dogmática, y para el mal, porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta, está condenada, sin saberlo, a ir a dar con el bajel que lleva su fortuna al puerto católico o a los escollos socialistas. Esta escuela no domina sino cuando la sociedad desfallece; el período de su dominación es aquel transitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús y está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema. La sociedad entonces se deja gobernar de buen grado por una escuela que nunca dice afirmo ni niego y que a todo dice distingo. El supremo interés de esa escuela está en que no llegue el día de las negaciones radicales o de las afirmaciones soberanas; y para que no llegue, por medio de la discusión confunde todas las nociones y propaga el escepticismo, sabiendo como sabe, que un pueblo que oye perpetua mente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo, acaba por no saber a qué atenerse y por preguntarse a sí propio si la verdad y el error, lo justo y lo injusto, lo torpe y lo honesto, son cosas contrarias entre sí o si son una misma cosa mirada desde puntos de vista diferentes. Este período angustioso, por mucho que dure, es siempre breve; el hombre ha nacido para obrar, y la discusión perpetua contradice a la naturaleza humana, siendo, como es, enemiga de las obras. Apremiados los pueblos por todos sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas.

Las escuelas socialistas, hecha abstracción de las bárbaras muchedumbres que las siguen, y consideradas en sus doctores y maestros, sacan grandes ventajas a la escuela liberal, cabalmente porque se van derechas a todos los grandes problemas y a todas las grandes cuestiones y porque proponen siempre una resolución perentoria y decisiva. El socialismo no es fuerte sino porque es una teología satánica. Las escuelas socialistas, por lo que tienen de teológicas, prevalecerán sobre la liberal por lo que ésta tiene de antiteológica y de escéptica, y por lo que tienen de satánicas, sucumbirán ante la escuela católica, que es a un mismo tiempo teológica y divina. Sus instintos deben estar de acuerdo con nuestras afirmaciones, si se considera que guardan para el catolicismo sus odios, mientras que para el liberalismo no tienen sino desdenes.

El socialismo democrático tiene razón contra el liberalismo cuando dice-. «¿Qué Dios es ése que ofrecen a mi adoración, y que debe ser menos que tú, porque ni tiene voluntad ni es siquiera una persona? Yo niego el Dios católico, pero negándole le concibo; lo que no puedo concebir es un Dios sin los divinos atributos. Todo me inclina a creer que no le has dado la existencia sino para que Él te dé la legitimidad que no tienes; tu legitimidad y su existencia son una ficción que cabalga en otra ficción, y una sombra que cabalga en otra sombra. Yo he venido al mundo para disipar todas las sombras y para acabar con todas las ficciones. La distinción entre la soberanía actual y la constituyente tiene todos los visos de una invención de los que, no atreviéndose a cogerlas ambas, quieren a lo menos tomar una. El soberano es como Dios: o es uno o no existe; la soberanía, como la divinidad, o no es o es indivisible e incomunicable. La legitimidad de la razón son dos palabras, de las cuales la última designa el sujeto y la primera el atributo; yo niego el atributo y el sujeto. ¿Qué cosa es la legitimidad y qué cosa es la razón? Y en el caso que sean alguna cosa, ¿de dónde sabes que esa cosa esté en el liberalismo y no en el socialismo, en ti y no en mí, en las clases acomodadas y no en el pueblo? Yo niego tu legitimidad y tú la mía; tú niegas mi razón y yo la tuya.

