Muy señor 
  mío y amigo: He recibido con indecible placer la carta que ha tenido 
  usted la bondad de escribirme el 15 del corriente. Mi placer ha sido tanto mayor 
  cuanto usted tiene una parte que ignora en la conversación que Dios ha 
  obrado por mí por su gracia. ¡Tan ignorados son los misterios de 
  sus caminos!
  Yo siempre fui creyente en lo íntimo de mi alma; 
  pero mi fe era estéril, porque ni gobernaba mis pensamientos, ni inspiraba 
  mis discursos, ni guiaba mis acciones. Creo, sin embargo, que si en el 
  tiempo de mi mayor olvido de Dios me hubieran dicho: “Vas a hacer abjuración 
  del cristianismo o a padecer grandes tormentos”, me hubiera resignado 
  a los tormentos, por no hacer abjuración del catolicismo. Entre esta 
  disposición de ánimo y mi conducta había, sin duda ninguna 
  una contradicción monstruosa.¿Pero qué otra cosa somos 
  casi siempre sino un monstruoso conjunto de monstruosas contradicciones?
  Dos cosas me han salvado: el sentimiento exquisito que 
  siempre tuve de la belleza moral y una ternura de corazón que llega a 
  ser una flaqueza; el primero debía hacerme admirar el catolicismo, y 
  la segunda me debía hacer amarle con el tiempo. 
  Cuando estuve e n París traté íntimamente a Masarnáu, 
  y aquel nombre me sojuzgó con sólo el espectáculo de su 
  vida, que tenía a todas horas delante de mis ojos. Yo había conocido 
  hombres honrados y buenos ,o, por mejor decir, yo no había conocido sino 
  hombres buenos y honrados; y, sin embargo, entre la honradez y la bondad de 
  los unos y la honradez y la bondad del otro, yo hallaba una distancia inconmensurable; 
  y la diferencia no estaba en los diferentes grados de la honradez: estaba en 
  que eran dos clases de honradez de todo punto diferentes. Pensando en este negocio, 
  vine a averiguar que la diferencia consistía en que la una era natural, 
  y la otra, sobrenatural o cristiana. Marsanáu me hizo conocer a usted 
  a a algunas otras personas unidas por los vínculos de las mismas creencias; 
  mi convicción echó entonces raíces tan hondas en mi alma 
  y llegó a ser invencible por lo profunda.
  Dios me tenía preparado para después otro instrumento de conversión 
  más eficaz y poderoso. Tuve un hermano a quien vi vivir y morir, y que 
  vivió una vida de ángel y murió como los ángeles 
  morirían, si murieran. Desde entonces juré amar y adorar, y amo 
  y adoro... – iba a decir lo que no puedo decir , iba a decir con una ternura 
  infinita – al Dios de mi hermano. Dos años van corridos ya desde 
  aquella tremenda desgracia. Yo sé, como los hombres pueden saber, que 
  está en el cielo, que goza de Dios y que pide por el hermano desventurado 
  que dejó en la tierra. Y, sin embargo, mis lágrimas no tienen 
  fin ni le tendrán si Dios no viene en mi ayuda. Sé que no es lícito 
  querer tanto a una criatura; sé que los cristianos no deben llorar a 
  los que acaban cristianamente, porque los que acaban cristianamente se transfiguran 
  y no mueren; todo esto sé; y sé, por último, que San Agustín 
  tuvo escrúpulos por haber llorado a su madre, y , sin embargo, lloro 
  y lloraré todos los días, si Dos no me da fortaleza en su infinita 
  misericordia.
  Veda usted aquí, amigo mío, la historia íntima y secreta 
  de mi conversión; he querido contársela a usted por desahogarme 
  y porque en ella, sin saberlo, tuvo usted parte. Como usted ve, aquí 
  no han tenido influencia ninguna ni el talento ni la razón; con mi talento 
  flaco y con mi razón enferma, antes que le verdadera fe me hubiera llegado 
  la muerte. El misterio de mi conversión(porque toda conversión 
  es un misterio) es un misterio de ternura. No le amaba, y Dios ha querido que 
  le ame, y le amo; y porque le amo, estoy convertido.
