Capítulo VII

De cómo Dios saca el bien de la prevaricación Angélica y de la humana

De todos los misterios, el más pavoroso es este de la libertad, que constituye al hombre señor de sí mismo y le asocia a la Divinidad en la gestión y en el gobierno de las cosas humanas.

Consistiendo la libertad imperfecta dada a la criatura en la facultad suprema de escoger entre la obediencia y la rebeldía hacia su Dios, otorgarle la libertad viene a ser lo mismo que conferirle el derecho de alterar la inmaculada belleza de sus creaciones; y como quiera que en esa belleza inmaculada consiste el orden y la armonía del universo, otorgarle la facultad de alterarla viene a ser lo mismo que conferirle el derecho de sustituir el orden con el desorden, la armonía con la perturbación, el bien con el mal.

Este derecho, aun encerrado en los límites que dijimos, es tan exorbitante, y esta facultad tan monstruosa, que el mismo Dios no hubiera podido otorgarla si no hubiera estado cierto de convertirla en instrumento de sus fines y de atajar sus estragos con su poder infinito.

La razón suprema de existir la facultad concedida a la criatura de convertir el orden en desorden, la armonía en perturbación, el bien en mal, está en la potestad que tiene Dios de convertir el desorden en orden, la perturbación en armonía y el mal en bien. Suprimida esta altísima potestad en Dios, sería lógicamente necesario o suprimir aquella facultad en la criatura o negar a un mismo tiempo la divina inteligencia y la omnipotencia divina.

Si Dios permite el pecado, que es mal y el desorden por excelencia, consiste esto en que el pecado, lejos de impedir su misericordia y su justicia, sirve de ocasión para nuevas manifestaciones de su justicia y de su misericordia. Suprimido el pecador rebelde, no por eso hubieran quedado suprimidas la divina misericordia y la justicia soberana; hubiera quedado, empero, suprimida una de sus manifestaciones especiales: aquella en virtud de la cual se aplican a los rebeldes pecadores.

Consistiendo el sumo bien de los seres inteligentes y libres en su unión con Dios, Dios en su bondad infinita, y por un acto libre de su misericordia inefable, determinó unirlos a sí, no sólo con los vínculos de la naturaleza, sino también con vínculos sobrenaturales; y como quiera que, por una parte, esa voluntad podía dejar de ser cumplida por el desasimiento voluntario de los seres inteligentes y libres, y, por otra, la libertad de la criatura no podría concebirse sin la facultad de ese voluntario desasimiento, el gran problema consiste en conciliar estas cosas, hasta cierto punto contrarias, de tal manera que ni la libertad de la criatura dejara de existir ni la voluntad de Dios dejara de realizarse. Siendo necesarias las posibilidades del apartamiento como testimonio de la libertad angélica y humana y la unión como testimonio de la voluntad divina, la cuestión consiste en averiguar de qué manera pueden conciliarse la voluntad de Dios y la libertad de la criatura, la unión que el primero quiere y el apartamiento que la segunda escoge, para que ni la criatura deje de ser libre ni Dios deje de ser soberano.

Para esto era menester que el apartamiento fuera, desde un punto de vista, real, y desde otro punto de vista, aparente; es decir, que la criatura pudiera apartarse de Dios, pero de tal modo que al apartarse de Él fuera a unirse con Él de otra manera. Los seres inteligentes y libres nacieron unidos a Dios por un efecto de su gracia; por el pecado se apartaron realmente de Dios, porque quebrantaron el vínculo de la gracia, real y verdaderamente, con lo cual dieron testimonio de sí en calidad de criaturas inteligentes y libres; empero, ese apartamiento no fue, si bien se mira, sino una nueva manera de unión, como quiera que, al apartarse de Él por la renuncia voluntaria de su gracia, se acercaron a Él cayendo en las manos de su justicia o siendo asunto de su misericordia. De esta manera el apartamiento y la unión, que a primera vista parecen cosas incompatibles, son, en realidad, cosas de todo punto conciliables; y de tal manera lo son, que todo apartamiento viene a resolverse en una especial manera de unión, y toda unión en una manera especial de apartamiento. La criatura no estuvo unida a Dios en cuanto es gracia, sino porque estuvo apartada de él en cuanto es misericordia y justicia. La criatura que cae en las manos de Él en cuanto es justicia, no cae en ellas sino porque está apartada de Él en cuanto es gracia y misericordia; así como la que es objeto de Dios en cuanto es misericordia, no lo es sino porque de tal manera se apartó de Él en cuanto es gracia, que quedó también apartada de Él en cuanto es justicia. La libertad de la criatura consiste, pues, en la facultad de designar el género de unión que prefiere por el apartamiento que escoge, así como la soberanía de Dios consiste en que, cualquiera que sea el género de apartamiento escogido por la criatura, vaya a parar a la unión por todos los apartamientos y por todos los caminos. La creación es a manera de un círculo; Dios es, desde un punto de vista, su circunferencia; desde otro punto de vista, su centro; como centro, la atrae; como circunferencia, la contiene. Nada está fuera de ese continente universal, todo obedece a esa atracción irresistible.