»Cuando me provocas a discutir, te perdono, porque no sabes lo que haces; la discusión, disolvente universal, cuya virtud secreta no conoces, acabó ya con tus adversarios y va a acabar contigo ahora; por lo que hace a mí, tengo propósito firme de ganarla por la mano, matándola para que no me mate. La discusión es espada espiritual que revuelve el espíritu con ojos vendados; contra ella, ni vale la industria ni la malla de acero; la discusión es el titulo con que viaja la muerte cuando no quiere ser conocida y anda de incógnito. Roma la sesuda la conoció, a pesar de sus disfraces, cuando entró por sus muros en traje de sofista; por eso, prudente y avisada, la refrendó su pasaporte. El hombre, al decir de los católicos, no se perdió sino porque entró en discusiones con la mujer, ni la mujer sino por haber discutido con el diablo. Más adelante, hacia la mitad de los tiempos, dicen que este mismo demonio se apareció a Jesús en un desierto, provocándole a una batalla espiritual, o como quien diría, a una discusión de tribuna; pero aquí parece que tuvo que habérselas con otro más avisado, el cual le hubo de contestar: Vade Satana, con cuya palabra puso fin a un mismo tiempo a la discusión y a los diabólicos prestigios. Es fuerza confesar que los católicos tienen gracia especial para poner de bulto grandes verdades y para vestirlas con ingeniosas ficciones. La antigüedad toda hubiera condenado unánimemente al insensato que hubiera puesto en pública discusión a un tiempo mismo las cosas divinas y las humanas, las instituciones religiosas y las sociales, los magistrados y los dioses. Contra él hubieran fallado de consumo Sócrates, Platón y Aristóteles; en el gran duelo hubieran sido sus campeones los cínicos y los sofistas.

»Por lo que hace al mal, o está en el universo todo o no existe. Las formas de los gobiernos son poca cosa para engendrarle: si la sociedad está sana y bien constituida, su constitución es poderosa para resistir a todas las formas posibles de gobierno; y si no las resiste, es porque está mal constituida y enferma. El mal no puede ser concebido sino como un vicio orgánico de la sociedad o como un vicio constitucional de la naturaleza humana, y en este caso el remedio no está en mudar el gobierno, sino en cambiar el organismo social o la constitución del hombre».

El error fundamental del liberalismo consiste en no dar importancia sino a las cuestiones de gobierno, que, comparadas con las del orden religioso y social, no tienen importancia ninguna. Esto sirve para explicar por qué causa el liberalismo queda de todo punto eclipsado desde el momento en que socialistas y católicos proponen al mundo sus tremendos problemas y sus soluciones contradictorias. Cuando el catolicismo afirma que el mal viene del pecado, que el pecado corrompió en el primer hombre a la naturaleza humana, y que, sin embargo, el bien prevalece sobre el mal, y el orden sobre el desorden, porque el uno es humano y el otro divino, no cabe duda sino que, aun antes de ser examinado, satisface en cierta manera a la razón, proporcionando la grandeza de las causas a la de los efectos y nivelando la grandeza de lo que se propone explicar con la grandeza de sus explicaciones. Cuando el socialismo afirma que la naturaleza del hombre está sana y la sociedad enferma; cuando pone al primero en lucha abierta con la segunda para extirpar el mal que está en ella con el bien que está en él; cuando convoca y llama a todos los hombres para que se levanten en rebeldía contra todas las instituciones sociales, no cabe duda sino que en esta manera de plantear y de resolver la cuestión, si hay mucho falso, hay algo de gigantesco y de grandioso, digno de la majestad terrible del asunto. Pero cuando el liberalismo explica el mal y el bien, el orden y el desorden, por las varias formas de los gobiernos, todas efímeras y transitorias; cuando, prescindiendo, por un lado, de todos los problemas sociales, y por otro de todos los religiosos, pone a discusión sus problemas políticos, como los únicos que son dignos por su alteza de ocupar al hombre de Estado, no hay palabras en ningún idioma con que encarecer la profundísima incapacidad y la radical impotencia de esta escuela, no para resolver, sino hasta para plantear estas pavorosas cuestiones. La escuela liberal, enemiga a un mismo tiempo de las tinieblas y de la luz, ha escogido para sí no sé qué crepúsculo incierto entre las regiones luminosas y las opacas, entre las sombras eternas y las divinas auroras. Puesta en esa región sin nombre, ha acometido la empresa de gobernar sin pueblo y sin Dios; empresa extravagante e imposible: sus días están contados, porque por un punto del horizonte asoma Dios y por otro asoma el pueblo. Nadie sabrá decir dónde está en el tremendo día de la batalla y cuando el campo todo esté lleno con las falanges católicas y las falanges socialistas.

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