  Pasemos a otra cosa. El servicio que usted ha hecho a la causa católica 
  haciendo conocer a Balmes, es muy grande; yo se lo agradezco a usted como católico 
  y, a demás, como español. Balmes honra a su patria: hombre de 
  ingenio claro, agudo, sólido, firme en la fe, ágil en la lucha, 
  controversista y doctor a un mismo tiempo, pocos han merecido como él 
  en este siglo dejar por herencia a las gentes una buena memoria. Ni le conocí 
  ni me conoció; pero le estimé y sé que me estimaba, sólo 
  he visto su retrato, y aún eso después de muerto. La Providencia 
  nos había puesto en partidos políticos contrarios, aunque, poco 
  tiempo antes de su muerte, la religión nos inspiraba iguales cosas. Yo 
  no sé si usted sabe que cosa de un me antes de publicar Balmes su escrito 
  sobre Pío IX había yo escrito sobre el mismo tema y sobre el mismo 
  asunto. Balmes y yo dijimos las mismas cosas, articulamos el mismo juicio, formulamos 
  las mismas opiniones. Pero lo singular del caso, y lo que enaltece sobremanera 
  el talento de Balmes, es que, viniendo a decir después que yo lo mismo 
  que yo , lo dijo de una manera tan propia suya que ni por casualidad se encuentra 
  en su escrito ni una sola de las ideas secundarias que yo había explanado 
  en el que publiqué poco antes. ¡Prueba insigne de la riqueza de 
  su arsenal y de la abundancia de sus amas!
  Este último escenario suyo es notable bajo otro punto de vista. Balmes 
  que fue siempre un gran pensador, no había sido nunca un gran artista; 
  sus estudios literarios no corrían parejas con sus estudios filosóficos. 
  Ocupado exclusivamente de la idea, había descuidado su expresión, 
  y la experiencia era por lo general en él floja, aunque sus ideas eran 
  grandes. Su estilo era laxo, difuso; y los hábitos de la polémica, 
  esa matadora de estilos, le había hecho verboso. Pues bien, en su escrito 
  sobre Pío IX, Balmes levanta de súbito la expresión a la 
  altura de la idea, y la idea grande brilla por primera vez en él vestida 
  de una expresión magnífica y grandilocuente. Cuando Balmes murió, 
  el escritor era digno del filósofo; medidos por la medida de la crítica, 
  eran iguales.
  Vuelvo, pues, a dar a usted gracias por el celo y el talento con que hace popular 
  en Francia a un hombre tan eminente.
  Recuerdo los dos retratos de que usted me habla; los escribí estando 
  en París, y en la época, si no me engaño, en que nos conocimos 
  (20) . no tienen más mérito que la sagacidad con que creo penetré 
  el carácter moral y espiritual de esos dos hombres.
  No dudo que llegará un día, que usted ve venir, en el cual el 
  campo será de los hombres de buena voluntad y de creencias puras; pero 
  no dude usted que ese día será pasajero; la sociedad, 
  en definitiva, está herida de muerte; y morirá porque no es católica, 
  y sólo el catolicismo es vida.
  Yo pienso volver pronto a España y retirarme por algún tiempo 
  de los negocios públicos para meditar y escribir. El torbellino político 
  en que me he visto envuelto mal de mi grado no me ha dejado hasta ahora ni un 
  día de paz ni un momento de reposo; justo es que antes de morir me retire 
  algunos años a hablar a solas con Dios y con mi conciencia. Para mí, 
  el ideal de la vida es la vida monástica. Creo 
  que hacen más por el mundo los que oran que los que pelean; y qué, 
  si el mundo va de mal en peor, consiste esto en que son más las batallas 
  que las oraciones. Si pudiéramos penetrar en los secretos de Dios 
  y de la Historia, tengo para mí que nos habíamos de asombrar al 
  ver los prodigiosos efectos de la oración, aun en las cosas humanas. 
  Para que la sociedad esté en reposo, es necesario cierto equilibrio, 
  que sólo Dios conoce, entre las oraciones y las acciones, entre la vida 
  contemplativa y la activa. La clave de los grandes trastornos que padecemos 
  está quizá en el rompimiento de este equilibrio. Mi convicción 
  en este punto es tan firme que creo que, si hubiera 
  una sola hora de un solo día en que la tierra no enviara al cielo oración 
  ninguna, ese día y esa hora serían el último día 
  y la última hora del universo.
  Si a mi paso por París está usted allí, y si estando yo 
  en España va usted a España, tendré el más vivo 
  placer de asegurar a usted personalmente que no hay amistad que me sea más 
  lisonjera que la suya.
  En tanto, queda de usted afectísimo s. s. q. b. m.
  JUAN DONOSO VORTÉS
(19) Un publicista 
  francés entusiasta de “noble y cristiana tradición de España” 
  y que había traducido el discurso de la dictadura de Donoso y con este 
  motivo hubo un intercambio de cartas entre los dos
  (20) Raffin recordaba a Donoso el interés que había suscitado 
  en él las semblanzas que había hecho de Guizot y de Lamartine 
  en sus Cartas de París.
  (20) Donoso debió conocer a Raffín en 1.847