La libertad de los seres inteligentes y libres está en huir de la circunferencia, que es Dios, para ir a dar en Dios, que es el centro, y en huir del centro, que es Dios, para ir a dar en Dios, que es la circunferencia. Nadie, empero, es poderoso para dilatarse más que la circunferencia ni para recogerse más que el centro. ¿Qué ángel hay tan potente, qué hombre tan osado que se atreva a romper ese gran círculo que Dios trazó con su dedo?¿Cuál criatura presumirá tanto de sí que ose hacer contraste a esas leyes matemáticamente inflexibles que puso eternamente en las cosas el entendimiento divino? ¿Qué viene a ser el centro de ese círculo inexorable, sino las cosas infinitamente recogidas en Dios? ¿Qué viene a ser esa circunferencia circular, sino las mismas cosas dilatadas en Dios infinitamente? ¿Y qué dilatación hay mayor que la dilatación infinita? ¿Qué recogimiento mayor que el infinito recogimiento? Por esta razón, atónito y como pasmado y fuera de sí, viendo a todas las cosas en Dios y a Dios en todas las cosas, y al hombre queriendo huir sin saber cómo, ahora del centro que le atrae, ahora de la circunferencia que le envuelve, San Agustín, el más bello de los ingenios y el más grande de los doctores, hombre en quien tornó carne el Espíritu de la Iglesia, el santo perdido de amor e inundado de las ondas fortificantes de la gracia, arrancó del pecho, como un sollozo sublime, esta expresión: Pobre mortal, ¿quieres huir de Dios? Arrójate en sus brazos. Jamás boca humana pronunció una expresión tan amorosamente sublime y tan sublimemente tierna. Dios es, pues, el que señala a todas las cosas su término; la criatura escoge la senda. Designando el término adonde van a parar todas las sendas, Dios es omnipotentemente soberano, así como, escogiendo la senda por donde ha de ir al término que se le señala, la criatura es inteligentemente libre. Y no se diga que es escasa aquella libertad que consiste sólo en escoger una de las mil sendas que van a parar a un término necesario, a no ser que se considere como liviana aquella libertad que consiste en escoger entre ganarse o perderse; como quiera que esas mil sendas que van a parar a Dios, término necesario a dos: el infierno y el paraíso. Si la criatura no tiene bastante libertad con la facultad que le ha sido otorgada de ir a Dios por el uno o por el otro, ¿con cuál libertad convertirá en hartura el hambre por ser libre?

Fuera de esta explicación, no hay conciliación posible entre cosas que ni imaginarse pueden sino conciliadas de una manera absoluta. Por el contrario, una vez aceptada esta explicación, se nos descubren las causas secretas de los misterios más profundos y de los designios más altos. Con ella alcanzamos el porqué de la prevaricación angélica y de la humana, esos grandes testimonios de la libertad dejada al ángel y al hombre. Si Dios permitió la prevaricación del ángel, consistió esto en que Dios sabía la manera secretísima de conciliar con el orden divino el desorden angélico, así como el ángel supo sacar el desorden angélico del orden divino. El ángel convirtió el orden en desorden, transformando lo que era unión en lo que fue apartamiento; Dios sacó el orden del desorden, transformando el apartamiento momentáneo en unión indisoluble; el ángel no quiso estar unido a Dios por el galardón, y se vio unido a Él eternamente por la pena; cerró sus oídos al blando reclamo de su gracia, y sus oídos cerrados oyeron a su pesar el grande estruendo de su justicia; queriendo huir absolutamente de Dios, el ángel no consiguió otra cosa sino apartarse de Él por un concepto, uniéndose a Él de otra manera; se apartó del Dios clemente y se unió con el Dios justo; se apartó de Él en la gloria y se unió con Él en el infierno. El orden puesto en las cosas no consiste en que estén unidas a Dios de cierta manera, sino en que estén a Dios unidas; así como el verdadero desorden no consiste en apartarse de Dios por un lado para unirse a Él por otro, sino en apartarse de Dios absolutamente. De donde se sigue que el verdadero orden no deja nunca de existir y que el verdadero desorden no existe. El pecado es una negación tan radical, tan absoluta, que no sólo niega el orden, sino también el desorden; después de haber negado todas las afirmaciones, niega sus propias negaciones, y hasta se niega a sí propio. El pecado es negación de negación, sombra de sombra, apariencia de apariencia.

