CARTA AL DIRECTOR DE LA “REVUE DES DEUX MONDES"

Contad una por una, si podéis, las bancarrotas y las catástrofes de nuestros días, y observaréis, llenos de asombro, que siempre es el orgullo el castigado por la catástrofe y que el orgullo es el que hace siempre bancarrota. Dios suscita los tiranos contra los pueblos rebeldes, y los pueblos rebeldes contra los tiranos; él es el que castiga el orgullo contra otro orgullo; hasta que sólo quede en pie el más grande, cuya humillación se ha reservado para sí propio.
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En la edad Media hay que considerar dos cosas: aquellos hechos, aquellos principios y aquellas instituciones que tuvieron su origen en la civilización propia de aquella edad, y aquellos hechos, aquellos principios y aquellas instituciones que, aunque realizados entonces, son la manifestación exterior de ciertas leyes eternas, de ciertos principios inmutables y de ciertas verdades absolutas. Yo condeno al olvido lo que instituyeron los hombres en aquella Edad para que pasara con aquella Edad y con aquellos hombres, y reclamo con instancia la restauración de todo lo que, con aquella Edad y con aquellos hombres, y reclamo con instancia la restauración de todo lo que, habiendo sido tenido por cierto en aquella edad, es cierto perpetuamente.
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Supuesto este orden de cosas y este género de aspiraciones i de impulsos, véase aquí lo que sucederá infaliblemente. Todas las cosas humanas pierden de súbito su aplomo y su equilibrio. En la misma proporción en que las inteligencias suben, los caracteres bajan; signo infalible de decadencia. Nadie sabe decir, en medio del general desequilibrio y del universal desconcierto, si el mundo está en guerra o si hay paz en el mundo. Por un lado, hay demasiada agitación y demasiada inquietud para que ese estado de cosas merezca el nombre hermoso de paz; por otro, nadie puede divisar por parte ninguna aquel aparato bélico, aquellos ordenados tumultos, aquellos grandes movimientos y aquellas grandes evoluciones de gentes de armas que lleva consigo la guerra. El mundo está como en los confines de esas dos grandes cosas: sin estar en paz porque están inquietos los ánimos, y sin estar en guerra porque están los brazos quietos; está en el esto permanente de discordia y de disputa, la cual, sin ser la paz de los hombres, es la guerra propia de las mujeres; para ser la paz le falta lo que la paz tiene de envidiable y de augusto, la quietud inalterable de los ánimos, y para ser la guerra le falta lo que la guerra tiene de fecundo y de expiatorio que es la sangre. El parlamentarismo, trasladando la guerra del campo de batalla a la tribuna, y de los brazos a los espíritus, la ha sacado de allí donde exalta y fortifica, para llevarla allí donde enflaquece y enerva. Dios ha dado siempre el imperio a las razas guerreras y ha condenado a la servidumbre a las razas disputadoras.
Así como lo que hay de grande en este problema sirve para explicar, por un lado, el desarrollo anormal de la inteligencia humana, y por otro, las consecuencias desastrosas que lleva consigo lo que tiene de anormal y de gigantesco ese desarrollo, de la misma manera que en ese problema hay de insoluble sirve para explicar el miserable fin a que van a para necesariamente todas estas cosas.
En esta lucha del hombre contra Dios, ni el hombre podía ser vencedor ni Dios podía ser vencido; porque si dios, por reverencia a su libertad, le ha concedido el combate, le ha negado la victoria. Está escrito que todo imperio dividido ha de perecer; y el parlamentarismo, que divide los ánimos y los inquieta; que pone en dispersión todas las jerarquías; que divide el Poder en tres Poderes y la sociedad en cien partidos; que es la división en todo y en todas partes, en las regiones altas y en las regiones medias y en las regiones bajas, en el Poder, en la sociedad y en el hombre, no podía sustraerse, y no se sustraerá, y no se sustraerá jamás, al imperio de esta ley inexorablemente soberana.
Hay un período de tiempo, no muy largo, en que el parlamentarismo logra mantenerse en pie encantando los oídos con los prestigios de la palabra y ofuscando los ojos con la púrpura de la elocuencia; pero luego al punto viene al suelo, perdiendo su aplomo y su equilibrio.
