Muy señor mío: En el número del periódico que usted
dirige correspondiente al 8 del mes actual he leído un artículo
consagrado a la defensa del racionalismo, del liberalismo y del parlamentarismo,
al elogio de la discusión y al recuento de todas sus excelencias. En
este artículo cita usted, en apoyo de sus doctrinas, ciertas palabras
que yo pronuncié en 1.836 en el Ateneo de Madrid contra el derecho divino
de los reyes; palabras que usted califica de elocuentes y que son, cuando más,
sonoras.
Yo creo de mi deber escribir a usted estos cortos renglones para recordarle
que hace mucho tiempo que no soy merecedor de esos elogios y que ninguna otra
cosa puedo reclamar de usted sino el olvido y la censura. En efecto; entre las
doctrina que usted y que profesaba yo cuando tenía pocos años,
y las que profeso ahora, hay una contradicción radical y una repugnancia
invencible. Usted cree que el racionalismo es el medio de llegar a lo razonable;
que el liberalismo en la teórica es el medio para llegar a la libertad
en la práctica; que el parlamentarismo es el medio de construir un buen
Gobierno; que la discusión es a la verdad lo que el medio es al fin,
y por último que los reyes no son otra cosa sino la encarnación
del derecho humano
Yo creo al revés lo que hace al derecho: que el derecho humano no existe,
y que no hay más derecho que el divino. En Dios está el derecho
y la concentración de todos los derechos; en el hombre está el
deber y la concentración de todos los deberes; el hombre llama derecho
suyo a la ventaja que le resulta del cumplimiento del deber ajeno, que le es
favorable, no siendo la palabra derecho en sus labios sino una locución
viciosa. Cuando pasando más adelante se transforma su viciosa locución
en una teoría, esa teoría desencadena las tempestades por el mundo.
Por lo que hace a la discusión creo que, como usted la entiende, es la
fuente de todos los errores posibles y el origen de todas las extravagancias
imaginables.
Por lo que hace al parlamentarismo, al liberalismo y al racionalismo, creo del
primero, que es la negación del Gobierno; del segundo, que es la negación
de la libertad; y del tercero, que es la afirmación de la locura.
¿Qué eres, pues, se me dirá, si no estás por la
discusión, de manera que es entendida en las sociedades modernas, y si
no eres ni liberal, ni racionalista, ni parlamentario? ¿Eres absolutista,
por ventura?
Yo sería absolutista si el absolutismo fuese la contradicción
radical de todas esas cosas; pero la Historia me enseña que hay absolutismos
racionalistas, y aun hasta cierto punto liberales y discutidores, y que hay
parlamentos absolutos . El absolutismo es, pues, cuando más, contradictorio
en la forma; no es, empero, contradictorio en la esencia de las doctrinas que
han llegado a ser famosas por la grandeza de sus estragos. El absolutismo no
las contradice, porque no cabe contradicción entre cosas de diferente
naturaleza; él es una forma, y nada más que una forma.¿Dónde
hay absoluto mayor que buscar en una forma la contradicción radical de
una doctrina, o en una doctrina la contradicción radical de una forma?
El catolicismo sólo es la doctrina contradictoria de la doctrina que
combato. Dad la forma que queráis a la doctrina católica, y a
pesar de la forma que le deis, todo será cambiado en un punto y veréis
renovada la faz de la tierra.
Con el catolicismo no hay fenómeno que no entre en el orden jerárquico
de los fenómenos ni cosa que no entre en el orden jerárquico de
las cosas. La razón deja de ser el racionalismo (es decir, una fanal
que no siendo increado alumbra sin ser encendido por nadie) para ser la razón,
es decir, un maravilloso luminar que concentra en sí y dilata fuera de
sí la luz espléndida del dogma, purísimo reflejo de Dios,
que es luz eterna e increada.
Por lo que hace a la libertad, la católica no es un derecho en su esencia
ni una transacción en la forma; no se conserva por la guerra, no nace
de un contrato, no se adquiere por la conquista. No es una vacante tomada del
vino, como la libertad dogmática, ni anda por las naciones con el estruendo
de una reina, como la libertad parlamentaria. No tiene una servidumbre compuesta
de tribunos, que son sus cortesanos; no se adormece al arrullo de las muchedumbres;
no tiene ejércitos permanentes, compuestos de guardias nacionales; ni
le agrada reclinarse muellemente en el carro triunfal de las revoluciones.
Bajo el imperio del catolicismo, Dios distribuye sus mandamientos, que son el
pan de la vida, a gobernados y gobernantes, reservándose el inenajenable
derecho a hacerse obedecer, así por los unos como por los otros, así
por los gobernantes como por los gobernados. Por este matrimonio político,
que en presencia y bajo los auspicios de Dios celebran entre sí el soberano
y el súbdito, y el cual, no siendo si un sacramento ni un contrato, atendida
su santidad, participa menos de la naturaleza del contrato que de la naturaleza
del sacramento, las dos partes quedan implícitamente ligadas por los
mandamientos divinos. En virtud de estos mandamientos, el súbdito contrae
el deber de obedecer al soberano que Dios instituye, con amorosa obediencia;
y el soberano instituido, el de gobernar a los súbditos que Dios pone
en sus manos con amorosa mansedumbre. Cuando los súbditos faltan a esa
obediencia, Dios permite las tiranías; cuando el soberano falta a esa
amorosa mansedumbre, Dios permite las revoluciones. Con las primeras tornan
los súbditos a ser obedientes; con las segundas vuelven los príncipes
a ser mansos. De esta manera, así como el hombre saca el mal del bien
establecido por Dios, Dios saca el el bien del mal creado por el hombre. La
Historia, si bien se mira, no es otra cosa sino la relación de los varios
sucesos de esta lucha gigantesca entre el bien y el mal, entre la voluntad divina
y la voluntad humana, entre el Dios clementísimo y el hombre rebelde.