Si Dios permitió la prevaricación del hombre, la cual como antes dijimos, fue menos radical y culpable que la prevaricación angélica, consistió esto en que Dios sabía de toda eternidad la manera altísima de conciliar con el orden divino el desorden humano, así como el hombre supo sacar el desorden humano del orden divino. El hombre convirtió el orden en desorden, apartando lo que juntó Dios con amorosa lazada. Dios sacó el orden del desorden, volviendo a juntar lo que separó el hombre, con lazada más blanda y amorosa todavía. El hombre no quiso estar unido a Dios con el vínculo de la justicia original y de la gracia santificante, y se vio unido a El por el vínculo de su infinita misericordia. Si Dios permitió su prevaricación, consistió esto en que guardaba como en reserva al Salvador del mundo, el que había de venir en la plenitud de los tiempos; aquel supremo mal era necesario para el bien supremo, y para esta gran ventura era necesaria aquella gran catástrofe. El hombre pecó porque Dios había determinado hacerse hombre; y hecho hombre sin dejar de ser Dios, tenía bastante sangre en sus venas y sobrada virtud en su sangre para lavar el pecado. Vaciló, porque Dios tenía fuerza para sostener al vacilante; cayó, porque Dios tenía fuerza para levantar al caído; lloró, porque el que tuvo poder para enjugar la tierra anegada con las aguas del diluvio le tenía para enjugar el triste valle regado con nuestras lágrimas; sintió dolores en sus miembros, porque Dios podía quitarle sus dolores; padeció grandes infortunios, porque Dios le tenía guardadas mayores recompensas; salió del edén, se sujetó a la muerte y se reclinó en el sepulcro, porque Dios tenía fuerza para vencer a la muerte, para sacarle del sepulcro y para levantarle hasta el cielo.

Así como la prevaricación angélica y la humana entran como elementos del orden universal por efecto de una admirable operación divina, de la misma manera la libertad del ángel y la libertad del hombre, en que esas dos prevaricaciones tienen origen, entran como elementos necesarios de aquella ley suprema, universal, a la que están sujetas todas las cosas, todas las creaciones, todos los mundos, así el moral como el material y el divino. Según esa ley, la unidad absoluta, en su fecundidad infinita, saca perpetuamente de su seno la diversidad, la cual torna perpetuamente al fecundísimo seno de donde salió: el seno de Dios, que es la unidad absoluta.

Considerado Dios como Padre, saca de sí eternamente al Hijo por vía de generación, al Espíritu Santo por vía de procedencia, y constituyen de esta manera eternamente la diversidad divina. El Hijo y el Espíritu Santo se identifican eternamente con el Padre y constituyen eternamente con Él su unidad indestructible.

Considerado como Criador, sacó de la nada las cosas por un acto de su voluntad, y constituyó de esta manera la diversidad física; en seguida sujetó todas las cosas a ciertas leyes eternas y a un orden inmutable, y de esta manera la diversidad misma no fue otra cosa, en el mundo físico, sino la manifestación exterior de su unidad absoluta.

Considerado como Señor y como legislador, puso en el ángel y en el hombre una libertad distinta de la suya propia, y constituyó de esta manera la diversidad en el mundo moral; en seguida impuso a esa libertad ciertas leyes invioladas y un término necesario, y la necesidad de este término y la inviolabilidad de esas leyes hicieron entrar a la libertad humana y a la angélica en la ancha unidad de sus maravillosos designios.

La voluntad divina, que es la unidad absoluta, está en aquel precepto dado a Adán en el paraíso, cuando le dijo Dios: No comerás; la libertad humana, con la imperfección que le es aneja de la facultad de escoger, que es la diversidad, está en la condición: y si comieres; la diversidad vuelve a la unidad de donde procede, primero por amenaza, cuando dijo Dios al hombre: quedarás sujeto a la muerte, y después con la promesa, cuando prometió a la mujer que nacería de su seno el que había de pisar la cabeza de la serpiente, con cuya amenaza y con cuya promesa anunció Dios los dos caminos por donde la diversidad, que sale de la unidad, vuelve a la unidad de donde sale: el de su justicia y el de su misericordia.

Suprimido el precepto, quedaría suprimida en su manifestación exterior la unidad absoluta.