El parlamentarismo puede morir de muerte natural o de mano airada. Cuando muere de muerte natural, acaba de esta manera. Consistiendo el problema que se trata de resolver, por una parte, en constituir un gobierno vigoroso por medio del acuerdo de tres Poderes diferentes y, por otra, en dar libertad a los hombres, que con la supresión de las jerarquías son iguales, el Poder comienza, naturalmente, de pasar por las manos de los que por su grande inteligencia se hallan en el caso de encontrar la solución de este problema escabroso, sacando la libertad de la igualdad y un gobierno vigoroso de un Poder dividido. Llegados al Poder, y puestos cara a cara con el temeroso problema y con el pavoroso enigma, sus pies comienzan a vacilar, su cabeza padece vértigos y su inteligencia desmayos: la acción no corresponde al discurso, el problema no se resuelve y lo prometido no se cumple. Entonces vienen los grandes torneos parlamentarios, en que se dilucida grandemente la cuestión, que consiste en averiguar por qué no se esclarece el enigma, por qué no se resuelve el problema, por qué no se cumple lo prometido y por qué lo dicho no se ha hecho; de aquí las crisis ministeriales, los fraccionamientos de las mayorías, el encono de los ánimos, el encendimiento de las pasiones, las mayorías llegan a ser inciertas, y los Ministerios estables, imposibles; un Ministerio viene al alcance de otro Ministerio; un orador al alcance de otro orador, y todos al alcance de todos en rápido y revuelto torbellino. El parlamentarismo comienza por ofrecer a la sociedad un Gobierno vigoroso, y desde los primeros pasos de su carrera deja a la sociedad sin amparo porque la deja sin Gobierno.
Entre tanto, comienza a agitarse y a hacer su entrada en la escena los mudos espectadores de este gran espectáculo. Entre ellos hay unos que están más cerca y otros que están más lejos de aquel horno incandescente: los primeros son, por lo general, hombres de escaso entendimiento y de voluntad flaca, a quienes condena dios a una perpetua medianía; los segundos son habitantes de no sé qué infierno, en donde la sociedad los relega temerosa de sus violentos instintos. Conmovida la sociedad, en sus altas regiones como en sus regiones cavernosas, al ruido de las contiendas parlamentarias todo se desquicia a una vez; y los corazones, en la anhelosa incertidumbre de lo que va a suceder, se sienten sobrecogidos de temor y sobresalto. Entonces comienzan a esparcirse por la atmósfera vagos y temerosos rumores contra los que ocupan solos el campo de batalla. Poned un oído atento de los que de ellos se dice: de uno de ellos se afirma que es poeta y que no sirve sino para conversar con lasa musas; de otro, que es filósofo y que de nada más entiende sino de su filosofía; de éste, que es inútil para la acción, y que se resuelve todo en palabras; de aquel que es ambicioso y viejo; de todos que son Burgraves(2); lo cual es condenarlos al mayor de todos los oprobios y a la más grande de todas las ignominias.
Cuando esto llega a suceder, los fundadores y los sostenedores del Gobierno parlamentario mismo, están perdidos sin remedio. El problema los mata porque no han podido resolverle; y no habiendo podido encontrar la solución del enigma, van a caer en la garganta de la esfige. Si no mueren de mano airada, que es lo que suele suceder, la medianía envidiosa pondrá la mano en ellos y los arrancará de la tribuna, teatro de su elocuencia, y de sus sillas curules, mudos testigos de sus glorias. Esta evolución me parece lógica, necesaria, inevitable allí donde el parlamentarismo tiene la desgracia de no morir violentamente. Yo no sé si hay un espectáculo en la tierra más solemnemente triste y que se lleve escondida una enseñanza más grande que el de la medianía mirando a la inteligencia de alto abajo, y el del mutismo, señor de la tribuna en donde habló la elocuencia; esto se asemeja en lo moral a lo que sucedería en lo físico si viéramos al monte puesto debajo del valle y al valle puesto encima del monte. ¡Tremendo pero justo castigo de los que intentaron escalar el cielo en su locura y borrar en la creación la estampa augusta de las concepciones divinas!
Cómo muere el parlamentarismo de mano airada, todos los saben: muere cuando se presenta un hombre que tiene todo lo que al parlamentarismo le falta; que sabe afirmar y negar, y afirma y niega perpetuamente las mismas cosas; muere cuando las muchedumbres, llegada la hora providencial, piden con bramidos asistir, y asisten, al festín parlamentario; muere dejando a la sociedad en manos de la revolución o en manos de la dictadura, que toman su herencia, a un mismo tiempo, por la fuerza del derecho y por el derecho de la fuerza: por el derecho de la fuerza, porque son los más fuertes; por la fuerza del derecho, porque son sus hijas
No ignoro que esta progenitura viene desconocida y negada; pero yo la afirmo resueltamente y la apruebo de tal manera que ni vendrá negada ni será desconocida en adelante. Esta gran cuestión no necesita, para ser resuelta, sino de ser bien planteada.¿Qué hace el parlamentarismo? El parlamentarismo divide el Poder y suprime las jerarquías. ¿Qué deja en pos de sí cuando muere? O un Poder armado de la fuerza social en presencia de individuos dispuestos o una muchedumbre furiosa en presencia de un Poder divino. Ahora pregunto yo: ¿Qué es esto segundo sino una revolución? ¿Qué es aquello primero sino una dictadura? ¿Y qué son la revolución y la dictadura sino hijas de su voluntad, los huesos de sus huesos y la carne de su carne?
Conocido el parlamentarismo en su origen, en su naturaleza y en su historia, sólo me falta definirle, y le defino de esta manera:

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