CARTAS AL CONDE DE MONTALEMBERT

Berlín, 26 de mayo de 1.949


Señor conde: Puesto que usted entiende el español, me tomo la libertad de contestar a su apreciabilísima carta del 7 en mi propia lengua, no siéndome posible expresar mis pensamientos con la claridad y con la soltura convenientes en una lengua extraña.
Cuando usted tuvo la bondad de escribirme, iban a comenzar las elecciones; esta consideración y el deseo de no distraer su atención en aquellos momentos solemnes me retrajo de contestar a usted como lo hago ahora, aprovechando el intervalo que media entre las últimas operaciones electorales y las primeras discusiones de la Asamblea legislativa.
Las simpatías de un hombre como usted son la más bella recompensa terrestre de mis honrados esfuerzos por levantar a su mayor altura el principio católico, conservador y vivificador de las sociedades humanas. Por lo demás, yo no correspondería dignamente a las simpatías benévolas de lo que soy objeto por parte de usted si no me presentara a sus ojos tal como soy, o como creo ser, con la verdad en la boca y con el corazón en la mano. Esto es tanto más necesario cuanto que no he tenido ocasión hasta ahora de decir todo lo que pienso acerca de los gravísimos problemas que ocupan hoy a los más eminentes ingenios.
El destino de la humanidad es un misterio profundo, que ha recibido dos explicaciones contrarias: la del catolicismo y la de la filosofía; el conjunto de cada una de esas explicaciones constituye una civilización completa; entre esas dos civilizaciones hay un abismo insondable, un antagonismo absoluto; las tentativas dirigidas a una transacción entre ellas han sido, son y serán perpetuamente vanas. La una es el error, la otra es la verdad; la una es el mal, la otra es el bien; entre ellas es necesario elegir con una suprema elección, y proclamar en todas sus partes la una, y condenar en todas sus partes la otra, después de haber elegido; los que fluctúan entre ambas, los que de la una aceptan los principios y de la otra las consecuencias, los eclécticos, en fin, están todos fuera de la categoría de las grandes inteligencias y están condenados irremisiblemente al absurdo.
Yo creo que la civilización católica contiene el bien sin mezcla de mal y que la filosofía contiene el mal sin mezcla de bien alguno.
La civilización católica enseña que la naturaleza del hombre está enferma y caída; caída y enferma de una manera radical en su esencia y en todos los elementos que la constituyen. Estando enfermo el entendimiento humano, no puede inventar la verdad n descubrirla, sino verla cuando se la ponen por delante; estando enferma la voluntad, no puede querer el bien ni obrarle sino ayudada, y no lo será sino estando sujeta y reprimida. Siendo esto así, es cosa clara que la libertad de discusión conduce necesariamente al error, como la libertad de acción conduce necesariamente al mal. La razón humana no puede ver la verdad si no se la muestra una autoridad infalible y enseñante; la voluntad humana no puede querer el bien ni obrarle si no está reprimida por el temor de Dios. Cuando la voluntad se emancipa de Dios y la razón de la Iglesia, el error y el mal reinan sin contrapeso en el mundo.
La civilización filosófica enseña que la naturaleza del hombre es una naturaleza entera y sana: sana y entera de una manera radical en su esencia y en los elementos que la constituyen. Estando sano el entendimiento del hombre, puede ver la verdad, descubrirla e inventarla; estando sana la voluntad, quiere el bien y obra el bien naturalmente. Esto supuesto, es cosa clara que la razón llegará a conocer la verdad, toda la verdad, abandonada a sí misma, y que la voluntad, abandonada a sí propia, realizará forzosamente el bien absoluto. Siendo esto así, es cosa clara que la solución del gran problema social está en romper todas las ligaduras que comprimen y sujetan la razón humana y el libre albedrío del hombre; el mal no está en este libre albedrío ni en esa razón, sino en aquellas ligaduras. Si el mal consiste en tener ligaduras, y el bien en no tenerlas, la perfección consistirá en no tener ninguna de ninguna especie. Si esto es así, la humanidad será perfecta cuando niegue a Dios, que es su ligadura divina, y cuando niegue el Gobierno, que es su ligadura política, y cuando niegue la propiedad, que es su ligadura social, y cuando niegue la familia, que es su ligadura doméstica. Todo el que no acepta todas y cada una de estas conclusiones se pone fuera de la civilización filosófica, y todo el que, poniéndose fuera de esta civilización, no entre en el gremio católico, anda por los desiertos del vacío.
Del problema teórico pasemos al práctico. ¿A cuál de estas dos civilizaciones está prometida en el tiempo la victoria? Yo respondo a esta pregunta, sin que mi pluma vacile, sin que se oprima mi corazón y sin que mi razón se turbe, que el triunfo en el tiempo será irremisiblemente de la civilización filosófica. ¿Ha querido el hombre ser libre? Lo será. ¿Aborrece las ligaduras? Todas caerán a sus pies hechas pedazos. Un día hubo en que, para tomar el pulso a su libertad, quiso matar a su Dios. ¿No lo hizo? ¿No le puso en una cruz y entre dos ladrones? ¿Bajaron, por ventura, los ángeles del cielo para defender al justo, que agonizaba en la tierra? Pues, ¿por qué bajarían ahora, cuando no se trata de la crucifixión de Dios, sino de la crucifixión del hombre por el hombre? ¿Por qué descenderían ahora, cuando nuestra conciencia nos está diciendo a voces que en esta gran tragedia ningunos merecen su intervención, ni los que han de ser las víctimas ni los que han de ser los verdugos?