Suprimida la condición, quedaría suprimida en su manífestación exterior la diversidad, que consiste en la libertad humana.

Suprimida por una parte la amenaza y por otra la promesa, quedarían borrados los caminos por los cuales la diversidad, si no ha de ser subversiva, ha de volver a la unidad en donde tuvo su origen.

Así como entre la creación física y el Criador no hay unidad sino porque la primera está sujeta eternamente a leyes físicas e inmutables, manifestación perpetua de la voluntad soberana, de la misma manera no hay unidad entre Dios y el hombre sino porque el hombre, apartado de Dios por su delito, vuelve al Dios justiciero como impenitente, o como purgado al Dios misericordioso.

Si después de haber considerado la prevaricación angélica y la humana separadamente, para venir a parar en que cada una de ellas, si bien es una perturbación por accidente, es una armonía por su esencia, ponemos la consideración al mismo tiempo en ambas prevaricaciones, quedaremos como pasmados y absortos al contemplar de qué manera se convierten en cadencias maravillosas sus ásperas disonancias por la irresistible virtud del divino Taumaturgo.

Al llegar aquí, y antes de pasar adelante, conviene observar que toda la belleza de la creación consiste en que cada cosa es en sí como un reflejo de alguna de las perfecciones divinas, de tal manera que todas juntas son un fiel traslado de su belleza soberana. Por esta razón, desde el globo encendido que ilumina los espacios hasta el humilde lirio que está como olvidado en el valle, y desde mucho más abajo de los valles que se coronan de lirios hasta muy por encima de los cielos en donde resplandecen los globos, todas las criaturas, cada cual a su manera, se cuentan unas a otras las grandes maravillas del Señor, atestiguan consigo mismas sus inefables perfecciones y cantan con un cántico sin fin sus excelencias y sus glorias. Los cielos cantan su omnipotencia, sus grandezas los mares, la tierra su fecundidad, las nubes con sus altísimos promontorios figuran la peana en que descansa su pie. El relámpago es su voluntad, el trueno su voz, el rayo su palabra. Él está en los abismos con su sublime silencio, y con su ira sublime en los huracanes bramadores y en los torbellinos tempestuosos. Él nos pintó -dicen las flores de los campos- El me dio -dicen los cielos- mis bóvedas espléndidas. Y las estrellas: Nosotros somos centellas caídas de su resplandeciente vestidura. Y el ángel y el hombre: Al pasar por delante de nosotros, su hermosísima,y gloriosísima y perfectísima figura quedó en nosotros estampada.

De esta manera unas cosas representaron su grandeza, otras su majestad, otras su omnipotencia, y el ángel y el hombre especialmente los tesoros de su bondad, las maravillas de su gracia y el resplandor de su hermosura. Dios, empero, no es solamente maravilloso y perfecto por su hermosura, y por su gracia, y por su bondad, y por su omnipotencia; es además de estas cosas, y, sobre todas éstas, si en sus perfecciones hubiera medida, infinitamente justo e infinitamente misericordioso. Síguese de aquí que el acto supremo de la creación no podía considerarse como consumado y perfecto sino después de haberse realizado en todas sus manifestaciones su infinita justicia y su infinita misericordia. Y como quiera que sin la prevaricación de los seres inteligentes y libres no podía Dios ejercer ni la justicia ni la misericordia especial que se aplican a los prevaricadores, de aquí se deduce que la prevaricación misma fue ocasión de la más grande de todas las armonías y de la más bella de todas las consonancias.

Cuando todos los seres inteligentes y libres prevaricaron, Dios resplandeció en medio de la Capítulo VII

De cómo Dios saca el bien de la prevaricación Angélica y de la humana

De todos los misterios, el más pavoroso es este de la libertad, que constituye al hombre señor de sí mismo y le asocia a la Divinidad en la gestión y en el gobierno de las cosas humanas.

Consistiendo la libertad imperfecta dada a la criatura en la facultad suprema de escoger entre la obediencia y la rebeldía hacia su Dios, otorgarle la libertad viene a ser lo mismo que conferirle el derecho de alterar la inmaculada belleza de sus creaciones; y como quiera que en esa belleza inmaculada consiste el orden y la armonía del universo, otorgarle la facultad de alterarla viene a ser lo mismo que conferirle el derecho de sustituir el orden con el desorden, la armonía con la perturbación, el bien con el mal.

Este derecho, aun encerrado en los límites que dijimos, es tan exorbitante, y esta facultad tan monstruosa, que el mismo Dios no hubiera podido otorgarla si no hubiera estado cierto de convertirla en instrumento de sus fines y de atajar sus estragos con su poder infinito.