Cuando los mandamientos de Dios son exactamente observados, es decir, cuando
los príncipes son mansos y los pueblos obedientes, con una mansedumbre
y con una obediencia amorosas, de esta sumisión simultánea a todos
los mandamientos divinos resulta un cierto orden social, una cierta manera de
ser, un cierto bienestar, a un tiempo mismo individual y común, a que
yo llamo estado de libertad, y que lo es verdaderamente, porque en él
reina la justicia; y la justicia nos hace libres. En esto consiste la libertad
de los hijos de Dios; en eso consiste la libertad católica. Esa libertad
no es una cosa definida, particular y concreta; no es un órgano en el
organismo político ni una de las varias instituciones sociales. No es
eso y es más que eso: es el resultado general de la buena disposición
de todos los órganos; el resultado general de la armonía y del
concierto de todas las instituciones. Es lo que la salud del organismo en general,
que vale más que un órgano sano; es lo que la vida en general
del cuerpo social y político, que es de más precio que la vida
de una institución floreciente. La libertad es lo que son esas dos cosas,
entre las excelentes, excelentísimas; las cuales, estando en todas partes,
y cabalmente porque lo están, no están localizadas en ninguna.
Esa libertad es tan santa, que toda injusticia la ofende; tan fuerte y tan frágil
a un mismo tiempo que todo lo anima y que el más leve movimiento desordenado
la quiebra; tan amorosa, que a todos convida con el amor; tan mansa, que a todos
brinda con la paz; tan recatada y modesta, que, venida del cielo para hacer
la dicha de muchos, es conocida de pocos y no es aplaudida por nadie; ella misma
no sabe cómo se llama, o, si lo sabe, no lo dice; y el mundo ignora su
nombre.
Por lo que hace a la discusión, no hay mayor semejanza entre la católica
y la filosófica que la que se observa entre la libertad católica
y lo que se llama la libertad política.
El catolicismo procede de esta manera. Toma un rayo de luz que le viene de lo
alto, se lo da al hombre para que lo fecunde con la razón, y el débil
rayo de luz es convertido, por medio de la fecundación, en luminoso torrente
que baña los horizontes. El filosofismo, al revés, comienza por
velar artísticamente y con un velo tupido la verdad y la luz, que nos
han venido del cielo; y propone a la razón un problema insoluble, cuyos
términos son los siguientes: sacar, por medio de la fecundación,
la verdad y la luz de la duda y la oscuridad, que son las cosas expuestas a
la fecundación de la razón humana. De esta manera, el filosofismo
pide al hombre una solución que el hombre no puede dar sin un trastorno
anterior de las leyes eternas e inmutables. Según una de esas leyes,
la fecundación no es poderosa sino para desenvolver el germen fecundado,
conforme a las condiciones de su propia naturaleza y en su propio sentido. Así,
lo oscuro procede de lo oscuro, lo luminoso de lo luminoso, lo semejante de
lo semejante: Deum de Deo, lumen de lumine. Obedeciendo a esa ley, la razón
humana, en su fecundación de la duda, ha llegado a la negación;
y en su fecundación de la oscuridad, alas tinieblas palpables; y esto
por medio de la transformaciones lógicas y progresivas, fundadas en la
naturaleza misma de las cosas.
Caminando por tan contrarias vías, no es cosas que debe causar extrañeza
si el catolicismo y el filosofismo han corrido tan varia fortuna. . Dieciocho
siglos ha que el catolicismo viene discutiendo a su manera, y a su manera de
discutir le ha dado en cada discusión una victoria. Todo va pasando delante
de él: las cosas que están en el tiempo y el tiempo mismo; él
sólo no pasa; en donde Dios le puso, allí se está; inmóvil
en medio del torbellino que levanta el universal movimiento; él sólo
vive con una vida propia en un mundo de vidas prestadas. La muerte no ha recibido
el permiso de acercarse a él, ni aun en esas bajas y oscuras regiones,
sujetas a su imperio. Para hacer alarde de sus fuerzas, un día dejo de
sí: "Yo elegiré un siglo bárbaro y le llenaré
de mis maravillas", y eligió el siglo XIII y le adornó con
los cuatro monumentos más soberbios del ingenio humano: la Summa teológica,
de Santo Tomás; el Código de las Partidas, de Alfonso el Sabio;
la Divina Comedia de Dante , y la catedral de Colonia.
Cuatro mil años ha que el racionalismo viene discutiendo a su manera,
y también ha dejado, para inmortalizar su memoria, dos monumentos inmortales:
el panteón donde yacen todas las filosofías y el panteón
donde yacen todas las constituciones.
Por lo que hace al parlamentarismo, no hay que hablar de él. ¿Qué
vendría a ser el parlamentarismo en un pueblo verdaderamente católico,
es decir, en donde el hombre sabe, desde que cace, que tiene que dar cuenta
a Dios hasta de las palabras ociosas?
Queda de usted su atento y seguro servidor, q. b. s. m.,
JUAN DONOSO CORTÉS