Aquí se trata de una cuestión muy grave: se trata de averiguar nada menos cuál es el verdadero espíritu del catolicismo acerca de las vicisitudes de esa lucha gigantesca entre el mal y el bien, o, como san Agustín diría, entre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo. Yo tengo para mí por cosa probada y evidente que el mal acaba siempre por triunfar del bien acá abajo, y que el triunfo sobre el mal es una cosa reservada a Dios, si pudiera decirse así, personalmente.
Por esta razón no hay período histórico que no vaya a parar a una gran catástrofe. El primer período histórico comienza en la creación y va a parar al diluvio. Y ¿qué significa el diluvio? El diluvio significa dos cosas: significa el triunfo natural del mal sobre el bien y el triunfo sobrenatural de Dios sobre el mal por medio de una acción directa, personal y soberana.
Empapados todavía los hombres en las aguas del diluvio, la misma lucha comienza otra vez: las tinieblas se van aglomerando en todos los horizontes; a la venida del Señor, todos estaban negros; las nieblas eran nieblas palpables; el Señor sube a la Cruz, y vuelve el día para el mundo. ¿Qué significa esa gran catástrofe? Significa dos cosas: significa el triunfo natural del mal sobre el bien, y el triunfo sobrenatural de Dios sobre el mal, por medio de una acción directa, personal y soberana.
Esta es para mí la filosofía, toda la filosofía de la Historia. Vico estuvo a punto de ver la verdad, y si la hubiera visto, la hubiera expuesto mejor que yo; pero perdiendo muy pronto el surco luminoso, se vio rodeado de tinieblas; en la variedad infinita de los sucesos humanos creyó descubrir siempre un cierto y restringido número de formas políticas y sociales; para demostrar su error basta acudir a los Estados Unidos, que no se ajustan a ninguna de esas formas; si hubiera entrado más hondamente en los misterios católicos, hubiera visto que la verdad está en esa misma proposición vuelta al revés; la verdad está en la identidad substancial de los sucesos, velada y como escondida por la variedad infinita de las formas.
Siendo ésta mi creencia, dejo a la consideración de usted adivinar mi opinión sobre el resultado de la lucha que hoy está trabada en el mundo.
Y no se me diga que, si el vencimiento es seguro, la lucha es excusada; porque, en primer lugar, la lucha puede aplazar la catástrofe, y en segundo lugar, la lucha es un deber y no una especulación para los que nos preciamos de católicos. Demos gracias a Dios de habernos otorgado el combate, y no pidamos sobre la gracia del combate la gracia del triunfo a aquel que en su bondad infinita reserva a los que combaten bien por su causa una recompensa mayor que la victoria.
En cuanto a la manera de combatir, no encuentro más que una que pueda dar hoy día provechosos resultados: el combate por medio de la imprenta periódica. Hoy día es menester que la verdad dé en el tímpano del oído y que resuene en él monótona y perpetuamente, si sus ecos han de llegar hasta recóndito santuario en donde las almas yacen enervadas y dormidas. Los combates de tribuna sirven poco: los discursos, siendo frecuentes, no cautivan; siendo raros, no dejan huella en la memoria; los aplausos que arrancan no son triunfos, porque se dirigen al artista, no se dirigen al cristiano. Entre todos los periódicos que hoy ven la luz pública en Francia, L'Univers es el que me parece que ha ejercido, sobre todo en estos últimos tiempos, la influencia más saludable y provechosa.
En esta especie de confesión general que hago en presencia de usted debo declarar aquí ingenuamente que mis ideas políticas y religiosas de hoy no se parecen a mis ideas políticas y religiosas de otros tiempos. Mi conversión a los buenos principios se debe, en primer lugar, a la misericordia divina, y después, al estudio profundo de las revoluciones. Las revoluciones son los fanales de la Providencia y de la Historia; los que han tenido la fortuna o la desgracia de vivir y morir en tiempos sosegados y apacibles, puede decirse que han atravesado la vida, y que han llegado a la muerte, sin salir de la infancia.. Sólo los que, como nosotros, viven en medio de las tormentas, pueden vestirse la toga de la virilidad y decir de sí propios que son hombres.
Las revoluciones son, desde cierto aspecto y hasta cierto punto, buenas como las herejías, porque confirman en la fe y la esclarecen. Yo no había comprendido nunca la rebeldía gigantesca de Luzbel, hasta que he visto con mis propios ojos el orgullo insensato de Proudhon; la ceguera humana casi ha dejado de ser un misterio a vista de la ceguedad incurable y sobrenatural de las clases acomodadas. En cuanto al dogma de la perversión ingénita de la naturaleza humana y de su inclinación hacia el mal, ¿quién la pondrá hoy en duda si pone los ojos en las falanges socialistas?
Tiempo es ya de poner término a esta carta, que no exige contestación, no siendo, como es, sino el desahogo de un hombre ocioso, dirigido a un hombre ocupado. Cuando tenga el gusto de ver a usted, nos ocuparemos más detenidamente de estos grandes problemas; entonces tendré el placer de recoger de manos de usted la colección de sus elocuentísimos discursos, don precioso para quien, como yo, estima el noble carácter de usted y admira la elevación de su esclarecido ingenio.
Entre tanto, queda de usted su atento s.s., q. b. S. M.,
EL MARQUÉS DE VALDEGAMAS

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