La razón suprema de existir la facultad concedida a la criatura de convertir el orden en desorden, la armonía en perturbación, el bien en mal, está en la potestad que tiene Dios de convertir el desorden en orden, la perturbación en armonía y el mal en bien. Suprimida esta altísima potestad en Dios, sería lógicamente necesario o suprimir aquella facultad en la criatura o negar a un mismo tiempo la divina inteligencia y la omnipotencia divina.

Si Dios permite el pecado, que es mal y el desorden por excelencia, consiste esto en que el pecado, lejos de impedir su misericordia y su justicia, sirve de ocasión para nuevas manifestaciones de su justicia y de su misericordia. Suprimido el pecador rebelde, no por eso hubieran quedado suprimidas la divina misericordia y la justicia soberana; hubiera quedado, empero, suprimida una de sus manifestaciones especiales: aquella en virtud de la cual se aplican a los rebeldes pecadores.

Consistiendo el sumo bien de los seres inteligentes y libres en su unión con Dios, Dios en su bondad infinita, y por un acto libre de su misericordia inefable, determinó unirlos a sí, no sólo con los vínculos de la naturaleza, sino también con vínculos sobrenaturales; y como quiera que, por una parte, esa voluntad podía dejar de ser cumplida por el desasimiento voluntario de los seres inteligentes y libres, y, por otra, la libertad de la criatura no podría concebirse sin la facultad de ese voluntario desasimiento, el gran problema consiste en conciliar estas cosas, hasta cierto punto contrarias, de tal manera que ni la libertad de la criatura dejara de existir ni la voluntad de Dios dejara de realizarse. Siendo necesarias las posibilidades del apartamiento como testimonio de la libertad angélica y humana y la unión como testimonio de la voluntad divina, la cuestión consiste en averiguar de qué manera pueden conciliarse la voluntad de Dios y la libertad de la criatura, la unión que el primero quiere y el apartamiento que la segunda escoge, para que ni la criatura deje de ser libre ni Dios deje de ser soberano.

Para esto era menester que el apartamiento fuera, desde un punto de vista, real, y desde otro punto de vista, aparente; es decir, que la criatura pudiera apartarse de Dios, pero de tal modo que al apartarse de Él fuera a unirse con Él de otra manera. Los seres inteligentes y libres nacieron unidos a Dios por un efecto de su gracia; por el pecado se apartaron realmente de Dios, porque quebrantaron el vínculo de la gracia, real y verdaderamente, con lo cual dieron testimonio de sí en calidad de criaturas inteligentes y libres; empero, ese apartamiento no fue, si bien se mira, sino una nueva manera de unión, como quiera que, al apartarse de Él por la renuncia voluntaria de su gracia, se acercaron a Él cayendo en las manos de su justicia o siendo asunto de su misericordia. De esta manera el apartamiento y la unión, que a primera vista parecen cosas incompatibles, son, en realidad, cosas de todo punto conciliables; y de tal manera lo son, que todo apartamiento viene a resolverse en una especial manera de unión, y toda unión en una manera especial de apartamiento. La criatura no estuvo unida a Dios en cuanto es gracia, sino porque estuvo apartada de él en cuanto es misericordia y justicia. La criatura que cae en las manos de Él en cuanto es justicia, no cae en ellas sino porque está apartada de Él en cuanto es gracia y misericordia; así como la que es objeto de Dios en cuanto es misericordia, no lo es sino porque de tal manera se apartó de Él en cuanto es gracia, que quedó también apartada de Él en cuanto es justicia. La libertad de la criatura consiste, pues, en la facultad de designar el género de unión que prefiere por el apartamiento que escoge, así como la soberanía de Dios consiste en que, cualquiera que sea el género de apartamiento escogido por la criatura, vaya a parar a la unión por todos los apartamientos y por todos los caminos. La creación es a manera de un círculo; Dios es, desde un punto de vista, su circunferencia; desde otro punto de vista, su centro; como centro, la atrae; como circunferencia, la contiene. Nada está fuera de ese continente universal, todo obedece a esa atracción irresistible.

La libertad de los seres inteligentes y libres está en huir de la circunferencia, que es Dios, para ir a dar en Dios, que es el centro, y en huir del centro, que es Dios, para ir a dar en Dios, que es la circunferencia. Nadie, empero, es poderoso para dilatarse más que la circunferencia ni para recogerse más que el centro. ¿Qué ángel hay tan potente, qué hombre tan osado que se atreva a romper ese gran círculo que Dios trazó con su dedo?¿Cuál criatura presumirá tanto de sí que ose hacer contraste a esas leyes matemáticamente inflexibles que puso eternamente en las cosas el entendimiento divino? ¿Qué viene a ser el centro de ese círculo inexorable, sino las cosas infinitamente recogidas en Dios? ¿Qué viene a ser esa circunferencia circular, sino las mismas cosas dilatadas en Dios infinitamente? ¿Y qué dilatación hay mayor que la dilatación infinita? ¿Qué recogimiento mayor que el infinito recogimiento? Por esta razón, atónito y como pasmado y fuera de sí, viendo a todas las cosas en Dios y a Dios en todas las cosas, y al hombre queriendo huir sin saber cómo, ahora del centro que le atrae, ahora de la circunferencia que le envuelve, San Agustín, el más bello de los ingenios y el más grande de los doctores, hombre en quien tornó carne el Espíritu de la Iglesia, el santo perdido de amor e inundado de las ondas fortificantes de la gracia, arrancó del pecho, como un sollozo sublime, esta expresión: Pobre mortal, ¿quieres huir de Dios? Arrójate en sus brazos. Jamás boca humana pronunció una expresión tan amorosamente sublime y tan sublimemente tierna. Dios es, pues, el que señala a todas las cosas su término; la criatura escoge la senda. Designando el término adonde van a parar todas las sendas, Dios es omnipotentemente soberano, así como, escogiendo la senda por donde ha de ir al término que se le señala, la criatura es inteligentemente libre. Y no se diga que es escasa aquella libertad que consiste sólo en escoger una de las mil sendas que van a parar a un término necesario, a no ser que se considere como liviana aquella libertad que consiste en escoger entre ganarse o perderse; como quiera que esas mil sendas que van a parar a Dios, término necesario a dos: el infierno y el paraíso. Si la criatura no tiene bastante libertad con la facultad que le ha sido otorgada de ir a Dios por el uno o por el otro, ¿con cuál libertad convertirá en hartura el hambre por ser libre?

Fuera de esta explicación, no hay conciliación posible entre cosas que ni imaginarse pueden sino conciliadas de una manera absoluta. Por el contrario, una vez aceptada esta explicación, se nos descubren las causas secretas de los misterios más profundos y de los designios más altos. Con ella alcanzamos el porqué de la prevaricación angélica y de la humana, esos grandes testimonios de la libertad dejada al ángel y al hombre. Si Dios permitió la prevaricación del ángel, consistió esto en que Dios sabía la manera secretísima de conciliar con el orden divino el desorden angélico, así como el ángel supo sacar el desorden angélico del orden divino. El ángel convirtió el orden en desorden, transformando lo que era unión en lo que fue apartamiento; Dios sacó el orden del desorden, transformando el apartamiento momentáneo en unión indisoluble; el ángel no quiso estar unido a Dios por el galardón, y se vio unido a Él eternamente por la pena; cerró sus oídos al blando reclamo de su gracia, y sus oídos cerrados oyeron a su pesar el grande estruendo de su justicia; queriendo huir absolutamente de Dios, el ángel no consiguió otra cosa sino apartarse de Él por un concepto, uniéndose a Él de otra manera; se apartó del Dios clemente y se unió con el Dios justo; se apartó de Él en la gloria y se unió con Él en el infierno. El orden puesto en las cosas no consiste en que estén unidas a Dios de cierta manera, sino en que estén a Dios unidas; así como el verdadero desorden no consiste en apartarse de Dios por un lado para unirse a Él por otro, sino en apartarse de Dios absolutamente. De donde se sigue que el verdadero orden no deja nunca de existir y que el verdadero desorden no existe. El pecado es una negación tan radical, tan absoluta, que no sólo niega el orden, sino también el desorden; después de haber negado todas las afirmaciones, niega sus propias negaciones, y hasta se niega a sí propio. El pecado es negación de negación, sombra de sombra, apariencia de apariencia.

Si Dios permitió la prevaricación del hombre, la cual como antes dijimos, fue menos radical y culpable que la prevaricación angélica, consistió esto en que Dios sabía de toda eternidad la manera altísima de conciliar con el orden divino el desorden humano, así como el hombre supo sacar el desorden humano del orden divino. El hombre convirtió el orden en desorden, apartando lo que juntó Dios con amorosa lazada. Dios sacó el orden del desorden, volviendo a juntar lo que separó el hombre, con lazada más blanda y amorosa todavía. El hombre no quiso estar unido a Dios con el vínculo de la justicia original y de la gracia santificante, y se vio unido a El por el vínculo de su infinita misericordia. Si Dios permitió su prevaricación, consistió esto en que guardaba como en reserva al Salvador del mundo, el que había de venir en la plenitud de los tiempos; aquel supremo mal era necesario para el bien supremo, y para esta gran ventura era necesaria aquella gran catástrofe. El hombre pecó porque Dios había determinado hacerse hombre; y hecho hombre sin dejar de ser Dios, tenía bastante sangre en sus venas y sobrada virtud en su sangre para lavar el pecado. Vaciló, porque Dios tenía fuerza para sostener al vacilante; cayó, porque Dios tenía fuerza para levantar al caído; lloró, porque el que tuvo poder para enjugar la tierra anegada con las aguas del diluvio le tenía para enjugar el triste valle regado con nuestras lágrimas; sintió dolores en sus miembros, porque Dios podía quitarle sus dolores; padeció grandes infortunios, porque Dios le tenía guardadas mayores recompensas; salió del edén, se sujetó a la muerte y se reclinó en el sepulcro, porque Dios tenía fuerza para vencer a la muerte, para sacarle del sepulcro y para levantarle hasta el cielo.

Así como la prevaricación angélica y la humana entran como elementos del orden universal por efecto de una admirable operación divina, de la misma manera la libertad del ángel y la libertad del hombre, en que esas dos prevaricaciones tienen origen, entran como elementos necesarios de aquella ley suprema, universal, a la que están sujetas todas las cosas, todas las creaciones, todos los mundos, así el moral como el material y el divino. Según esa ley, la unidad absoluta, en su fecundidad infinita, saca perpetuamente de su seno la diversidad, la cual torna perpetuamente al fecundísimo seno de donde salió: el seno de Dios, que es la unidad absoluta.

Considerado Dios como Padre, saca de sí eternamente al Hijo por vía de generación, al Espíritu Santo por vía de procedencia, y constituyen de esta manera eternamente la diversidad divina. El Hijo y el Espíritu Santo se identifican eternamente con el Padre y constituyen eternamente con Él su unidad indestructible.

Considerado como Criador, sacó de la nada las cosas por un acto de su voluntad, y constituyó de esta manera la diversidad física; en seguida sujetó todas las cosas a ciertas leyes eternas y a un orden inmutable, y de esta manera la diversidad misma no fue otra cosa, en el mundo físico, sino la manifestación exterior de su unidad absoluta.

Considerado como Señor y como legislador, puso en el ángel y en el hombre una libertad distinta de la suya propia, y constituyó de esta manera la diversidad en el mundo moral; en seguida impuso a esa libertad ciertas leyes invioladas y un término necesario, y la necesidad de este término y la inviolabilidad de esas leyes hicieron entrar a la libertad humana y a la angélica en la ancha unidad de sus maravillosos designios.

La voluntad divina, que es la unidad absoluta, está en aquel precepto dado a Adán en el paraíso, cuando le dijo Dios: No comerás; la libertad humana, con la imperfección que le es aneja de la facultad de escoger, que es la diversidad, está en la condición: y si comieres; la diversidad vuelve a la unidad de donde procede, primero por amenaza, cuando dijo Dios al hombre: quedarás sujeto a la muerte, y después con la promesa, cuando prometió a la mujer que nacería de su seno el que había de pisar la cabeza de la serpiente, con cuya amenaza y con cuya promesa anunció Dios los dos caminos por donde la diversidad, que sale de la unidad, vuelve a la unidad de donde sale: el de su justicia y el de su misericordia.

Suprimido el precepto, quedaría suprimida en su manifestación exterior la unidad absoluta.

Suprimida la condición, quedaría suprimida en su manífestación exterior la diversidad, que consiste en la libertad humana.

Suprimida por una parte la amenaza y por otra la promesa, quedarían borrados los caminos por los cuales la diversidad, si no ha de ser subversiva, ha de volver a la unidad en donde tuvo su origen.

Así como entre la creación física y el Criador no hay unidad sino porque la primera está sujeta eternamente a leyes físicas e inmutables, manifestación perpetua de la voluntad soberana, de la misma manera no hay unidad entre Dios y el hombre sino porque el hombre, apartado de Dios por su delito, vuelve al Dios justiciero como impenitente, o como purgado al Dios misericordioso.

Si después de haber considerado la prevaricación angélica y la humana separadamente, para venir a parar en que cada una de ellas, si bien es una perturbación por accidente, es una armonía por su esencia, ponemos la consideración al mismo tiempo en ambas prevaricaciones, quedaremos como pasmados y absortos al contemplar de qué manera se convierten en cadencias maravillosas sus ásperas disonancias por la irresistible virtud del divino Taumaturgo.

Al llegar aquí, y antes de pasar adelante, conviene observar que toda la belleza de la creación consiste en que cada cosa es en sí como un reflejo de alguna de las perfecciones divinas, de tal manera que todas juntas son un fiel traslado de su belleza soberana. Por esta razón, desde el globo encendido que ilumina los espacios hasta el humilde lirio que está como olvidado en el valle, y desde mucho más abajo de los valles que se coronan de lirios hasta muy por encima de los cielos en donde resplandecen los globos, todas las criaturas, cada cual a su manera, se cuentan unas a otras las grandes maravillas del Señor, atestiguan consigo mismas sus inefables perfecciones y cantan con un cántico sin fin sus excelencias y sus glorias. Los cielos cantan su omnipotencia, sus grandezas los mares, la tierra su fecundidad, las nubes con sus altísimos promontorios figuran la peana en que descansa su pie. El relámpago es su voluntad, el trueno su voz, el rayo su palabra. Él está en los abismos con su sublime silencio, y con su ira sublime en los huracanes bramadores y en los torbellinos tempestuosos. Él nos pintó -dicen las flores de los campos- El me dio -dicen los cielos- mis bóvedas espléndidas. Y las estrellas: Nosotros somos centellas caídas de su resplandeciente vestidura. Y el ángel y el hombre: Al pasar por delante de nosotros, su hermosísima,y gloriosísima y perfectísima figura quedó en nosotros estampada.

De esta manera unas cosas representaron su grandeza, otras su majestad, otras su omnipotencia, y el ángel y el hombre especialmente los tesoros de su bondad, las maravillas de su gracia y el resplandor de su hermosura. Dios, empero, no es solamente maravilloso y perfecto por su hermosura, y por su gracia, y por su bondad, y por su omnipotencia; es además de estas cosas, y, sobre todas éstas, si en sus perfecciones hubiera medida, infinitamente justo e infinitamente misericordioso. Síguese de aquí que el acto supremo de la creación no podía considerarse como consumado y perfecto sino después de haberse realizado en todas sus manifestaciones su infinita justicia y su infinita misericordia. Y como quiera que sin la prevaricación de los seres inteligentes y libres no podía Dios ejercer ni la justicia ni la misericordia especial que se aplican a los prevaricadores, de aquí se deduce que la prevaricación misma fue ocasión de la más grande de todas las armonías y de la más bella de todas las consonancias.

Cuando todos los seres inteligentes y libres prevaricaron, Dios resplandeció en medio de la creación con nuevos y más grandes resplandores. El universo en general fue el reflejo perfectísimo de su omnipotencia; el paraíso terrenal fue especialmente el reflejo de su gracia: el cielo fue especialmente el reflejo de su misericordia; el infierno únicamente el reflejo de su justicia, y la tierra, puesta entre estos dos polos de la creación, fue a un tiempo mismo el reflejo de su justicia y el de su misericordia. Cuando con la prevaricación angélica y con la humana no hubo en Dios perfección que no estuviera manifestada exteriormente por alguna cosa, fuera de aquella que había de ponerse de manifiesto más adelante en el Calvario, las cosas estuvieron en orden.

Cuando más se ahonda en estos dogmas pavorosos, tanto más resplandece la soberana conveniencia, y la perfectísima conexión, y la maravillosa concordancia de los misterios cristianos. La ciencia de los misterios, si bien se mira, no viene a ser otra cosa sino la ciencia de todas las soluciones.

creación con nuevos y más grandes resplandores. El universo en general fue el reflejo perfectísimo de su omnipotencia; el paraíso terrenal fue especialmente el reflejo de su gracia: el cielo fue especialmente el reflejo de su misericordia; el infierno únicamente el reflejo de su justicia, y la tierra, puesta entre estos dos polos de la creación, fue a un tiempo mismo el reflejo de su justicia y el de su misericordia. Cuando con la prevaricación angélica y con la humana no hubo en Dios perfección que no estuviera manifestada exteriormente por alguna cosa, fuera de aquella que había de ponerse de manifiesto más adelante en el Calvario, las cosas estuvieron en orden.

Cuando más se ahonda en estos dogmas pavorosos, tanto más resplandece la soberana conveniencia, y la perfectísima conexión, y la maravillosa concordancia de los misterios cristianos. La ciencia de los misterios, si bien se mira, no viene a ser otra cosa sino la ciencia de todas las soluciones.

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